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Los debates en torno a la ciencia en España (segunda mitad del siglo XIX)

Yvan Lissorgues





La historia de la ciencia es una incesante sucesión de controversias, en las que se enfrentan, a veces por encima de los años o de los siglos, sabios y científicos, y en general de buena fe. Galiano contra Aristóteles, Locke y Condillac contra Descartes, Cuvier contra Lamarck, Niels Bohr contra Einstein, Poincaré contra el bergsoniano Edouard Le Roy1, pongamos por casos, o Pasteur contra los tradicionales defensores de la generación espontánea o los partidarios de la luz como fenómeno ondulatorio contra los que piensan que es un movimiento corpuscular. Anécdota, por lo demás significativa del comercio científico entre España y Francia: el mismo Clarín, en su rincón de Asturias, se entera de que Poincaré, físico y matemático célebre en todo el mundo, sostiene que los rayos equis no son rayos catódicos como afirman otros científicos2. Pese a todo, al decantarse la fiebre de los debates, a veces rencillosos, se impone poco a poco una verdad que, por progresiva, es siempre relativa, pero que puede verse como un ensanchamiento inconmensurable del conocimiento que progresa a lo largo de los siglos. Como escribe el antes aludido Henri Poincaré, «no debe creerse que las teorías superadas fueron estériles y vanas, pues siempre queda algo, para quien sabe ver, de los trabajos anteriores»3. Varios científicos de alto vuelo, como el mismo Poincaré, conceden que la ciencia es siempre imperfecta, pero es perfectible y esa perfectibilidad en marcha es el progreso científico.

En cambio, por lo que hace a las filosofías de la ciencia, las que se elaboran en torno a grandes teorías y rozan los problemas ontológicos, las oposiciones parecen irreductibles. La ciencia no puede con las creencias, a no ser que a ella misma se la alce como creencia, como ocurre precisamente durante la segunda mitad del siglo XIX, según veremos; la fe en la ciencia, cuando se hace sistema, casi diríamos religión, puede desembocar, a partir de indebidas extrapolaciones, en fatales errores. La ciencia es buena, dicen Clarín y otros muchos, pero no lo es todo, y precisamente en ese más allá de la ciencia, en ese espacio de lo desconocido, el hombre anda buscando un Norte en las nieblas metafísicas, donde se enfrentan las creencias. A pesar de todas las posibles matizaciones, el creacionismo no aceptará nunca los principios del transformismo y del evolucionismo y el positivismo absoluto no dejará de ser una «metafísica al revés», como lo tildan algunos pensadores españoles, como Urbano González Serrano o Leopoldo Alas.

Valgan estas consideraciones generales como introducción epistemológica antes de abordar el estudio de tres de los varios debates a los cuales da lugar la ciencia en España durante la segunda mitad del siglo XIX. No es mi propósito hacer aquí un balance del estado de la ciencia en España que vendría a ser un imperfecto resumen de notables obras, como la muy documentada de Diego Núñez publicada en 19754, insuperada, aunque completada ulteriormente por artículos y libros de varios autores o como los inestimables trabajos de José María López Piñero y del centro de investigación sobre la ciencia y la medicina que fundó y animó en la Universidad de Valencia hasta su defunción en 2010 y que sigue muy activo5. Tampoco interesa recordar la historia de la ciencia española de los siglos pasados, del XVI particularmente, actualizada gracias en gran parte a Menéndez Pelayo con motivo de las conocidas polémicas del siglo XIX6. Puede lamentarse sin embargo que esté por escribir una verdadera historia de la ciencia española que tenga resonancia internacional. No es justo que en un libro como, por ejemplo, Histoire des sciences de Philippe de la Cotardière7, sólo figure Ramón y Cajal (en el foco del Premio Nobel) y no aparezcan los nombres de Pereira, Sabuco, Huarte, ni los de los famosos botánicos y zoólogos de los siglos XVIII y XIX, ni los del neurólogo Luis Simarro Lacabra (1851-1921) y del bioquímico José Rodríguez Carracido (1856- 1928) y ni siquiera el de Mateu Orfila (1787-1853) a pesar de haberse ganado en París el título de «padre de la toxicología»8. Ignoro si George Sarton (1884-1956) ha sido más generoso con España en su monumental Historia de la ciencia publicada en Harvard y a la que ha dedicado en 2009 José Luis Peset una reseña-ensayo elogiosa, sustancial y de gran interés9.

No puede negarse, sin embargo, que haya un desfase en el siglo XIX entre lo que en plan científico pasa en Europa y en España, donde se vive una ciencia de segunda mano, por decirlo así, más recibida que realmente creada, aparte unos casos contados. Perfectamente conocido hoy es el auge de la ciencia europea, debido en aquel entonces al desarrollo sistemático del experimentalismo que surte espectaculares adelantos en todos los ramos de investigación (física, química, astrología, biología, psicología, medicina, historia, antropología, sociología,...) y con asombrosos resultados prácticos tecnológicos. En España, poca ciencia sale directamente de los laboratorios, como señala Diego Núñez10. Por su parte, lamenta Clarín que falten microscopios en su país y sobre todo personas competentes para manejarlos11. En cambio mucha ciencia entra, procedente de Alemania, Inglaterra, Francia, como por osmosis y por las tribunas de los Ateneos, las columnas de la prensa, los libros, traducidos o no. Al respecto, no puede olvidarse que si el sexenio revolucionario de 1868 a 1874, fue un fracaso político, fue para los liberales un catalizador de energías intelectuales, impulsadas por un deseo y una voluntad de modernización fuera de lo común. Ahora bien, para la gran mayoría de los intelectuales conscientes de la real situación de su país, el ejemplo de la modernidad es Europa y viene al caso repetir la proclama de Clarín, resumen del dinamismo modernizador de las fuerzas liberales: «El verdadero españolismo consiste en importar los elementos dignos de aclimatarse en nuestro propio suelo y en estudiar cuidadosamente para asimilarlo cuanto fuera se produce que merece la pena de verlo y aprenderlo»12. Si bien es preciso colmar los retrasos en todos los sectores de la vida del país, es obvio que la ciencia que florece en las naciones vecinas es objeto de asimilación privilegiado. López Piñero explica en la introducción de la obra colectiva La ciencia española del siglo XIX13, que la «elevación del nivel de la actividad científica española durante la Restauración» es debida al impulso intelectual del sexenio.

La efervescencia científica que se manifiesta entre la élite intelectual en España en la segunda mitad del siglo XIX, es ante todo debida a una actividad más o menos polémica que acompaña el proceso de asimilación de los nuevos conocimientos. Los debates en torno a la ciencia son pues altamente significativos de une situación cultural y filosófica presa ella misma de una inveterada polémica entre tradición y modernidad, bien conocida y sobre la cual no es oportuno volver; basta remitir a los numerosos estudios dedicados a las polémicas sobre la ciencia española14. Lo que interesa aquí es el debate establecido entre intelectuales y científicos españoles y las ideas o las teorías que dominan en el campo de la ciencia europea y con las cuales entran en discusión, no vacilando en cuestionarlas cuando no les parecen aceptables.

El afán modernizador alcanza todas las ciencias, pero las que más apasionan en España son la «ciencia del hombre» y la «ciencia del alma», o sea la biología y la psicología, en todo caso los debates a que dan lugar son significativos de lo que puede llamarse la singularidad española. Hay debates mucho más ruidosos y de mayor alcance histórico. Por ejemplo, el que se abre en torno al evolucionismo y al darwinismo y se transforma en polémica que, por encima de la cuestión científica, es un violento enfrentamiento ideológico bien conocido y sobre el cual existe ya abundante bibliografía15. Me parece, pues, más oportuno focalizar la atención en los debates mantenidos, a distancia, por personalidades españolas del campo liberal con científicos y filósofos europeos representantes de la ciencia moderna, por lo que se refiere a biología y psicología.

Antes de acercarse a los debates en torno a la biología y la psicología, conviene asomarse a otro que en gran parte los condiciona, se trata del debate general y epistemológico entre experiencia y pensamiento, es decir, entre experimentalismo y especulación, con la advertencia de que la especulación no siempre se mantiene en los estrictos límites del objeto científico y escapa a menudo por los campos de la filosofía, donde cobra el color de la interpretación subjetiva.


El debate sobre experimentación y especulación

Es importante en España el debate entre experiencia y especulación pues implica, para las filosofías dogmáticas o idealistas, el paso a veces difícil y hasta casi imposible de un proceso de pensamiento deductivo a otro inductivo. La ciencia experimental sólo acepta la inducción que va de la experiencia a la idea, pero tal proceso es contrario al común pensar en el marco de un sistema idealista o de una religión revelada donde todo se deduce de principios o de dogmas.

Es evidente que se ahorran este debate los positivistas, como el publicista Pompeyo Gener, adepto de Lombroso y Max Nordau antes de hacerse nietszeano, o como el comtiano Pedro Estasen, o los puros científicos Luis Simarro Lacabra, José Rodríguez-Carracido o Santiago Ramón y Cajal. Tampoco les plantea problema a los post-kantianos, como José del Perojo o Manuel de la Revilla. Sí, en cambio, a los intelectuales católicos, como Menéndez Pelayo y a los que se han formado en el idealismo krausista, como Francisco Giner de los Ríos, Nicolás Salmerón, Urbano González Serrano, Augusto González de Linares, Leopoldo Alas, los hermanos Calderón y otros.

El caso de Menéndez Pelayo es original, pues si acepta la ciencia como tal, le niega al experimentalismo la pretensión inductiva. Como nos dirá más detalladamente Ramón Emilio Mandado, el santanderino conoce más que nadie las ciencias europeas del momento, a él se le debe el rescate de la ciencia española de los siglos pasados, particularmente del siglo XVI con aquellos insólitos científicos filósofos o médicos antes citados, los Sabuco, Huarte, Pereira; y es más, no desdeña los «positivos hallazgos» de las ciencias modernas «porque -escribe y merece subrayarse la cita- nada ennoblece más el espíritu humano y nada es para él tan positiva riqueza como aquella parte de la verdad, pequeña o grande, que por su propio esfuerzo ha conquistado»16. Y sin embargo, no puede con el pensar inductivo del experimentalismo. Para él, el método experimental (la ciencia moderna) socava las antiguas hipótesis metafísicas. «El alejamiento de la Verdad absoluta es causa -según él- de la crisis moral que asusta a muchos». Pues «sin el apoyo de la Ética especulativa, la ciencia degenera en empirismo, en sensualismo utilitario, que, remozado en nuestros días, merced a la invasión del método experimental en todos los órdenes de la ciencia, y prevalido del creciente descrédito en que van cayendo las antiguas hipótesis metafísicas, avanza como torrente asolador, no ya por el campo de la ciencia abstracta y desinteresada, sino por el de la vida del Derecho, minando los fundamentos de la conciencia moral y quitando a la ley su sanción más alta»17. Como se ve no pone en tela de juicio la ciencia misma siguiendo así al Eclesiastés, sino las filosofías que se la adueñan, como el positivismo y ciertas formas de cientificismo. Finalmente su posición sobre la ciencia pura, no está muy alejada de la de Clarín cuando éste, siguiendo también a Salomón, declara que «la ciencia es buena» pero es insuficiente18, pues queda abierto, más allá de la ciencia, el problema ontológico al que sólo la metafísica puede dar respuestas. Pero él considera que al experimentalismo se le debe los grandes adelantos de la ciencia moderna.

Más importante y de mayor alcance por su posición respecto a la ciencia es el debate que sobre la experiencia y la especulación se entabla a partir de cierto momento entre los intelectuales influidos por el idealismo krausista. El primero en abrirlo es Salmerón en el prólogo, redactado en 1878 en París, a Filosofía y Arte de Hermenegildo Giner y que es necesario volver a citar aquí. Después de denunciar la «tradicional intolerancia» y hacer justicia a la enseñanza de Sanz del Río, declara el exiliado ex-presidente de la República que «no basta hoy la especulación para el filósofo [...], necesita a lo menos conocer los capitales resultados de la observación y de la experimentación en las ciencias naturales». Acude a Wundt, Fechner, Spencer, Hartmann para mostrar que de la experimentación brotan datos especulativos y que la especulación asentada en la experiencia no es abstracta. Declara que por motivos históricos no se ha llegado a la alianza de la especulación y la experiencia. «La dualidad radical de cuerpo y espíritu, la división de lo inconsciente y la conciencia, la abstracta separación de lo sensible y lo ideal [...] son restos de la antigua escisión entre la realidad y el pensamiento, que el espiritualismo subjetivo ha intronizado presuntuosamente y que el desconocimiento de la naturaleza o una superficial observación han mantenido. Que todo lo físico es al propio tiempo metafísico, según la profunda afirmación de Schopenhauer, que la evolución de lo inconsciente debe explicar la producción de la conciencia [...] son los dos términos bajo los cuales se mueve toda la ciencia contemporánea, y cuya composición habrá de fundar la alianza definitiva de la especulación y la experiencia»19.

Este prólogo de Salmerón puede considerarse como el texto fundador en España de la «ciencia del hombre» y de la «ciencia del alma». Así lo entiende el joven Clarín (y probablemente todos los intelectuales influidos por el krausismo) al saludar, encareciéndola, la «modernísima corriente de la ciencia» estudiada por su antiguo profesor de metafísica que, ''desdeñando las vulgaridades de los empíricos, atesorando los descubrimientos de la observación y la experimentación circunspecta y realmente científica [nótese la salvedad], llega a entrever la posible solución de esta secular antinomia entre idealismo y sensualismo, entre el núcleo inmediato de la conciencia y lo esencial de lo inconsciente». También, y dicho sea como anuncio de más amplia explicación, encuentra el joven Clarín en el texto de Salmerón una afirmación que ya él mismo ha hecho suya y será uno de los fundamentos tanto de su obra de creación como de su concepción pedagógica y de sociología cultural, es el papel y la misión del arte que don Nicolás formula así: «La formación del individuo no se logra sin el arte»20.

A partir de esas fechas, los intelectuales krausistas que gravitan en torno a la Institución Libre de Enseñanza y constituyen la élite liberal «progresista» se convierten al experimentalismo y dedican parte de su actividad al estudio de la ciencia moderna sin renunciar a la especulación, pero sin que se les pueda tildar de positivistas. Por eso vuelvo a decir que la denominación de krausopositivista, inventada por Adolfo Posada, no es del todo adecuada. No es inútil recordar que para Krause el saber y desde luego la ciencia son el motor de la perfectibilidad humana y que uno de los imperativos de su metafísica es «conocer a Dios en la ciencia». Lo cual puede explicar que los institucionistas acepten casi naturalmente el experimentalismo como medio de progreso humano y que por otra parte, buenos científicos, aunque positivistas declarados, como el neurólogo Luis Simarro Lacabra y el famoso químico y primer catedrático de bioquímica en España José Rodríguez Carracido, sean profesores más o menos ocasionales de la Institución Libre de Enseñanza.

Entre los profesores influidos por el krausismo, el que más se interesa por la ciencia naturalista, particularmente la fisiología y la biología y por la «ciencia del alma», la psicología, es Urbano González Serrano (1848-1904). Él también, siguiendo a Salmerón, su antiguo profesor y colega, vuelve una y otra vez sobre el debate entre experimentalismo y especulación para asentar claramente su posición. Por ejemplo, en 1881, nota que «el experimentalismo ha allegado un inmenso cúmulo de datos» y que es necesario que el pensamiento «ensaye la formación de síntesis relativas, bajo las cuales se ordene la masa de los conocimientos que la experiencia ha recolectado»21. Censura la inconsecuencia de los positivistas que «rechazan la filosofía especulativa y niegan la metafísica, [...] formando a la vez o una Metafísica positivista o una Metafísica negativa (expresión de Ribot, precisa), que viene a constituir, según alguna vez hemos indicado, un idealismo al revés»22. Pero desconfía, por lo menos en el campo de la ciencia, de una metafísica que se detenga «en un punto que estima en el fondo insoluble»23. No se trata de negar el misterio sino de aceptar como Spencer lo indiscernible, sin que por eso se detenga la ciencia, la ciencia experimental, en «su camino triunfal»24.

Por esta posición bien pensada y equilibrada con respecto a la ciencia, por su perfecto conocimiento del pensamiento científico europeo por lo que hace a biología y psicología, y también por su dinámico entusiasmo, merece González Serrano que nos focalicemos en algunos de sus trabajos. Uno es su original aportación al gran debate sobre lo orgánico y lo inorgánico que agita la ciencia europea de la época. Pero su principal campo de investigación y especulación es la psicología. En este último campo, el de la psicología, no carece de interés comparar las actividades de González Serrano que desempeña en España un papel parecido al de Ribot en Francia, con las del neurólogo Luis Simarro, primer catedrático de psicología en España, que es un experimentalista puro, es decir que se fija ante todo en los hechos y en las conclusiones que de los hechos se pueden sacar, desconfiando de la especulación.




El debate acerca de lo orgánico y lo inorgánico. La «ciencia del hombre»

El debate acerca de lo orgánico y lo inorgánico es ya antiguo en Europa. En Francia es uno de los focos de las polémicas entabladas entre los miembros de la «tríada prestigiosa», Lamarck (1744-1829), Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844) y Georges Cuvier (1729-1832), (violenta polémica entre Cuvier y Lamarck), fundadores del transformismo y del evolucionismo, teorías que antes de Darwin han revolucionado las ciencias naturales, es decir el Naturalismo, según el término usual. Dicho aquí de paso, la herencia de los caracteres adquiridos por una especie a lo largo de su evolución es una hipótesis de Lamarck, que, aplicada por extrapolación al hombre, se hace ley del determinismo atávico, fuente de errores más o menos graves. Si la ley de la herencia como columna vertebral de la historia de los Rougon, resulta anestesiada por el talento de Zola, en cambio, los estragos que ha causado y sigue causando, en el Derecho penal son mucho más graves y no hablemos de la tenaz y monstruosa teoría de las razas inferiores y superiores25. La ciencia puramente experimental no tiene la culpa de tales errores, sí la especulación gratuita y la extrapolación cientificista, interesada o no.

En España, el debate sobre lo orgánico y lo inorgánico, parece iniciarse públicamente por un curso titulado «¿Puede y debe considerarse la vida de los seres organizados como transformación de la fuerza universal?», organizado durante la sesión de 1875-1876 en la Sección de Ciencias Físicas y Naturales del Ateneo de Madrid. Por su parte, durante esa misma sesión, la Sección de Ciencias Morales y Políticas propuso esta cuestión: «¿El actual movimiento de las ciencias naturales y filosóficas en sentido positivista, constituye un grave peligro para los grandes principios morales, sociales y religiosos en que descansa la civilización?». Aunque estas preguntas puestas a debate prueben que los intelectuales no se muestran indiferentes a la reflexión acerca de los descubrimientos de la ciencia positiva, las formulaciones dejan transparentar cierto recelo respecto a sus posibles consecuencias perturbadoras; lo cual es significativo del notable desfase ideológico entre el proceso histórico de la sociedad española y el de las naciones europeas, como explica Diego Núñez26. Desde el punto de vista meramente científico, que es el que aquí interesa, las investigaciones sobre lo orgánico y lo inorgánico emprendidas por los científicos europeos desembocan inevitablemente en el problema de la vida, cuestión palpitante y objeto de todas las especulaciones y aun extrapolaciones. Es indudable que las discusiones del Ateneo sobre este punto, recrudecidas aquellos mismos años por la introducción de las teorías de Darwin, sacudieron las conciencias y se prolongaron en la prensa.

Antes de analizar el detallado estudio de González Serrano de 1881, merece atención un artículo de Alfredo Calderón, profesor de la Institución Libre de Enseñanza, publicado en la Revista Europea el 13 de abril de 1878. Es Alfredo Calderón uno de los intelectuales «progresistas», asiduo a los debates del Ateneo, que se interesa por la ciencia moderna y ha reflexionado sobre el pensamiento científico dominante en la Europa contemporánea. Es hoy una figura injustamente olvidada a pesar de su constante y valeroso combate como publicista y profesor en defensa de la justicia, la educación, la República; como director de La Justicia ha contribuido activamente a la difusión en España de las teorías evolucionistas de Darwin, como acaba de revelar Julio Simó Ruescas en un reciente estudio27. Por eso es de saludar la publicación hace poco de algunos de sus artículos debida a los profesores Pedro L. Angosto y Manuel Muela28.

En el artículo de la Revista Europea, Alfredo Calderón, aunque considera como un progreso que se haya emancipado «la concepción de la Naturaleza de la tutela tradicional del escolasticismo», discrepa de la tendencia invasora del espíritu naturalista que tiende «a identificar la noción de la Naturaleza con la realidad», que ve el espíritu como «una mera propiedad natural, y el pensamiento una función del cerebro», «la sociedad y el lenguaje como organismos puramente físicos» y «la historia humana una evolución [...] regida por las mismas leyes a que obedece la aparición y el desarrollo de las especies animales». «No es menester -precisa el autor en nota- acudir al materialismo declarado [...], representado por Molleschott, Büchner, Carl Vogt y tantos otros para hallar la comprobación de este aserto». En la antropología contemporánea «con dificultad se hallará un fisiólogo que no la sostenga». Para Alfredo Calderón, intérprete del pensamiento de los institucionistas y de muchos intelectuales españoles, esa tendencia invasora a la unidad que no vacila en poner en un mismo plano objetos de muy distintas naturalezas, como el espíritu y el cuerpo, la planta y el ser vivo, el animal y el hombre, lo orgánico y lo inorgánico, es ajena a la ciencia propiamente dicha. Esas especulaciones analógicas son extrapolaciones debidas, según él, al exclusivismo y al espíritu de escuela y las más veces al desconocimiento de lo que se indaga en otra esfera de la ciencia. Es una crítica clara del reduccionismo positivista y de la tendencia de los naturalistas franceses, ingleses y alemanes a elaborar teorías parciales que salen del campo de la ciencia. Prueba de ello, pero no lo dice Calderón, es que, por ejemplo, las especulaciones de Lamarck, Cuvier y Geoffroy Saint Hilaire que tienen el mismo objeto de estudio, les lleva a formular teorías distintas y hasta opuestas. No se trata de cientificismo, sino sólo de resultados de hipótesis, de intuiciones de científicos escrupulosos y de buena fe que buscan una explicación más allá de los hechos. El mismo Lamarck confiesa que «cualquier ciencia ha de tener su filosofía, sólo así puede progresar»29.

Por lo que respecta a la cuestión de lo orgánico y lo inorgánico, en debate en el Ateneo, dos años antes, la casi totalidad del artículo es una presentación crítica de los tres dualismos que vienen trabajando a la ciencia natural desde los comienzos de su evolución independiente. El primero y más antiguo es el que explica la existencia de los seres animados y de los inanimados y las manifestaciones de los fenómenos naturales por la acción de une especie de Deus ex machina, de un «Dios caprichoso, gestor inmediato y directo de toda actividad». A pesar de los enormes progresos de la ciencia experimental y de la casi universal aceptación de la sustantividad de la Naturaleza, perdura en España esta aberración entre los censores católicos de la ciencia moderna.

Los otros dos dualismos siguen manteniendo el antagonismo entre lo inorgánico y lo orgánico, es decir la materia y la vida. El segundo, considera como seres independientes la materia inerte y las fuerzas que sobre ella actúan. Nacida tal concepción al calor de elementos tradicionales y antiguos prejuicios, es para Calderón una concepción tanto más perniciosa cuanto más encubierta, pues la materia sin la fuerza es algo ajeno a la experiencia y por otra parte no se puede pensar la fuerza separada de la materia. El tercer dualismo es la supuesta radical distinción y oposición entre los seres orgánicos y los llamados inorgánicos. «La Naturaleza aparece como rota y dividida en dos reinos fundamentalmente diversos». Nota el autor que esta concepción es la que prevalece en el espíritu de los naturalistas y es la que sirve de base a la enseñanza de las ciencias naturales. Cree observar sin embargo que estas visiones dualistas mantenidas por la rutina aparecen hoy más suavizadas y acude a Helmholtz que «considera la fuerza y la materia, no como entidades distintas, sino como meras abstracciones de una sola y misma realidad», para sugerir que aboga por una especie de monismo, no claramente confesado. Pero sorprende que no se fije mucho en el elemento fundamental de distinción entre lo orgánico y lo inorgánico, es decir, la fuerza, de la que dice «que viene de no se sabe de dónde», que «mora en regiones inaccesibles aún al pensamiento y se impone a la materia para darle forma de organización y de vida. En todo caso, si la vida es un misterio para la ciencia, no es para él una fuerza sobrenatural.

Puede que en 1878, haya sido original en España la contribución del joven Calderón al debate acerca de la ciencia. Subrayaremos sobre todo que, como buen institucionista, censura oportunamente tanto el positivismo absoluto como las indebidas extrapolaciones de los científicos. En cambio su aplicada denuncia de los dualismos y su aspiración monística no aclaran mucho el debate abierto en 1876 en el Ateneo. Se nota que por aquel entonces el activo colaborador de Giner no ha madurado aún bastante el lenguaje de la ciencia moderna. Precisamente la cuestión del lenguaje es fundamental también en ciencia. Según Poincaré, que nada tiene de nominalista, «Todo lo que crea el científico en un hecho es el lenguaje con el cual lo expresa», «la aportación de la ciencia es la aportación de este lenguaje», y «el hecho científico no es más que el hecho bruto traducido en otro lenguaje»30. Afirmaciones que merecerían profundización epistemológica.

Quien domina perfectamente este lenguaje y revela, a partir de documentación perfectamente asimilada, una posición muy afirmada sobre el problema de lo orgánico y de lo inorgánico, es González Serrano, correligionario de Alfredo Calderón, en el extenso trabajo titulado «El naturalismo contemporáneo»31 publicado en 1881.

Aunque con gran sinceridad confiese que su cultura experimental es allegadiza y que viene al problema del naturalismo científico desde el campo de la filosofía, camina con paso seguro por esas intricadas materias y el tono firme, notable desde las primeras páginas, dice que sabe adónde va: «A este experimentalismo [...] que no tiene nada que ver con el experimentalismo enragé de los enfants terribles de la escuela positivista, a este experimentalismo es al que pretendemos preguntar sobre lo orgánico y lo inorgánico»32.

Y este experimentalismo es el que muestra que la vida es compleja y el que permite afirmar de entrada que, pese a lo que parecía pensar Alfredo Calderón, existe une distinción entre lo orgánico y lo inorgánico: «Es absurdo pensar que las leyes físico-químicas son causas inmediatas de los fenómenos observables de la vida»33. Acude a Haeckel que, después de apurar el análisis de los datos proporcionados por el experimentalismo, debe admitir que en el punto indeciso de la organización hay «un centro atractivo», asimilador de fuerzas y comenta: «si la vida es asimilación y apropiación de las leyes físico-químicas para producir y determinar elementos histológicos, hay que concluir que la vida es creación de todos estos elementos»; lo cual es la idea de Claude Bernard, para quien «la vida es creación en transición en el paso de lo inorgánico a lo orgánico». Si la materia es el lugar donde las fuerzas se manifiestan, la vida es algo más que el producto de un mero mecanismo. Es lo que dice Claude Bernard: el huevo es materia inerte hasta cuando se produce la expansión de la fuerza germinal creadora de todo principio orgánico34. Hay que aceptar, pues, que la fuerza germinal sea un misterio.

Para mostrar que lo orgánico es distinto de lo inorgánico, pasa revista González Serrano a las cualidades distintivas de lo orgánico como la irritabilidad, la sensibilidad, la nutrición, la generación, el dolor, el hábito, etc., estudiadas por los prestigiosos científicos europeos que, a pesar de discrepancias en los métodos de investigación y en ciertas conclusiones parciales, deben todos conceder que la vida es irreductible a la experimentación físico-química. De paso da largas citas significativas de Taine, de Claude Bernard, de Paul Bert y otros. Pocos son los que no aceptan esta idea, como G. H. Lewes o M. Daste35. Se sabe gracias a Huxley que el protoplasma es la base fisicoquímica de la vida. Pues bien, «en estas regiones tenebrosas donde han penetrado estos nuevos buzos del pensamiento que se llaman Haeckel, Pasteur, Berthelot y otros, se nota en los seres orgánicos, por imperfectos que sean, una movilidad excesiva por ser compuestos inestables y centros atractivos de apropiación de fuerzas que revela una unidad irreductible a la experimentación físico-química»36.

Reiteradamente manifiesta su desacuerdo con el transformismo (seguramente el de la llamada «tríada prestigiosa») pues lleva en el fondo de sus concepciones sintéticas premeditada intención de identificar lo orgánico con lo inorgánico, al considerar la vida como una simple combustión (química) y una transformación de fuerzas (física)37. El transformismo no consigue plenificar (¡sugerente neologismo!) el contenido de los seres, se limita a sumar cuantitativamente relaciones homogéneas o aspectos análogos de todos los objetos observados. Por fin, «peca el transformismo por limitarse a identificar y sumar los elementos dados por la experiencia y en negar la complejidad unitaria de la vida»38. Como peca la psicología de la asociación, muy en boga en Inglaterra, por no penetrar más que en algunos aspectos de la realidad de los seres39. Finalmente, «el transformismo que tanto alardea de conocimientos positivos y de ser fiel a la experiencia, es en fin de cuentas un idealismo al revés, un subjetivismo idealista, que concibe a modo mecánico todo el mundo natural»40.

A propósito de la hipótesis de Wallich's y Haeckel, según la cual en las últimas capas del mar, se halla el gran secreto, el de la transformación de la materia en organismo, es decir de la aparición de la vida, escribe: «Lo que digo es que el problema está planteado, pero con su incógnita envuelta en ese misterio que rodea a los primeros procesos de la vida y quiero añadir que no obran con sano criterio científico los que a raíz de un descubrimiento nuevo creen con ligereza que han alcanzado la verdad»41.

Perdón por la digresión, pero me da pie don Urbano para ensanchar su advertencia a un caso límite de extrapolación a que conduce el engreimiento de ciertos eminentes científicos. El gran químico francés de fama internacional Marcelin Berthelot (1827- 1907), consigue crear en 1860 un compuesto orgánico, el acetileno, por síntesis de sus elementos, el carbono y el hidrógeno por mera reacción química favorecida por la electricidad, sin intervención de la llamada fuerza vital. Es un descubrimiento de gran alcance que abre la larga serie de las síntesis orgánicas de materias nuevas, medicinas, cosméticos, etc. Estalla en todo París y en el mundo entero, el grito de victoria del sabio químico, amigo de Renan (autor de El porvenir de la ciencia, obra escrita en 1848 y publicada en 1890): «¡Ya no hay misterio! La ciencia reivindica el universo entero y rechaza cualquier explicación sobrenatural y metafísica». No matiza su posición y su optimismo delirante hace que se le atribuya el título de «pontífice del cientificismo»42. El título de papa que se le tributa al ilustre químico está muy acorde con esa religión de la ciencia que desde Comte reúne a numerosos fieles y que según Habermas «es una manera de hipostasiar la ciencia para hacer de ella una nueva fe»43.

A González Serrano le seduce la afirmación de Schopenhauer, tal vez recuperada del prólogo atrás estudiado de Salmerón, a saber: «todo lo físico es metafísico y recíprocamente». Está claro que, para él, el discurso metafísico no debe contaminar el discurso de la ciencia, sin embargo, «en el fondo y contextura de lo físico late y vive lo métafísico»44, quiere decir que no se puede negar el misterio de la vida.

Vemos pues que en España, gracias a Urbano González Serrano, tenemos un discurso sobre la ciencia contemporánea perfectamente dominado y que además depara una concepción de la ciencia abierta y equilibrada. Rechaza el profesor del Instituto San Isidro el positivismo mecanicista y mutilador, critica el transformismo por no hacer la vital distinción entre lo inorgánico y lo orgánico, tiene aguda conciencia de la complejidad de la vida y acepta que ésta sea un misterio. «La realidad es, dice Clarín, pero es misteriosa». Y el minucioso análisis de González Serrano muestra que tanto más se acerca la ciencia al misterio, más misterioso lo hace.




El debate sobre la «ciencia del alma»

En cuanto al debate sobre la «ciencia del alma» desemboca en parecida conclusión, tanto para el psicólogo filósofo González Serrano o el pensador Clarín como para el científico puro Luis Simarro. Lo que les distingue es la posición que en conciencia toman frente a lo incognoscible. La expresión «ciencia del alma» que el mismo González Serrano emplea a veces en lugar del término científico psicología, sugiere que se toma en cuenta la ambigua complejidad del objeto estudiado, que no se limita a la actividad neuronal de un espíritu producida por un cerebro. Si el neuropsicólogo Luis Simarro y el neurofisiólogo Ramón y Cajal se imponen investigar principalmente sobre el cerebro las neuronas, el científico filósofo González Serrano ensancha su campo de estudio a la totalidad de las manifestaciones psíquicas.

Acerquémonos al debate que éste mantiene con la ciencia psicológica europea. Se trata en efecto de un verdadero debate en el que el profesor del Instituto San Isidro entabla diálogo con las eminencias europeas, llámense Théodule Ribot, Binet o Wilhelm Wundt, cuyas obras domina hasta llegar a poder naturalmente cuestionarlas a partir de sus bien asentadas concepciones.

Gracias a los insólitos trabajos de Antonio Jiménez45, a quien con tristeza reiteramos agradecido homenaje, conocemos bien a González Serrano. No es neurólogo como Simarro, no ha colaborado nunca en ningún laboratorio, es un profesor de filosofía, cuya actividad investigadora está centrada en la psicología, observándose a sí mismo, analizando y discutiendo los trabajos de todos los psicólogos, psicofisiólogos y fisiólogos europeos y difundiendo en España, a través de libros, artículos de prensa, colaboraciones en diccionarios enciclopédicos, conferencias, etc., todo lo que le parece digno de ser conocido por sus compatriotas. Su labor divulgadora es considerable: siete libros de psicología, casi trescientos artículos de periódicos y revistas (incluyendo los de crítica literaria), trescientas sesenta y seis voces, según Antonio Jiménez, en el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano de Montaner y Simón, obra que, dicho sea de paso, merece el atento estudio que le ha dedicado recientemente Bénédicte Vauthier46 por ofrecer un panorama interesante de la cultura del siglo XIX en varias de sus facetas. Sobre la bibliografía de González Serrano, remito al exhaustivo trabajo de Antonio Jiménez.

En cuanto a la finalidad y al método de los estudios de psicología de González Serrano, son algo parecidos a los de Théodule Ribot en Francia, donde el director de la famosa Revue Philosophique da a conocer las orientaciones de la psicología vigentes en otros países de Europa, Inglaterra, Alemania, Italia; ha publicado libros de gran resonancia como Psychologie anglaise contemporaine en 1870 y, dos años después, Psychologie allemande contemporaine, las dos traducidas al español con todas sus obras, en 1901, acontecimiento alabado y comentado por don Urbano47.

Dicho sea de paso debe subrayarse el hecho de que cada nación parece tener su singularidad y que desde luego las investigaciones y reflexiones sobre psicología siguen siendo aún tributarias de condiciones científicas y culturales nacionales, o sea que, la ciencia psicológica está en gestación y no ha alcanzado todavía el debido grado de universalidad a que aspira la ciencia. «Nadie -escribe el psicólogo español- ha contribuido a vulgarizar ideas que parecían patrimonio exclusivo de algunos»48. Por lo que hace a concepciones don Urbano discrepa del empirismo positivista de su ilustre colega francés, cuyas «ideas no son del todo admisibles aun por los que procuran estudiarlas»49. En 1901, a la hora del balance, escribe: «Por encima de las críticas y reparos que nos sugiere la lectura detenida de las obras del ilustre psicólogo francés, la empresa por él llevada a cabo es de las que dejarán huellas [...]. Él ha contribuido [...] a enterrar el intelectualismo semimecánico de la psicología tradicional; él ha enriquecido el problema psicológico con nuevas y más amplias perspectivas y, rectificando en parte la crudeza de su empirismo positivista, ha orientado la especulación por caminos más seguros. Ha presentido que la psicología contemporánea exige, si ha de ser científica, pasar del estado descriptivo al explicativo»50.

González Serrano, como Ribot, ha contribuido a vulgarizar en España ideas que «parecían patrimonio exclusivo de algunos». Está enterado de todo lo que se publica en Europa sobre psicología. Según Antonio Jiménez, en el conjunto de su obra están citados 99 autores extranjeros especialistas en psicología51. En 1880, publica un libro titulado La psicología contemporánea, de cuyo alcance da idea el subtítulo Examen crítico de las opiniones y tendencias más extendidas y autorizadas entre psicólogos sobre la ciencia del alma. El libro revela un perfecto conocimiento de las obras de los más eminentes psicólogos, neuropsicólogos, psicofisiólogos europeos, como Claude Bernard, Charcot, Binet, Wundt, Haeckel, etc., como de la teoría asociacionista del inglés Stuart Mill, la evolucionista de Spencer, la de lo inconsciente de Hartmann y por supuesto las obras de Darwin que empiezan a publicarse en España en 1876. Lo que merece subrayarse es la curiosidad de un espíritu abierto a los últimos adelantos de la modernidad europea y sobre todo una capacidad de asimilación y una certeza de miras que se revelan en el análisis crítico de esas ideas y de esos sistemas. Lo que ofrece a sus compatriotas, no para que España se europeíce, como se dirá más tarde, sino para se ponga a la altura de los tiempos, guardando su singularidad, es el resultado de un debate crítico, no una mera traslación de conocimientos.

Para mostrar esta capacidad ejemplar del psicólogo español para adaptar el lenguaje científico de la fuente al lenguaje propio, me limitaré a un ejemplo, y aprovecho la ocasión para decir que esta capacidad es la misma para todos los intelectuales desde Clarín hasta Menéndez Pelayo (buena muestra de ello nos da el lenguaje de la Historia de las ideas estéticas). El ejemplo es el análisis que hace don Urbano de la obra Principios de psicología fisiológica del más eminente psicofisiólogo de la época, Wilhelm Wundt (1832-1920), profesor de Leipzig, publicada en 1874. El estudio de González Serrano deja transparentar las líneas de fuerza de un espíritu abierto y maduro, y bien asentado en su concepción de la naturaleza humana, concepción en buena parte legado del humanismo espiritual krausista. Reconoce y alaba los resultados científicos de suma importancia deparados por el rigoroso experimentalista: «Queda establecido -escribe- que hoy ni existe estado o determinación psíquica a que no corresponda cambio o alteración de lo fisiológico y viceversa»52. Pero no acepta lo que llama la extrapolación de Wundt, cuando éste intenta identificar lo psíquico con lo físico: «Aspirar a que la clave del enigma psicológico se limite a la constitución de una física sin alma, sintetizar las nuevas tendencias de la psicología en el afán de pesar, medir, calcular los fenómenos espirituales; pretender, en fin, que la mecánica exterior se aplique, sin excepción ninguna, a la vida interior, son en el fondo ideas preconcebidas, prejuicios debidos al desconocimiento u olvido de la realidad específica del alma»53. Así pues, Wundt, por exceso de experimentalismo, cae en un «idealismo al revés», aunque no llegue nunca al materialismo mecanicista, así como los positivistas comtianos más empedernidos, y entre ellos no pocos destacados científicos, levantan una «metafísica al revés». Tan fuerte es el afán de trascendencia que los que se obstinan en atenerse a los hechos no escapan siempre a la tentación de buscar una legitimación sistemática. No escapan al cientificismo. Lo cual hace decir a Clarín que «un Haeckel, un Berthelot, un Letourneau pueden ser excelentes especialistas científicos y filósofos muy medianos»54.

Es que para González Serrano, el espíritu, aunque condicionado por el cuerpo, «está dotado de actividad propia, espontánea»55. En su Manual de Psicología, de 1880, da del alma una definición, para él definitiva: «Es, pues, el alma energía consciente y libre que obra por sí misma (aunque con la colaboración del cuerpo), pensando, sintiendo y queriendo»56. No acepta, el «pienso luego soy» del intelectualismo cartesiano. No pierde nunca de vista la complejidad de los fenómenos psíquicos: «En los más profundos, tenues y delicados limbos de la vida humana aparece la complejidad de sus fenómenos tan invisibles que el análisis más perspicuo no se atreve a decir de plano su naturaleza espiritual o corporal»57. Por otra parte, González Serrano, como la mayoría de los intelectuales influidos por el krausismo, no ha hecho suyo el sueño del infinito «porvenir de la ciencia». La posición de nuestro autor y de los demás se sitúa en término medio entre el idealismo abstracto de tipo hegeliano (como lo fue el krausismo ortodoxo) y las extrapolaciones de algunos científicos y filósofos europeos. Dicha posición resulta claramente resumida en la frase siguiente: «Pecó y aún peca contra los fueros de la lógica el idealismo filosófico con la audacia de sus deducciones, pero pecó y sigue reincidiendo en semejante pecado el especialismo de los científicos con lo atrevido de sus inducciones»58.

Como otro ejemplo (el primero es el de Berthelot, citado en nota) de extrapolación cientificista, merece citarse, a modo de digresión, el «ensayo» de Eugène Roberty (1843-1915), L'Inconnaissable. Sa métaphysique. Sa psychologie59. Partiendo del postulado según el cual lo incognoscible es una no-idea, que sólo es digno del hombre lo que se puede conocer, enhebra sus argumentos con una lógica estricta, pero fundada en la crítica de todos los pensadores pasados y actuales; todos, Kant, los positivistas, el «pobre» Spencer, etc., todos son culpables por no haber sabido «depurarse», ni escapar a la debilidad de empeñarse en dudar de que la ciencia en marcha lo aclara todo un día. González Serrano no cita a Roberty, pero Clarín sí, dos veces, pero cuesta trabajo imaginar que haya leído sin reaccionar L'Inconnaissable...

Sobre la cuestión palpitante de la «ciencia del alma», la de la compleja y misteriosa energía del alma y, en una palabra, la de la vida, cuestión que se plantea en iguales términos en la «ciencia del hombre», cuando se especula acerca de lo orgánico y lo orgánico, González Serrano mantiene siempre la misma posición.

Pasando los años, puede notar con satisfacción y esperanza por lo que se refiere a su idea del progreso humano, que la concepción de los eminentes psicofisiólogos europeos, Wundt, Spencer, Hatmann e incluso Ribot, se aleja del mutilador reduccionismo monista, desechando «la idea de la sustancia pasiva del alma para aceptar la de una energía dinámica que, en connivencia con el medio natural y social, coopera al triunfo definitivo de la verdad y del bien en el mundo»60. «Cuando Spencer dice que no podemos conocer lo absoluto, afirma implícitamente que existe lo absoluto».

Es decir que al final del debate, son los grandes especialistas europeos los que se acercan a la concepción constantemente defendida por el psicólogo español, para quien siempre fue la psiquis «más que una sustancia pasiva, una actividad teleológica con finalidad interna»61. La evolución de Wundt, notable en La filosofía de nuestro tiempo, «permite esperar que se encontrarán muy pronto la especulación y la experiencia»62. Así pues, el deseo manifestado por Salmerón en 1878, prolongado en la constante y dinámica lucha de González Serrano, Giner, Clarín, Posada, los hermanos Calderón, Altamira y todos los institucionistas, para imponer en España en el campo de la ciencia necesaria unión entre la experiencia y la filosofía especulativa, sin que por olvide el misterio inasequible por la ciencia y legitimador de la metafísica, se ha realizado plenamente.




Conclusiones abiertas a otros debates

Hay efectivamente para ellos un más allá de la ciencia que puede ser el arte, ese «ensanchamiento de la condición humana», según Kant. El arte que para Salmerón, González Serrano, Clarín, etc., es imprescindible en la formación del hombre y es también para Clarín, anticipando a Freud, superior a la ciencia en cuanto a conocimiento y representación de la interioridad humana63.

La ciencia es buena, pero no basta, dice Clarín, que se fija en esta insuficiencia para buscar una solución metafísica64. La ciencia es buena, dice Menéndez Pelayo, pero no se debe instrumentalizar para intentar socavar las verdades absolutas.

La ciencia es buena afirman con fuerza González Serrano y Simarro y en ella se fijan, pero sin negar que haya realidades inaprensibles, en ella y, desde luego, fuera de ella.

Hay un más allá de la ciencia que interpela a todos los hombres y que cada uno piensa y vive a su modo. Siempre acecha la metafísica en la frontera de las parciales verdades de la ciencia.

Este imperfecto recorrido en torno a los debates vividos en España sobre la ciencia del hombre» y la «ciencia del alma», me autoriza a trasladar aquí la conclusión de otro trabajo, a repetir, pues, que si España pudo, en el siglo XIX, recibir mucho de Europa en lo tocante a ciencia positiva, España hubiera podido darle a Europa lecciones de buen sentido humano65.








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