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Los Menestreles

Luisa Valenzuela

-¿Para qué vuelves a preguntarme cómo se llamaban? Si ya lo sabes, ya lo sabes. Te lo he repetido veinte veces, sílaba por sílaba, letra por letra. Conoces el nombre de memoria, ¿para qué vuelves a preguntármelo?

El chico no se daba cuenta de que a veces la torturaba y agachó la cabeza, ofendido, mordiéndose los labios y dejando que el pelo oscuro le cayera sobre la frente hasta taparle los ojos. Frunció el ceño, también. No quería que le anduviera con vueltas, no le importaba saber cómo se llamaban, lo que quería era oírlo en boca de su madre porque cuando ella pronunciaba el nombre se le escapaba ese campanilleo en la voz que a veces era triste pero que otras veces resonaba con un profundo placer. Claro que no iba a andar insistiendo, eso no era cosa de hombres. Para disimular quiso recoger de entre las patas traseras de la vaca una piedra de las lindas, las que se deshacen al chocar contra la pared dura del establo. Al agacharse la vaca mansa le pegó un golpe en la cara con la cola y la madre rió, quebrando la tensión, y largó el nombre:

-Se llamaban Los Menestreles.

El chico levantó la cabeza de inmediato pero fue demasiado tarde. Solo pudo pescar las últimas notas de la risa donde ya no había ni ese dolor ni esa angustia que a él le gustaba descubrir detrás de la alegría.

En todo el pueblo de Le Bignon no había otra como su madre. La gente le tenía respeto, aunque pidiera fiado, y eso que se llamaba Jeanne, como cualquier otra, un nombre de campesina. Él, en cambio, se llamaba Ariel. Ariel adoraba su nombre y lo odiaba al mismo tiempo. Podía repetirlo de noche cuando estaba solo en su cama alta hundido en el espeso colchón de lana que se tragaba los sonidos, o cuando andaba por el campo durante la trilla y veía a los hombres trabajar a lo lejos y podía revolcarse en el heno fresco y perfumado. Ariel... pero cuando tenía que decirlo en el colegio y los grandes venían a burlarse de él y le preguntaban ¿cómo te llamas, ricurita? y le acariciaban la cabeza esperando encontrar un pelo sedoso y manso, no duro y salvaje como en verdad tenía, solo lograba dar media vuelta y escapar sin contestarles. Y desde lejos les gritaba Ariel, Ariel, arrepentido de su cobardía y pensando que después de todo Ariel rimaba con menestrel, Arieles y Menestreles.

Aquellas tardes de huida volvía a la granja con la vergüenza quemándole la espalda. Los cuatro kilómetros a pie desde la pequeña ciudad de Meslay hasta Les Maladières no bastaban para refrescarle las mejillas. Abandonaba con desgano la carretera asfaltada y no sentía ningún placer al hundirse en el barro del camino, o al patear las piedras friables o al empujar el manzano seco para ayudarlo a acostarse de una buena vez. Los días de vergüenza (vergüenza por no haberse atrevido a pronunciar su nombre) no saludaba a los vecinos de las otras dos granjas que encontraba en el camino de tierra ni se inclinaba sobre la charca de los patos para tratar de descubrir por fin los peces dorados que vivían en el fondo de las aguas glaucas. Y por último, al empujar la tranquera destartalada de Les Maladières corría hasta el establo chico donde su madre estaría ordeñando a esa hora del atardecer.

Esos días era ella quien lo llamaba:

-¡Ariel!

Así, con un grito seco y prescindente, y él se sentía liberado y corría a refugiarse en su falda tibia, entre las piernas abiertas bajo la ubre de la vaca. Ella le alcanzaba entonces su tazón de leche viva y Ariel se purificaba mientras la escuchaba decir, dulcemente:

-Tienes los ojos de Henri, así de azules y de hondos. Era el que cantaba con más fuerzas las canciones alegres. Las gritaba, casi, y yo temblada de miedo: los alemanes podían oírlo y venir a sacármelos a todos. Tienes los ojos iguales a los de Henri... Yo lo miré mucho a los ojos y quise guardármelos.

Madre e hijo quedaban en silencio, después, envueltos por el olor caliente del establo, hundidos en pensamientos sobre Henri que se entremezclaban mientras la vaca mugía de impaciencia.

Jeanne la Fuerte (como la apodaban en el pueblo donde la habían visto crecer) le decía en otras oportunidades a su hijo:

-Tienes las manos de Antoine... Eran larga y finas, no hinchadas como las mías, y tocaba la mandolina como si fuera un ángel con su arpa.

O bien:

-El pelo, así hirsuto como los matorrales de nuestro campo, era el pelo de Joseph...

Y Ariel se sobresaltaba y le sacudía el brazo hasta hacerle doler.

-¡No, mamá, no! Si me habías dicho que era el pelo de Alexis. ¿Te estarás olvidando, ya?

Y Jeanne la Fuerte reía con esa risa triste y débil que él tanto amaba:

-¿Cómo quieres que me olvide? ¿Cómo podría olvidarme de ellos? Pero tienes razón; Joseph tenía el pelo negro también, pero suave bajo la caricia. En cambio, Alexis... duro, como el tuyo, y yo me reía porque no se lo podía peinar. De eso tampoco, ¿ves?, me olvidaré jamás.

Y no era como para olvidarse, tampoco, porque todo había empezado una de esas mañanas de mayo tan claras que parecen soñadas. Georges Le Gouarnec, su marido, había acabado él también por irse a la guerra. Veo que ahora necesitan hasta a los borrachos, le había dicho Jeanne como despedida y cuando él volvió sobre sus pasos no fue para darle un beso a su mujer sino para agregar a su mochila las dos últimas botellas de aguardiente casero. Luego se había ido dejándola sola para hacer todos los trabajos de la granja. Ella hizo lo que pudo, pero el viejo tractor quedó arrumbado en el hangar, y tuvo que contratar hombres para la siembra y la cosecha de su pequeño campo, y la mayor parte de las manzanas se pudrieron al pie de los árboles porque ella sola no podía hacer sidra ni le interesaba. Pero después de largos meses empezó a extrañarlo a su Georges, cuando vino la primavera y los trabajos de la granja se hicieron demasiado pesados.

En aquella mañana de mayo, sin embargo, se sentía liviana y casi corría mientras arreaba la manada de gansos hasta los comederos. Tenía ganas de tirar su larga pica por el aire y de bailar con las faldas recogidas sobre las botas de goma. Los gansos graznaban, sin embargo, y levantaban los picos y parecían de mal humor; por eso ella les iba gritando a voz en cuello hasta que los gritos se le volvieron a meter en la garganta porque los vio llegar cantando suavemente por el camino de tierra que lleva a la charca de los patos y a las granjas vecinas. A duras penas podía oír la canción pero Jeanne sabía que iban cantando algo dulce porque se movían igual que los álamos frente a la iglesia en los atardeceres de otoño.

Cerró los ojos y los contó como se le habían grabado en la memoria: eran nueve. No podía ser, no podían existir nueve seres idénticos. Sería uno, dos a lo sumo, y su soledad le hacía jugarretas y le multiplicaba a los hombres. Abrió los ojos de nuevo y los vio claramente contra la pared parda y áspera de la casa. Habían callado y se mantenían en fila frente a los gansos. Eran nueve, en efecto, y diferentes aunque todos igualmente encorvados bajo el peso de sus mochilas.

Jeanne quiso acercarse hasta ellos y sintió en las piernas el calor de las plumas de los gansos y en la cara el calor de la mirada de los hombres. Le costó trabajo pasar entre las aves que eran veinticinco, entonces, y sin animarse a mirar de frente a los desconocidos avanzó secándose las manos en el repasador que le colgaba de la cintura.

En ese momento Ariel levantó la cabeza:

-¿Te estás acordando de algo nuevo, mamá?

Ella abandonó los recuerdos para volver a su hijo:

-No, de algo nuevo no. Ya te lo conté todo, todo. No me queda nada más por recordar, sino tan sólo empezar otra vez.

-Pensabas en el día en que llegaron...

-Así es.

-Y yo, ¿dónde estaba?

-En el cielo, todavía. Bajaste muchos meses después.

-Por eso no los vi. ¿Pero estás segura de que me lo contaste todo?

-Segurísima.

Todo no, claro. Hay cosas que no se le pueden contar a un chico de ocho años aunque tenga el pelo de Alexis y las manos de Antoine y la voz que prometía ser la voz de Michel.

Michel fue el primero y lo eligió ella porque cantaba mejor que los otros y era el solista de la voz grave y cuando abría la boca los demás callaban. Ariel, la voz de Michel. Algún día tendrás esa voz de Michel, hijo mío.

Huían de la guerra y no encontraron mejor lugar para esconderse que esa granja perdida en medio de la tierra pobre y salvaje cerca de la Bretaña. En la bodega sólo quedaba un barril de sidra y Jeanne la Fuerte tuvo ganas de llorar porque Georges Le Gouarnec se había ido antes del otoño sin preparar más y, en cambio, cuando él estaba allí toda la casa se llenaba con el perfume de las manzanas. Y luego venía desde el granero donde estaban los alambiques ese otro olor que ella odiaba pero que hubiera querido sentir cuando ellos llegaron. Aguardiente, miles de botellas; todas las que se había tomado Georges Le Gouarnec en su vida, de la mañana a la noche, Jeanne hubiera querido recuperarlas para retener a sus nueve hombres que cantaban canciones y contaban historias tristes.

Retenerlos. La primera noche fue para Michel, elegido por ella. Los otros se instalaron en las dos cuchetas y en el piso del comedor y ella volvió, por primera vez después de la partida de su marido, al dormitorio y a la cama alta y profunda donde se hundió en compañía de Michel.

-¿Cómo se llamaban, Mamá?

Esta vez la tomó desprevenida y por eso contestó simplemente:

-Los Menestreles.

Ya había entrado los dos tarros de leche y le estaba dando de comer a la chancha preñada. Mandó a Ariel a recoger huevos del gallinero.

-Y no rompas ninguno, como Robert, que volvía con el canasto chorreante.

Robert había resultado ser el peor de todos. Nunca quería ir a desplumar gansos y se negó a revisar el motor del tractor a pesar de haber sido mecánico alguna vez en su vida. Sabía contar historias maravillosas, eso sí, y se sentaba sobre la mesa con su tazón de sidra entre las manos y hablaba durante horas. Los demás eran mucho más serviciales: hasta la ayudaron a matar el chancho y a hacer las morcillas y los embutidos que se llevaron para el viaje. Pero justamente por su haraganería era en Robert en quien Jeanne tenía puestas todas sus esperanzas. Cuando le tocó el turno a él, en la quinta noche, ella tomó la palangana y fue hasta la bomba de agua a lavarse con esmero a la luz de la luna. Y una vez en la cama, entre los acolchados de pluma de ganso, le susurró palabras desconocidas y lo colmó de caricias sabias y nuevas, reinventadas para él.

A la madrugada siguiente, cuando tuvo que levantarse, lo miró a los ojos para ver si se quedaba, pero él se dio vuelta y siguió durmiendo hasta las once. Sin embargo, al llegar la noche, Marcel lo reemplazó en la gran cama y la rueda siguió girando.

Cuando Jeanne se levantaba al amanecer y tenía que pasar por encima de los cuerpos dormidos estirados sobre el piso del comedor, le daban ganas de gritarles que se quedaran. Después empezaba a preparar el desayuno y el buen aroma de la sopa de cebollas los iba despertando y entonces ella ya no pensaba que quizá se fueran dejándola sola de nuevo, porque sus voces y sus risas y sus bromas le llenaban de vida.

Y cuando les servía la sopa, sentados frente a la mesa en los bancos largos y estrechos, los volvía a contar para estar segura de la cifra de su felicidad. Eran nueve.

Y ahora es uno, chico y encogido contra el fuego de la chimenea en las noches de invierno. Jeanne quisiera darle su calor pero ella también se siente fría, fría por dentro, y entonces le pide:

-Ariel, cántame una canción...

Y Ariel, obediente, le canta con su voz infantil una canción que ha aprendido en el colegio:

«Sobre el puente de Avignon, todos bailan, todos bailan...»


-No, Ariel, eso no; una canción seria.

Y Ariel, con su mejor voluntad, cambia de ritmo y entona La Marsellesa.

Otras veces Jeanne la Fuerte, decepcionada, no quiere canciones y le pide:

-Ariel, hijo mío, cuéntame un cuento.

Y Ariel cuenta cuentos del colegio, de chicos malos y chicos buenos que se pelean, o historias de animales domésticos que es lo único que conoce. Algunas veces se anima a hablar de los peces dorados que hay en el fondo de la charca de los patos, de aguas glaucas. Son peces brillantes que solo se dejan ver por las personas de buen corazón. Pero prefiere no acordarse demasiado de ellos porque él nunca ha logrado verlos...

Un único día del año la madre lo sienta sobre sus rodillas y le cuenta los cuentos que le gustaría escuchar a ella. Ese día no se trabaja, apenas salen para darles de comer a los animales. Y Ariel no va al colegio porque es 21 de febrero, el día de su cumpleaños. Y Jeanne la Fuerte se sienta en su silla baja de pelar papas y cuenta sin descanso lo que una vez le transmitieron los Menestreles. Son historias brillantes de príncipes y pastoras que algunas veces hablan de orgías con mujeres y vino, pero las puede repetir a pesar de todo porque son tan antiguas que Ariel no las va a comprender.

Lo que no puede contar son sus noches verdaderas con los Menestreles, sus noches que se convierten en palabras que le queman la boca y que ella quisiera escupir. Pero debe guardárselas porque Ariel es su hijo, solo acaba de cumplir nueve años, y a un hijo no se le cuentan esas cosas.

-Mamá, ¿cómo nacen los chicos? ¿Tardan tanto como los terneros? ¿Tienen padres como el toro que alquilamos la primavera pasada?

-Los chicos tardan nueve meses en nacer y todos tienen padre. Nadie puede nacer sin padre...

Ariel ya lo sabía pero quería estar seguro: nueve meses y nueve padres. Cuando se fue a acostar no pensó en las historias de Jeanne. Pensó y repensó que era el chico más rico del mundo porque para tenerlo a él su madre había alquilado nueve padres. El pelo de Alexis, la boca de Ives, la voz, cuando se forme, de Michel, los ojos de Henri...

Acostada en la cucheta del comedor Jeanne la Fuerte también pensaba en Henri. Era el jefe, y fue el primero en dirigirle la palabra cuando llegaron por sorpresa a Les Maladières:

-Somos Los Menestreles -dijo para presentarse-. El gobierno quiere darnos rifles y nosotros solo queremos blandir nuestras mandolinas. Al ruido de las balas preferimos el de nuestras propias voces cuando cantan. Si usted, querida señora, fuera tan amable como para damos albergue durante unos días trataremos de no comprometerla y nos iremos al sur en cuanto pase el peligro.

Se quedaron nueve días y nueve noches y después se fueron hacía el sur, cantando.

-¡Ariel! Usted siempre tan distraído. Repita lo que le he dicho y señale en el mapa dónde queda el sur.

En medio de la clase de geografía, y sin razón aparente, Ariel se echó a llorar.

Jeanne, en cambio, ya no lloraba. Quizá no haya llorado nunca. Hizo lo posible por retenerlos y no los retuvo. El que por fin volvió fue Georges Le Gouarnec, su legítimo esposo, para fabricar doble ración de aguardiente y para insultarla porque todo el pueblo se había enterado de la existencia de sus nueve huéspedes secretos a pesar de no haberlos visto jamás. A él, nueve pares de cuernos más o menos no le pesaban en la cabeza llena de alcohol, pero eso de que todos los habitantes de Le Bignon lo comentaran y se burlaran de él, eso no lo podía tolerar. Cuando Jeanne pasaba frente a su marido cargando la tina de ropa sucia hacia la bomba de agua, él mascullaba inmundicias y le escupía sobre los pies descalzos. Jeanne no se detenía por tan poca cosa, pero después el odio de Le Gouarnec le traía recuerdos de los otros y se quedaba frente a la bomba sin bombear, con los brazos caídos y los ojos llenos de sueños.

Georges Le Gouarnec dejó pasar una a una las cuatro estaciones del año sin preocuparse por el trigo que se pudría en los campos, tan solo pendiente de la fermentación del zumo de manzanas para poder encerrarse en el granero y enmarañarse en los tubos del alambique. Se volvió a ir justo un año después de su llegada, poco antes del nacimiento de Ariel, pero Jeanne ya no necesitaba el estímulo de su odio para evocar a los hombres que habían traído alegría a su monótona vida.

-Mamá, mamá. ¿Cuál era el que adoraba a los perros?

Jeanne sacudió la cabeza. No quería pensar más, no quería contestarle. Hubiera preferido irse a dormir, pero le había prometido a Ariel hacer dulce de ciruelas. Él la miró, inquieto:

-Ya te estás olvidando, ¿ves? Yo te dije que un día te ibas a olvidar de ellos y nos íbamos a quedar sin nada. ¿Qué vamos a hacer si te olvidas? Sin ellos no vamos a poder seguir viviendo.

Jeanne hizo una mueca pero le contestó:

-Olvidarme no, pero estoy tan cansada...

-¿Cansada de ellos?

-De ellos no, mi amor. Ven, vamos a ver la mesa donde tallaron sus nombres.

Como tenía por costumbre, pasó la mano suavemente sobre la mesa donde estaban los nombres. Era una caricia. Ariel la imitó.

Los años fueron pasando sin hacerse sentir demasiado hasta que una mañana Jeanne se despertó sabiendo que esa era una gran fecha porque su Ariel ya cumplía los trece y por fin podía vaciar en él su propio corazón, hablarle de su gran amor por ellos y saciar esa vieja sed que tenía de compartirlo con alguien. Pero cuando entró en la cocina para encender el fuego se encontró con que debía enquistar nuevamente su corazón: Georges Le Gouarnec había vuelto después de trece años de ausencia, más fofo y colorado que nunca, y la esperaba de pie frente al horno. Y cuando Ariel se levantó descalzo y fue corriendo a besarla ella sólo pudo decir:

-Ariel, saluda a tu padre... -sintiendo que se le quemaban las mejillas de vergüenza, y segura de que Ariel no lo quería ver y por eso cerraba los ojos y fruncía el ceño.

Georges Le Gouarnec lo sacudió por los hombros:

-¡Salúdalo a tu padre, imbécil!

Pero Ariel se zafó de la manaza que lo retenía y huyó por el campo, hundiéndose entre los matorrales.

Yo sé que no es. Yo sé que no es. Mi padre son nueve menestreles y no un tipo gordo e hinchado que tiene mal olor.

Al llegar al lado de la cueva de la liebre que había descubierto el día anterior se tiró de panza al suelo y se tapó los oídos para no seguir escuchando los gritos del viejo.

Jeanne la Fuerte fue a buscar a su hijo recién cuando las estrellas empezaron a palidecer en el cielo, después de que Le Gouarnec se hubo quedado dormido sobre el espeso colchón, cubierto por el acolchado de plumas que reemplazaba el calor de su mujer.

-Mamá, mamá. No es él, ¿no?

-No.

-Y de ellos, ¿nunca te vas a olvidar?

-Nunca, nunca.

-¡Mamá! -gritó Ariel, y su voz salió ronca esta vez y se dio cuenta de que había llegado el momento de ser como ellos y de seguir su propio camino ya que su cama que había sido la de ellos crujía bajo otro peso plebeyo, pegajoso.

A la madrugada siguiente, al pasar frente a la charca de los patos, tiró nueve piedras dándoles un nombre a cada una. Así, al menos, se llevaba un ideal a la granja donde lo habían contratado para ordeñar.

Sobre la mesa de los nombres Jeanne la fuerte hacía esfuerzos para dibujar las letras y con paciencia le escribía a Ariel las historias contadas por los Menestreles, mientras se dejaba mecer por los monótonos ronquidos de su marido.

Y Ariel le contestaba contándole cómo la hija del patrón iba a misa con un vestido blanco, y más adelante le explicaba su asombro porque el vestido se había convertido en un par de alas y la hija del patrón se había echado a volar hacia el reino de los patos salvajes.

Ariel había ascendido de categoría: ya era capaz de crear historias como los Menestreles y Jeanne la Fuerte no se olvidaba del nombre y se lo escribía en cada carta y él se sentía feliz y no se daba cuenta, ocupado como estaba con sus propias leyendas y con los trabajos de la granja, que cuando los campos se secan y reverdecen y después se hielan quiere decir que el tiempo pasa y que tres años es casi una vida para un muchacho que al irse de su casa acababa de cumplir los trece.

No se daba cuenta hasta que llegó esa otra carta hostil, en un sobre castaño que apestaba a incienso y que era del cura de Le Bignon. En el sobre decía Ariel Le Gouarnec, no simplemente Ariel, y él supo que se trataba de una mala noticia.

Jeanne la fuerte se estaba muriendo. Ariel no podía hacer nada para impedirlo, tan solo tratar de que pronunciara el nombre que le haría recuperar parte de sus fuerzas.

En la cama alta la mano de Jeanne asomaba, frágil por primera vez, perdida entre los acolchados de plumas. Y Ariel apretujaba esa mano que había conocido dura y vital:

-Mamá, mamá, dime cómo se llamaban...

Y desde el comedor le llegaba la voz de Le Gouarnec latigueando el silencio:

-Y a mí que soy su padre ni me saluda, ni me mira a mí que soy su padre. Es verdad que es un hijo de puta, pero después de todo yo soy su padre, su pobre padre viejo... -y las sílabas se le aglutinaban como el aguardiente que chorreaba de la mesa de los nombres.

En el dormitorio Ariel hubiera querido contenerse pero cada vez sacudía con más fuerza la mano, el brazo, el hombro de su madre.

-Mamá, háblame de ellos... ¿Cómo se llamaban?

Por un instante vio en sus ojos un relámpago de dolor. Quiso dejarla tranquila, no sacudirla más, no exigirle nada, ya, pero desde el comedor llegaban los gruñidos, y los gritos, y la risa. Sobre todo la risa:

-¡Se cree hijo de Dios! Se cree hijo de dioses y de saltimbanquis, pero yo escupo y escupo sobre todos ellos y sobre su progenitura porque a este mequetrefe hediondo lo hice yo, cornudo y todo como era, para gloria, paz y sosiego de mi amarga vejez. Amén.

Ariel estrujó la otra mano, ahora extraña entre las suyas, sin poder contenerse más.

-Dime cómo se llamaban, al menos. No me dejes sin ellos.

Jeanne la Fuerte dio vuelta la cara hacia la pared pero se esforzó por hablar en un hilo de voz:

-Ya no me acuerdo... pero ve, ve a buscarlos... -y sus ojos se cerraron sobre esa pequeña ilusión.

Las maldiciones que Georges Le Gouarnec no dejó de mascullar durante los tres días del velatorio fueron la oración fúnebre para Jeanne la Fuerte, pero sobre todo lo fue la esperanza de Ariel, que salió corriendo hacia el sur, hacia el sol, para buscar a los Menestreles.

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