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Los sueños cruzados

Gabriel Jiménez Emán





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Campos no podía nunca conciliar el sueño antes de las doce. Desde hacía tiempo estaba acostumbrado a dormir después de medianoche; mientras llegaba la hora de irse a la cama permanecía leyendo, organizando papeles, distrayéndose con un programa de TV o entregado a algún pasatiempo. Cuando el cansancio se apoderaba de él, se provocaba los bostezos tocándose los labios con la punta de los dedos; cerraba los ojos por un breve momento y se relajaba. Durante un instante su mente permanecía en blanco; luego, nuevos pensamientos comenzaban a surgir de ella como pequeños insectos inofensivos que más tarde, al empezar a ganar altura, iban también aumentando de tamaño hasta producir un ronroneo continuo. Esta sensación era la que inducía nuevamente a Campos a abrir los ojos e incorporarse de inmediato en busca de urgente actividad. No sabía con certeza qué hacer; iba a la cocina a tomar un bocado o refresco, o bien permanecía en el balcón observando el cielo y las luces de la calle.

Estas actitudes lo hacían cavilar acerca de las más disímiles cuestiones. Todo ello, sin embargo, se producía en condiciones de cierto equilibrio, cuando no había preocupación que pudiese exigir para ella toda la intensidad de un pensamiento. Aunque vivía solo, Campos dominaba el impulso de telefonear, de molestar a alguien en las noches sólo para aliviar su tedio; le parecía injusto dar conversación a otra persona sin un motivo preciso, para hablar sobre cualquier cosa. Era un hombre más bien parco, aunque buen interlocutor. Cuando tenía invitados en su departamento y compartía con ellos, solía explayarse más de la cuenta, y en ciertos instantes   —173→   de su conversación se advertía algo de compulsiva desinhibición; producto, sin duda, de su soledad.

Esa noche, Campos llegó al departamento cerca de las once, realmente cansado. Después de salir de la oficina inmobiliaria donde trabajaba no tuvo ganas de ir a su casa; fue al teatro y soportó una obra mediocre. Se dirigió luego a un café cercano con la esperanza de ver alguna cara conocida, pero el ambiente le resultó completamente extraño. Cuando iba conduciendo rumbo a su departamento experimentó una suerte de mareo, una leve descolocación. «Esta rutina del trabajo me está envejeciendo más rápido», pensó, mientras daba una curva pronunciada en la autopista.

Ahora se encontraba en un sofá de la sala, suspirando. Cerró los ojos para cumplir su rito de relax y masculló sílabas incongruentes. Se levantó un momento para quitarse el saco y la camisa; volvió a sentarse y se despojó de zapatos y medias (el montón de ropa en el suelo parecía haber pertenecido a un muñeco inflado hacía pocos instantes), bostezó y miró el diario que minutos antes había colocado en la pequeña mesa del recibo. Le dio pereza hojearlo. En cambio, recordó: «No debo perderme el concierto de Mozart esta noche en TV». Cerró los párpados con la intención de estar así sólo unos instantes; pensó vagamente en darse un baño caliente, prepararse algo ligero de comer e irse a la cama a disfrutar del concierto, pero ocurrió algo inusual: con esta última sensación de estar escuchando música, quedó sumido en el más profundo sueño. Su tronco resbaló en el espaldar del mueble, la cabeza cayó desgonzada y los brazos quedaron extendidos sobre el sofá. En esta posición, su cuerpo lucía tan desmembrado como la ropa tirada en el piso, y el subconsciente de Campos se abrió entonces hacia esa zona donde nace una imantación impenetrable; aparece una fuerza insuflada por leyes ignotas, inasibles por la voluntad humana. Como una cascada de agua roja cayendo en un lago de presentimientos congelados. La superficie recibe el agua y se colorea poco a poco; cuando de la cascada ya no mana lo rojo, el agua empieza a descongelarse   —174→   sin adquirir color, el lago se va estrechando y el agua vuelve a fluir hacia abajo, hacia esa entretela que constituye el precipicio inconsciente. La materia nocturna de Campos se dirigió entonces al lugar de la cama donde estaba frente a la TV, disfrutando del concierto de Mozart. Ahí se quedó dormido y soñó que estaba en la sala de aquel gran teatro donde era ejecutado el concierto: se hallaba ahí en una de las butacas, muy bien vestido y compartiendo sitio con gente refinada, conocedora del arte musical. Hojeaba el programa; las piezas del gran compositor austríaco eran precisamente las de su predilección. Había mujeres hermosas y elegantísimas, se respiraba un ambiente fragante. Cuando el director de orquesta apareció, fue Campos uno de los primeros en aplaudir de pie, y a medida que las piezas se sucedían, su sensibilidad e intelecto iban asumiendo un diálogo extraordinario: un lenguaje superior tomaba posesión de sus sentidos y pensamientos. Comentó emocionado con los compañeros de fila las excelencias de la interpretación. Luego de final izado el concierto, estos compañeros le invitaron a una velada; allí departió, bebió y conoció a una mujer espléndida, con la que logró una rápida complicidad. Esa misma noche la acompañó a su casa y se despidieron en medio de miradas intensas; Campos regresó a su departamento con el pecho sobresaltado por la ilusión y no pensó en otra cosa que en aquella mujer. Se desprendió del smoking y se aflojó la corbata antes de tenderse en la cama, con las manos cruzadas bajo la nuca, a mirar el techo con los ojos perdidos, tejiendo todo tipo de citas posibles. Se fue quedando dormido: caminaban por el parque de una ciudad muy distinta de aquella donde vivía, una ciudad antigua y conservadora. Iban en bote, luego por un bulevar, finalmente cenaban juntos. Se besaron, alquilaron una lujosa habitación de hotel y se amaron. Durmieron profundamente, unidos los cuerpos desnudos en un abrazo donde las partes rosadas y tiernas de la carne se rozaban en una caricia continuada, los vellos se asomaban a los erizamientos de la piel como minúsculos radares que detectaran los deleites de   —175→   adentro y los interrogaran para asumir otra posición de enlace sexual, cumplida en el azar de los deslizamientos pulposos, de músculos tensados para aguardar de nuevo otra mañana gozosa. Pero cuando ella despertó en esa esperada mañana, él ya no estaba allí. No había ni una sola señal de su amante en el cuarto, ni una sola prenda que hablara de su presencia, ni una nota, nada. Lo llamó varias veces, quería creer que le jugaba una broma, pero no. Llamó a la recepción del hotel y preguntó por él. «No hemos visto al señor esta mañana», respondió el encargado. No podía entender una burla de tales dimensiones, una humillación semejante. Se vistió rápidamente, con una mezcla de vergüenza y desconcierto. Apenas si sacó fuerzas para despedirse, degradada como estaba a la vista de los recepcionistas. Ella se llamaba Aura, vivía en el centro de la ciudad y enseñaba en el Instituto Superior de Música.

Tomó un taxi hasta la casa; una vez allá entró en su cuarto y se echó en la cama a llorar. En tales situaciones, las almohadas suelen convertirse para las mujeres en depositarias de una violencia peculiar. Después de llorar sobre la suya, Aura le daba golpes y hundía su rostro en los encajes; la almohada se inflaba de nuevo, lista a recibir otros apretones, con la ayuda de varios pañuelos húmedos. Cuando las secreciones y humores de Aura se unían a las lágrimas, aparecía ese calor vibrante desprendido de su respiración herida; se producían pausas sobresaltadas que le servían para pensar en su absurda situación. Los momentos en el hotel regresaban como flashes turbadores.

Logró tomar unos calmantes y relajarse. Permaneció dormida en la cama por algunas horas. Al despertar, después de haber aclarado mejor la mente, tomó el teléfono y llamó a casa de los amigos que habían dado la fiesta en la cual había conocido a Campos. «El muy descarado», murmuró antes de discar el número. Habló con Ligia, dueña de casa y confidente suya. Le pidió detalles sobre Campos.

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-Lo conocimos en el concierto -respondió Ligia-. ¿Qué te ocurre?

-Nada, nada, sólo deseaba saber algo más sobre él -dijo Aura.

-Es algo retraído, pero simpático -observó Ligia-. Estaba muy emocionado con Mozart en el concierto. Le inspiró simpatía y confianza a Ernesto, tú sabes, mi marido no suele hacer este tipo de invitaciones a desconocidos; sin embargo, él le inspiró confianza, un tipo culto... los vi a ustedes dos conversando, parecían entusiasmados. Ahora recuerdo, él te acompañó... ¿sucedió algo, Aura?

-No, seguro, seguro... -insistió Aura nerviosa.

-No me llamarías si no te hubiera impresionado -acotó Ligia.

-Tienes razón -atinó a decir Aura, con la intención de ir alejando nuevas preguntas-. Te llamaré luego, adiós.

Después de colgar, Aura experimentó un leve mareo, cerró los ojos y se llevó la punta de los dedos a la frente. Su mano derecha era blanca y muy noble; lucía unos anillos dorados. Su palidez y el gesto que ostentaba en ese momento recordaban esos rostros cincelados de grandes párpados y rasgos descansados; toda su figura irradiaba una recatada sensualidad, visible ante todo en el nítido dibujo de sus muslos bajo el vestido. Se acomodó mejor en el mueble, mientras hacía todo tipo de conjeturas. Cerró los ojos por un momento, al tiempo que repetía para sus adentros: «Parece un sueño».

Justo cuando Aura se decía estas palabras a sí misma, Campos despertó. Había soñado todo: la música de Mozart, el encuentro con aquella mujer hermosa, el paseo con ella por el bulevar y la cena frugal al fresco de la noche, las miradas y los besos. Aquel incidente tan improbable estaba posesionado de él, parecía invadirle la piel, se encontraba presente de manera casi palpable. Mientras tanto, Aura, aún en estado de duermevela, no se decidía entre el viaje subconsciente y las cosas que debía hacer aquella noche: esperar a su madre y atenderla, comer juntas y conversar.   —177→   Su obligación y su cansancio pugnaban cada uno por imponerse. Al fin el sueño venció, la cabeza de Aura viró a uno de los lados del sofá, su cuerpo se aflojó y entró en la zona del agua congelada y las leyes ignotas. Se durmió por completo: llegaba su madre y ella la recibía con el acostumbrado café, le relataba el incidente con aquel hombre en casa de los amigos y luego en el hotel. Su madre le juraba por todos los santos que encontrarían a aquel hombre. Aura había reaccionado ante la actitud de su madre, contradiciéndole. Pero ésta respondió con mayor agresividad, tomando a su hija casi por la fuerza para llevarla a casa de Ligia y Ernesto. Marido y mujer las recibieron asombrados. Cuando ya estaban los cuatro sentados dispuestos al diálogo, Ernesto se levantó de su sitio abriendo los brazos y pronunciando un nombre.

-¡Mario! -exclamó.

Aura vio la figura de un hombre: Mario Campos. Por fin conocía su nombre completo. Cuando éste se acercó, Aura tenía la mirada desorbitada, un vértigo se apoderó de ella y despertó. Estaba en la cama y al abrir los ojos vio el televisor encendido, pero con la imagen borrosa; era de madrugada y efectivamente se había dormido sin poder concluir la audición. A su lado estaba aún el plato con migas de pan, y la luz de la sala llegaba al cuarto en un débil reflejo. Mario se desperezó, recogió el plato y apagó el televisor. Al hacerlo, Aura se descubrió de nuevo en el mueble; estaba aliviada de constatar que nada de lo ocurrido era real, ella nunca habría relatado a su madre un suceso íntimo de esa naturaleza, y la posibilidad de un incidente como el del sueño en casa de Ligia la aterraba; sin embargo, allí había escuchado su nombre por primera vez: Mario, y la familiaridad de ese nombre le devolvía cierta realidad. ¿Dónde podía estar él ahora? ¿Por qué le había jugado una pasada así? Un hombre recatado, con esa timidez que se vuelve torpeza cuando desea agradar a la amante por todos los medios y dice frases indebidas o a destiempo, y al intentar corregirlas incurre en nuevos errores; si ella desea sacarlo del apuro borra las impropiedades con un   —178→   gesto cambiando de conversación. Precisamente, aquella timidez le hacía confiar en él.

Se hallaba en medio de sus indagaciones cuando tocaron a la puerta. Era Ligia. Aura le recibió con una mezcla de perturbación y sorpresa.

-Estaba preocupada por ti, noté algo raro en tu voz esta mañana.

-Te aseguro que no era nada.

-Dime la verdad...

-Es algo sin importancia, Ligia... créeme.

-A mí no me engañas, sé cuándo te encuentras turbada. Te aseguro que seré discreta, ¿no confías en mí?

-No es eso, Ligia, es algo tan difícil de creer...

Aura dio paso a su preocupación contándole todo lo sucedido a su amiga. Incluso, le relató el sueño que había tenido.

-Bueno, hay hombres así -dijo Ligia en tono consolador.

-No comprendes, Ligia, simplemente no había nada que diera indicios de su presencia en la habitación, el baño, la cama. Me crispo de sólo pensarlo.

-Comenzará a investigar sobre este señor, te lo prometo.

-Por favor, no digas nada a Ernesto.

-Descuida, no lo haré. Las mujeres sabemos cómo manejar este tipo de cosas. Ahora me marcho, nos mantendremos comunicadas. Adiós.

Aura se sintió más aliviada, y dio tiempo a Ligia para su averiguación, pero al término de dos semanas Ligia no había obtenido aún una noticia concreta. Ninguna persona ligada a los círculos musicales había oído mencionar el nombre de Mario Campos. Aura pasó varios meses en un estado melancólico. Pero poco a poco fue saliendo de éste; evitó ir a conciertos, no habló más del asunto, se entregó a su labor de enseñanza musical con mayor intensidad. Sólo un día, viniendo de regreso del instituto donde trabajaba, cruzó por el bulevar en el que había conversado tan gratamente con aquel hombre. Vio el banco de madera donde se había sentado un   —179→   rato a disfrutar del fresco de la noche: ahí se habían mirado intensamente y besado por primera vez. Se detuvo frente al banco, suspiró profundo y ocupó el mismo lugar de aquella noche. Sentía una especie de embriaguez natural; la brisa pasó suave por su rostro, al tiempo que le hizo cerrar los ojos por un instante. Justo entonces, Mario Campos se dirigía desde su habitación a la cocina con el plato de migas de pan en la mano y, al llegar a la pequeña sala del apartamento, descubrió a un hombre dormido en el sofá, con un montón de ropa desordenada en el piso, a su lado. Atónito, Mario dejó caer el plato y el ruido despertó al hombre del sofá en la habitación de un hotel completamente solo, sin rastro alguno de la mujer que había amado la noche anterior. La buscó varios días por toda la ciudad, fue a varios conciertos con la esperanza de encontrar los amigos que lo habían invitado a aquella velada inolvidable, a la casa cuya dirección buscó también inútilmente, el sitio de encuentro de aquel sueño que había tenido antes de la medianoche en su triste departamento de soltero.

(Tramas imaginarias)





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