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Capítulo XX

El sueño del criminal

     Apenas se terminó la espléndida cena que en la bailía de Alconetar había dispuesto el comendador, Castiglione fue a recogerse a su solitaria torre, misterioso refugio que nunca abandonaba, a no ser que gravísimas circunstancias le obligasen a ello. Las razones aparentes que el italiano tenía para seguir esta conducta era la inmensa responsabilidad que sobre él pesaba, a causa de estarle encomendada la custodia de la mayor parte de las riquezas y tesoros que en Castilla poseían los Templarios.

     El empeño de Castiglione en irse aquella noche a dormir a la torre traía su origen principal del deseo que abrigaba de departir largamente con un huésped que se albergaba en la solitaria mansión.

     Fácilmente recordará el lector que este huésped no era otro que el esclavo Ayub, el servidor y agente de todas las maquinaciones del infante don Juan.

     Empero antes de hablar con Ayub Castiglione se había dirigido al subterráneo con la resolución irrevocable de intentarlo todo, a fin de obligar a su prisionero a que le entregase el precioso manuscrito, objeto de sus más ardientes deseos, y cuya adquisición en aquella coyuntura era para él de la más trascendental importancia, como que con aquellos anhelados tesoros podía comprar la ayuda del infante y disponer las cosas de modo que sin ningún género de duda se llegasen a realizar sus planes ambiciosos.

     El maestrazgo de la orden de los Templarios en Castilla era el sueño dorado de Castiglione.

     Más que rey, más que emperador, deseaba ser maestre de su orden, tanto por lo honorífico de esta dignidad cuanto porque habiéndose propuesto obtenerla, no estaba en su carácter el cejar de su propósito. El calabrés estaba dotado de una voluntad de hierro.

     Como ya sabemos, aquella misma noche estaban citados Jimeno y el Templario a la margen del arroyo que pasaba cerca de la torre. Jimeno se había detenido algún tiempo cantando al pie de la reja de la encantadora Amalia Molay, olvidando el universo entero. El triste trovador había recibido aquella noche una impresión profunda, que jamás se olvida, que aparece hasta entre las sombras del postrimer instante, la impresión de un amor primero.

     Corta fue la dilación del joven en asistir a la cita, cuyo recuerdo le hizo suspender súbitamente su serenata.

     Pero aquella detención, aunque breve, fue lo bastante larga para causarle serios sinsabores.

     Ya hemos visto en qué estado de desorden y turbación se alejó Castiglione del subterráneo, teatro de un nuevo crimen.

     Insensato, aterrado, roído por los remordimientos, llegó a su estancia, donde se dejó caer en un sitial junto a una mesa, apoyando en ambas manos su frente calenturienta.

     Trascurrido algún tiempo, y experimentando con indecible energía la necesidad de movimiento, se levantó como impelido por un resorte, y comenzó a pasearse por el aposento con la misma rapidez y ademán desatentado que el tigre se pasea por su jaula.

     Súbito quedose parado delante de la mesa, con los cabellos erizados, con la boca entreabierta, los ojos inyectados en sangre, lívido como un difunto e inmóvil como si hubiese echado raíces en el pavimento.

     Indudablemente algún extraño objeto había llamado la atención de Castiglione, a juzgar por la intensidad de su mirada, fija tenazmente en la mesa que delante de sí tenía. Sobre la mesa veíase una pequeña caja abierta. En el interior de la tapa había un retrato que representaba un anciano de venerable aspecto.

     Aquella era la misma caja que el Caballero de la Muerte le había entregado al Templario en las ruinas de la ermita.

     -�El conde Arnaldo! -exclamó Castiglione pálido y trémulo.

     No cabe en humana lengua expresar el terror que experimentaba el italiano.

     Aquel hombre a sangre fría era incrédulo, valeroso e inteligente. Pero el crimen puede hacerlo todo, menos desentenderse de los roedores remordimientos. Es verdad que las circunstancias extraordinarias que rodeaban a Castiglione infundieran pavor en el corazón más temerario. Así es que un horror supersticioso helaba la sangre de sus venas.

     �Quién había puesto aquel retrato encima de aquella mesa? La venerable figura del conde Arnaldo, después de largos años, se le aparecía en las altas horas de la noche, en su aposento solitario, y en el instante mismo en que acababa de cometer otro asesinato también en la persona de otro anciano débil e indefenso.

     Llamó Castiglione al esclavo que constantemente velaba en la antecámara de su dormitorio.

     Presentose el esclavo, diciendo todo aturdido, en vista del acento desentonado con que su amo le llamara:

     -�Qué mandáis, señor?

     -�Quién ha entrado aquí? -preguntó Castiglione con voz de trueno.

     -�Aquí!... Nadie, señor.

     -No me engañes, villano, -repuso el calabrés fijando una mirada de víbora sobre su servidor.

     -Yo no he visto a nadie... os lo juro...

     -�Tú conoces de quién es este retrato?

     El esclavo fijó en él sus ojos atónitos.

     -No, señor, -dijo-. En mi vida he visto ni aun a quien se le parezca.

     Tales fueron las muestras de asombro que daba el esclavo al contemplar la caja y al escuchar las palabras de su señor, que éste se convenció de que realmente el esclavo nada sabía de la terrible significación que para él tenía aquella caja colocada sobre su mesa.

     El italiano, pues, mandó retirarse a su esclavo.

     Cuando Castiglione se hubo quedado solo se entregó a las más profundas reflexiones; pero de ellas solamente resultaban las hipótesis más absurdas.

     -�Quién es ese fantasma?-murmuraba-. �Es un espíritu del Averno! Constantemente me persigue; por donde quiera se me aparece. �Ira de Dios! �Es posible que existan espíritus? �Es claro! �Quién, sino un espíritu infernal, ha podido traer aquí la efigie del conde Arnaldo?...

     Súbito Castiglione tomó la caja y la arrojó por la pequeña ventana enrejada con gruesos barrotes que daba al campo. El calabrés sintió que sus cabellos se erizaban de horror. Le pareció haber oído que, al golpe que la caja hizo al caer, había respondido un lúgubre lamento.

     Durante algunos minutos Castiglione se paseó por su estancia como un insensato, prorrumpiendo en rugidos de furor. Al fin, quebrantado de fatiga y rodeado de negras visiones, se dejó caer en su lecho.

     Entretanto el esclavo, viendo el estado de desorden y delirio en que su señor se encontraba, corrió a llamar a Ben-Ayub, que dormía en un aposento inmediato. El servidor había tenido ocasión de oír que Ayub era muy docto en la ciencia de Avicena. Así, pues, creyó que nadie mejor que el moro podía favorecer en aquellas circunstancias a Castiglione.

     Ayub se hallaba profundamente dormido, por cuya razón tardó bastante tiempo en encontrarse dispuesto para seguir al esclavo hasta la estancia del calabrés, donde ambos penetraron con paso recatado y silencioso. En la antecámara detúvose Ayub, mientras que el esclavo avanzó hasta el lecho de Castiglione, al cual vio sumergido en un letárgico sueño.

     -Ya está más sosegado, -volvió diciendo el esclavo del calabrés.

     -Déjame que vaya a verlo.

     -Señor, os ruego que no le despertéis.

     -Descuida.

     Ayub se adelantó de puntillas hasta el lecho de Castiglione. Allí permaneció largo rato, contemplando al dormido con la atención más minuciosa.

     Luego volvió a incorporarse con el esclavo que impaciente le aguardaba.

     -Yo no veo, -dijo Ayub-, qué motivo hayas tenido para alarmarte y despertarme...

     -�Ay, señor!... No digáis eso...

     -Pues tu señor duerme como un lirón.

     -Mejor diríais que se ha quedado completamente desvanecido.

     -Su respiración es igual y tranquila. Ningún síntoma he encontrado que pueda confirmar tu escandalosa inquietud.

     -Muy pronto os convenceréis de que tengo muchísima razón. �Si supierais las cosas extraordinarias que hace durante su sueño!

     -�Pues qué hace?

     -Lo que voy a deciros no sucede todas las noches; pero no deja de suceder con bastante frecuencia.

     -Al caso, habla pronto.

     -Muchas veces he visto a mi señor que en el silencio de la noche se levanta, se dirige a aquel armario, lo abre con mucho tiento, saca un pequeño Crucifijo, y comienza a murmurar algunas palabras con aire consternado y dolorido acento.

     -�Cosa más rara! �Castiglione aterrado por un Crucifijo! -exclamó Ayub en extremo admirado.

     -Luego de pronto arroja el Crucifijo y prorrumpe en hondos y tristísimos sollozos.

     -�Castiglione! -exclamó el moro cada vez más asombrado.      -�Estás en ti?

     -Es tan cierto como lo digo, señor.

     -�Es posible! �Y él nota si tú lo estás mirando?

     -No, señor. Lo más singular es que todo esto lo hace profundamente dormido.

     -�De veras! He ahí un síntoma que indica grande perturbación en las funciones vitales. �Dormir profundamente y obrar como si estuviera despierto!... Pero sin duda este sonambulismo es debido a causas morales... Dime, por tu vida, dime todo cuanto hace y dice.

     -�Ay, señor! Dice y hace las cosas más extraordinarias y terribles... Pero vedle ahí: ya sale... �Bien me lo temía yo que esta noche iba a soñar!

     Efectivamente, Castiglione apareció en la estancia, pálido como un difunto y con los ojos abiertos, pero con la expresión de mortuorio reposo propia de un sonámbulo.

     Dirigiose el calabrés a la mesa y tomó la lamparilla.

     -Es extraño, -exclamó Ayub-. �Para qué le puede servir la luz?

     -Nunca permite que me lleve la luz de este aposento.

     -�Pobre hombre! -murmuró el médico-. �Tan pusilánime, y yo le creía un varón fuerte!

     Castiglione se dirigió al referido armario, y pocos momentos después el esclavo y Ayub le vieron sacar una efigie de Jesucristo enclavado en la cruz, y comenzó a besarla con un aire tal de contrición, que cualquiera lo hubiese creído un santísimo anacoreta.

     A la verdad que era sobre toda ponderación extraño el ver al feroz, al insensible, al siempre cruel y pérfido italiano practicar aquel acto a la vez de religiosidad y arrepentimiento.

     Ben-Ayub, que, según todos los datos que nos ofrece la exactísima crónica que seguimos en nuestra no menos verídica narración, tanto creía en el Corán como en la Biblia, no dejaba de admirarse de los vanos terrores del calabrés, terrores que el moro calificaba de absurdos y supersticiosos.

     -Aunque tiene los ojos abiertos, no ve una gota, -dijo el esclavo.

     -�Y qué querrán decir esos ademanes extraños?

     -�No oís cómo murmura algunas palabras entre dientes?

     -Escuchemos.

     Castiglione había dejado la lamparilla en el suelo, y con ambas manos estrechaba el Crucifijo con ademán fervoroso y repitiendo sin cesar:

     -�Cristo! �Cristo! �Cristo! �Madre mía!... �Cuando era niño!... Ninguna noche me entregaba al sueño sin haber rezado mis oraciones... �Cristo! �Cristo!... �Qué horror! �Qué horror!... �No perdona! No, no, no...

     Y al pronunciar estas frases incoherentes, Castiglione se sonreía de una manera imposible de describir.

     Luego el sonámbulo se encaminó hacía la mesa, en donde colocó el Crucifijo y la lamparilla.

     El inmenso armario quedó abierto, y atrajo por un instante las curiosas miradas de Ayub; pero cuando ya pensaba satisfacer su curiosidad examinando el interior del armario, el moro desistió de su intento por no perder de vista un instante a Castiglione, cuyas palabras y estos le interesaban sobremanera.

     -�A fe mía que esto es singular! �No ves cómo se frota las manos?

     El esclavo respondió:

     -Yo le he visto en otras ocasiones hacer lo mismo durante largo rato.

     -Parece que imita la acción de una persona que se lava las manos.

     -Y mientras, dice palabras espantosas.

     -Escucha... Ya habla... Oigamos lo que dice.

     Ayub y el esclavo quedáronse pendientes de los labios de Castiglione, que con un acento sepulcral, extraño, indescriptible, murmuraba:

     -�Espíritus infernales!... �Y tú, blanco y aterrador fantasma!.... �Y vosotros, espantosos recuerdos que tomáis la figura de ponzoñosas sierpes!... �Por qué eternamente os ponéis delante de mis ojos? �Si no fuerais más que espíritus! Acaso no os temería; pero no... Además de vuestra ciencia infernal, os veo, me habláis, me perseguís, me ahogáis, me ahogáis como dogales inhumanos que oprimiesen mi garganta... La duda... la duda... No me queda ni aun me queda el consuelo de dudar de lo que siento..�La duda!... Este abismo para el resto de los mortales, sería para mi un blando lecho de plumas, una pradera de flores... �El lecho! Yo no puedo....

     Castiglione se detuvo, y durante algunos momentos permaneció mudo e inmóvil.

     Luego volvió otra vez a murmurar palabras tan suavemente, que apenas eran inteligibles.

     El calabrés había tomado una actitud suplicante.

     Súbito prorrumpió en una amarga sonrisa. La expresión de su semblante era a un mismo tiempo feroz y tristísima.

     -No perdona, -murmuraba-, no perdona, no perdona... Lo que importa es ser maestre... �Un tesoro perdido! �Maldito Gonzalo!... Ya no se burlará por más tiempo... Con este ya se va aumentando el número... Nos lavaremos las manos... �Que no se conozca la sangre! �Quién demonios había de pensar que un cuerpo tan extenuado contuviera tanta sangre?... �Secreto! �Secreto! �Ay! Lo peor de todo es que yo no puedo ignorarlo... �Quién puede deshacer lo hecho?... �Maestre!...

     Castiglione guardó silencio durante un buen espacio de tiempo.

     Entretanto Ayub experimentaba el vivísimo deseo de examinar lo que contenía el inmenso armario que estaba en la estancia de Castiglione, y que éste se había dejado abierto. Según podía divisarse a la pálida luz de la lamparilla, el armario contenía en sus diferentes departamentos papeles, vasijas, armas, bridas y algunas espuelas de oro.

     Por más que el esclavo quiso disuadir al emisario de don Juan de su propósito, no pudo aquel conseguirlo. Ayub se encaminó de puntillas hacia el armario, objeto de su vehementísima curiosidad.

     Precisamente en el mismo momento que Ayub creyó satisfacer su anhelo, Castiglione comenzó a decir:

     -�Maestre!... Yo no lo envenené... El moro... El infante... �Yo quiero! �Yo quiero ser maestre!

     El sentido terrible de estas palabras resonó en el corazón de Ayub, en cuyo semblante se reflejó, como en un espejo, una palidez mortuoria, la misma palidez del sonámbulo.

     El moro, pues, se detuvo, y espantadores recuerdos y remordimientos crueles turbaron su corazón.

     Súbito un rumor confuso oyose cerca del armario, cuyo misterioso recinto parecía servir de habitación a los espíritus infernales que, bajo la figura de anfisbenas, se complacen en torturar a los condenados.

     Ayub fijó sus ojos atónitos en dos serpientes, sobre cuyas espaldas de oro, salpicadas de manchas azules, reverberaba la oscilante luz de la lamparilla. Aquellos animales, los más terribles y antipáticos para el hombre, atravesaron la estancia lanzando de sus bocas horrendas silbidos pavorosos.

     Al mismo tiempo que tuvo lugar la tan repugnante aparición de los reptiles, Castiglione gritaba:

     -�El fantasma! �El fantasma blanco!... Ya suena, ya viene, ya está ahí... �Huyamos!... �Al lecho!... �Al lecho!

     El calabrés tomó el Crucifijo, lo colocó en el mismo sitio de donde lo había tomado antes, y cerró el armario precipitadamente.

     En seguida se retiró a su alcoba y volvió a colocarse en su lecho, dejando atónitos a Ayub y al esclavo.

     Luego pudo oírse al desdichado Castiglione, que como entre sueños murmuraba:

     -�No perdona!... �Dios no perdona!

     Esta idea terrible era la que causaba todo su desconsuelo y desesperación. Perder la esperanza es entrar en el infierno.

     Diríase que el infeliz Castiglione, torturado por los remordimientos, no podía ver que el ángel de su guarda permanecía a alguna distancia del lecho con la faz entristecida, y que en vano procuraba murmurar en su oído esta palabra �arrepentimiento�, esta palabra que encierra un dolor tan amargo al principio como después el consuelo es inefable.

     El negro pavor, la ira impotente, la tenacidad incorregible, el sueño perturbado eran los que velaban en torno del lecho del criminal.



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Capítulo XXI

Traición

     La risueña aurora con su guirnalda de encendidas rosas y con su manto brillante de fuego se ostentaba en el espacio abriendo las puertas del día.

     Las auras matinales llevaban en sus alas veloces mil y mil rumores alegres y belicosos. Gritería de soldados, estruendo de clarines, relincho de caballos resonaban por todas partes. Un numeroso ejército se acampaba delante de los muros de Tarifa.

     En medio del campamento se levantaba una tienda suntuosa. En aquella tienda habitaba el rey de Marruecos Aben-Jacob. El rey acababa de hacer la zalá u oración de la mañana, cuando lo avisaron que un caballero español quería hablarle. Aquel caballero era el infante don Juan, a quien recibió el rey con muestras de benevolencia y regocijo.

     -�Has enviado el mensaje? -preguntó el rey.

     -Sí, repuso don Juan.

     -�Quién ha sido el mensajero?

     -Tu fiel servidor Abenzayde.

     -�Y qué dice don Alonso?

     -Todavía no ha vuelto Abenzayde con la respuesta.

     -�Sabes que no me fío de tu compañero?

     -�Quién?

     -Ese... don Nuño Gómez de Lara.

     -Don Nuño es de los nuestros.

     -Más valla que así fuese; pero, por más que me asegures, yo te digo que me inspira desconfianza.

     -Y por qué?

     -Puso ayer muy mala cara cuando se enteró de nuestro proyecto.

     -Podrá suceder muy bien que no le agrade mucho; pero no por eso hay motivo para creer que nos haga la guerra. A más de que tampoco puede perjudicarnos en nada, todo en la ocasión presente está reducido a que don Nuño difiere de nuestra opinión, cosa que sucede con harta frecuencia aun entre los mejores amigos.

     El rey hizo un gesto de incredulidad.

     -�Y tardará mucho Abenzayde? -preguntó.

     -Le aguardo de un momento a otro.

     Súbito oyose fuera de la tienda una terrible gritería.

     El rey preguntó a algunos de sus oficiales la causa de aquel extraño ruido.

     -Has de saber, señor, que los nuestros han cogido en la tienda inmediata a una hechicera.

     -�Una hechicera! -exclamó el infante.

     -Así dicen nuestros soldados.

     -No sea alguna espía...- murmuró don Juan.

     -Quizás tengas razón, -repuso Aben-Jacob.

     Y volviéndose a los suyos, añadió:

     -Que traigan al punto a la hechicera.

     Pocos momentos después una porción de soldados penetró en la tienda real, llevando, o por mejor decir, arrastrando a una anciana que inútilmente imploraba piedad para que no la maltratasen con insultos y golpes.

     El rey mandó que la soltasen; pero la infeliz llevaba los vestidos destrozados y todo el rostro cubierto de sangre. Los bárbaros soldados marroquíes, juzgándola hechicera, habían desplegado la crueldad más irritante contra aquel ser mísero y débil.

     -Trazas de bruja tiene la vieja, -murmuró don Juan.

     -�Hola! �Quién eres? -preguntó el rey.

     -Señor, tened compasión de mí; yo imploro vuestro favor, supuesto que sois cristiano.

     Y la vieja se abrazó a las rodillas del infante, que pareció asaz sorprendido.

     Aben-Jacob, cuyo carácter era en extremo suspicaz, clavó una mirada escrutadora en el infante.

     -Esta mujer es cristiana, -dijo-; tú la debes conocer.

     -Jamás la he visto, -respondió don Juan.

     -Vos tal vez no recordaréis haberme visto, señor, -dijo la anciana-; pero yo os conozco muy bien: vos erais muy amigo de mi señor, y os he visto muchas veces en su casa, cuando todos estábamos en Castilla.

     -�Y quién es tu señor?

     -Don Alonso Pérez de Guzmán.

     -�Pues no dicen que eres una hechicera?

     -Eso dicen vuestros soldados, señor; pero... �Dios mío! �Yo que intentaba hacer una buena obra!... �Quién había de pensar que Dios no había de querer ayudarme?... �Pobre doña María! �Qué angustias para una madre!...

     -�Esta mujer está loca! �En dónde habéis cogido a esta vieja? -preguntó el rey a los suyos.

     -Señor, -respondió un moro-, esta hechicera atravesó el campamento esta mañana muy temprano, cuando era apenas de día. Yo la vi entre las sombras del crepúsculo; pero tuve una disputa con mis con mis compañeros, los cuales me aseguraron que ellos nada habían visto. Por mí parte yo no podía dudar del testimonio de mis ojos, y sostuve con calor que había distinguido cruzar un bulto; mas como estaba de guardia, no me fue posible separarme de mi puesto, según lo deseaba, para convencerme de que no me había engañado. Apenas fuimos relevados por la nueva guardia, fuime a buscar a mi hermano Alí, a quien encontré muy preocupado, diciéndome que no podía detenerse, y que iba a averiguar quién era una figura de mujer que había visto pasar ligera como una sombra. Yo impuse a mi hermano de lo que acababa de sucederme, y ambos emprendimos buscar a la mágica, a la cual descubrimos a los pocos pasos que hubimos andado. En el camino se nos reunieron todos estos compañeros, y la hemos seguido hasta verla entrar en la tienda contigua a ésta.

     -�En mi tienda! -exclamó el infante.

     -Sí, en la tuya, -respondió el moro volviéndose hacia don Juan.

     -�Y qué hacía allí? -preguntó el rey.

     -En la tienda de este nazareno hay un rapaz que estaba durmiendo profundamente, -continuó el moro señalando al infante-. Nosotros quisimos saber qué causa conducía a esta vieja a tales sitios y en tal hora, y entonces observamos que, después de explorar con una mirada el interior de la tienda, se resolvió a penetrar en ella y se dirigió muy pausadamente adonde dormía el niño, a quien comenzó a llamar en voz muy baja. Luego, viendo que no despertaba, principió a murmurar palabras cuyo sentido no podíamos comprender, y al mismo tiempo le frotaba la frente al rapaz, que continuaba siempre sumergido en el más profundo sueño. Al ver tal escena, señor, ya no pudimos contenernos por más tiempo; pues a pesar de que nada entendíamos de su charla, bien se nos alcanzaba que estaba ejerciendo sus maleficios en el joven que habita en la tienda de tu amigo. Entonces, llenos de indignación, nos precipitamos sobre la bruja, y, como has visto, la hemos conducido a tu presencia, señor.

     A pesar de que en aquella época era muy frecuente entre los cristianos el hablar o entender el árabe, con todo, la pobre anciana se quedó sin comprender la mayor parte de aquel razonamiento. En esto se oyó un ruido no menor que cuando traían a la vieja.

     -Dejadme pasar, -gritaba una voz en la puerta de la tienda.

     Pocos momentos después un rapaz ya crecido se precipitó en la tienda, exclamando con singular expresión de júbilo:

     -�Constanza! �Constanza querida!

     La vieja corrió desalada hacia el niño, y ambos se estrecharon con sin igual ternura.

     -�Hijo de mi alma!... �Ah, señor don Pedro! Seguidme, seguidme, y vamos pronto a consolar a vuestra pobre madre.

     Y la anciana olvidaba sus golpes y sus heridas, besando la frente pura y tersa del jovencito.

     -Vamos, vamos pronto a Tarifa, -decía la buena vieja sonriendo dulcemente, y sin reparar siquiera en el sitio en que se encontraba y en los sayones que la rodeaban.

     -�Adónde vais, insensatos? -dijo con voz de trueno el infante, apartando bruscamente a aquellos dos seres igualmente débiles e inofensivos, el uno por su extremada juventud y el otro por su vejez.

     Sin embargo, en aquel tierno niño, cuyo aliento prematuro denunciaba su generosa sangre, produjo tal indignación la conducta del infante, que encendido en ira el bello rostro, exclamó con un brío muy superior a sus años:

     -A fe, señor don Juan, que habéis cometido una acción indigna de un caballero, maltratando así a la pobre Constanza.

     -No os enojéis, señor don Pedro, -dijo la anciana con voz dulcísima y procurando ocultar su turbación; -eso no ha sido nada, no merece la pena de que os incomodéis con estos nobles y buenos señores.

     -�Infames! -decía el rapaz indignado-. �Pobre Constanza! Mira cómo te han puesto... �Tienes todo el rostro inundado en sangre!

     Y el joven don Pedro amenazaba al infante porque tan brutalmente había tratado a la anciana. Esta, a pesar de los golpes recibidos y del lamentable estado en que se hallaba, no cesaba de implorar el auxilio de don Juan.

     -Señor, -decía-, señor... �Es posible que no sepáis de lo que se trata?... Vos deberíais impedirlo, porque siempre mis señores os han profesado la más sincera amistad.

     -�Pues de qué se trata?

     -Alto y poderoso señor, -dijo la anciana aproximándose al infante-, mi señora doña María sabe ya que los moros, estos nobles señores, intentan dar la muerte a don Pedro, si su padre el gobernador de Tarifa no les entrega la plaza...

     -�Hola! �Conque doña María ha recibido ya la nueva? -dijo el infante con feroz sonrisa.

     -Lo sabe desde ayer.

     -�Desde ayer! �Estás en ti?

     -Sí, señor, no tengáis la menor duda.

     -�Pues si el mensajero no hará mucho tiempo que ha llegado a Tarifa!

     -�El mensajero!

     -Sí, un moro a quien llaman Abenzayde.

     -Señor, yo no sé nada de eso.

     -No podéis haberlo sabido por otro conducto.

     -La prueba es que a media noche he conseguido salir de Tarifa con gravísimo riesgo...

     -�Pues quién ha podido deciros?...

     -Un noble caballero español, un buen cristiano.

     -�Un caballero español!

     -Sin duda.

     -�Sabes su nombre?

     -Don Nuño Gómez de Lara.

     -�Don Nuño! �Ah, traidor!

     -�No te lo dije? Y ahora, �te convences? -dijo Aben-Jacob en tono de reconvención.

     Tanto la exclamación del infante como las palabras del rey de Marruecos fueron pronunciadas en arábigo, por cuya razón pasaron sin ser comprendidas por la triste anciana, que dijo:

     -Yo, señor, he venido a salvar a mi querido señor don Pedro, al hijo único de mi señora doña María, que a estas horas se halla inconsolable.

     -�Y oíste lo que dijo don Nuño a tu señora? -preguntó el infante, procurando disimular su indignación.

     -Sí, señor, todo lo oí, como que me hallaba presente, es decir, en la antecámara... Cuando entró don Nuño diciendo que deseaba hablar a doña María, yo misma le conduje hasta el aposento de mi señora. Pocos instantes después acudí a los gritos y lloros de la triste dama, y entonces supe la causa, a la verdad muy justa, de su terrible aflicción. Don Nuño había manifestado a doña María el cruel intento del rey moro.

     El niño escuchaba este rápido diálogo con expresión tan ceñuda, que parecía haber comprendido la inicua trama de que había sido blanco.

     Súbito exclamó:

     -�Vamos!... Sígueme, Constanza, yo te acompañaré a Tarifa... �Oh! �Si yo hubiese sabido que nos hallábamos tan cerca!... �Cómo no había de haber ido más pronto a abrazar a mis queridos padres?... Pero al fin, gracias a Dios, dentro de brevísimo tiempo tendré la dicha de verlos... �Sígueme! �Sígueme!

     Y esto diciendo, el rapaz sin más ceremonias se dirigió hacia la puerta, arrastrando en pos de sí a la buena Constanza.

     -�Adónde vais?

     -�Toma! �Pues no lo habéis oído? �A Tarifa!

     -Allí no iréis, sino conmigo, -repuso el infante.

     -Quiere decir que nos seguiréis también. Así cumpliréis como caballero con la palabra que empeñasteis a mi buena madre de conducirme a su poder bueno y salvo.

     -Es el caso que hoy no puede ser esa.

     Pues ved cómo será, porque lo que es yo no me separo ya de Constanza; quiero volver a mi antigua vida; ya estoy cansado de vivir con vos, que me tratáis duramente, y de sobra hemos tenido tiempo, desde que salimos de Granada, para reunirnos con mi querida madre.

     Y el rapaz, volviéndose a la anciana, añadió:

     -�Si vieras, querida Constanza, cómo te he echado de menos! Todas las noches he tenido que dormirme sin que nadie me ayudase a rezar mis oraciones de costumbre... �Pues y los cuentos? �Ay, Constanza! No puedes figurarte qué cuesta arriba se me ha hecho acostumbrarme a dormir sin que antes me contasen historias por el estilo de las que tú me contabas... Desde hoy volveremos a nuestras antiguas costumbres, y me referirás el cuento de El caballero del cisne... y el de La princesa de los enanos... y el de El castillo de las siete serpientes... y el de Las siete ninfas del lago... �No es verdad? �Ay, qué alegría!

     -Querido señor...

      Vamos, no hay tiempo que perder.

     El infante trabó fuertemente del brazo al aturdido mozalbete.

     -�Soltadme, vive Dios!

     -Dejadnos volver a Tarifa, nobles señores, -dijo la anciana con acento suplicante.

     -Vos permaneceréis aquí hasta que yo lo mande.

     -No, no.

     -Sí, sí.

     Furioso el rapaz al verse detenido, asentó una terrible bofetada al infante. Este, fuera de sí, dio con el puño un desaforado golpe al aturdido adolescente, que cayó en tierra casi privado de sentido.

     En seguida lo maniataron, maltratándole cruelmente sin compasión a su juventud y belleza.

     �Quién podrá pintar la angustia, la desolación, el martirio espantoso que esta escena cruel produjo en el ánimo de la infeliz Constanza? Ella había sido la nodriza de doña María y el aya del joven don Pedro, a quien la pobre vieja profesaba un cariño verdaderamente maternal.

     -�Por la Virgen Santísima! �Por el amor de Dios, señores moros, tened piedad de mi joven señor!... Él es un inocente, no os ha ofendido en nada, es un pobre niño que desea ver a sus queridos padres.. �Hay cosa más natural?... Matadme a mí, si queréis, matadme; pero dejadlo a él.. �Dios mío! �Dios mío! �No habrá compasión? �Pobre niño!... �No oís sus roncos gemidos? �Piedad! �Piedad! �Ay, qué dolor de hijo!

     Y la anciana, postrada de hinojos, llorando amargamente, cruzadas las convulsas manos sobre su pecho, con una actitud tan dolorida como suplicante, se arrastraba a los pies de aquellos hombres crueles. Parecía la imagen viva de la desolación. Cansados los moros, así como el infante, de tanto lamento importuno, maniataron también a la vieja, y la condujeron en compañía de don Pedro a la tienda inmediata a la del rey. Allí los encerraron, poniendo una buena guardia que los custodiase, por lo que pudiese sobrevenir.

     -�Demonio de bruja! -exclamó el infante cuando se hubieron llevado a los prisioneros.

     -�Vaya una vieja alborotadora! -dijo Aben-Jacob-. Por Alá que me ha dejado la cabeza zumbando; la estantigua gritaba como una loca. �Y será mágica?

     -Creo que tiene sus puntas y ribetes de hechicera... Pero �has visto el rapaz? Estos Guzmanes son unas viborillas. �El atrevido! �Pues no me ha dado un bofetón?

     Al llegar aquí se abrió la puerta y apareció un moro que, según todas las trazas, acababa de llegar al campamento.

     -�Vive el grande Alá que ya te aguardaba con impaciencia! -exclamó el rey.

     -�Qué hay de nuevo? -preguntó el infante con curiosidad.

     -Llegué a Tarifa, señor; me hice anunciar como un mensajero del rey de Marruecos, y al punto me fueron franqueadas las puertas. Luego, según costumbre, vendáronme los ojos y me condujeron a la presencia del alcaide... �Altivo es el cristiano por vida mía!

     -Ya se amansará su altivez, -interrumpió el infante con la feroz arrogancia propia de su carácter.

     Abenzayde continuó:

     -Yo le dije lacónicamente mi embajada: �Si no entregas a Tarifa hoy, mañana podrás ver desde el adarve degollar a tu hijo�. Te digo la verdad, Aben Jacob, que yo aguardaba aterrar a don Alonso con semejantes palabras; pero �cuánto me había engañado! Por espacio de algunos minutos, es cierto que nada pudo contestarme. Sin duda estaba muy lejos de imaginar que tal mensaje le enviabas. A pesar de todo, pasados los primeros momentos de su sorpresa, apareció tranquilo y sereno, como si de la cosa más trivial se tratase.

     -�Y qué respondió?

     -Sin demostrar flaqueza, sin palidecer siquiera, con actitud majestuosa y con voz entera me dijo: �No te mando colgar de una almena, porque eres enviado, y aunque podía muy bien quebrantar el seguro que como mensajero se te debe, supuesto que vosotros violáis todas las leyes divinas y humanas, con todo eso, Abenzayde, cumple a mi honor obrar como cristiano, caballero y español. En algo se han de diferenciar los nobles y los valientes de los malvados y cobardes. Dile de mi parte a Aben-Jacob que muchas veces en defensa de mi Dios, de mi patria y de mi rey he derramado mi sangre con prodigalidad, y pues que mi hijo es sangre mía, no me he de mostrar ahora avaro de ella. Para mí será la gloria, para él será la ignominia. Por lo demás, yo bien conozco de quién ha salido ese plan inicuo, porque no es la primera vez que ya se ha usado de ese innoble ardid para conquistar una plaza. Dígalo, si no, la alcaidesa del alcázar de Zamora en tiempo del rey don Alonso. Ahora la iniquidad es mucho más horrible todavía, pues mi amada esposa había fiado al honor de un caballero la vida de su hijo. Dile, pues, a don Juan que estaba reservado a un infante de Castilla el violar, no sólo la humanidad y la justicia, sino también la amistad, el honor y la confianza. Retírate de mi presencia, y a los que te envían repíteles fielmente mis palabras�. Así dijo el cristiano; volvieron a vendarme los ojos, salí del alcázar, pusiéronme en las puertas de la ciudad, y en derechura he venido a darte cuenta de mi embajada.

     Calló Abenzayde.

     Aben-Jacob guardó también silencio largo rato, como si la narración del mensajero le hubiese conmovido hasta el extremo de hacerle vacilar en su resolución primera. El infante se mordió los labios hasta hacerse sangre, y la vergüenza, el despecho y el furor batallaban encarnizadamente dentro de su corazón pérfido y rencoroso.

     En aquel momento avisaron a don Juan de que un cristiano deseaba hablarle.

     Salió el infante de la tienda del rey, y presentose a sus ojos un joven paje que montaba un soberbio caballo.

     -�Qué tenéis que decirme? -preguntó don Juan.

     -Mi encargo está reducido a entregaros esta carta.

     Y esto diciendo, el paje puso en manos del infante un billete.

     Don Juan rompió el sello y se puso a leer con avidez.

     Cuando hubo terminado su lectura, los ojos del infante brillaron con un júbilo infernal.

     -Decidle que estaré en el sitio que me indica.

     -Está muy bien. Adiós, señor.

     El infante guardó cuidadosamente la carta.

     El paje partió al galope.



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Capítulo XXII

Los dos amigos

     Don Nuño Gómez de Lara era ni más ni menos que un hidalgo del siglo XIII. Queremos decir que a la nobleza de su alcurnia y numerosos dominios y señoríos reunía un valor extraordinario y las pasiones enérgicas del clima y temperamento de los españoles. Era aquella época fecunda en facciones y revueltas. Aún no se había extinguido la lucha entre el trono y la nobleza, aquella lucha terrible que más adelante llevaron hasta el último trance Luis XI en Francia, Juan II en Portugal y don Pedro I en Castilla. Los reyes, apoyados en el pueblo, deseaban demoler el edificio feudal, que cercenaba las regalías de la corona, perjudicando a la unidad del gobierno y manteniendo en pie una clase rebelde, altiva, poderosa e igual al mismo rey en sus respectivas jurisdicciones y señoríos. Mas cuando las fuerzas populares crecieron hasta el punto de ser ya sospechosas a los reyes, éstos se echaron entonces en brazos de la nobleza, que sepultó la libertad castellana en los campos de Villalar. Con la dinastía austríaca comenzó una reacción acaso providencial, porque resumió en sus manos el poder bastante para ahogar en Lepanto la barbarie que habría traído la conquistadora Turquía a la Europa; reacción tal vez funestísima, porque por espacio de siglos dejó a la España como a la mujer de Loth, inmóvil, convertida en una estatua de piedra.

     En la época de nuestra verídica historia aún no se habían olvidado, o, por mejor decir, no se habían extinguido las parcialidades de los infantes de la Cerda, ni las disensiones entre los Haros y Laras, que desgarraron a Castilla, del mismo modo que en tiempo de don Alonso el Noble había sucedido entre los Laras y Castros.

     Arrastrado por su parentela y también por sus miras ambiciosas, don Nuño había tomado una parte muy activa en las revueltas de aquel tiempo, llegando a ser uno de los principales rebeldes que seguían la parcialidad del infante don Juan, siempre inconstante, desleal y turbulento, que antes había abandonado a su padre por su hermano y después abandonó a su hermano por su padre.

     Don Nuño, sin embargo, no estaba dotado de mala índole. Así es que no podía llevar en paciencia la última resolución tomada por el infante.

     Poco antes de la derrota que los rebeldes sufrieran en el castillo de Alcántara, había recobrado don Juan la libertad de la prisión en que le tenía su hermano don Sancho en Alfaro, a consecuencia de la muerte del señor de Vizcaya, cuyo cómplice había sido el infante. Ni el juramento que entonces hiciera de mantenerse fiel, ni las benévolas disposiciones que hacia él manifestara el rey, lograron detenerle en la senda tenebrosa de sus intrigas, como la tela de Penélope, interminables.

     Alborotose de nuevo, y fue vencido nuevamente; dirigiose a Portugal, y el rey Don Dionís le mandó abandonar su reino por consideración a don Sancho.

     Refugiose en Granada, y ya sabemos que pensaba reunirse a Abuz-Yusuf, después que el rey de Castilla había brindado indiferentemente con la paz o con la guerra a los reyes moros de Granada y de Marruecos.

     Abuz-Yusuf eligió la guerra.

     Mohamet, luego que el marroquí abandonó la ciudad, se puso de acuerdo con don Sancho, optando por la paz.

     Grande era el conflicto en que a la sazón se hallaba la España, invadida por el poderoso ejército de Abaz-Yusuf. Pero concertados Mohamet y don Sancho, se disponían a combatir contra el común enemigo.

     El infante don Juan y muchos de sus partidarios se unieron al rey de Marruecos.

     Felizmente ocurrió entonces la muerte de Abuz-Yusuf, con lo que Granada y Castilla quedaron libres del gran peligro que les amenazaba. El sucesor de Abuz-Yusuf llamó inmediatamente a Marruecos al ejército de España.

     Pero el infante, que en sus cábalas no contó con que la muerte podía destruir sus proyectos, quedó expuesto más que nunca a la rigorosa persecución de su hermano y a la justa enemistad de Mohamet, a quien villanamente había engañado y vendido.

     Retirose, pues, a Tánger, y allí ofreció sus servicios al nuevo rey de Marruecos Aben-Jacob, que al fin también se determinó a encender la guerra contra el rey de Castilla.

     Aben-Jacob recibió al infante con grande honor y cortesía, y le envió con su primo Amir al frente de cinco mil jinetes, con los cuales pasaron el Estrecho y pusieron cerco sobre Tarifa.

     Vanamente trataron de comprar la lealtad del alcaide cristiano, ofreciéndole tesoros, si entregaba la plaza. La vil propuesta fue desechada con indignación.

     Después atacaron la villa con todos los artificios que en aquella época el arte de la guerra les ofrecía, y que el rencor implacable y su firme propósito pudieron sugerirles; mas los moros fueron rechazados esforzadamente por los castellanos.

     Dejaron pasar muchos días, creciendo a cada instante el peligro de los sitiados. Amir y don Juan advierten al alcaide el desamparo en que le dejan los suyos, y pretenden atemorizarlo con los socorros que ellos pueden recibir de hombres y bastimentos. Le proponen, que pues había despreciado las riquezas que le daban, si él compartía con ellos sus tesoros, levantarían el asedio.

     El héroe Guzmán dio esta respuesta sublime:

     -Los buenos caballeros ni compran ni venden la victoria.

     Furiosos los moros, se aprestan nuevamente al combate, intentan un asalto, los cristianos pelean como leones, y los sarracenos se retiran escarmentados, contando entre sus muertos al caudillo Amir.

     Mas no por esto desisten de su resolución irrevocable. Aben-Jacob se había empeñado en que Tarifa fuese suya, y pocos días después del último combate, el campo de los moros recibe un gran refuerzo de soldados, a cuya cabeza viene Aben-Jacob en persona.

     Entonces el infante recurre a una traza que sólo pudo infundir en su corazón el mismo Satanás.

     Desde que salió de Granada llevaba siempre consigo al niño Guzmán. Ya sabemos que la hermosa doña María había entregado su hijo al infante para que lo condujese a Portugal, y allí se lo entregase a su deudo el rey don Dionís. La triste señora ignoraba que el infante había sido lanzado de Portugal, y que le estaba prohibido volver a aquel reino.

     También hemos indicado en otro lugar que las gracias de doña María habían infundido a don Juan una pasión abrasadora. Pero la discreta dama había rechazado siempre las indignas proposiciones del infante, si bien con el decoro y la conveniencia que exigía el alto nacimiento de aquel hombre malvado.

     A los ojos de la dama, el inicuo pasaba solamente por desafortunado en sus empresas, y muchas veces en su corazón se había lamentado de la enemiga que mediaba entre los dos hermanos. Nunca doña María pudo sospechar que existiesen tales monstruos de maldad entre los hombres.

     Por su parte don Juan había disimulado profundamente la ira y el rencor que le causaran las repulsas de la noble matrona. Pero había jurado vengarse, y ya desde Granada había empezado su obra de horrible iniquidad. Al principio sólo había pensado tener en rehenes al hijo para obtener criminales favores de la madre. Ahora el despecho le tenía fuera de sí, y deseoso de quebrantar la entereza de don Alonso Pérez de Guzmán, comunicó al rey de Marruecos su proyecto espantoso. Aben-Jacob lo aprobó con entusiasmo, pues no sólo anhelaba conquistar la villa, sino también tomar venganza de la muerte de su primo Amir.

     Entonces resolvieron enviar al héroe el atroz mensaje que ya hemos referido.

     Antes que Abenzayde comunicase a don Alonso la cruel alternativa en que su mala estrella le había puesto, ya había sabido doña María la horrible extensión de su desgracia. Don Nuño Gómez de Lara, dado que turbulento y nada estrecho de conciencia, no era tampoco tan inicuo, que no reprobase tan atroz atentado. Así, pues, aunque recatándose de su amigo el infante, voló a dar aviso a la dama, ya para ver si ella encontraba algún remedio a su angustia, ya para probar que él no tomaba parte alguna en crimen tan horrendo.

     La noche comenzaba a extender sus sombras.

     Un caballero armado de todas armas y jinete sobre un poderoso caballo atravesó la línea del campamento.

     Apenas habría caminado media milla, cuando se detuvo a la entrada de un bosque de encinas situado en una pequeña eminencia. Desde allí se descubría la extensa superficie del mar. Sin duda que la hora convidaba a tiernas meditaciones; el sitio estaba solitario y el paisaje era bello y majestuoso. Empero nuestro personaje no parecía dar mucha importancia al magnífico espectáculo que la naturaleza presentaba en aquellos momentos. Ni el bosque, ni el mar, ni el cielo llamaban su atención.

     El caballero echó pie a tierra, y tomó la actitud de una persona que aguarda el instante prefijado para una cita.

     Ya comenzaba a impacientarse, cuando sonó el ruido de algunos pasos.

     El que aguardaba vio detenerse a alguna distancia tres personas. Eran éstas dos caballeros y una dama.

     Doña María cambió algunas palabras con los que la acompañaban, y en seguida echó pie a tierra, hizo una seña a los suyos para que se alejasen algún tanto, y se dirigió hacia el infante.

     Frente a frente permanecieron durante algunos minutos, sin atreverse ninguno de los dos a romper el silencio.

     La dama estaba trémula como la hoja en el árbol y pálida como la muerte.

     El caballero contemplaba a su víctima como el avaro a su tesoro, como el tigre a su presa.

     -�Quién había de pensar que nos habíamos de ver en este sitio, y que vos habíais de ser la causa de mi dolor inmenso?

     -Ciertamente, señora, que nunca creí llegase este caso.

     -Ni he sido yo la que ha hecho que llegue.

     -Ni yo tampoco.

     La triste madre fijó una mirada imposible de describir en el infame caballero. Aquella mirada de odio, sin embargo, espiró en una sonrisa.

     -Pues entonces, señor don Juan, yo espero que todo al fin podrá arreglarse.

     -�Habéis encontrado algún medio?

     -Vos sois tan generoso, que no dudo lo aceptaréis.

     -Señora...

     -Sí, don Juan, vos sois de carácter impetuoso y de voluntad firme; pero estoy segura de que vuestro corazón es compasivo y generoso.

     -Veamos el medio.

     -Yo tengo inmensos tesoros que serán vuestros, es decir, que pondré en vuestras manos para que se los entreguéis al rey Aben-Jacob.

     -El moro no quiere otra cosa sino la plaza.

     -�Pues no quisieron no ha mucho que mi esposo les diese sus riquezas?

     -También hace poco tiempo que el desgraciado Amir le ofreció grandes tesoros en vez de pedírselos.

     -Pero debéis conocer el carácter de don Alonso.

     -En ese caso, ya sabéis que él será el verdugo de su hijo.

     La dama estuvo a punto de desplomarse en tierra.

     -Yo misma, señor, que he venido a buscaros para haceros esta proposición, me vería obligada a huir de la presencia y del furor de mi esposo, si a saber llegase que me he rebajado (así lo llamaría él) hasta el punto de ofrecer dinero a los moros. Pero si me he atrevido a dar este paso, ha sido confiada en vuestra cortesía, que no dejará de prestar ayuda a una dama afligida tan cruelmente como yo me veo. Vos sois un noble caballero, lleváis espuela de oro, vuestro padre era un rey, y nadie me convencerá de que vos, infante de Castilla, me dejaréis abandonada en tan doloroso trance. �Ay, señor! Supuesto que el rey moro tanto os estima, �no podíais hacer que mi querido Pedro fuese rescatado? Ofrecedle oro, señor, no tengáis cuidado; yo podré hartar su codicia... �Ah!... �No me respondéis?

     -Ya es tarde, doña María.

     -�Ya es tarde!... �Y no lo intentaréis siquiera? Ved, señor, que de rodillas os lo pido... �Tened compasión de mí! Haréis una obra de caridad, y yo... os bendeciré, sí, os bendeciré como al libertador de mi hijo... �Ay, señor don Juan! �No haréis por mí este favor?

     El infante guardaba profundo silencio.

     Su rostro daba muestras de haberse conmovido algún tanto, y contemplaba a la dama, cuya hermosura se aumentaba con su dolor. �Qué duro pecho no se ablandara al ver tanta desventura pintada en rostro tan divino?

     -Levantaos, señora, -dijo el infante con un acento que revelaba el más inmenso júbilo.

     Levantose doña María, abriendo su corazón a la esperanza, como las flores abren sus corolas al beso de las brisas.

     -�Ah, señor don Juan! Yo os viviré constantemente agradecida; ahora comprendo que era verdad lo que en otro tiempo me decíais acerca del cariño que yo os había inspirado... Decid, señor, decid lo que debo hacer.

     -En vuestra mano está el salvar a vuestro hijo, hermosa doña María.

     -�Qué felicidad! �Al fin podréis conseguirlo?

     -Yo no, señora, vos sois quien lo ha de conseguir... Ya sabéis que nada es más cierto que lo que acabáis de decirme... Siempre os he profesado el más ardiente amor...

     Don Juan se detuvo, clavando sus ojos en la triste dama.

     Durante largo rato los dos guardaron silencio. Al fin doña María sintió encendérsele el rostro de ira, de dolor, de vergüenza. Nada era comparable con la angustia de su alma en aquellos momentos; pero una santa indignación le prestó fuerza bastante para contener las lágrimas que se agolpaban a sus ojos.

     -�Sois el más infame de los hombres! -dijo la dama, y llena de tristeza y de amargura se alejó.

     Y cuando el infante vio que en compañía de los dos caballeros desapareció rápidamente doña María, se mesó la barba y los cabellos en señal de desesperación.

     -�Cuán insensato he sido! �La he dejado ir!

     El demonio le había inspirado un nuevo crimen, o por mejor decir, el pesar de no haberlo cometido.

     Los dos caballeros que acompañaban a doña María no eran otros que el señor de Alconetar y su inseparable amigo Álvaro del Olmo, a quienes la ilustre dama había suplicado que la escoltasen hasta el lugar en que tuvo la cita con el infante.

     Álvaro del Olmo, sin participarlo a su altivo compañero, había mandado que secretamente les fuesen siguiendo a lo lejos los hombres de armas que habían acompañado a don Guillén desde Alconetar. Esta medida fue muy acertada, pues que todo se debía temer de un hombre tan malvado como el infante, el cual desde luego podía pensar en apoderarse también de la hermosa cuanto infeliz doña María.

     Ya hemos tenido ocasión de observar que el infante pensó en ello desde el punto en que creyó que la esposa de Guzmán había ido solamente acompañada por dos caballeros.

     Por su parte don Juan no había creído conveniente, puesto que se le ocurrió de antemano, el llevar a cima semejante proyecto, en atención a que lo juzgaba impracticable o muy peligroso; pues desde luego imaginaba que la esposa del alcaide no dejaría de venir muy bien escoltada.

     Doña María y los caballeros caminaban silenciosos, y aun cuando la hermosa alcaidesa no les había manifestado los pormenores de su designio al ir aquella noche a las cercanías del campamento de los infieles, con todo, bien se les alcanzaba a los generosos mancebos que el éxito de la empresa había sido muy poco satisfactorio para la triste dama. No obstante, el señor de Alconetar y su amigo respetaron el silencio de doña María, y ni siquiera le dirigieron una pregunta que pudiera parecer indiscreta.

     La dama y los caballeros llegaron todavía en las primeras horas de la noche a los muros de Tarifa. En las inmediaciones de la puerta les salió al encuentro el jefe de la guardia, que de antemano se había puesto de acuerdo con doña María para favorecer su salida de la plaza.

     Habiendo reconocido el jefe a los recién llegados, los dejó pasar sin dificultad alguna, así como también a los que llegaron algún tiempo después, que eran los hombres de armas del señor de Alconetar. La triste dama entró por una puerta secreta en el alcázar, después de haberse despedido de los dos caballeros, a los cuales dio las gracias en los términos más cariñosos.

     Inmediatamente los dos jóvenes se encaminaron a la puerta principal del alcázar, a fin de presentarse a don Alonso, y que este no pudiese advertir que habían estado ausentes de Tarifa; pues el alcaide había cobrado mucha afición a don Guillén y a su amigo, y ningún día dejaban de verse. Por otra parte, nuestros jóvenes caballeros abrigaban razones muy poderosas para no dejar de presentarse a don Alonso Pérez, el cual en varias ocasiones había encomendado al señor de Alconetar y a su amigo difíciles y honrosos encargos militares. Esta distinción por parte del alcaide les imponía el deber imprescindible de no faltar a ninguno de los continuos lances que tenían lugar durante el cerco de la plaza. Además, en casos tales todas las fuerzas se utilizan, y desde los más tiernos jóvenes hasta los ancianos casi decrépitos se veían obligados a prestar algún servicio, conforme con sus años y aptitudes. Ahora bien, atendidas las circunstancias, el señor de Alconetar y su amigo habían tenido necesidad de asistir como guerreros a los puntos designados por el alcaide.

     Aquella noche el infortunado cuanto valiente caudillo se hallaba celebrando un consejo con los capitanes más ancianos de la guarnición, a fin de determinar si convenía o no hacer una salida de la plaza para acometer de improviso a los infieles.

     Por esta razón, ni don Guillén Gómez de Lara ni su amigo pudieron ver a don Alonso; pero su lugarteniente les manifestó que el alcaide había preguntado por ellos, y que en la distribución del servicio de aquella noche se había contado con los hombres de armas del señor de Alconetar para que después de la hora de prima guardasen una de las puertas de la ciudad.

     Afortunadamente aún no había llegado la hora en que debía comenzar el servicio de las gentes de don Guillén, y por lo tanto ni habían podido notar su ausencia, ni mucho menos pensar que esquivaba las ocasiones de servir a su patria.

     Los dos caballeros, seguidos de sus gentes de armas, volaron al sitio que se les había designado.

     Era cerca de la media noche, y todo yacía sumergido en silencio y tinieblas, cuando los dos amigos se hallaban guardando la puerta de la ciudad y departiendo con voz recatada de sus amigos ausentes y de su patria.

     También se habían reunido con nuestros mancebos algunos jefes de los puestos y guardias próximas. Hablose allí del consejo que se estaba celebrando, y vertiéronse opiniones diversas. Unos juzgaban que lo más acertado sería permanecer a todo trance en la plaza; los más fogosos pensaban que era más digno de la valentía española el salir del recinto de las murallas y acometer a los enemigos en su mismo campamento; y por último, todos convenían en la necesidad de enviar mensajeros al rey de Castilla para que, enterado del conflicto en que se hallaban, les enviase el ansiado socorro.

     Al fin cesaron las pláticas, y sólo quedaron don Guillén y su amigo con las lanzas empuñadas y paseándose por las inmediaciones de la puerta, que daba al campo y frente por frente de la tienda de Aben-Jacob.

     El señor de Alconetar recordaba en aquellos momentos a su hermosa, cuanto adorada Elvira, que era la luz de sus ojos y el alma de su alma.

     El amor apasionado es el compañero inseparable de la gloria inmarcesible.

     El señor de Alconetar, soñando con los laureles del guerrero para ceñirlos a la frente de la virgen de sus amores, exclamó dirigiéndose de pronto a su compañero:

     -�A fe que sería una hazaña de las más gloriosas!

     -�Qué quieres decir?

     -Estoy pensando en que a mí podía estarme reservada la gloria de hacer pagar muy cara su audacia a los infieles.

     -�Cómo así?

     -Mira el silencio y la calma que reinan ahora en el campo enemigo. Ya solamente se distingue alguna que otra hoguera moribunda; y la noche está oscura y convida a llevar a cabo la empresa difícil que ha concebido mi mente.

     -Veamos qué es ello.

     -Todos los caballeros que se encuentran en Tarifa desean salvar al tierno hijo de don Alonso de la muerte cruel con que el bárbaro enemigo le amenaza; y en último caso, ya que esto no sea posible, al menos que tampoco sea estéril el inmenso sacrificio que al fin don Alonso está resuelto a hacer, antes que entregar la plaza a los infieles.

     -A la verdad que sería muy doloroso que el buen alcaide perdiese la plaza después de haber sacrificado a su hijo.

     -A lo menos, el hijo de Guzmán será vengado, y quiero que mi brazo sea el que tome esta venganza. He aquí, Álvaro, lo que deseaba decirte.

     -�Y es posible, amigo mío, que hayas pensado en llevar tú solo a feliz cima tan temerario intento?

     -Escúchame y verás cómo no es temeraria mi empresa. En un lugar oculto dejo mi caballo, y con precaución me adelanto hasta la tienda de Aben-Jacob, donde me será fácil penetrar a favor de las tinieblas; y degollando al rey de Marruecos, mañana podemos hacer una salida de la plaza, y el triunfo será seguro, porque los enemigos estarán aterrorizados con la nueva de la muerte de su monarca. Y aun cuando yo no consiguiera privar al rey moro de la vida, al menos podré llevar a cabo una empresa gloriosa para un hombre solo, y de la cual tal vez depende la salvación de la plaza.

     -�Qué piensas hacer?

     -Atravesar el campamento moro, encaminarme a Castilla, dar parte al rey de mi embajada...

     -�No le enviaste una carta a don Sancho, cuando salimos de Granada? -interrumpió Álvaro.

     -En aquella carta le comunicaba las respuestas que habían dado los reyes moros; pero �quién sabe si el buen Martín Galindo habrá llegado bueno y salvo a Castilla? Además, yo podré decirle al rey de palabra muchas cosas que no era discreto confiar a una carta.

     -No lo niego; pero el resultado principal de la embajada ya lo sabe el rey, por cuya razón no veo la necesidad de que te expongas al peligro de una muerte poco menos que inevitable, sin más causa ni motivo que manifestarle al rey el éxito de su mensaje, que ya sustancialmente lo sabe don Sancho.

     -Es que mi pensamiento no es sólo el hablarle al rey de lo que en secreto me dijo en la Alhambra Mohamet, sino anunciarle al mismo tiempo los sucesos que han tenido lugar en Tarifa, manifestándole que urge socorrer la plaza.

     -�Oh! �Si tú pudieras llevar esa noticia!... �A fe que sería un hecho glorioso!... Cabalmente, según tengo entendido, los capitanes más experimentados de entre todos los de la guarnición se ocupan en este momento de la necesidad de hacer una salida, no sólo por escarmentar al enemigo, sino principalmente porque, a favor del tumulto de la pelea, será fácil que puedan atravesar el campamento de los moros algunos jinetes cristianos que ya estarán designados, a fin de que lleven al rey la triste nueva de lo que acaece en Tarifa.

     -Yo creo que don Sancho debe saber el estrecho cerco que Aben-Jacob ha puesto sobre esta plaza, porque es imposible que después de seis meses que llevamos de sitio no haya tenido el rey noticias del intento de los infieles; pero también imagino que ignorando nuestro monarca la iniquidad del infante, no habrá creído necesario enviar socorro, confiado en la entereza y bravura del alcaide.

     Efectivamente, el señor de Alconetar y sus hombres de armas llevaban cerca de siete meses de residencia en Tarifa, pues que a los pocos días de haber llegado a la plaza escoltando a la esposa del alcaide, había tenido lugar la aparición de los infieles, cerrando todos los pasos para que no pudiesen los cristianos dar aviso a los suyos, ni menos recibir auxilios de hombres o bastimentos.

     -Seguramente, -dijo Álvaro-, cuando el rey no ha enviado socorro, será porque no le habrá sido posible disponer de hombres de armas; pero en ningún modo puede creerse que el rey no sepa el cerco de Tarifa, porque a lo menos los pueblos comarcanos y que están situados en esta costa, no habrán dejado de sufrir las crueldades y vejaciones de los infieles; de modo que a punto fijo puede asegurarse que las nuevas de esta invasión han llegado hasta Castilla.

     -Pero habrán llegado de manera que a estas horas el rey no sabrá pormenores del asedio, ni tampoco la horrible iniquidad que medita su hermano el infante, supuesto que don Alonso no ha podido enviar mensajeros a don Sancho.

     -Sin duda tienes razón.

     -Pues bien; yo, que merecí el honor de que el rey me eligiese para llevar su mensaje a los reyes de Granada y de Marruecos, yo quiero ahora probar que soy digno de la predilección de don Sancho, llevándole noticias de lo que por esta tierra sucede, y contribuyendo de este modo a que se salve la plaza, ya que por desdicha tal vez no pueda evitarse la muerte del niño Guzmán.

     Álvaro del Olmo guardó silencio, no atreviéndose a contrariar el intento de su amigo por lo que tenía de heroico, ni osando tampoco aprobarlo por lo que tenía de peligroso.

     -�No te parece, -insistió Gómez de Lara-, que sería un hecho por demás hazañoso y digno de mí, el atravesar el campamento enemigo, degollar al rey de Marruecos y llevar a Castilla las nuevas que ninguno hasta ahora ha podido llevar de Tarifa?

     Álvaro del Olmo, reconociendo el noble brío del valeroso caballero, exclamó lleno de júbilo:

     -�Querido amigo, bien se conoce que tienes un gran corazón, supuesto que tales hazañas intentas! Pero �cuándo, querido Guillén, cuándo has notado en mi flaqueza, para que tú solo quieras emprender tal hazaña sin contar conmigo? �Nunca creí que me hicieses tan grande ofensa!

     -No, querido Álvaro, yo no te ofendo por querer que permanezcas aquí, mientras que yo me lanzo a empresa tan peligrosa.

     -Por lo mismo yo quiero acompañarte.

     -Por lo mismo yo quiero que me sobrevivas.

     -�Qué haré yo si tú mueres?

     -Escucha, querido amigo: si mi destino adverso hubiese decretado que yo pierda la vida en el peligroso lance que intento, ruégote que, si te es posible, adquieras mi cuerpo, y haz que lo sepulten al lado de mis mayores en el castillo de Alconetar; y si por desdicha mía permite el cielo que mi cadáver quede insepulto en el campo moro, toma esta trenza de cabellos que mi adorada Elvira me envió cuando yo estaba herido, y entrégasela, diciéndole que nunca sus hermosos cabellos se apartaron de mi corazón, y que si he desafiado tantos riesgos, ha sido solamente impulsado por el santo fuego de su amor y por hacerme con mis acciones gloriosas más y más digno de sus amantes miradas... Y dile también que al exhalar el último suspiro mi última palabra fue su nombre.

     Esto diciendo, el señor de Alconetar entregó a su amigo una trenza de cabellos primorosamente sujeta por un torzal de seda azul.

     Álvaro, no queriendo aceptar aquella fúnebre comisión, dijo:

     -Guarda tu trenza, querido Guillén, y no pienses que he de consentir en que mi suerte sea distinta de la tuya. Desde niños hemos vivido juntos, y juntos también quiero que nos sorprenda la muerte. �Yo no me separaré ni un instante de ti, querido amigo!

     Y Álvaro echó los brazos al cuello de Gómez de Lara, que también cariñosamente lo estrechó contra su seno.

     -�Oh noble abnegación de la amistad! El infeliz Álvaro procuraba ocultar a todo trance la angustia inmensa que oprimía su alma. Ya sabemos que el sobrino de Gil Antúnez estaba también enamorado de Elvira, y al recordar que ésta amaba a don Guillén, el infeliz Olmo sufría torturas inexplicables; pero las devoraba en silencio, por no afligir a su amigo.

     -Yo no quisiera, Álvaro, que por mi causa te expusieses al peligro de una muerte segura...

     -De una muerte gloriosa. �Acaso piensas que yo no tengo también ambición de renombre? Además, que si vamos los dos juntos, será más fácil que salgamos con nuestra empresa adelante.

     -Yo acepto tu compañía, Álvaro, porque tú eres digno de mi amistad.

     Los dos mancebos mandaron a uno de sus servidores que al punto les llevase sus caballos, que los tenían allí cerca en el mismo puesto de la guardia.

     Luego se encaminaron rápidamente al alcázar, a tiempo en que aún estaban reunidos los experimentados capitanes que había convocado a consejo el héroe Guzmán. Este, sabido el nombre de los que a tales horas le buscaban, mandó que inmediatamente fuesen introducidos en la sala del consejo.

     Los jóvenes saludaron respetuosamente a los ancianos guerreros, y dirigiéndose al noble alcaide, el señor de Alconetar dijo:

     -Ilustre don Alonso, perdonad si venimos a interrumpir vuestros cuidados por salvar la honra de nuestra fe y de nuestra patria; pero confío, valientes capitanes, en que nos escucharéis sin enojo, supuesto que nosotros también venimos estimulados, por el deseo de hacer alguna cosa en favor de nuestra patria querida. No juzguéis temeridad lo que es fruto de madura reflexión, que también en almas juveniles puede caber razonable discurso. Hemos tenido ocasión de reconocer las avenidas del campo enemigo, y hemos visto con gozosa sorpresa que hay un lugar a propósito para pasar sin grande riesgo por entre los reales de los infieles. Si nos dais licencia, nosotros nos atrevemos, no solamente a pasar más allá del campamento moro y llevar las nuevas al rey de Castilla de lo que en Tarifa acaece, sino que también de camino pudiéramos intentar la salvación de vuestro tierno hijo, o al menos su venganza, degollando sin piedad a todos los que encontremos al paso.

     El noble alcaide y todos los guerreros que se hallaban en su compañía escucharon con júbilo el razonamiento del valeroso Gómez de Lara.

     -�Cuán grande gozo es para mí, -exclamó don Alonso Pérez-, contemplar que hay en Tarifa tan buenos caballeros que, movidos por la honra de la patria, se anticipan a ejecutar nuestros mandatos y deseos! Habéis de saber, esforzados paladines, que en este momento mismo estábamos pensando en quiénes serían a propósito para llevar a cima la misma empresa gloriosa que vosotros por vuestra propia voluntad habéis venido a proponernos. Si antes os estimaba, nobles caballeros, ahora os admiro, y si pertenecieseis al vulgo de los soldados, yo os ofrecería riquísimos premios; mas ya que os movéis por el solo amor de la patria y de la gloria, yo me contento con deciros: Partid, amigos de mi alma, partid, y que el cielo os ayude en vuestro empeño generoso -dijo el noble alcaide; y, enternecido, abrazó a los dos mancebos.

     Todos los capitanes que contemplaban esta escena se sintieron conmovidos por el amor de la patria y por la virtud de los héroes.

     -Nosotros, -dijo el señor de Alconetar dirigiéndose a Guzmán-, nosotros no queremos otra recompensa que la estimación de los buenos caballeros.

     -Las nobles palabras que nos habéis dirigido, señor alcaide, son para nosotros la gloria cumplida, -añadió Álvaro con el acento della más viva gratitud.

     Los dos jóvenes salieron de aquel recinto, después de haber estrechado la mano de todos los guerreros que allí se encontraban, y que hacían ardientes votos porque los dos fieles amigos llevasen a cabo felizmente su arriesgada empresa.

     Salen por fin de la plaza, atraviesan los fosos, y a favor de las tinieblas avanzan hacia el campo enemigo.

     Llegan hasta escuchar la respiración de los infieles, que dormían descuidados.

     -Los dos amigos cambian algunas palabras con recatado acento.

     -Convendría, -dijo Lara-, que echásemos pie a tierra y nos introdujésemos en la tienda de algún jefe enemigo. �Tengo sed de sangre!

     -Espera, -repuso Álvaro deteniéndose y mirando en torno suyo, como si buscase lugar adecuado para su intento.

     Después de algunos minutos de observación, el sobrino de Antúnez dijo:

     -Por este lado, a la izquierda, hay un bosque cuya espesura podrá favorecer nuestra marcha. Aquí y entre aquellas encinas, podremos dejar los caballos. Espérame aquí un momento.

     Y, Álvaro dejó los caballos en lugar seguro, y tomando bien las señas del sitio, fue a incorporarse con su amigo.

     Habiendo logrado no encontrar ninguna de las guardias avanzadas, penetraron hasta la tienda de Ismael, guerrero de agigantada estatura, y que dormía sobra cojines, teniendo al lado su corva cimitarra. Un negro estaba atravesado a la entrada de la tienda y también estaba sepultado en profundo sueño.

     -Entra en la tienda inmediata, -dijo el señor de Alconetar-, y degüella todo cuanto encuentres al paso, mientras que yo hago lo mismo.

     Los dos se estrechan las manos, cada cual se dirige a una tienda, y para el caso de algún contratiempo se dan por punto de reunión el sitio donde han dejado sus corceles.

     Como en la oscura noche el león hambriento se precipita en el redil, del mismo modo el valeroso Lara penetra en la tienda de Ismael y degüella rápidamente al esclavo que guardaba la puerta.

     En seguida se dirige hacia donde estaba Ismael, a tiempo que, abría los ojos atónitos; pero no tuvo más lugar que el necesario para ver la sangre de su esclavo y la espada del fiero campeón que, brillante y rápida como un relámpago, se hunde tres veces en su pecho.

     Murió Ismael como en el terror de una pesadilla, medio despierto, medio durmiendo. La espada del cristiano cortó de un solo golpe su sueño, su terror y su vida.

     Gómez de Lara se apodera de la cimitarra de Ismael, y pasa a la tienda contigua, y divisa el blanco alquicel de un moro que salía desatentado. Era el árabe Al-Asshari, que, huyendo de la espada de Álvaro, se encontró con la muerte que le dio el señor de Alconetar. �Quién puede oponerse al destino?

     Al-Asshari lanzó un grito y cayó inundado en su sangre. Por encima del cadáver salta otro guerrero hacia el cual don Guillén asestaba su espada, cuando reconoció a su amigo.

     -�Huyamos! -exclamó Álvaro.

     -�Tan pronto!

     -A cuatro he quitado la vida en esta tienda; pero ese que salía, y a quien diste muerte, nos ha descubierto gritando... Mira, algunas sombras se distinguen al incierto resplandor de aquella hoguera moribunda... La prudencia no está reñida con la valentía. �Sígueme!

     -Todavía no.

     -Querido amigo, no seas temerario, y piensa que la patria aún necesita de nuestros servicios. �Qué ganaremos con sucumbir ahora en desigual combate? �Acuérdate de que somos portadores de un mensaje de importancia!

     El señor de Alconetar guardó silencio y se dejó conducir por su amigo.

     Las sombras que antes habían divisado en torno de la hoguera casi extinguida eran algunos soldados que se despertaron al grito de Al-Asshari; pero como estaban soñolientos en demasía, volvieron otra vez a recostarse sobre la hierba, juzgando que algún compañero pretendía burlarlos, haciendo que se alarmasen con aquel grito lastimoso.

     Entretanto los dos amigos caminaban libres y seguros hacia el sitio donde tenían los caballos.

     El alba comenzaba a sonreír en el cielo cuando ya los dos caballeros habían logrado abrirse paso por entre los infieles. Ambos iban más gozosos que los pajarillos que con sus arpadas lenguas comenzaban a entonar el saludo al nuevo día.

     De repente por una de las encrucijadas del bosque apareció una pequeña partida de moros a caballo, que llevaban antecogidos algunos bueyes y corderos, y que sin duda habían arrebatado a los míseros labradores de la comarca.

     -�Eh, deteneos! -gritó una voz imperiosa.

     Los dos amigos clavaron los acicates a sus corceles, y con rapidez increíble se internaron por lo más espeso de la selva.

     Por su desdicha encontraron un arroyo cuyo cauce era muy profundo y peñascoso. El señor de Alconetar consigue salvar el obstáculo, y se escapa de los moros que los perseguían con bulliciosa algazara; pero Álvaro no fue tan afortunado.

     Gómez de Lara creía que su amigo le iba siguiendo, y en esta inteligencia clavaba sin compasión las espuelas a su corcel. Al fin, no escuchando el galope del caballo de Olmo, se detuvo, y tornando la cabeza, lanzó un grito de horrible angustia. Al saltar el arroyo, caballo y caballero habían caído en la margen opuesta, de modo que los infieles habían tenido tiempo de aproximarse al desdichado Álvaro, el cual a pie sostenía un desigual combate con seis moros Gómez de Lara, rugiendo de ira, volvió las riendas y se lanzó en defensa de su caro amigo.

     El valeroso Álvaro había dado ya muerte a dos moros; pero no había podido menos de sucumbir al número de los contrarios. El que parecía jefe de aquella partida había derribado de un golpe en la cabeza al triste Álvaro, que, con la vista turbada por la sangre que manaba de su frente, vaciló algunos instantes como un hombre beodo, y al fin se desplomó en tierra. Al caer el cuerpo membrudo, resonó la armadura como cruje el tronco del cedro gigante que cae tronchado al impulso de la segur del leñador. El bárbaro moro tenía ya levantada en alto su corva cimitarra para degollar al triste Álvaro; pero en este mismo momento llega el fiero Gómez de Lara y se precipita con ímpetu sobre el moro, por cuyo semblante se difunde la última palidez de la muerte.

     �Oh! �Quién pudiera pintar el noble brío y la marcial belleza del invencible paladín! En aquel momento Gómez de Lara estaba poseído del genio de Marte, de la inspiración del valor, inspiración sugerida por el santo sentimiento de la amistad. Sus golpes son seguros, su fuerza titánica, su bravura irresistible.

     Los tres infieles que restaban, asombrados de la pujanza del guerrero, apelaron a la fuga para salvarse.

     Entonces Gómez de Lara echó pie a tierra y limpió la sangre del pálido y hermoso rostro de su amigo.

     -�Aún vive! -murmuró.

     El señor de Alconetar paseó en torno suyo una mirada de mortal inquietud, como si temiera la aparición de nuevos perseguidores. En efecto, no era infundado el temor de Gómez de Lara, pues los que poco antes habían huido no dejarían de llevar la alarma al campamento de Aben-Jacob.

     Al considerar el lamentable estado de su amigo, los negros ojos de Lara se empañaron de lágrimas.

     Luego, con mucho tiento, con mucho cuidado, con la misma ternura de una madre para con su hijo, el señor de Alconetar colocó a su amigo sobre la delantera de la silla de su caballo. En seguida Lara cabalgó, sujetando entre sus brazos al amigo de su corazón, al compañero de su infancia.

     Ya el sol brillaba en el Oriente, esparciendo sobre la tierra júbilo y vida, y a lo lejos se escuchaban los instrumentos bélicos de los infieles.

     El valeroso paladín, lleno de tristeza, clavó los acicates al noble bruto y partió al galope.



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Capítulo XXIII

La madre

     Encerrado en su aposento el triste alcaide se entregaba a su dolor, y como varón esforzado procuraba ocultar su angustia a la esposa y a los servidores.

     De pronto llamaron a la puerta.

     Don Alonso, con semblante casi risueño, salió a abrir, imaginando que acaso sería alguno de sus capitanes.

     Al ver a su esposa, el valeroso alcaide frunció el ceño; pero fue para disimular mejor la grande tristeza que rodeaba su alma como una noche de tempestad en el desierto.

     -�Infeliz! -pensó-. �Suframos en paciencia sus lloros!

     Y volviéndose hacia la desolada esposa, preguntó:

     -�Qué queréis, doña María?

     -�Y me lo preguntáis, señor!

     Reinó un prolongado silencio.

     -Amado esposo y señor, -dijo al fin la triste madre-, �no me permitiréis que os pregunte lo que pensáis hacer?

     -�Y no pudierais excusar esa pregunta?

     -�Ah! Tenéis mucha razón... Debía acordarme que vuestra alma es de hierro, y que en vuestro feroz orgullo seréis capaz de sacrificar bárbaramente a vuestro tierno hijo... �No es así, señor?

     -No es así, señora; y sin embargo, será así.

     -�Cómo?

    -No es el orgullo, es el deber lo que me hace sacrificar a mi hijo.

     -�Qué horror! �Y tenéis entrañas?

     -Tengo patria y tengo honor.

     -Considerad... �En qué peligra la patria? �No podéis entregar la villa, salvar a vuestro hijo y conquistar después cien ciudades? �Quién, amado esposo y señor, quién se atreverá a echaros en cara vuestra conducta? El más noble, el más valiente, el más cumplido caballero, en semejante caso no vacilaría un momento en salvar a su hijo. �Ah! �Seréis capaz de permitir que a nuestra vista degüellen �ay! a nuestro hijo esos infames sayones?

     -�Y queréis que yo me iguale con ellos, transigiendo con su infamia?... Decidme, doña María, apelo a vuestra misma sentencia, vos misma vais a dar el fallo en esta causa; en esta ocasión conoceré si verdaderamente me amáis, porque supongo que no podréis estimar a vuestro esposo, si llega a deshonrarse por un acto de culpable debilidad. Mi religión, mi patria, mi rey me imponen la obligación, tal vez dura y terrible, lo confieso, pero obligación al fin, de tratar como enemigos a los moros y defender la villa encomendada a mi custodia.

     -Pero esa obligación no se entiende sacrificando a vuestro hijo.

     -Eso, señora, es decir que las obligaciones cesan desde el punto en que su cumplimiento comienza a ser penoso.

     -Vuestro deber como padre es defender a vuestro hijo, a un niño inocente y abandonado de todos.

     -�Ay, señora! Antes que padre soy hombre...

     -�Hombre! -interrumpió indignada la afligida madre-. �Hombre! �Cuán hinchados de orgullo estáis con la prerrogativa de hombres! Mejor diríais que sois fieras, y aun peores; pues a lo menos las fieras defienden a sus pequeñuelos.

     -Ellas no conocen a Dios ni tienen patria.

     -�Y manda Dios que los padres asesinen a sus hijos?

     -�Señora! Pero os perdono vuestras palabras... �Es posible que no comprendáis que demasiado comprendo vuestro dolor?

     El valiente don Alonso dirigiose a la puerta, la cerró cuidadosamente, y en el camino se enjugó dos lágrimas que abrasaron sus mejillas.

     Luego se volvió y dijo:

     -Esposa mía, no seas injusta, no vengas a desgarrar mi pecho con tus quejas importunas... �Piensas acaso que yo también no padezco? �Has llegado a imaginar que mis entrañas no se parten con tamaña desventura? �Qué piensas que hacía yo retirado en lo más oculto de mi aposento? �Ay, esposa mía! Delante de mis guerreros no me es permitido derramar una lágrima siquiera, don Alonso de Guzmán no dará motivo a ningún viviente para que lo tache de flaqueza, cuando se trata de cumplir el más sagrado de los deberes... Aquí estaba, te lo digo ahora que nadie puede oírnos, amada esposa, aquí estaba llorando, llorando mi desdicha. �Si tú pudieras comprender cuántas angustias han destrozado mi corazón de padre! �Si tú supieras cuán terrible cosa es tener el alma inundada de dolor y no poder siquiera exhalar una queja ni un gemido!... �Ah! Entonces, yo estoy seguro de que me tendrías compasión y llorarías sobre mi seno, siempre que no fueras la más cruel y egoísta de las mujeres.

     -�Esposo mío! -murmuró doña María exhalando sollozos profundos.

     Y la desolada madre extendió los brazos al esposo, y reclinó la cabeza sobre el hombro del afligido padre, y lloró sobre su seno.

     Y así permanecieron largo rato unidos en su dolor y confundiendo sus lágrimas, como otras veces habían confundido sus sonrisas al recrearse gozosos en el tierno y hermoso niño, que en torno de ellos jugueteaba.

     -�Oh, Dios mío! -exclamó al fin doña María-. �Grande ha sido nuestra desventura! La adversidad nos ha asaltado de repente como ladrón oculto en la orilla del camino...

     En este instante llamaron a la puerta.

     -Señora, -dijo don Alonso con voz rápida-, os ruego que procuréis ocultar vuestra pena delante de mis soldados.

     Segunda vez llamaron con tal precipitación, que los esposos cambiaron una mirada imposible de describir.

     -�Ah! -exclamó doña María-, tal vez nos traigan alguna buena noticia.

     -Tal vez.

     Don Alonso, después de dar a su rostro una expresión de completa calma, se dirigió a abrir la puerta.

     -�Amados señores míos! -exclamó una voz doliente y entrecortada por sollozos.

     -�Constanza!

     -�De dónde vienes?

     -Del campo de los moros.

     -�Qué nuevas traes?

     -�Y mi hijo?

     La anciana venía pálida como la muerte, y ostentando todavía en su rostro y en sus brazos las señales del cruel tratamiento que le habían dado los moros.

     Constanza, pues, refirió a sus amos la dolorosa escena de que había sido testigo en la tienda de Aben-Jacob.

     Doña María prorrumpió en tristísimo llanto.

     El alcaide permanecía impasible, al parecer, pero no fue dueño de ocultar la palidez mortuaria que se difundió por su semblante.

     La fiel nodriza había ocultado a su señora el atrevido, el insensato proyecto que había concebido de ir al campo de los enemigos para libertar o ver al menos a su joven señor; pero doña María adivinó al punto el origen de la desaparición de Constanza.

     -Ahora sólo me resta deciros,-añadió la anciana-, que me han dado libertad para que os anuncie este mensaje.

     -Habla, di pronto.

     -Si al salir el sol no habéis resuelto entregar la villa, don Pedro infaliblemente será degollado.

     Doña María lanzó un grito desgarrador.

     Don Alonso ahogó un rugido de rabia.

     Y la nodriza permaneció silenciosa y como aterrada por las palabras que ella misma acababa de pronunciar.

     Antes de que doña María saliese de su estupor, el alcaide salió de la estancia. Tal vez quiso evitarse la amargura de oír las quejas de su esposa; tal vez salió a dar alguna orden importante a sus soldados.

     Cuando hubo salido el alcaide, la fiel Constanza se aproximo a su señora, y con acento dulce y dolorido le dijo:

     -Aún no os lo he manifestado todo.

     -�Hay más!

     -Parece que vos habéis hablado esta noche con el infante.

     -Sí.

     -Pues en seguida don Juan fue a buscarme y me dio un recado para que a vos sola os lo manifestase.

     El rostro de doña María se encendió de ira y de vergüenza.

     -�Qué te dijo?

     -Que aún es tiempo de que se salve don Pedro, si queréis ir a ver a don Juan esta noche... Dice que se le olvidó manifestaros una cosa...

     -Bastante me ha dicho ya el infame.

     -�Por qué no vais?

     -�Infeliz! �Tú no adivinas un crimen horrendo oculto detrás de esas palabras?

     -�Es posible!

     -Estoy segura de ello. He ahí la causa por qué me alejé tan repentinamente de su presencia. Si me detengo algunos instantes más, no sólo nos arrebataría a nuestro hijo, sino que también habría intentado mancillar mi honor y el de mi esposo.

     -Me parece que tenéis razón, señora, -respondió Constanza meneando tristemente la cabeza.

     Y luego preguntó:

     -�No os acompañaba nadie?

     -�Querías que hubiera ido sola? Llevé en mí compañía a don Guillén Gómez de Lara y a su amigo Álvaro del Olmo.

     -�Ah! �Si hubieseis llevado una buena escolta!... Tal vez... Estoy segura de que sí... �No hay duda!

     -�Qué estás ahí murmurando?

     -Si hubieseis llevado con vos algunos valientes, habríais salvado a vuestro hijo.

     -�Estás en ti?

     -Digo la verdad. Bastaba que algunos de los vuestros se hubieran precipitado sobre el infante y le hubiesen aprisionado mientras que hablaba con vos, y... era asunto concluido. No había sino haberle traído prisionero a Tarifa, y después decirle: �Señor mío, ahora se han vuelto las tornas: os mandaremos poner maniatado sobre el adarve, y si los moros quieren matar a don Pedro, los cristianos darán muerte a don Juan�. �Oh! �Si esto aún pudiera hacerse!... La cabeza del uno habría guardado la del otro.

     Calló Constanza.

     Es indecible el efecto que estas palabras causaron en el ánimo de la desolada doña María.

     Experimentó una cosa parecida a lo que experimentaría un hijo a quien se le convenciese de que su padre había sido enterrado sin haber fallecido realmente, sino a consecuencia de haberse creído así por hallarse en un estado cataléptico.

     Durante largo rato doña María continuó silenciosa e inmóvil, pero con una expresión espantosa de fría desesperación. Diríase que se maldecía a sí misma por no habérsele ocurrido aquella idea, tan practicable a juicio de Constanza.

     -�Oh! �no es posible! -exclamó por último-; no era posible haber realizado semejante proyecto... Estábamos a muy corta distancia del campo, y el infame don Juan ni siquiera se apeó de su caballo... Al menor movimiento que hubiese advertido, le habría sido muy fácil el escaparse, y entonces era cerrar completamente las puertas de la esperanza, y... �triste de mí! cuando yo fui a hablarle, aún esperaba todavía.

     -�Dudáis de la posibilidad de mi proyecto?

     -�Ay, Constanza! No me hables de ese plan, que juzgo imposible, y quiero creerlo así... Me asesina el pensar lo contrario. Además, aun cuando fuese una cosa segura y hacedera, él es un infante de Castilla, hermano del rey... Él es dueño de ser la ignominia de su sangre real; pero �nosotros! Para intentar semejante infamia era preciso ser tan villanos como él... En fin, no hablemos más de eso, Constanza, porque me vuelvo loca.

     De repente doña María advirtió que su amada nodriza, de pálida que estaba, se había puesto lívida, y acudió en su socorro. Ya era tiempo. La infeliz anciana, a no ser por el auxilio de su señora, se habría desplomado en el suelo. Constanza, fatigada de cansancio, desfallecida de hambre y atormentada por el mal tratamiento de los moros y por el desconsuelo que helaba su corazón, se hallaba a punto de sucumbir víctima de sus padecimientos físicos y morales.

     Doña María llamó a sus gentes y se apresuraron a prestar socorro a aquella pobre mujer, modelo de adhesión y fidelidad para con sus señores.

     La triste madre no pudo gustar en toda la noche las delicias del sueño, y no podía resolverse a creer que fuese cierta e irremediable su desgracia. �Oh prodigios de la esperanza, cuyo encanto mágico sólo puede extinguirse con la vida!

     Imaginábase que todas aquellas amenazas las hacían con el intento sólo de intimidar a su esposo, a fin de que cediese ante exigencias tan crueles, entregando la villa a sus enemigos.

     Y se aferró a este pensamiento con la misma tenacidad que el náufrago se aferra a la combatida tabla que le ofrece alguna esperanza de salvación.

     Entretanto el mísero alcaide, en la torre más alta que daba al campo de los agarenos, contemplaba el cielo azul tachonado de estrellas, testigos de su dolor. Y fijaba sus ojos tristes en el recinto donde se encontraba el hijo de sus entrañas, único vástago de su linaje, es decir, que don Alonso no había tenido hasta entonces más hijo que al infeliz don Pedro.

     Y el triste padre lloraba recatándose de los suyos y depositando sus lágrimas en el oscuro seno de la melancólica noche.

     Y rendido de fatiga y de tristeza, el inexorable sueño, que pudo ser bienhechor en aquel instante, cerró sus llorosos párpados.

     Pero su sueño fue interrumpido por negras visiones. Le parecía ver a su amado hijo delante de los muros de Tarifa, y que su tronco palpitaba sobre la tierra inundada con su sangre, y que su cabeza, separada de los hombros, fijaba en él una mirada de reconvención por su inexorable dureza.

     Ya comenzaba a sonreírse el alba en el Oriente, cuando el triste alcaide despertó despavorido y lanzando gritos horrendos.

     Y habiéndose tranquilizado algún tanto, asomose al adarve para mirar al campamento de los moros, y allá a lo lejos divisó un jinete que a todo el galopar de su caballo dirigíase a Tarifa.

     Detúvose el jinete delante de los muros, y detrás venían las huestes agarenas, levantando hasta el cielo polvorosa nube. Era el intento de los moros dar el asalto que había de decidir de la suerte de la ciudad sitiada.

     Don Alonso reconoció fácilmente al jinete, quien, poniéndose a distancia en que pudiera ser oído, le saludó respetuosamente y le dijo:

     -Alcaide de Tarifa, el alto y poderoso rey Aben-Jacob, mi señor, me envía a ti para que te anuncie su soberana voluntad, y es que, deseoso de usar contigo de misericordia, te repite por última vez que aún estás a tiempo de salvar a tu hijo, si te resuelves a entregar la villa. De lo contrario, te advierte que ahora sin remedio será ejecutada la sentencia a vista de los muros de Tarifa. Hecha esta notificación, nada me resta por decirte sino que aun después de yo haberme alejado estarás a tiempo de resolverte, hasta tanto que oigas el tercer toque de los atabales y clarines. A esta señal verás correr la sangre de tu hijo. Ahora, -añadió Abenzayde-, aguardo tu respuesta.

     Al oír tal mensaje, las lágrimas vinieron a los ojos del triste padre, en cuyo corazón trabaron horrorosa lucha el deber y la naturaleza; empero con ánimo esforzado el alcaide procuró dominar su dolor, mostrándose entero contra la iniquidad de los hombres y el rigor de la fortuna.

     -No engendré yo hijo, -prorrumpió-, para que fuese contra mi patria, sino contra todos los enemigos de ella. Si don Juan y Aben-Jacob le diesen muerte, a mí darán gloria, a mi hijo verdadera vida, y ellos se mancharán con eterna infamia en el mundo y condenación eterna en el infierno. Y para que vean cuán lejos estoy de rendir la plaza y faltar a mi deber, allá va mi cuchillo, si acaso le falta arma para completar, su atrocidad y cobardía.

     Y diciendo esto, sacó el cuchillo que llevaba a la cintura, le arrojó al campo y se retiró al castillo.

     Apenas el triste don Alonso había entrado en su aposento, después de haber hecho un esfuerzo tan sobrehumano, cuando se abrió la puerta y apareció la pálida figura de la desolada esposa.

     Largo rato permanecieron ambos inmóviles y lúgubres como estatuas sepulcrales.

     Súbito levantaron la cabeza y se estremecieron.

     Acababa de sonar el segando toque en el campo moro.

     Cuando otra vez sonasen los atabales y clarines, la última esperanza habría desaparecido como nave que se pierde en los dilatados horizontes del anchuroso mar.

     -�Señor! Señor! -exclamó la dama retorciendo de dolor sus manos-. �Qué pensáis hacer? Mirad que dentro de poco ya no nos quedará ningún remedio. �Es un pobre niño!

     -Haceos cuenta, señora, que era un gallardo mancebo, y que conforme a su linaje ha muerto en la batalla, peleando como bueno.

     -�Ha muerto asesinado!

     -Esa muerte es honrosa para él y para mí.

     -�Es vuestro hijo!

     -�Y por ventura los padres no están en la obligación de dar sus hijos a su patria? Recordad, señora, cuántas madres habrán perdido sus hijos en los asaltos que nos han dado los moros. �Queréis que digan que exijo de los demás lo que no soy capaz de hacer yo mismo?

     Doña María no dejó de reconocer la eficacia de esta razón poderosa; así es que durante algunos minutos guardó silencio.

     Pero al cabo su cabeza se agitó con un ligero estremecimiento, como si una voz más poderosa que todas las razones del mundo hablase muy alto dentro de su corazón.

     -�Mi hijo! -exclamó al fin-; yo no tengo nada que ver con eso; todas vuestras razones no sirven sino para matar al hijo de mis entrañas. Os lo repito, señor, yo nada tengo que ver con eso; que mueran los guerreros, que se entregue la plaza; pero que me entreguen a mi hijo.



     Don Alonso fijó una mirada severa en su esposa; pero al ver la expresión de dolor y amargura que nublaba su semblante, el esforzado guerrero no pudo menos de murmurar:

     -�Infeliz! �Cuánto más no le hubiese valido ser estéril, que no concebir un hijo para verle morir tan desastrosamente!

     -�Qué decís, señor? �Qué resolvéis?

     -Cumplir con mi honor.

     -�El honor!... Ese honor es una blasfemia.

     -�Señora! �Qué haríais si un caballero os propusiese faltar a vuestro deber de esposa?

     -Mi honor...

     -Permitidme, señora, que dude de vuestro honor; creo que seríais digna de mí, en tanto que no se tratase de vuestro hijo, pues por él seríais capaz de sacrificar vuestra honra y la mía.

     -�Caballero! �Habéis podido creer?...

     -Nada creo, señora, sino que reflexionéis en lo que haríais en semejante caso.

     La dama comprendió hasta qué punto era justa la observación de su esposo, quien parecía haber adivinado la escena que el día anterior había tenido lugar entre el infante y doña María. Ésta permaneció largo rato sumida en la más honda aflicción y murmurando entre sollozos:

     -�Hijo mío, Pedro! �Pedro, hijo mío! �Ojalá me fuese dado morir en tu lugar! �Pedro, hijo mío! �Hijo mío, Pedro!

     Súbito la triste madre lanzó un grito desgarrador.

     La señal se había repetido por la tercera vez. Los dos esposos en aquel momento se abrazaron estrechamente, y el uno lloraba sobre el seno del otro. La carne se despegaba de sus huesos, y sus lenguas atadas por el dolor, no encontraron ni una palabra siquiera. La angustia de su alma era tan inexplicable, que no cabía en palabras. Sólo prolongados gemidos, como un eco lejano, podían dar una idea, aunque pálida de su angustia terrible. En esto oyose aunque fuera del aposento grande algazara. Don Alonso se desprendió rápidamente de los brazos de su esposa, y al punto encaminose al adarve. Informado el caballero de la causa de aquel alboroto, supo que era producido por la indignación de los cristianos que desde los muros de Tarifa habían sido testigos de la muerte cruel dada al niño Guzmán.

     El alcaide dijo a los suyos con notable entereza:

     -Creí que los enemigos entraban en la ciudad.

     Don Alonso volviose a acompañar a su esposa, y acaso también para desahogar algún tanto su pena, que con gran trabajo podía disimularla en aquellos momentos delante de los suyos, a los cuales no quería dar muestras de flaqueza. Viendo el noble alcaide el abatimiento de doña María, que casi desfallecida se hallaba reclinada en un sitial, con el rostro cubierto con ambas manos, como si temiese que la luz del día insultase su dolor, dijo:

     -Amada esposa mía, no te aflijas fuera de término; la vida no es más que el camino de la muerte...

     -�Mi hijo! -sollozó la madre.

     -Ya que Dios ha querido probarnos en el crisol de la adversidad, suframos con paciencia y resignación este doloroso golpe. Abraham no vaciló un instante en sacrificar a su hijo...

     -Sí, -interrumpió vivamente doña María con acento de desesperación-, sí; pero a Abraham le envió Dios un ángel que le detuviera el brazo.

     -Pero al fin, el triste padre obedeció... Yo también he cumplido con lo que debo a mi Dios y a mi patria.

     -�Ojalá que no existiesen deberes ni patria! �Ojalá no hubieseis admitido este cargo de alcaide, que tan funesto ha venido a sernos! �Ojalá que nunca vuestra ambición de gloria, de esa gloria cruel y sanguinaria del guerrero, os hubiera hecho salir de nuestro castillo, en donde vivíamos tan felices!

     -No me atravieses el corazón con tus palabras, esposa mía; procura consolarte respetando la voluntad de Dios, y no quieras aumentar la cicuta de mi aflicción. Milicia es la vida del hombre sobre la tierra, y como días de jornalero son sus días. Como el ave ha nacido para volar, así el hombre ha nacido para las penalidades. Partamos la carga y será menos pesada, que los esposos que han partido sus alegrías deben también compartir su congoja en la hora de la tribulación.

     A estas palabras, la esposa procuró reprimir el llanto de la madre.

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