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Luisa Valenzuela. Como en la guerra

Margo Glantz





Nacida en Argentina en 1938, hija de una novelista famosa, Luisa Mercedes Levinson, Luisa Valenzuela padece el signo de la escritura; su primer cuento es obra de una muchacha de 17 años, también convertida en periodista; su primera novela, Hay que sonreír (Editorial Americalee, Buenos Aires, 1966) se produce cuando tiene 20 años, luego, en Los heréticos (Ed. Paidós, Buenos Aires,1967) reúne varios cuentos de diversas épocas, hasta que en un taller del Programa Internacional de Escritores de la Universidad de Iowa confecciona El gato eficaz, editado por Joaquín Mortiz, en 1972. Colabora en diversas revistas literarias, colecciona varios cuentos en Aquí pasan cosas raras (Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1975) y publica una novela, Como en la guerra en la Editorial Sudamericana, en 1977. Ahora en 1980, la Dirección General de Difusión Cultural publica en su departamento de Humanidades, dirigido por Margarita García Flores, una selección de cuentos de distintas épocas con el sugestivo título de Libro que no muerde.

Quizá una de las claves de la narrativa de Luisa Valenzuela esté en la dificultad no de pronunciar los nombres sino en la imposibilidad de darles a las cosas su nombre verdadero. ¡Cómo si algo fuese verdadero en una realidad de por sí imperfecta, siempre en vísperas de deshacerse y captada desde fuera como algo a punto de explotar, como un universo en guerra perpetua del que apenas puede balbucearse con consternación «aquí pasan cosas raras» y del que sólo puede nacer una certeza: se está siempre «como en la guerra» y se hace necesario un «cambio de armas», nombre que acuña, como los otros dos, algunas de sus textualidades!

En efecto, ya desde Hay que sonreír, novela que respeta las convenciones «realistas» tradicionales, en el sentido de una cronología lineal y un relato desarrollado como una verdad «reconocible», uno de los problemas que enfrenta Clara, la joven prostituta, es la pluralidad de cuerpos que se le acercan en el anonimato que produce su oficio, en la carnalidad advertida sólo en posición desde la identidad descalificada de un lecho de hotel de paso. La posibilidad de llamarse Clara no cambia nada, Clara es un nombre vacío, sin color, a lo sumo contrasta con el oficio, por el que pasan curiosamente algunas mujeres de nombres equívocos, Santa o Clara. Pero si el cuerpo de Clara es un cuerpo intercambiable y por tanto anónimo, cualquier nombre puede convenirle, o ninguno: Clara es en su transparencia la que no se define por el nombre:

«-Clara... un nombre como ese confunde, ningún tipo se anima a tocar a una mujer que se llame Clara. En cambio mirame a mí, el Cacho me puso María Magdalena... Claro que los que ya me conocen no tienen por qué llamarme con ese nombre tan largo. Lo de Monona también lo inventó Cacho. Tengo muchos nombres, como los artistas y los ladrones. Si te conoce, el Cacho seguro que te pone otro nombre, vas a ver. Con decirte que yo me llamaba Margarita...»



Una prostituta se conoce por su nombre falso o por su sobrenombre. Una prostituta puede muy bien ser un cuerpo sin cabeza, convertirse de repente y en una feria en la muchacha que protagoniza una flor azteca. Y, curiosamente, la posibilidad de ejercer un oficio que descabece se convierte en un destino definido por un nombre ahistórico porque juega con una ambigüedad, la que produce la palabra azteca y sus connotaciones sanguinarias. De repente se asocian la sangre y el nombre. Clara puede morir asesinada y la alusión afecta la trama: de un oficio ejercido para ganarse la vida se pasa a un sentido pleno: Clara pierde la cabeza y al perderla su cuerpo recobra su verdadera identidad, la de un cuerpo sin nombre.

En Los heréticos destaca un cuento «La desolada». Ahora se trata de una joven aristocrática pero arruinada; su inmensa casa se despuebla y cambia muebles y objetos preciosos por comida. La joven divaga, está, en la realidad de verdad (expresión reveladora), loca. Un jarrón de Sevres, unos ángeles barrocos, una Boulle dorada a la hoja, un piano de cola, un ropero inglés de tres cuerpos y tres lunas, una sopera Capodimonte van apareciendo en la casa inmensa, oscura, y transcurren por el espacio para desaparecer en él. Queda ella, envuelta en una túnica o desnuda, siempre ensoñando, sin nombre y en lo imaginado aparecen cuerpos de hombre, una cara:

«Siempre tiene la misma mirada triste en sus ojos verdes y no se la puede borrar con mis morisquetas... Yo al mío lo hago de ojos verdes, con el pelo revuelto y la sonrisa triste; y sobre todo esas arrugas que le marcan la boca y que me emocionan... ¡Pero es tan triste el pobre! No es culpa mía: yo lo querría alegre y despreocupado pero él se me escapa de las manos y se hace triste. Para que fuera alegre tendría que cambiarle la cara, pero la suya es la única cara de hombre que recuerdo. Y la mía la única cara de mujer si vamos al caso».



El almacenero entrega alimentos y pronto aparecerá para exigir el cuerpo. El hombre imaginado es repetitivo e incansable en la memoria y con todo carece de nombre, puede ser Alberto, Mario, Jorge, Eduardo. La prostituta alcanza un nombre de batalla y lo ejerce como arma contra los múltiples cuerpos con nombres variados e inútiles porque corresponden a encuentros vacíos y fortuitos, indefinidos. La desolada imagina hombres, uno preciso con rasgos copiados de los suyos aunque la identidad se deslava al carecer de patronímico, todo trayecto separa al cuerpo de su nombre, no lo alcanza a detectar porque se evade al no encontrar apoyo en las letras concretas que corporifican; mejor aún es la expresión de una negatividad, de una inexistencia.

La identidad ha cambiado sin embargo, ahora el indefinido, es el hombre. O quizá no sea tan simple. El cambio se precisa y se traslada a un cuerpo diferente. La mujer sin nombre se ocupa de un hombre repetitivo, idéntico a sí mismo porque sólo se diferencia del otro cuerpo, del de enfrente, el cuerpo femenino. No es siquiera, para tranquilizarnos, la primera pareja porque ésta ostenta, además de su corporeidad desnuda, la marca de sus nombres. La mujer desolada apenas se advierte y para delimitarse en la inmensidad del espacio despoblado, antes histórico, antes clasificado dentro de un contexto social, inventa nombres que se unen a una sola cara, la suya, la propia, la innombrable. No es por tanto un cambio, es la proyección narcisista de la imagen ni siquiera reflejada porque se carece hasta de espejo, es la yuxtaposición de los dos sexos en una sola cara y la desintegración de lo innombrado, el caos en suma si hemos de nombrarlo.

Y estamos en el terreno de la transexualidad. En una entrevista con Luisa Valenzuela, Elena Urrutia reproduce un fragmento de un texto que la escritora pronunciara como respuesta a una pregunta enunciada en la tercera conferencia interamericana de escritores, realizada en Ottawa: ¿Existe una voz femenina en la literatura?

«¿Qué es eso de una voz femenina cuando no se trata de canto? Y menos aún en literatura, fenómeno creativo que nace en esa zona de nadie llamada inconsciente, el sitio de una convención absolutamente transexual donde se forjan las palabras y se organizan las metáforas. Entre otras, la función social del escritor -ya se ha dicho- reside en darles voz a los que no tienen voz. ¿Qué importancia puede tener el timbre o registro, suponiendo que haya alguna diferencia, cuando se trata de expresar el discurso inconsciente?».



Pero Luisa se contradice en la escritura. Esa voz que se busca, esa voz que desentona a pesar de que no tiene canto, es una voz femenina, perpleja y autista, sumida en el delirio de una corpocidad incomprendida, innombrada, es una voz que trata de dar nombre a la mirada que ha sido impuesta por el otro, por el Padre, como diría Lacan, esa voz fálica, autoritaria que construye el cuerpo y anonimiza para convertir a la mujer en la hembra y no hay sitio donde la hembra sea más un cuerpo detestable, un cuerpo intercambiable, que en el espacio que carnaliza la prostituta.

Y es precisamente una prostituta la que invade otra textualidad: Como en la guerra. Es un hombre, ahora sí con nombre, mutilado, el que condensan unas iniciales; él extraña su cuerpo y añora el de la mujer, o quizá el de la Mujer, ya desdoblada, aunque siempre prostituida, en Madre tierra, en lo misterioso, lo desconocido. Hemos pasado de una joven clara y despistada que entra «en la vida» ingenuamente para acabar descabezada a una Mujer que ejerce el oficio sacerdotalmente como iniciadora de las búsquedas, hilo sanguíneo y sagrado que conduce al laberinto colocado en distintos espacios y geografías. El protagonista la busca travistiéndose, usurpando una identidad, usando máscaras que se señalan con el dedo.

La prostituta de esta guerra convoca las ceremonias, las propicia, las encarna. Es el hombre quien mira azorado, sin comprenderla, acudiendo a los más viejos y a los más nuevos recursos para cercarla. Es primero psicoanalista y comparte los conocimientos que cree adquirir sobre ella con su esposa, Beatriz, la portadora de los enigmas. El psicoanálisis, quizá una ciencia, o también una práctica operatoria, no le sirve y se busca lo iniciático en la magia de culturas arcaicas, en la brujería o en los hongos. Barcelona, México o Buenos Aires son los sitios por donde se viaja; A. Z. persigue todas las identidades y nunca las encuentra ni en el travestimiento ni en la mezcalina, ni en el vodú ni en la ciencia. Permanece estático ante el enigma del gran cuerpo de la hembra, de la Perra, y a lo más convierte en gato, animal frecuentado por Luisa Valenzuela en esta obsesión por las metamorfosis:

«A esta frase tendría yo que olfatearla por los cuatro costados, mirarla a trasluz, tratar de descubrir si hay algo de mí prendido en ella, yo que sí quedé sin saberlo con un grano de pimienta más grande que una casa y ahora, llegando ya el tiempo de la mordida, siento que me arde la boca, toda mi persona en grandes llamaradas, aunque no tendría por qué interesante esta incursión mía en otros planos de su vida: ella es un elemento valioso para el estudio, un ejemplar poco común y por lo tanto debo concentrarme en mi obra y no distraerme con incidentes previos que no vienen al caso».



La transexualidad actuada en el travestismo acusa una carencia: la de una mirada propia que pueda delinear un cuerpo también propio. Se carece de identidad porque no se sabe nombrar el cuerpo, no se le ha dado más que el nombre impuesto por el Otro, por el Padre. El cuerpo se transforma cuando se disfraza, el cuerpo adquiere indistintamente otras connotaciones. Sí, siempre que se ostente vestido con las distintas galas que permiten las distintas ceremonias. Las ceremonias son rituales vacíos sin embargo: no responden a un ritual vivido y aprendido como historia propia. Son ceremonias aprendidas de prestado, practicadas por gente que se asoma a la otra historia, a la que permanece aún dentro del mito, a la que se lleva entre las vísceras, esas partes que la cultura occidental nombra con repulsión. ¿No dice acaso Borges, el palabrista, «son las vísceras de los animales la parte más inmunda»? Y al decir la parte se refiere a un cuerpo de donde hay que borrar -no se diga comer- ciertas partes porque son soeces y villanas. La transexualidad se ejerce con un traje que oculta o confunde esa visceralidad, porque, ¿qué otra cosa son los genitales sino vísceras? Y Luisa Valenzuela lo intuye y desenmascara un lenguaje y se integra a los animales, a veces felinos, a veces roedores, pero siempre sucios:

«Buena señora, pobre, con piel de rata en la piel, con eternas ganas de andar por albañales comiendo porquerías. Gente así se necesita en este mundo para que los pelos de los otros queden siempre de punta. Gente como esta señora dispuesta a cada instante a una guerra activa y cara a cara».



El gato eficaz no es suficiente, apenas descalabra ciertas nociones de civilidad. Uno se empantana en los disfraces y desciende en la escala animal que con tan [FALTA TEXTO]

ceremonias aprendidas de prestado, practicadas por gente que se asoma a la otra historia, a la que permanece aún dentro del mito, a la que se lleva entre las vísceras, esas partes que la cultura occidental nombra con repulsión. ¿No dice acaso Borges, el palabrista, «son las vísceras de los animales la parte más inmunda»? Y al decir la parte se refiere a un cuerpo de donde hay que borrar -no se diga comer- ciertas partes porque son soeces y villanas. La transexualidad se ejerce con un traje que oculta o confunde esa visceralidad, porque, ¿qué otra cosa son los genitales sino vísceras? Y Luisa Valenzuela lo intuye y desenmascara un lenguaje y se integra a los animales, a veces felinos, a veces roedores, pero siempre sucios:

«Buena señora, pobre, con piel de rata en la piel, con eternas ganas de andar por albañales comiendo porquerías. Gente así se necesita en este mundo para que los pelos de los otros queden siempre de punta. Gente como esta señora dispuesta a cada instante a una guerra activa y cara a cara».

El gato eficaz no es suficiente, apenas descalabra ciertas nociones de civilidad. Uno se empantana en los disfraces y desciende en la escala animal que con tanto orgullo descubriera Darwin. Pero si el hombre procede del mono, la mujer viene del gato y de la rata.

La mirada ajena nos ha creado, un cuerpo ajeno, alienado. La Hembra es doble, es mujer idealizada monstruo. Pero como dice bien Borges, sigámoslo citando: «Monstruo no significa algo horrible: significa algo digno de ser mostrado». Y la mujer ha sido siempre la mostrada ante sí misma, la que nunca se ha mirado en el espejo, es apenas el Eco de Narciso. Para poderse mirar la mirada debe travestirse y deletrear una transexualidad.

Y ahora llegamos por fin a este cuento aquí insertado: «Cambio de armas». Y el nombre lo vocifera con todas sus letras, no tanto en el látigo que destroza la espalda de la mujer torturada, no tanto en la pistola que se usa como el signo definitivo de la contienda, de la vieja contienda donde el hombre y la mujer se miran con las armas en la mano, esperando dar el zarpaso final y decidir de qué lado se juegan los poderes. No, no son esas armas. Las armas están en la mirada, en la mirada desorbitada que busca con desesperación un reflejo, una voz que cante no la canción de la Musa integrada a las Lauras o a las Beatrices milenarias, ni siquiera a la Mujer devorada o devoradora que es la Puta, la Gran Perra, esa mujer que el Rufián Melancólico trata a las patadas en los libros de Arlt, o esa mujer que Junta Larsen coloca en los burdeles o los falansterios que construye Onetti. No, la voz que dice el eco quiere ahora ser al unísono su Narciso.





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