Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCapítulo XLIII

Que lo que se ha dicho anteriormente acerca de la unidad católica y la unánime y concorde comunión evangélica ha sido últimamente ratificado por firme decreto y reafirmado por mandato incontestable de nuestro santísimo padre y señor Nicolás Quinto, único sucesor de Pedro y vicario de Cristo


No sé ya qué otra cosa pueda añadirse para reafirmar una verdad tan patente, confirmada con tantos testimonios de todas partes, como no sea el reciente y apremiante decreto preceptivo de nuestro santísimo padre y señor de feliz memoria, el sumo Pontífice Nicolás V, sucesor de Pedro y vicario de Cristo, quien, al juzgarlo todo desde su elevada preeminencia y no ser juzgado por nadie en la tierra, tiene a toda la universal Iglesia de los fieles encomendada a su cargo, a quien están completamente sometidos el otorgamiento y declaración de los derechos mismos, a quien obedecen los mismos reyes cual humildes y devotos hijos postrados a sus pies santísimos, y por eso todos tienen que recibir las prescripciones de la Sede apostólica como confirmadas por la voz divina del propio Pedro, como dicen los sagrados cánones.

Pues al llegar a los oídos de su santidad esta discordia promovida entre sus hijos los fieles cristianos, al punto se encendió con saludable celo su santidad, cuya preocupación era las necesidades de todas las iglesias, como dice el Apóstol (Cf. 2Co 11, 28), hasta el punto de que nadie desfalleciese sin desfallecer él, que nadie sufra escándalo sin que él igualmente se abrase. Por lo tanto, promulgó sin tardanza un decreto preceptivo realizado bajo una dirección curativa, en el que mandó con exigencia rigurosa que todos los fieles que se encuentran dentro de la única Iglesia guarden tal paz y concordia, reprendiendo duramente de acuerdo con el Apóstol (Cf. Rm 14, 1-15, 3) el pérfido y envidioso celo de estos sembradores de discordia y fijando para unos y otros, es decir, a los que acusan y a la corrección de los que delinquieren, el orden y modo saludable; con lo que en pocas palabras reluce resumido lo que dije y voy a decir a lo largo de toda esta obra, como ya he indicado y que se corresponde en lo que me fue posible con las dos partes citadas de la obra, como verá quien se fije.

Por tanto he decidido incluir aquí textualmente y de principio a fin el venerable decreto de la Sede apostólica, para que cualquiera contemple y vea claramente en él lo que haya de guardarse incontestablemente sobre este tema, de forma que, si acaso yo me hubiese equivocado en algo, lo que no espero, siempre pueda recurrir a él como a la clarísima luz de la verdad; cuyo tenor, con el procedimiento del juez delegado, ya decretado y conminado, así está escrito y es el siguiente:

Sigue la Bula de nuestro señor Nicolás Papa quinto, con la conminación de los Delegados:

A todos y cada uno de los señores Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades, Maestros, Ministros, Priores, Prepósitos y demás personas eclesiásticas, y también a todos y a cada uno de los demás fieles cristianos de cualquier dignidad, estado, grado, orden de preeminencia o de condición que sean, incluso si están adornados de la dignidad ducal, magistral, marquesal, condal o cualquier otra eclesiástica o civil, bajo cualquier nombre que estén empadronados en cualquier parte, y especialmente a los establecidos a través de las Españas: Pedro, por gracia de Dios y de la Sede apostólica obispo de Falencia, auditor del serenísimo y poderosísimo Príncipe y Señor nuestro don Juan, Rey de Castilla y de León, consejero, juez y ejecutor suyo para lo infrascripto; junto con algunos otros colegas nuestros para tal asunto con la cláusula, y encomendamos a cada uno de ellos solidariamente etc., personalmente delegado por la Sede apostólica: salud en el Señor y guardad mutuamente la paz y la caridad, y obedeced firmemente los infrascritos mandatos apostólicos. Habéis de saber que, con la reverencia que es debida, hemos recibido la carta de nuestro santísimo padre en Cristo y señor nuestro don Nicolás, por la divina providencia papa quinto, sellada al modo de la curia romana con el verdadero sello de nuestro señor el propio Papa con cintas colgantes de seda de color rojo y dorado, sana e íntegra y sin vicio alguno, sin borrones ni sospechosa en ninguna de sus partes, sino carente en absoluto de defecto o sospecha, cual aparecía a primera vista y que nos fue presentada ante notario y testigos por el procurador fiscal y promotor del serenísimo e ilustrísimo señor nuestro don Juan, Rey cristianísimo de Castilla y León y demás reinos y eximio celador de la fe cristiana y de la unidad y paz entre los cristianos: cuyo tenor literal de la carta apostólica es el siguiente:

«Nicolás Obispo, siervo de los siervos de Dios, para recuerdo futuro: El enemigo del género humano, una vez que vio caer la palabra de Dios en buena tierra, dio en sembrar cizaña, para que, apisonada la semilla, no produjese fruto: según lo que relata el apóstol Pablo, vaso de elección y principal extirpador de esta cizaña, de que al principio nació una discrepancia de preferencia entre los convertidos a la fe, pugnando en la precedencia los judíos con los gentiles, y buscando otros de otros modos llegar a una división en la Iglesia de Dios al propugnar unos que eran de Cefas y otros de Apolo; atendiendo a eso dispuso nuestro Redentor desde el comienzo de la Iglesia naciente: quienes extirpen tal cizaña socorran tanto a los que pecan por debilidad humana como a los relajados, como el propio Apóstol escribiendo a los Romanos deshizo con divinas palabras toda disensión por tal precedencia; y Pedro, príncipe de los apóstoles, apartó toda ocasión de cisma una vez que se ordenaron obispos en cada una de las diócesis.

Nos, que, a ejemplo de nuestro Redentor, ocupamos, aunque inmerecidamente, en lugar suyo el puesto de remover estas discordias, ilustrado por los anteriores ejemplos, con vigilante cuidado nos vemos obligados a dar cumplimiento a salir con nuestra autoridad pontifical al encuentro de aquellos que pudiesen engendrar alguna división entre los fieles, para que reine entre ellos la caridad, el amor y la unidad; pues nada hay más conveniente entre los fieles que el que haya un sólo querer, al decir el Apóstol: pues como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo con ser muchos son un solo cuerpo, así también Cristo; pues también en un Espíritu todos nosotros nos hemos bautizado hacia un solo cuerpo, ya judíos ya gentiles, ya siervos ya libres: todos hemos bebido de un Espíritu; un cuerpo y un Espíritu, como habéis sido llamados a una esperanza de vuestra vocación. Un Señor, una fe, un bautismo, un solo Dios y Padre de todos.

Nos hemos dado cuenta de algunos nuevos sembradores de cizaña que intentan corromper el saludable fundamento de esta unidad y paz de nuestra fe, y renovar la discordia que había sido extirpada por el apóstol Pablo, vaso de elección, especialmente en los reinos de nuestro querido hijo el ilustre Juan, Rey de Castilla y León, y afirmar audazmente que aquellos que de la gentilidad o del judaísmo o de cualquier otro error conocieron la verdad cristiana y se bautizaron y, lo que es más grave, también sus hijos no han de ser admitidos a los honores, dignidades, oficios y notarías y a prestar testimonio en las causas de los cristianos, a causa de la reciente recepción de la fe, infiriéndoles deshonras de palabra y de obra; lo cual, por ser ajeno a la enseñanza de nuestro Redentor -atestiguándolo el apóstol Pablo al decir: gloria y honor y paz a todo el que obra el bien, judío y griego, pues no hay acepción de personas ante Dios, y, todo el que cree en él no será confundido; pues no hay distinción de judío y griego, ya que uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que lo invocan; y en otra parte: en Cristo Jesús nada vale la circuncisión ni el prepucio, sino la fe que actúa por la caridad-, a éstos, como a errantes alejados de la verdad de la fe cristiana, con el deseo de llevarles al camino de la fe verdadera, por cuanto también hay que advertirles a los que se han excedido en lo dicho antes que no sólo contradicen con ello a los testimonios divinos aludidos, sino también a las constantes sanciones de los ilustres príncipes cuales Alfonso, el llamado Sabio, y Enrique, y nuestro querido hijo Juan moderno. Reyes de Castilla y León, dadas en favor del aumento de la fe y rodeadas de graves penas, vistas por Nos y sopesadas con madurez -con sus letras auténticas y provistas de sellos-, en las que establecieron que no hubiera preferencia alguna entre los recién convertidos a la fe, especialmente del pueblo judío, y los antiguos cristianos en tener y recibir honores, dignidades y oficios ya eclesiásticos ya civiles; y determinando que cada cual sepa lo que es recto, y quien sembrare falsedades contra la norma de la ley cristiana, escandalizare a los prójimos y presumiere lo que es contrario a la unidad y a la paz, reconozca sus errores al ser castigado con las penas apropiadas, por nuestra iniciativa y conscientemente aprobamos, confirmamos y, con la firmeza de la autoridad apostólica, corroboramos las órdenes y decretos de los citados príncipes sobre estos temas, como conformes a los sagrados cánones y al derecho.

Y mandamos bajo pena de excomunión a todos y a cada uno de cualquier estado, grado o condición ya eclesiástica ya civil que admitan a todos y a cada uno de los convertidos a la fe cristiana y a los que se convertirán en lo futuro ya de la gentilidad o del judaísmo o de cualquier secta que hubiesen venido o que hubieren de venir, y a sus descendientes tanto del clero como seglares, con tal que vivan como católicos y buenos cristianos, a todas las dignidades, honores, oficios, notarías, declaraciones testificales y a todo lo demás a que suelen admitirse a los otros cristianos más antiguos; y que por haber recibido recientemente la fe no hagan diferencia entre ellos y los demás cristianos, ni los deshonren de palabra ni de obra ni permitan que se les hagan tales cosas, sino más bien que lo contradigan y se opongan a ello con todas sus fuerzas, y con toda caridad los acompañen y honren sin acepción de personas: a continuación de eso decretamos y declaramos que todos los católicos somos un único cuerpo en Cristo, de acuerdo a la enseñanza de nuestra fe, y que todos ellos lo son y que todos han de considerarlos como a tales.

Pero si se encuentra que algunos de ellos después del bautismo no se sienten atraídos por la fe de los cristianos, o que siguen los errores de los judíos o de los gentiles o que por mala voluntad o por ignorancia no guardan los preceptos de la fe cristiana, en tales casos entra en vigencia lo que se estableció en los Concilios toledanos, especialmente en el capítulo «Constituit» y en otro lugar en que contra tales apóstatas de la fe de Cristo dice que no se los ha de admitir a tales honores en paridad con los demás fieles buenos; tal como los reyes citados, entendiendo correctamente los sagrados cánones, lo han aplicado a ciertas leyes de sus reinos en las aludidas constituciones de ellos, o hacer y sentir de otra manera sería menos de lo que corresponde a un cristiano.

Quien sufriere escándalo por esto acuda al juez competente y afánese porque se cumpla lo que es justo por la pública autoridad del derecho y en el orden establecido, y que nadie pretenda por su propia autoridad y fuera del orden establecido atentar algo contra ellos o contra alguno de ellos, en contra de la enseñanza de las leyes divinas y humanas.

Y puesto que es insuficiente establecer las ordenanzas sin que haya quien las mantenga, encomendamos y mandamos a nuestros venerables hermanos el arzobispo de Sevilla, ya al que lo es ahora ya a quien sea en adelante responsable de tal iglesia, al arzobispo de Toledo y a los obispos de Falencia, Avila y Córdoba, y también a nuestro querido hijo el abad del monasterio de Sahagún, de la diócesis de León, y a cada uno de ellos solidariamente a que procedan o alguno de ellos proceda contra los que osaren en el futuro dogmatizar lo contrario de lo que se ha dicho e infirieren injurias de palabra u obra a los citados fieles de Cristo a causa de lo dicho, o se las infirieron hasta el presente y contra los que los ayuden, aconsejen o favorezcan, a castigarlos con la privación, inhabilitación, prisión o multas, según se vea que exige la cualidad del delito, prescindiendo de toda solemnidad judicial y sólo atendiendo a la verdad del hecho, y en cualquier día y hora; sin que obste lo establecido por nuestro predecesor de feliz memoria el papa Bonifacio octavo donde previene que nadie sea llamado a juicio fuera de su ciudad y diócesis a no ser en ciertos casos excepcionales y aún así no más allá de un día de camino desde los límites de su diócesis, o que los jueces delegados por la Sede apostólica no procedan contra nadie según lo dicho fuera de la ciudad o diócesis en la que fueren delegados, o que no subdeleguen en otro u otros, o que no se atrevan a hacer venir a nadie de más allá de un día de camino desde los límites de su diócesis, v de dos días de camino en el concilio general; como tampoco las demás prescripciones de los romanos Pontífices predecesores nuestros promulgadas tanto para los jueces delegados como para los demás y que puedan entorpecer en alguna forma la jurisdicción y potestad de los arzobispos, abades y demás antes citados y de cualquiera de ellos, y cualesquiera cosas restantes que sean contrarias; o si a alguno o a algunos en conjunto o separadamente la Santa Sede les ha concedido el indulto de que no puedan ser puestos en entredicho, o ser suspendidos o excomulgados, o ser llamados a juicio desde más allá o desde más acá, mediante documento apostólico que no haga completa y expresa mención literal de tal indulto.

Por lo demás, ya que sería difícil que esta misma carta fuese llevada a cada uno de los lugares en que quizá tendría que darse a conocer, queremos y declaramos por dicha autoridad apostólica que se conceda fe plena a su copia suscrita por notario público y sellada con el sello de la curia de alguna persona eclesiástica, y que, por lo tanto, valga como si se presentase o mostrase esta misma carta, reprimiendo a los contradictores mediante la censura eclesiástica y posponiendo la apelación.

Así pues, que nadie se permita quebrantar este escrito de nuestra aprobación, confirmación, ratificación, mandato, constitución y declaración y de nuestra voluntad, ni osadamente ir en contra de él. Pero si alguien se atreviere a intentarlo sepa que incurrirá en la indignación de Dios todopoderoso y de sus apóstoles san Pedro y san Pablo.

Dada en Fabriano, diócesis de Camerino en el año mil cuatrocientos cuarenta y nueve de la encarnación del Señor, el veinticuatro de setiembre, en el tercer año de nuestro pontificado.»

Y después de la presentación y recepción de esta carta apostólica hemos sido requeridos con insistencia justificada por el procurador fiscal y promotor del mismo poderosísimo señor Rey a que procurásemos proceder a la ejecución de dicho escrito y de lo contenido en él. Por tanto, nos, el citado obispo Pedro, juez y ejecutor, como se ha dicho, deseando cumplir reverentemente, como nos corresponde, dicho mandato apostólico que se nos ha dirigido a tal fin, tras observar cuidadosamente la forma de dicha carta, a vosotros, señores Patriarcas, Arzobispos, Obispos y a todos los demás y a cada uno de las personas eclesiásticas y civiles citadas a quienes se dirige este proceso nuestro, os insinuamos, intimamos y notificamos esta carta apostólica y todas y cada una de las cosas contenidas en ella y os lo hacemos conocer a vosotros y a cada uno de vosotros por la carta presente. Y por la autoridad apostólica que se nos ha concedido y que desempeñamos en este asunto os requerimos y advertimos a tenor de este escrito a todos vosotros y a cada uno de los citados, por primera, segunda y tercera vez y definitivamente, en junto y por separado; y os mandamos a vosotros y a cada uno de vosotros, en virtud de santa obediencia con mandato estricto y bajo las penas contenidas en la anterior carta apostólica, como os manda a vosotros y a cada uno de vosotros el mismo Papa nuestro señor, que admitáis y cada uno de vosotros admita a todos y a cada uno de los conversos a la fe cristiana o a los que se conviertan en el futuro, ya hubieran venido de la gentilidad o del judaísmo o de cualquier secta o a los que hubieren de venir y a sus sucesores tanto eclesiásticos como laicos y que vivan como católicos y buenos cristianos, a todas las dignidades, honores, oficios, notarías, deposiciones testificales y a todo lo demás a lo que se admite a los demás cristianos que lo son de antiguo; y que por la reciente recepción de la fe no hagáis diferencias entre ellos y los otros cristianos y que ninguno lo haga; y que no los deshonréis ni de palabra ni de obra ni permitáis que los deshonren, ni alguno los deshonre o permita que los deshonren; sino que con todas vuestras fuerzas contradigáis y os opongáis a los que lo hagan o pretendan hacerlo y que cada uno de vosotros los contradiga y se oponga; y que con toda caridad los acompañen y honren sin acepción de personas, como se ha dicho, ya hubieran venido o hubieren de venir de la gentilidad o del judaísmo o de cualquier secta, y a sus descendientes tanto eclesiásticos como laicos; pues todos los católicos somos un cuerpo en Cristo según la enseñanza de nuestra fe; y por propia autoridad o sin guardar lo legalmente establecido no os atreváis ni alguno se atreva a atentar algo contra cualquiera de ellos que os hubiera escandalizado o que escandalizase a alguno de vosotros; ni tengáis la osadía, ni alguno la tenga, de dogmatizar en adelante lo contrario de lo que se ha dicho; también vosotros, señores arzobispos, obispos y demás personas eclesiásticas citadas, cuantas veces se os pida o se le pida a alguno de vosotros, al celebrar los sagrados misterios y reunirse la multitud de los fieles, o en los sermones y predicaciones públicas, procuraréis urgir a todos los fieles el conjunto de dichos preceptos, mandatos y su explicación, y mandaréis que guarden lo dicho de parte de nuestro señor el Papa y que no lo desobedezcan en nada. También con la misma autoridad y del modo y forma indicados os pedimos y amonestamos a todos y a cada uno de los citados y os mandamos con obligación estricta bajo las penas aludidas que, después de la presentación o notificación de esta carta apostólica y de este nuestro proceso a vosotros y a cada uno de vosotros, en el plazo de seis días inmediatamente siguientes a los hechos, de los que asignamos a todos vosotros y a cada uno de los citados dos días para el primer término, dos para el segundo y los dos días restantes para el tercer término ya perentorio y para la advertencia canónica, desistáis completamente de cualesquiera discriminaciones o diferencias entre los fieles citados, o de apartarlos de las dignidades, honores y oficios, notarías o deposiciones testificales, de deshonrarlos, atacarlos, inquietarlos o molestarlos de palabra o de obra, por vuestro medio o de alguno de vosotros, contra lo establecido del decreto y explicación y contra el tenor de la carta apostólica antes expuesta, de cualquier forma que quizás se hubiesen realizado acerca de ellos o contra ellos; y que sin engaño revoquéis, deshagáis y anuléis totalmente esas cosas, y que, por otra parte, no oséis contravenir por vuestro medio ni por medio de otro u otros en nada el tenor y la efectividad de dicha carta. Y si quizás no llegaseis a cumplir todo y cada una de las cosas dichas contenidas en esta carta apostólica, cual os corresponde en común e individualmente a vosotros y a cada uno de vosotros, y no obedecieseis realmente tales advertencias y mandatos nuestros, y apostólicos, por mejor decir, nosotros contra todos vosotros y contra cada uno de los citados que apareciereis culpables en estas cosas indicadas o en alguna de ellas, y en general contra cualesquiera contradictores y rebeldes, y contra los que aconsejen, ayuden o favorezcan pública o privadamente, directa o indirectamente bajo cualquier pretexto, individualmente contra cada uno, hecha ya la citada advertencia canónica, pronunciamos y también promulgamos con este escrito la sentencia de excomunión, y en los cabildos y entidades colegiales eclesiásticas o civiles que sean delincuentes contra esto o contra alguna de estas cosas la sentencia de entredicho; y a vosotros, señores patriarcas, arzobispos y obispos, a quienes se os tiene en consideración por respeto a vuestra dignidad pontifical, si actuaseis por vuestro medio o por persona intermediaria contra lo indicado o contra algo de ello pública o privadamente, hecha ya la citada advertencia canónica de seis días, con este escrito os ponemos entredicho de entrar a la iglesia y también lo promulgamos; y si mantuvieseis el citado entredicho durante los seis días siguientes a continuación de los seis días dichos, con la misma advertencia canónica aludida en este escrito os suspendemos de los ministerios sagrados; y si mantuvieseis con corazón endurecido, lo que Dios no quiera, las citadas sentencias de entredicho y suspensión durante otros seis días inmediatamente siguientes a los doce días aludidos, hecha ya igualmente la advertencia canónica, entonces como ahora y ahora como entonces, con este escrito os aplicamos la sentencia de excomunión; y además procederemos contra todos vosotros y contra cualquiera de vosotros y cualesquiera otros más gravemente incluso hasta la privación, inhabilitación, reclusión personal y otras penas pecuniarias como parezca exigirlo la naturaleza del delito.

Por otra parte, al no poder por ahora estar personalmente presentes para proseguir la ejecución de todo lo dicho, por estar legítimamente ocupados en muchos otros arduos asuntos, con autoridad apostólica a tenor de este escrito delegamos plenamente nuestra autoridad para proseguir ejecutando este mandato apostólico y también nuestro, a todos y cada uno de los señores abades, priores, prepósitos, deanes, arcedianos, chantres, tesoreros, maestrescuelas, sacristanes, guardianes y a los demás constituidos en cualquier parte en dignidad o título tanto de las iglesias catedrales como de las colegiatas, y a cualquiera de ellos solidariamente, hasta que la revoquemos en favor nuestro; quienes y cualquiera de ellos, a no ser en el plazo de seis días en que fueron requeridos para ello, o fuera requerido alguno de ellos, pero de forma que al ejecutarlo uno no espere por el otro ni uno se excuse en el otro, personalmente habrán de acudir, o alguno de ellos habrá de acudir a vosotros, señores patriarcas, arzobispos, obispos, abades y a todas las demás y a cada una de las personalidades eclesiásticas y civiles, y a cualesquiera lugares siempre y cuando en ellos fuese conveniente, y lean, apremien, insinúen y procuren publicar fielmente a vosotros juntos o separadamente dicha carta apostólica según nuestro proceso, y todo y cada una de las cosas que en ella se contiene tantas veces cuantas fueren necesarias; y no permitan ni ninguno de ellos permita que alguien o algunos contra lo establecido en esta carta y bajo las penas y sentencias indicadas discrimine, separe, rechace o infiera deshonras de palabra o de obra a cualesquiera personas; y también hagan y procuren hacer que todo lo dicho y cada una de las cosas contenidas en la anterior carta apostólica produzca su debido efecto y además todo y cada una de las cosas que se nos encomiendan a este respecto se cumplan perfectamente, según lo que se contiene y el tenor de dicha carta apostólica y da este proceso nuestro. Y si ocurriere que nosotros procediéremos sobre las cosas dichas o sobre alguna de ellas en algo, para lo cual nos reservamos potestad incondicionada, no pretendemos con ello revocar parcialmente nuestra delegación mientras no aparezca la tal especial y expresa mención de la revocación en escrito nuestro; y por este proceso nuestro no queremos ni pretendemos prejuzgar en forma alguna a nuestros colegas, en cuanto que ellos o alguno de ellos puede proceder en este asunto con tal que guarde nuestro proceso como a ellos o a alguno de ellos le parezca conveniente; pero solamente nos reservamos para nosotros o para nuestro superior la absolución de todos y de cada uno que de algún modo incurrieren en dichas sentencias nuestras o en alguna de ellas.

Y en fe y testimonio de todas estas cosas y de cada una de ellas hemos dispuesto que se hiciera este escrito o instrumento público presente que contiene dentro de sí este proceso nuestro y hemos mandado que fuese suscrito y publicado por el infrascrito notario público y hemos ordenado que llevase colgado nuestro sello.

Dado y realizado en nuestra ciudad de Falencia, en el castillo de nuestra residencia, el día cuatro del mes de mayo del año del Señor mil cuatrocientos cincuenta, estando aquí presentes Fernando Gutiérrez de Villoldo y Juan de Rebolledo, vecinos de esta ciudad, y Gonzalo de Obregón, nuestros escuderos, llamados y también solicitados como testigos de todo lo dicho, y yo, Juan del Cubo, eclesiástico de la diócesis de Oña y canónigo en la iglesia de Falencia, notario público por autoridad apostólica y escribano y secretario del citado reverendo padre y señor Obispo de Falencia, que estuve presente a la presentación, investigación y aceptación de la anterior carta apostólica, a la conminación y subdelegación de este proceso, a todo lo demás y a cada una de las cosas anteriores, cuando así se realizaban y hacían como se ha dicho por el citado reverendo padre señor Obispo y en su presencia junto con los testigos nombrados, y vi y oí que así se hizo; por eso de ahí hice y publiqué este instrumento público presente, fielmente escrito por otro, por estar ocupado en otros menesteres, y lo puse en esta forma pública; y, rogado y requerido, lo he signado con mi signo acostumbrado y usual, junto con el sello colgado del citado señor Obispo. En fe y testimonio de todas y cada una de las cosas dichas. (Como notario me consta de las palabras escritas sobre raspado, donde dice: ómnibus y fidei; y entre líneas, donde dice: aliquis, y autem, y iussimus: que no estorben porque yo lo apruebo).

He aquí qué palabras tan temibles ha pronunciado la única cabeza y príncipe de toda la santa madre Iglesia reinando en majestad contra esos envidiosos destructores y adversarios de la paz cristiana. Por lo demás ningún fiel podrá ya ignorar que estos sembradores de cizaña e introductores de cisma deban considerarse adversarios suyos como él los considera, y que de ninguna forma deberán comunicarse con ellos más que lo que determina su sagrada autoridad, tal como hemos sido instruidos todos los fieles por las saludables enseñanzas del mismo san Pedro, príncipe y patrono de los apóstoles, y cuyo puesto y sede ocupa en la tierra, quien, como escriben los sagrados cánones, al hablar al pueblo en la ordenación de Clemente, así les exhortaba: «Si este Clemente se vuelve enemigo de alguien por sus acciones, no esperéis a que tenga que advertíroslo: no queráis ser amigos de él, sino que os tenéis que guardar prudentemente y secundar su voluntad sin que tenga que llamaros la atención, y apartaros de quien veáis que él no es su amigo, y no hablar con los que él no hable...».

Y no creamos que esto se haya dicho sin motivo, cuando es él el que tiene en la tierra el poder de juzgarlo todo, sin que a nadie le esté permitido juzgar de sus decisiones; y habremos de tener por desatado lo que él desatase y por atado lo que él atase, según la reverencia, la autoridad y el honor de tan alto principado que de boca del Señor tuvo siempre el apóstol san Pedro y lo tendrá, como se encuentra en los sagrados cánones, donde dice: «Toda la Iglesia reconoce por todo el mundo que la sacrosanta Iglesia romana tiene el poder de juzgarlo todo sin que a nadie le esté permitido juzgar de sus decisiones, por lo que de cualquier parte del mundo hay que apelar a ella y a nadie se le permite, empero, apelar de ella; ni tampoco la superamos, porque esa Sede apostólica sin sínodo previo alguno tuvo el poder de absolver a los que el sínodo injustamente había condenado, y también de condenar, sin haber sínodo alguno, a los que lo merecían. Y esto sobre todo en razón de su principado que de boca del Señor siempre tuvo el apóstol san Pedro y seguirá teniendo».




ArribaAbajoCapítulo XLIV

Que después de todo esto como punto final se deduce que, así como le es necesaria al reino de la Iglesia militante la unidad y concordia de todos sus fieles, de forma que sin ellas no podría durar y se asolaría la Iglesia, así también los que introducen tal escisura en los fieles de la Iglesia, por ese mismo hecho, se excluyen a sí mismos de esta santísima Iglesia


Pues entre estos tan variados e innumerables testimonios sólidos de la unidad y paz de todos los fieles de la Iglesia, ¿qué quedaría para concluir como punto final más que esa unidad y concordia dichas son tan necesarias a la Iglesia de Dios en todos sus fieles que, así como por ellas permanece y resiste la santa madre Iglesia ante todos sus enemigos imponente como batallones dispuestos al combate, así sin ellas no podría durar, incluso se asolaría y caería pronto de su perfección si se encontrase dividida como lo pretenden ésos? Pues así como cuando se divide el mismo principio de la vida por el que tienen que vivir los miembros y que es el corazón, es necesario que todos los miembros acaben pereciendo, así también, dividida la caridad, en la que se unen y vivifican como del corazón todos los fieles de la Iglesia, sería necesario que enseguida se corrompiesen por tal ruptura y, a la vez, que el cuerpo entero de la Iglesia pereciera: «Su corazón es doble, ahora perecerán» (Os 10, 2 Vulg).

La cosa es bien clara y no necesita explicación; pero si alguien se empecinara en negarlo, acabaría convenciéndose con las claras palabras de la misma Verdad inefable: «Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir» (Mt 12, 25; Cf. Le 11, 17). Y con razón: pues nuestra santa madre la Iglesia sería entonces en sus fieles hijos semejante a un hombre rabioso y enloquecido cuyos miembros se desgarran unos a los otros al deshacerlos y destruirlos él mismo con sus propios mordiscos, y así por fuerza su vida se consumiría y no podría durar mucho tiempo: así exactamente ocurriría con el reino y cuerpo de la Iglesia si padeciese y soportase en sus miembros fieles la locura de corte y división que ésos pretenden aplicarle, ya que necesariamente se consumiría y no podría durar.

Por eso el Apóstol, al recomendar a los Gálatas por igual a todos ellos la única fe de Cristo que por medio de la caridad actúa en los fieles de la Iglesia, haciéndoles ver que nada puede valer en ella la incircuncisión o la circuncisión, es decir, el judaísmo o la gentilidad, diciéndoles: «Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad», luego, hacia el fin del capítulo acaba diciendo que todos los fieles tienen que estar unidos en caridad sirviéndose los unos a los otros, en la que se cumple y completa toda la ley, asegurándoles que, si de ella se separasen por tal división, indudablemente se volverían como los que se muerden mutuamente, con lo que por fuerza se consumirían y perecerían, con estas palabras:

«Antes al contrario, servios por amor los unos a los otros. Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y devoráis mutuamente ¡mirad no vayáis mutuamente a destruiros!» (Ga 5, 6.13-14). Lo que así comenta la glosa a nuestro propósito: «Mirad no vayáis mutuamente a destruiros, porque en el amor al prójimo la ley alcanza su plenitud; y si mutuamente os mordéis, es decir, os despreciáis en algo, y os devoráis, esto es, os coméis por entero reprobando todo por envidia u os recrimináis echándoos en cara faltas por la calle, ¡mirad no vayáis mutuamente a destruiros! Pues el cisma de la religión cristiana nace de la vana gloria y de la vana victoria con ocasión de la caridad fingida. Tocó este vicio de ellos porque la disensión es enemiga del amor, pues por este gran vicio de la competencia y envidia se alimentaba entre ellos una perniciosa querella en la que se consumía la unión y la vida».

Lo mismo concluye san Gregorio exponiendo la alabanza de Salomón a la Iglesia que se encuentra en el Cantar de los Cantares: «Imponente como batallones dispuestos al combate» (Ct 6, 10), donde perfectamente a nuestro propósito dice así: «Es sabido de los entendidos que, cuando los soldados van en formación contra los enemigos, si avanzan firmes y concordes, se hacen temer de los enemigos que se les enfrentan, ya que al no hallar entrada contra ellos por hueco alguno, no encuentran vacilantes el modo de penetrar en ellos; y consiguen esta impenetrable defensa de que ellos a sí mismos se defienden al estar ordenadamente dispuestos; pues al hacerse por sí mismos un muro no dejan paso para que lleguen hasta ellos, y, acometidos para darles muerte, más fácilmente matan ellos. Así le ocurre a la muchedumbre de los fieles que, al no cesar en la lucha contra los espíritus malignos, por fuerza habrá de estar unida por la paz de la caridad mediante la cual se salve; pues si tiene la paz se muestra terrible ante sus enemigos, pero si se escinde por la discordia, por ahí los enemigos se introducen fácilmente: así, pues, atrinchérese con la paz, rodéese con la unidad, líguese con la caridad, para que, al no soportar daño por sí misma a través de escisuras, con gozo siga a su jefe sin desorden».

He aquí cómo aparece claramente con qué urgencia tenga que conservarse única y en paz la madre Iglesia universal con todos sus fieles si quiere seguir sin tropiezos ni desorden a su conductor y príncipe de paz, y aparecer ante todos sus enemigos imponente como batallones dispuestos al combate, mientras peregrina y vive en esta pesadumbre de la condición mortal; y que si por tal rajadura dicha, lo que no suceda como ciertamente no sucederá, sufriese dividirse y romperse, por ese mismo hecho pronto dejaría a su jefe destinada a perecer, y quedaría patente ante sus enemigos atacantes para que la destruyan y arruinen totalmente; ni ya por otra parte, como resulta evidente, podría permanecer su reino ni mantenerse ante sus enemigos.

Ved, pues, qué honor y gloria presumen tales personas procurar a nuestra santísima Iglesia, que, por instigación del demonio, con ello intentan realmente desgarrarla y lacerarla, exponiéndola sin dificultades a que sus enemigos la invadan al sustraerle su indestructible caridad de unidad y de paz, con la que se ciñe fortificada cual con noble vínculo de perfección, como quedará claro más adelante al responder a las objeciones.

Y ahora finalmente tiene que volverse el discurso contra los atacantes de la unidad y la paz para que vean con toda claridad de qué modo engañándose cayeron en el foso que cavaron; ya que por el hecho de que no soportan ni admiten que Cristo sea la herencia de todas las gentes, se excluyen de su herencia, pues es angosto el lecho de la santa madre Iglesia en su única e indivisible unidad, de forma que no puede recibir sobre sí a dos que se encuentren separados sin que uno de ellos se venga abajo, y la cubierta de su santísima caridad es estrecha bajo ese aspecto, de forma que no puede cubrir a ambos al permanecer dos y separados, hasta que en concordia retornen a la unidad; quién sea el que tenga que caer del lecho y no quede abrigado por su cubierta, resulta claro que tendrá que ser el que se gloría y jacta de ser diferente y estar separado de la unidad común de todos, y que no se acomoda a la comunión unánime de caridad y paz de todos los fieles; como anuncia san Agustín hablando de tales personas en sus homilías sobre el evangelio de Juan: «Quieran o no, en sus reuniones tienen que oír también lo que allí se canta: Levántate, Señor, y juzga la tierra; tú serás el heredero de todas las naciones; y como no comunican con todas las naciones, tienen que considerarse ellos mismos como unos desheredados».

Pues de aquí proviene que la Iglesia haya separado con sus definiciones canónicas a tales sembradores de cizaña y pertinaces enemigos de la unidad y la paz de todos los arroyos de gracias y dones que, como en manantial. nacen en ella por la acción de Dios, hasta el punto de que no pueden tener la gracia de Dios ni el perdón de los pecados ni la vida espiritual, ni puede aprovecharles nada la recepción de los sacramentos ni la realización de milagros ni la confesión martirial de la fe, según lo que ampliamente y con toda claridad determinan y explican los estatutos de los sagrados cánones, que aquí sería muy largo de exponer; por eso sea suficiente concluir ahora con san Agustín lo que dice a nuestro propósito hablando de estos tales: «Es evidente, pues, hermanos míos, que nada les vale a éstos guardar la virginidad, ni tener continencia, ni dar limosnas; nada les vale todo esto, que tanto alaba la Iglesia, porque hacen pedazos la unidad, esto es, la túnica aquella de la caridad. ¿Qué hacen? Entre ellos hay, sí, muchos que son elocuentes, que son grandes oradores, verdaderos torrentes de elocuencia. ¿Hablan acaso angélicamente? Que oigan al amigo del Esposo, que tiene el celo del bien de éste, no del suyo propio: 'Aunque hable las lenguas de todos los hombres y ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena y como campana que retumba'. Pero ¿qué es lo que dicen? Nosotros tenemos el bautismo. Lo tienes, pero no es tuyo. Una cosa es tener y otra ser dueño. Tienes el bautismo porque lo recibiste para que estés bautizado. Lo recibiste como el que recibe la luz para estar iluminado, si por tu causa no te has quedado en tinieblas. Cuando lo das, lo das como ministro, no como dueño; clamas como pregonero, no como juez...».

También hay que concluir después que tales personas, si las hubiera, que pertinazmente quieren persistir y permanecer en esa escisura y cisma de la unidad de la Iglesia, por más que antes hubieran recibido el bautismo de Cristo, realmente no son cristianos ni podrían designarse de verdad con tal nombre de Cristo, como también el propio san Cipriano así acaba diciendo en la epístola a Antonio: «Por lo que se refiere a la persona de Novaciano, de quien me pediste que te escribiera sobre la herejía que había introducido, has de saber en primer lugar que no debemos ser curiosos por lo que enseñe, al enseñar desde afuera: quienquiera y comoquiera que sea, no es cristiano el que no está en la Iglesia de Cristo; jáctese, pues puede, y predique con orgullosas palabras su filosofía y su ciencia quien no conservó la caridad fraterna ni la unidad eclesial, y que ya perdió lo que antes había sido». He aquí que afirma que no era cristiano en razón de que no mantenía la caridad fraterna y la unidad eclesial, aunque, sin embargo, era bautizado e incluso también era obispo, como poco después añade san Cipriano.

Con razón, pues, para que tales personas se reconozcan atrapados por sus propias imaginaciones y se encuentren con que se han herido a sí mismos con sus propios dardos que se han vuelto contra ellos, hay que concluir como punto final del capítulo que por tal cisma se hacen indignos y ajenos de la jurisdicción eclesiástica de los oficios y dignidades, al querer permanecer así, por más que por tal ruptura divisoria intentasen excluir a los otros, como advierten los sagrados cánones con palabras del mismo san Cipriano, cuando dice al final: «Pues quien no observa la comunión de la paz ni la unidad del espíritu y se separa de la atadura de la Iglesia y del colegio sacerdotal, no puede tener ni la potestad episcopal ni su honor, quien no quiso conservar la unidad del episcopado ni la paz».

Finalmente reconozcan claramente como punto final tales sembradores de cizaña que, si insistiesen en perseverar en su pertinacia, además de no poder tener la gracia de Dios ni el perdón de los pecados, ni de aprovecharles en absoluto para su salvación el vivir la vida espiritual, ni la recepción de los sacramentos, ni la realización de milagros, ni la confesión martirial de la fe, si así permanecieran; además de todo eso que también se hacen indignos y ajenos por tal escisura de la jurisdicción eclesiástica de los oficios y dignidades, e incluso de que no pueden ser ni llamarse cristianos, si continuasen en semejante cisma, tal como se ha expuesto todo esto ahora en este capítulo por los testimonios de los santos padres; además, repito, dense cuenta claramente de que no podrán en absoluto conseguir lo que desean, ni continuar haciendo por mucho tiempo lo que comiencen a hacer mal, ni perseverar por largo tiempo en su perversa envidia, sino que caerán por fin y junto con su pérfido error se morirán, como el propio san Cipriano escribe y dice en la citada carta a Antonio sobre el cismático Novaciano y que recogen los sagrados cánones en el mismo lugar:

«Y como no haya más que la única Iglesia de Cristo extendida por todo el mundo en muchos miembros, así también un único episcopado extendido en la concorde multiplicidad de muchos co-obispos; el tal Novaciano, después de lo que hemos recibido de Dios, después de la ligada y por todas partes conjuntada unidad de la Iglesia universal, intenta hacer una iglesia humana y envía sus nuevos apóstoles por muchas ciudades para establecer los nuevos fundamentos de su creación, cual si pudiese recorrer todo el orbe con la tenacidad del nuevo propósito o dividir con la siembra de su discordia la trabazón del cuerpo de la Iglesia, sin darse cuenta de que los cismáticos siempre entran en ebullición a los comienzos, pero no pueden tener crecimiento ni progresar lo que comenzó de mala manera, sino que pronto morirán con su perverso celo...».




ArribaAbajoCapítulo XLV

Donde se exponen los motivos y razones que parecen ir en contra de esta primera parte, por los que los adversarios pretenden impugnarla


Lo que se ha dicho y escrito hasta aquí podría ser suficiente para convencer a los envidiosos de este pueblo y para apartarlos completamente de esta lucha envidiosa; pero para superar esta odiosa perfidia y hacerla caer, todavía falta que, como ya prometí en el capítulo primero, aquí al final se expongan sus motivos y razones, que parecen ir en contra de esta primera parte, por los que pretenden atacar a esta gente, y a continuación se añadan enseguida las respuestas apropiadas a las dificultades y objeciones, tanto de lo que ya se ha dicho, como de lo que se dirá más adelante.

Pues en esto se basan o pueden basarse los que pretenden postergar a los que se han convertido del judaísmo ante los demás fieles y posponerlos en los oficios y administraciones:

Primero, porque así lo merecieron sus antepasados, quienes matando malévolamente a Cristo, nuestro verdadero redentor, se hicieron cargo de su sangre, es decir, del pecado de homicidio, sobre sí y sobre sus hijos futuros, públicamente en presencia del gobernador Pilato, quien juzgaba que tenía que soltar a Cristo, lavando sus manos de la sangre, mientras ellos decían: «Su sangre -es decir, el pecado de esa crucifixión- sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (Mt 27, 25). Y así, como castigo de este horrible crimen parece que justamente deben ser castigados, por lo menos con alguna postergación ante los demás que recibieron tan devotamente a Cristo hecho morir por ellos. Pero esto se confirma porque negaron públicamente a Cristo, afirmando que no era su rey, ya que, cuando Pilato preguntó: «¿A vuestro Rey voy a crucificar?», contestaron: «No tenemos más rey que el César» (Jn 19, 15); y más adelante, negando el título Je su reinado, dijeron a Pilato: «No debes escribir: 'El Rey de los judíos', sino: 'Este ha dicho: Yo soy Rey de los judíos'» (Jn 19, 21). Y en los Hechos de los Apóstoles, hablando de Jesús el Señor, dijo Pedro a los judíos «a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato cuando éste estaba resuelto a ponerle en libertad» (Hch 3, 13). Y como el reino y el sacerdocio ha sido trasladado por Cristo a las gentes que lo recibieron fielmente, como dice el Apocalipsis: «Y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra» (Ap 5, 9-10), y también en la primera carta de Pedro se dice de la Iglesia de los gentiles: «Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 P 2, 9), se sigue en consecuencia que ellos habrán de ser considerados ajenos a este reino y sacerdocio de Cristo y se habrán de tener como ineptos e indignos para cualesquiera honores y oficios, grados y dignidades de este reino y sacerdocio. Lo que también parece que puede demostrarse suficientemente por el testimonio y anuncio de Cristo, que echándoles en cara su incredulidad y terquedad, y alabando la fe del centurión, que era gentil, dijo: «Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente -es decir, de los gentiles- a ponerse en la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados...» (Mt 8, 11-12), como si dijera: éstos perderán por su incredulidad el Reino y el sacerdocio prometido por Dios a los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob, y así serán arrojados a las tinieblas, es decir, las de la ceguera presente y las de la condenación futura, y a sus hijos tras ellos; pero los gentiles que vendrán devotamente del oriente y del occidente obtendrán lo que ellos perdieron y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob, tanto en la Iglesia triunfante por la gloria y la bienaventuranza, como aquí en la militante por la gracia y el honor.

También se confirma con una razón evidentísima sacada de su propia ley: pues es bien claro que, así como se comportaban los judíos, en los que estaba vigente el verdadero culto divino especial y principalmente en tiempos de la ley escrita, con respecto a los gentiles que querían recibir aquella ley y hacerse verdaderos judíos, así también habrán de comportarse ahora los cristianos fieles, en los que está vigente y lo estuvo desde la venida de Cristo la verdad de la fe y del culto a Dios, con respecto a los judíos también si quisieran convertirse y hacerse cristianos de verdad; pero los judíos estimaban como advenedizos y extranjeros a los gentiles, que aceptaban su ley, ni los recibían entre ellos en paridad de condiciones para los oficios y dignidades que existían en aquel pueblo, sino que a algunos nunca los recibían a ningún honor ni dignidad por más que apareciesen como fieles y devotos, como eran los ammonitas y los moabitas; a otros los admitían a tales oficios en la tercera generación, como eran los idumeos y egipcios, según dice el Deuteronomio (Cf. Dt 23, 4-9); por lo tanto, así tienen que comportarse ahora los cristianos con los judíos, de forma que nunca, o muy tarde o con grandes dificultades deban admitirlos a los oficios, honores y dignidades en el pueblo de Dios, sino más bien estimarlos como advenedizos y extranjeros y así tenerlos como sometidos en cualesquiera honores y oficios, de forma que, al menos a través de ellos y como por gran favor, pudieran ir subiendo gradualmente hacia tales puestos.

Resulta evidente esta semejanza tanto por una razón apropiadísima como por la autoridad de la Escritura. La razón es que los judíos ahora son peores y mucho más desagradables a Dios de lo que eran entonces los gentiles, y, por otra parte, los cristianos también mucho más agradables y unidos a Dios de lo que lo estaban entonces los judíos: lo que es evidente y se puede probar ampliamente con facilidad, pero lo paso por alto, ya que nadie se atrevería a negarlo sin ser considerado como infiel y perdido; pues si a causa de la amistad y unión del pueblo judío con Dios así trataban duramente por prescripción de la ley los judíos a cualesquiera gentiles en razón de su pasada incredulidad y errores, aún cuando quisieran convertirse, también consiguientemente con más dureza deberán tratar los verdaderos cristianos ahora a los judíos, aún cuando quieran recibir la fe de Cristo, ya que ellos son mejores y mucho más agradables a Dios, mientras que éstos mucho peores y más obstinados.

Por la autoridad de la Escritura se prueba así: en el Deuteronomio, después que Moisés recordó sus pecados por los que iban a merecer estos castigos, añadió cómo el pueblo gentil que entonces, en cuanto a lo religioso, les estaba sometido, había posteriormente de ponerse por encima de ellos, de forma que tanto iban a subir aquéllos como iban a descender ellos hasta el punto de que aquel pueblo sería jefe suyo y tener dominio sobre ellos, mientras que ellos iban a estar a la cola y en sujeción, al decir: «El forastero que vive junto a tí subirá a costa tuya cada vez más alto, y tú caerás cada vez más bajo. El te prestará, y tú tendrás que tomar prestado; él estará a la cabeza y tú a la zaga. Todas estas maldiciones caerán sobre tí y te perseguirán y te alcanzarán hasta destruirte, porque no escuchaste la voz de Yahvéh tu Dios...» (Dt 28, 43-46). Pero el principal pecado por el que así habían de ser desposeídos y reducidos a servidumbre fue la desobediencia y el rechazo suyo a Cristo, nuestro Señor y Redentor, a quien Dios iba a hacer surgir de su pueblo y de entre sus hermanos, como se encuentra en el Deuteronomio: «Yahvéh tu Dios suscitará de en medio de tí, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharéis. Es exactamente lo que tú pediste a Yahvéh tu Dios en el Horeb, el día de la Asamblea, diciendo: 'Para no morir, no volveré a escuchar la voz de Yahvéh mi Dios, ni miraré más a este gran fuego'; entonces Yahvéh me dijo: 'Bien está lo que han dicho. Yo les suscitaré de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a tí, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo les mande. Si alguno no escucha mis palabras, las que este profeta pronuncie en mi nombre, yo mismo le pediré cuentas de ello» (Dt 18,15-19). Literalmente este profeta había de ser nuestro Señor, aunque también de Josué y de algunos otros profetas, como Samuel, Isaías, Jeremías y de los demás pueda entenderse este texto, por medio de quienes Dios había dispuesto hablar con los judíos secundando su petición, ya que no podían oírlo a él. Pero principalmente se entiende de Josué y principalísimamente de nuestro Señor Jesucristo, nuestro gloriosísimo Señor, con quien tenían que acabarse los profetas, de quien era figura el mismo Josué; y los dos son sentidos literales, porque a ambos se refería Dios, el mismo autor de la sagrada Escritura: principalmente, sin embargo, de Cristo, como se ha dicho, y a quien se le aplica esta profecía (Cf. Hch 3, 22-23; 7, 37). Y así, en castigo de tanta prevaricación y pecado, del que Dios mismo afirmaba que habría de pedir cuentas, justamente se ven postergados y dominados por su pueblo.

Esto mismo se confirma por el testimonio del Apóstol, quien escribiendo al obispo Timoteo sobre los que habían de ser recibidos a las sagradas órdenes, cuando indica las condiciones requeridas, dice también que los tales no han de ser neófitos: «Que no sea neófito, no sea que, llevado por la soberbia, caiga en la misma condenación del diablo» (1 Tm 3, 6); pero por neófito no entendemos a otro que al recién convertido a la fe, cual son estos que vienen del judaísmo y que no creyeron al igual que los gentiles desde el comienzo de la predicación evangélica, quienes enseguida recibieron devotamente la fe de Cristo y de quienes multiplicada creció la Iglesia, sino que permanecieron insistentes en la ceguera de sus padres mientras ingresaba la plenitud de los gentiles, como escribe el Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 11, 25); pero después se fueron convirtiendo poco a poco, e incluso se convierten y se convertirán, lo que no se puede decir de los gentiles, como es evidente, porque ya no quedan de ellos quienes sirvan a los ídolos, sino que todos ya se han convertido a Cristo, o, si algunos se resisten, son esos bárbaros pueblos sarracenos que, rechazando los ídolos, se han convertido a la perversa media luna, obcecados con mayor obstinación que si ignorasen a Cristo; de ellos, empero, ninguno o pocos se convierten, porque, como fieras que rechinan con sus dientes nos resisten con toda crueldad, ni siquiera permiten oír en sus oídos la palabra de salvación, por tener en su maldita secta el velo de su condenación al haberles mandado e impuesto el perdido Mahoma que de ningún modo toleren oír o leer algo en contra de su fe; pero incluso si algunos de ellos llegan a obedecer nuestra sagrada fe, no surge entre ellos este problema, porque son poquísimos y sin cultura, que, o continúan viviendo fielmente en verdadera simplicidad, o de nuevo retornan a sus carnalidades e impurezas en las que anteriormente habían sido educados; pero tanto unos como los otros no aspiran a los honores y grados eclesiásticos, como lo hacen los que han venido del judaísmo, por lo que hay que concluir que solamente de éstos haya que entender el anterior decreto del Apóstol, que la Iglesia ha trasladado, escrito y aprobado en los sagrados cánones, donde expresamente se prohíbe que estos tales sean ordenados.

Acerca de las dignidades, grados y honores civiles, expresamente se encuentra en el Fuero Juzgo que están postergados y pospuestos en todo ello a los demás cristianos, por lo que allí se los excluye de prestar testimonio contra los cristianos a los que se han convertido del judaísmo, con la misma prohibición que a los propios judíos; pero sus hijos, si fuesen de buenas costumbres y le constase al juez, pueden ser admitidos, como allí se dice. Pero el excluir de testificar es la máxima inhabilitación y postergación que, mientras permanezca, impide que cualquiera pueda ascender ningún grado de honor o de dignidad, y por eso no cabe duda de que se manda que se les excluya de todos los honores y de sus oficios.

Sobre eso está que confirman lo mismo los sagrados cánones, tomándolo del IV Concilio de Toledo, donde dice así: «No puede ser fiel con los hombres el que ha sido infiel con Dios. Por lo tanto, los judíos que hace tiempo se han hecho cristianos y ahora han prevaricado de la fe de Cristo no deben admitirse a prestar testimonio, por más que se anuncien como cristianos, porque, así como son sospechosos en la fe de Cristo, así también hay que considerarlos dudosos en el testimonio humano. Hay que invalidar el testimonio de los que se muestran falsos en la fe y no se puede creer a los que rechazaron de sí la fe en la verdad».

Esto es, pues, lo que objetan los adversarios o lo que pueden objetar contra esta parte, o, si quizás queda algo que pudiera objetarse además de lo dicho, fácilmente revierte a eso, de forma que, solucionándolo, se soluciona enseguida lo demás, por cuanto que separadamente no alcanza importancia alguna.




ArribaAbajoCapítulo XLVI

Donde para responder a los argumentos expuestos se descubre y expone primero cómo este es un modo común de equivocarse en que creían apoyarse los argumentantes, y al respecto se explica de dónde provenga la trampa, porque procede de un principio viciado, como se hace ver claramente


Aunque de lo que se ha dicho antes ya aparecen solucionadas suficientemente las objeciones que ahora se han expuesto contra esta primera parte, como resultaría claro a cualquiera que se fijase si quisiera esforzarse por resolver dichas objeciones, sin embargo, para su solución más clara habrá que caer en la cuenta de que este modo de argumentar y de equivocarse a la vez suele ser común a todos los que se desvían de la sana doctrina, incluyendo los herejes y los cismáticos. Ya que tomando de ella algunos dichos o documentos mal entendidos, se forjan una doctrina falsa juntándole de aquí y de allí algunas verdades, como observará fácilmente quien se fije en cada uno de los errores.

Pero la razón de esto está en que, como dicen los sagrados cánones: «Hay muchas palabras en las divinas Escrituras que pueden llevarse al significado que cada uno espontáneamente se fingió»; y una vez tomadas tales palabras mal interpretadas creen los que así se equivocan que tienen ya consigo la fuerza y la autoridad del derecho, o del evangelio, o de la ley; y sin embargo es cierto que el evangelio no está solamente en las palabras, sino también en las sentencias, como escriben los sagrados cánones: «Y no creamos que el evangelio está en las palabras de la Escritura, sino en el sentido, no en la superficie sino en la médula, no sólo en las palabras sino en la raíz del razonamiento». Pues si esto es verdad respecto al evangelio, lo será también respecto a las demás Escrituras sagradas, a todas las cuales precede el evangelio en dignidad y autoridad, y del que todas las sagradas Escrituras canónicas tienen también que recibir la forma, la fuerza y la autoridad.

Pues la misma forma de equivocarse y engañarse la pueden seguir, e incluso la siguen, tales presuntuosos expositores de otras Escrituras divinas y canónicas, como también muchas veces se la forjan del mismo santo evangelio; sobre lo que, para poner un solo ejemplo por abreviar, algunos de los monjes más estrictos que tenían ciertamente celo de Dios, pero no según el saber, escuchando lo que está escrito en el evangelio por la enseñanza de Cristo: «El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí» (Mt 10, 38), entendiéndolo mal se hicieron cruces de madera y llevándolas constantemente sobre sus hombros no produjeron edificación, sino risa a todos los que los veían, como cuentan las Colaciones de los padres.

Y no solamente leemos que esto se haya hecho con el evangelio o con las sagradas Escrituras, sino también con la misma filosofía del mundo, de la que tomando algunas palabras y documentos mal entendidos, como se ha dicho, muchos que querían ser filósofos cayeron en varios y numerosos errores, juzgándose y jactándose de ser verdaderos filósofos y de que habían adquirido toda su filosofía con sus nuevos hallazgos; como la propia Filosofía se lamenta con Boecio en su libro, donde hablando de sus errores y cómo de los dichos de Sócrates (que era un verdadero filósofo) mal entendidos e interpretados tomaron su origen después de su muerte, dice así: «Cuya herencia -es decir, la filosofía, herencia de Sócrates-, como la gente epicúrea y estoica y los demás, cada cual por su cuenta, habían decidido saquearla y a mí, que protestaba y me oponía, me arrastrasen como parte del botín, desgarraron el vestido que había tejido con mis manos y arrancándole los jirones, creyendo que me había rendido del todo a ellos, se fueron».

Pues así también estos falsos celadores de la ley y del evangelio, de quienes tratamos, resulta que han hecho con la misma sagrada y celestial filosofía, esto es, la sagrada Escritura, lo que se ha dicho en la exposición anterior: tomando de ella algunos como girasen, desgarrando completamente su sacratísimo vestido, es decir, la caridad y la verdad, se fueron orgullosamente inflados y aplaudieron presuntuosamente reclamando para sí la verdadera inteligencia de la ley y del evangelio con sus nuevos hallazgos, creyendo que la ley entera se había rendido ante ellos, cuando, por el contrario, no habían tomado de ella nada verdadero en su opinar, sino algunas razones superficiales inventadas recientemente y que van en contra del evangelio, de la ley y de la sana doctrina; por eso, como dicen los sagrados cánones: «Hay que guardar cuidadosamente que, cuando se lea la ley de Dios, no se lea ni se enseñe según el poder de ingenio o inteligencia personal; pues hay muchas palabras de las divinas Escrituras que pueden llevarse al significado que cada uno espontáneamente se fingió, pero no hay que hacerlo; pues no habréis de buscar desde afuera un sentido raro o extraño para confirmarlo de cualquier forma por la autoridad de las Escrituras, sino captar de las mismas Escrituras el sentido verdadero».

Y con estas palabras se muestra bien claramente el comienzo y causa de error y engaño de los herejes y demás soberbios expositores de la sagrada Escritura, y que es su pasión envidiosa y la lucha soberbia, que, tras concebirla en mala forma y arraigarla en forma peor con espíritu obcecado y completamente ajeno a la caridad de Cristo, después no la abandonan ni la traen al verdadero sentido de la sagrada Escritura, sino que por el contrario intentan defenderla y confirmarla por la sagrada Escritura, y para reafirmarla y defenderla desviar y torcer la misma Escritura divina y canónica, aunque se oponga y choque con ella; lo que es realmente una mala manera de enseñar, como escribe nuestro glorioso padre Jerónimo en la carta a Paulino: «Me callo sobre mis colegas que, si por casualidad se acercaron a las sagradas Escrituras desde la ciencia mundana y habían halagado los oídos del pueblo con sus discursos prefabricados, juzgan que es ley de Dios todo lo que han dicho y no se toman la molestia de saber lo que habían pensado los profetas y los apóstoles, sino que acomodan a su sentir testimonios incongruentes, como si fuese gran modo de enseñar y no más bien del todo vicioso el desvirtuar las sentencias y llevar hacia su voluntad la sagrada Escritura que choca con ella».

Por lo que la glosa sobre el texto de la primera carta a Timoteo: «El fin de este precepto es la caridad que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera. Algunos, desviados de esta línea de conducta, han venido a caer en una vana palabrería; pretenden ser maestros de la ley sin entender...» (1 Tm 1, 5-7), dice así a nuestro propósito: «Pues si se comienza a corregirlos y demostrarles sobre su falsa y perversa opinión, para defender lo que con temeridad infundada y clara falsedad han dicho sobre los libros santos, comienzan a decir muchas palabras pretendiendo ser doctores de la ley, aunque no sepan lo que dicen ni lo que afirman».

Esta es, pues, la fuente y el origen de esta corrupción y peste, de donde proceden y manan en diversas maneras tales múltiples errores de las herejías y cismas, y que es la corrupción interior de la triple potencia del alma o de alguna de ellas, a saber, la irascible, la concupiscible y la racional, como se encuentra en las Colaciones de los Padres; y alguno, una vez que se le corrompen los afectos a través de algunas personas nocivas, también se ]e corrompe el entendimiento de cierta forma atraído y seducido poco a poco por ellas, hasta el punto de que ya se finge y acepta tales interpretaciones y conforma y adapta tales opiniones a partir de las mismas Escrituras que sigue leyendo, cuales son las pasiones corrompidas, las afecciones culpables y las perversas intenciones que ya radican en su alma: «Corrompidos, de conducta abominable, no hay quien haga el bien» (Sal 14, 1); es decir: de las pasiones del alma de las que procede el orgullo y el intento de despreciar y la ambición de los bienes temporales, la emulación envidiosa y la presunción soberbia; y de ahí enseguida se sigue lo que acaba de decir la glosa: «Si se comienza a corregirlos y demostrarles sobre su falsa y perversa opinión, para defender ]o que con temeridad infundada y clara falsedad han dicho sobre los libros santos, comienzan a decir muchas palabras pretendiendo ser doctores de la ley...», y así finalmente nacen y crecen las luchas envidiosas, los cismas y las herejías.

De aquí también en la ley antigua surgieron muchos falsos profetas contra los profetas verdaderos, de los que el mismo Señor se lamenta con el profeta Jeremías al protestar diciendo: «Y me dijo Yahvéh: Mentira profetizan esos profetas en mi nombre. Yo no les he enviado ni dado instrucciones, ni les he hablado. Visión mentirosa, augurio fútil y delirio de sus corazones os dan por profecía» (Jr 14, 14); he ahí que dice que la seducción de su corazón es el origen y fuente de todos los errores de los falsos profetas. Pero tal seducción del corazón de los falsos profetas provenía a veces de la ambición de bienes temporales, otras veces de soberbia y vanidad, y otras de la envidia y emulación, como aparece y pudiera probarse de las narraciones y dichos de los profetas del antiguo Testamento.

Todos estos falsos profetas imitaban en lo posible fingida y superficialmente a los profetas verdaderos en el aparente celo y en el mismo modo de profetizar y robaban las palabras que decían de ellos y de la ley, como dice Jeremías (Cf. Jr 23, 9-40) y también podría mostrarse por otros lugares de la Escritura.

Pues así en el nuevo Testamento los falsos apóstoles, operarios dolosos, se transfiguraban en apóstoles de Cristo, como dice la segunda carta a los Corintios (Cf. 2Co 11, 13), es decir, imitando fingida y superficialmente a los verdaderos apóstoles de Cristo. Así también estos pseudo-apóstoles se movían a veces por la ambición, como aparece en la primera carta a Timoteo (Cf. 1 Tm 6, 9-10), otras veces por envidia y competencia, como escribe a los Filipenses (Cf. Flp 1, 15-17), otras por soberbia y ambición, como aparece en la primera carta a Timoteo (Cf. 1 Tm 1,4) y en los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 20, 29-30); así también robaban las palabras que decían y predicaban del evangelio y de la ley, y con esas palabras favorecían enormemente la impiedad y sus dichos se extendían como el cáncer, de los cuales eran Fileto e Himeneo «que se han desviado de la verdad al afirmar que la resurrección ya ha sucedido; y pervierten la fe de algunos» (2Tm 2, 17-18), como escribe el Apóstol a Timoteo.

Pero todos estos tomaron del mismo santo evangelio el falso y aparente fundamento de su error, como explicando eso dicen los doctores sagrados. También así estos pseudoapóstoles depravaban y corrompían las mismas epístolas de Pablo, como escribe san Pedro: «...como os ]o escribió también Pablo, nuestro querido hermano, según la sabiduría que le fue otorgada. Lo escribe también en todas las cartas cuando habla en ellas de esto. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente -como también todas las demás Escrituras- para su propia perdición» (2 P 3, 15-16).

Así también después de los tiempos de Cristo y de los apóstoles. Cristo dejó a su Iglesia estos oficios del apostolado y de los profetas y todos los demás que el Apóstol enumera a los Efesios (Cf. Ef 4, 11-12) y que todos ellos tienen que perdurar en la Iglesia hasta el fin del mundo «para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo» que es la Iglesia, como ahí escribe el Apóstol. Entre ellos, bajo el nombre de profetas se entiende a los que tienen la gracia de interpretar las partes oscuras de las sagradas Escrituras y que también son sucesores de los mismos profetas; pero así como en el antiguo Testamento y luego en el tiempo de Cristo y de los apóstoles, así también en los tiempos posteriores se han mezclado con éstos muchos falsos profetas y pseudoapóstoles, es decir, herejes y cismáticos que interpretan falsamente las palabras de la sagrada Escritura, que las aplican a variados errores y acomodan la misma sagrada Escritura de diversas maneras a sus propios deseos y corrompidas pasiones y pestíferas intenciones, y que arrastran consigo al error a muchos otros, dividiendo y corrompiendo a la misma Iglesia santa en cuanto les es posible, de los que fluyó aquella gran multitud de herejes que enumera y exponen los sagrados cánones, e incluso también fluyeron muchos otros que yo no podría enumerar.

De entre ellos también salieron en nuestros tiempos éstos contra quienes escribo, que, renovando ahora últimamente aquel antiquísimo cisma que ya había sido tantas veces desaprobado, destruido y condenado por el mismo Apóstol en sus epístolas, y pretendiendo dividir la Iglesia de Cristo en los dos pueblos que ya el mismo Cristo había reunido en uno, le abrieron a la misma Iglesia de Dios una dolorosa herida hasta donde pudieron. Y no sólo éstos, sino que también habrán de venir muchos otros herejes y cismáticos hasta el fin del mundo, como también habrán de venir otros muchos verdaderos apóstoles de Cristo y fieles profetas suyos: «Desde luego, tiene que haber entre vosotros también disensiones, para que se ponga de manifiesto quiénes son de probada virtud entre vosotros» (1 Co 11, 18), como escribe el Apóstol a los Corintios.

Todos estos, pues, al igual que los anteriores falsos profetas y pseudoapóstoles, se mueven y se moverán por la concupiscencia, o por la envidia y emulación, o por la soberbia y ambición, que tienen ciego y se cegará su necio corazón, hasta intentar defender el error en lugar del sano consejo, y diciendo que son sabios se vuelven necios. También éstos roban palabras del evangelio y de la sagrada Escritura e intentan imitar fingida y superficialmente a los verdaderos apóstoles y profetas de Cristo, en los que no dejan de transfigurarse a sí mismos cuanto les es posible, como también hacían en aquellos antiguos tiempos los falsos profetas y los pseudo-apóstoles.

Por lo que se hace patente, como dije en el encabezamiento del capítulo, que este es el modo común de equivocarse de todos los que yerran en la sana doctrina y en la Escritura divina y que a todos ellos les sobreviene esta apestosa plaga de un principio viciado y que consiste en la pasión corrompida de la pestífera concupiscencia, de la envidia émula y de la soberbia ambiciosa, por las que, al corromperse la afectividad del espíritu, se corrompe también el entendimiento y, una vez que ya está corrompido, él mismo corrompe y deprava las restantes sagradas Escrituras, y ya no es capaz de entender nada ni puede oír nada en contra de lo que con mal fin él concibió ya antes.

Pues contra éstos clamaba fuertemente Cristo, nuestro legislador, doctor y maestro de la verdad y también la misma verdad y sabiduría del Padre, cuando él proclamaba la ley evangélica, a quienes preveía que bajo el nombre de piedad se iban a levantar contra ella y que podrían seducir a muchos, diciendo y advirtiendo: «Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7, 15-16); y también: «Surgirán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos. Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará» (Mt 24, 11-12). También contra ellos clama ahora su santo evangelio y clamará hasta que pasen el cielo y la tierra y no cesará de excitarnos a nosotros y a los fieles futuros y advertirnos de que no nos dejemos seducir por ellos, al no dejar de repetir en nuestros oídos aquellas mismas palabras divinas que constantemente dicen y claman: «Guardaos de los falsos profetas...».

Pues cuando oímos que vienen ellos como profetas y apóstoles y con vestidos de ovejas, habremos de poner atención en la semejanza de los verdaderos apóstoles y profetas y en la fingida imitación suya y también habremos de conocer claramente el robo y la usurpación indebida de las palabras de la ley y del evangelio con las que pueden seducirnos y pervertimos. Pero como aprendemos y comprendemos que hemos de saber que ellos son falsos profetas y pseudoapóstoles y que por dentro son lobos rapaces y que por sus frutos habremos de reconocerlos, ya clara y abiertamente se nos previene de que nos demos cuenta enseguida de que están llenos de malos frutos, es decir, de concupiscencia y rapiña, emulación y envidia, ambición y competencia y soberbia, por las que se nos manda que los conozcamos, esto es, que en todo son iguales y equiparables a los antiguos pseudoapóstoles y falsos profetas, y después, que los evitemos con todo cuidado para que no nos seduzcan, sino que con el apóstol Santiago alcemos la voz y digamos pronto contra ellos:

«Pero si tenéis en vuestro corazón amarga envidia y espíritu de contienda, no os jactéis ni mintáis contra la verdad. Tal sabiduría no desciende de lo alto, sino que es terrena, natural, demoníaca. Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad» (St 3, 14-16).

El mismo apóstol Pablo gimiendo y llorando mostraba que iba a haber en la Iglesia de Dios también estos lobos rapaces para seducirla y perderla bajo la apariencia de celo y piedad, y por ello a voces advertía a los fieles que se precaviesen para que no los sedujeran y clamaba: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con su propia sangre. Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de sí. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros». He aquí con cuánto gemido y fogosidad amonestaba el Apóstol a los rectores y prelados de la Iglesia para que vigilasen solícitos por sí y por el rebaño y se guardasen y evitasen con todo cuidado a estos lobos crueles, no sea que los corrompiesen y perecieran. Con lo que también mostró bien claramente su fingimiento y los frutos reprobables y detestables por los que había predicho que tendrían que reconocerlos, al añadir: «hombres que hablarán cosas perversas», y se entiende del evangelio y de la ley, y «lobos crueles», y «para arrastrar a los discípulos detrás de sí», esto es, agitados y sacudidos por la soberbia y ambición, por la envidia y emulación, por la rapiña y concupiscencia, y creen que pueden conseguir todo esto si arrastran tras sí a los discípulos y en eso superan y despojan a todos los demás.

Por lo tanto, queda así suficientemente claro que el modo de equivocarse de éstos es común con todos los otros pseudoapóstoles y falsos profetas, y en ellos y en todos los otros está el mismo principio viciado y la causa falaz de su engaño y trampa, y que es cierto engañoso afecto que asalta el entendimiento y lo seduce mediante el desordenado celo de una envidia de rivalidad, de soberbia ambiciosa y de desordenada concupiscencia y contienda; y así, por la semejanza, habremos de considerarlos como pseudoprofetas, por tomar las palabras de la Escritura en sentido diferente del que les otorga el Espíritu Santo, como dicen los sagrados cánones. Por lo que ahora finalmente siento con razón el deseo de hablarles con san Agustín, que en varios lugares del libro sobre las Costumbres de la Iglesia interpela así a tales equivocados diciéndoles: «¿Qué más queréis? ¿Qué tramáis necia e impíamente? ¿A qué pervertís los espíritus sencillos con persuasiones dañinas? El Dios de ambos Testamentos es único. Pues así como ésas que de uno y otro hemos expuesto convienen entre sí, así también las demás, si queréis prestar atención con interés y sereno juicio; pero como muchas cosas están dichas a nivel más bajo y más acomodadas a los espíritus que se mueven por la tierra, para que a través de lo humano se eleven a lo divino, muchas también figuradamente para que la mente interesada no sólo se ejercite más útilmente en la búsqueda sino también se alegre más en lo que encuentra, por admirable disposición del Espíritu Santo nosotros abusamos engañando a nuestros oyentes y enredándolos; por qué la divina providencia permita hacerlo, aunque con toda verdad el Apóstol ha dicho que tiene que haber muchas disensiones para que se pongan de manifiesto quiénes son de virtud probada, es largo de discutir entre nosotros y no os corresponde comprender estas cosas para que os las digamos: pues ofrecéis unas mentes absolutamente rudas y enfermizas por el apestoso alimento de las imágenes carnales para juzgar lo divino, que es mucho más elevado de lo que pensáis; por eso asi hay que hacer con vosotros ahora, no para que ya lo entendáis, lo que no es posible, sino para que deseéis alguna vez entenderlo; pues actuáis con desvergüenza los que absolutamente en vano pretendéis interpretar mal el sentir y opinar ajeno que hemos recibido para nuestro bien y utilidad, pues en forma alguna ni vuestras necedades ni vuestras impías y necias discusiones pueden emplearse con las exposiciones de los antiguos y doctísimos varones por los que esas Escrituras se desvelan en la Iglesia católica a los que lo desean y a los dignos; pues lejos, en otra forma completamente lejos de lo que pensáis entendemos la ley y los profetas: cesad en vuestros yerros: no adoramos a un Dios que se arrepiente ni envidioso ni indigno ni cruel ni que busca placer de la sangre de los hombres o del ganado ni a quien le agradan las torpezas o los crímenes ni que limita su posesión a cierta parte de la tierra. Por lo cual, si lleváis algo de bueno en el corazón, os vais a dividir a vosotros mismos: buscad más bien con diligencia y piedad cómo se dicen esas cosas, buscad humildes...».




ArribaAbajoCapítulo XLVII

Donde se ponen tres reglas generales que tenemos que seguir al tratar y exponer las sagradas escrituras, por las que también fácilmente pueden convencerse quienesquiera que yerren en tales doctrinas, y que también mediante ellas quedan convictos y son inexcusables los que pretendían introducir en la Iglesia esta doctrina del cisma y lucha entre estos dos pueblos


No se ha dicho lo bastante al decir que antes se ha demostrado a éstos y a todos los otros que yerran que este modo de equivocarse es común, frecuente y acostumbrado y que procede de cierto principio viciado de una mente torcida y de un afecto corrompido y perverso, a no ser que a continuación muestre y trate también esto: algo cierto y demostrado por la misma divina Escritura por lo que puedan resultar convictos en sus errores tales personas que yerran en tan diversas formas, y se les pruebe y lleguen a comprender que son inexcusables en ello. Por lo cual es necesaria alguna regla, como escribe san Juan Crisóstomo comentando aquello: «Algunos, desviados de esta línea de conducta, han venido a caer en una vana palabrería» (1 Tm 1, 6), donde dice:

«Con razón dice el Apóstol 'desviados'; pues se necesita arte para que cualquiera nos dirija sus dardos al acaso ni dispare las flechas fuera del blanco; como necesariamente hace falta la gracia del Espíritu, pues hay muchas cosas que desviarían nuestros esfuerzos del camino recto cuando todo el interés tiene que dirigirse hacia una sola cosa».

Así la primera regla y camino cierto para dirigir estos nuestros esfuerzos en la divina Escritura con la inteligencia apropiada y para dejar convictos a cualesquiera que yerren en ella, deberá ser la caridad misma, ya que «el fin de este mandato es la caridad que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera. Algunos, desviados de esta línea de conducta, han venido a caer en una vana palabrería; pretenden ser maestros de la ley sin entender lo que dicen ni lo que tan rotundamente afirman», como dice el Apóstol (1 Tm 1, 5-6).

He aquí que abiertamente concluye el Apóstol que esos parlanchines se han desviado y han venido a caer en la vana palabrería precisamente porque se han separado de la caridad que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera, pues si no se hubiesen separado de la caridad tampoco habrían errado. Ya que, como escribe san Agustín en La Ciudad de Dios: «El Apóstol, hablando por moción del Espíritu Santo, dice: 'La ciencia hincha y la caridad edifica'. La recta inteligencia de esto se tiene cuando se dice que la ciencia aprovecha cuando va acompañada de la caridad. Sin ella hincha, esto es, ensoberbece a guisa de inanísima ventosidad»; lo que muestra suficientemente el Apóstol en el texto citado al acabar diciendo que aquellos parlanchines que se separaron de la caridad y se desviaron, enseguida quisieron ser doctores de la ley, por lo que se da a entender esa cierta ventosidad del engreimiento soberbio y el apetito ardiente de cierta ambición que precipita y agita a tales desviados y separados de la caridad: pues como dice san Juan Crisóstomo, ambicionan los títulos de dignidad y por eso tuercen sus ojos de la verdad.

Por lo tanto la caridad es la regla ciertísima para explicar todo precepto en la sagrada Escritura, por ser la perfección y fin de todo precepto, como dice el Apóstol; y por eso, como dice san Agustín en su obra sobre las Costumbres de la Iglesia: «Nada hay oculto que no se descubra, si se busca con la caridad; pues con el amor se pide, con el amor se busca, con el amor se llama, con el amor se descubre, y finalmente con el amor se queda con el que se haya descubierto». Pues la divina Escritura tiene que exponerse, entenderse y enseñarse con el mismo Espíritu con que fue hecha y escrita, y nadie podría entender el Espíritu de Cristo que la hizo y nos la entregó si no siguiese a Cristo con la mente y la entrega ni lo imitase con sus obras como a su guía; como nadie entró en el espíritu de Pablo sino el que antes se hubiera empapado del espíritu de Pablo. Pero la caridad contiene toda la ley y todos los profetas: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40), como dijo Cristo; también la caridad es el fin del mandato; por lo tanto ella es como el alma y el espíritu por la que Cristo animó y el Apóstol vistió la Escritura divina por entero, y a la que uno y otro quisieron que se dirigiese y que en ella se acabase.

Por lo tanto tiene que empaparse de caridad, preferir la caridad a todo, guardar siempre la caridad y arder en caridad quien quiera encontrar el verdadero y perfecto sentido que puso Cristo en la Escritura divina y que explicó el Apóstol; ya que con la caridad se compromete el Apóstol a mostrarnos un camino mejor, y dice que ante la caridad cederá todo, ya la ciencia, ya la profecía, ya todo lo demás (Cf. 1 Co 12,31; 13,8); pues como la caridad es paciente y benigna, no es envidiosa ni toma en cuenta el mal, no es jactanciosa ni ambiciosa, ni busca su interés ni se irrita, ni piensa el mal, etc., como ahí escribe el Apóstol (Cf. 1 Co 13, 4-6), será necesario que los expositores de la divina Escritura sean pacientes, benignos, no envidiosos ni vengativos ni jactanciosos ni envidiosos, ni que busquen su interés ni se irriten, etc.; pero, si se separan de la caridad, pronto se verán envueltos en estos vicios como se ve claramente en estos émulos de la ley y del evangelio, contra quienes va esta obra, que enseguida se han envuelto en tal vicio, como ya se vio cuando falsamente iniciaron esta competencia bajo el nombre del evangelio pero vacíos de caridad, porque se hicieron impacientes, maltratantes, envidiosos amargos, maléficos, jactanciosos, ambiciosos, irritados y burlones, interesados; y todo esto les sobrevino junto con su error, por cuanto que separándose de la caridad se tornaron a lo terreno y pronto perdieron la ciencia verdadera; por lo que bastante claramente pueden convencerse por lo que se ha dicho de que se desviaron del evangelio y de la ley que juzgaban o fingían defender.

Por eso, comenta así san Juan Crisóstomo el citado texto del Apóstol: «sin entender,..»: «Sin entender lo que dicen ni lo que tan rotundamente afirman. Aquí los arguye ya de impericia al no saber la finalidad de la ley y al desconocer el tiempo en que lo confirmado iba a cumplirse. ¿Por qué razón dices que quieren ser maestros de la ley si pecan de ignorancia? Precisamente porque abandonaron la caridad, ya que por eso se engendra la ignorancia; pues cuando el alma se entrega a sí misma a los afanes carnales se embota su inteligencia y después se ciega. Pues cuando se ha separado de la caridad, por fuerza vuelve sus afanes a la contienda y ya el poder de su mente no puede distinguir más que riñas, porque el que está atrapado por alguna concupiscencia de tales bienes temporales, ebrio por tal vicio, ya no es capaz de pronunciar un juicio íntegro e incontaminado sobre la justicia...». He ahí qué claramente san Juan Crisóstomo hostiga y describe tales falsos doctores y fingidos celadores de la ley y los deja convictos de ignorancia de la ley, de que hablan torcidamente en soberbia y tergiversación y que no atienden a otra cosa más que a las riñas y contiendas, precisamente porque se apartaron de la caridad.

Y así al decir Cristo con toda razón: «Surgirán muchos falsos profetas que engañarán a muchos», dijo que la causa de este error y engaño sería la falta de caridad, por lo que tenía que aumentar la iniquidad, al añadir a continuación: «Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará» (Mt 24, 11-12).

En conclusión, por tanto, quien quiera captar de la divina Escritura la verdadera ciencia, por fuerza ha de tener el celo de la verdad firme en el entendimiento así como también el movimiento de la caridad tranquila en la afectividad y la marca de la bondad interna en obras y acciones, para que así aprenda sin fingimientos la ciencia de la ley y la comunique sin envidia y no esconda su estima, cual hacía el mismo sabio Salomón, a quien le concedió el Señor hablar por sentencia, es decir, por ciencia cierta, y adelantar las cosas dignas que le fueron concedidas, como escribe de sí mismo (Cf. Sb 7, 13.15 Vulg.). Y todo esto, como se ha dicho, sólo la misma caridad lo realiza en nosotros si se la desea interiormente y se la guarda con diligencia.

La segunda regla tendrá que ser que siempre consultemos la regla de la fe, según el decir de san Agustín, y no definamos nada temerariamente a no ser según esa misma regla de la fe que tomemos de los lugares más claros y firmes de la Escritura. Así san Pedro, al haber referido el misterio de fe de la transfiguración de nuestro Señor Jesucristo que él mismo había visto y oído, como relata san Mateo (Cf. Mt 17, 1-8), y el honor y la gloria que allí había recibido Jesús el Señor de Dios Padre en la voz que había bajado a él entonces desde la Gloria sublime: «Este es mi hijo amado en quien me complazco; escuchadle» (Mt 17, 5), a continuación confirmó esto mismo por la Escritura profética diciendo: «Y así se nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro...» (2P 1, 19). Pero san Pedro había recibido por revelación la inteligencia de las palabras proféticas a las que aludía, como también el misterio de la sagrada transfiguración que relataba, como se encuentra en Lucas, donde dice que Cristo les abrió las inteligencias para que comprendieran las Escrituras (Cf. Le 24, 45); ni en relación al mismo Pedro tales palabras de los profetas eran más firmes o claras que la misma percepción de la bienaventurada transfiguración que le había mostrado Cristo, y que lo había hecho espectador de aquella grandeza junto con los otros dos apóstoles, cuando subieron con él al monte santo, como dice en su carta (Cf. 2 P 1, 16-18); porque había recibido el conocimiento de lo uno y lo otro por la misma revelación divina que había sido más clara, más firme y más manifiesta que la revelación de los profetas, ya que los apóstoles y los profetas del nuevo Testamento estuvieron más iluminados por Dios que los profetas antiguos; pues a los Efesios les escribe el Apóstol del misterio de fe de Jesucristo diciéndoles: «...que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas -es decir del nuevo Testamento-...» (Ef 3, 5).

Pero tal palabra profética era más firme para alguno, como podría ser un judío educado en la enseñanza de los profetas, ya que las personas creen mejor lo que están acostumbrados a hablarse entre ellos. Por lo tanto, al haber algunos de raza judía entre aquellos a los que les escribía y que se habían convertido a Cristo desde el judaísmo, por cuanto se estaba haciendo la única Iglesia cristiana de gentiles y judíos, por tal motivo hizo alusión a dicha palabra profética como más firme y más clara por respecto a ellos, dándonos lugar a nosotros para que en la enseñanza y predicación consultemos siempre la regla de la fe de los lugares más claros de la Escritura, y de ellos tomemos el punto de partida. Ya que también por esto se puede decir que la palabra profética es más firme y más clara, a saber, comparándola con las palabras de los otros profetas, respecto a los cuales David, de quien era esa frase profética de: «El me dijo: Tú eres mi hijo» (Sal 2, 7), fue el más eminente de los profetas, por cuanto los otros profetas veían la verdad que se les revelaba en visiones imaginarias, mientras que David al desnudo y por el entendimiento recibía su profecía sin tales imágenes. Por lo que de uno y otro de estos dos modos quiso proceder el apóstol san Pedro de los lugares más claros y firmes de las Escrituras respecto a algunos de ellos a quienes escribía y predicaba, queriendo con ello dejarnos ejemplo para que en la enseñanza y predicación procedamos nosotros igualmente tomando la regla de fe y costumbres de los lugares más firmes y claros de las Escrituras, si no queremos equivocarnos.

Entre los lugares más firmes y claros de la Escritura ocupa el primer lugar el canon de toda la sagrada Escritura y de cada una de las cosas que en ella se afirman literalmente: «Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido» (Mt 5, 18), y en Marcos: «El cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán» (Me 13, 31).

Consta, empero, que dicha Escritura de ambos Testamentos es palabra de Dios revelada a nosotros a la luz clarísima de la fe y que se nos ha entregado como regla para que lo creamos y sostengamos en cuanto pertenece a la fe y a las buenas costumbres. Por eso tenemos que tenerla y conservarla como más sólida y firme que el cielo y la tierra, como Cristo mismo nos dice en las palabras citadas. Ni habremos de torcernos de ella ni a la derecha ni a la izquierda, como está escrito en el libro del Deuteronomio (Dt 28, 14) y en el de Josué (Cf. Jos 23, 6). Asimismo ni añadir ni disminuir nada, como dicen el Deuteronomio y el Apocalipsis (Cf. Dt 4,2; 13,1; Ap 22, 18-19); ya que, como escriben los sagrados cánones:

«Quién no sabe que la Escritura santa canónica, tanto del antiguo como del nuevo Testamento, se contiene en unos límites bien precisos y se antepone de tal forma a los escritos posteriores todos de los obispos que absolutamente de ella no puede dudarse ni discutirse de si es verdadero o si es correcto cuanto consta que se encuentra en ella».

El segundo lugar y grado de firmeza y certeza lo ocupan los escritos de los sagrados concilios universales aprobados por la Iglesia y los decretos de los sumos Pontífices romanos, como dicen los sagrados cánones: entre ellos son cuatro los más venerables y que se han de guardar como los cuatro evangelios o como los cuatro ríos del paraíso; acerca de los decretos de los sumos Pontífices escriben: «Por eso todos los dictámenes de la sede Apostólica habrán de tomarse como confirmados por la voz divina del mismo Pedro». Tras ellos siguen los concilios provinciales y sinodales, los decretos episcopales y los escritos de los doctores, de todos los cuales tiene el sumo Pontífice potestad libre de juzgar, como en los sagrados cánones se dice; incluso todos los concilios adquieren su fuerza por el sumo Pontífice, y en sus dictámenes siempre se exceptúa la autoridad del Papa, como dicen las Decretales y los cánones: «Pues los concilios de los obispos son inválidos para definir y para establecer...».

También en estos géneros citados de escrituras hay lugares más claros y testimonios más lúcidos y más claros, y que son los que convienen y concuerdan con la autoridad de la Iglesia y con sus usos comunes y están más en consonancia con la exposición de los santos doctores y con el sentido literal. Pues de todo esto podrá quedar claro cuánto se han desviado ésos de la regla de la fe que debieran haber tomado de los lugares más firmes y claros de la Escritura, de acuerdo con el consejo y la regla de san Agustín antes indicada y que ellos abandonaron completamente, y que son las Escrituras de ambos Testamentos y los decretos de los sumos Pontífices y de los concilios generales; y si consultasen, guardasen y siguiesen todas esas cosas, no hubieran errado en absoluto.

Pues bien claramente se ha mostrado antes, especialmente desde el capítulo XXVIII hasta el XLIV inclusive, que la postura y el propósito de esas personas estaba contra la sagrada Escritura de uno y otro Testamentos y contra los decretos explícitos de los sumos Pontífices y de los concilios universales. Por eso se han aducido y escrito a lo largo del correr del libro muchos y luminosos testimonios de todo esto, del todo convenientes y conformes con la autoridad de la Iglesia y su común uso, con las exposiciones de los santos doctores y con el sentido literal, en contra de tales adversarios de la paz evangélica, para confirmar y ordenar la unanimidad, la paz, la concordia y la igualdad de todo el pueblo cristiano congregado en la fe y en el nombre de Cristo, tanto de los judíos como de los gentiles, y con cualesquiera otros en todo y por todo, excepto en lo que los méritos o desmerecimientos personales de cualquiera de ellos pidiesen que se hiciese en otra forma, sin poner nunca diferencias de raza alguna de la que hubieran venido a la fe de Cristo. Especialmente, sin embargo, se han aducido muchos testimonios firmísimos de todas las clases de Escritura del propio nuevo Testamento, esto es, de la ley, o sea de los santos evangelios de Cristo; sapiencial, de las cartas canónicas de los apóstoles; histórica, de los Hechos de los Apóstoles; profética, del Apocalipsis del apóstol san Juan.

De todo ello y de cada una de estas cosas, si esos adversarios de la verdad hubiesen querido consultar la regla de la fe como de los lugares más claros y firmes de la Escritura, fácilmente encontrarían de donde deshacer y desbaratar todas esas trampas que se afanaron en componer de ciertas menos sólidas ambigüedades de las Escrituras para confirmar y establecer su erróneo propósito, como verá con toda claridad el que quisiere verlo a lo largo de dichos capítulos. Por lo que es bien claro que abandonaron la fuente de aguas vivas y se cavaron cisternas agrietadas que no retienen el agua, como escribe el profeta Jeremías (Cf. Jr 2, 13).

La tercera regla para que no nos equivoquemos tiene que ser, según el decir de san Agustín, que siempre y en todo sigamos la autoridad de la Iglesia. Pues cualquiera siempre debe consultar la regla de la fe que recibió de los lugares más claros de la Escritura y de la autoridad de la Iglesia, como él dice; pues tan grande es esta autoridad de la Iglesia que de ella ha dicho san Agustín:

«No creería en el evangelio si la autoridad de la Iglesia no me empujase a ello»; lo que también podría decirse al revés, como explica el doctor solemne Juan de Gerson: «No creería en la Iglesia si no me impulsasen la autoridad del evangelio y la de la sagrada Escritura», y así, bajo aspectos diferentes la autoridad de ambas, es decir de la Iglesia y del evangelio, se confirman mutuamente. Aunque más correctamente y con más claridad haya que decir, según lo que explica Ockham en el libro primero de los Diálogos, que allí san Agustín toma el nombre de Iglesia por toda la congregación de los católicos, no sólo de los vivos sino también de los muertos, como también así toma el mismo nombre de Iglesia en el libro contra los Maniqueos y aparece en los sagrados cánones, donde dice: «Es bien claro que en lo dudoso en orden a la fe, esto es, en orden a la certeza, vale la autoridad de la Iglesia universal, que se afirma desde las mismas bien fundadas sedes de los apóstoles hasta el día de hoy por la serie sucesiva de los obispos y el consentimiento de tantos pueblos». Y así entendido de este modo el nombre de Iglesia incluye y comprende todos los obispos y pueblos, desde el tiempo de los apóstoles hasta el día de hoy sucesivamente; e incluso también la muchedumbre de los fieles católicos que existieron desde los tiempos de los profetas y de los apóstoles hasta ahora; y así también incluye a los propios profetas y apóstoles, y también a los evangelistas y todos los santos y los demás fieles católicos; y, lo que todavía es más, incluye también el mismo santo evangelio y la sagrada Escritura y todas sus explicaciones católicas; por lo que, como todo esto es más que el evangelio, por incluirlo dentro de sí como el todo abarca la parte, correctamente dice san Agustín que es mayor la autoridad de esta Iglesia que la del evangelio. No es que haya que dudar en forma alguna del evangelio, sino que es mayor la autoridad del evangelio y de todo esto tomado en junto, que la del solo evangelio, como es mayor la autoridad del todo que la de la parte.

Por lo tanto, tenemos que consultar y seguir completamente esta autoridad de la Iglesia así entendida, que es tal y tan grande que no hay nada que le sea superior para buscar y retener la fe y la certeza en cualquier cosa dudosa. Pues la autoridad de la Iglesia es poderosísima y ciertísima y hay que buscarla y retenerla siempre en todo, en las verdades que la misma Iglesia universal ha determinado y que por indudable conexión de los apóstoles hasta nosotros nos llegaron por sucesión continua.

Pero esta autoridad de la santa madre Iglesia se encuentra y se observa en ella de dos modos, para explicarlo así brevemente como se encuentra en los sagrados cánones, esto es la escritura y la sucesión tácita o el uso y costumbre, a todo lo cual se le debe el mismo respeto y el mismo afecto piadoso, como allí se dice. La Escritura ya es conocida, aunque también aglutina y asocia muchas cosas observadas y legadas por los mismos santos apóstoles, aunque no hayan sido escritas, y que llegaron hasta estos tiempos por el ministerio de la sucesión y de él recibieron su fuerza y ratificación, como allí se dice. Pues nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo muchas cosas, y consiguientemente también sus santos apóstoles, que no están escritas, sino que las recibió y observa la santa madre Iglesia de los apóstoles por un cierto ministerio de sucesión, como también está escrito y se indica en las Decretales.

A esta autoridad de la Iglesia se refería siempre el apóstol Pablo en sus predicaciones, como se encuentra en los Hechos de los Apóstoles: «Recorrió Siria y Cilicia consolidando las Iglesias y transmitiendo las prescripciones de los presbíteros» (Hch 15, 41 Texto occ.). E incluso, lo que es todavía más, quiso confrontar con esta autoridad de la Iglesia su evangelio que estaba predicando, y que subió a Jerusalén y confrontó su evangelio con los apóstoles, es decir, con los que parecían más notables, por saber si corría o si había corrido en vano, como escribe a los Gálatas (Cf. Ga 2, 2). Pero quizás literalmente no haya que entender que el Apóstol dudase haber predicado algo que no fuese verdadero o algo dudoso, ya que tenía la certeza de la verdad de su predicación por la revelación de Dios, como poco antes había escrito en la misma carta: «Porque os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mi, no es cosa de hombres, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Ga 1, 11-12). Por lo tanto quizás literalmente se refiera a la apreciación de los simples, que podrían dudar de eso a no ser que lo confrontase con los principales apóstoles. Quiso también el santo Apóstol ofrecernos y dejarnos con ello ejemplo para que siempre y en todo busquemos y consultemos la autoridad de la Iglesia y confrontemos con ella nuestra predicación entera, aunque sepamos que no nos encontramos en duda alguna y que nada vamos a aprender de nuevo en tal confrontación y comparación con la Iglesia.

Del segundo modo se retiene y se guarda esta autoridad de la santa madre Iglesia por el uso y la costumbre, ya que «no es despreciable la autoridad de la costumbre y del uso prolongado», como dicen los sagrados cánones. Por eso es por lo que, por tal costumbre de la Iglesia, defiende santo Tomás que no pueden bautizarse los hijos de los judíos contra la voluntad de sus padres y desaprueba a los que querían introducir lo contrario dentro de la Iglesia, aunque tal nuevo uso pareciese ser santo y piadosísimo y tuviese de suyo muchas razones y testimonios a su favor; y estas son sus palabras: «La costumbre goza de máxima autoridad en la Iglesia y siempre ha de guardarse en todo, porque también la misma doctrina de los doctores católicos tiene su autoridad por la Iglesia; por lo que más hay que quedarse con la costumbre de la Iglesia que con la autoridad de Agustín o de Jerónimo o de cualquier doctor. Pero la Iglesia nunca tuvo la costumbre de que se bautizasen los hijos de los judíos contra la voluntad de sus padres, por más que ha habido en los tiempos pasados príncipes católicos poderosísimos, cual Constantino, Teodosio y otros más, de quienes fueron parientes obispos santísimos, como Silvestre de Constantino y Ambrosio de Teodosio, quienes en forma alguna hubieran dejado de pedírselo a ellos si es que fuese conforme a razón; y por eso parece peligroso introducir de nuevo el aserto de bautizar a los hijos de los judíos contra la voluntad de sus padres, al margen de la costumbre observada hasta ahora en la Iglesia...»: esto dice santo Tomás. Y lo mismo dice en la Suma Teológica: «Hay que guardar siempre en todo las costumbres de la Iglesia y hay que apoyarse en ellas mejor que en la autoridad de cualquier doctor». También el apóstol san Pablo resuelve estas cuestiones y argumenta y reprende en ellas a las personas intrigantes, y lo hace con la única razón de la costumbre de la Iglesia: «De todos modos, si alguien quiere discutir, no es ésa nuestra costumbre ni la de las Iglesias de Dios» (1 Co 11, 16), es decir, que se haga lo que ellos pretenden introducir y hacer ahora.

Pero de todo lo dicho aparece bien claro cuánta ha sido la temeridad y audacia de estas personas que quieren separar de la Iglesia de Dios a los que se habían convertido del judaísmo y hecho cristianos por el bautismo, y de los que se esfuerzan por excluirlos de los oficios y dignidades y de los demás honores de la Iglesia de Dios; por ser esto evidentemente contra la autoridad de la Iglesia universal, contra su sagrada Escritura y sucesión tácita, contra su uso y costumbre prolongado desde los santos apóstoles hasta ahora, y contra sus honorables concilios, es decir, como relatan los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 15, 1-31; 11, 1-18) y como expliqué ampliamente en el capítulo XL, también contra el concilio Niceno, en el que se puso en el símbolo como artículo de la fe y se canta en la Iglesia todos los domingos que es: «una, santa, católica y apostólica Iglesia» (y que es católica es decir que es común, como expuse en el capítulo XXVIII), que hay un solo bautismo y también una comunión de los santos, es decir, de todos los fieles.

Incluso resulta clarísimo que la posición y también la temeridad de ésos va contra toda la sagrada Escritura de uno y otro Testamento y especialmente contra la doctrina explícita del apóstol san Pablo, y contra los decretos de los sumos Pontífices y su autoridad, como podrá quedar claro en el decurso completo de este libro a cualquiera que lo mire, especialmente hasta el capítulo XLIV inclusive.

También es evidente que tal temeridad y contienda va abiertamente contra el uso y costumbre de la Iglesia universal entera, que ha guardado manifiestamente lo contrario desde los mismos apóstoles hasta ahora. Por lo que creo que ni siquiera los mismos émulos y propugnadores de esta pérfida contienda se atreverán a discutir ni negar tal costumbre de la Iglesia, incluso en la misma santa Iglesia Toledana, a la que estiman defender con esta pertinacia suya, ya que también en ella, al igual que en toda la Iglesia universal, ha habido prebendados y sacerdotes y ocupantes de oficios, honores y dignidades muchos que eran ya fieles cristianos de la raza judía, como también otros fieles cristianos de raza gentil, y eso siempre, desde su comienzo y fundación hasta ahora. Ya que también por aquellos tiempos en que nuestros padres se ensañaban en los concilios toledanos contra la perfidia de los judíos, como se ha tratado en los capítulos anteriores. Juliano Pomerio, nacido de padres judíos, tercero después de san Ildefonso, rigió la misma Iglesia Toledana, y bajo él se celebraron los concilios toledanos duodécimo, décimo tercero, décimo cuarto y décimo quinto, en el reinado de los reyes Ervigio y Egica. Fue este célebre pontífice un varón santo y célebre doctor en su tiempo, al que cita el Maestro de las Sentencias al tratar sobre si el fuego del infierno puede afectar al espíritu.

Por lo tanto, con razón quedan convictos y son inexcusables tanto ellos como sus seguidores y los que se adhieren a esta secta, sin que pueda salvarlos disculpa alguna de ignorancia o simplicidad, según explica santo Tomás con estas palabras: «En lo que pertenece a la fe y a las buenas costumbres nadie se excusa, si sigue la opinión errónea de algún maestro, pues en tales cosas no excusa la ignorancia: de otra forma estarían inmunes de pecado los que siguieron las opiniones de Arrio y Nestorio y de los demás herejes; ni puede tener excusa por la simplicidad de los oyentes, si en tales cosas siguen una opinión errónea; pues en los temas dudosos no hay que prestar asentimiento con facilidad, sino más bien, como dice Agustín en el tercer libro de la Doctrina cristiana, cada uno habrá de consultar la regla de la fe que se toma de los lugares más claros de las Escrituras y de la autoridad de la Iglesia. Por tanto, quien asiente a la opinión de algún maestro contra el manifiesto testimonio de la Escritura o también contra lo que públicamente se enseña según la autoridad de la Iglesia, no puede excusarse del vicio de error».

Ahí se ve con qué claridad condena a estos nuevos doctores y envidiosos y pertinaces luchadores con sus discípulos y secuaces, si alguien quiere fijarse con atención en todo lo que se ha dicho en este capítulo que, si se analiza correcta y diligentemente, podría y debería bastar para dejar convictos y también para destruir tal postura y error pertinaz, y para condenar también a sus autores, secuaces y defensores, sin excusa alguna que, por otra parte, no pueden tener, como se ha dicho. Pues tendrían que haber consultado la regla de la fe: la autoridad de la Iglesia y la sagrada Escritura tomada en sus lugares más claros, y también el uso y la costumbre de la Iglesia universal. Tendrían también que haber consultado las sedes episcopales y luego las metropolitanas, y así sucesivamente hasta la Sede apostólica, a la que siempre se deben reservar las cuestiones más importantes y difíciles para que ella las declare y determine, como de muchas maneras indican los sagrados cánones.

Así subieron a Jerusalén Pablo y Bernabé hasta los apóstoles y ancianos para determinar tales cuestiones más difíciles, enviados por la Iglesia que estaba congregada en Antioquía; exponiendo allí su parecer Pedro y Santiago y con la concurrencia y el consentimiento del conjunto de apóstoles y ancianos en pleno, se determinaron estas cuestiones que se les habían llevado y se dilucidó la fe, con lo que después ya tuvo enseñanza y paz la iglesia de Antioquía que antes estaba perturbada, como se escribe en los Hechos de los Apóstoles. Así cabalmente tendrían que haber hecho esos recientes emuladores: recurrir a los ancianos mejores y más entendidos, y después a las sedes episcopales, procediendo según los decretos establecidos en los sagrados cánones hasta la misma, santísima Sede apostólica de san Pedro, si fuese necesario.

Pero como por el contrario cerraron sus oídos para no llegar a entender y hacerlo bien, y arremetieron todos a una, resulta claro que se torcieron desde el seno, es decir, de la autoridad de la santa madre Iglesia, y así hablaron mentira (Cf. Sal 58, 4). Pues la santa madre Iglesia nos enseña con las reglas ya expuestas toda verdad que corresponde a la fe y a las buenas costumbres y todo ministerio de piedad y toda regla de disciplina cristiana, con tal que mediante dichas reglas cualquiera humilde y devotamente quisiera consultar a la santa madre Iglesia, escucharla con obediencia y seguirla con fidelidad; de tal forma que es inexcusable todo el que temerariamente juzga a otro, si se equivoca por ignorancia o por maldad al hacerlo en contra de él, sin querer consultar a la Iglesia ni seguir sus reglas para la verdad, tal como lo hicieron estos falsos émulos que se torcieron desde su seno y hablaron la mentira, como se ha dicho.

Pero la santa madre Iglesia permanece siempre íntegra e inviolada y aunada por una caridad indisoluble, y terrible ante sus enemigos como batallones dispuestos al combate. Acerca de su celestial y abundante enseñanza así habla san Agustín dirigiéndose a ella en el libro sobre las Costumbres de la Iglesia, diciéndole: «Con razón Iglesia universal, madre purísima de los cristianos: que no solamente enseñas que hay que adorar pura y castamente a aquél cuya adopción es la vida bienaventurada, sin empujarnos a adorar a criatura alguna a quien tengamos que servir, y que excluyes de aquella incorruptible e inviolable eternidad en cuya única adhesión el alma inmortal no es desgraciada, todo lo que es creado, lo perjudicial por el cambio, lo sometido al tiempo, y que no mezclas lo que la eternidad, lo que la verdad y también lo que la paz misma separa; sino que también de tal forma abarcas el amor y la caridad del prójimo que en ti sobresale toda curación de los variados miembros cuyas almas enferman por sus pecados. Tú cultivas y enseñas infantilmente a los niños, con fortaleza a los jóvenes, con tranquilidad a los ancianos. Tú sometes las mujeres a sus maridos, no para saciar la concupiscencia, sino para extender la descendencia y para establecer la sociedad familiar en casta y fiel obediencia. Tú confías con las leyes de un amor sincero sus esposas a los varones para que no burlen al sexo más débil. Tú sometes los hijos a sus padres con cierta servidumbre libre. Antepones los padres a los hijos con filial amor. Tú unes los hermanos a los hermanos con la atadura de la religión, más firme y más apretada que la sangre. Tú estrechas con la caridad mutua todo parentesco familiar y las vaguedades del parentesco por alianza respetando los lazos de la naturaleza y del querer. Tú enseñas que los siervos estén junto a sus dueños no tanto por obligación de su condición cuanto por el deleite de su servicio. Tú haces a los dueños indulgentes con sus siervos en consideración al Señor común Dios supremo, bien dispuestos tanto para el consejo como para la unión. Tú aúnas los ciudadanos con los ciudadanos, las naciones con las naciones, y en adelante no sólo por comunidad sino también por cierta fraternidad se aunarán las personas por recuerdo de nuestros primeros padres. Enseñas que los reyes velen por los pueblos. Amonestas a los pueblos a que se sometan a los reyes. Diligentemente enseñas a quiénes se deba honor, a quiénes afecto, a quiénes reverencia, a quiénes respeto, a quiénes consuelo, a quiénes advertencia, a quiénes corrección, a quiénes castigo, a quiénes reprensión, a quiénes tormento, haciendo ver cómo no debe ser todo para todos, pero para todos la caridad y para nadie la injuria».




ArribaAbajoCapítulo XLVIII

En el que descendiendo a las objeciones concretas se pone la respuesta apropiada al primer argumento sobre la muerte de Cristo, con las otras confirmaciones y testimonios correspondientes a él: esto es. Hasta el argumento de la semejanza con los madianitas exclusive


Por cierto que podrían de suyo las cosas que ahora se han dicho en general, aplicándolas a cada uno de los argumentos y objeciones, ser suficientes para resolverlos y deshacerlos completamente sin añadir nada más de ninguna otra cosa. Pero para resolver en concreto las objeciones presentadas y mostrar a plena luz tales errores, será útil y conveniente al tema bajar a deshacer cada uno de los argumentos continuando la exposición y resolver, deshaciendo cada uno de ellos en particular, tanto de los que se han dicho aquí como de los otros restantes. Pues, según dice Aristóteles, no solamente conviene decir las cosas en general sino también adaptarlas a aquellas que se dan en lo concreto; ya que, como ahí mismo se dice, en los razonamientos que versan sobre las actuaciones, los generales son completamente inútiles, pero los concretos son más verdaderos. En esta forma, por tanto, la verdad, que lo vence todo, brillará más clara, y la falsedad misma se destruirá y sucumbirá más abiertamente; ya que, como escribe Lactancio, tal es la naturaleza de las mentiras que no pueden ser coherentes, pero en aquello cuya relación es verdadera la verdad por todas partes y consigo del lodo concuerda, y por eso convence porque está apoyada en una razón constante; y como escribe Aristóteles, justamente todo concuerda con lo verdadero, pero lo verdadero enseguida discrepa de lo falso.

Aplicando, por tanto, lo que se ha dicho a resolver en concreto cada uno de los argumentos, veamos cómo se demuestran que son mentiras falsas y que no pueden mantenerse ni concordar en forma alguna consigo mismas, sino que discrepan totalmente del verdadero sentido de la sagrada Escritura y de la verdad de la fe católica y de la autoridad de la santa madre Iglesia.

El primer argumento era sobre el pecado de la muerte de Cristo, nuestro verdadero Redentor, por el que ellos y sus padres merecieron el cautiverio y la separación de los demás fieles, etc. A esto hay que decir brevemente que todo eso hay que entenderlo de los judíos que permanecen en el judaísmo, y a quienes también yo he atacado con una amplia execración y maldición, especialmente desde el capítulo XXIII hasta el XXVI inclusive de esta misma obra; donde he mostrada que son verdaderos y crueles enemigos de la Iglesia, malditos de Dios, que su sinagoga es la sinagoga de Satanás, que ha llegado la ira de Dios sobre ellos hasta el fin, que deben permanecer entre nosotros bajo estricto cautiverio, que los fieles cristianos se deben separar de ellos con afán diligente, que tienen siempre que evitarlos como a una peste y enemigos de todo el género humano, y otras cosas más que he escrito contra ellos en los capítulos dichos, tanto de los testimonios de la sagrada Escritura como de los decretos de los sumos Pontífices y de los escritos de los santos doctores; todo lo cual ojalá todos los fieles cristianos lo leyeran y entendieran con toda diligencia y lo guardaran con fidelidad, para que tantos males como de tales pérfidos judíos sobrevienen a la Iglesia de Dios, al menos en nuestras tierras cesasen y se acabasen.

Pero una vez que se hubieren convertido a la santa madre Iglesia por la fe y hubieren ingresado a ella por el sagrado bautismo y se contaren con el pueblo cristiano, ya en adelante tenemos que tratarlos con igual gracia y amor que a los demás fieles, participando con nosotros en todos los beneficios y honores de la Iglesia según la capacidad de cada uno de ellos; ni ya en adelante se ha de tener a ninguno de ellos como a judío, ni llamarlo hijo de judíos ni juzgarlo por las costumbres y leyes de los judíos; porque, desde que ingresó en la Iglesia por la fe y el santo bautismo, desde ese momento se vio libre de las penas del judaísmo y se revistió de la libertad y gracia de la santa madre Iglesia y se contó con los demás como hijo y heredero de todos los bienes, como expliqué todo esto y otras cosas más en los capítulos XXVI y XXVII.

Pues cualquiera que se bautiza se incorpora a Cristo por el bautismo, y muere y es sepultado junto con él, y se bautiza en su muerte, como dice el Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 6, 3-11); por eso el bautismo de Cristo, por su propia virtud, le transfiere y traspasa la eficacia entera de la pasión de Cristo al que se bautiza, por lo que el bautizado muere en él completamente a la vida anterior, se le quita toda la culpa tanto original como actual y también toda pena debida al pecado actual, por virtud del bautismo y de la pasión de Cristo que actúa en él. Por lo que totalmente muere a la vida anterior y aunque hubiera cometido millones de pecados antes de recibir el sagrado bautismo ya no se le tiene en cuenta ninguno después de recibir el bautismo, sino que se consideran como si nunca se hubieran cometido tanto respecto a la culpa como respecto a la pena.

Sobre esto es muy clara la enseñanza de los santos doctores, e incluso también del Apóstol Pablo y también del santo evangelio y de la fe cristiana entera, por lo que la paso por alto. Pero respecto a esto hay una cosa y es que no hay diferencia entre que sea gentil o judío quien se bautiza, porque todos pecaron al menos con el pecado original y todos necesitan la justificación: «Pues ya demostramos que tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado» (Rm 3, 10), se entiende antes de la conversión; y luego: «...pues no hay diferencia alguna», esto es, entre los judíos y gentiles respecto a la justificación por la fe de Cristo: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rm 3, 22-23), es decir, tanto los judíos como los gentiles están privados de la gracia, por la que aparece glorioso en los justificados mediante ella.

También el Apóstol explica esto mismo más ampliamente a los Efesios, donde dice entre otras cosas: «... destinados por naturaleza, como los demás, a la Cólera... Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados-...» (Ef 2, 3-5), donde también dice así la glosa ordinaria: «Pues éramos nosotros por naturaleza hijos de la Cólera, esto es, hijos de la venganza, hijos de la pena, hijos del infierno. ¿Por qué por naturaleza? Porque al pecar el primer hombre el vicio se arraigó en lugar de la naturaleza; pues el género humano se hizo culpable de una condenación justa y todos eran hijos de la cólera, de la que dice el Señor: Quien no cree en el Hijo no tiene la vida sino que la cólera de Dios permanece sobre él; y no dice: viene, sino: permanece. Ciertamente todo hombre nace con esta cólera, y es la cólera aquella con la que todos hemos nacido y a la que nos adherimos al nacer: cólera por la propagación de la iniquidad, por la pasta del pecado». Y más adelante: «Eramos por naturaleza hijos de la Cólera, como los demás: como si dijese: ya que esto que se ha dicho estaba en nosotros como en los gentiles, no se desespere el gentil de estar en igualdad con los judíos, porque también nosotros como ellos éramos hijos de la Cólera. Al estar los hombres bajo esta cólera por el pecado original, tanto más grave y perjudicialmente cuantos más o mayores pecados añadieron todavía, era necesario el Mediador, o sea, el Reconciliador que aplacase esta Cólera con la oblación de un sacrificio singular». Por donde añade: «Pero Dios, que es rico en misericordia porque perdona los pecados actuales y originales, él, repito, no a causa de nuestro merecimiento, sino por su gran amor con que nos ha amado a los judíos y gentiles, no solamente después de ser justos, sino también cuando estábamos muertos por los pecados nos dio vida». Y luego: «Nosotros muchas veces nos hemos comportado mal, pero Dios, que es rico en misericordia, a nosotros los judíos nos dio vida junto con Cristo, como también igualmente a vosotros los gentiles os dio vida con él. Esto añade: Por cuya gracia, es decir, por la gracia de Cristo, también vosotros los gentiles estáis salvados al igual que nosotros los judíos y a unos y otros nos con-resucitó, es decir, nos hizo resucitar junto con Cristo». Y después: «Nos dio vida con Cristo a nosotros, los que antes estábamos muertos, para mostrar a los siglos venideros, o sea a nuestros descendientes, las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Jesucristo...».

Por cierto que el Apóstol insinúa mucho y lo explica la glosa en el texto citado: primero lo que ya se ha dicho, y es que el hombre entero se renueva en el bautismo y pasa a una nueva vida quedando constituido heredero de los bienes de la Iglesia: pues «les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12), «y, si hijos, también herederos» (Rm 8, 17). Por lo que, escribiendo a los Corintios, después de enumerar el Apóstol muchos y gravísimos tipos de pecado en los que los corintios habían estado envueltos antes del bautismo, enseguida añade que están limpios por el sagrado bautismo, diciendo: «Y tales fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados -por el bautismo, como dice la glosa-, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo...» (ICo 6. 9-11).

Lo segundo es que esta santificación por el bautismo es tan necesaria a los gentiles como a los judíos si quieren salvarse y contarse y estar entre los hijos de la Iglesia: pues todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, como acaba de decirse: ciertamente pecaron por el pecado original con el que todos nacemos hijos de la Cólera, como se ha dicho; también pecaron con pecados actuales tanto los judíos como los gentiles en la misma crucifixión de Cristo, en la que se aliaron unos y otros contra él y la consumaron, como se dice en los Hechos de los Apóstoles: «Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y en tu sabiduría habías predeterminado» (Hch 4, 27-28); también esto resulta claro por los cuatro santos evangelios, donde se relata esta historia de la pasión de Cristo hecha a la vez por los judíos y gentiles; pecaron también unos y otros, judíos y gentiles, en la crudelísima persecución de los mártires y de la ley de Cristo, como aparece en las actas de los santos mártires, contra quienes más perseveraron los propios gentiles casi durante 400 años, como aparece en dichas historias y en muchas otras; y de estas persecuciones de la Iglesia hechas por los gentiles describe y resume muchas san Agustín en la Ciudad de Dios; también pecaron hasta hoy y pecan cada día los judíos y los gentiles contra Cristo, a quien persiguen en sus miembros y en los ataques al santo nombre de Jesucristo y a su ley evangélica, tanto aborreciéndola hasta donde les es posible como luchando contra la Iglesia de Cristo e invadiendo sus tierras y santos lugares, como resulta claro de los sarracenos y los turcos; incluso pecarán unos y otros, tanto los judíos como los gentiles, hasta el fin del mundo en estos odiosos ataques suyos contra la ley de Cristo y su santa Iglesia, a la que siempre odiarán todos los infieles mientras lo sigan siendo, y la perseguirán hasta donde puedan; y, sin embargo, como se ha dicho antes en el capítulo XXXIX siguiendo los testimonios de los doctores, tanto la gentilidad como el paganismo durarán hasta el fin del mundo y, por lo tanto, siempre odiarán a la Iglesia de Cristo y la perseguirán en lo posible; y cada día hasta aquel entonces algunos volverán y se convertirán a la Iglesia de Cristo de uno y otro pueblo de los judíos y de los gentiles, hasta que todos al fin del mundo, tanto los judíos como los gentiles, se conviertan a la vez, y entonces se hará perfectamente un solo rebaño y un solo pastor de unos y otros (Cf. Jn 10, 16), es decir, la única Iglesia y el único Jesucristo que la gobierna, como expliqué en aquel capítulo y también en el XXVI; y así resulta claro que pecaron todos, tanto judíos como gentiles, y están privados de la gloria de Dios, y que esta santificación que se otorga por el bautismo a los fieles que ingresan en la Iglesia de Cristo les es necesaria a todos ellos y se les confiere sin diferencias y por igual y tiene que conferírseles a cada uno de ellos, ya que en esto no hay diferencia entre judío y griego (Cf. Rm 10, 12).

También se ve claro, respecto a dicha santificación e incorporación a la santa Iglesia y a adquirir la deseable filiación y a tener la herencia con los demás fieles de todos sus bienes, que no hay diferencia en si alguno se convierte y llega a la Iglesia de la gentilidad o del judaísmo, y en si antes de su conversión era muy obstinado en su infidelidad y había perseguido mucho a la Iglesia de Dios o poco, y en si había cometido muchos y gravísimos pecados o pocos y leves; porque todos se le perdonan por igual y todo se le otorga al nuevo bautizado, e igualmente renace a una nueva vida y muere a su vida anterior, e igualmente se hace hijo de la Iglesia y heredero suyo en todos sus bienes junto con todos los demás fieles suyos, según la medida de la fe que Cristo le haya concedido y según su capacidad apropiada y la ordenada distribución del que rige la Iglesia.

Incluso cuanto más grandes y más graves pecados hubiera tenido el que se bautiza, tanto más necesitará del Mediador y Reconciliador, como se ha dicho hace poco en la glosa citada, y tanto más resplandecerá en él la virtud de la pasión de Cristo y sobreabundará la gracia de su pasión que entonces a él se le otorga y se le comunica en el bautismo: «Pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20): pues este es el altísimo distintivo de la paciencia de Dios y el poder admirable de la pasión de Cristo, como escribe san Cipriano, es decir, que se justifica y se honra con la sangre de la pasión de Cristo incluso aquel que derramó la sangre de Cristo; y así queda claro, como dice el Apóstol a los Romanos, que «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11, 32), porque, así como los gentiles antes de la venida de Cristo estuvieron entregados a la idolatría, así también después de la venida de Cristo muchos de ellos permanecen en la infidelidad; pero los judíos en su mayor parte se han quedado en su infidelidad, para que con todos use de su misericordia, es decir, convirtiéndolos y congregándolos como nuevos hijos de la Iglesia; y así en éstos y en aquéllos se muestra la fragilidad humana en sus pecados, y la bondad divina en el beneficio de la vocación, y su admirable generosidad en la munificencia de justificación y de santificación.

Y ciertamente esta vocación y justificación a la santificación en el sacramento del bautismo, como desde el comienzo de la pasión de Cristo comenzó en Pablo y Apolo y muchos otros que se hicieron instrumentos de elección y honor en la Iglesia de Dios, que presidieron y a la que aprovecharon en mucho con sus predicaciones y enseñanzas, como se dice en los Hechos de los Apóstoles que multitud de sacerdotes iban aceptando la fe (Cf. Hch 6, 7), de quienes se cree que aprovechaban mucho a la Iglesia de Dios después de su conversión por ser letrados e instruidos en la ley; así también ha sucedido a lo largo del tiempo que muchos se han convertido del judaísmo y se han salvado y aprovecharon a otros en el gobierno de la Iglesia que presidieron, de quienes también dice san Agustín en la Ciudad de Dios que muchos judíos se convirtieron después de la pasión de Cristo al considerar las Escrituras; así también hemos visto y vemos en nuestros tiempos a muchos que se han convertido de los judíos vivir rectamente y caminar en la fe de Cristo, y a algunos de ellos ser obispos y prelados y aprovechar y servir muy bien a la Iglesia de Dios en su régimen y gobierno; así también ha de ser hasta el fin del mundo que siempre paulatina y sucesivamente muchos de ellos se convertirán a la fe de Cristo y se incorporarán a la Iglesia de Dios y muchos de ellos le serán de provecho; y así el resto de Israel se salvará siempre, como ampliamente he explicado todo esto en los pasados capítulos XXVI y XXVIII; donde claramente se había expuesto que había dos pechos de la Iglesia que eran las dos clases de predicadores, una de la incircuncisión y otra de la circuncisión, y que ellos en la Iglesia tenían siempre que saber en paz y concordia, y consiguientemente ser estimados a la par, como quedó bien claro allí como he dicho.

Pero hacia el fin del mundo todos se convertirán igualmente a Cristo y lo confesarán libre e intrépidamente con los demás fieles con los que estarán unánimes, y todo lo demás que escribí ampliamente como punto final en dicho capítulo XXVI.

Por lo tanto, los fieles no han de despreciar todo esto con sus envidiosas murmuraciones, los que se estiman y jactan de haber llegado a primera hora en adelante a ]a viña del Señor que es la Iglesia y haber trabajado en ella durante mucho tiempo, contra los que parece que han llegado tarde y a última hora y que en cierta forma han trabajado poco en la viña del Señor, por el hecho de que en la Iglesia reciben iguales dones de honor y de gracia que ellos; incluso contra el mismo Señor de majestad, dominador de toda la tierra y universal padre de familia de su propia viña, diciéndole: «Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor»; pues de otra forma Cristo responderá a tal murmurador lo que él mismo responde en el evangelio diciéndole: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?» (Mt 20, 11-15). Y es cierto que esta parábola evangélica fue pronunciada por Cristo y también aplicada a ilustrar y concluir el tema que estamos tratando, y es que todos los fieles desde el renacimiento del sagrado bautismo en adelante están en igualdad de derecho, honor y gracia en la santa Iglesia católica cuando y de dondequiera que lleguen a ella. Pero a aquellos que quieren oponerse y contradecir esta abundancia de gracia evangélica ampliamente difundida sobre todos los que llegan a la Iglesia, hay que considerarlos envidiosos y murmuradores y, en consecuencia, hay que reprenderlos y apartarlos si perduran en tal murmuración envidiosa.

Con razón queda por concluir con el Apóstol que más bien tenemos que admirarnos y alabar tal abundante fluir de caridad y gracia de nuestro gloriosísimo Salvador, que derramó con abundancia sobre todos sus fieles por su pura y grandiosa liberalidad sin acepción alguna de personas, como se admiró con vehemencia el mismo Apóstol y alabó a Dios, después de decir: «Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia», añadiendo: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le dio primero, que tenga derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos! Amén» (Rm 11. 32-35).

Resulta claro que tal paridad de gracia y honor en todos los fieles de Cristo es única e igual para todos ellos al ingresar por el bautismo en su santa Iglesia, ya judíos ya gentiles, y que siempre permanecerá única y la misma en ellos hasta el fin del mundo como lo fue desde el comienzo de la pasión de Cristo. Por lo que, cuando hablaba el Apóstol a los Efesios de esta igualdad de gracia y justificación, enseguida la extendió a todos los siglos futuros diciendo: «a fin de mostrar a los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús...» (Ef 2, 7); donde comenta la glosa: «A los siglos venideros, es decir, a nuestros posteriores». Ni en forma alguna puede cambiar la Iglesia esta sobreabundante gracia entregada y concedida por la pasión y muerte de Cristo en los sacramentos de la Iglesia a todas las gentes, tanto judíos como gentiles, como tampoco puede cambiar los mismos sacramentos establecidos y entregados a ella por Cristo. «Ya que los ministros de la Iglesia se establecen en una Iglesia fundada por el poder de Dios: 'Yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí' (Le 22, 29). Y por eso el establecimiento de la Iglesia antecede a la actuación de sus ministros, como la obra de la creación antecede a la obra de la naturaleza; y como la Iglesia ha sido fundada con la fe y los sacramentos, por eso no corresponde a los ministros de la Iglesia establecer nuevos artículos de la fe ni quitar los establecidos ni establecer nuevos sacramentos ni quitar los establecidos, sino que ésta es una potestad de supremacía que únicamente corresponde a Cristo, que es el fundador y realizador de la Iglesia». Y estas palabras son de santo Tomás comentando las Sentencias. Y el mismo argumento hay del poder del sacramento que hay de su institución, pues de uno y el mismo procede el poder y la institución del sacramento, como también dice en la Suma Teológica.

Y por eso, así como la Iglesia no puede establecer un nuevo sacramento ni darle poder, que depende sólo de Dios, así tampoco puede quitar ningún sacramento instituido por Cristo ni privarlo de su poder que le concedió Cristo. Por lo tanto, como el sacramento del bautismo instituido por Cristo ha recibido de él el poder de que cualquiera que se bautice se bautice en la muerte de Cristo y muera y sea sepultado con él, y que el bautismo transfiera y comunique al que se bautiza la eficacia entera de la pasión de Cristo, y que muera del todo a su vida anterior y que se le quite toda culpa, tanto original como actual, y también toda la pena correspondiente al pecado actual, y que el que así recibe el bautismo se convierta en nueva criatura haciéndose miembro de Cristo e hijo de Dios y de la Iglesia y heredero de todos sus bienes, como se ha tratado ya todo esto antes en este mismo capítulo; y como también Cristo, su fundador y realizador, lo ha instituido por igual y equitativamente en todo y por todo tanto para los judíos como para los gentiles, e igual y equitativamente ha dispuesto que se lo administre a todos ellos, y ha querido que todos los que se bauticen reciban de él igual virtud, gracia y honor, como se dice en el evangelio: «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación» «bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Me 16, 15; Mt 28, 19); en consecuencia la Iglesia de ninguna forma puede privar de este poder a dicho sacramento del bautismo, ni diversificar este poder ni administrarlo en el sacramento a pequeña escala, ni de una forma concederlo a un pueblo y de otra forma a otro contra la institución y el mandato de Cristo, de modo que un judío ritual y correctamente bautizado no reciba y obtenga la misma justificación, gracia y honor y sea hijo, miembro y heredero de la Iglesia, con lo demás que se ha dicho, igual y equitativamente como cualquier otro griego, gentil o bárbaro.

Además, si la Iglesia quisiera hacer esto y administrar los sacramentos de Cristo de una forma a una raza o pueblo de otra forma a otro, y que un pueblo reciba de ellos un efecto, eficacia, gracias y dones distintos de los que reciba el otro, se destruiría a sí misma y no podría subsistir; como destruiría el poder y la eficacia de los sacramentos, y al privarlos de su poder y eficacia los privaría de su esencia, y así eliminados los sacramentos por tales diferencias de administración, también se perdería la unidad de la Iglesia, de la que es artículo de fe que es «una santa Iglesia católica», porque ya no sería una, ni todos sus fieles serían una cosa, como Cristo rogó y quiso que sucediese siempre entre todos los que iban a creer en él, como se explicará más ampliamente con la ayuda de Dios en el capítulo siguiente; y Cristo estaría dividido entre nosotros en contra del Apóstol (Cf. 1 Co 1, 13), y así, en consecuencia, la Iglesia se destruiría a sí misma al quedar destruidos los sacramentos y el artículo de fe de su unidad, sobre los que fue y está fundada por Cristo, como se ha dicho; ni ya podría sostenerse en adelante, y se cumplirían las palabras de Cristo acerca de tal división: «Todo reino dividido en sí mismo queda desolado» (Le 11, 17).

Esto es el honor y la gloria y la exaltación de la fe que estos amargos émulos vacíos de la ciencia de la verdad y de la caridad procuran a nuestra santa Iglesia católica, porque de verdad intentan destruirla al pretender defenderla. Pero esto no lo hará nunca la Iglesia en forma alguna ni lo dispondrá ni ha recibido de Cristo semejante poder; pues recibió el poder de Cristo para edificación y no para destrucción; por lo que, hablando el Apóstol del poder que recibió de Cristo, dice: «que el Señor nos dio para edificación vuestra y no para ruina» (2 Co 10, 8). Pues Cristo nunca retirará ni cambiará estos poderes y gracias concedidas a sus fieles en los sacramentos de la Iglesia ni esta unidad de sus fieles que creyeron y han de creer en él y están aunados y se aunarán al cuerpo

Y más adelante: «Convertíos y apartaos de todos vuestros crímenes; no haya para vosotros más ocasión de mal. Descargáos de todos los crímenes que habéis cometido contra mí, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué queréis morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor Yahvéh. Convertíos y vivid» (Ez 18, 2-32).

Y todo esto, al ser verdadero de los pecados que cometen sus padres actuales ya fieles, puesto que los hijos no se castigan a causa de ellos en el alma ni con pena espiritual, a no ser en cuanto que se hagan imitadores de los crímenes de sus padres sin hacer penitencia ni convertirse de aquella mala imitación de dichos crímenes de sus padres, mucho más es verdad de los padres infieles y de sus hijos, que no son castigados por la infidelidad ni por los pecados de ellos en que han nacido y por quienes se han educado, a no ser los que son sus imitadores en tal infidelidad y pecados; pero los que se convierten y se vuelven fieles se libran de todas las penas de tal infidelidad y de sus pecados, y se incorporan como nueva criatura a los hijos de Dios y de la Iglesia, y adquieren la nueva dignidad de su herencia tan íntegra e igualmente como cualquier otro de los demás fieles que tiempo antes se han bautizado de padres fieles y recibieron la fe; ni ya en adelante recordará Dios su infidelidad y sus pecados de antes hasta la hora del sagrado bautismo para achacárselos y castigarlo, como si nunca existiesen en la realidad, al estar los que se bautizan consepultados con Cristo y del todo muertos a su vida anterior, y convertidos en nueva criatura con todo lo demás que antes se dijo.

Pero si alguien objetase que no se convierten verdaderamente a la fe y que reciben fingidamente el sagrado bautismo y que no se comportan y viven según la fe de Cristo que han recibido, como debieran: brevemente responderé que en la segunda parte de esta obra se han de tratar ampliamente todas estas cosas y allí se responderá a cada una de estas cosas según su orden; ahora solamente hay que añadir que lo que se acaba de decir y objetar no se opone ni contradice en nada a lo que se ha dicho hasta ahora: de que cualquier bautizado ritual y correctamente en la forma de la Iglesia reciba el carácter y se enumere entre el pueblo cristiano, al menos en cuanto al número, y goce de los privilegios de los cristianos en presencia de la Iglesia y de todos sus bienes y gracias en el fuero judicial externo, como antes se ha dicho, aunque fingidamente se haya acercado al bautismo o realice algo semejante; pero deberá ser castigado después que quede convicto de fingimiento o de algún error o crimen, y eso según las leyes de la Iglesia y como cristiano lapso y que yerra, o hereje, si estuviese comprendido en ello; y todo esto del mismo modo y con el mismo orden con que se castigaría a cualquier otro que estuviese comprendido o convicto en el mismo crimen o error; pero tampoco por eso se han de condenar ni vilipendiar ni vituperar los otros de su raza, a no ser los que hubieran sido comprendidos o convictos en concreto en semejante crimen o error. Pero tales objeciones más bien son señales de envidiosa perfidia y de cierta competencia odiosa, que no testimonios verídicos de un recto y ordenado celo y fidelidad hacia el honor de la Iglesia y de la integridad de la fe y de la caridad hacia el prójimo; de todo lo cual, como se ha dicho, se habrá de tratar con más amplitud en la segunda parte de esta obra.

Pero ahora tenga en cuenta en resumen cualquier tal ardiente celador de sus hermanos y rígido acusador de ellos, que a este tal que fingidamente se acerca al bautismo o que no cree perfectamente ni vive rectamente en la fe de Cristo, debe y tiene que corregirlo y amonestarlo y apoyarlo, e inducirlo y ayudarlo por todos los medios para que abandone su fingimiento y crea rectamente y correctamente se comporte y viva; y con este mismo fin inducir a su prelado, que ejerce el cuidado de él y tiene la obligación de hacerlo con interés, para que reciba y ayude al débil en la fe. según el mandato del Apóstol, y no alzarse contra él en la discusión de opiniones e irritarlo, acerca de lo cual tenemos el precepto concreto del Apóstol que sobrepasa la regla común de caridad que todos tenemos que guardar en la corrección de los hermanos, cuando dice: «Acoged bien al que es débil en la fe, sin discutir opiniones...» (Rm 14, 1); donde así comenta la glosa ordinaria: «Aquí manda el Apóstol acoger a éstos, no rechazarlos, sino, padeciéndolo, levantarlo a la fe con el ejemplo y la palabra, y si no se conoce con qué intención alguien actúa, no discutir por ello; así el Apóstol, como ofreciendo a tales enfermos a los médicos, dice: pero al débil en la fe, es decir, al que todavía no cree perfectamente, acogedlo para sanarlo como Cristo acogió a los enfermos para sanarlos; digo que los acojáis, no en discusiones de opiniones, esto es, no de tal forma que lo juzguéis reo de cosas ocultas, pues no hay que condenar a aquél cuyo pensar no es patente, o de quien no sabemos lo que ha de ser después; no usurpemos, pues, para nosotros el juzgar los pensamientos de los demás. sino dejemos los pensamientos a Dios y alegrémonos viendo el rostro del bien, pero encomendemos el corazón a Dios orando por él».

Con relación a lo que se aducía como confirmación tomado del Apocalipsis, hay que decir que el reino de la Iglesia no se ha trasladado a los gentiles sino que se ha hecho una Iglesia de los gentiles y de los judíos convertidos a Cristo y a su fe, de todos los cuales Cristo se ha constituido piedra angular y cabeza, como ya antes se ha hecho ver en todo el decurso del libro, especialmente desde el capítulo XVIII y más aún en el XXXV; y respecto a todos ellos se dice que la santa madre Iglesia es Reina, como pronto se explicará en el capítulo siguiente; y por eso, por voz de todos los redimidos por él y constituidos ciudadanos de su Reino se le dice a Cristo lo que han puesto como objeción: «Con tu sangre compraste para Dios hombre de toda raza, lengua, pueblo y nación...» (Ap 5, 9); y no solamente por boca de los gentiles, como se dice y argumenta en la objeción: pues quien afirma el todo no excluye nada, más bien incluye tanto a los judíos como a los gentiles, tanto más cuanto que los ancianos y los cuatro animales que allí se ponen pertenecen al pueblo judío; y como esto es suficientemente evidente por sí mismo, paso a otra cosa.

También el testimonio de san Pedro que se aduce en contra, se entiende de todos tanto judíos como gentiles convertidos a la fe; ya que, como se ha dicho en el capítulo precedente y son palabras de Nicolás de Lira, doctor eximio, aunque san Pedro haya escrito principalmente a los gentiles convertidos a Cristo en razón de ser más numerosos y la parte mayor, sin embargo, también escribía a los judíos que se habían convertido a Cristo y vivían junto con ellos, como claramente se expuso en el capítulo anterior. Y por eso resulta claro que decía y aplicaba lo de: «vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real...» (1 P 2, 2-10) a todos los fieles de uno y otro pueblo. Y todavía resulta más claro de los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles que san Pedro con las palabras citadas no excluía a los judíos, sino que les aplicaba tales palabras a los judíos tan principalmente como a los gentiles; puesto que al hablar del bautismo y del perdón de los pecados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, y de las gracias y dones del Espíritu Santo concedidos en él, dijo al pueblo judío: «Pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2, 39). Y más adelante, tocando el mismo tema, les dice: «Vosotros sois los hijos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con vuestros padres al decir a Abrahán: En tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la tierra. Para vosotros en primer lugar ha resucitado Dios a su Siervo y le ha enviado para bendeciros, apartándoos a cada uno de vuestras iniquidades» (Hch 3, 25-26). Y aún en el supuesto de que san Pedro no hubiera escrito las palabras citadas más que para los gentiles convertidos a Cristo y no hubiese referido sus palabras más que a ellos solos, no por eso se seguiría que se hubieran de aplicar más que a ellos solos; incluso sería necesario afirmar que tales palabras y las gracias y dones que se significan en ellas tienen que corresponder absolutamente igual e íntegramente a todos los fieles de la Iglesia, que se acercan tanto de los judíos como de los gentiles a la fe de Cristo y a su santo bautismo, como se ha explicado en este mismo capítulo. A lo que se objeta del evangelio por el anuncio de Cristo de que los judíos serian arrojados a las tinieblas exteriores por su ceguera, etc. (Cf. Mt 8, 11-12), hay que decir brevemente que eso igualmente se entiende de los judíos mientras permanecen en el judaísmo, porque entonces son bien malos y abominables en la presencia de Dios y en la mayor ceguera de tinieblas, y que tenemos que evitarlos como una peste para el género humano, como antes he dicho y he explicado por largo en varios capítulos del libro. Pero una vez que se hayan convertido a la fe y se hayan agregado e incorporado mediante el sagrado bautismo al número de los fieles de la madre Iglesia, se hacen hijos suyos, coherederos y conciudadanos nuestros en todos los dones de la Iglesia, como ya se ha repetido en este capítulo. Por lo que con razón dijo Cristo de ellos: «Mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de afuera...» (Mt 8, 12); pero después que han ingresado en la Iglesia ya no son arrojados fuera, sino introducidos por Cristo a dentro de la madre Iglesia. También dijo que vendrían muchos del oriente y del occidente (Cf. Mt 8, 11), es decir, de los gentiles a la fe, y que los hijos de este Reino serían echados, es decir, los judíos, para hacer notar la multitud de gentiles que tenían que venir a la fe de Cristo, y la obstinación de los judíos, que habrían de enceguecerse en su mayor parte. Sin embargo, siempre se han convertido a la fe de Cristo y se siguen convirtiendo cada día y se convertirán muchos de ellos continuamente del pueblo judío, aunque por relación a los que permanecen endurecidos en el judaísmo haya que decir que ésos son pocos, los que de ellos vienen a la fe, y por eso se les llama «el resto»; y todos los que así se han convertido, desde el momento del bautismo en adelante se hacen hijos de la Iglesia y compañeros y conciudadanos nuestros en ella. Pero al final del mundo se convertirán todos a la fe de Cristo y se acabara del todo el judaísmo, como ya he explicado todo esto en el capítulo XXVI.

Ampliamente explica todo esto el Apóstol a los Romanos, donde hace ver que Dios no ha rechazado a Israel, sino que su resto siempre se salvará, elegido por gracia, etcétera (Cf. Rm 9-11), y que Dios es poderoso para volver a reinjertarlos en la fe, de donde se han cortado y caído, y que tenga cuidado cualquiera que de la gentilidad se ha injertado en la fe para que no presuma ni se ensoberbezca contra los que se convierten del judaísmo a la fe de Cristo, no sea que él mismo sea cortado y caiga a causa de la soberbia, etc. Por eso acaba diciendo: «Pues no quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, no sea que presumáis de sabios: el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel, durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así, todo Israel será salvo...» (Rm 11, 25-26). Por lo tanto sólo es parcial la ceguera en Israel y no es total, porque siempre algunos estuvieron iluminados para la fe y se iluminarán. Y después dice: «En efecto, así como vosotros fuisteis en otro tiempo rebeldes contra Dios, mas al presente habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía, así también ellos al presente se han rebelado con ocasión de la misericordia otorgada a vosotros, a fin de que también ellos consigan ahora misericordia.» (Rm 11, 30-31). Y antes había dicho: «Pero dirás -tú, gentil cristiano-: Las ramas fueron desgajadas para que yo fuera injertado. ¡Muy bien! Por su incredulidad fueron desgajadas, mientras tú, por la fe te mantienes. ¡No te engrías!; más bien, teme. Que si Dios no perdonó a las ramas naturales, no sea que tampoco a ti te perdone.

Así pues, considera la bondad y la severidad de Dios: severidad con los que cayeron, bondad contigo, si es que te mantienes en la bondad; que si no, también tú serás desgajado. En cuanto a ellos, si no se obstinan en la incredulidad, serán injertados; que poderoso es Dios para injertarlos de nuevo...» (Rm 11, 19-23). Y también: «¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! ¡Que también yo soy israelita, del linaje de Abrahán, de la tribu de Benjamín! Dios no ha rechazado a su pueblo, en quien de antemano puso sus ojos» (Rm 11, 1-2). Y antes había dicho: «Isaías también clama en favor de Israel: Aunque los hijos de Israel fueran numerosos como las arenas del mar, sólo el resto será salvo» (Rm 9, 27).

Y así queda claro, como se ha dicho, que, aunque el judaísmo en sí es reprobable y malísimo desde el tiempo de la pasión de Cristo y de la proclamación del evangelio hasta el fin, y la mayor parte de los judíos sigan obcecados en él, sin embargo siempre de entre ellos se han de convertir a la fe de Cristo para ser de nuevo injertados en ella, como un resto de elección por gracia; y los que así se hayan convertido se deberán incorporar con todos los fieles a la Iglesia y con ellos ser estimados iguales; y que las maldiciones y anuncios de la ceguera y obstinación de los judíos y de todos los males que les seguirán por ello, hay que entenderlos tan sólo del judaísmo y de los que siguen apegados a él por su infidelidad y obstinación, mientras así permanezcan en él.



Anterior Indice Siguiente