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ArribaAbajoCapítulo XLIX

En el que se pone la respuesta concreta a aquel argumento de la semejanza de los gentiles respecto al pueblo judío en los tiempos del Antiguo Testamento, con las otras confirmaciones y testimonios que le corresponden, hasta el argumento del testimonio del apóstol que escribe a Timoteo, exclusive


Al argumento de la semejanza de los gentiles que se acercaban al pueblo judío en los tiempos del antiguo Testamento, se podría dar respuesta fácil por lo que acaba de decirse en el capítulo anterior, si alguien quisiera fijarse con atención, porque entre lo que allí se ha dicho también se ha explicado que por la misma institución y poder de los sacramentos de la fe cristiana, y sobre todo del sacrosanto bautismo, todos los que llegan a la fe de Cristo tienen que estar en igualdad de derecho y de gracia: lo que pienso que tiene que ser suficiente para resolver y solucionar todos estos argumentos contrarios; sin embargo, para deshacer con más claridad y por entero cada una de las cosas que se oponen, de nuevo hay que establecer otro principio para tratarlo: que el dicho argumento de la semejanza de los gentiles en los tiempos del antiguo Testamento, etc., en nada afecta a nuestro propósito, por haber ya la máxima y total diferencia en el estado del nuevo y eterno Testamento de la santa madre Iglesia, en el que ahora estamos y habremos de estar hasta el fin del mundo, con el estado del antiguo Testamento de la ley mosaica y de la sinagoga judía, donde se encontraban aquellos de quienes se objeta en el argumento.

Pues, como expliqué anteriormente en el capítulo XVII, a la gran imperfección de aquel estado del antiguo Testamento se añadía en la ley antigua que aquella ley de Dios no se había dado para todos, ni Dios había mandado que se publicase a todos ellos, y ninguno de fuera del pueblo judío estaba obligado a recibirla y observarla por necesidad para salvarse, si no quisiera, aunque se le predicase a diario; por eso los judíos soberbia y desdeñosamente aborrecían a los demás pueblos en general y sin diferenciar, a no ser que por alguna causa especial amasen a algunas personas concretas o a algún pueblo. Y no sólo los despreciaban mientras permanecían en la gentilidad, sino también si querían convertirse, después de haberse convertido al judaísmo, por más que pareciesen ser buenos judíos, considerándolos siempre como huéspedes, advenedizos y extranjeros, como insinúa el Apóstol a los Efesios (Cf. Ef 2, 12.19). Por lo que no los trataban con su ley común para todos los judíos, sino de un modo muy diferente y no los recibían según sus méritos a las dignidades, oficios y honores; por lo que Dios con una ley especial mandó de algunos que no los aborreciesen sino que los amasen como a hermanos, y que recibiesen a sus hijos en la tercera generación a todo honor, oficio y dignidad, como eran los egipcios y los idumeos: «No considerarás como abominable al idumeo, porque es tu hermano; tampoco al egipcio tendrás por abominable, porque fuiste forastero en su país. A la tercera generación, sus descendientes podrán ser admitidos en la asamblea de Yahvéh» (Dt 23, 8-9). Pero permitía que abominasen a otros y que nunca los recibieran consigo en igual grado de honor y dignidad, como allí mismo se había dicho de los ammonitas y moabitas (Cf. Dt 23, 4).

También de forma semejante el sacerdocio y los oficios del templo y de sus servicios no se daban por igual ni se distribuían entre todos los conciudadanos del mismo pueblo judío según el mérito y la capacidad de cada cual, sino que la dignidad sacerdotal y las administraciones de los oficios del templo se aplicaban a una tribu, que era la de Leí, a la que, como a una herencia paterna, se sucedían los siguientes descendientes de la misma tribu, es decir, para el sumo sacerdocio los hijos del sumo sacerdote Airón, y así sucesivamente; e igualmente los Catites, Gersonitas y Meraritas servidores del templo, cada uno en su orden, los hijos sucedían a los padres por generaciones en los demás oficios del templo, lo que parecía corresponder a una gran imperfección de aquel antiguo estado, como se ha expuesto con amplitud en el capítulo XVII.

Pero todo esto ha sido eliminado por Cristo como inconveniente e imperfecto para el estado de la santa madre Iglesia, y elevado a una altísima perfección. Ya que la ley de Cristo, bajo la que se aúna y vive la Iglesia militante, se ha dado a todos en general y sin diferencias y se ha promulgado suficientemente y obliga a todos por igual, y convoca y acepta a todos en igualdad de gracia y de amor, y los recibe y honra por mandato y disposición de Cristo sin distinción alguna de judío o griego o de cualquier otro ni acepción de personas, y condena sin diferencia alguna a todos los que viven y mueren fuera de ella, tanto judíos como gentiles, bárbaros, turcos y moros, o cualesquiera otros ajenos a la fe de Cristo, como ya lo expliqué por largo en los pasados capítulos XXII, XXIII, XXVII, XXXI y XXXII, según el aspecto que correspondía tratar en cada uno de ellos. Y así, por lo tanto, nuestra santa madre Iglesia es muy diferente en su establecimiento de aquella antigua sinagoga, y su estado muy diferente de aquel estado; porque la sinagoga estaba congregada de un único pueblo concreto y la Iglesia de todas las gentes, lenguas y pueblos se reúne, y se congrega de todas clases de hombres y de leyes diferentes, como dice san Agustín en la Ciudad de Dios, donde escribe: «La ciudad celestial -es decir, la católica y fiel Iglesia-, durante su peregrinación, va llamando ciudadanos por todas las naciones y formando de todas las lenguas una sociedad viajera. No se preocupa de la diversidad de leyes, de costumbres ni de instituciones, que resquebrajan o mantienen la paz terrena. Ella no suprime ni destruye nada, antes bien lo acepta y conserva, y ese conjunto, aunque diverso en las diferentes naciones, se flecha, con todo, a un único y mismo fin, la paz terrena, si no impide la religión que enseña que debe ser adorado el Dios único, sumo y verdadero».

También aquel estado era imperfecto al reclamar y exigir del enemigo: ojo por ojo y diente por diente, con todo lo demás que ya se dijo en el capítulo XV sobre la imperfección de la ley antigua. Pero el estado de la santa madre Iglesia es absolutamente perfecto en relación a lo que se recuerda en dicho capítulo y que fue totalmente eliminado por Cristo, y rehecho y elevado a un estado perfecto, como ya expliqué en el capítulo XXX, y en el evangelio de Mateo se dice: «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo que no resistáis al mal...» (Mt 5, 38-39).

También sobre la imperfección del sacerdocio y demás oficios del templo correspondientes a aquel antiguo estado, se ha mostrado suficientemente en el capítulo XXIX cómo ha sido quitada por Cristo y llevada a otro estado absolutamente perfecto, mediante la institución de aquel tan glorioso y tan maravilloso sacrificio de su cuerpo y sangre, al que se rindieron todos aquellos antiguos sacrificios del antiguo Testamento que se inmolaban en la sombra del futuro, y con él removió todas las confusas oblaciones de ellos y sus multiformes imperfecciones; y en este gloriosísimo sacramento también nos congregó y aunó a todos por la inexpresable dulzura de la caridad y la paz; y lo instituyó por todos y cada uno de nosotros, ya judíos ya gentiles ya cualesquiera otros que vinieron a su fe y que la recibieron, y obligó a todos sin diferencias y por igual a recibir su santísima oblación; y después, rechazando por su imperfección e inutilidad el sacerdocio anterior que era según la semejanza de Aarón, y establecido éste según la semejanza de Melquisedec absolutamente perfecto, como se ha dicho, también se llevó con él tal imperfección: que su sacerdocio santísimo no se atribuyese a ninguna tribu o nación por cualquier sucesión familiar, ni tampoco los otros oficios correspondientes o dependientes, como ocurría en aquel antiguo sacerdocio; sino que quiso que fuese común a todos con sus administraciones y oficios, sin establecer diferencia o preferencia de alguna raza o nación, sino que a todos los rectamente dispuestos y suficientemente preparados, ya gentiles ya judíos ya cualesquiera otros que vivan dentro de la santa madre Iglesia por la verdadera fe y sus sacramentos, quiso que les fuesen comunicables y comunes las administraciones de este su sagrado sacerdocio con todos sus oficios; y que a nadie así dispuesto y suficientemente preparado, que fuese llamado por Dios mediante la Iglesia, se le niegue en forma alguna, a no ser al que, por juicio de la Iglesia por su propia y personal imperfección, y no de su raza, apareciera ser indigno o inhábil o no idóneo; por lo que el Señor se dignó nacer no de la tribu de Leví, sino de otra tribu, que fue la de Judá, de la que nadie había servido en el altar y en el sacerdocio; y no quiso establecer su sacerdocio a semejanza del de Aarón. sino a semejanza de Melquisedec, que se interpreta como «Rey de paz y justicia», sin padre ni madre ni genealogía, sin comienzo de sus días ni fin de su vida, como el Apóstol escribe a los Hebreos (Cf. Hb 7, 13-14; 2-3).

Con todo esto se da a entender claramente que el sacerdocio de Cristo y sus servicios y administraciones no se deben adscribir a alguna tribu o nación, sino que se ha de conferir a todos los que están suficientemente dispuestos de cualquier nación o raza que sean ellos, del modo que se acaba de decir, como ya he explicado todo lo que se está diciendo en el capítulo XXIX. Pues esto es lo que determina y concluye san León papa en el sermón segundo de su ordenación, al decir: «Hemos cantado, amadísimos, con voz unánime el salmo de David, no por arrogancia nuestra sino para gloria de Cristo el Señor; pues él es de quien se dice proféticamente: Tú eres sacerdote para siempre a semejanza de Melquisedec, esto es, no a semejanza de Aarón, cuyo sacerdocio de ministerio temporal estuvo corriendo por la descendencia de su linaje, y cesó con la ley del antiguo Testamento. Pero el sacerdocio de Cristo fue a semejanza de Melquisedec en quien precedió la figura del pontífice eterno y, al no referir de qué padres haya nacido, se entiende que en él se muestra a aquél cuya generación no puede enarrarse. Por último, cuando el misterio de este sacerdocio divino también llega a las ejecuciones humanas, no corre por el camino de la generación ni elige lo que creó la carne y la sangre, sino que, cesando el privilegio de los padres y pasando por alto el orden de las familias, toma aquellos rectores de la Iglesia que preparó el Espíritu Santo, de forma que en el pueblo adoptado por Dios, cuya totalidad es sacerdotal y regia, no obtenga la unción el privilegio del origen terreno, sino el beneplácito de la gracia del cielo engendre al superior». Con qué claridad aquí este santo gobernante deshace las trampas de los adversarios y las resuelve, y concluye y fortifica nuestro propósito; por lo que, con razón el sumo Pontífice Alejandro III escribiendo al Obispo de Tournay lo reprende por no haber recibido como canónigo a uno que había creído y abrazado la fe cristiana de raza judía, como se encuentra en los sagrados cánones, donde acaba diciendo: «Pero por el hecho de ser judío no has de desdeñarlo».

Pues es un recto y buen régimen y una bien establecida ordenación del reino o de la comunidad que nadie capaz y dispuesto sea excluido de las administraciones y oficios de la comunidad, para que así los ciudadanos vivan más pacíficamente y el bien común se administre mejor y se rija con mayor utilidad. Ya que, según lo que santo Tomás explica en la Suma Teológica, para la buena ordenación del gobierno de la ciudad o nación se requiere que todos tengan alguna participación en el principado, porque mediante ello se conserva mejor la paz del pueblo y también el bien de la comunidad, y todos aman y guardan tal ordenamiento; pues estas dos cosas: lo propio y lo querido, son las que más hacen que los hombres cuiden y amen, como dice Aristóteles en su Política. Por lo tanto es ordenamiento correcto y apropiado, como él mismo dice allí, que uno esté al frente que esté por encima de todos en cuanto al poder, y que bajo él estén otros co-gobernantes, y, sin embargo, que todo ello pertenezca a todos, de forma que de entre todos se elijan y de entre todos puedan elegirse; y ésta es la mejor ordenación, como allí explica.

Por tanto, aunque todo esto se observase respecto a algún punto en aquel pueblo judío en el régimen secular o civil, como ahí mismo explica santo Tomás, sin embargo Dios siempre se reservó la institución del príncipe supremo y de otros constituidos bajo él, y no quiso ponerles rey con plenos poderes desde el principio, y eso para que no se convirtiese en tiranía, porque los judíos eran crueles y proclives a la avaricia y así les convenía, y tal ordenamiento les era apropiado, como ya expuse en el capítulo XVIII. Pero los sacerdotes se designaban por sucesión de origen con los demás oficios del santuario, lo que se añadía a la imperfección de aquel antiguo estado, como se ha dicho; sin embargo así les convenía a ellos como torpes y débiles para que tuviesen a tales sacerdotes en mayor reverencia, al no poder llegar a ser sacerdote cualquiera del pueblo, ni ministro del santuario en los otros oficios del templo. Era, no obstante, de gran imperfección respecto a eso que no se administrase ni realizase debida y correctamente el propio ministerio sacerdotal y de los demás oficios del templo, por cuanto que muchas veces accedían hombres malos y mal dispuestos a tales administraciones del sacerdocio y de los oficios del templo, y, sin embargo, necesariamente tenían que tener y administrar tales servicios, por haberles llegado por la misma ley mediante la sucesión de origen y parentela carnal; y también muchas veces había otros hombres buenos, doctos, aptos y devotos en otras tribus de Israel que podrían regir y administrar tal sacerdocio y oficios del templo en honor de Dios y salvación y utilidad del pueblo, y no obstante no se les permitía; ni podían hacerlo de ningún modo al estar determinadas y adjudicadas tales administraciones y oficios por ley a determinada tribu por sus familias, a la de Leví, por sucesión de origen, como se ha dicho; y así se le restaba mucho al honor de Dios y al ministerio del templo y también se le quitaba mucho a la utilidad y paz de aquellos fieles, al no ser elegidos tales sacerdotes y ministros ni por todos ni de entre todos; por lo que tampoco se regía tan pacíficamente, como aparece en el libro de los Números, cuando Coré, Datan y Abirón y otros doscientos cincuenta hombres próceres de la sinagoga se alzaron contra Moisés y Aarón a causa de la administración de la jefatura del régimen civil, que tenía Moisés sobre el pueblo, y a causa del sumo sacerdocio, que tenía Aarón por institución de Dios y no por su elección, por lo que les dijeron: «Esto ya pasa de la raya. Toda la comunidad entera es sagrada y Yahvéh está en medio de ella.

¿Por qué, pues, os encumbráis por encima de la asamblea de Yahvéh?» (Nm 16, 3). Y no solamente ellos, sino también toda la multitud del pueblo murmuró y se levantó contra ellos después que habían muerto los otros, como allí mismo dice (Cf. Nm 16, 6-7).

Por tanto, con razón el sacerdocio de Cristo fue instituido por Cristo no según la semejanza de Aarón, sino a semejanza de Melquisedec, no solamente por la perfección de su santísimo sacrificio, sino también por el modo y orden de administración de su dignísimo sacerdocio, para que no quedase asignado a alguna estirpe humana, sino que pudiera ser común a todos sus fieles, que fuesen llamados por Dios y estuviesen debida y suficientemente dispuestos para recibirlo; y así de entre todos ellos y por todos pueden ser tomados a los oficios, administraciones y beneficios del sacerdocio nuevo y evangélico, una vez implorada de lo alto la gracia del Espíritu Santo y su virtud divina; y esto también era muy apropiado al sacerdocio de Cristo, en el que tenían que entrar en abundancia la unidad, la paz y la caridad de todos sus fieles, como se explicó antes ampliamente en el capítulo XXIX; lo que no puede conseguirse de mejor manera que por esta igualdad de condición y de gracia de todos los fieles de la Iglesia en el Pueblo de Dios, por la que se corta entre ellos toda ocasión de cisma y discordia, y se desgaja toda pasión de afecto desordenado y de concupiscencia, y se quita toda causa de querella, despecho o desigualdad o discriminación; lo que, como se ha dicho, no sucedía en aquella antigua ley, aunque tenía muchísimos mandatos y disposiciones.

Así también Aristóteles en su Política reprende al filósofo Fileas por cuanto se preocupaba y afanaba mucho en los preceptos y disposiciones acerca de las posesiones de los ciudadanos en el régimen de la ciudad, diciendo que mejor debiera ocuparse en igualar y unir los afectos y cortar las concupiscencias, porque ellas son las raíces y semillas de la discordia, que, mientras permanezcan, aunque no se muestren al exterior, necesariamente crecerán los vicios y se perturbará y perecerá la paz, al ofrecérseles desde fuera una ocasión o causa. Por lo que, como se ha dicho. Cristo, glorioso legislador nuestro, cortó toda aquella sobreabundancia de ceremonias y preceptos antiguos y dio a todos sus fieles la ley y el sacrificio de caridad y de paz, en la que rajó y recortó toda concupiscencia, soberbia y arrogancia y los estableció y equiparó a todos ellos como hijos y herederos en la única Iglesia; y lo que es más, quiso y mandó que todos ellos estuviesen en unidad: «También tengo otras ovejas -es decir, del pueblo de los gentiles-, que no son de este redil -esto es, del pueblo judío-; también a ésas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño -o sea, una Iglesia reunida y aunada de los judíos y de los gentiles- y un solo pastor» (Jn 10, 16), que es el mismo Cristo Jesús, no dividido, sino que en igualdad y sin diferencias rige y apacienta a unos y otros.

También por esta unidad del pueblo entero de Dios y por la igualdad de paz y caridad entre todos oró Cristo al Padre para que él la realizase y conservase entre todos ellos, no solamente en los que ya habían creído en él, sino también en los que por ellos iban a creer hasta el fin del mundo, como se encuentra en el evangelio de Juan: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno. Como tú. Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí para que sean perfectamente uno» (Jn 17, 20-23). Pero no es esta unidad de todos los fieles de la Iglesia una unidad de igualdad, como es la unidad del Padre con el Hijo, sino que es una cierta unidad de imitación, porque de Cristo hombre y Dios es una unidad personal, y la unidad del Hijo de Dios con el Padre es una unidad de esencia. Pero la de los otros hombres fieles con Dios es una unidad de caridad y de paz, de buena voluntad y de la misma íntima fraternidad en todos los bienes de la Iglesia, en la que consiste la perfección de la religión cristiana entera, por la que los miembros de la Iglesia se conjuntan entre sí y con la Cabeza, Cristo hombre, y por último con Dios mismo, porque quien se adhiere a Dios se hace un espíritu con él (1 Co 6, 17).

Por lo tanto ora Cristo para que seamos uno como él y el Padre son uno, esto es, para que todos los fieles estemos en verdadera unidad sin ningún cisma ni división. ¡Cuánta unanimidad de los corazones y unidad de paz y caridad quiso Cristo que tuvieran todos sus fieles, cuando quiso que fuese semejante a la que hay entre Cristo y el Padre! Esta es la unidad de la caridad y paz, cristiana, cuyo ejemplo nos dejó toda la multitud de fieles de la Iglesia primitiva, de la que está escrito: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común» (Hch 4, 32). Esta es también la unidad que el santo Apóstol con tanto ardor y deseo procuraba que estuviese y permaneciese en los discípulos de Cristo y en toda su Iglesia entera, por la que los juramentaba vehementemente a todos ellos para que la tuviesen y la conservasen, y decía que con ello seria completo su gozo, como si no fuesen nada sin ella los otros bienes de los fieles de Cristo por los que el Apóstol pudiese alegrarse: «Por tanto, yo os pido por el estímulo del vivir en Cristo, por el consuelo del amor, por la comunión en el Espíritu, por la entrañable compasión, que colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás» (Flp 2, 1-4).

Pues ¿qué diremos a esto sino: ay de aquellos, a quienes ni la tan eficaz oración devotísima de Cristo al Padre ni el tan gran ejemplo de la multitud santa ni el tan grande y tan ardoroso deseo del Apóstol, todavía no los movió a buscar y conservar de todos los modos la unidad fraterna entre todos los miembros de Cristo en la única santa Iglesia católica madre de todos? Pues la misma Iglesia católica de todos los fieles está fundada en esta unidad y congregada de todas las gentes; pues, como dice el solemne doctor Nicolás acerca de la oración de Cristo citada (Cf. Jn 17, 20-21), muchos se convirtieron a la unidad de la fe por la gran caridad y unidad que había en la Iglesia primitiva, como aparece en los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 2,41-47; 4,4; 4,32-37).

También en esta dichosa unidad de todos los fieles de Cristo vive y perdura hasta hoy e incluso vivirá y perdurará la piadosa santa madre Iglesia hasta el fin, en todos sus fieles que han creído hasta ahora o que en adelante creerán en Cristo, tal como él mismo rogó a su Padre, como se ha dicho; y por esta evangélica y celestial unidad se denomina siempre entre todos ellos: una, santa, católica y apostólica Iglesia, como públicamente y en voz alta se canta en el símbolo Niceno como artículo de fe todos los domingos, cuando los fieles se reúnen en el templo y profesan: et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam; y todos sus fieles están obligados por dicho artículo de fe a creer y sostener que así es, como también los ya citados testimonios y palabras de Cristo, de donde salió y se estableció tal artículo de fe, y que son: «Será un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16) y también la petición de Cristo: «Que sean uno como nosotros...» (Jn 17, 20-21).

También el Apóstol dice que en esta unidad de caridad y de paz de todos los fieles de la Iglesia está construido y trabado todo el cuerpo de la Iglesia cuya Cabeza es Cristo: «De la cual -de Cristo Cabeza- todo el Cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión, para realizar su crecimiento en Dios» (Col 2, 19); donde comenta así la glosa: «De esta Cabeza, esto es, recibiendo todo el Cuerpo de su plenitud, o sea la Iglesia, por los ligamentos de la caridad y por las junturas de la fe, la esperanza y las obras, en las que los fieles están unidos e igualados; se nutre y liga: distingue y da a cada uno lo suyo: ligado en uno por las junturas, o sea, porque creen y hacen las mismas cosas; nutrido en el servicio mutuo por los ligamentos, esto es, por la caridad, sin la cual los miembros no se cohesionan ni se sirven mutuamente ni viven».

Queda así claro, por tanto, que la Iglesia católica entera reunida de todas las gentes se ciñe y conjunta con este nobilísimo ceñidor de la unidad, caridad y paz, sin el cual se desparramaría y caería de su Cabeza, que es Cristo, y no podría perdurar en adelante por cuanto sin ella los miembros de Cristo no se conexionan ni se sirven mutuamente ni viven, como acaba de decir la glosa y ya se dijo ampliamente en el capítulo XLIV. Por lo que san Gregorio en sus Morales comentando lo de: «¿Quién le puso medida», tras enumerar las diferentes gracias en los miembros de la Iglesia que opera el único y mismo Espíritu, repartiéndole a cada uno como quiere, a continuación acaba diciendo que todas ellas tienen que estar conjuntadas y ser comunes a todos los fieles, por más que parezcan que están repartidas y son propias de cada uno por donación concreta, y dice que con ello han sido puestas por Cristo las medidas de la Iglesia, al decir: «Pues así nuestro Creador y Ordenador dispone todo, para que el que hubiera podido presumir del don que tiene, se humille por la virtud que no tiene; así dispone todo, de forma que, cuando por una gracia abundante eleva a cada uno, también por la gracia diferente someta al uno al otro, y cada cual considere mejor al que se le pone por debajo por otro don, y aunque se dé cuenta que antecede por unas cosas, sin embargo, se posponga en otras a aquel a quien supera; así dispone todo, de forma que, al hacerse todo de cada uno, por cuanto cada cosa se pone a disposición de todos por cierta exigencia de caridad, cada uno así posea en otro lo que él no recibió, para que él ponga a disposición humildemente lo que recibió para que otro lo posea. Pues por esto dice Pedro: Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios: ya que se administra bien la diversa gracia de Dios cuando se cree que el bien recibido también es de aquél que no lo tiene, cuando se estima dado en favor de aquel a quien se le ofrece. Por eso dice Pablo: servios mutuamente por caridad: pues la caridad nos vuelve libres del yugo de la culpa cuando recíprocamente con nuestro servicio nos somete por amor, cuando creemos que nuestros bienes también son ajenos y ponemos lo nuestro a disposición de los otros cual si les ofreciésemos lo suyo. Por eso de nuevo dice Pablo: En efecto, el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera el pie: Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: Puesto que no soy ojo, no soy del cuerpo ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo ¿dónde quedaría el oído? Y si fuera todo oído ¿dónde el olfato? Y más adelante: Si todo fuera un solo miembro ¿dónde quedaría el cuerpo? Ahora bien, muchos son los miembros, mas uno el cuerpo. Pues ¿qué es la santa Iglesia más que el Cuerpo de su celestial Cabeza, en la que uno contemplando lo excelso es el ojo, otro haciendo el bien es la mano, otro corriendo a lo mandado es el pie, otro percibiendo la voz de los mandamientos es el oído, otro distinguiendo el hedor de lo malo y la fragancia del bien es la nariz? Quienes al modo de los miembros corporales ponen a disposición recíprocamente los oficios que ellos han recibido, forman un cuerpo entre todos ellos, y al realizar en caridad las diversas funciones muestran que es diferente aquello en donde se conservan unidos. Pero si todos hicieran todo, no habría de verdad cuerpo que se compone de muchos miembros, es decir, no se conservaría integrado lo que es múltiple si no mantuviera esta concorde diversidad de miembros. Por lo tanto, al repartir el Señor los dones de las virtudes a los santos miembros de la Iglesia, pone las medidas de la tierra; por lo que de nuevo dice Pablo: Según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual; y luego: De quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor».

Por lo tanto la santa madre Iglesia es una en todos sus miembros en esta unidad de caridad, como ya se ha expuesto al principio en el capítulo V. En ella nuestro Legislador, Cristo, se nos ha hecho la piedra angular que hace uno de ambos uniéndolos en sí mismo. Por lo que san Gregorio en las Morales, comentando lo de: «¿o quién abandonó su piedra angular?», dice así: «Ya por la gracia divina consta a todos a quién la sagrada Escritura llama piedra angular: justamente a aquel que al recibir en sí de una parte al pueblo judío y de otra parte al pueblo gentil, junta como dos paredes en el único edificio de la Iglesia; aquél de quien se escribió: hizo uno de ambos; porque se mostró como piedra angular no sólo en la tierra, sino también en los cielos, ya que también en la tierra asoció las naciones gentiles al pueblo de Israel, y a ambos juntos a los ángeles del cielo. En efecto, una vez nacido, clamaron los ángeles: Y en la tierra paz a los hombres en quienes se complace. Pero en el nacimiento del Rey de ninguna manera ofrecerían a los hombres como cosa grande los gozos de la paz si no tuvieran la discordia. De esta piedra dice el Profeta: La piedra que rechazaron los constructores se ha convertido aquí en piedra angular».

También en esta unidad y concordia de todos los cristianos se ha constituido Reina la santa madre Iglesia «que está puesta a su derecha» (Sal 45, 10), como dice Agustín en la Ciudad de Dios: «Pienso que nadie desatinará hasta el extremo de creer que aquí se encomia y se describe alguna mujerzuela, pues se habla de la esposa de aquel a quien se dice: Tu trono, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de tu reino es cetro de rectitud. Amaste la justicia y aborreciste la iniquidad; por eso te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría con preferencia a tus participantes. Indudablemente, Cristo con preferencia a los cristianos, que son particioneros suyos. Esta reina se forma de la unidad y concordia universal de los cristianos. A ella se llama en otro salmo la Ciudad del gran Rey. Y ésta es la espiritual Sión, nombre que significa Contemplación, porque contempla el gran bien del siglo venidero y allí dirige su atención. Esta es, a su vez, la Jerusalén espiritual, de la que tanto hemos hablado. Su enemiga es la ciudad del diablo,. Babilonia, es decir. Confusión. Por la regeneración, esa reina es libertada, y pasa del rey pésimo al Rey óptimo, es decir, del diablo a Cristo. Por eso se le dice: Olvida tu pueblo y la casa de tu padre. Los israelitas que son tales por la carne, no por la fe, forman parte de esa ciudad impía, y además son enemigos de este gran Rey y de su reina».

Dice aquí san Agustín que los judíos por la sola carne y no por la fe son grandes enemigos de nuestro Rey y Señor Jesucristo y de su reina, o sea, de la santa madre Iglesia mientras permanecen en el judaísmo y en la ceguera de su infidelidad, como extensamente traté en los capítulos XXIII, XXIV y XXV. Pero una vez que se hayan convertido a Cristo y a la santa madre Iglesia por la fe y el santo bautismo, ya no se pueden llamar ni considerar enemigos de Cristo y de su Iglesia, sino hijos, ciudadanos, domésticos suyos e iguales, partícipes y coherederos nuestros en todos sus bienes, como antes ya he explicado ampliamente del capítulo XXVI en adelante y también el mismo san Agustín en su mismo texto antes citado toca y explica suficientemente, al decir que esta santa madre reina la Iglesia se hace de todas las gentes, y se entiende de las convertidas a la misma fe nuestra, y que de la misma Babilonia, o sea, de cualquier infidelidad en todas las gentes, esta reina se liberta por la regeneración y pasa del peor rey al Rey mejor, es decir, del diablo a Cristo, etc.

También en esta dichosa unión de caridad y de paz de todos los fieles de la Iglesia se le ha dado a Cristo poseer el poder, el honor y el Reino, y todos los pueblos, razas y lenguas le sirven, como había sido antes profetizado en el libro de Daniel (Cf. Dn 7, 14); en ella está llena la tierra de su posesión (Cf. Sal 104, 24); en ella es inmenso el lugar de su posesión (Cf. Ba 3, 24); en ella se ha llenado la tierra del conocimiento de Yahvéh, es decir, del evangelio de Cristo, de la unidad de su fe y de la admirable paz y caridad en todos sus fieles (Is 11, 9); en ella el mismo Cristo domina de un mar a otro (Cf. Sal 72, 8); en ella su Reino domina sobre todos (Cf. Sal 103, 19); en ella también estableció para sí a la santa Iglesia universal como madre gozosa por sus hijos (Cf. Sal 113, 9), o sea de todos sus fieles; en ella nos hace habitar a todos nosotros unidos en un hogar (Cf. Sal 68, 7); en ella conviven en paz el lobo con el cordero y el leopardo y el cabrito se acuestan juntos, etc. (Cf. Is 11, 6), como antes se explicó en el capítulo XXXIV; también en ella como de todos nosotros alegres la morada está en Cristo (Cf. Sal 87, 7); y con razón dice: como de los que se alegran, es decir, de los que no están alegres íntegra y perfectamente mientras permanecemos en esta peregrinación, pero a la semejanza de los que se alegran arriba bienaventurados en la patria celestial, que no están afectados por ninguna tristeza ni molestia, donde se encuentra la mayor paz y la caridad íntegra y la bienaventurada unión de todos ellos, a cuya semejanza se dispone y adapta en lo posible la Iglesia católica que todavía peregrina y vive en esta vida; y esto tan sólo por la gracia, la unidad, la paz y la caridad, y cuanto más aumentan y crecen todas ellas en todos los fieles de la Iglesia y cuanto más se acercan sus mismos fieles a la unidad de la caridad y de la paz, tanto más se adaptan y acomodan a la semejanza de los ciudadanos celestiales del todo alegres, para que así la morada de todos nosotros esté en la santa madre Iglesia como de alegres, es decir, gozando de alguna semejanza con los que se alegran en aquella Jerusalén celestial, que es libre y madre nuestra (Cf. Ga 4, 26), y esto principalmente por la unidad de la fe en todos y por la paz evangélica y por la caridad.

De donde claramente se ve lo que Cristo pidió de sus fieles hablando al Padre en la oración citada, al decir: «Para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno» (Jn 17, 22-23). Pues en esta gratuita unión de fe, de caridad y de paz de todos los fieles de la Iglesia consiste la perfección y plenitud de la santa madre Iglesia, cual puede tener en esta vida, y por esta unidad, como se dijo antes, se ciñe y aúna la santa madre Iglesia en todos sus fieles con el nobilísimo ceñidor de la caridad y la paz, que es el lazo de su perfección, como dice el Apóstol a los Colosenses: «Y por encima de todo esto, revestidos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos» (Col 3, 14-15). Pues como dice la glosa comentando estas palabras del Apóstol, esta caridad, unidad y paz son la túnica inconsútil del Señor tejida de arriba a abajo; inconsútil, para que no se descosa nunca la que alcanzó a ser una, porque la caridad reúne a todos en uno y es el vínculo de la perfección. Pues las demás cosas perfeccionan, pero la caridad liga todo para que no se pierda nada.

Por lo cual nos manda el Apóstol que guardemos tal unidad del Espíritu y el lazo de la paz con todo afán y preocupación, como algo divino y sacrosanto, sin lo que nada aprovecha lo demás: «Poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4, 3-5). Donde comenta así la glosa: «Poniendo empeño, o sea, afanosos, cautos, atentos; en conservar, como algo sacrosanto, la unidad del Espíritu, es decir, la unidad de la Iglesia que hace el Espíritu Santo; y que seáis un Cuerpo por obra del Espíritu Santo; os digo que vivís en el vínculo de la paz, esto es, que guardáis la paz, y que se llama vínculo porque esa paz es el alimento de la unidad espiritual».

Y así queda clara la diferencia total y absoluta de aquel estado de la antigua sinagoga con el presente estado de nuestra santa madre la Iglesia, en la que estamos unidos todos sus fieles, hijos, ciudadanos y herederos y nos hemos hecho un solo cuerpo por Cristo, sin diferencia alguna ni cisma ni acepción de personas. Y por lo tanto también queda claro que el argumento de tal semejanza tomado del Deuteronomio cesa y desaparece por la absoluta desigualdad dicha; y el pretender introducir y observar tal diversidad o diferencia o preferencia de una nación a otra en la fe de Cristo, sería reducir el estado totalmente perfecto del evangelio y del nuevo Testamento, perfectísimo por su institución y suficiencia en lo que es posible en esta vida, a la imperfección, yugo y servidumbre de aquel estado del antiguo Testamento, y en consecuencia una cierta manera de judaizar, y destruir y aniquilar el estado de perfección del evangelio de Cristo y de sus sacramentos y de su fe. «Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud», y más adelante: «Habéis roto con Cristo todos cuantos buscáis la justicia en la ley. Os habéis apartado de la gracia. Pues a nosotros nos mueve el Espíritu para aguardar por la fe los bienes esperados por la justicia. Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 1.3-4). El Apóstol llama aquí yugo de la esclavitud a la ley antigua, bajo la que, dice, no nos debemos dejar oprimir, sino mantenernos en la libertad del evangelio de Cristo, donde ni la circuncisión, es decir, el judaísmo, ni la incircuncisión, o sea, la gentilidad, valen nada; porque por ninguna de estas cosas es alguno mayor ni más digno en la fe cristiana, sino que para todos es todo común e igual, ya que, como ahí dice la glosa ordinaria, se iguala la circuncisión con la incircuncisión, esto es, en la fe de Cristo que actúa por la caridad.

Pues, como dice san Agustín en la obra del Sermón del Señor en el Monte: «Ahora -en el estado del evangelio- los preceptos son más importantes, a los que llegó la descendencia humana por aquel intermedio -del antiguo Testamento-; por lo tanto hay que considerarlos -los de la ley antigua- para distinguir las etapas de la dispensación divina que cuida ordenadísimamente del género humano, pero no para conseguirse reglas de vida».

Pues en aquella ley antigua los que eran extraños al judaísmo, o eran rechazados o se les estimaba como huéspedes y advenedizos cuando se les recibía como por cierta benevolencia y de cierto modo y orden. Pero en la fe de Cristo y en el estado del evangelio, se le predica el evangelio a toda criatura, y todos están invitados y obligados a creer y a recibir los sacramentos de Cristo, y, al recibirlos, todos igualmente son recibidos e incorporados en la Iglesia y se hacen miembros, hijos, ciudadanos y herederos suyos, sin distinción ninguna de gentiles o de judíos. Incluso cuanto más son judíos obstinados y adversos y ajenos a la fe de Cristo, tanto más trabaja y se esfuerza la Iglesia para convertirlos a la fe de Cristo y salvarlos, y hacerlos partícipes e iguales con todos los fieles en todos los bienes, cual si los introdujera y dejase en su alcoba íntima y secreta; lo que por ahora se cumple poco a poco y no en todos, hasta el fin del mundo en que se convertirá todo el pueblo judío y se incorporará íntegramente a la Iglesia católica, como ya expliqué todo esto en el capítulo XXVI.

Por lo que comentando san Gregorio aquello del Cantar de los cantares: «Le aprehendí y no le soltaré hasta que le haya introducido en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió», dice así muy al propósito nuestro: «Hubo la sinagoga madre de la Iglesia porque en ella tuvo santos predicadores de quienes recibió la palabra de la verdad y por los que fue reengendrada en la fe; por tanto la Iglesia retiene al Esposo hasta que lo introduzca en la casa de su madre, porque hasta el fin del mundo no se aparta de su fe y de su amor hasta que conduzca a los judíos a la fe. No que después se aparte, ya que a quien ama en el destierro, al verlo en la patria, más lo amará. Pero debió decirse en aquel tiempo del que cualquiera pudo dudar por las constantes tentaciones; por tanto introducirá a su amado en la casa de su madre cuando, al fin del mundo, también mediante la predicación al pueblo judío introducirá los sacramentos cristianos; y en la alcoba lo introducirá, como al lugar más secreto de la casa, porque del mismo pueblo de los judíos convertirá a tantos, que dejarán todos los embarazos del mundo y en sus íntimos pensamientos desearán agradar solamente a Dios; tales hombres harán como una alcoba para el Esposo, porque, al arrojar de sí toda la sordidez de la concupiscencia, dispondrán un lugar como secreto en la mente, en el que Dios se complazca. E introducida la sinagoga a la fe, contempla la mente de la Iglesia por las obras que ve, y admirando en gran manera su forma sublime, dice: ¿Quién es ésta?...».

Y así, por tanto, está trabado y ligado todo el cuerpo de la Iglesia, y así Cristo cada día hace su crecimiento en la edificación de sí en la caridad, como escribe el Apóstol a los Efesios (Cf. Ef 4, 16), porque, como ahí dice la glosa, él mismo hace el crecimiento del cuerpo, es decir, acrecienta a los que ya son cuerpo y, dirigiéndose a su edificación, a los que no son cuerpo los incluye en la edificación de su ciudad o sociedad. Y así queda bastante claro que está solucionado el argumento tomado del Deuteronomio, de la semejanza de los Madianitas y Moabitas, etc., porque, como se ha aducido hace poco de las palabras de san Agustín, esas cosas no hay que considerarlas o aplicarlas a obtener reglas para el vivir, por cuanto que ya en el estado de nuestra santa madre Iglesia hay otros preceptos más importantes y más excelentes para la vida.

Y en relación a lo que se dice: peores son ahora los judíos de lo que eran entonces los gentiles, etc., hay que decir que no viene nada a cuento, por la total desigualdad del estado antiguo con el nuevo Testamento, como ya se ha dicho por largo. Pues Cristo ha muerto por todos, ya gentiles ya judíos, como escribe el Apóstol a los Corintios (Cf. 2Co 5, 14-15), por cuanto que todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y todos estaban bajo el pecado, y no hay en ello diferencia alguna de judío y de gentil, como ampliamente escribe el Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 3, 9-23); todos éramos hijos de la Cólera (Cf. Ef 2, 3), y por eso, al morir Cristo por todos, satisfizo por todos, justificó a todos y convivificó a todos, como también se ha explicado por largo en el capítulo anterior.

Por lo que, como escribe san León en el primer sermón de la Navidad, nadie queda apartado de participar en este gozo. Hay una razón de alegría común para todos, porque nuestro Dios, destructor del pecado y de la muerte, así como no encuentra a ninguno libre de ser reo, así también viene para liberar a todos; y por eso igualmente mediante el sagrado bautismo nos liberamos por Cristo, ya judíos ya gentiles, de todos los pecados de la vida pasada, y de todas las manchas y contagios de la infidelidad, y de toda marca y maldad de la generación y de la vida carnal, según lo que ya se explicó ampliamente en el capítulo anterior; sobre lo que también el papa san León en el sexto sermón de la Navidad escribe así al propósito: «Pues cualquiera de los hombres creyentes en cualquier parte del mundo que se regenera en Cristo, una vez cortado el paso de la antigüedad original, renaciendo pasa a nuevo hombre, y ya no se encuentra en la descendencia del padre carnal, sino en el germen del Salvador». Y así todos nos hacemos por la fe y el bautismo hijos de Abrahán (Cf. Ga 3, 29), incluso también hijos de Dios (Cf. Jn 1, 12), y, en consecuencia, coherederos con Cristo (Cf. Rm 8, 17) y, mediante él, ambos, judíos y gentiles, tenemos acceso al Padre en el único Espíritu (Cf. Ef 2, 18), y, por lo tanto, cesa absolutamente tal diferencia, porque igualmente somos recibidos por Cristo mediante la fe y el sagrado bautismo, y nos acercamos a él en el único y mismo Espíritu de filiación, gracia y herencia; pues como escribe san León en el mismo sermón: «El día del nacimiento del Señor es el día del nacimiento de la paz. Pues, como dice el Apóstol, él es nuestra paz, que hizo uno de ambos, porque, ya el judío ya el gentil, por él tenemos acceso al Padre en un Espíritu». Al argumento del Deuteronomio que anuncia los pecados y los castigos de los judíos, en que iban a incurrir en el tiempo futuro por la crucifixión de Cristo y su desprecio y rechazo, ya se ha respondido suficientemente en el capítulo anterior. Pues allí se ha dicho y explicado lo bastante que todo esto hay que entenderlo de los judíos mientras permanecen en el judaísmo e imitan el crimen de sus padres siguiendo su infidelidad y obstinación; pero una vez que se han convertido por la fe a la santa madre Iglesia y han ingresado en ella por el sagrado bautismo y se han incorporado al pueblo cristiano, entonces se libran de las penas del judaísmo y se revisten de la libertad y gracia de la santa madre Iglesia; y se cuentan entre los demás cristianos como sus hijos y herederos en todos sus bienes, según he explicado todo esto y algunas cosas más en el capítulo anterior, y por eso lo dejo para no hacerme molesto al lector, ya que allí lo encontrará quien quiera leerlo.

Pues Cristo nos redimió de esta maldición de la ley, como se les dice a los Gálatas (Cf. Ga 3, 13), mediante su santísima pasión y por la fe, por la que también nos hizo uno a todos nosotros, ya judíos ya gentiles, y en igualdad de derecho y de gracia, una vez que ingresamos a su santa Iglesia por la fe y los sacramentos, como ya había expuesto en este mismo capítulo. Y para concluir añado que esta unidad de paz y concordia e igualdad de derecho y de gracia en todos los fieles de Cristo pasados, presentes y futuros, ya judíos ya gentiles, que viven dentro de la santa madre Iglesia, fue pedida por Cristo muchas veces y rogada a su Padre como la condición más necesaria a la Iglesia de Cristo, incluso más que los mismos milagros y señales, y agradabilísima para Dios, por la que nos asimilamos a Dios en gran manera y nos clarifica e ilustra ante Dios y los hombres; acerca de lo que san Juan Crisóstomo, comentando la oración de Jesús en el evangelio de Juan: «que sean uno como nosotros...», dice así a este respecto: «¿Ves en qué forma confirma la concordia con el Padre hasta el final? Y yo, dice, les di la claridad que tú me diste; es decir, de señales y de enseñanza y para que sean concordes, pues esta claridad de que sean uno es la mayor de las señales; pues de la forma que admiramos a Dios porque en su naturaleza no hay disensión ni pugna alguna, y esta es la mayor gloria, así también éstos se clarificarán por eso». Y más adelante: «Para que sean perfectos en la unidad para que sepa el mundo que tú me has enviado. Con frecuencia dice esto para hacer ver que la paz es más poderosa para persuadir que las señales, pues así como la discordia debilita, así la concordia fortalece».

Por lo que se colige y se concluye de todo lo que se ha dicho que la santa madre Iglesia católica se fortalece y se ciñe con este nobilísimo ceñidor de caridad y de paz, es decir, por la caridad y unidad de todos sus fieles de cualesquiera razas e infidelidades, lenguas y costumbres que lleguen a ella por la fe e ingresen y vivan en ella por el bautismo y los sacramentos, sirviéndose y cohesionándose entre sí; y de todos ellos se constituye ella en reina congregando una sociedad peregrina por la regeneración espiritual, y en todos ellos se ha llenado la tierra de la posesión y el conocimiento de Cristo, y todos los pueblos, razas y lenguas le sirven y en todos ellos tiene él el poder, el honor y el reino, y domina de un mar a otro, y su reino domina sobre todo; con todo lo demás que ya se ha escrito antes; y así la justicia es el ceñidor de su cintura y la fe el cinturón de sus costados (Cf. Is 11, 5); porque, como expone el solemne doctor Nicolás, eso es que los justos y fieles se adherirán a él como el ceñidor y los lomos se adhieren en el hombre, como aparece realizado en los apóstoles y en los demás discípulos y fieles unidos entre sí por la fe y la caridad.

Por lo que sigue inmediatamente: «Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito...» (Is 11, 6): con lo que se significa y enseña claramente que nuestra santísima Iglesia cristiana entera, maravillosamente congregada de todas las gentes y naciones, tenía que estar ceñida y fortificada por cierto ceñidor indisoluble de singular caridad, paz y concordia, como evidentemente se inició y guardó en la primera Iglesia misma, que había sido congregada tanto de los judíos como de los gentiles, como ya se explicó en el capítulo XXXIV.

Con razón, pues, describe san Juan evangelista que vio al bienaventurado Jesús, nuestro Redentor gloriosísimo, ceñidos los pechos con un ceñidor de oro (Cf. Ap 1, 13), en el que por este ceñidor de oro se significa este ceñidor de caridad y de paz de todos los fieles de Cristo, como se ha dicho. Ya que por el oro se designa la caridad porque, así como el oro supera a todos los otros metales por su carácter precioso y por su valor, así también la caridad a las demás virtudes, como se dice a los Corintios (Cf. 1 Co 13, 13); por los pechos se entienden todos los fieles de la Iglesia de Cristo que llegaron tanto de los judíos como de los gentiles, como se ha explicado antes en el capítulo XXVIII por el testimonio de san Gregorio, donde por los dos pechos de la esposa se significan los dos órdenes de predicadores, uno de la incircuncisión y el otro de la circuncisión, que en concordia predican y en concordia conocen en la Iglesia de Dios hasta el fin del mundo; por tanto, por el ceñidor de oro con que se mostró ceñidos los pechos, se simboliza que Cristo ha ceñido en sí mismo con este ceñidor de caridad, unidad y paz a estos dos pueblos, en los que se abarca la universal multitud de fieles que viven dentro de la santa madre Iglesia; y por los pechos, como se ha dicho, se simboliza toda la multitud de fieles y toda la Iglesia cristiana que se fortifica y ciñe por Cristo en sí mismo con el dicho nobilísimo ceñidor de unidad, caridad y paz, como se ha dicho.




ArribaAbajoCapítulo L

En el que se pone la respuesta concreta a aquel argumento del testimonio del apóstol que escribe a Timoteo diciendo: no neofito, con las otras confirmaciones correspondientes, hasta el argumento del concilio toledano, exclusive


Ahora hay que tratar el argumento tomado de la autoridad del Apóstol (Cf. 1 Tm 3, 6) que prohíbe que un neófito se ordene como obispo, en el que se decía que tal dicho y prohibición se ha de entender de los que del judaísmo se han convertido en estos tiempos a la fe de Cristo y se convierten a diario, que se consideran nuevos en la fe y todos los llaman neófitos por relación a los cristianos que creyeron desde los gentiles y recibieron la fe de Cristo desde los tiempos antiguos, de los tiempos de los apóstoles en adelante, y por los que se multiplicó y creció la Iglesia cristiana; y así desde ellos por medio de una especie de antigua sucesión llegó la fe de Cristo a sus descendientes, que ya se estiman cristianos por naturaleza y por ascendencia, engendrados y nacidos de fieles muy antiguos, y mediante ellos a continuación renacidos y educados en la fe de Cristo; y lo opuesto por el vértice ocurre con los judíos que se han convertido y se convierten a la fe de Cristo.

Por lo que, como se ha dicho, se llaman neófitos y el Apóstol les prohíbe que se ordenen, etc.

A lo que hay que decir, como a los otros argumentos anteriores, que no afecta en nada a nuestro propósito; incluso lo ayuda y confirma si se lo considera recta y fielmente, como quedará claro a continuación; pero todo esto que ahora se ha dicho y argumentado provino y tomó cuerpo de ciertas opiniones populares y de la ciega envidia de algunos que traman insidias y envidian a estas gentes, y que, tomando pie de la apostasía de algunos que de la raza judía creyeron en Cristo y después se desviaron de la fe y de las costumbres cristianas, les pusieron el apodo de neófitos a ellos y a todos los otros de su raza, y en consecuencia afirmaron que a todos ellos les había prohibido el Apóstol que fuesen ordenados en la Iglesia, como neófitos citados y especificados por él.

Y así ésos fomentaron la opinión popular, y teniendo celo de Dios pero no conforme a lo recto, y manifestando ciertamente apariencia de piedad pero negando la virtud, quisieron establecer su propia justicia por encima de la de Dios, a cuya justicia no se sujetaron, y así erraron del todo. Y para mejor entender esto hay que tratar ahora brevemente tres cosas: primero, a quién se le llama neófito, citado y prohibido por el Apóstol y los sagrados cánones. Segundo: qué es lo que está prohibido a los neófitos por el Apóstol y por el derecho. Tercero será la aplicación de todo esto a la respuesta al argumento.

Sobre lo primero hay que saber que neófitos se llama a los nuevos en la fe, de neos que es nuevo, y phytos que es la fe; ya que, como dice san Isidoro en las Etimologías, neófito en griego se traduce por «fiel nuevo y poco instruido», o «renacido recientemente»; casi lo mismo se dice en los cánones. También se llama neófitos a los nuevos o novicios en la vida religiosa, o sea los que tomaron recientemente el propósito y el hábito de la vida religiosa, como escribe san Gregorio en el mismo lugar de los sagrados cánones: «Así como se llamaba neófito al que en los comienzos de la santa fe estaba plantado para instruirse, así también hay que tener como neófito al que de poco tiempo plantado en el hábito religioso se insinuase para acceder a las sagradas órdenes».

Pero hay que saber que no se llama a nadie neófito por razón del pueblo o raza a que pertenece, como por ejemplo, porque ha nacido de raza judía o parecida, sino que se llama neófito por razón de ser nuevo en la fe o en la vida religiosa que aceptó recientemente, y se le prohíbe que se ordene como prelado en razón de principiante y de su personal impericia o falta de preparación para presidir en el pueblo de Dios; y esta prohibición no es una inhabilitación o irregularidad aplicada o impuesta por la Iglesia como castigo por su infidelidad pasada, sino que es una falta de idoneidad o de aptitud consiguiente al recién convertido a la fe o a la vida religiosa, y que le es inherente como por el mismo ser de las cosas, por una impericia o inexperiencia o falta de disposición de tal recién convertido; porque, al no ser entendido del estado de la Iglesia o de la vida religiosa, no sabrá ser ponderado, ni moderarse según la diversidad de personas súbditas suyas, y así fácilmente se precipitará y se destruirá con el mismo cuerpo de la Iglesia, que recibió demasiado pronto y sin madurez para regirlo y sustentarlo; porque, como dice san Gregorio en el mismo lugar:

«Ordenadamente hay que acceder a las órdenes, ya que desea caerse el que busca la subida por lo escabroso hasta la cima del lugar elevado dejando los escalones; pues sabemos que las paredes del edificio no han de cargar con el peso de las vigas antes de que se hayan secado de la humedad de recién hechas, para que no hagan caer por tierra la edificación entera si reciben la carga antes de estar sólidas».

Pero hay también otra causa de la prohibición parecida y aneja a ésta, a saber, para que no caiga en soberbia creyendo que la Iglesia o la vida religiosa lo necesitan mucho, y caiga así en el lazo del diablo, esto es, de la soberbia, en el que cayó aquel que es rey sobre todos los hijos de la soberbia, como se dice en el libro de Job (Cf. Jb 41, 26); sobre lo que escriben los sagrados cánones: «La causa de esta prohibición es, según el Apóstol, que no llevado de la soberbia, como si la religión cristiana necesitase mucho de él, caiga en la condenación del diablo. Pues el sacerdote repentino no conoce la humildad, guardar los modales de las personas o contenerse; no ayunó, no lloró, no se corrigió, no compartió con los pobres: caen en arrogancia, que es la condenación del diablo, los que en la señal de la hora, sin apenas ser discípulos, se vuelven maestros»; y todo esto fue tomado y transcrito por Graciano de la glosa ordinaria comentando lo de: no neófito (Cf. 1 Tm 3, 6).

Por lo que queda claro que a causa de no ser entendido y ejercitado en la doctrina y costumbres de la fe y vida religiosa cristiana, y especialmente en las obras de humildad, se prohíbe al tal recientemente convertido a la fe o a la vida religiosa que se ordene como prelado; ya que, como dice san Juan Crisóstomo en sus homilías sobre Mateo: «Tal virtud es la humildad que es madre y fuente de la filosofía más alta, es decir, de la celestial». También por eso, al entregarnos Cristo los preceptos divinos, puso el comienzo en la humildad, y estableció y mandó que la aprendiéramos principalmente de él. diciendo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29).

Pero una vez que el nuevo convertido se haya instruido y ejercitado en la fe cristiana o en las costumbres de la vida religiosa, y haya empleado en ello el tiempo suficiente, pierde aquella inexperiencia e impericia o falta de idoneidad, y mediante tal ejercicio de la humildad se vuelve hábil y preparado para poder recibir las órdenes, y ya no se le llama neófito ni se le prohíbe que se ordene por el decreto del Apóstol o de los sagrados cánones; sino que puede presidir lícitamente, lo que no ocurriría si tuviese prohibición de ordenarse por alguna tacha de irregularidad o inhabilitación que se le haya aplicado, porque entonces necesitaría siempre la dispensa o la habilitación por parte del superior; y así queda claro que cualquiera que recientemente se convierte a la fe o a la vida religiosa, ya sea de los judíos ya de los gentiles, se 1e llama neófito y está prohibido que se ordene, y no hay diferencia en ello de judío ni griego, ni nadie se llama neófito por razón de la raza o nación ni de tal o cual infidelidad anterior, sino tan sólo en razón de su personal iniciación en la fe o en la vida religiosa, y en razón de ello se le prohíbe que se ordene.

Es cierto, sin embargo, que accidentalmente y en consecuencia parece que el precepto del Apóstol que prohíbe que el neófito se ordene de prelado pueda y deba aplicarse más a una gente o pueblo en un momento dado que a otra, y en otras ocasiones al revés. Y esto ocurre en cuanto que el pueblo gentil durante una época estuvo alejado de Dios e infiel y entregado a la idolatría, hasta que por la predicación del evangelio fue convertido a la fe por los apóstoles y los sagrados predicadores sucesores suyos y así iluminado por la fe; y hasta aquel momento se consideraban los gentiles que venían a la fe y a la ley de Dios huéspedes y advenedizos, por cuanto que antes en su infidelidad estaban viviendo sin Dios, alejados del trato de Israel, y sin tener la esperanza de la promesa, como se escribe a los Efesios (Cf. Ef 2, 12). Pero los judíos eran el pueblo elegido de Dios que tenían su ley y guardaban su fe, y es por lo que en los comienzos de la Iglesia primitiva, cuando el Apóstol escribió eso, solamente los gentiles que recientemente llegaban a la fe de Cristo eran considerados neófitos y solamente a ellos se dirigían entonces las citadas palabras del Apóstol prohibiendo que se ordenase un neófito, como a continuación se explicará con más amplitud.

Pero con el correr del tiempo sucedió lo contrario, porque entró en la Iglesia la muchedumbre de gentiles mediante la recepción de la verdadera fe de Cristo y se encegueció la mayoría del pueblo judío, como escribe el Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 11, 11-32), permaneciendo así obstinada en su ceguera, y así, perdió la fe quien antes había tenido la fe verdadera, y cayó en la mayor infidelidad; y por eso desde entonces también comenzaron a considerarse como a neófitos los mismos judíos que recientemente llegaban a la fe, y se comenzó a prohibirles que se ordenasen por prescripción del Apóstol como aprendices en la fe, igual que los demás.

Pero como los gentiles que permanecieron en sus infidelidades se han separado de los cristianos con el correr del tiempo, oponiéndoseles con la fuerza de las armas y ocupándoles los dominios y reinos que pudieron y resistiéndose a la predicación de la fe de Cristo sin soportar siquiera el oírla, como bien se sabe, por eso, por lo general, no se convierten de ellos a la fe de Cristo sino muy pocos o ningunos. Pero los judíos, por cuanto que están entre nosotros dispersos en cautiverio perpetuo y continuamente viven entre nosotros la mayoría de las veces, muchos de entre ellos se convierten a la fe de Cristo casi continuamente, al menos en nuestras regiones; y de ahí proviene que, en el sentir del pueblo, solamente ellos, no sólo los recién convertidos sino también los cristianos de raza judía, por más que sean antiguos, son considerados los neófitos citados por el Apóstol, pero no los gentiles recientemente convertidos, porque, como se ha dicho, de ellos pocos o ningunos se convierten a la fe; aunque la verdad es que tanto unos como otros, judíos como gentiles, que recientemente se hayan convertido a la fe de Cristo, se han de considerar neófitos, a quienes el Apóstol prohíbe que se ordenen; y los cristianos que desde hace tiempo se habían convertido del judaísmo a la fe, y también sus hijos, de ninguna forma se les ha de llamar neófitos ni se les ha de incluir en la prohibición del Apóstol. como más adelante se aclarará; incluso aquellos que recientemente se convierten de entre los gentiles deben llamarse y considerarse neófitos con más razón que los que recientemente se han convertido de entre los judíos, como se dirá a continuación; y así esta contraposición y alternativa se origina accidental y derivadamente según las circunstancias de tiempo para cada uno de estos dos pueblos, de los gentiles y de los judíos, de forma que ora unos, ora otros, ora ambos juntos hayan de ser considerados neófitos, de acuerdo a la multitud de infieles de cualesquiera de ellos que haya en las diferentes circunstancias y que se conviertan a la fe; aunque de verdad, cualquiera que sea, ya judío ya gentil, el que recientemente llega a la fe y la recibe, ha de considerarse neófito y se le ha de prohibir que se ordene, pero no cualquier otro de su raza que ya de tiempo se hubiera convertido a la fe, ni mucho menos todos en general los que de tal raza en cualquier ocasión se habían convertido a la fe.

Pero esta diferencia y alternativa de la infidelidad que sucede en cualquiera de estos pueblos en tiempos diferentes, no ocurre fuera de la gran providencia y profundidad de los decretos de Dios, como de ello escribe, se admira y exclama el Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 9-11); y sobre ello también san Gregorio escribe largo comentando lo del libro de Job: «Pero él descansa sin que nadie le perturbe, vela su faz sin que nadie le perciba» (Jb 34, 29), diciendo: «Por lo tanto que no discuta nadie por qué mientras se mantenía el pueblo judío la gentilidad yacía en la infidelidad, ni por qué al levantarse la gentilidad a la fe, postró al pueblo judío con el pecado de infidelidad; nadie discuta por qué uno es atraído por su gracia y el otro rechazado por su culpa; pues si te admiras de que haya tomado hacia sí a la gentilidad: si él descansa ¿quién le perturbará? Si te asombras de que se pierdan los judíos: si vela su faz ¿quién lo percibirá? Y así el decreto del misterioso poder supremo será la justificación de la razón clara». Y más adelante: «Por lo que también al dar la paga a los que trabajaban en la viña, cuando igualó en la recompensa a aquellos obreros desiguales en el trabajo y quiso más paga el que más se había esforzado en la faena, dijo: ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Por mi parte quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? Por lo tanto, en todo lo que se dispone al exterior, el motivo patente a la razón es la misteriosa justicia de la voluntad; y así hay que decir: si él descansa ¿quién le perturbará?, si él vela su faz ¿quién lo percibirá? Y porque Dios juzga lo menor como lo mayor y cada una de las cosas como a todas, abiertamente añade: tanto sobre las naciones como sobre los individuos: como si claramente se nos advirtiese que hemos de fijarnos en que este juicio, que se nos relata acerca de una nación, también se realiza sobre todos los hombres con un examen invisible, de forma que se rechaza a uno y se atrae al otro misteriosamente, pero ninguno injustamente. Por tanto, lo que nos damos cuenta que ocurre en lo mayor, hemos de temerlo también prudentemente en cada uno de nosotros; pues los juicios divinos tanto se dirigen a un alma como a una ciudad, tanto a una ciudad como a una nación, tanto a una nación como a la multitud universal del género humano; porque también el Señor mira por cada uno como si se descuidase de todos, y así mira por todos a la vez como si se descuidase de cada uno; pues el que ejecuta todas las cosas en el servicio, gobierna con esa ejecución, y no deja en falta a la totalidad cuando dispone una cosa, como no deja en falta una cosa cuando dispone la totalidad. Inmóvil realiza todo con el poder de su naturaleza; ¿qué tiene por tanto de raro que no se angustie preocupado quien actúa inmóvil? Y así hay que decir que ejerce este imperceptible juicio tanto sobre las naciones como sobre las personas».

Y de esta forma nos resultan misteriosos los juicios de Dios para iluminar y elevar a una nación por la fe en una época y permitir que decaiga otra dejándola yacer postrada, mientras que en otra época haga que suceda lo contrario; y estos juicios divinos más tenemos que temerlos y respetarlos que discutirlos y reprocharlos. Por eso el Apóstol, una vez relatada ampliamente esta alternativa y diferencia de la infidelidad y ceguera de esos dos pueblos de los gentiles y de los judíos, admirando y respetando tales juicios divinos, concluye y exclama: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su consejero?» (Rm 11, 33-34).

Así también san Gregorio comentando lo de: «¿Conoces las leyes de los cielos? ¿aplicas en la tierra su fuero?» (Jb 38, 33), escribe por largo y se admira de tales misterios de los juicios divinos y de sus profundos e inescrutables torrentes, y advierte que cada uno se humille y tema y deje para Dios solo investigar estos ocultos juicios suyos, y no juzgue ni desprecie a nadie a causa de ello; pero paso por alto copiar sus palabras porque son muy prolijas; también un poco antes había dicho muchas cosas de tales juicios divinos, y acaba diciendo al final:

«Y así le resultan misteriosos los juicios, y con tanta oscuridad no fue capaz de verlos como con tanta humildad deben venerarse».

Por lo tanto resulta claro que esta prohibición del Apóstol de que no se ordenen los neófitos no atiende a una nación o pueblo determinado, de suyo y en absoluto, sino tan sólo accidental y derivadamente, a causa de dicha alternativa en la infidelidad de estos dos pueblos en las diversas épocas, y de la mayor o menor conversión a la fe de alguno de ellos, y que esto no sucede sin una gran providencia de Dios y profundidad de sus juicios que nosotros no podemos comprender y que no deben ser juzgados ni discutidos, sino más bien venerados con gran humildad, como se acaba de decir.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que esta falta de disposición o de idoneidad de los recién bautizados o de los conversos a la vida religiosa para presidir en la Iglesia, por cuya inexperiencia les prohíbe la Iglesia que sean elevados a la dignidad de la prelatura, es menor por lo general y en abstracto para los que se convierten a la fe de los judíos y mayor para los que se convierten de la gentilidad; y la razón es que, si lo mismo e igualmente se convierten y creen, resultan más aptos para la enseñanza y aprendizaje de la fe los que llegan a ella del judaísmo que no los que se convierten de la gentilidad, como se ha expuesto anteriormente en el capítulo XXXIX según el testimonio del Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 11, 16ss.) y el comentario de Nicolás de Lyra a lo de: «si las primicias son santas, también la masa», donde se mostró que están capacitados y son aptos para aprovechar en la Iglesia de Dios en la ciencia y enseñanza, en las costumbres y en el aprendizaje, una vez que se hayan convertido verdaderamente a la fe, mejor que los que se convierten recientemente de la gentilidad a la fe de Cristo; donde también la glosa ordinaria añade que el Apóstol escribía esto para contener la soberbia de algunos gentiles convertidos a la fe que quizás estimaban que estaba condenada toda la raza judía, probando lo contrario por la analogía con la naturaleza, etc.

Pues aunque hayan estado endurecidos y obstinados en la infidelidad de su ceguera judaica y fanáticos durísimos como hielo, sin embargo, si Dios ablanda sus corazones a la fe y a la entrega por la vocación interior y por la unción espiritual, tanto más útiles serán a la Iglesia y más aptos para aprovechar en ella una vez hechos fieles, cuanto más enemigos y prontos para hacer daño habían sido antes mientras seguían infieles obstinados, como si el hielo se derritiese y se convirtiese en agua; porque lo que tanto dañaba oprimiendo y agostando mientras era hielo, tanto después aprovechará una vez derretido regando y suavizando. Y así ocurre con los judíos mientras han permanecido en la infidelidad de su ceguera, porque entonces dañan a la Iglesia de Dios muchísimo como el hielo nocivo y durísimo, como ya se había explicado ampliamente antes desde el capítulo XXIII al XXVI; pero una vez que se hayan convertido a la fe pueden aprovechar mucho en la Iglesia, cual agua derretida y corriente del anterior hielo durísimo ya deshecho; por lo que san Gregorio comentando lo de: «Al soplo de Dios se forma el hielo, se congela la extensión de las aguas» (Jb 37, 10), dice así a nuestro propósito: «Cierto que después del hielo funde el Señor la amplitud de las aguas, porque después que llevó la maldad de los judíos hasta la muerte, a continuación derritió sus corazones de la dureza de la infidelidad por la aspiración de su amor, de forma que, tanto después se apresurasen con el deseo de obedecer, cuanto antes más obstinadamente hubieran resistido a sus mandatos. Por lo que con razón dice cierto sabio: como hielo en tiempo despejado así se desharán tus pecados. De este hielo que lo paralizaba por el frío deseaba verse libre el profeta, cuando decía: Vuelve, Señor, nuestro cautiverio como un torrente de primavera. De estas aguas, es decir, de estos pueblos que se tornan al Señor, también se dice: Envía su palabra y lo derrite: sopla su viento y corren las aguas. Corren del hielo las aguas porque muchos de sus duros perseguidores se vuelven grandes predicadores; y así el hielo se derrite en agua cuando el entumecimiento del frío interior se convierte en el riego de la predicación. ¿Acaso no era hielo Pablo cuando se fue a Damasco llevando las cartas buscando apagar en los corazones de los fieles que las semillas de la Palabra echadas en la tierra alcanzasen la perfección de las obras? Pero el hielo se convirtió en agua porque a los que antes se había afanado por aplastarlos persiguiéndolos, después los anegó con la corriente de la santa exhortación, de tal forma que tanto más abundante brotase la mies de los elegidos cuanto más también la lluvia de Dios la irrigase por boca del perseguidor».

Pues así como la letra mata, así vivifica el Espíritu (Cf. 2 Co 3, 6), porque hace entender y cumplir espiritualmente lo que la letra manda, como ahí dice la glosa ordinaria. Por tanto, si la letra que mataba en la infidelidad se convierte en espíritu vivificante, mediante la fe vivificará al que se convierte, porque lo hará ministro idóneo del nuevo Testamento, como ahí mismo decía el Apóstol: «El cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu» (Ibid.). Pero después también vivificará por él a muchos otros que él lucrará para Dios. Por eso dice el Apóstol que ese motivo es en gran manera útil para aprovechar a la Iglesia de Dios, el conocer las Escrituras del antiguo Testamento incluso antes de la conversión y haber sido educado en ellas, como lo había sido Timoteo, al que escribe diciéndole: «Y que desde niño conoces las sagradas Letras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena» (2Tm 3, 15-17).

Ahí está cuánto aprovecha el tener el conocimiento del antiguo Testamento, porque tal conocimiento de la letra, una vez que haya sido entendida espiritualmente, como dice la glosa, es una facilidad grande para aprovechar, puesto que sirve para instruir para la salvación y hacer perfecto al hombre de Dios y preparado para toda obra buena. Pues el Apóstol quiere hacernos comprender bien que aprovecha mucho el conocer el antiguo Testamento, en el que se insinúa la encarnación y la persona de Cristo, que tiene poder para la salvación de los hombres, como ahí añade la glosa ordinaria. Pues por eso se le llama a Pablo vaso de elección, porque era como vaso de la ley y armario de las sagradas Escrituras, como escribe nuestro glorioso padre Jerónimo en la carta a Paulino.

Por lo tanto así es como se convierte el hielo de la infidelidad judía en aguas abundantísimas, es decir, de la enseñanza y de la edificación por la fe, cuando el Espíritu Santo mediante la gracia haya soplado sobre su mente hacia la verdadera creencia, según las palabras anteriores de san Gregorio. «Soplará su Espíritu y correrán las aguas» (Sal 147, 18). Pues la gracia del Espíritu Santo no conoce los trabajos lentos, como escribe san Ambrosio. Estas incluso son sus maravillosas obras por las que nos convierte y transforma en hombres nuevos, y limpia y borra todas las manchas de nuestro primer nacimiento, y después nos vuelve útiles y provechosos a la Iglesia de Dios; según lo que muy bien dice san Gregorio Nacianceno en el sermón del Espíritu Santo: «Este -el Espíritu Santo- es el hacedor y padre de la regeneración humana; convénzate también de esto el dicho de Cristo que afirma que nadie puede entrar en el Reino de los Cielos, a no ser que haya renacido del agua y del Espíritu Santo; por éste se purifican las manchas del primer nacimiento, por el que somos concebidos en la iniquidad y somos engendrados en pecado; con su reparación y reforma nos hacemos realmente celestiales por el buen trato y espirituales. Si encuentra a un pastor lo hace salmista, de tal forma que salmodiando haga huir a los malos espíritus y lo constituya como rey de su nación escogida; si encuentra a un vaquero o cabrero arreando su ganado, lo hace profeta: recordé a David y a Amos. Si encuentra a un joven prudente también lo hace juez de los ancianos, y la edad lasciva condena a la ancianidad impúdica: testigo es Daniel quien por razón de su vida venció a los leones en el foso. Si encuentra pescadores, mediante ellos pesca al mundo para Cristo con redes y cebos: nos responden de esto Pedro y Andrés y los hijos del trueno, retumbando con las enseñanzas espirituales. Si halla a un publicano lo hace evangelista. Si encuentra perseguidores diestros y furibundos, los pasa al apostolado y hace a Pablo en vez de Saulo, y cuanto antes se enfurecía para la muerte de los buenos, tanto lo vuelve encendido para la piedad».

Por lo tanto, acabemos diciendo con el Apóstol: «Si, pues, alguno se mantiene limpio de estas faltas, será un utensilio para uso noble, santificado y útil para su Dueño, dispuesto para toda obra buena» (2 Tm 2, 21): santificado, es decir, por la fe y las obras; útil, para conseguir a otros para el Señor, como dice la glosa ordinaria. Pero esta purificación y santificación se realiza por el Espíritu Santo que de repente cambia a aquel sobre quien sopla en -una nueva persona, como ahora acaba de decirse, y del infiel hace al fiel, de perseguidor lo hace ferviente y útil predicador para el Señor, y de utensilio indecoroso lo hace utensilio para uso noble, dispuesto por la fe para toda obra buena; lo que, así como ocurrió antiguamente con Pablo y otros judíos, como recordaba san Gregorio hace poco, así también en nuestros tiempos ocurre muchas veces con el mismo pueblo de los judíos: que muchos se convierten a la fe, y de malísimos infieles se hacen verdaderos católicos y fieles predicadores; y así también sucederá hasta el fin del mundo, como ya expliqué antes en el capítulo XXVI; pues, aunque hayan caído de la verdadera fe, si no obstante no se quedan en la incredulidad, de nuevo se injertarán en ella como en muy buen olivo, de donde se habían desgajado, para que den muy buen fruto en él. Pues Dios es poderoso para injertarlos de nuevo, como escribe el Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 11, 23).

Y así queda claro que tal indisposición o falta de idoneidad es menor en los neófitos convertidos de los judíos y mayor en aquellos que de los gentiles se convierten a la fe, que nunca habían tenido conocimiento de la ley y de los profetas ni habían sido educados en la enseñanza de las costumbres correspondientes, como los que se convierten de los judíos; quienes por eso, una vez que se han convertido de verdad por el Espíritu Santo, pueden más fácil y abundantemente ser instruidos en la verdadera fe y costumbres cristianas y también aprovechar a otros en ellas. Ya que, como escribe san León hablando del ayuno: «La enseñanza de la ley presta gran utilidad a las prescripciones evangélicas, ya cuando se pasa del mandato antiguo a la nueva observancia, ya como se muestra por la misma consagración de la Iglesia de que nuestro Señor Jesucristo no vino a derogar la ley, sino a darle cumplimiento; pues al cesar los simbolismos en que se anunciaba la venida de nuestro Salvador y al realizarse las figuras que quedaron suprimidas por la misma presencia de la Verdad, lo que estableció la causa de la piedad ya para reglas de costumbres ya para el simple culto de Dios, persevera entre nosotros en la misma forma en que se ha instituido, y lo que es apropiado a uno y otro Testamento no se ha cambiado en absoluto».

Y de esas palabras de san León resulta aún más claro que, como antes se ha dicho, los que se convierten del judaísmo a la fe son mucho más aptos y dispuestos al bien, tanto por la ciencia y enseñanza como por las costumbres y ordenación de su vida; y más aún los que antes tuvieron conocimiento de la ley y los profetas, que prestan un gran testimonio al evangelio de Cristo y a su santísima ley y también son de gran utilidad a los fieles de Cristo para las reglas de las costumbres de la vida y de la disciplina, como acaba de verse con claridad por las palabras de san León. Ya que, con sólo evangelizarles a Cristo y una vez que han creído, entendido y cambiado lo que pertenece a la fe y a los sacramentos, todo lo demás queda tal cual era y sirve y ayuda mucho tanto a la fe de Cristo como a la vida y costumbres de sus fieles, y por eso pueden encontrar mucha ayuda y también facilidad en la fe y costumbres tales convertidos del judaísmo, y también enseñar y ayudar a otros, tras haberse hecho verdaderos fieles, por la enseñanza y vida pasada mientras eran judíos.

Lo que no puede decirse en forma alguna de los sarracenos que nunca se educaron en tal enseñanza y aprendizaje de la ley y de los profetas ni tuvieron ciencia e ilustración acerca de ellos, a no ser mediante algunas mentiras de fábula inventadas e introducidas por el miserable Mahoma, como podrá ver claramente cualquiera que atienda con interés a su secta y a sus costumbres. Y todo esto es verdad ahora para los judíos que en nuestros tiempos se han convertido de verdad a la fe de Cristo, cuando también vemos con la enseñanza de la experiencia que muchos de raza judía convertidos a la fe de Cristo en nuestras regiones han llegado a ser en poco tiempo grandes doctores y en gran manera ordenados y sobresalientes en las costumbres y en la vida; y que también de entre ellos hubo en la Iglesia algunos obispos y prelados muy útiles y ejemplares a la Iglesia y a sus fieles, tanto en las costumbres y en la vida como en la ciencia y enseñanza, por cuanto que, mientras eran judíos, habían sido educados en la ciencia de la ley y de los profetas; pero no vemos así a ninguno de los que se han convertido de la gentilidad a la fe, es decir, de la secta mahometana y del error de su infidelidad, por cuanto que ellos, si los hay, nunca tuvieron ciencia de la ley y de los profetas ni vivieron según sus prescripciones sino más bien por el contrario bastos, impuros y descontrolados; y por eso no son dóciles para la enseñanza evangélica y para su ciencia y vida, ni tan aptos para aprovechar en eso a la Iglesia de Dios como los que se convierten del judaísmo si verdadera y fielmente se convierten, como se ha dicho.

Sin embargo, todo esto fue mucho más verdad en los tiempos de la Iglesia primitiva, es decir, en el tiempo de los apóstoles cuando todavía continuaba en la mayor parte de ellos el desconocimiento de Cristo hasta la publicación del evangelio y cuando la ley antigua seguía por aquel entonces junto con el evangelio y podía lícitamente cumplirse junto con él, en relación a aquellos que no habían salido de tal ignorancia ni habían sido instruidos; incluso también aquellos que todavía no habían tenido noticias de Cristo hasta entonces ni de su doctrina ni del santo evangelio, podían salvarse viviendo en dicha ley antigua hasta que el evangelio de Cristo estuvo perfectamente divulgado y obligó a todos a creer en él y a recibir su fe; porque desde ese entonces ya nadie podía excusarse de ignorancia si no creía en Cristo y se bautizaba, tal como se explicó por largo en los capítulos XXII y XXVII; y por eso los que se convertían del judaísmo en aquellos tiempos no se consideraba que estaban llegando recientemente a Cristo y a su ley desde alguna infidelidad, incluso se les contaba como a fieles antiguos que siempre habían vivido en su ley aprobada hasta aquel momento en la que hasta entonces lo habían esperado y dado culto fielmente.

Por lo cual era mayor la aptitud y disposición de aquellos que entonces recibían la fe de Cristo desde el judaísmo en cuanto a ser verdaderos fieles y aprovechar mucho en la Iglesia de Dios por sus costumbres y enseñanzas, por el hecho de que nunca tuvieron repugnancia ni se obstinaron contra Cristo y su ley, sino tan sólo ignorancia, como se ha dicho, frente a lo que ocurre ahora con los que en estos tiempos y después se convierten de dicho judaísmo a la fe de Cristo y a su sagrado bautismo, por cuanto antes han sido educados y obstinados en la perfidia judía contra Cristo y su ley evangélica; porque, aunque tuvieron conocimiento de la ley y de los profetas, sin embargo es falso y erróneo y completamente hostil contra Cristo, y tal que los mata y condena según su tenor deformado, según el dicho del Apóstol antes citado; y por eso tienen un gran obstáculo ante la fe de Cristo como no lo tenían los que llegaban a la fe de Cristo en tiempos de la Iglesia primitiva, como ya dije.

Sin embargo, si tales letras deformadas que los matan mientras permanecen en la infidelidad se trocasen en Espíritu vivificante mediante el llamamiento interior y la iluminación espiritual de la fe en los que así están obstinados y endurecidos cuando los enseña y atrae a la fe verdadera, entonces esas letras que anteriormente eran en ellos blasfemas se vuelven a espirituales y fieles, y se hace verdadera toda aquella ciencia de la ley y los profetas que antes era en ellos infiel y falsa y que los engañaba y condenaba. Y así del hielo corren aguas abundantes y los así convertidos a la fe de Cristo se vuelven muy útiles a la Iglesia de Dios, así como antes eran apestosos y dañinos para ella.

Sin embargo, eran mucho más excelentes aquellos fieles antiguos que del judaísmo habían llegado a la fe de Cristo en tiempos de la primera Iglesia, que no éstos, y más aptos y dispuestos a aprovechar en ella por cuanto todavía no se habían contaminado en infidelidad alguna, como ya dije; y por eso no se consideraban neófitos a los que entonces del judaísmo recibían la fe de Cristo y creían en él, sino más bien se les tenía como a fieles verdaderos y de siempre, hijos e imitadores de los santos patriarcas y profetas, educados y ejercitados en la verdadera ley de Dios que de él habían recibido. De todo lo cual se deduce y concluye claramente que el dicho del Apóstol que prohíbe que el neófito se ordene de obispo no se dirigía a aquellos que entonces recibían la fe de Cristo desde el judaísmo, sino que solamente por aquel entonces se aplicaba a los que se convertían desde la gentilidad, que eran los llamados neófitos, es decir, los nuevos en la fe de Cristo y en la ley de Dios y que antes nunca la habían tenido y a la que recién acababan de llegar entonces desde la infidelidad de la gentilidad.

Pero los judíos que entonces recibían la fe de Cristo se estimaban y consideraban como fieles antiguos y no nuevos, según ya he dicho; lo que Pablo explica a los Gálatas, diciéndoles: «Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores» (Ga 2, 15), como si dijera: no somos prosélitos y advenedizos, como los que llegan recientemente cual los gentiles, que antes eran pecadores, idólatras e infieles, sino que somos judíos de nacimiento, esto es, por nuestra raza y descendencia salidos de los patriarcas y de los profetas, nacidos y educados en la ley. Pecadores, de hecho, eran los judíos como también lo somos nosotros, porque «si decimos: No tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1, 8), pero, como dice la glosa ordinaria: «Como muy malvados y cargados con el peso de graves pecados llamaban los judíos -y según su misma costumbre hablaba el Apóstol- a los gentiles pecadores, nombre que les habían puesto los judíos por su tradicional soberbia», cual si ellos fuesen justos, cuando, sin embargo, también ellos eran pecadores, como ya se ha dicho. Pero ello era por la pasada infidelidad e idolatría de los gentiles, por la que los judíos los consideraban pecadores en grado sumo y los despreciaban, como ya antes se ha dicho.

Pero también el mismo Pablo había sido en otro tiempo blasfemo, perseguidor y ultrajador, como él mismo escribe (Cf. 1 Tm 1, 13), por cuanto resistió a la predicación del evangelio de Cristo y luchó contra ella y persiguió a la Iglesia de Dios; pero eso, sin embargo, lo hizo por poco tiempo y por ignorancia, y cuando fue llamado e iluminado por Cristo, obedeció al punto y con gran fervor y humildad volvió a él, como escribe a los Gálatas y a Timoteo (Cf. Ga 1, 13-24; 1 Tm 1, 12-16); y por eso no había que considerarlo como si viviese en la infidelidad y recientemente viniese a la fe, especialmente al haberlo hecho por ignorancia creyendo guardar con celo y defender la ley de Dios y sus tradiciones paternas, como allí dice.

También está claro esto mismo por el testimonio de los doctores sagrados que dicen que las palabras del Apóstol que prohíben que un neófito se ordene de obispo no se referían a los que entonces creían en Cristo desde el judaísmo, sino solamente a los que llegaban hasta él desde la gentilidad y recibían su fe y bautismo, y que éstos entonces se llamaban neófitos y tenían la prohibición del Apóstol de ordenarse en tiempos de la Iglesia primitiva, hasta que estuviesen robustecidos e instruidos durante un cierto período de tiempo en la fe y en las costumbres y enseñanzas.

Pues san Juan Crisóstomo explicando el dicho del Apóstol de «no neófito», dice así a nuestro propósito: «No neófito, dice. No quiso dar a entender aquí la edad de la adolescencia, sino al que recientemente se estaba instruyendo, cual una plantación nueva. Pues yo, dice, planté, Apolo regó, pero Dios dio el crecimiento; pues si hubiera querido indicar la adolescencia, nada le impedía decir: no adolescente, ya que él mismo al escribir a Timoteo le advirtió que con cuidado había que preocuparse de la edad en el obispo, diciéndole: Que nadie desprecie tu adolescencia; pero como entonces muchos de los gentiles llegaban a la Iglesia y se bautizaban, le advirtió que había que evitar que el recién ingresado en los sacramentos de la Iglesia enseguida llegase a llevar el peso de tal jefatura, pues, si antes de ser discípulo, era elevado a maestro, muy pronto se alzaría con la pompa de la arrogancia, y, si antes de aprender a someterse, se le colocase entre los que regían, pronto se hincharía. Por eso añadió: No sea que ensoberbeciéndose caiga en la condenación del diablo, es decir, no caiga en la misma condenación que aquél sufrió por su arrogancia».

Igualmente san Ambrosio en su obra que titula Pastoral, comentando las mismas palabras del Apóstol, dice así al propósito: «Así sigue y dice el Apóstol: no neófito, es decir, el que desde hace poco llegó a la fe de la gentilidad, o de la vida civil fue incorporado al oficio clerical; por lo tanto, que éstos no alcancen el grado sacerdotal tan fácilmente, no sea que ensoberbecidos caigan en la condenación y en el lazo del diablo, porque lo que no llegan a aprender en un tiempo prolongado, no pueden guardarlo en corto tiempo».

Esto mismo también queda claro por los sagrados cánones, donde exponiendo Graciano la causa de esta prohibición del Apóstol, dice así: «También se prohíbe que los neófitos sean ordenados obispos, de forma que el que ayer catecúmeno hoy no resulte obispo; el que ayer estaba en el teatro hoy no ocupe la sede en la iglesia; el que de víspera estaba en el circo hoy no administre en el altar; el que hace poco había sido protector de actores no aparezca hoy como consagrante de vírgenes, etc.». Estas mismas palabras las pone la glosa ordinaria en el comentario a esas palabras de la carta del Apóstol y de ahí las tomó Graciano.

Y de todo ello resulta evidente que tal prohibición de que no se ordene el neófito fue hecha a los gentiles entonces recién convertidos a la fe, que eran los que entonces se llamaban neófitos; porque todo lo que se ha dicho y que constituye el motivo del precepto apostólico de que no se ordenen los neófitos, sólo tocaba y comprendía a los gentiles y de ningún modo a los judíos; puesto que el teatro era el lugar de los espectáculos de los gentiles, donde realizaban sus juegos, así llamado por el contemplar, porque en él el pueblo gentil, estando en las gradas y mirando, contemplaba las representaciones, y era casi lo mismo que un prostíbulo por cuanto que, una vez concluidas las representaciones, allí se contrataban las meretrices, como dice san Isidoro en las Etimologías; también el proteger a los actores, que ahí se dice, eran costumbres y acciones de los gentiles; igualmente el circo era cierto juego de los gentiles y se llamaban juegos circenses, como se dice en los sagrados cánones; también de esos juegos dice san Isidoro en las Etimologías: «Los juegos circenses se habían establecido por motivo religioso y para la celebración de los dioses gentiles, por lo que también quienes los contemplaban parecían servir al culto de los demonios». Y más adelante: «Los juegos circenses así se han llamado ya sea de dar vueltas en círculo ya sea que donde ahora se ponen las metas antes se ponían espadas a las que daban vueltas en círculo las cuadrigas, y de ahí llamarse circenses por las espadas alrededor de las que corrían; si bien también en las orillas junto a las riberas de los cauces de los ríos ponían en fila en la orilla de la ribera a los que sacudían las espadas, y consistía la habilidad en hacer girar a los caballos alrededor de los obstáculos y de ahí se cree que se les llama circenses, cual haciendo círculos». También dice que los paganos principalmente consagraron el circo al sol, etc., y de él y de Circe, hija del Sol, que fue maga y hechicera y sacerdotisa de los demonios, habla por largo en todo el capítulo, y que de su nombre apelativo de Circe creen los griegos que se le llamó circo, y que en su atavío y por su arte se ejercía la magia y tenía el carácter de culto idolátrico. También dice más adelante que los equipos del circo eran las cuentas de madera en forma de huevo, la meta o pirámide cónica, el obelisco y la cárcel, y añade allí bastantes cosas más. Pero lo que resulta de todo esto es que, de cualquier forma que se entienda el circo, es algo propio de los gentiles y era un juego consagrado a los demonios en forma común.

De donde queda como conclusión clara que esa prohibición del Apóstol sólo tocaba y se aplicaba a los gentiles que se convertían en aquel entonces; pero ahora toca y se aplica a todos, tanto a los que se convierten de los gentiles como de los judíos, y que constriñe y coarta a los que se convierten del judaísmo en menor grado que a los que se convierten de la gentilidad, siempre que se conviertan de verdad y aparezcan en unos y otros signos iguales de auténtica conversión. Y que esta prohibición del Apóstol por sí misma y en abstracto no se refiere a ningún pueblo determinado ni nación, de tal forma que solamente a ella la ate y ligue en cualquier momento y no a la otra, a no ser derivada y accidentalmente, o sea, en cuanto en tal pueblo o nación se encuentra causa para esa prohibición en un momento dado, pero no en otro pueblo o nación, y que en otro momento dado ocurre o puede ocurrir lo contrario; sino solamente toca y coarta a cualquier persona recién convertida de la infidelidad, quienquiera que ella sea en quien se encuentre motivo de tal prohibición, que es su fe reciente, de la que se sigue la falta de idoneidad o incultura, y la falta de disposición para el uso y ejercicio de dicho orden.

Sobre lo segundo hay que decir que el Apóstol tan sólo prohíbe a los neófitos que no sean ordenados de obispos, como se ve en la carta a Timoteo y en los sagrados cánones; pues de las palabras del Apóstol y de los cánones sagrados no se prohíbe más que lo que ahí se dice; sin embargo, por lo que entienden los doctores también se deduce de las palabras del Apóstol que les está prohibido ordenarse de presbíteros; respecto a otras órdenes o promociones a los demás beneficios, oficios y dignidades eclesiásticas no se les ha prohibido nada para que puedan obtenerlos, recibirlos y poseerlos; lo que está claro y explícito en el derecho sobre los convertidos del judaísmo a la fe de Cristo, como se encuentra en las Decretales: «Pero por el hecho de haber sido judío no has de desdeñarlo»; y comentando esto el abad Nicolás de Sicilia, dice así al propósito: «Advierte finalmente que el judío que se ha hecho cristiano está capacitado para un beneficio eclesiástico y puede solicitarlo para la iglesia catedral, y no se le ha de despreciar por haber sido judío, sino se le ha de estimar porque se ha convertido a la fe».

Pero además hay que considerar que esta prohibición de que el neófito no se ordene de obispo o presbítero no permanece en él durante toda su vida, ni de él se transfiere a su hijo ni a nadie de su familia, sino que tan sólo dura mientras dura aquella novedad de su conversión a la fe y al sagrado bautismo, por la que se llama neófito, o sea. nuevo en la fe: novedad a la que sigue esa falta de disposición e idoneidad personal para el ejercicio de tal orden sacerdotal o episcopal; pero pasada esa novedad de la recepción de la fe y del sagrado bautismo con el paso de un cierto tiempo, deja el tal de ser neófito y ya en adelante no está bajo la prohibición del Apóstol ni del derecho por razón de su iniciación en la fe, sino que más bien por obra del derecho se le estima apto e idóneo, o, por lo menos, sin impedimento para el citado orden del presbiterado o del episcopado sin que se le rechace para obtener en adelante tal orden por razón de su iniciación a la fe, aunque no sea digno o apto ni dispuesto para ello; sino que se le rechazará por otro motivo, es decir, por otra causa o condición, por ejemplo porque es criminal, o inculto o soberbio o iletrado, o cualquier cosa así, pero ya no como neófito, porque dejó de serlo una vez que ya no era nuevo o reciente en la fe.

Pero esta novedad de la fe y del bautismo por la que se llama neófito a alguien y queda bajo la prohibición del Apóstol y del derecho, como se ha dicho, se mide por un tiempo bastante corto hasta que pase y deje de serlo, como se ve por las palabras del canon antes citado, donde dice: «El que ayer estaba en el teatro hoy no ocupe la sede en la iglesia; el que de víspera estaba en el circo hoy no administre en el altar». Pero estas palabras como «ayer», que ahí se encuentra dos veces, y «de víspera», que aparece una vez, son adverbios que indican poco y escaso tiempo por relación al hoy, como ahí se contraponen; y en todo esto así relacionado y mutuamente unido parece que se incluye y designa el tiempo de duración de ser neófito y de su iniciación en la fe y de su prohibición para que se ordene; también ahí se añade y se dice que el sacerdote repentino no conoce la humildad, y se refiere a que no se debe ordenar el neófito, lo que da a entender por sacerdote repentino. Pero el momento es el tiempo más pequeño y corto, así llamado por el movimiento de las estrellas, como dice san Isidoro en las Etimologías. Asimismo neófito, según su significado o derivación quiere decir el reciente en la fe, o el renacido hace poco tiempo, como se ha dicho antes según el testimonio de san Isidoro, esto es, de «neos» que significa nuevo y «phytos» que es la fe; pero nuevo es lo mismo que reciente o no antiguo; «nuper» es un adverbio de tiempo que se compone de «nuevo» y «tiempo», o sea «en tiempo reciente» o «hace poco tiempo». De todo lo cual queda claro que el derecho y los sagrados doctores con tales nombres y adverbios quisieron dar a entender que había un plazo de la iniciación y de la prohibición de que no se ordene el neófito, y que había de ser bastante breve, y una vez acabado y transcurrido ya no tenía que ser estimado ni llamado el tal como neófito, ni tampoco estar bajo la prohibición de ordenarse a causa de su iniciación en la fe.

Por lo que resulta suficientemente claro que se tiene que estimar como tiempo corto el de tal prohibición del Apóstol de que no se ordenen los neófitos como obispos o presbíteros, y así hasta ahora lo observó la costumbre aprobada por la Iglesia que, como antes se ha dicho en el capítulo XLVII, goza de gran autoridad en todo para dar certeza en cuestiones dudosas, y por eso todos los fieles han de guardarla y seguirla siempre. Sin embargo, al no estar fijada la medida de tal prohibición apostólica ni haber un plazo fijo y determinado por el derecho actual durante el cual el recién bautizado haya de considerarse neófito y esté bajo la prohibición de ordenarse, y que una vez transcurrido ya no se le considere neófito ni se le prohíba que se ordene, parece que habría que someterse al juicio y determinación del sumo Pontífice, a quien corresponde ordenar a los obispos. Después, en cuanto a la ordenación de los presbíteros, también parece que habría que someterse al juicio y determinación de cada obispo dentro de sus diócesis. En nuestra orden religiosa de san Jerónimo de España se establece y fija un plazo de tres años en los estatutos y constituciones de la Orden para los novicios conversos de cualquier raza o estado que hayan sido en el mundo mientras allí vivían, quienes, como se ha dicho, por la autoridad de los sagrados cánones también se llaman neófitos; este trienio se cuenta desde el momento de su profesión en orden a que alguno de ellos pueda ser elegido a prelado o prior de algún monasterio de dicha Orden, y tales prelaturas o prioratos se hacen entre nosotros por elección canónica, y se confirma o se invalida por el prior general, que es el superior de toda la Orden, o por sus comisarios; y también se observa lo mismo en el priorato general, de forma que, durante un trienio a partir del momento de la profesión, nadie puede ser elegido ni promovido a ese puesto, a no ser que antes haya completado el trienio desde su profesión, en lo que también se observa algo más de importancia y solemnidad; pero uno y otros prioratos, ya el general y los que no son generales, se consideran dignidad y se hacen por elección en la forma y con las formalidades del derecho.

Sin embargo, el prior general de la Orden puede dispensar y algunas veces dispensó a alguien para que, antes de concluir el trienio de su profesión, sea elegido y promovido a algún priorato de dicha Orden, si la necesidad o la utilidad común y la capacidad de la persona lo exigiera. Y también eso es lo que a mí me parece, salvo un parecer más alto, aunque no esté determinado por el Apóstol ni por el derecho el plazo en que le esté prohibido al neófito ordenarse, que en las circunstancias comunes el espacio de tres años es suficiente para tal prohibición a contar desde el momento de recibir el bautismo en adelante, y precisamente por lo que dicen los sagrados cánones en sus palabras de «ayer», «de víspera» por relación a «hoy», e igualmente «nuevo en la fe» y «renacido hace poco» y «sacerdote repentino», todo lo cual parece indicar que se le ha de tener por neófito y prohibírsele que se ordene en un plazo bastante breve; y eso también parece que está en concordancia con la brevedad de nuestra época, a quienes nos llegó el final de los tiempos, cuando se acabaron no solamente los méritos, sino también los propios cuerpos; «y por eso no sufren soportar las restricciones de la rigidez de los tiempos pasados» como se dice y advierte en los sagrados cánones. Y que también dentro de tal plazo puede ordenarse el neófito por dispensa, si lo exigiera la necesidad o la utilidad común, o los méritos y capacidad de la persona que ha de ser promovida, o cualquier otra causa razonable y suficiente. Sin embargo, la verdad es que tal determinación y precisión del plazo en que no se ha de ordenar el neófito queda al juicio y libre determinación del sumo Pontífice, y ella se ha de considerar como ley. como se ha dicho.

Pero después, en cuanto a la ordenación de presbíteros parece que habrá que someterse al juicio y determinación de los obispos dentro de sus diócesis, quienes con temor de Dios y caridad hacia las personas y según la utilidad común de la Iglesia, determinarán eso según las circunstancias, ya a modo de sentencia o de dispensa exigida, según las condiciones concurrentes del momento, es decir, de la disposición y capacidad de la persona que ha de ser ordenada y de la necesidad de la Iglesia para la que se ordena o a la que tiene que presidir, y del interés del clero o del pueblo que lo pide, y la utilidad de la Iglesia o del fomento y honor de la fe que de ello se cree y espera que seguirá. Pero no pueden abarcarse ni enumerarse en forma alguna tales circunstancias concretas y motivos que pueden inducir a que alguien se ordene antes o después, y mucho menos valorarse en absoluto y de forma general, porque son de algún modo innumerables y extraordinariamente variadas, y por eso no caen bajo el dominio del arte ni bajo ninguna descripción, como escribe Aristóteles; sino que es necesario que el que actúa tome en cuenta lo que depende del momento, como ahí añade.

De todo lo dicho resulta claro que de ninguna forma se puede llamar neófito a la persona que, una vez hecha adulta, por más que hubiera sido hijo de algún infiel ya judío ya gentil, sin embargo había sido bautizada mientras era niño, incluso aunque hubiera sido circuncidado antes del bautismo. Asimismo que mucho menos se le puede llamar o considerar neófito al que ha nacido de padres ya fieles y bautizado enseguida según la costumbre de la Iglesia, por más que ellos antes hubieran sido judíos o sarracenos. Asimismo que no se le puede considerar ni llamar neófito al que, aunque fuera adulto y persona mayor cuando se hizo cristiano, no obstante ya había vivido durante algún tiempo y por algunos años en la fe de Cristo después de haberse bautizado. Es bien clara la razón de todo esto. y es porque ninguno de ellos sería «hace poco renacido» ni «nuevo en la fe», que es lo que se exige para que se le llame y sea neófito, tal como se ha explicado poco antes.

Asimismo también es claro que cualquier neófito, aún bautizado desde hace poco tiempo y nuevo en la fe, solamente tiene la prohibición del Apóstol y del derecho de que no se ordene de obispo y presbítero, pero ya no para las otras órdenes, oficios o beneficios eclesiásticos, sino que puede solicitarlos todos ellos, conseguirlos y ocuparlos incluso en la iglesia catedral, como antes se ha probado y explicado claramente. También es asimismo claro que la prohibición del Apóstol y de los sagrados cánones de que no se ordenen los neófitos como obispos o presbíteros no dura más que un breve tiempo, que, una vez que cada uno de ellos lo ha pasado, ya no se les puede llamar neófitos ni se les puede prohibir que se ordenen por tal motivo. Pues todas estas cosas claramente pueden deducirse y concluirse de lo que se ha aducido y probado en el capítulo presente y que omito deducirlo y demostrarlo de lo dicho en razón de brevedad, dado que cualquiera por sí mismo podrá deducirlo y concluirlo fácilmente de lo que se ha dicho.

Sin embargo, justificadamente hay que considerar junto con esto que, si los obispos y prelados actuasen prudente y fielmente al conceder y distribuir los beneficios y oficios eclesiásticos otorgándolos sin ninguna acepción de personas a los más dignos, mejores y más capaces, quienesquiera que fueran ellos y se hubieran hecho cristianos tanto de los judíos como de los gentiles, mucho más aprovecharían a la Iglesia de Dios; porque con eso lodos en general se ejercitarían en adquirir la ciencia y poseer las virtudes, mientras que al contrario son muchos los que se vuelven abandonados y tibios para toda obra buena e incluso también inclinados y proclives hacia el mal. Ya que, como escribe Aristóteles: «Cuando no se hace el bien a los buenos y a los mejores lo mejor ni se conceden los merecimientos de la virtud y de la maldad, los hombres se vuelven peores».

Asimismo, por lo que se refiere a nuestro tema, se quitarían la mayor parte de esos escándalos y revueltas que a diario se despiertan y crecen en la Iglesia de Dios, cuando el uno intenta echar a fuera al otro y preferirse y anteponerse a sí mismo por su propia presunción, ya por la nobleza de su raza ya por cualquier otra causa injusta y no razonable, como sucede continuamente en este cisma del que tratamos. Por lo cual se manda en la ley para cortar tales discusiones y revueltas que la medida sea la misma para todos, es decir, según la proporción del mérito de su trabajo y de su capacidad: «se dará a todos los hijos de Aarón en porciones iguales» (Lv 7, 10); y todo eso que a ellos les sucedía en figura se ha escrito para nuestro aviso, como escribe el Apóstol a los Corintios (Cf. 1 Co 10, 11); y por eso debería observarse entre nosotros una justicia mucho mayor, como mandó Cristo (Cf. Mt 5, 20) para el estado de la paz y caridad evangélica, cuando Cristo, nuestro verdadero Redentor, tenía que cortar con todos estos escándalos, todas las envidias y todas estas disensiones, tal como antes había sido profetizado por Ezequiel, al decir: «En cuanto a vosotras, ovejas mías, así dice el Señor Yahvéh: He aquí que yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío. ¿Os parece poco pacer en buenos pastos, para que pisoteéis con los pies el resto de vuestros pastos? ¿Os parece poco beber en agua limpia, para que enturbiéis el resto con los pies? ¡Mis ovejas tienen que pastar lo que vuestros pies han pisoteado y beber lo que vuestros pies han enturbiado! Por eso, así dice el Señor Yahvéh: Yo mismo voy a juzgar entre la oveja gorda y la flaca. Puesto que vosotras habéis empujado con el flanco y con el lomo a todas las ovejas más débiles y las habéis topado con los cuernos hasta echarlas fuera, yo vendré a salvar a mis ovejas para que no estén más expuestas al pillaje; voy a juzgar entre oveja y oveja. Yo suscitaré para ponérselo al frente a un solo pastor que las apacentará: mi siervo David: él las apacentará y será su pastor. Yo, Yahvéh, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos. Yo, Yahvéh, he hablado. Concluiré con ellos una alianza de paz, haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces. Habitarán en seguridad en el desierto y dormirán en los bosques. Yo los asentaré en los alrededores de mi colina, y mandaré a su tiempo ¡a lluvia, que será una lluvia de bendición. El árbol del campo dará su fruto y la tierra dará sus productos...» (Ez 34, 17-27).

Con estas palabras se da a entender suficientemente y se muestra la igualdad y concordia de todo el pueblo cristiano que tenía que realizarse por Cristo, como ahí se dice, y que ahora ya se ha realizado por su medio, y también que tenían que acabarse sus contiendas, desaparecer la opresión y la violencia y la anteposición de los unos sobre los otros en conseguir y obtener los bienes de la Iglesia; y todo esto tenía que realizarlo Cristo, como se ha ido realizando suficientemente por los que siguen sus sagradas huellas y la doctrina del santo evangelio. Ya que los sagrados doctores aplican la anterior profecía a todas estas cosas, cuya exposición sería larga de explicar punto por punto y referirla y aplicarla a todas las otras cosas que podrían añadirse.

Sin embargo, baste decir en resumen que el ganado y las ovejas que aquí nombra el profeta son el pueblo de Dios, como se ve de suyo y concluye al final del capítulo diciendo: «Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño humano que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios, oráculo del Señor Yahvéh» (Ez 34, 31). Las ovejas gordas y flacas son los fieles feroces y mansos, poderosos y sencillos, que también se designan como carneros y machos cabríos, y que ahí se describen como que ha de dar a cada uno lo suyo. Pero las feroces y gordas empujan con sus flancos y sus lomos y topan con sus cuernos a todas las ovejas débiles hasta que las echan fuera, como ahí se dice: por cuanto que los feroces y poderosos atacan a los sencillos, pequeños y mansos con su fuerza y poder para arrojarlos fuera de los bienes de la Iglesia, como ocurre en este cisma y contienda de que estamos tratando, con lo que pretenden estos feroces envidiosos arrojar fuera de los oficios y beneficios de la Iglesia a los que se han convertido o se convierten o se convertirán del judaísmo a la fe de Cristo, como salta a la vista.

En lo que se dice que, una vez que ellos han bebido el agua limpia, enturbian con las patas el resto, etc., se da a entender que, los que se aprovechan de los mejores bienes, oficios y beneficios de la Iglesia, intentan revolver los restantes y pretenden impedir que otros los ocupen, sino que sigan en la Iglesia con amargura y sometimiento. Y eso mismo es lo que también dice: «¿Os parece poco pacer en buenos pastos...?» por cuanto debiera ser bastante para cada fiel tener el honor y el puesto en los bienes de los beneficios y oficios de la Iglesia de Dios según la medida de su capacidad y aptitud, y aprovecharlos en la vida presente, y no querer apropiarse y reivindicarlos todos y echar fuera de ellos a los otros hermanos y prójimos suyos. Por lo tanto contra ellos se pronuncia la sentencia divina, al decir: «Yo mismo voy a juzgar entre la oveja gorda y la flaca y entre el cordero y el macho cabrío», es decir, para condenar tales contiendas y opresiones de las más grandes, más feroces y más fuertes frente a las sencillas y débiles, y para hacer la diferencia entre ellos respecto a la pena o premio de los malos y de los buenos, al modo de lo que se dice en el evangelio de Mateo: «Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda...» (Mt 25, 33), donde se añade en el evangelio la sentencia durísima contra tales carneros o cabritos que atacan a sus prójimos y los oprimen (Cf. Mt 25, 41-46).

A continuación se añade en la profecía quién será el que tenga que realizar tal salvación y reparación de los fieles y el juicio entre ellos, al decir: «Salvaré a mi rebaño», esto es, de las contiendas y opresiones citadas, juzgando y castigando a los malos y feroces usurpadores y opresores, etc., como se ha dicho; y esto tenía que realizarlo el rey Cristo, al añadir: «Y suscitaré para ponérselo al frente a un solo pastor que las apacentará: mi siervo David», es decir. Cristo, nacido de la descendencia de David según la carne, como se dice en el evangelio de Mateo y en la carta a los Romanos (Cf. Mt 1,1; 1,6-16; Rm 1,3); y se llama siervo de Dios en cuanto a que ha asumido la condición humana, como él mismo lo dice: «El Padre es mayor que yo» (Jn 14, 28); y él mismo es el pastor de todas estas ovejas de la Iglesia: Yo soy el pastor de las ovejas (Cf. Jn 10, 1-18); también es el verdadero pastor: «Yo soy la puerta de las ovejas»; asimismo es el buen pastor: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí»; y por eso él es el liberador y el que las congrega en un redil y bajo un solo pastor: «Tengo otras ovejas -esto es, en el pueblo gentil-, que no son de este redil -es decir, del pueblo judío-; también a ésas tengo que llevarlas -esto es, mediante la fe hasta la Iglesia católica junto con las que son del pueblo judío-; habrá un solo rebaño -que es la única Iglesia universal cristiana de unos y otros de todos ellos-, y habrá un solo pastor», o sea, para todos los así reunidos en la fe y en la caridad habrá un solo Cristo que en paz las apacentará a todas ellas, como ya se ha explicado en el capítulo XXXIV.

Por eso continúa: «El las apacentará», o sea, a todos los de uno y otro pueblo reunidos por la palabra del evangelio y por los ejemplos de virtud. «Yo, Yahvéh, seré su Dios», mediante el culto de la religión cristiana. Y eso tenía que ocurrir en la igualdad y concordia de todos ellos, por cuanto ahí se dice que Cristo el pastor, de la descendencia de David, había de ser el príncipe en medio de ellos, es decir, sin ninguna acepción de personas ni inclinándose a una u otra parte, sino gobernándolos en el fiel de la igualdad y concordia en todos los bienes espirituales y temporales de la Iglesia, apacentándolos y rigiéndolos.

Y así sigue: «Los asentaré en los alrededores de mi colina», o sea de la Iglesia militante, «en bendición» (Cf. Ez 34, 26 Vulg.), es decir, los haré y mostraré benditos con toda bendición espiritual con la que nos bendijo desde el cielo en Cristo, como escribe el Apóstol a los Efesios (Cf. Ef 1, 3); y esta bendición se pone alrededor de la Iglesia, como ahí dice, para indicar que tenía que derramarse y concederse sobre toda la Iglesia y sobre cada uno de sus fieles sin diferencia alguna de raza ni acepción cualquiera de personas. Y acerca de ello continúa: «Y mandaré la lluvia -o sea de la gracia-, a su tiempo»: lo que se cumplió preferentemente en la Iglesia primitiva cuando el Espíritu Santo descendió visiblemente sobre los apóstoles (Cf. Hch 2, 1-4) y posteriormente sobre los otros creyentes mediante la imposición de manos de los apóstoles (Cf. Hch 8, 15-17) y más tarde sobre otros mediante la predicación del apóstol san Pedro y por la fe y devoción de ellos (Cf. Hch 10, 44-45); y todo esto sucedió tanto sobre los creyentes judíos como sobre los gentiles, como se ve claramente en los lugares citados, para dar a entender y demostrar que los dones y beneficios de la Iglesia militante tenían que ser comunes a todos y a cada uno de los fieles de Cristo reunidos y aunados de uno y otro pueblo.

Pues por la lluvia de la gracia del Espíritu Santo, que entonces bajó visiblemente sobre todos ellos y después invisiblemente sobre los fieles de la Iglesia, se dan a entender y se muestran todos los otros dones, oficios y beneficios de la Iglesia militante que descienden de esta gracia del Espíritu Santo como de su fuente y principal manantial, y se dan a los fieles de la Iglesia para su utilidad común para la edificación del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, como extensamente escribe el Apóstol a los Corintios y a los Efesios (Cf. 1 Co 12,1-11.27-31; Ef 4, 7-16), y que deben ser comunes a todos y a cada uno de los fieles de uno y otro pueblo, según la capacidad, merecimientos y aptitud de cada uno de ellos, de acuerdo a la distribución justa y recta sin acepción de personas del vicario de Cristo, a quien estableció en su puesto para que les dé a su tiempo la correspondiente medida de trigo, como escribe el evangelio de Lucas (Cf. Le 12, 41-42), conforme y proporcionada a la medida que Cristo repartió y dio a cada uno de ellos, como dicen la carta a los Romanos y a los Efesios (Cf. Rm 12, 3; Ef 4,13).

Y así concedido lo principal, que es el Espíritu Santo, con él también se dan a los fieles de la Iglesia todos los otros dones y beneficios dependientes de él, como escribe el Apóstol sobre Cristo, y de él saca esta consecuencia para todos los dones y bienes de la Iglesia en orden a todos sus fieles, diciendo: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará?» (Rm 8, 31-34).

Por tanto, de esta bendición en los alrededores de la Iglesia entera y de esta lluvia de gracia y llovizna de la unión de Cristo sobre todos sus fieles tienen que seguirse la multiplicación de las buenas obras y la fecundación de los frutos espirituales dentro de su Iglesia. Y por eso añade: «El árbol del campo dará su fruto y la tierra dará sus productos»; por lo cual hay que invitar a todos los fieles de la Iglesia y no impedirles ni molestarles para que aprovechen en ella mediante sus oficios y administraciones cuantos sean aptos y capaces y quienesquiera que sean que han creído tanto de los judíos como de los gentiles; y también hay que orar por ellos según el mandato de Cristo para que Dios los haga ministros apropiados y envíe a la Iglesia muchos de ellos para que aprovechen en ella como buenos obreros: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 37-38).

De donde se ve con claridad cuánto yerran y con qué rigurosidad habrán de ser juzgados los que no solamente no se preocupan de orar a Dios para que envíe a tales obreros a la mies de Cristo y de la Iglesia, sino que más bien al modo de ovejas o cabras feroces y atacantes se afanan por molestar e intentan expulsar a los fieles, hermanos y prójimos suyos, de los pastos de la Iglesia militante y de apacentarse en ellos, es decir, de sus oficios, beneficios y administraciones, en los que pueden y deben vivir y aprovechar al igual que ellos mismos, por quienes también Cristo mismo mandó que se rogase. Por lo que, con razón, hemos de repetirles las palabras del profeta:

«¿Os parece poco pacer en buenos pastos, para que pisoteéis con los pies el resto de vuestros pastos?...».

Pero mediante qué medio adecuado había de hacerse tal igualdad de distribución de los bienes de la Iglesia entre sus fieles y la paz y concordia entre todos ellos, se indica al decir: «Yo, Yahvéh, he hablado; concluiré con ellos una alianza de paz», esto es, les daré la ley evangélica que es la ley del amor y de la caridad, y, en consecuencia, de la paz, mediante la cual Cristo mismo, príncipe de Paz, rige y apacienta a todos sus fieles; como antes se expuso en el capítulo XXXIV donde se mostró cómo en la venida de Cristo y después tenían que estar pacíficos y concordes todos sus fieles dentro de la única Iglesia santa, y cohabitar en ella el lobo con el cordero, el leopardo echarse con el cabrito y vivir juntos el ternero, el oso y el león, y Jesucristo niño tenía que pastorearlos y gobernarlos en paz y en caridad, es decir, dejando toda esta fiereza que se desaprueba y condena en esta profecía antes citada, en la que se añade: «Haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces: habitarán en seguridad en el desierto y dormirán en los bosques»; con eso se designa el remedio para que no haya impedimentos ni obstáculos a la paz y seguridad, a la concordia e igualdad de todos los fieles de Cristo que vivan bajo el principado de Cristo, y que es el retirar de entre ellos a esas horribles fieras, que no son otra cosa que los malos vicios contrarios y enemigos de la paz y de la caridad evangélicas, de donde se siguen las envidias, rapiñas, ataques y opresiones; entre las que se cuentan como fieras señaladas y más feroces, más graves y dañinas, la envidia y la ambición de la gloria y del poder humano que, como a continuación se va a decir. Cristo las ha retirado y expulsado de su pueblo y de su rebaño.

Fiera bien mala, por cierto, es la envidia, que mató a Abel y destruyó a José, y es tal y tan mala que, a los que una vez ha invadido, los vuelve terribles y contagiosos en su fiereza; a tal punto que san Juan Crisóstomo dice comentando el evangelio de san Mateo que a tales personas envidiosas se las debería apedrear y atormentar con todos los tormentos, y no en forma diferente que a los perros rabiosos y a los espíritus perniciosos y furiosos violentos y a enemigos y adversarios comunes del género humano; también ahí escribe muchas cosas admirables de tal bestia mala y ferocísima que es la envidia y que dice que es grande dentro de la Iglesia y mayor en el clero que en los laicos.

También es fiera mala la ambición de poder y de gloria, de la que así escribe san Juan Crisóstomo: «Cierto que es grave el amor a la gloria: grave, repito, y llena de muchas espinas la gloria misma, que difícilmente pueden quitarse; fiera y bestia de muchas cabezas con cuernos contra los que la fomentan y los que la reciben; pues de la misma forma que el gusano corroe el leño de donde ha nacido y el orín el hierro, así la gloria vana pierde al corazón que la alimenta: por eso necesitamos gran diligencia para arrancarnos tal afecto».

Y así esas fieras terribles que perturban el mundo, que dispersan el rebaño de Cristo, que luchan por usurpar 10-dos los bienes de la Iglesia de Cristo y topan contra sus hermanos y prójimos más débiles y sencillos, y se afanan por echarlos fuera de los pastos de la Iglesia y que no permiten que sirva para todos ni la lluvia de gracia ni la comunicación del Espíritu Santo, ni dejan que los fieles de Cristo moren juntos en un mismo hogar ni que duerman tranquilos en la paz de la Iglesia: éstas perturbaron a Moisés y a Aarón esforzándose por excluirlos del sacerdocio y del gobierno del pueblo de Dios y desgarrando del todo la Iglesia de Dios entera por medio de Coré, Datan y Abirón, a quienes por eso los absorbió vivos la tierra y el fuego divino consumió a sus cómplices (Cf. Nm 16). También a muchos otros invadieron esas fieras apestosas en aquel antiguo pueblo de Dios: a Caín, a Esaú, a Labán y a los hijos de Jacob, y a los demás que no pueden contarse, por cuyo medio, como por hombres rabiosos y feroces, atacaron, golpearon y perturbaron aquel antiguo rebaño de Dios; como también ahora por medio de otros semejantes se comprueba que a menudo golpean y perturban el rebaño y pueblo de Cristo.

De nuevo estas malas fieras intentaron entrar e irrumpir en el propio sagrado colegio de Cristo con Juan y Santiago, deseosos de poder y de gloria; y se esforzaron por invadir a los diez restantes agitados por la indignación de la envidia (Cf. Mt 20, 20-24). Y más tarde de nuevo intentaron todos ellos competir por la prioridad, cuando hubo un altercado entre ellos sobre quién parecía ser el mayor (Cf. Le 22, 24). Pero Cristo, que había venido a expulsar a estas malas fieras y a hacerlas desaparecer de su rebaño fiel, las persiguió constantemente por la alianza de paz que dio a sus fieles, como estaba anunciado que había de dárselo a sus fieles, y que consiste en la ley evangélica, que está completamente llena de humildad, de amor y de caridad y de paz, y con estas armas resultan vulneradas estas malas fieras y huyen.

Pero finalmente, cuando pretendieron entrar en su divino rebaño y celestial colegio sin tapujos y dispersar y herir a sus fieles ovejas, como acaba de decirse, las rechazó enseguida y con un mandato permanente las apartó de sus fieles y de su grey evangélica indicándoles en sí mismo el modo y poniéndose como ejemplo: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo vuestro; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 25-28). Y casi lo mismo está escrito y se encuentra en el evangelio de Lucas (Cf. Le 22, 25-28). Y con esas palabras corrige suficientemente y deshace la ambición de los dos hermanos y la envidia e indignación de los otros diez.

Pues los unos y los otros eran todavía imperfectos y en algún sentido carnales, y por eso se sentían impulsados y movidos por esas malas fieras. También enseña la humildad verdadera y evangélica, con la que se echa fuera y destruye la fiera mala de la envidia y también la apestosa ambición de poder y de gloria, como se indica en los sagrados cánones, al decir: «Si alguna vez alguien fuera tachado de envidia o del vicio de competencia y de nuevo volviese a caer en lo mismo, sepa que tiene escondida en su medula más íntima la causa principal de donde nace la envidia o la competencia. Es conveniente, por lo tanto, que se cure por lo contrario y opuesto, o sea, por el ejercicio de la humildad. Pues los ejercicios de humildad consisten en que se someta a los oficios más despreciables y realice los servicios más indignos, ya que así podrá curar el vicio de la arrogancia y de la vanagloria, de forma que con la costumbre el sentimiento de humildad ya no vuelva a caer en adelante en los errores de arrogancia y vanagloria».

Por tanto, muestra Cristo que en su reino de la Iglesia militante no se ha de adquirir la dignidad o superioridad del mismo modo que se obtiene en el reino de la tierra entre las gentes que ignoran a Dios, y que lo hacen por la envidia y la ambición, sino que, por el contrario, se ha de conseguir por la humildad verdadera y el amor fraterno que se vive en el servicio; y se digna confirmarlo con su propio ejemplo, pues siendo Dios y Señor de todo, a quien con razón habría que servirle incluso con la adoración que a Dios se debe, no obstante estaba en medio de ellos como servidor; con lo que claramente da a entender que solamente sería digno y apto para sucederle en el gobierno de la Iglesia aquel que estuviese cimentado en la verdadera humildad; y así de un solo golpe hirió y rechazó para siempre a esas malas fieras del rebaño evangélico y del pueblo de sus fieles.

«Haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces», decía la profecía. De tal forma las hizo desaparecer de la tierra de la Iglesia que, si alguien en adelante las acogiese, ya no podría estar dentro del rebaño de la Iglesia en cuanto al mérito y a la virtud, mientras las tuviese, aunque pudiera estar dentro del rebaño en cuanto al número y al nombre solo. De lo que habla elegantemente san Juan Crisóstomo explicando todo esto y diciendo así a nuestro propósito: «Muestra que es costumbre de la gente apetecer los primeros puestos, pues esta pasión es tiránica y con frecuencia también conmueve a varones eximios; por lo cual, cuando necesita de una represión más enérgica, también él se impone con más energía apartando el debilitado ánimo de ellos de la comparación con la gente. Y así corta de raíz la envidia de los unos y la arrogancia de los otros, como si gritando les dijera: No os agitéis como despreciados, ya que quienes buscan la primacía se rebajan a sí mismos, sin saber que de ese modo se precipitan hacia lo más bajo, pues lo nuestro no es igual a lo que ocurre fuera; puesto que entre la gente los que son jefes son los que dominan, pero conmigo es el último el que ocupa el lugar más alto; y para que no creáis que es hablar por hablar, se comprueba fácilmente con mis hechos y mis dichos, pues bien veis que he hecho más de lo que he dicho: siendo Señor de las potencias más elevadas quise hacerme hombre y he aceptado ser despreciado y deshonrado, y, por encima de todo eso, voy caminando voluntariamente hasta la misma muerte, pues el Hijo del hombre, dice, no vino para que le sirvan sino para servir él y dar su vida como precio de muchos. Y así dijo él: También entrego mi vida en rescate de mis enemigos. Pero si tú te humillases, harías en favor tuyo lo que yo he tomado no por causa mía, sino por la tuya. No tengas miedo de perder tu honor por la humildad, pues nunca podrías mostrar tanta humildad como el Señor la recibió en favor tuyo, y su abajarse elevó a los demás y manifestó su gloria».

Por tanto, mediante eso Cristo dejó la paz a la Iglesia y repartió sus pastos en igualdad y concordia a toda su fiel grey, por cuanto antes había echado fuera y expulsado a estas malas fieras de sus pastos y de la tierra de la Iglesia, como se ha visto; y una vez hecho eso, que todos sus fieles y especialmente los ministros de la Iglesia y de la religión puedan estar unánimes y concordes, como durmiendo seguros en la paz de la Iglesia. Y por eso, después de decir: «y haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces», a continuación añade: «Habitarán en seguridad en el desierto y dormirán en los bosques». Los que habitan en el desierto son los fieles de la Iglesia que no tienen aquí una ciudad permanente (Cf. Hb 13,14), sino que, como advenedizos y peregrinos que se abstienen de los deseos de la carne que pugnan contra el alma (Cf. 1 P 2, 11) están buscando continuamente la ciudad celestial futura. Los que habitan en los bosques, es decir, en los lugares más apartados, son los ministros de la Iglesia y los religiosos, a causa de su distanciamiento de los asuntos civiles, porque nadie que se dedica a la milicia para Dios se enreda en los negocios de la vida, si quiere complacer al que lo ha alistado, como está escrito en la segunda carta a Timoteo (Cf. 2Tm 2, 4). Por eso en la soledad, es decir, en el apartamiento de tales asuntos Dios les habla y les manifiesta los misterios ocultos, según lo que dice el profeta Oseas: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (Os 2, 16). Pero todos éstos duermen seguros en su paz con él, una vez que Cristo haya apartado primero estas feroces bestias aludidas del rebaño de sus fieles, puesto que de otra forma siempre seguirán en contiendas y en competencia.

Por eso ruego e invoco a los Pastores de la Iglesia, reverendísimos padres obispos y prelados, a quienes se ha dignado Cristo encomendar sus ovejas, a que ayuden a Cristo en su trabajo, ya que por tal motivo he dicho todo esto a modo de digresión; pues somos colaboradores de Dios (1 Co 3, 9); y en lo posible que limpien el redil de Cristo de estas malas fieras, sin permitir que se haga nada en la Iglesia de Dios ni por envidia o competencia ni por vanagloria o ambición, como exhorta el Apóstol a los Romanos y a los Filipenses (Cf. Rm 13.13; Flp 2,3); sino que, arrojando fuera de los pastos de la Iglesia, es decir, de sus oficios y beneficios, a los envidiosos y ambiciosos, los otorguen y distribuyan a los humildes y a los llenos de la caridad de Cristo: a todos aquellos a quienes llamase el Señor Dios nuestro ya de lejos ya de cerca, ya de los gentiles ya de los judíos, a todos los que se les ha hecho esta promesa, como había anunciado el apóstol san Pedro (Cf. Hch 2, 39); y háganlo sin acepción alguna de personas, de cualquier nación o raza, pero a los más dignos y humildes, más cercanos a Cristo, colóquenlos en los lugares más abundantes del pastizal de la Iglesia; pero a los indignos, a los corrompidos por la peste de la envidia o a los inflados por el viento de la ambición, apártenlos y expúlsenlos del rebaño de la Iglesia y no les permitan alcanzar los oficios y beneficios de pastoreo o de gobierno, sobre ellas, ya que son ladrones y salteadores y también fieras apestosas que Cristo expulsó y alejó de su grey; y por eso no entran por la puerta que es Cristo al redil de las ovejas, sino que saltan los muros, como había dicho Cristo (Cf. Jn 10, 1-2).

Pues en esto es en lo que tienen que sentirse prelados, en esto en lo que se tienen que estimar grandes y honrados, si a cada uno le conceden el puesto que merece y honran a todos los hermanos ya judíos ya gentiles que imitan a Cristo con sus obras y abrazan y siguen su celestial enseñanza, como Cristo los honró. Pero corrijan y castiguen con energía a los contradictores, quienesquiera que sean, como hacía san Gregorio: «Yo no busco ser favorecido en palabras, sino en costumbres, y no creo que sea honor lo que me doy cuenta que hace perder el honor a mis hermanos; pues mío es el honor de la Iglesia universal: también honor mío que permanezcan firmes mis hermanos; así me siento honrado cuando a cualquiera de ellos no se le niega el honor que se le debe».

Acabemos, por tanto, con estas apestosas fieras, como nos exhorta san Juan Crisóstomo, y cortémosles sus muchas cabezas, para que, una vez sacadas de en medio, las ovejas de Cristo gocen y pazcan en los abundantes pastos de la Iglesia que Cristo adquirió y les dio a ellas: pues solamente entonces los que. habitan en el desierto de la Iglesia cristiana y en los boscajes de sus ministerios y de la vida religiosa dormirán en seguridad; ya que entonces se acallarán los alborotos, se acabarán las opresiones, desaparecerán los errores, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos; no aparecerá nada torcido ni oscuro en la sagrada Escritura que perturbe y desgarre la paz y la caridad de los fieles de la Iglesia, sino que todo será limpio para los limpios; ni habrá quien de las palabras del Apóstol eche en cara la de neófito y quiera burlarse de todos los de su raza y excluirlos de la Iglesia. Entonces habrá paz. Entonces todos tendrán su honor, porque cada uno conservará su puesto y su honor, como dice san Gregorio. También entonces florecerá la Iglesia en vida y en ciencia, porque todos se afanarán por los dones más elevados, viéndose amados, sostenidos y sublimados mediante ellos.

Pero al contrario, mientras siguen y continúan en la Iglesia estas feroces bestias es imposible que haya paz ni que cesen pleitos y contiendas dentro de ella; y lo que es peor, tampoco cesarán las envidias, competencias y opresiones contra los sencillos, pequeños e impotentes; y lo que todavía es peor y más peligroso, tampoco faltarán los errores con los que se perturbe la unidad de la Iglesia y se rompa la caridad de los fieles, y la misma fe se tambalee y naufrague en los corazones de muchos fieles sencillos al oír y ver tal diferencia de gentiles y judíos que pretenden introducir estos envidiosos corruptores del evangelio y de la ley. Pues no nacieron de otra parte las herejías ni vieron la luz los cismas ni se corrompieron y tergiversaron las sagradas Escrituras hacia perversos significados, a no ser de esta apestosa envidia y celosa competencia y de la soberbia ambición de honor y de gloria: para quienes nada es suficiente para la ilustración o enseñanza y satisfacción: se les puede vencer y aplastar, pero nunca se enmiendan ni reconocen y confiesan su error; sino que, por encima de todos los dogmas católicos, por encima de los sagrados evangelios y del verdadero derecho, siempre gritarán y dirán: Todos los convertidos del judaísmo a la fe de Cristo son siempre los que el Apóstol llama neófitos y que se les prohíbe en la Iglesia que se ordenen.

Por lo que con razón hay que concluir que los reverendísimos obispos y prelados de la Iglesia habrán de velar porque en la distribución de los oficios y beneficios de la Iglesia a los fieles de Cristo se haga a los más dignos y más capacitados sin ninguna acepción de personas de cualquier nación o raza. Y si lo hicieren, sin duda que se evitarían muchos escándalos de los que se suscitan, y los males que sobrevienen a estas dos naciones de los judíos y de los gentiles congregados en la fe de Cristo, y todo eso a causa de tales envidias, competencias y soberbias ambiciones. Y también se librarán a sí mismos de la ira del Señor y de su durísima advertencia que se encuentra al comienzo de la profecía citada de boca del Señor sobre los pastores negligentes que permiten que su grey sea desgarrada por tales escándalos y males, al decir: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos!...». Y continúa: «No habéis fortalecido las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida. No habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida. Sino que las habéis dominado con violencia y dureza. Y ellas se han dispersado, por falta de pastor -o sea, de los que tenían que actuar como pastores-, y se han convertido en presa de todas las bestias del campo: andan dispersas». Y más adelante: «Por eso, pastores, escuchad la palabra de Yahvéh: Por mi vida, oráculo del Señor Yahvéh, lo juro: Porque mi rebaño ha sido expuesto al pillaje y se ha hecho pasto de todas las bestias del campo por falta de pastor, porque mis pastores no se ocupan de mi rebaño, porque ellos, los pastores, se apacientan a sí mismos... Reclamaré mi rebaño de sus manos y les quitaré de apacentar mi rebaño» (Ez 34, 1-10). He ahí la gran indignación del Señor sobre los pastores de la Iglesia por cuanto no han librado a sus ovejas de tales malas fieras. He ahí también la grave advertencia en que dice que les quitará de apacentar en adelante su rebaño, sacándoles toda potestad y dignidad sobre su pueblo, que por el momento es el mayor de los castigos.

Pero hay que llegar ya al tercer y último punto del capítulo que iba a ser el aplicar todo lo dicho a resolver el argumento propuesto. Y ya es evidente su clarísima solución por lo que se ha dicho en todo el capítulo, ya que se ha explicado con insistencia que esta prohibición del Apóstol de que no se ordenen los neófitos, por sí misma y en abstracto no ata ni constriñe a ninguna nación ni pueblo concreto para siempre, dejando libre a otro, sino que ata y constriñe a cualquier persona recién convertida a la fe a partir de cualquier infidelidad; y así afecta por igual a los convertidos del judaísmo y a los convertidos de la gentilidad. Accidental y derivadamente tal prohibición del Apóstol afecta y coarta o puede afectar y coartar a una nación y pueblo en un momento dado y no a otra en esa misma época; y así esta prohibición del Apóstol en los tiempos de la Iglesia primitiva afectaba y ligaba solamente a los gentiles recién convertidos a la fe de Cristo, que era a los que llamaba neófitos y a los que les prohibía que se ordenasen, y no a los judíos. También dicha prohibición en otras épocas puede afectar y constreñir a ambos pueblos de los judíos y de los gentiles respecto a los recién convertidos de cada uno de ellos, y, sin embargo, restringir y constreñir más a los que se convierten de uno de ellos que no a los del otro, por cuanto que la causa de la prohibición es mayor y más exigente en el uno que en el otro. Y así ocurre en nuestro tiempo que tal prohibición de que no se ordenen los neófitos abarca y liga conjuntamente ahora a cualesquiera recién convertidos a la fe, ya vengan del judaísmo ya de la gentilidad, y, sin embargo, afecta y restringe más a los que se convierten de la gentilidad.

Asimismo, que tal prohibición no se refiere más que a que los recién convertidos no se ordenen de obispos o presbíteros, pero ya no prohíbe que se ordenen de otras órdenes, explícitamente los convertidos del judaísmo, ni que sean promovidos a otros oficios y beneficios de la Iglesia, que incluso pueden solicitar y conseguir en la iglesia catedral.

Igualmente que la prohibición esa de que no se ordenen de obispos o presbíteros no dura más que un corto tiempo, mientras dura la novedad de la conversión y la falta de capacitación para presidir, que se sigue de ella. Y que también puede algunas veces dispensarse a los que se encuentran dentro del plazo en que se les prohíbe que se ordenen por su conversión reciente.

De lo que se ha concluido que no se les puede llamar y considerar más neófitos a los recién convertidos de los judíos que a los que se convierten de la gentilidad; y que a los que se convierten del judaísmo no los constriñe y ata esa prohibición del Apóstol tanto como a los que se convierten de la secta mahometana. Asimismo que no se les ha de llamar neófitos ni están bajo la prohibición de ordenarse todos los cristianos que se habían convertido del judaísmo, sino tan sólo los que se convierten o se han convertido recientemente, y tan sólo mientras dura el carácter de reciente de la conversión de cada uno, y nada más. Y también que sus hijos que se han bautizado de niños no deben llamarse neófitos cuando se hacen adultos, ni mucho menos los hijos que han nacido de los que ya se habían hecho cristianos y que se bautizan al octavo día según la costumbre de los demás niños de la Iglesia.

Y, en general, que esta prohibición de que no se ordenen los neófitos no se refiere a una raza o a una nación, sino a personas concretas recientemente convertidas a la fe, y que por causa de ellas no se pueden llamar ni considerar neófitos los demás fieles de su raza, sino tan sólo los que se hayan convertido recién a la fe y mientras dure esa novedad de su conversión en ellos y nada más; tal como se han explicado todas estas cosas a lo largo del capítulo; de donde resulta claro que se ha solucionado la dificultad y que no hay nada en ella que vaya en contra de la raza de los judíos convertidos a la fe, como se pretendía; más bien, al contrario, se ve que la favorece en algunas cosas, como se ha dicho.



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