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Madre Sacramento

Félix Álvarez Sáenz



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a Luci, mi hermanita, a quien tanto debe mi memoria.

a Montserrat, Alexis, Félix y Maite, con amor de padre.

a Vicky, siempre.

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Todos quantos vevimos, que en piedes andamos,
siguiere en presson o en lecho yagamos,
todos somos romeros que caminando andamos.


Gonzalo de Berceo                




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ArribaAbajoEt in azofra Felix

Existió alguna vez un tiempo amable. Algunos todavía lo recordamos. Era un tiempo sin ruidos, luminoso, un tiempo en el que el aire copiaba los colores del arco iris cada mañana a la misma hora. Cruzaban los trenes los campos arbolados, y, asomados a sus ventanas, podían los viajeros observar el cruce lento de los postes del telégrafo con el gesto interesado del entomólogo que descubre en la agitación de las alas de una mariquita alguna ley desconocida de la mecánica de los sólidos. En aquel tiempo crecían los trigos en las sementeras bajo la atenta mirada de grajos y de abubillas, y se mecían los chopos al ritmo de unos aires que acompañaban con su son la cantarina melodía de los arroyos. El cielo era un cristal azul al que sólo empañaban las tormentas. Cuando maduraban las espigas, cargaban los labradores las gavillas hasta las eras. Jadeaban las carretas bajo el peso dorado de las mieses, y la canícula obligaba a hombres y a mujeres a desajustar cantillos, desabrochar camisas, mesurar el paso y a tenderse, a la hora de la siesta, a la sombra de una vieja encina, o junto a las ruedas de una galera desenganchada cabe la orilla de un arroyuelo adormilado y seco.

En los largos inviernos de aquel tiempo caía con pausa la nieve en los tejados. Tras los cristales, junto al llar, contemplábamos los niños el ir y venir de los gorriones sobre el blanco sudario de los campos yertos. Los chopos, secos y renegridos por el frío, casi tocaban con sus brazos el cielo plomizo de los atardeceres. Mordía el hielo los cristales de las ventanas, y, en la cocina, mientras las mujeres preparaban la cena o rezaban el rosario musitando avemarías y bajaban los hombres a la pocilga para alimentar a los cerdos con un cocido vulgar de patatas y remolachas, nunca faltaba quien contara alguna historia de los tiempos en que los moros señoreaban las Españas. Desde la mesa camilla, con los pies sobre el brasero, volaba nuestra imaginación hacia los campos soleados de Andalucía, donde alguno de nuestros antepasados, montado sobre su alazán, aniquilaba los ejércitos de la morisma y ganaba, a mayor gloria de su linaje, castillos y plazas fuertes de los que sólo quedaba memoria en los cronicones antiguos.

Era aquel un tiempo feliz y sin relojes. Quienes los tenían usábanlos para adornar con ellos sus muñecas. Sobre la torre de la iglesia una vieja campana anunciaba las horas a los labradores, y, en los días claros, cuando el cielo se abría, un venerable reloj de sol, tallado sobre los sillares del edificio sacro, permitía a los parroquianos acertar con el paso del tiempo. «¡A sosiego!», decían   —10→   los labradores al volver del campo cargando sobre sus hombros la morisca. «¡A sosiego!», respondían a su saludo las pueblanas que, en las puertas de sus casas, junto a la fuente, o en la solana que estaba al pie de la iglesia, bordaban y conversaban. «¡A sosiego!», acertaban a susurrar los más ancianos, los veteranos de la guerra del noventa y ocho, que, con sus boinas caídas sobre la frente y sus manos de piedra derrumbadas sobre la curva de la cachava, abandonábanse al calor del sol como las lagartijas en los ribazos. «A sosiego» era el saludo de aquellas gentes que aún ignoraban el valor de los relojes.

Recuerdo a nuestro zapatero de Santo Domingo de la Calzada. Venía al comienzo de cada estación. Tomábanos medidas de los pies y, en el autobús de la tarde, sin prisa, volvíase a su pueblo. Días más tarde, regresaba con los zapatos, o con las sandalias que nos había hecho. Vestía siempre un traje de mil rayas y en un bolsillo de su chaleco guardaba, sujeto a una hermosa leontina de oro que brillaba sobre su prominente barriga, un reloj de bolsillo cuya música ejerció durante muchos años una gran influencia sobre mi imaginación. El sastre de Hervías llegaba a nuestra casa en su Lambretta. Recuerdo la marca del vehículo y aún siento a veces sobre mis hombros la mano del sastre marcando la tela con su jaboncillo. Todavía conservo una enorme capa de paño bordeada en su interior de terciopelo que uno de sus mayores, también sastre, cortara y cosiera para mi abuelo Agustín hacia mil ochocientos noventa y tantos. Es una capa de las que ahora ya no pueden fabricarse.

Estos hombres eran artesanos. Hacían las cosas bien y sin apuros. Junto a mi casa tenía su taller un guarnicionero, y con él pasaba yo las largas tardes del verano conversando o, con más frecuencia, admirando su habilidad en el manejo de la lezna. José Luis, el guarnicionero, era de Alesanco, un pueblo vecino. En su taller sentía menos el bochorno que en las calles o en las eras, y, ya al atardecer, cuando el sol de poniente daba paso a la penumbra, amainaba el solano y refrescaba la brisa, salía en busca de mis amigos para jugar al marro o a los «tres navíos en el mar», juegos infantiles que no eran sino la representación estival de los relatos guerreros del invierno.

En aquel tiempo podíamos soñar cada lunes con la película de aventuras del siguiente domingo. A la hora del rosario, cuando don Eliseo Pipaón subía al púlpito con roquete almidonado, comentábamos la más reciente película de Gary Cooper, o la última y emocionante aventura del Guerrero del Antifaz, prototipo del soldado cristiano y español que viaja por el mundo persiguiendo un ideal tan sublime como indescifrable. Todavía hoy, al recordar mis tempranas incursiones en el mundo de lo que entonces llamábamos el tebeo, sigo sin entender tan interminable agonía militar, aquella enconada persecución de su   —11→   enemigo Alí, paradigma de maldad, y, probablemente, encarnación demoníaca de algunos de los fantasmas que siempre nos han perseguido a los españoles. El Guerrero del Antifaz y el Capitán Trueno fueron, junto a Roberto Alcázar y Pedrín, los héroes invencibles de nuestra infancia franquista. En nuestra ingenuidad, tomábamos siempre partido por la causa equivocada.

En el pórtico de la iglesia, cuando llovía, jugábamos a la pelota. En los días buenos, don Eliseo subía lentamente la cuesta de la iglesia rezando sus horas en el breviario. En el pórtico también jugábamos a las canicas, al pañuelo y al tejo, con monedas de perra gorda. En los atardeceres invernales, después de las clases, vigilábamos desde el pórtico los cepos de cobre que, con algo de pan, habíamos puesto para atrapar gorriones.

Pero nuestro juego favorito era la guerra. Fabricábamos espadas de madera, y yo tenía una Colt 45 de cachas de nácar que, aunque de juguete, imponía respeto entre mis enemigos. Jugábamos en las eras, entre el bálago y la paja, donde más de una vez descubrimos, en las cálidas noches del estío, a las parejas de novios retozando. En este mundo de silencio y calma, en este tiempo de mi infancia pueblerina, el sexo era también amable y silencioso, discreto y calmo.

Era un mundo de bicicletas y de lentos atardeceres de verano, un mundo antiguo. Ahora sé que también era un mundo congelado en el tiempo. Al recordarlo, no puedo, empero, pensar en él sin sentir la atracción que sobre mí sigue ejerciendo. Pese a los años transcurridos, a lecturas y experiencias, nada ha logrado borrar el sentimiento de ternura que me invade cuando me traslado mentalmente hacia aquel mundo sencillo en el que la entrada del cine costaba una peseta y yo era el niño más feliz de la tierra con un revólver de juguete entre mis manos.

Recuerdo a mi tía Marina haciéndonos rezar a Tirso, a Cipriano, a Julián y a mí oraciones interminables en un día de tormenta. Golpeaba el pedrisco los tejados, retumbaban los truenos y cruzaban el cielo los relámpagos mientras mi tía recitaba con voz temblorosa extrañas oraciones tal vez aprendidas en algún texto religioso de pasadas centurias. Invadidos de temor, nosotros repetíamos los padrenuestros y las avemarías que acompañaban las invocaciones de la vieja beata. Con mis hermanas, Ana Teresa y Lucía, repetí en otra ocasión esta experiencia (no sé ahora bien cuál de las dos fue la primera) en el portal de la casa de mi tía Honorata. En ambas ocasiones, los rezos nos protegieron de la muerte: aún estoy vivo para contarlo.

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Un día de septiembre de 1952, mi hermana Luci y yo hicimos nuestra primera comunión en el monasterio cisterciense de Cañas. Unos días antes, mi padre me había llevado a Nájera para comprarme el traje. Luci había heredado el suyo de Tere, que sólo tres años antes había cumplido con la misma ceremonia. De los cuatro hermanos, sólo Ángel, el menor, comulgó en Azofra. Tere, Luci y yo lo hicimos en Cañas. Cuando nos tocó el turno a Luci y a mí, bajaron de San Millán de la Cogolla algunos frailes del convento para asistir a la celebración. Ésta coincidía con la ceremonia de votos perpetuos de una hermana de mi madre metida a monja en este monasterio de bernardas. Celebró la misa mi tío Ángel, provincial de los recoletos de San Millán, y fue asistido en este menester por mi tío Constan, carmelita descalzo que, como yo, vive en Lima, y por el padre Boneta, a quien muchos años más tarde volví a encontrar, una tarde de noviembre, en Venezuela.

Cuando recuerdo estas cosas, pienso que he estado la mitad de mi vida metido entre cirios. Mis hijos no han sido bautizados y, naturalmente, no han pasado por ninguna de estas curiosas ceremonias, tan importantes antaño. Ellos prefieren, tal vez con razón, pensar en cosas más actuales. Cuando, dejándome arrastrar por la nostalgia, pongo en mi modesto equipo de sonido la misa de difuntos grabada en el monasterio benedictino de Solesmes o algunos soberbios fragmentos del gregoriano de Silos, mis hijos huyen a sus habitaciones, cierran sus puertas y me dejan solo. Ellos sostienen que ésta es una música insoportablemente triste. Con esta música ha desaparecido, en efecto, un mundo. Quienes aún creemos en la belleza de aquel pasado hemos quedado definitivamente al margen de la historia. Ya ni los católicos entienden las grandiosas creaciones de su cultura. El nuestro es un tiempo de ruido que no soporta la soledad, el silencio, el sosiego, ni el soliloquio.

En aquel mundo de silencio había tiempo para el soliloquio. Pese a todo, había calma. Yo acostumbraba a subir hasta el tercer piso de mi casa y allí, en el rellano de la escalera, sentábame a leer, o me deslizaba por la baranda. Con más frecuencia, sin embargo, abría un viejo baúl e investigaba su contenido. Había en él cosas que el tiempo o la indiferencia de mis padres y mis abuelos habían ido arrinconando como inútiles. Muchos de los objetos allí guardados eran difícilmente definibles, a no ser una espada herrumbrosa y sin filo que, según supe algunos años más tarde, había pertenecido a mi tío Ramón, un viejo gordo y ciego de San Vicente de la Sonsierra que, entregado al vino y a los placeres de la carne, había terminado por arruinarse. Mi abuela Felisa, buena samaritana, lo recogió en su casa para evitar que terminara de mendigo, y, así,   —13→   su inservible espada de viejo hidalgo acabó sus días en el arcón de los recuerdos de mi infancia.

Había otros muchos objetos, sin embargo, de más difícil identificación y, también, de más antigua data. Había, sobre todo, algunos libros apolillados y muchos papeles antiguos con caracteres indescifrables. En ocasiones, temeroso de que me encontraran mis padres en menesteres de espía, escalaba con alguno de los papeles el alto, último piso de las casas rurales de la región en el que suelen conservarse los alimentos para el invierno. Su nombre se relaciona con esta función alimenticia y no, como podría sospecharse, con su posición en la casa. En el alto, en fin, entre pimientos en conserva, chorizos colgados, salchichones, tiras, jamones, pasas, almendras, nueces, manzanas, guindillas, alcachofas, cardos y otras delicias semejantes, trataba una y otra vez de descifrar el secreto de aquellos papeles. Sin que lo supieran mis padres, cambielos de lugar y, más tarde, terminé también por cambiarlos de casa. Finalmente, cuando yo tendría no más de trece años, logré esconderlos en el alto de la casa de mi abuelo Agustín y, con el tiempo, llegué a olvidarme de que alguna vez hubiesen existido.

No me detendría a hablar de viejos papeles, si ellos no estuvieran directamente relacionados con la historia que deseo contar en este libro y de la que dan testimonio cierto los documentos que menciono. La historia se desarrolla en un mundo aún más silencioso y lejano que el que yo recuerdo haber vivido durante mi infancia en Azofra. Está, no obstante, según sospecho, estrechamente relacionado con él. Algunos de los personajes que se mencionan en ella parecen haber tenido mucho que ver con mi familia paterna, y no es por ello extraño que tales documentos, arrinconados por el tiempo y el olvido, terminaran, como la herrumbrosa espada de mi tío Ramón, en el baúl de los recuerdos familiares.

En noviembre de 1987 viajé a España, visité a los amigos y, cuando ya estaba a punto de volver a Lima, un mes y medio más tarde, decidí, como siempre, viajar a La Rioja. Tengo una hermana que vive en Logroño y dos sobrinos universitarios que se prestaron gustosos a llevarme en su automóvil adonde yo quisiera. Mi intención era recorrer La Rioja Alta y compenetrarme con sus paisajes, pues tenía y tengo en mente el argumento de una novela cuya acción se desarrolla en esas tierras en la segunda mitad del siglo XIV, cuando La Rioja fue escenario privilegiado de las guerras entre don Pedro el Cruel y su hermano, el bastardo don Enrique. Hice algunas visitas que, como la que me llevó hasta la vieja torre del conde de Hervías, cuya esposa me atendió con gentileza, sirvieron para hacerme una mejor composición de lugar. En estos   —14→   paseos y recorridos, terminamos un día en Azofra en la vieja casa de mi abuelo Agustín. La casa está hoy remozada y sirve para que mi madre, una anciana amable y valerosa, pase en ella los días de verano. Como era invierno, estaba vacía.

Mientras mis sobrinos iban a la bodega de la familia a preparar las cosas para asar, más tarde, unas chuletas al sarmiento y beber algunos vasos del excelente vino de la región, yo aproveché para subir al alto y «enredar», como solía hacerlo cuando era niño. Los objetos eran viejos y tenían demasiado polvo y telarañas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando encontré en el mismo lugar en el que los había abandonado hacía tantos años aquellos papeles amarillentos con los que había pasado tantos y tan buenos ratos durante mi infancia imaginando extrañas aventuras en países lejanos. Debo decirlo ahora: yo imaginaba, siendo niño, que esos papeles, para mí indescifrables, encerraban algún maravilloso secreto de otros tiempos.

La imaginación infantil suele ser con frecuencia sorprendente. Javier Alonso, un amigo de Ezcaray que vive en Logroño, no se sorprendió en absoluto cuando, al día siguiente, le conté la historia del hallazgo. Consideró natural que yo supiera desde niño la historia que se contaba en aquellos papeles emborronados con una letra humanística retorcida y difícil, letra de quien acostumbra a encerrar bajo siete llaves sus más recónditos pensamientos. Yo confieso que aún no salgo de mi asombro. El secreto que los papeles, ya descifrados, encerraban no era, empero, maravilloso, como yo de niño había imaginado, sino terrible; pero ya se sabe que en los niños lo maravilloso y lo terrible pueden llegar a confundirse. Esos papeles eran tres cartas dirigidas por fray Antonio de Tejada, superior de los dominicos de Arequipa durante los últimos años del siglo XVII, al cardenal José Sáenz de Marmanillo y Aguirre, ilustre religioso y erudito benedictino que llegó a ser inquisidor general en Roma y editor de la notable Collectio maxima conciliorum Hispaniae, uno de los hitos del pensamiento preilustrado en España. Fray Antonio de Tejada trata frecuentemente de primo al cardenal Sáenz de Aguirre, y yo sospecho, aun cuando no puedo probarlo, que el superior de los dominicos en Arequipa era también miembro de mi familia. No insistiré sobre este asunto, y que cada quien entienda como mejor le parezca mi afición al canto gregoriano y a la liturgia tradicional. Mi condición de ateo no ha borrado en mí el gusto por lo mistérico y lo solemne.

A través de estas cartas se puede reconstruir un asunto criminal ocurrido en Arequipa, Perú, a finales del siglo XVII. Yo he tratado de hacerlo con   —15→   imparcialidad y -lo confieso- con no escasas (y necesarias, a mi juicio, para llenar los inmensos vacíos que la historia presentaba) dosis de imaginación, despreocupándome por completo del hecho de que estos asuntos hayan podido afectar a mi familia en otras épocas. Al fin y al cabo, aquéllas han sido ya olvidadas por todos, y en estos tiempos de ruido, de computadoras, de misiles y de amenaza ecológica, las pasiones de antaño pueden parecernos a todos un inocente juego de niños. Juego de niños: así es nuestra vida, al fin y al cabo. Nunca sabremos en qué momento termina la diversión y en qué momento comenzarán a sonar las trompetas que anuncien el fin. Hacemos los hombres oídos sordos a demasiadas cosas, y la muerte también puede sonreírnos, sin que lo sepamos, desde la pantalla colorida y brillante de un ordenador. Jamás estaremos seguros de nada. A pesar de todos nuestros crímenes, de nuestros errores y locuras, los hombres, instrumentos de fuerzas ciegas que desconocemos y a las que nombramos con palabras extrañas e inexactas (dios, destino, fatalidad, azar: palabras todas que sólo encierran un misterio mayor), aún seguiremos siendo, durante mucho más tiempo, inocentes. No tenemos ninguna razón valedera para alegrarnos por ello, mas tampoco, ciertamente, para entristecernos.





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ArribaAbajoCapítulo I

La sombra de la encina


«Si abro un ojo, volveré a verlo». En la oscuridad de la estancia el aire nocturno pesaba sobre sus espaldas como una plancha de plomo. Se encogió de hombros, se arropó en su frazada de jerga y cerró con fuerza sus ojos hasta que, en medio de la oscuridad, volvió a ver el firmamento estrellado que cada noche a la misma hora sorprendíala con sus colores haciéndole creer que era una rendija a través de la cual el buen Dios le permitía entrever algo de la dicha eterna que reserva a los justos. «Un cielo aburrido», pensó en esta ocasión. «Siempre las mismas estrellas e idénticos colores». Siendo aún niña, descubrió el juego en Lunahuaná, cuando Eloísa, angola como ella, la llevó una noche al pie de un palto donde tenía escondido el esqueleto de un perro que los negros habían descubierto al abrir una zanja junto al arenal que rodeaba la chacra de sus patrones. En la oscuridad, los huesos del perro brillaban de una manera maligna, y Escolástica tuvo miedo, por vez primera, del demonio. Instintivamente, cerró con fuerza sus ojos y vio las estrellas brillando delante de su cara. No los abrió hasta que Eloísa le dijo que había vuelto a enterrar al pie del palto los huesos del animal.

Desde entonces, antes de dormirse, lo hacía siempre. Cuando algún temor embargaba su ánimo, cerraba sus ojos y veía las estrellas. Esta visión maravillosa, cuyo secreto jamás a nadie había revelado, le devolvía el valor perdido. Le aterrorizaban los ruidos nocturnos y las visiones sospechosas. Imaginaba Escolástica que en cada una de estas visiones podía estar la mano del enemigo. «Si abro un ojo, volveré a verlo», se repetía casi en sueños recordando la misteriosa lucecilla que titilaba sobre la pared encalada de su celda, lejos precisamente del crucifijo, más allá de lo que ella consideraba los dominios del Señor. En otras ocasiones le había ocurrido lo mismo. Fascinada por la lucecilla de la pared, terminaba la esclava por adivinar entre las sombras las figuras de hombres y de mujeres que, como en un lienzo pintado, representaban escenas pecaminosas y deshonestas. Tenía este lienzo la virtud de que sus figuras se movieran, y no eran menos deshonestos los movimientos, los gestos y las muecas de las personas representadas que las mismas escenas, poses y desnudeces que Escolástica adivinaba en ellas. Las estrellas, empero, no ejercían ya en su ánimo la influencia de antaño. Algo hervía dentro de ella sin que pudiera controlarlo. Arriesgando su salvación eterna, Escolástica, embargada de terrores infernales, decidió por fin abrir sus ojos.

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La visión era terrible y deleitosa al mismo tiempo. Muslos morenos y sudorosos se retorcían y mezclaban. Redondos senos lechosos de monjas españolas y criollas perdíanse entre las enormes manos de los caballeros o en las voraces bocas abiertas de frailes hambrientos y lascivos. Las nalgas oscuras de los esclavos agitábanse sin cesar, las lenguas de las mujeres humedecían sus labios, desorbitábanse los ojos y mordían los dientes hasta sacar sangre de los cuellos de sus víctimas, que no parecían sentir dolor alguno, sino un placer tan grande como el que en ese momento sentía Escolástica al contemplar la escena sobre la pared de su celda de esclava al servicio de una esclava del Señor. La escena parecía pintada por un maestro cuzqueño, como los cuadros que adornaban la iglesia y los claustros del monasterio. Escolástica arrojó lejos la frazada de jerga en la que se envolvía. Un rayo de luna atravesó la estancia, iluminándola. La esclava, sudorosa, se pasó la mano derecha por la frente mojada. La escena había desaparecido.

Su mano derecha se apoyó en la pared encalada. Dejó caer la cabeza sobre el pecho. Las piernas no le obedecían. Por un momento, creyó ver que el suelo se abría bajo sus pies, mas, sin duda, se trataba de una alucinación. Estaba segura de que podría llegar hasta la puerta de su casita, llamar a Escolástica, sacarla de su cama y obligarla a prepararle un mate de coca que la ayudaría a reponerse. «Nada mejor que un mate de coca», pensó. Bien lo sabía. Cuando con su hermano llegó por vez primera hasta Arequipa, no imaginaba que pudieran existir tan altas serranías, ni que la altura pudiera afectarla a ella, nacida y criada entre montañas. El mate de coca la alivió en aquella ocasión de los malestares del soroche, y, desde entonces, siempre tomaba mate de coca cuando algún malestar la incomodaba. «Santo remedio», solía repetir cada vez que abandonaba la jícara vacía, todavía caliente, sobre la mesa.

Faltábanle tan sólo cinco pasos para alcanzar la puerta, y observó la luna en cuarto menguante iluminando la noche arequipeña. Dolíale la cintura y sentía en los muslos un cosquilleo creciente que le iba bajando hasta los pies. Quiso respirar hondo para tomar fuerzas y dar finalmente aquellos cinco pasos que la separaban de su salvación. Pese al difícil trance por el que atravesaba, no pensó en ese momento en confesarse. Casi sin darse cuenta, se dejó caer en el suelo con lentitud, apoyando su mano derecha y su cabeza en la pared. Imaginábase que volvía de nuevo a su infancia, a sus juegos de niña en Ezcaray, cuando, arrinconada por su timidez, sentábase en el poyo de alguna puerta a observar cómo otros niños jugaban al marro o a las canicas. A veces, venía Íñigo, su hermano, y la sacaba de su trance. «Ven conmigo», le decía entonces, y la llevaba a las orillas del Oja para que la acompañara, mientras trataba de   —18→   capturar bajo las piedras alguna trucha o los excelentes cangrejos de cuyo sabor tanto disfrutaba el muchacho.

Pasaban horas en estos menesteres, y Violante, olvidada de su timidez, gozaba con las historias fantásticas de hadas y de trasgos monstruosos que su hermano le contaba. Aseguraba Íñigo que en los parajes boscosos de aquellas sierras abundaban las lamias y las brujas y que era por ello peligroso aventurarse en los hayedos sin alguien que la acompañara. «Y ¿a quién he de tener para mi guarda que pueda librarme de semejantes males?», preguntábale Violante a su hermanito. «A mí», respondía éste con orgullo. «¿Quién otro acertaría a defenderte?» «Debes tener en cuenta», añadía el mozuelo, «que estos seres, engendros del demonio soportan el valor de los caballeros y que no hay más ni mejor ensalmo que el coraje para poder enfrentarlos». «Y la fe», añadía Violante, satisfecha de haber dado con la respuesta correcta. «Y la fe», repetía entonces Íñigo, bajando la cabeza con una humildad de la que sólo daba muestras en presencia de su hermana.

Violante siempre había sospechado de la fe de Íñigo. Tenía a su tato, como lo llamaba con cariño, por hereje y descreído, mas tan grande era el amor que por él sentía que pasaba por alto lo que, ya de monja, consideraba graves peligros para la salvación de su alma. Para ella la fe lo era todo. Habíala descubierto en Ezcaray, niña aún, cuando con su hermano y con sus primos de Azofra hiciera un viaje hasta la aldea de Urdanta, en la que sus padres poseían algunas heredades. Tenía por entonces Madre Sacramento nueve añitos, hermosas trenzas doradas, un vestidito de volantes y unos ojos enormes y azules que inspiraban al que los miraba amor y confianza hacia su dueña. «Niña Violante», decíanle en el pueblo, y los labradores, al pasar junto a ella, solían descubrirse con respeto.

Más que un viaje fue un paseo. Comenzaba el verano, volaban bajo golondrinas y vencejos, las mieses estaban maduras, apretaba la calor y el dómine decidió, por consejo del alcalde ordinario de la villa, hacer un alto en las tareas escolares. Íñigo había sido el de la idea. Irían temprano hasta Urdanta, comerían allí y, ya en la tarde, acompañados de un aldeano al servicio de sus padres, volverían a Ezcaray antes de que cayera la noche. Íñigo pensaba, además, bañarse desnudo en el Benenguerra, río en el que conocía una poza lo suficientemente profunda para ahogar en ella todo un ejército, como decía exagerando.

Partieron con el alba: Íñigo, Violante, Mariquita y Antonio. Llevaba cada uno su atadito con un pedazo de pan y una más que generosa ración de   —19→   queso. Sobre los campos de Cirueña se levantaba el sol. Siguieron el viejo camino que bordeaba el Glera, y, mientras no se apartaron de sus orillas pedregosas, Íñigo y Antonio hicieron sopas en el río arrojando chaplas sobre sus aguas casi detenidas. Después, cuando ya el sol comenzaba a calentar sus espaldas, internáronse en un hayedo. La sombra de las hayas dio nuevos ímpetus a los niños, y los cuatro entretuviéronse jugando a las escondidas hasta casi caer rendidos por el cansancio. Con un cortaplumas hízose Íñigo una lanza de punta aguzada y con ella persiguió a Antonio por el bosque sin darle descanso. Las niñas gritaban atemorizadas, y Antonio corría con todas sus fuerzas escapando del peligro. Sorteaba con habilidad las matas de endrinas que crecían junto a los ribazos, pero no pudo evitar finalmente que Íñigo, más ágil y fuerte, lo alcanzara. Antonio cayó sobre la hierba, crecida con las últimas lluvias de primavera, y su primo, imitando los gritos de los salvajes de Indias que tantas veces había escuchado en su imaginación, improvisó una danza guerrera junto al cuerpo del caído. Abundantes gotas de sudor perlaban la frente del enemigo derrotado. Íñigo clavó su lanza en el suelo húmedo y blando del hayedo. Bajo sus pies sentía que respiraba el mundo aquella mañana de los primeros días del verano.

-Se lo contaré a tu padre cuando regresemos -amenazó, casi llorando, la inocente víctima. Las niñas habían dejado de gritar.

-¡Para lo que me importa! -respondió orgulloso el primo mayor, dejándose caer sobre la hierba.

El juego había terminado. Violante miró a su hermanito con gesto de reconvención. Antonio seguía teniendo la respiración agitada y la mirada perdida, y Mariquita, mimosa, se acercó a su hermano y lo besó en la frente. El gesto de la pequeña enterneció al guerrero.

-Ya ha pasado -dijo Íñigo, dándole a Antonio la mano para que se pusiera de pie-. Supongo que ahora me perdonarás.

-Bueno -respondió su primo sin darle importancia.

Los juegos terminaban siempre de la misma manera. Íñigo era fuerte y audaz, con el porte y la estatura de quien está a punto de entrar en la adolescencia, mientras que Antonio, a quien una mala enfermedad en sus primeros años había marcado para siempre, rehuía las acciones de fuerza y los gestos siempre osados del mayor de los de Cellorigo.

-Tú has de ser fraile -decíale éste con cierto desprecio.

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-O escribano -respondía su primo, que no veía con malos ojos la posibilidad de emborronar papeles con su firma en el futuro.

Decíalo no tanto por ambición, cuanto por temperamento. Retraído y tímido, Antonio sentíase más inclinado a las tareas de la inteligencia, a la reflexión y al estudio que a las acciones que le obligaban a poner a prueba un valor del que, por naturaleza, carecía. Antonio sólo se sentía realmente seguro en la compañía de su primo y, aun ésta, en no pocas ocasiones, le atemorizaba.

-Otro día me pinto la cara de rojo como un indio -púsose Íñigo de pie de un salto, desclavó su lanza, echósela al hombro e hizo un gesto con su mano izquierda para que lo siguieran. En los bosques de Ezcaray sentíase Íñigo capitán de una expedición que hacía su ingreso en el fabuloso país de las Amazonas. Fueron subiendo, entre las hayas, en dirección a Urdanta.

-No corras tanto -gritó Violante al capitán de la excursión.

Íñigo se detuvo al pie de un risco. Desde ese punto podía contemplarse todo el valle, y un ojo bien entrenado diferenciaba con facilidad, en los días despejados, las torres de Santo Domingo de la Calzada, o adivinaba en lontananza las casas de Valgañón. Hasta allí subía el sordo rumor de las aguas del Oja, que se precipitaban entre las piedras. Más arriba, el San Lorenzo todavía conservaba las nieves del último invierno. Íñigo respiró hondo mientras contemplaba, con satisfacción, el hermoso paisaje que se abría a sus pies. Violante y sus primos lo alcanzaron.

A sus escasos doce años, Íñigo se creía un guerrero capaz de todas las hazañas. Soñaba con llegar a Indias y ganar con la espada alguno de aquellos reinos fabulosos cuya conquista, según creía, quedaba pendiente. Aspiraba a llenar alguna página vacía y no menguada de la historia. Complacíase en pensar que habría Antonio de acompañarlo y se esforzaba en infundir valor a un espíritu apocado y débil con inclinaciones que, en su opinión, eran más propias de las mujeres. Suponía que, si conseguía su propósito, Antonio habría de ser testigo y cronista de sus hazañas. Una pequeña parte de su gloria pasaría así a su indefenso primo. Con los años, Antonio habría de darle, sin embargo, pruebas de una entereza de ánimo que él nunca habría imaginado en un cuerpo tan raquítico.

En realidad, Íñigo adoraba a Antonio, como adoraba a Mariquita, tan mimosa, y, sobre todas las cosas, a Violante. Su hermana podía conseguir de él cuanto quisiera. A veces, obligábale a trepar a los sauces más altos, o a los almendros más espinosos de las huertas de Ezcaray, con el solo (y para él   —21→   absurdo) objeto de devolver a su nido el huevo de una picaraza o el cuerpecillo raquítico y desplumado de la cría de un ruiseñor. Íñigo no entendía por entonces la afición de su hermana por las avecillas. Él prefería matarlas a pedradas con la honda o con la horqueta, o perseguir a los perros por las callejas del pueblo después de haberles atado al rabo un manojo de bálago encendido que los chamuscara. En cierta ocasión, en una huerta de Zorraquín, encontraron Violante y él un animal extraño y monstruoso: un erizo que, subido a un manzano, cargaba en sus púas con la cosecha. Hízolo caer Íñigo del árbol a pedradas, mas fueron tantos los ruegos de Violante para que perdonara la vida a la alimaña que el muchacho hubo de dejar que se perdiera en una huerta de berzas con las hojas perladas de gotas de rocío. No pudo, en aquel momento, hacer daño alguno a aquel engendro del demonio.

Recordando a sus seres queridos, Madre Sacramento sonrió. Dolíale ahora el pecho y ya no sentía las piernas. Desde el suelo, casi inmóvil, arrastrábase hacia la puerta de su casita. La claridad del cielo anunciaba la aurora. Deseó, en ese momento, que Escolástica apareciera en la puerta y la cargara hasta su cama y que, después, con un mate de coca bien caliente, calmara las angustias mortales que padecía. El cuerpo, tan despreciable y vil, tan ajeno a ella misma, tan extraño a su ser profundo y auténtico, a su alma enamorada, mostraba la crueldad de su poder. Era, en efecto, la cárcel del alma, el encierro material del que ella creía haberse liberado. Eran cadenas sus piernas y su pecho adolorido, que hacían descender, con el peso de su lastre, al alma que volaba al encuentro del esposo celestial. «¡Dios mío!, ¡Dios mío!», repetía Madre Sacramento, tratando de ahogar y de olvidar sus dolores. Su alma había sido creada para volar al encuentro de su señor, para unirse a él, no para atender los innobles reclamos de su cuerpo. Sentía que el mundo y la materia, los groseros enemigos del espíritu, encerrábanla en su cárcel. El vuelo del alma también estaba lastrado por los recuerdos.

Habían desaparecido las deshonestas escenas pintadas en la pared de su celda. Tendida en su cuja, Escolástica se envolvió en su frazada. Sintió una hoguera entre sus piernas y el deseo volcánico de sus senos, que esa noche querían estallar con fuego y con cenizas para cubrir de lava roja la oscura planicie de su pecho. Sintió los pies fríos y dolorosos pinchazos en los flancos. Imaginaba siempre al mismo jinete ajustándole con furia sus espuelas de fierro enmohecido. Carecía de rostro el caballero, mas tenía lengua, dientes y ojos de fuego, rojos como las hogueras que se encienden en las chacras de Lunahuaná cuando anochece. Escolástica sintió esa noche todo su cuerpo: mesó sus cabellos, acarició sus flancos, bebió el néctar del sudor destilado   —22→   entre los vellos de su pecho, paseó sus manos por su espalda y mordió el cuello de quien esa noche había vuelto, entre sueños, en medio de la oscuridad, como un ladrón, a visitarla. La esclava, envuelta en su frazada de jerga, quedó al fin dormida, con una sonrisa dibujada en sus labios amoratados. En el ventanuco de su celda apuntaron los primeros y pálidos rayos de la aurora.

Cuando se aproximaban a Urdanta, sintió, por vez primera, la llamada del Señor. A orillas del Benenguerra decidieron los primos abrir sus ataditos y hacer una breve colación para recuperar las fuerzas perdidas en el viaje de la mañana. Pan, queso y agua fresca del riachuelo sirvieron a tal fin. Echado sobre la hierba, Íñigo aproximaba su boca a la superficie de las aguas y las sorbía con ruido. Mariquita y Antonio, sentados en la pradera, observaban a su primo. Violante se había arrimado al tronco de una vieja encina y, sentada a su sombra, observaba las casas de la aldea, las vacas pastando, los bosques de abetos que escalaban las alturas y el trajinar de los labradores en los campos. El cielo era azul y el sol se aproximaba a su cenit. Hacía calor, no corría la brisa y el mundo habíase quedado inmóvil, en silencio. Ya no se oían los sorbos ruidosos de su hermano, ni sus gritos de indio salvaje que hacían temblar a su primo Antonio. Los movimientos de los tres habíanse congelado, y, a lo lejos, la niña veía a los labradores quedos y silenciosos, los bueyes parados en el campo con sus carretas, las vacas inmóviles en el pasto y, en las alturas, una luz cada vez más fuerte, insufrible y deliciosa al mismo tiempo, que anulaba con su resplandor la existencia de las cosas de este mundo. Poco a poco fueron desapareciendo de su vista las casas, los animales, las personas, los árboles y las montañas. Desaparecieron las nubes y el suelo, desapareció el prado y desapareció la vieja encina a cuya sombra habíase arrimado. Y todo se redujo al resplandor, se concentró en el resplandor, se hizo resplandor. Y en el centro de aquel resplandor observó Violante que brillaba una luz aún más fuerte y deleitosa, más cegadora y dulce, más dolorosa y placentera, una luz que iba tomando forma en sus contornos, transformándose en la imagen con la que ella tantas veces había soñado, cuya visión deseaba y temía, pero que sabía que habría, alguna vez, de presentársele.

Estaba allí y extendíale su mano derecha. La dulce visión le sonreía.

-¿Adónde me llevas, señor? ¿Adónde quieres que vaya? -preguntó.

La imagen mostraba, abiertos, los estigmas de la pasión. Del costado izquierdo del pecho manábale dulce licor, y, en su frente, una corona de espinas ensangrentadas confería a la visión la majestad de la divina realeza. La niña extendió sus brazos hacia la amada imagen. El ruedo de su túnica estaba   —23→   tan próximo que casi le acariciaba las mejillas, y los pies ensangrentados del pastor de hombres, tan cercanos a su rostro, exhalaban fluidos misteriosos que embriagaban sus sentidos. Violante, suspensa y amilanada, cual avecilla que está a punto de caer en las garras del azor, no acertaba a separar sus ojos de la imagen, y sus sentidos tan sólo notaban la proximidad del amado, la presencia del ladrón que había venido de noche a llevársela consigo.

Porque para Violante era de noche. Noche oscura y silenciosa, tranquila y sin estrellas, noche plena de delicias, de vida y de sentido. Mirábala el amado con ternura, y la luz de sus ojos acariciábala toda. Solos los dos, y ella guardada en cautiverio suave, encerrada en su castillo, protegida. La imagen sonreía, y en su sonrisa había miel que perfumaba y endulzaba el aire. Violante hubiera querido abrir su pecho, rasgar su corazón para que en él, como en un nido, se refugiara el amado y se quedara para siempre. Nido de tibias plumas. Nido de paloma al que nunca habrían de llegar los fieros halcones.

-Ven a mí -dijo la niña susurrando.

Mas la visión ahora se alejaba, hacíase niebla densa, se oscurecía y esfumaba. El resplandor se debilitaba, y la imagen iba perdiendo de nuevo sus contornos. Con sus brazos extendidos, Violante trataba de asir la visión que escapaba a sus deseos. Y con la visión desaparecieron las llagas regaladas, la dulce sonrisa que de miel la perfumaba, la majestad de las espinas en la cabeza del rey de reyes, del que habría de ser por siempre su verdugo, su amable y amante carcelero. Quedaba, no obstante, su corazón henchido de ternura, sus sentidos regalados, su sonrisa dibujada para siempre. El resplandor se debilitó, y en el cielo volvieron a aparecer nubes algodonosas y blancas, las nieves sobre el San Lorenzo, los verdes pinos en las montañas y las mieses doradas en los campos cercanos al Benenguerra. Volvieron los ojos de Violante a ver los pálidos colores de las cosas, a percibir la forma sin forma de la materia, el correr de los gamos entre las hayas, la sombra de los árboles, el brillo de las aguas del río bañadas de sol. Todo veíalo Violante oscurecido. La noche del tiempo había caído de nuevo sobre ella. La noche del alma, la noche dulce y brillante del espíritu, la noche callada, la noche calma, la noche del amor, con su resplandor hiriente y deleitoso, había henchido su corazón de tal manera que sus ojos ya no distinguían en aquella oscuridad de la materia. Violante había descubierto que el mundo era una realidad prescindible, una oscura re presentación de aquella otra realidad que ella acababa de entrever, de la realidad resplandeciente en la que deseaba vivir para siempre.

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Comenzó a notar que algunas cosas se movían: las hojas de la encina acariciadas ahora por la brisa, las aguas del río, rumorosas, las vacas que pastaban en el sotomonte, junto a los campos en los que se movían los labradores con sus bueyes y sus carretas, los cerdos que hozaban en las charcas malolientes, los perros, las personas: niños que jugaban trepándose a los cerezos, mujerucas que iban y venían por las callejuelas de la aldea vestidas con sus faldas negras y sus jubones ajustados, Mariquita, Antonio, Íñigo, que le hablaba y al que ella no escuchaba, porque no oía su voz y sólo veía sus labios en movimiento y sus manos que acariciaban amorosamente su cabeza. Notaba un gesto de preocupación y de miedo en el rostro de Antonio y, en los ojos de su primita, un brillo acuoso que anunciaba la inminencia del llanto. Íñigo tomábale los pulsos y pasábale, una y otra vez, la mano por la frente. Veía todo como en un sueño mudo, silencioso.

Trató de nuevo de arrastrarse, pero sus piernas no le obedecieron. Algunas celdas comenzaban a iluminarse. Imaginaba la llama de los candiles, los suaves trajines de las primeras horas, cuando rompe el alba sobre la ciudad y sus habitantes todavía duermen. Escuchó el golpear de las herraduras de un caballo sobre el empedrado de la calle. «Jinete madrugador», se dijo sin poder evitar que las imágenes del mundo volvieran a su memoria. Sucedíanse ahora como en sueños a una velocidad vertiginosa y confundíanse en una suerte de caos que la angustiaba. Transformábase el rostro de su padre en el de su madre y el de ésta pasaba ser de inmediato el de su tía Leonor. El dulce rostro de doña Ángela de Leiva, abadesa de las bernardas de Cañas, le sonreía a la distancia, pero, de inmediato, éste daba paso al de doña Antonia de Ubago, tan adusto, o al de Jacinto Apellániz, tan lujurioso.

El dolor penetrábale por los flancos hasta el pecho. Sentía que sus sienes latían con gran fuerza y que cada latido era para ella como un mazazo en la cabeza. Quería, pero no podía, olvidar sus flaquezas. Aún estaba su alma atada a este mundo, lastrada por un cuerpo al que ella había herido tantas veces con disciplinas y cilicios, humillado con hambre y sed, desterrado al olvido y a la pobreza. El cuerpo seguía, pese a todo, rebelándose, y el alma no podía ascender, elevarse hasta las últimas gradas de la perfección, hasta el palacio de oro y de diamantes en el que esperaba vivir para siempre con su amado. Hubiera querido abandonarse, dejarse, anonadarse, pero ¿cómo hacerlo cuando el cuerpo le imponía tan ferozmente su existencia, su realidad ineludible, y los recuerdos de antaño la perseguían?

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-Ya vuelve en sí -había dicho Íñigo al ver que su hermanita parpadeaba.

Antonio soltó un suspiro de alivio. Mariquita lloraba en silencio, mezclando sus lágrimas con carcajadas nerviosas. El mayor de los de Cellorigo, que mientras duró el desmayo de su hermana ni siquiera había empalidecido, dejó a Violante apoyada contra el tronco de la encina y corrió hacia el río a empapar su pañuelo. Al volver, lo puso en la frente de Violante. Estaba la niña sonriente y feliz y, sin poder evitarlo, abrazó a su hermano y le pidió que entraran cuanto antes a la aldea. Había pasado el mediodía y las sombras comenzaban a alargarse. En las malolientes charcas en las que hozaban los cerdos algunos gorriones se habían detenido, daban pequeños brincos, picoteaban y volaban hasta la rama de algún árbol no lejano, donde volvían a quedarse inmóviles. Los cerdos descansaban echados sobre la inmundicia de sus charcas llenas hasta los bordes de cenaco. En el Benenguerra, algunos patos nadaban y sumergían sus picos en el agua volviendo a salir con sus plumas brillantes y lustrosas. Había un zumbido de moscas en el aire. Íñigo notó en el abrazo que su hermanita estaba bañada en sudor.

-Nos quedaremos un rato más -dijo, como si diera una orden.

-Está bien -accedió su hermana.

Ni Antonio ni Mariquita replicaron. No estaban en posición de hacerlo. En Íñigo la autoridad había nacido con él y en él íbase desarrollando con la naturalidad con la que crecían sus brazos y sus piernas, se ampliaba su pecho o se endurecían sus espaldas. Doña Catalina Foronda, su orgullosa progenitora, solía decir a doña Leonor, su hermana, madre de Antonio y de Mariquita, que Íñigo había heredado el porte y el temperamento de los Leiva, a cuyo tronco pertenecía la rama de los Foronda de Azofra y que había dado miembros tan notables como don Antonio, ilustre soldado, gobernador de Milán y hombre de tantas y tan excelsas virtudes militares que el propio césar Carlos teníalo en su tiempo por un prodigio de la naturaleza. «Mi Íñigo», decía su orgullosa madre, «ha de repetir en este siglo las hazañas que su tío abuelo don Antonio llevara a cabo en el precedente». Doña Leonor, que bebía los aires por sus sobrinos, suspiraba entonces y se limitaba a hacer un gesto con la cabeza.

-Pues mi Antonio ha de ser obispo -añadía, a veces, doña Leonor.

-Por lo menos -confirmaba entusiasta su hermana, que creía que en el menguado cuerpo de su sobrino podía encerrarse toda la sabiduría de este mundo.

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Jamás discutían las hermanas por estas pequeñeces y coincidían con frecuencia en la distribución de dones y virtudes entre sus hijos. Doña Leonor venía siempre a Ezcaray a comienzos del verano y volvía a Azofra con sus hijos cuando las noches en septiembre comenzaban a refrescar y los soles acortados anunciaban la proximidad de la vendimia. Mientras miraba a su hermano y a sus primos, que se habían quedado de pronto silenciosos, Violante se acordó de las últimas vendimias pasadas en Azofra. Comían uvas bajo las cepas cargadas de racimos, mientras escuchaban a lo lejos a los vendimiadores andaluces llegados para la cosecha cantando coplas de su tierra. La zarabanda y el gitano, con su ritmo alegre y sus letras atrevidas, la inquietaban, pero expresaban, de una manera rústica y primitiva, una disposición del ánimo al regocijo que a ella, entre las hojas ya amarillentas de las cepas, la embargaba.

-Vámonos a la aldea -insistió Violante.

-Descansemos un poco más -dijo su hermano.

-¿Para qué? Igual habremos de descansar en nuestra casa de Urdanta.

Íñigo fue, en este caso, el primero en obedecer. En Violante la autoridad no se manifestaba en el tono con el que hablaba, sino en la forma suave y susurrante con la que expresaba sus deseos. Algunos minutos más tarde, casi bailando, contentos y ya por completo despreocupados, hicieron su ingreso en Urdanta los cuatro primos. Un mozo de Cilbarrena, que había llegado temprano a la aldea trayendo la noticia de la llegada de los niños, salió a recibirlos con Antón Allende, un mozallón al servicio de los de Cellorigo, aprendiz de todos los oficios, que sentía gran afición por sus pequeños amos, a los que solía narrar misteriosas historias del tiempo de los gentiles, cuando en Ezcaray no funcionaban aún las ferrerías y los diablos y las lamias abundaban en estos bosques. El mozo de Cilbarrena acompañó a los niños hasta la puerta de la casa y, despidiéndose de todos, tomó el camino de Posadas, donde ese día, según le dijo a Antón Allende, tenía que arreglar la rueda de una carreta cuyo eje de madera se había quebrado. El mozo de Cilbarrena era carpintero y llevaba, metidos en unas alforjas que le colgaban de los hombros, las azuelas y los martillos que utilizaba en sus trabajos.

-Ya me habría gustado acompañarte, ya -le dijo a guisa de saludo Antón Allende, mirando con cierta tristeza a sus pequeños amos. Al mocetón le habría gustado hacer ambas cosas: contar cuentos a los muchachos y aprender algo más del oficio de su amigo.

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-Otro día será, Antón -respondió el de Cilbarrena, extendiendo su mano en un adiós.

El viajero bordeaba con paso lento el Benenguerra. El calor apretaba, e Íñigo tuvo la impresión de que al carpintero le pesaban demasiado las abarcas. Los chopos estiraban su sombra y las abubillas revoloteaban en los campos cercanos. En el aire zumbaban los mosquitos.

-Podríamos acompañarlo -sugirió Íñigo-. Así nos cuentas tus historias, mientras le ayudas en su faena.

-¿Qué dirá su padre, señorito?

-¿Y qué ha de decir, si no se entera?

Quedaron en que primero comerían lo que la mujer de Antón les había preparado, pero, cuando terminaron, según Antón, ya se había hecho demasiado tarde para alcanzar a su amigo. Los niños también estaban perezosos y no insistieron. Volvieron todos juntos al prado del Benenguerra, donde Violante había tenido su visión. Impulsada por una fuerza misteriosa y llena de temor, la niña fue caminando lentamente hacia la encina solitaria que se alzaba en el centro mismo del descampado. Íñigo y sus primos se sentaron con Antón a la vera del Benenguerra, deseosos de escuchar las historias del aldeano. Disponíase éste a contar a sus pequeños amigos la verdadera historia del gigante Fierabrás, cuando escucharon el grito. Se levantaron como impulsados por un resorte y llegaron, casi juntos, al pie de la encina.

-¡Violante! -Íñigo se inclinó sobre el cuerpo de su hermanita.

Antón Allende la tomó en sus enormes brazos y la acercó a la orilla del Benenguerra. Íñigo volvió a empapar su pañuelo en las aguas heladas del arroyo y mojó con él las sienes y la frente de su hermanita. El mozallón, con toda la delicadeza de la que eran capaces sus rústicos dedos, aflojole las agujetas de su justillo, desabrochó su camisa y le dejó libre su cuello de ataduras. Antonio estaba pálido y temblaba. Sin darse cuenta de lo que hacía, retirose un buen espacio y vomitó sobre las aguas del Benenguerra; después se dejó caer sobre la hierba. Mariquita lloraba, e Íñigo no podía apartar sus ojos del rostro de su hermanita. Hasta el buen Antón, tan acostumbrado a los dolores y miserias por ser pobre, sudaba frío.

-Sería bueno que la colocáramos a la sombra -dijo al darse cuenta de que mantenerla bajo el sol podría ser peligroso.

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La cargó con delicadeza hasta la encina. Íñigo iba adelante, señalándole el camino. Avanzaban lentamente. El declinar del sol hacia el poniente había alargado la sombra del viejo árbol. Antonio, algo repuesto, llevando a Mariquita del brazo, seguía al mocetón de Urdanta y a su primo. Cuando éste llegó al pie de la encina, quedó paralizado.

-¡Mira, Antón! -gritó el muchacho.

El aldeano apresuró su paso y, al llegar junto a Íñigo, su rostro se demudó.

-¡Jesús, María y José! -exclamó devoto.

Antonio y Mariquita, al llegar, se persignaron. La niña, sin dejar de llorar, se puso de rodillas. Antón Allende seguía sosteniendo en sus brazos el cuerpecito de Violante, tan delicado.

-Parece hecho por un rayo -comentó-, pero hace tiempo que no hay tormentas.

Al pie de la encina, en el lugar exacto en el que algunas horas antes había estado sentada la niña de los de Cellorigo, había, dibujada, una cruz sobre la hierba. Quemada en su bordes, la hierba que crecía en el interior de la figura era más fresca y más verde que la del resto de la pradera. La mano del hombre no podría haberla trazado con tanta perfección.

-Aquí ha estado sentada mi hermanita -dijo Íñigo-. Quizá si volvemos a sentarla...

Antón depositó con delicadeza el cuerpo de la niña sobre la cruz, púsose de rodillas, santiguose y rezó en voz alta un padrenuestro. Antonio y Mariquita lo imitaron. Íñigo, de pie, no dejaba de vigilar el rostro de su hermana, tratando de descubrir cualquier señal de renovada salud en sus ojos, todavía cerrados, o en sus labios pálidos y sin vida. La expresión de su rostro dábale al muchacho un aspecto de hombre prematuramente envejecido. No lloraba.

Durante muchos años habría de recordar Íñigo aquel momento. Jamás entendió el misterio de la cruz dibujada sobre la hierba, ni por qué, una vez que Violante se hubo repuesto tan completamente como la vez primera, desapareció la cruz tan repentinamente como había aparecido; mas, cuando Madre Sacramento le insistía en la realidad del milagro, Íñigo, sin decir palabra, movía a un lado y otro su cabeza negando esa posibilidad. De existir, según él, los milagros debían tener alguna finalidad, algún sentido transcendente, algo que fuera más allá de una mera demostración de poder y habilidades, una burda   —29→   representación de magia, como hacían los viejos bululúes en las tabernas. ¿Qué sentido podía tener enfermar a una niña inocente y dulce, desmayarla y dibujar en la hierba una cruz misteriosa que más tarde desaparecía? Si esto era un milagro, habíale dicho Íñigo, estábamos todos, indefensos mortales, en manos de un dios enloquecido y tonto, un ser todopoderoso que juega con sus criaturas con la misma indiferencia y crueldad que los gatos con los ratones, o como acostumbran a hacer los titiriteros con sus muñecos en las ferias y algunos autores con las figuras de los retablos.

No podía explicarse, empero, aquel misterio. «De misterios está llena la vida, sólo ellos le dan sentido e interés», solía repetirse. Madre Sacramento exigíale una y otra vez que creyera, pues sólo con su fe y sus buenas obras habría de encontrar su salvación. Cuando, de vuelta a Ezcaray, iban los cuatro primos con el mozallón de Urdanta y el sol se ponía lentamente más allá de los montes que cercaban el valle por el oeste, Íñigo se sintió por vez primera lleno de una emoción que le impedía hablar y que confundía sus pensamientos. Llevando a su hermanita de la mano, Íñigo fue rezando mentalmente padrenuestros mientras bajaban hacia la villa. Unos días más tarde, sin embargo, se había olvidado del incidente.

Madre Sacramento jamás lo olvidó. Aquel incidente decidió su vida. Sólo pensaba desde entonces en su futura existencia en el convento, sin saber a ciencia cierta en cuál de los cenobios de la región habría de profesar. Jamás se imaginó que lo haría tan lejos, en esta ciudad elevada sobre las más altas montañas que podía imaginarse y cercada de volcanes que algunas veces arrojaban humo por unas bocas abiertas que se comunicaban con el infierno.

La claridad de la aurora hacíase ahora mucho más intensa. Apreciábanse los colores de las casitas de las monjas. En el silencio de la mañana, de algunas de ellas salían los ruidos característicos del trajinar de las primeras horas. Madre Sacramento habíase quedado inmóvil, ovillada en el suelo. Ya no sentía el dolor que unos minutos antes la atormentaba.

Escapaban de su mente los rostros y los recuerdos. Un primer rayo de sol calentábale la espalda y la cabeza. Sentíase como cuando, siendo muy pequeña, se acostaba y recogía hasta hacer suyo el calor de las sábanas a las que una criada había pasado minutos antes un calentador de bronce con brasas de carbón. Tampoco entonces pensaba en nada. Temblaba, simplemente, hasta que entraba en calor. Luego, suavemente, casi sin darse cuenta, pasaba al dulce mundo de los sueños.

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Cuando escuchó la campana que anunciaba la hora de levantarse, la angola aún estuvo remoloneando un buen rato sobre su cuja. Algunas imágenes habíansele quedado clavadas en su memoria, y no podía desprenderse de ellas sin dolor. El cuerpo gentil del caballero sin rostro entibiaba aún sus piernas gozosas de gacela corredora y su lengua ardiente había dejado en su boca el gusto salobre que excitaba la secreción de humores dulces que ella guardaba como un recuerdo imperecedero. Desde la comisura de sus labios entreabiertos, salvando la barrera de su blanquísima dentadura, deslizábasele la saliva hasta la barbilla, obligándole a pasar de vez en cuando la lengua por los labios para saborear sus excesos. Hallábase Escolástica envuelta en humores, cubierta de líquidos tibios que habían manado durante toda la noche de las profundidades de sus entrañas.

La campana repitió su anuncio, y Escolástica, arrojando lejos de sí la frazada de jerga, sentose en su cama, estiró sus brazos y, desperezándose, terminó por abrazar el aire, imaginando que, contra su pecho, atrapaba las visiones de su sueño. Suspiró largamente y, ya de pie, calzadas sus viejas alpargatas, fue cumpliendo su ritual mañanero sin dejar de pensar, ni por un momento, en las gozosas visiones de la noche. Agolpábansele mientras barría, seguíanle a cada uno de los rincones de su celda, y aun sospechaba la angola en su ingenuidad que se escondían bajo su cuja para, después, sorprenderla. Al disponerse a ordenar su cama, inclinose por un momento por ver si confirmaba sus sospechas. Más tarde, diole una vuelta al colchón de borra, dobló su manta y sacudió la almohada. Como jugando, terminó por apretarla entre sus piernas. Un escalofrío de placer la arrojó al suelo cubierta de sudor. En la entrepierna un nuevo humor ardiente y dulce se deslizaba como se desliza la lava en las quebradas cuando el volcán avienta la candela que guarda en sus entrañas. Por unos instantes quedó sin fuerzas al pie del lecho. Después, con los ojos cerrados, cual si quisiera guardar las imágenes que la habían acompañado, fue poniéndose de pie y, llegándose a una jofaina de barro que estaba sobre la piedra cóncava del batán, echose agua fría en la cara con la intención de apagar el incendio que las imágenes nocturnas habían provocado en su cuerpo. Mientras lo hacía, Escolástica Mi pensó que esa misma mañana tendría que confesarse con fray Domingo de Silos de Santa Clara y hacer el firme propósito de enmendarse.

Terminó de vestirse y, cuando estaba poniéndose su blanca toca frente al espejo, pensó la sierva que resultaba extraño que Madre Sacramento no hubiera requerido hasta entonces sus servicios. «Debe de estar rezando sus horas», pensó. La pequeña celda en la que dormía la angola era una dependencia   —31→   adosada a la hermosa casa de estilo castellano que el capitán Ortiz de Cellorigo había hecho construir para su hermana en el convento. Comunicábase con ella a través de una pequeña puerta que daba a la cocina, entre cuyos fogones pasaba la sierva la mayor parte del día, no tanto porque la religiosa le exigiera confites, pues la española rechazaba las delicias de la buena mesa, cuanto por no haber encontrado hasta entonces un mejor lugar para pasarla. Despreciaba desde hacía algún tiempo la compañía de las viudas que se alojaban en el monasterio y prefería a las vanidades de las ricachonas los gozos de su imaginación solitaria y libre. Entre los fogones solía la angola pasar y repasar los zurcidos de su ropa, adecentar sábanas y mantelerías que jamás se usaban, limpiar la plata de los cubiertos y, cada día con mayor entusiasmo, cortar y bordar algunas ropas elegantes con las que ella imaginábase vestida cuando, ya libre, saliera del convento a disfrutar los placeres que el mundo reservaba a quienes supieran aprovecharse de sus ventajas.

Era Escolástica, por temperamento, poco dada a rezos y mortificaciones, y su piedad se reducía a algunos actos de contrición y no pocas penitencias hechas por temor a caer en manos del enemigo. Era el convento el peor encierro para la joven esclava, y, pese a que quería realmente a su patrona y a que sufría pensando en que alguna vez habría de separarse de ella, soñaba con verse lejos y para siempre fuera de aquella cárcel en la que todos eran de un mismo sexo y en la que el cuerpo no tenía espacio alguno para su expansión y divertimento.

La campana llamaba a la oración, y cuando, saliendo de su celda, pasó Escolástica a la cocina y desembocó en la sobria pieza de recibir de su patrona, diose cuenta de que los muebles estaban en la misma disposición en la que los dejara la noche anterior. Extrañole sobremanera, pues, si no los toscos sillones castellanos, el reclinatorio que se hallaba al pie del enorme crucifijo era a diario usado por Madre Sacramento, que pasaba horas enteras en éxtasis ante la imagen del crucificado. También estaban fríos los hacherones que, al pie de Cristo, iluminaban la pieza durante toda la jornada. A Escolástica extrañábale encontrarlos casi acabados, sin cera. Tuvo un presentimiento y, caminando de puntillas, asomose con cuidado al dormitorio de la monja. El lecho estaba vacío y, al parecer, no había sido tocado durante toda la noche. Escolástica Mi se estremeció. Abrió la puerta de la casa y salió a la calle. Ovillado junto a la pared y bañado por la luz de la mañana, el cuerpo de Madre Sacramento yacía en el suelo. El grito de la esclava despertó a la ciudad en las primeras horas de la mañana.



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ArribaAbajoCapítulo II

Almendras de Madre de Dios


La hacienda de Ferrán Carrasco, andaluz de Utrera que, de puro exagerado y puntilloso en materia de honra, aseguraba estar emparentado con las tres personas de la Santísima Trinidad, era de aquella noche su mejor lucero. Junto al río de tranquilas aguas, profundo y anchuroso, las chispas del incendio de la casa del andaluz parecían estrellas fugaces en presurosa carrera hacia los abismos insondables del firmamento. Hacia las montañas, alzábanse algunas palmeras semejantes a guerreros empenachados, y las coposas lupunas, levantándose sobre la estatura de los renacos, perfilaban en la noche un paisaje de sombras chinescas proyectadas sobre los rojos de la hoguera. Del cielo, abierto tras las lluvias abundantes de los días anteriores, habían desaparecido las estrellas, y en las riberas del Madre de Dios algunas canoas indígenas encalladas en sus arenas eran apresuradamente echadas al agua por quienes, huyendo del fuego, esperaban encontrar en ellas su salvación. Las vigas y las paredes de la casa principal retorcíanse y crujían entre las lenguas de fuego como crujen y se retuercen entre los dientes frailunos las pechugas adobadas de las gallinas que crían los pilcozones en sus poblados. En un instante precipitose al suelo una nube de polvo opaco y denso. Corrían hombres y mujeres en todas las direcciones, unos organizándose para apagar el incendio con baldes y ollas y los más poniendo pies en polvorosa por mejor disfrutar de lejos del espectáculo.

El capitán Ortiz de Cellorigo organizó lo que quedaba de su compañía lo mejor que pudo. En medio de la selva, sus órdenes se confundían con ruidos y gritos singulares. Micos y cotorras habían despertado al mismo tiempo, y, entre los renacales bordeados por la majestad de las lupunas, dejábase oír el sordo runrún de la huangana.

-¡Vivo! ¡Vivo! -gritaba don Íñigo a sus hombres, cargados de sudor, barro, legañas, piojos, sayos de guerra, tizonas y tufo de la borrachera de la víspera.

Llevaban días persiguiendo a Chichima, indio españolado que había puesto en pie de guerra a los pilcozones. Buscábanlo en las haciendas siguiendo la corriente del Madre de Dios. Francisco Chichima estaba siempre delante de ellos, pero no lo alcanzaban. Tenía un sexto sentido para el peligro, y la selva, esa endiablada maraña de árboles, matas y tremedales, lo protegía. Este era el tercer incendio que trataban de sofocar. Habían llegado dos días antes en canoas, guiados por indios fieles de una misión de dominicos. Levantaron su   —33→   campamento en un claro junto al río, a menos de veinte varas del lugar en el que el orgulloso andaluz tenía su palacete. Venían sucios y cansados, pero al atardecer del día anterior, cuando nadie podía adivinar la proximidad de los rebeldes, los soldados, tentados por unos porongos de chicha que Ferrán Carrasco habíales hecho servir por cinco indias entradas en carnes, se emborracharon y cometieron algunos excesos que más tarde habrían de lamentar.

Fermín Gorricho, navarro barbirrojo de carnes magras, talle más largo que ayuno de pobre, brazos como sarmientos, cogote de carmelita descalzo, nariz bermeja, cabeza hueca y boca tan llena de maldiciones y de blasfemias que se le descolgaban por los pechos, fuera por balandronada, o por romper el ayuno que la selva y el servicio habíanle impuesto a su pesar, nublada su mente por los vapores de la borrachera, tomó en sus brazos a una de las indias y, sin más trámite, satisfizo en ella las urgencias de su bragueta. El ejemplo del navarro fue seguido por los demás y, no estando don Íñigo para contener las demasías de sus valentones, las cinco pasaron de mano en mano a la velocidad de las barajas en una mesa de tahúres. El sol habíase puesto más allá de las montañas y cuando, por fin, dominados por el sueño, durmiéronse los soldados, pudieron las indias escapar a la selva.

Don Íñigo cenaba con el hacendado. Quejábase éste de su suerte y del momento en el que, inscrito en los registros de la Casa de la Contratación, abandonó casa y hacienda, tan abultada ésta como corta en miembros la primera, y se vino a Indias por escapar de un asunto de faldas que podría haber dado con él en las mazmorras. El capitán Ortiz de Cellorigo mirábalo de hito en hito, mientras él gesticulaba sin dejar de hablar y de comer a un tiempo. Tenían sobre la mesa paujiles adobados como faisanes, churrascos de sachavaca, pan de cazabe, mazamorras y diversas verduras y frutas deliciosas entre las que destacaban unas almendras que don Íñigo no podía evitar llevarse a la boca mientras escuchaba.

-¡Habría visto vuesa merced -decía Ferrán Carrasco- qué cuerpo gentil el de mi serrana, qué talle, qué cintura y qué tetas! Sus ojos eran rasgados, valentones y delincuentes, como escribe Salas Barbadillo de la ingeniosa Elena. Traíame por la calle de la amargura, y no pasaba día en el que yo no ayunara por quedarme en la rúa tras sus pasos o adivinando su sombra en las paredes de su casa, ni noche en la que durmiera, que, en no teniéndola cerca, volvíame loco y ningún bálsamo ni adormidera eran bastante para tranquilizarme. Y así pasaba, como don Quijote, pero por razones harto diferentes, los días de claro en claro y las noches de turbio en turbio.

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-¿Y cómo se libró vuesa merced del encantamiento? -preguntó el capitán.

-Gozándola -respondió el hacendado-, que el gozo y el hartazgo en el amor son uno, y tengo para mí que los amores eternos de los que nos hablan los autores son invención de sandios, que en nada se corresponden con lo que yo tengo por visto y averiguado en este asunto.

-No quisiera pasar por indiscreto -levantó el capitán su vista del plato-, pero me gustaría saber qué es él lo que vuesa merced ha visto y averiguado.

-¡Cómo no! -respondió Carrasco, que estaba esperando la ocasión de extenderse en filosofías. El andaluz sentíase en su hacienda prisionero, pues, con excepción de una vieja criada que solía atender sus razonamientos con la boca abierta y los ojos en blanco, el resto de quienes lo acompañaban en sus soledades teníanlo por algo tronado y, pese a ser su patrón, evitaban su compañía-. Antes que nada debe saber vuesa merced, señor capitán, que, aunque rústico por el estado al que me encuentro reducido, soy por naturaleza curioso y, que mientras duró mi fortuna y viví bajo la protección de mis nobles progenitores, di en leer a los antiguos y no desprecié a los de nuestra nación y aun me aventuré a conocer a quienes fuera de las Españas habíanse señalado por su ingenio.

-¿Y qué tienen que ver las lecturas de vuesa merced con lo que dice tener por visto y averiguado?

-Mucho y nada, señor capitán, que todo es uno. Pero vayamos quedo por partes y cucharadas, que, de otro modo, han de enredarse los argumentos.

-Prosiga vuesa merced.

-Así lo haré con vuesa venia. Contábale, señor caballero, cómo, una vez satisfecho el deseo que me atormentaba, tornose éste en hastío y el hastío en asco, que tal metamorfosis no la hay ni en Ovidio.

-Creo poder demostrarle lo contrario -se atrevió a decir don Íñigo, que gustaba de la esgrima verbal tanto o más que de la de la espada.

Ferrán Carrasco no se dio por enterado y continuó con su disertación. Don Íñigo volvió a llevarse un puñado de almendras a la boca.

-Esta moza de quien tantos años anduve enamorado podría de mí haber dicho lo que la famosa castañera de Écija dijera de su amante: «Quiso gozo, estatafele, y no fue nada», pues nada y aún menos es lo que obtuve de la   —35→   aventura una vez que se hubo agotado el deseo por tanto tiempo contenido. Si antes parecíame la reina de los cielos, ahora teníala más por arpía que por mujer, y su aliento olíame a ajos, sus sobacos a queso, y veíale arrugas en la frente, patas de gallo en los párpados, espinillas en la cara, granos en las narices, morcillas en los brazos, pecas en las tetas, legañas en los ojos, cera en las orejas y roña por todas partes, que no encontré limpio ni pulcro rincón alguno de sus entretelas, pues en todos había penetrado la mugre y de tal manera que no le había quedado impoluta ni la conciencia. Mas en ello no quedó mi desgracia, pues con el gozo germinó la vida en sus entrañas, y, así preñada, vino a reclamar por justicia lo que por amor le negaba. Era su casa, si no más noble, asaz más rica que la mía, y nada valieron ante los jueces y los escribanos comprados, que son la peste de las repúblicas, las pruebas de hidalguía que presentara para negar las pretensiones de la villana. Hube, pues, de huir de Utrera, llegarme a Sevilla y, no viendo más salvación para mí que la carrera de Indias, embarcarme y venirme al Perú, donde llevo ya dieciocho años largos a la fecha, temiendo que, en cualquier momento, el hijo o la hija que tuviera con aquella perillana se venga hacia aquí a reclamar lo que en justicia le corresponde.

-¿Ignora vuesa merced si es hijo, o hija, lo que tuvo?

-Desde que llegué a ésta, nada he querido saber de lo que dejaba atrás. Ni siquiera de mis padres he vuelto a tener noticia alguna. No sé si viven o si ya están muertos -añadió el andaluz con tristeza.

-Lo siento.

-No menos lo siento yo, que mis padres tenían puestas en mí fundadas esperanzas para su vejez.

-¿Y qué se ha hecho de su herencia?

-Lo ignoro.

La conversación fue derivando hacia nuevos derroteros y, acabada la cena, los contertulios decidieron dar un paseo y gozar de las delicias de la noche. Había dejado de llover, y el cielo, despejado, abría sobre la selva su abanico de estrellas. Junto a la playa, escuchábanse los gritos y las coplas de los soldados. Más allá, en la floresta, algunos animales ponían una nota de colorido musical a la escena. Don Íñigo paseaba con las manos a la espalda, y el andaluz, excitado por la conversación iniciada durante la cena, contábale al capitán las aventuras vividas desde su llegada al Perú.

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-Aquélla era trujillana, mestiza y endemoniada. Tenía una nariz finísima que le descolgaba hasta cerca de una boca de regulares proporciones que se le abría en dos labios gordezuelos y granas, que más parecían frutas del paraíso que parte alguna de criatura de este mundo. Y no era en ella lo menos atractivo un cuello alargado y níveo. Eran sus piernas esbeltas y macizas y empinábanse hasta la cintura, formando en la parte trasera unos a manera de cerros gemelos que habría envidiado la misma Afrodita Calipigia. Anduve tras sus pasos cerca de dos años y, al cabo, cuando hube escalado el Empíreo y conocido el secreto de sus valles y quebradas, de sus ríos y de sus bosques, di, como siempre, en despreciarla y hasta en burlarme de sus atractivos en los mentideros de la ciudad. Con esto, dos hermanastros que Teresa tenía, que éste era su nombre, contrataron los servicios de dos espadachines, truhanes de siete leches paridos en pampa, que una noche me dejaron medio muerto pasado por cinco cuchilladas en el camino a Huanchaco, donde hay unas ruinas de barro que, según creo, conoce vuesa merced.

-Así es -respondió el de Cellorigo.

Paseaban por un camino, abierto entre los cultivos de cacao, que conducía a los almacenes. La noche era tibia y clara, y las luciérnagas revoloteaban ante sus ojos. A su izquierda quedaban los galpones en los que dormían los esclavos. La luna rielaba sobre las aguas estancadas de los tremedales que cercaban la hacienda por la derecha y de los que se levantaban enormes nubes de mosquitos que ponían en trance de miserere a muchos de los habitantes de la región. Un oído atento habría podido diferenciar, entre los muchos ruidos que llegaban de la selva, el crujir de dientes de los esclavos que dormían aquella noche con sus tercianas. Desde los galpones de los negros, la risa y cantos de los soldados transformábanse en un suave ronroneo, fresco y limpio como gotas de rocío en la mañana.

-Curome un brujo indígena en el pueblo de Chocope, al que me llevó Leoncio, un criado fiel que más tarde habría de morir por conservarme la vida -Ferrán Carrasco se pasó el dorso de la mano por los ojos, y don Íñigo creyó advertir un ligero quiebro en su voz-. Repuesto de las cuchilladas, fuime como pude hasta Los Reyes, y de Lima me fui a Arequipa, de Arequipa a Cuzco y, por fin, pude enterrarme en este infierno, gracias a los favores de un corregidor paisano mío que me prestó algún capital con interés para iniciar mi nueva vida. Vea vuesa merced si no he de recelar del amor de las mujeres y si no tengo motivos para quejarme.

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-Por cierto -confirmó el capitán-, pero hemos de tener en cuenta que el caso de vuesa merced es singular y que son pocos los hombres que, en gozando de los encantos con los que la sabia naturaleza adorna a nuestras enemigas, no den en seguir haciéndolo por un tiempo, aun sabiendo que en algún momento habrá de acabarse el placer y que éste, sin remedio, habrá de dar paso a la tortura y a la muerte. Yo soy de éstos, pues pienso que todo en esta vida es pasajero y que hemos de gozar de cuanto estuviere al alcance de nuestras manos, que, más tarde, agobiados por los achaques de los años, tendremos tiempo de arrepentirnos y aun de pasar nuestros últimos días encendiendo hacherones en las iglesias. Tengo para mí, señor Ferrán Carrasco, que en vuesa merced se dan con anticipación estos achaques y que, pese a su juventud, siente remordimientos por los placeres de los que disfruta sin que haya razón valedera para ello, pues, si Dios no hubiese querido que en la mujer nos deleitáramos, no habría sacado a Eva de la costilla de Adán, ni hecho a las damas tan hermosas. Despreocúpese vuesa merced y goce de lo que hubiere de gozar, que el no hacerlo es, según entiendo, perversión, que no virtud.

Caminaban ahora hacia la casa. Algunas luces lejanas señalábanles la dirección, y doce palmeras reales formadas frente a su puerta levantaban sus penachos hacia un cielo limpio y cuajado de estrellas. La cena y la conversación habían hecho efecto en el ánimo de don Íñigo, quien, vencido por el sueño, disponíase a recogerse. Carrasco lo adivinó por el largo de sus zancadas.

-¿Tiene vuesa merced prisa, señor capitán?

-Así es, amigo mío. Estoy cansado.

Apresuraron el paso. Algunos hierbajos que crecían junto al camino enredábanse en las botas del capitán, y él sentía que, enmedio de aquella maraña desmesurada, no podría haber sosiego ni tranquilidad y que eran aquellas tierras las mejores para la aventura, pues en ninguna otra parte por él conocida había tantas y tan buenas oportunidades para la emboscada, el crimen y la traición, ni tantos lugares en los que estos pudieran ejecutarse con menos riesgo. Pensó en Chichima. El indio no habría de distraerse, como él lo había hecho, conversando sobre asuntos que no fueran de la guerra. Miró a Ferrán Carrasco, que caminaba en silencio, observando dónde ponía sus pies para salvar los charcos. Escuchábanse los gritos, las maldiciones y las risas de los soldados. Al llegar a la puerta de la casa, su teniente lo esperaba. Ferrán Carrasco saludó al teniente y se despidió de sus huéspedes, penetrando al punto en el edificio.

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-Buenas noches, señores. Que descansen.

-Buenas noches, don Ferrán -respondieron, casi el unísono, el capitán y su teniente.

Era éste un mozo todavía joven, asturiano de nación, de mediana estatura, tostado de carnes, de ojos claros como el agua, brazos largos y membrudos, cabeza pequeña y hombros anchos. Era parco en palabras, presto a la acción, dispuesto al gozo y esforzado en los trabajos, y teníalo don Íñigo por buen militar y mejor amigo.

-¿Alguna novedad, teniente?

-Ninguna, capitán -respondió el asturiano.

Llamábase Diego de Avilés y llevaba en la compañía dos años largos desde que le dieran su destino de teniente en Arequipa. Aspiraba, según solía contarle con frecuencia a don Íñigo, a capitán con cargo de contador de bienes de difuntos y a conquistar con el tiempo un buen pasar en cualquiera de las ciudades de los reinos del Perú.

-Una buena casa con su jardín, un corral bien surtido de cerdos y de capones, algunos muebles de nogal, vajilla de Flandes, cristales de Venecia, sábanas de Holanda, dos pañosas segovianas para mudarlas, tres chambergos con plumas, una jícara diaria de chocolate por las tardes y una buena cholita que me lo bata han de bastarme, señor capitán, para que yo pueda hacer de este valle de lágrimas mi paraíso, que más no esperaría alcanzar de un juro en Extremadura.

Así solía hablarle Diego de Avilés al capitán de Cellorigo.

-Vea vuesa merced, si no, a Ferrán Carrasco -decíale ahora-. Tiene en estas selvas una hermosa plantación de cacao servida por negros y pilcozones y ninguna seguridad puede esperar de no verla mañana reducida a cenizas.

-¿Cómo están nuestros soldados? -preguntó don Íñigo.

-Divirtiéndose.

-Vayamos a verlos.

Una terrible sospecha cruzó por la mente del capitán. Él sabía que Francisco Chichima contaba con el favor y el apoyo de los negros y que, con ellos, esperaba librar a su pueblo de la opresión de los españoles. Chichima estaba al acecho y vigilaba cada uno de sus movimientos. También sabía que,   —39→   durante las últimas semanas, llenos de barro, de piojos y de hambre, sus soldados habían descuidado la disciplina y que estaban desmoralizados. Sus sueños de conquista y de aventura habíanse estrellado desde el comienzo contra una realidad que jamás habría podido imaginar el hidalgo. Lo que ahora dominaba era la rutina y la estulticia de los corregidores, cebados con tamales y adobos de chancho y adormecidos con la chicha y el vaho que se levantaba de las entrepiernas de sus amantes mestizas. Ya no eran los soldados conquistadores, sino policías, hombres que iban y venían por los caminos para proteger las propiedades de los ricos, mediocres guardadores de un orden que había terminado por imponerse en estas tierras y al que todos, aun los más fieros y mejores, aspiraban. Este orden estaba en peligro, y era él el encargado de evitar que fuera destruido por aquellos a quienes aplastaba. En el fondo, don Íñigo habríase sentido más cómodo en el bando de Chichima y entendido mejor sus razones que las abstrusas filosofías de Ferrán Carrasco, eterno desengañado del amor. «Quien está desengañado del amor es que está desengañado de la vida», pensó mientras seguía caminando hacia el campamento. Diego de Avilés estornudó.

-¡Jesús! -díjole don Íñigo- Cuídese vuesa merced, que no están los tiempos para estornudos.

El teniente lo sabía. Cuatro meses antes, dos de sus soldados habían muerto cuando bajaban del Cuzco por el Urubamba hacia estas selvas. Escucharon en Písac el primer estornudo. Uno de ellos ni siquiera pudo llegar a Paucartambo.

-Gracias -dijo el asturiano, retirándose un poco.

Al acercarse al campamento, los gritos eran espantosos. Una de las tiendas ardía por los cuatro costados, y don Íñigo vio a un soldado con los calzones en las rodillas correr, tropezar, caer y volver a levantarse para reiniciar su huida hacia la selva.

-¡Alarma! -gritó el teniente.

Desenvainaron sus tizonas, y el asturiano embrazó la rodela. Cerraron hacia el real, donde indios y negros armados con palos y cuchillos atacaban a un grupo de soldados que, en la confusión, sólo acertaban a defenderse. Gorricho, con el rostro desencajado, sujetaba a un indio de los cabellos con la mano izquierda, mientras que, con la derecha, repartía cuchilladas a diestra y siniestra sin acertar a otra cosa que a mantener a raya a sus atacantes. Borracho, maldecía a las «indias putas de culo de gallina» que los habían traicionado y juraba que las reventaría a patadas en cuanto el trance concluyera. Cuatro   —40→   soldados yacían en el suelo desangrándose y seis indios lo alfombraban con sus cuerpos desnudos pasados de cuchilladas y pelotazos. Los indios y los negros atacaban en silencio. Los españoles gritaban. Algunos de ellos estaban semidesnudos, como el que acababa de escapar hacia la selva con los calzones en las rodillas. Sólo cinco tenían las botas puestas.

-¡Resistid, soldados! -gritó don Íñigo, al tiempo que hundía su tizona en un negro enorme armado con un garrote. El cuerpo del esclavo, sin vida, cayó a sus pies. El capitán lo apartó de una patada y se lanzó en medio de la refriega.

Al ver los refuerzos que llegaban, los atacantes, por un momento, retrocedieron. Algunos soldados aprovecharon para ajustarse los calzones y no pocos para echarse encima un sayo de guerra con colchaduras, o una sobreveste de cordobán. El retroceso duró tan sólo unos segundos. Un indio pequeño y embijado se adelantó y, arengando a los suyos en su lengua, arremetió contra los españoles. Fermín Gorricho, de un certero puñetazo en los dientes, lo arrojó al suelo.

-Éste ya no podrá preparar masato -festejó su gracia a carcajadas el navarro.

Tras el indio, lanzáronse los demás, mas ahora los soldados habían cerrado un círculo fuera de las tiendas y habían logrado ponerse en la posición adecuada para repeler el ataque. La furia de los rebeldes se estrelló contra una muralla. Dos negros más habían caído bajo los golpes de espada del capitán, y el suelo veíase ahora alfombrado de cuerpos desnudos y embijados. Poco a poco, los atacantes cedieron y, finalmente, tras casi una hora de batalla, huyeron hacia la selva. Durante unos minutos, los españoles quedaron inmóviles, en silencio, con las espadas desenvainadas y tratando de adivinar, más allá de la espesura, el lugar al que habían huido sus atacantes. Por fin, un grito semisalvaje salió de varias gargantas al mismo tiempo. Lanzáronse al aire los yelmos y envaináronse las tizonas. Algunos soldados corrieron hacia las tiendas buscando sus botas.

-Nos atacaron a traición -se justificó uno de los soldados que venía arrastrando su pierna, herida por encima de la rodilla, a la que acababa de atar un pedazo de camisa y de ajustar con un palo a la manera de un torniquete.

-¿Y cómo queríais que os atacaran, imbéciles? -gritaba, enfurecido, el capitán- ¿Esperabais, acaso, que vinieran a pediros permiso para mataros? ¿Dónde se ha visto que los soldados españoles, los mejores del mundo, hayan   —41→   esperado alguna vez gentileza, y no traición, de sus enemigos? ¿Dónde está el responsable de la guardia?

-Muerto, señor -respondió el soldado que había hablado de traición.

-Contad las bajas y atended a los heridos -ordenó el capitán, dándole la espalda-. Teniente de Avilés, quisiera cambiar algunas palabras con vuesa merced.

Se separaron del grupo. En el campamento, todos se movían. Algunos soldados cargaban a los heridos y los llevaban a las tiendas, donde el cirujano vendaba brazos y piernas, limpiaba heridas y echaba sobre ellas el alcohol que guardaba en una garrafa. Turrábales el alcohol al tocar la carne viva, y había quienes soltaban un grito, rematándolo con una blasfemia de las que, en su particular jerigonza, hacían temblar el misterio.

-¡...en Dios! -blasfemaba Gorricho, al que una cuchillada que no notara durante la refriega habíale abierto un tajo en el costado izquierdo, de donde le manaba sangre en abundancia.

Fermín Gorricho había nacido en Murieta y criádose en Estella. Durante su infancia, según contaba, había sido tímido, pacato y beatón, temeroso de Dios y de sus santos, dado a protegerse bajo las sayas de sus tías y destinado, más por hambre que por vocación, a un convento de capuchinos en Pamplona. Con los años y ya en su juventud, mudó de hábitos y de temperamento y, a los sermones que como donado escuchara en el convento de boca de sus mayores, comenzó a preferir las largas lonjas de tocino con las que el cocinero de los frailes adornaba sus pucheros, que a él parecíanle tales decoraciones, por raras y desconocidas hasta entonces, superiores en todo a las ovas, volutas, ojivas, racimos, pámpanos y demás retorcimientos de arquitectos. Y, así, de tímido rapaz y muetico apocado, dio en ser, cuando le apuntaban los primeros pelillos de su barba, arquitecto cocinero, decorador de cenas frailunas y poeta y músico de los pucheros, de donde le quedó para siempre el gusto por la buena mesa y la costumbre de llevarse los dedos a la boca enracimados para abrirlos más tarde, dando así su visto bueno a los bocados.

-¡Teta de novicia! -decía, poniendo sus ojos en blanco.

Una agria disputa con el cocinero de los frailes -un lego alto como él, pero más gordo, de quien dependía su doctorado en aquella universidad- dejole a mitad de la licenciatura y echole al mundo con la receta de la olla podrida a medias aprendida, algún conocimiento sobre las diversas calidades de los garbanzos,   —42→   ciertos secretos sobre las propiedades de algunas hierbas para la cura del mal de ojo, unas calzas acuchilladas de los tiempos de Olivares, una capa valiente, pues en las cuchilladas dejábanse ver los méritos de sus hazañas, dos camisas viejas, un jubón con lamparones que, por haber sido de un sacristán borracho, hallábase pintado de vómitos y cera, un entre capucho y bonete que le cubría la cabeza y ciento veinte maravedises que birló a los frailes antes de tomar las de Villadiego. Con ello y la justicia tras sus talones, que lo acusaba de haber dado de cuchilladas al cocinero y haberlo dejado en un tris con tras de encontrarse con Caronte, vínose nuestro valentón hasta Sevilla, mudó de nombre, de nación y de apellido, hízose pícaro y agermanado y en esta última universidad alcanzó por méritos propios los títulos que no pudo obtener en la de Pamplona. En Sevilla fueron sus lances innumerables, sus robos muchos y aún más que sus bellaquerías, su fortuna escasa, sus cortes por todo el cuerpo, que podría haberse contratado como mapa de navegar cuchilladas, y su apetito más voraz que nunca, que con todo y lo que le aprovechaban sus robos y sus estafas, jamás logró calmarlo por entero, ni ver que en él se notaran los avances de una buena alimentación con un cuartillo de más echado en carnes. Atribuíalo el navarro a una huéspeda solitaria que habíase cobijado bajo su protección en el convento. Cansado de una vida que poco le aprovechaba, decidió pasar a Indias, inscribiose en la Casa de la Contratación como soldado, vínose al Perú y, ya en estos reinos, hubo de hacer de tripas corazón, retomar su nombre, inscribirse en un regimiento de lanceros y abandonarse a las peripecias de una vida aventurera que casi había terminado ahora, a sus cuarenta años, con una cuchillada india a las orillas del Madre de Dios.

-Está todo tan zabucado que no hay dios que lo remedie -blasfemaba el gaznápiro, mientras el cirujano le envolvía la cintura en gruesas y anchas vendas a la manera de fajas aragonesas.

-Coma vuesa merced almendras -invitó don Íñigo un puñado a su teniente, sacando algunas que habíase guardado desde la cena.

-Gracias, capitán.

-Son muy buenas.

-¿Cómo los sorprenderían?

-Estaban todos borrachos, don Diego. Será mejor que pasemos todo esto por alto. Si hay algún culpable, al parecer ya está muerto.

-Pero, si no lo está, debemos escarmentarlo.

  —43→  

-Así se hará. Para eso quería hablar con vuesa merced. ¿Qué me aconseja?

-No lo sé. No podemos precipitarnos. Su moral no toleraría un error.

-Estoy de acuerdo. Me incomoda todo esto, sin embargo: esta guerra, la selva. Hay algo que no me deja dormir tranquilo. Siempre pienso que Chichima conoce cada uno de nuestros movimientos y que nosotros, a fin de cuentas, no sabemos otra cosa de él sino que es indio y que nos odia. Como él hay millones en todo el Perú.

-Y aún los hay más en todo el mundo, capitán. No olvide vuesa merced que somos un imperio.

-¿Y cómo olvidarlo, si no hay imperio que no se sostenga en hombres como nosotros? Contábame hace apenas dos horas nuestro anfitrión el singular caso de algunos enamorados que, una vez alcanzado el gozo que persiguen, dan en despreciar y aun en odiar y hacer ascos de la plaza por ellos conquistada. Pareciome perversión de los sentidos y, como tal, aseguréselo, mas ahora pienso que está, en efecto, en la humana naturaleza el mudar de opinión sobre las cosas cuando éstas son cambiadas por el efecto de nuestros actos sobre ellas.

-No entiendo yo de esas filosofías, don Íñigo, mas, si vuesa merced se refiere a que nunca habremos de estar contentos con lo alcanzado, doyle en todo la razón.

Habíanse apartado, mientras conversaban, algunas varas del campamento, y había apenas Diego de Avilés terminado de responder a su capitán, cuando, entre la espesura, creyeron escuchar algunos ruidos. Hízole don Íñigo a su teniente una seña, y, desenvainando las tizonas, metiéronse ambos en la maleza. Al cabo de unos minutos, salió don Íñigo llevando bajo la amenaza de la espada al soldado que durante la batalla dio en huir con los calzones en las rodillas.

-Salga vuesa merced, don Diego -gritó el capitán-, que ya encontré la fiera que nos amenazaba.

-¡Menuda fiera! -dijo el asturiano, asomando la cabeza entre las matas.

El desertor era un hombrecillo pequeño, entrado en años, con la barba rala, los ojos grandes, negros y saltones, el pecho hundido, las piernas entre   —44→   paréntesis, algunos dientes que debían de recordarle su lejana juventud, el labio inferior colgante y dos enormes orejas que enmarcaban su rostro como en un gigantesco signo de interrogación. Temblaba todo, y, aunque ya se había puesto sus calzones y asegurádolos con un cinturón de badana, desde lejos podía olerse su cobardía. El teniente llamó a dos de sus hombres, que lo tomaron preso.

-Mañana habremos de hacerle juicio de guerra sumarísimo -exclamó Diego de Avilés satisfecho, echándose a la boca unas pocas almendras de las que su capitán habíale invitado-. Buenas almendras -añadió sonriente.

-Las cosecha en estas tierras don Ferrán Carrasco, hidalgo de Utrera.

No había terminado su frase el capitán cuando uno de sus soldados heridos, que se encontraba recostado al pie de un árbol, anunció con sus gritos el incendio. Quienes todavía estaban enteros se precipitaron hacia la hacienda. Don Íñigo y su teniente corrían delante de todos, y el capitán echaba de vez en cuando una mirada a la espesura por ver si en ella se escondían los atacantes. Algunos soldados se rezagaban. Al llegar a la casa, las llamas estaban a punto de alcanzar el segundo piso. Encontraron a Carrasco, con camisa y gorro de dormir, arrodillado en el suelo y con el rostro oculto entre sus manos. Don Íñigo se aproximó y le tocó en el hombro.

-Ánimo, señor caballero -díjole el capitán-, que no vale incendio alguno para acabar con una vida que tal nombre merezca. Haga vuesa merced fuerzas y ayúdenos a salvar lo que podamos de su hacienda.

Volvió en sí el hidalgo de Utrera, púsose en pie, llamó a sus criados y buscó con ellos baldes y cacerolas en sus almacenes para que les sirvieran de armas a los soldados que se aprestaban a defenderlo. Con ellos y con los criados, indios fieles y esclavos que no habían cimarroneado aprovechando el ataque de los hombres de Chichima, organizó don Íñigo una cadena de baldes de agua que nada pudieron hacer para salvar la casa, pero sí mucho para que el fuego no se extendiera a las dependencias más próximas. Cuando ya amanecía sobre los llanos de la selva, tan sólo quedaban de la casa algunas maderas, dos libros de rezos milagrosamente salvados, un Rengifo, unos pliegos cosidos en cuarto que hacían las veces de cuaderno de cuentas, dos asadores, pocas cucharas, restos de una capa y un bonete. Ferrán Carrasco temblaba de ira.

-¡Venirme esto a sucederme a mí, que siempre he tratado a los indios como a mis iguales y a los esclavos con el amor de un padre...!

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-Pagan en estos casos justos por pecadores -díjole el de Cellorigo-, pero no se precipite vuesa merced en negros pensamientos, que la pérdida no es total y salva, al menos, la cosecha, los almacenes y no pocas casas, que aún más grave habría sido el perder éstas.

Durante varios días quedose el capitán con su regimiento en la hacienda de Carrasco. Algunos de los esclavos huidos habían vuelto, y los indios no parecían dispuestos a levantarse con las huestes de Chichima. Tras el ataque, que le había costado más de quince muertos, éste habíase alejado de la región e internado en la selva, más allá de la zona controlada por los españoles. Durante algún tiempo habría paz en las riberas del Madre de Dios.

Así lo esperaba el capitán Ortiz de Cellorigo, quien, a medida que el tiempo transcurría, suspiraba por volver a las campiñas de Arequipa, cuidar de su hacienda, disfrutar del corregimiento que habíale concedido su majestad don Carlos, visitar a Violante con frecuencia y gozar de su compañía, asegurarse un buen pasar, leer mucho, pensar bastante, reunirse en su academia con sus amigos, mejorar según sus fuerzas la administración de justicia y dedicarse a acrecentar su hacienda por si hubiere de dejarla a sus herederos, que, a sus treinta y dos años ya cumplidos, pensaba que habíale llegado el tiempo de casarse y disfrutar con virtud las mieles del himeneo. Pasaban así los días sin otra cosa que hacer que ayudar a Ferrán Carrasco a recuperar lo perdido, que en un hombre dominado por la melancolía más era lo perdido en ánimo que en hacienda. En lo tocante a su casa, íbase ésta recuperando con las ricas caobas de los bosques cercanos, con el esfuerzo de los carpinteros, herreros y alarifes, con la ayuda de los soldados y con el esmero y la dedicación de quienes estaban al servicio del andaluz. No quedaba sino hacer justicia en el desertor, deslindar responsabilidades de sus soldados en el ataque de Chichima, juzgar a quienes resultaren culpables y, siguiendo las órdenes con las que viniera, volver al Cuzco con su regimiento, presentarse ante el coronel Cereceda, evacuar su informe, solicitar -gracia que esperaba alcanzar por ser de justicia- su excedencia e ir a Arequipa, donde tenía casa, destino y hacienda y donde esperaba reunirse con su hermana.

Tres días con sus noches duró el juicio que se le hiciera al desertor, un charro salmantino que había ingresado a la milicia más por hambre que por inclinación. Si bien el de Cellorigo tuvo con frecuencia la tentación de perdonarlo, el teniente asturiano no cedió jamás en su rigor, y, así, una lluviosa mañana de febrero, en el centro del real, levantaron los carpinteros un patíbulo y, tras recibir el reo el santo viático de manos de un dominico que había venido   —46→   de una misión cercana para asistirlo, Fermín Gorricho cumplió como verdugo con una amplia sonrisa dibujada en su boca. Dos días enteros quedó el cuerpo del desertor agarrotado atado a su rústico sillón en el centro del real. Cuando por fin lo arrancaron de él, había perdido ambos ojos y una parte del cuello, y los gallinazos habíanle abierto el vientre, del que le descolgaban las asaduras. Enterráronlo junto a una playita a las orillas del Madre de Dios, pusiéronle una cruz sobre su tumba, y el dominico echó un responso al que asistieron los soldados.

Con excepción de la de Fermín Gorricho, las caras de los asistentes denotaban tristeza. Cada quien tenía puestos sus ojos en las punteras de sus botas. Diego de Avilés acentuaba su gesto altivo y distante levantando su mentón y posando su mirada en el horizonte. Carrasco había preferido quedarse en su hacienda, y don Íñigo, a quien estos espectáculos nunca le gustaron, tentado estuvo de imitarle, mas resistió a su deseo por tener que presidir la ceremonia.

-Mala cosa es ésta de matar a un semejante -le confesaba al hacendado mientras tomaban una jícara de soconusco.

-Mala cosa -confirmábale Carrasco.

Estaban ambos en la que su dueño llamaba la única pieza habitable de la casa reformada. Sentábanse en unos taburetes y apoyábanse en una mesa de ishpingo con la que suplían las deficiencias del mobiliario.

-Mala cosa es vivir, amigo mío, que, puestos en marcha, no hay como podamos acertar con nuestro destino. Y son tantas y tan grandes las dificultades que hemos de salvar en la vida y tantas las dudas que en ella nos asaltan que no hay quien, sin ser un bellaco, no esté muriendo mientras vive y no siga deseando vivir por temor al incierto destino que la muerte le reserva. Véame vuesa merced aquí enterrado, cercado por todos los peligros. ¿Deseo, acaso, vivir? Sí por cierto. Mas sufro por ello, pues en esta vida encuentro mi tormento. ¿Hay salvación para mí? Lo ignoro. Asegúranme los frailes que ella existe, mas, cuando me pongo a pensar en la existencia de otra vida y en la esencia de aquel a quien hemos dado en llamar Dios, asáltanme las dudas y a veces pienso, pecador de mí, que, o bien no existe, o bien, de existir, es un genio loco que se complace en aumentar a diario nuestros torturas. ¿Encuentra vuesa merced sentido a la existencia de este pobre hombre al que acabamos de enterrar, al vivir de estos indios y negros, condenados al infierno de la vida desde antes de nacer?

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-Buena pieza hace vuesa merced para los inquisidores, don Ferrán. No es bueno que use de estas filosofías ante quienes no puedan penetrarlas, que con ellas se juega la vida y acaso también su salvación eterna.

-Lo sé, don Íñigo, lo sé. Hijo soy de hidalgos nobles y sin tacha, corre por mis venas sangre de diez generaciones de cristianos viejos y mi linaje se emparienta con los más nobles linajes de Castilla, mas no habría de faltar, según yo creo, quien, al escucharme, diera en decir que soy judío o moro, como si sólo los moros y los judíos pudieran pensar en estas cosas y los cristianos estuviéramos, por nacimiento o por naturaleza, condenados a aceptar las verdades de nuestra santa madre iglesia sin rechistar.

-Para eso están los teólogos.

-Los teólogos no piensan, amigo mío. Los teólogos afirman y confirman lo que otros antes que ellos ya pensaron. Para pensar hay que dudar primero, y en España hace ya muchos siglos que nadie duda.

-Nos lo prohíben nuestras leyes.

-A eso, precisamente, me refiero. Pero basta de cháchara, don Íñigo. Vase vuesa merced de mi hacienda, y ningún matalotaje he preparado que sea digno de su persona y calidad. Ha de saber disculparme. ¡Son tantos los favores que le debo...!

-Humildes favores que están de sobra pagados con su discreción y amena charla.

-Nada de bien pagados, amigo mío. Débole el privilegio de su compañía, que valoro más que el que me haya ayudado a levantar mi casa y a tomar de nuevo el gusto a los negocios. Poco puedo hacer para quedar a mano con vuesa merced, mas deseo que el señor capitán se lleve de mi hacienda cuanto quiera, que, si quisiere llevársela toda, gustoso se la daría.

-Don Ferrán, gran privilegio ha sido para mí el conocerle y el haber descubierto que, bajo esa capa de melancolía que envuelve su ánimo, late un corazón generoso, una mente lúcida y una sensibilidad de verdadero poeta, que ahora sé que sus disgustos en el amor proceden de los altos ideales que vuesa merced se ha fijado, ideales que son en algunos puntos más que humanos. ¿Qué mejor pago puede hacer vuesa merced de mis humildes servicios, si es que lo merecen, que el haberme permitido penetrar en su alma de poeta? Ninguno. Por estas razones rechazo, con su venia, los regalos.

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-Nada puedo oponer a sus deseos, amigo mío. Tenga no obstante a bien, señor capitán, llevarse algunas talegas de cacao, que es de primera calidad, y otras tantas de estas almendras que tanto le han gustado. Estoy seguro de que a su hermana doña Violante han de agradarle, y, así, ambos se acordarán de este pobre enamorado sin fortuna cuando estuvieren en Arequipa.

Habría transcurrido una semana de esta charla, cuando don Íñigo y sus hombres partieron en canoas, desde la hacienda, surcando el Madre de Dios aguas arriba. Quedaba en paz la región, mas don Íñigo sospechaba que no habría de ser por mucho tiempo. Diego de Avilés coincidía en este punto con su capitán y decíale que, de no ser por las órdenes que llevaban de volverse cuanto antes al Cuzco, le habría gustado permanecer en la selva para ajustar cuentas con Chichima. Subieron por el Urubamba en varias jornadas y, ya en el Cuzco, el coronel Cereceda informó a don Íñigo que su destino de corregidor estaba confirmado y que, de ahora en adelante, quedaba librado del servicio. Con estas nuevas y un enorme deseo de encontrarse con Violante, volvió don Íñigo a la ciudad del Misti, en la que hizo su ingreso una mañana de abril de 1688, habiendo cumplido nueve años de su llegada a Indias. Traía consigo dos mulas cargadas de almendras y de cacao, algunos recuerdos, cinco sueldos sin gastar y a Fermín Gorricho, que, en adelante, habría de servirle de criado. Al ingresar a su caserón de piedra de la arequipeña calle de Santa Teresa, don Íñigo creyó estar haciendo su entrada en el paraíso. Atrás habían quedado sus sueños y sus aventuras. Al día siguiente visitaría a Violante en el convento. La vida comenzaba.



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ArribaAbajoCapítulo III

Fiat voluntas tua


Parecen gorriones alrededor del hórreo en una tarde de invierno. Pían, saltan, revolotean, vuelan hasta la rama desnuda de un manzano y vuelven a posar sus patitas en la nieve, mirando siempre el cubo de piedra que se levanta sobre los cuatro pilares y el tejado que burla su voracidad. Cuando el frío arrecia, sus cuerpecillos se estremecen, tiemblan sus alas, y los pajarillos tratan de meter sus cabezas entre las plumas blandas y tibias de su pecho, como si quisieran olvidar que viven, que sobre ellos cae la nieve y que el frío les penetra como un cuchillo hasta los huesos. Bajo el alero de los tejados, quédanse inmóviles, quietos, con los ojos cerrados y el pico entre las plumas de su pecho. Así les alcanza la noche y, con la noche, la muerte. A la mañana siguiente, si el sol sale, al derretir la nieve de los tejados, las avecicas caen como piedras en los charcos, pesadas y yertas. Parecen gorriones en el invierno. Revolotean alrededor de mi cama, pían y conversan: cuchichean cosas que no puedo entender y sólo veo sus labios que musitan, sus tocas que se agitan con el movimiento constante de sus cabezas, sus ojos inquietos, sus manos que a veces salen de sus mangas y me señalan a mí, que estoy arrojada en este lecho de dolor esperando ansiosa que llegue la hora en que mi alma pueda unirse con el amado. Sentadas al fondo, frente a mis ojos, en la banca corrida en la que tantas veces he abandonado mi cuerpo al descanso despreciando la comodidad del lecho, están las hermanas Ubago, calladas e inmóviles, a la espera de mi fallecimiento. Parece que rezan, y Madre Encarnación sostiene entre sus dedos un rosario de cuentas de hueso. A veces se le desliza una cuenta en forma casi imperceptible, pero a veces también pasan minutos sin que ello ocurra, como si su pensamiento escapara al rezo. Puedo seguir su vuelo e imaginar las alturas que alcanza su alma: sus ojos miran hacia adentro, y, aunque están abiertos, estoy segura de que nada ven, pues nada en este mundo merece ser visto, conocido, ni recordado. No tienen el brillo acuoso de los ojos atentos a los sucesos del mundo; son, más bien, los ojos de quien ya vive fuera de él, como yo, pecadora, espero hacerlo pronto, cuando el amado, al fin, me llame y nos unamos para siempre.

Escolástica está junto a mí con una jofaina en la que empapa un paño y me lo pone en la frente. Está llorando mi esclavita, tan dicharachera y alegre, tan amable y juguetona. Dice algunas cosas en su media lengua de negra angola, pero yo no la escucho. Mis orejas están cerradas a los ruidos de este mundo, y   —50→   pronto lo estarán mis ojos. Siento que me estoy yendo, que ésta es una despedida para siempre, y sólo lamento que Íñigo no esté junto a mí para darme fuerzas como otras veces. Mi buen hermano, tan descreído y tan generoso. ¡Vienen a mi memoria tantos recuerdos...! Es el último lastre que el enemigo pone a mi alma para impedir su vuelo: el lastre del amor por la materia, por las personas, por las cosas, las joyas y los vestidos, los tiempos idos, las vivencias, las alamedas, los bosques, las huertas amenas, las horas de sol en el invierno y las brisas frescas del estío, las flores en primavera, los pájaros, las canciones de los vendimiadores en Azofra, las aventuras leídas en los libros. ¡Cuántas deshonestidades en novelas de amores y desengaños! ¡Cuántas comedias en los corrales! ¡Cuántos años, meses, semanas, días y horas de mi vida he perdido por no acercarme a ti, mi único bien, y entregarme a ti, que todo lo eres! Aquí me tienes ahora, dispuesta a ser tuya por toda la eternidad.

Imagino ese tiempo inacabable en el que los siglos son segundos y el alma se regocija, incansable, en el amado. ¿Qué delicias me reservas, amado mío? ¿Qué licor deleitoso embriagará nuestros sentidos y hará de uno otro y de los dos uno, unidos y confundidos? ¿En qué forma crecerá nuestro amor sin fin y cómo seguiremos siendo sin ser y yo dejaré de ser para seguir siendo en ti, por ti y para ti por siempre jamás? ¡Oh deliciosa tortura de la espera, que hace que mi pobre imaginación trate inútilmente de descubrir los secretos del placer infinito que el amado me tiene prometido! ¡Oh muerte esperada que tardas en llegar y que das a la vida la oportunidad de volver a atraparme entre sus garras! Soy lo que no soy, mas tengo hambre de ser en ti, que eres el que eres, Jesús mío. ¡Mío, mío! ¡Deliciosa avaricia de las palabras! El amor hace el milagro de alcanzar la única posesión realmente valiosa, el único tesoro. Tú: ¡mío! Yo: humildemente, ¡tuya! Sé que no valgo, que mi alma está lastrada por el barro de Adán, por la materia de la creación, mas, padre amado, creador de todas las cosas, me deformaré por amor para volver a formarme contigo y a transformarme en ti, pues, en mi loca ambición, aspiro a nada, a despegarme de todo y aun de ti para ser tuya. Soy tuya y quiero ser tú. ¡Qué difícil es hablarte, Jesús mío! Las palabras me confunden, pero en mi corazón siento que debo decirte muchas cosas, hablarte hasta agotar tu divina paciencia inagotable. Tendrás que soportar a esta loca, amante mío, sus torpes palabras, sus anhelos, sus debilidades y arrebatos. Tendrás que aceptar que, de vez en cuando, me derrita en llanto, que nunca supe dejar de ser niña y tú, amado mío, jamás te esforzaste en mejorar mi carácter. Tal vez te guste así. A veces lo he pensado, y a veces he pensado también -y disculparás mi atrevimiento- que, en realidad, no te has esforzado en mejorarme por pereza, o, tal vez, porque te complaces en las debilidades de tus hijos, para así dominarlos mejor y reducirlos a la nada con   —51→   uno solo de tus gestos, omnipotente señor de todo lo creado, cuando el hacerlo te complace. Pero no, que en perfección suma no puede haber espacio para el vano divertimento, ni para la complacencia en el propio poder. No: tú me deseas como soy: con mis debilidades e imperfecciones: barro en tus manos del que habrás de hacer la obra que quisieres. A ti me entrego para cuanto gustares hacer de mí. Defórmame, infórmame, refórmame, y transfórmame, que lo que hicieres conmigo estará bien, porque de la bondad suma que eres tú, Jesús de mi alma, ningún mal podría derivarse.

Deliro. Antonia de Ubago me mira sin verme desde la banca en la que está sentada con su hermana. Deliro. ¿Quién eres tú, ladrón que vienes a robarme y que, de tal manera, deseándote, me confundes? ¿Por qué digo lo que digo de ti, por qué me arrebatas y me enloqueces, ladrón de almas, nocturno violador de intimidades? ¿Quién eres? ¿Qué has hecho de mí, que así me entrego, padre mío, pacer meus qui es in coelis? ¡Oh mi padre, mi padre! ¡Qué enormes deseos de hallarme en tu presencia, a tus pies, echada sobre tus rodillas para que me golpees como a una niña mal criada! Soy tu niña, tu hija mimada, la que escapa de la casa para hacer su voluntad, que no es la tuya, y espero tu castigo, tu reprensión, una buena azotaina que enmiende mi conducta y que me haga digna de ti, padre mío, señor de todo y de todos, Dios que gobiernas el universo, que lo has creado de la nada y que a la nada puedes volvernos a todos con tu sola voluntad. Yo soy tu más humilde criatura, la niña que balbucea tu nombre porque aún no ha aprendido a pronunciarlo, pero que desea de todo corazón, con todas sus fuerzas y potencias, que vengas a ella y que la lleves contigo a donde quieras, que la robes y la arrebates, que la enloquezcas, que sólo en la locura y en el arrebato de tu amor podrá encontrar el camino de la cordura. Estoy esperándote en este lecho en torno al que revolotean tantas monjas con los ojos anegados en llanto y sin saber, como no saben, que estoy alegre, que no me importa morir, porque para mí la muerte es la vida eterna contigo y la vida, la forma más engañosa de la muerte.

Aquí estoy. Y espero. Espero y desespero, y desespero porque no vienes. Te llamo, Jesús mío. Mírame aquí echada. ¿Soy bonita? ¿Te gusto? ¡Oh locura del deseo! Ven a mí, amado que no llegas. ¿Quién te detiene? ¿En qué alma arde la hoguera de tu amor? Veme aquí herida y sufriendo tus desdenes. ¿Habrás de dejarme, tras haberme seducido con promesas de amor y de dicha? ¿No tengo, acaso, derecho a protestar? ¿He de aceptar que me abandones, que me dejes fuera de la casa tiritando? Hace mucho frío, padre, y la nieve lo cubre todo. Compadécete de mí, que está anocheciendo y han de llegar los lobos a morderme. Bajarán de las montañas, en cuyos bosques permanecen escondidos.   —52→   Tengo las carnes flacas y las fuerzas no medradas. De ti dependo para salvarme. De ti, qui es in coelis, mi salvación. Los lobos se acercan. Oigo sus aullidos y escucho sus pasos y pisadas. Los veo: traen la boca abierta y me muestran sus colmillos. Babean. Ladean la cabeza y me miran con ojos sanguinolentos y turbios. ¡Defiéndeme, padre! ¡Ábreme la puerta de tu casa, que es el cielo! Cuando estemos dentro, junto al llar en el que se están cociendo las castañas, podrás castigarme, ponerme en tus rodillas, levantarme las sayas y zurrarme. Dejaré que lo hagas. Lo prometo. Si desobediente y mimada, siempre he sido sufrida y aguantadora de castigos. ¡Ábreme! ¡Ábreme, que están aquí y me lanzan dentelladas que desgarran mis flacas carnes y laceran mi alma! ¡Ábreme, que habrás de hacer de mí lo que tú quieras, pues soy tu esclava y me pongo a tus pies! Sé que estás ahí, pues veo la luz que se desliza bajo la puerta y riela sobre la nieve que congela mis plantas. Estoy descalza, padre, sin medias, en pernetas. Necesito el calor del fuego de tu cocina, el vapor del puchero colgado de la chimenea en el que se está cociendo la cena de toda la familia, el cálido humo que me ahoga. Y sobre todas las cosas te necesito a ti, amado mío, que no has de dejarme abandonada para que los lobos del mundo me destrocen. ¡Ábreme! ¡Ábreme, que los lobos me han abierto muchas heridas, y sangro por todas partes y me congelo lejos del calor que tú despides!

Han venido vestidos de negro. Las monjas los dejan pasar, y Escolástica se hace a un lado. Se lleva la jofaina. Mi frente arde, pero mi alma se congela. Son cuatro. Reconozco a uno de ellos, amigo y confidente de mi hermano. Se hace llamar doctor Espinosa, y tengo para mí que es marrano. Las hermanas Ubago se han puesto de pie y se han acercado al lecho en el que yazgo. Los médicos observan de cerca mis ojos, me toman los pulsos, y el doctor Espinosa, tras ponerme una cornetilla en el pecho con la que trata de escuchar alguna cosa, observa las uñas de mis manos, y yo noto en sus ojos una luz de sospecha. Ninguno habla, pero todos se miran una y otra vez a las caras preguntando con los ojos cosas que ignoro. ¿Qué podrán decirse con los ojos estos hombres, estos lobos que me atacan a la puerta de la casa de mi padre e impiden que entre a calentarme los pies en el fogón de la cocina, o junto al brasero de la mesa camilla de la pieza familiar? ¡Qué lenguaje secreto e indescifrable es el lenguaje de las miradas! Con él me he entendido yo siempre con mi amado. ¡Qué largos y sabrosos coloquios no habremos tenido, así, en silencio! Él en la cruz y yo, a sus pies, arrodillada. ¡Cuántas horas deliciosas no habré pasado en su compañía! Hemos sido siempre amadores ejemplares. Jamás hemos dado lugar al escándalo. Él no lo habría perdonado. Su amor es discreto y exige discreción de sus amantes.

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Haz, Jesús mío, que muera del dolor que me producen mis pecados. Ellos son los lobos que desgarran mis carnes y que no dejan que entre a calentarme a la casa de mi padre y a pelar castañas en silencio, junto al llar. Me duelen y me desgarran. Me destrozan por dentro. Los médicos se alejan ahora, y Escolástica vuelve con la jofaina y el paño empapado en agua. Madre Antonia de Ubago inicia en voz alta el rezo del rosario. Ha escogido los misterios gozosos, y yo me alegro de que haya acertado. Estoy gozosa, en efecto. ¿Cómo no habría de estarlo, si he de encontrarme en unos instantes más con mi amado para no separarme jamás de él? Seré con él y seré él, pues me haré él. ¿De qué otro modo habré de llegar al padre, sino haciéndome en todo semejante al hijo y uniéndome a él por los siglos de los siglos? Mi amado ha dicho: «El que me ama guardará mi palabra y mi padre le amará, vendremos a él y haremos en él morada». Yo guardo tu palabra, amado, mas estoy sola, fuera de casa, donde los lobos aúllan y el hielo seca las plantas de mis pies desnudos. Tu casa está en los cielos, y hacia ella vuelo olvidada del mundo y de sus vanidades, desatada, libre, para unirme a ti, señor Dios del universo, y ser tuya y hacerme tuya, cada vez más tuya y cada vez más tú, y así por toda la eternidad, en un abrazo contigo fundida y confundida. No recibo la gloria de los hombres, que ésta es nada si no está en ti y de ti no procede. Tú eres la fuente de toda gloria y a beber de esa fuente me dispongo. ¿Habría de aspirar a menos mi ambición de alma enamorada? Quiero ser contigo agua, y fuego contigo; y agua y fuego al mismo tiempo, todo y nada, tiempo eterno dinámico y detenido, sucesión y estancamiento. Quiero ser y no ser por ser contigo. Quiero y no quiero, por que tú eres mi voluntad, y mi voluntad no existe fuera de ti, señor amado, hijo y padre, amante y esposo, esposoamante que me esperas. Llévame contigo, arrebátame de este mundo en el que yazgo y del que quiero olvidarme para siempre. Ven, no te tardes, que me duele la espera. Compadécete de tu hija y de tu amante. Observa cómo sufro porque no gozo aún de tus delicias, de tus besos de miel. Mírame padecer en este lecho. Levántame de él y elévame hasta ti recorriendo en un instante fugaz las ingentes distancias que nos separan. Ven, amado mío, que te espero con los brazos abiertos.

Sanctificetur nomem tuum. ¿Cómo no bendecir tu nombre, si con él me vistes y haces tuya, si de él vivo y por él me desvivo, si sin él nada soy, pues sólo soy en ti? Bautizada fui en tu nombre y con el nombre de tu hijo he vivido y como cristiana he de morir para seguir viviendo eternamente en ti y en tu hijo en unidad con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Cuánta ha sido tu generosidad, padre, qué enorme tu desprendimiento, que hasta tu nombre nos has dado para que podamos vivir por él y en él y con él salvarnos y encontrarnos en tu gloria uniéndonos a ti. Infinito, inconmensurable, enorme en todo,   —54→   también lo has sido en tu desprendimiento, en este entregarte a tus criaturas sin medida, pues todos nos llenamos de ti y en ti vivimos. Pero, ¿cuál es tu nombre, por cuál te conoceré? ¿Cómo he de llamarte cuando estuviere junto a ti, deslumbrada ante tu brillo, muda y temblando ante tu grandeza? ¿Qué nombre santificaré entre todos los nombres? ¿Bastarán las palabras para nombrarte? ¿Cómo nos comunicaremos en tu gloria, enamorados los dos, paseando por los jardines de tu palacio dorado, donde las avecillas emitirán sus cantos más melodiosos y las flores nos embriagarán con sus aromas más puros, sutiles, raros y penetrantes? Hacia ti voy como una novia, y éste es el día en el que se celebrarán nuestros esponsales, amado padre, amado hijo, amado mío que en mí penetras cuando lo deseas. ¿Gustas de mi compañía? En ocasiones tengo dudas y, a veces, me pregunto si no me estarás engañando, si, en realidad, no te estarás burlando de quien, en su ingenuidad, está dispuesta a entregarse por amor y a dejarse seducir junto a las eras, entre las hacinas de bálago apiladas por los labriegos. Pero no. ¿Por qué habría de dudar de tu palabra, cuando me das a diario tantas pruebas de tu divino amor, de tu amor infinito e inconmensurable, y me haces beber el divino licor que mana de tus llagas, conocer y sentir los inhumanos dolores que en tu pasión hubiste de soportar? ¡Oh dulce y terrible tortura con la que a diario me invitas y me regalas! La conoceré ahora aún mejor, cuando, estando solos, tengamos para nosotros toda la eternidad de las caricias y de la entrega. Voy hacia ti, Jesús mío. Hacia ti, padre. Hacia ti, mi Dios amado. Espérame, que no me tardo.

¿Crees, acaso, Cristo mío, que quienes nos rodean conocen la profundidad de nuestro amor? ¿Crees que la conoce ese fray Domingo de Silos de Santa Clara, que ahora se aproxima a mi lecho y lo bendice, o que lo conoce mi buen primo Antonio de Tejada, que, con lágrimas en los ojos, sin poder contenerse, me aplica los santos óleos, mientras invoca tu nombre en latín con la voz quebrada? ¿Crees, en fin, amado mío, que han de conocerlo estas monjas que siguen los rezos con devoción y se arrodillan y me miran tristes, como si perdiera algo en la escapada? Los hemos engañado. A todos. Hemos sabido mantener nuestro idilio en secreto, hemos hecho de las nuestras bodas sordas y de nuestro esponsales, un misterio. ¿Quién habrá de saberlo? ¡Cuántas veces has venido hasta mí como un ladrón en la noche y con tanto sigilo que, estando en el coro, nadie lo ha notado! ¡Cuántas veces te he encontrado esperándome en la plaza que está junto a la iglesia, apoyado en la fuente, disponiéndote a beber como si quieras saciar tu infinita sed de amor con un licor tan humilde, y era de mí de quien esperabas beber hasta saciarte! ¡Cuántas veces, Dios mío, nos embriagamos juntos y gritamos nuestro amor con los gritos del silencio más audibles, despreocupados y felices! Volveremos a nuestras locuras. A diario   —55→   escaparemos de los demás y nos esconderemos de sus miradas. Iremos a las plazas y nos confundiremos con los vendedores, disfrazados. Seremos dos y seremos uno. ¡Cuántas veces podremos hacerlo sin que nadie lo note! Renovaremos a diario nuestros juegos amorosos, inventaremos. Un amor eterno es un amor creciente y siempre renovado. Alistaré mis disfraces y te encantaré, amante mío, con mi habilidad de comedianta. Seré un día pastora y otro, reina, y todos los días seré tuya, de ti y para ti: todos los días seré contigo hasta ser tú y ya no poder ser otra cosa.

Adveniat regnum tuum. Espero la venida de tu reino: tu reino de amor. Mis sentidos se confunden aquí. Mas, ¿dónde no lo hacen, divino tramposo, que a todos tientas con las delicias de este mundo, que son nada y que todo lo parecen? ¿Cómo distinguir el oro del oropel? Y, sin embargo, yo he podido hacerlo con tu gracia, y ahora espero en ti, estoy en ti, poseída por ti y en ti y sólo en ti deseo permanecer por los siglos de los siglos. No es posible imaginar una dicha semejante, inagotable, inacabable, infinita dicha creciente. ¿Cómo habré de soportarla, pecadora de mí, humilde criatura? ¿Cómo he de estar de reina en tu reino, de esclava en tu reino, de amante en tu reino? ¿Cómo he de estar, si no es siendo? Estar siendo y ser estando. Terrible confusión para mi pobre espíritu, que no puede comprender la infinitud. Mas tal vez no esté; tal vez sólo sea, que es ser más, pues, siendo enteramente en ti, no he de necesitar estar en nada. Ha de desaparecer el mundo bajo mis plantas, y hasta mis propias plantas desaparecerán, y seré luz en la luz, fuego en el fuego, sonido deleitoso que encanta y enamora, armonía de colores sin forma, espíritu puro contigo, que eres puro espíritu desde siempre. No habrá palabras ni las necesitaremos, porque la realidad quedará reducida a todo, y nosotros seremos esa realidad total que todo lo abarca y todo lo comprende, esa realidad que eres y fuera de la cual no existe nada. Y ha de ser entonces nuestro amor más silencioso que nunca: deliquio puro sin palabras, palabras sin sonido, sonido sin palabras, sonido y palabras confundidos en la luz de tu grandeza infinita, en las formas de tu majestad por mí tan sólo adivinada. Crucificarémonos el uno al otro y juntos estaremos por siempre crucificados, Jesús mío, mi amor, mi cordero, mi amante, ladrón de intimidades del alma. ¿Cómo he de llamarte sin palabras para halagar tus oídos que esperan mis secretos amorosos? ¿Cómo he de decirte, sin decirte, que te quiero más allá de cuanto se puede querer? ¿Cómo he de aprender el lenguaje silencioso del amor divino, en el que he de ser ducha para que de mí no te canses y pueda tenerte sin temor por toda la eternidad? ¿Cómo he de hacer, amor mío, Dios amante, para entenderte sin palabras y para que tú entiendas mis excesos, mi infinita sed de amor jamás satisfecha? ¡Oh mi Dios! ¡Qué difícil es aproximarse a tu grandeza! ¿Por qué me has elegido a mí, pobre   —56→   criatura, balbuciente zagala enamorada, por esposa? ¿Qué puedo darte yo, tan zonza y atropellada, tan pequeña y temerosa? Tiemblo ante la llegada de tu reino, y mi ambición se apaga al comparar mi pequeñez con tu grandeza. Quisiera volver a ser nada para olvidarte, mas nada es nada, y tu divina voluntad haría de la nada todo y me arrancarías del barro y, si quisieras, de nuevo penetrarías en mí una y otra vez y con el licor de tus llagas me embriagarías y con el fuego de tus ojos me quemarías y con tu amor infinito me abrasarías, como se abrasa una gavilla de paja en las matanzas de las aldeas. No puedo escapar de ti, mi señor, pues soy nada. Nada y todo, pues ¿qué otra cosa mayor podré ser sino tu esposa? Atrapada en las garras de tu amor. Has llegado hasta mí como ave de presa, y ya no puedo escapar. ¿Qué haré si no es temblar y estar temblando eternamente? Temblaré de amor y temblaré de miedo, de este dulce miedo que tu amor y tu grandeza producen en mi ánimo apocado. ¡Qué poca cosa soy ante ti, señor! ¿Cómo he de atreverme a estar en tu presencia cuando llegare la hora del encuentro? Y, sin embargo, ¡con qué fuerza lo deseo! ¡Qué no haría yo por ser tuya ya en ti, por estar en ti, por ser contigo eternamente! Tiemblo. ¡Tiemblo y muero de impaciencia! Ábreme ya tu puerta, padre mío, que me congelo entre las nieves de este mundo, y los lobos me siguen atormentando con sus aullidos y dentelladas. Ábreme tu pecho, Jesús mío, y déjame penetrar en tu divina llaga hasta tu corazón y anidar en él y ser paloma. ¡Llévame contigo! ¡Llévame de esta vida en la que muero!

Hanse quedado silenciosos. El doctor Espinosa gira en torno a mi lecho, se aproxima a mi cabecera, me cierra los ojos. Yo sigo viendo, sin embargo. Veo a Escolástica, que llora en silencio. Y a Antonia de Ubago con la mirada perdida en el suelo, meditando. A Encarnación, su hermana, pasando con pausa las cuentas de su rosario. Antoñito, mi querido primo, se arrodilla junto a mí y reza cubriéndose el rostro con las manos para que nadie note que está llorando. Toma mis manos entre las suyas y se las lleva a la boca, como si quisiera devolverme la vida con este gesto. Fray Domingo de Silos está de pie, mirándome fijamente, tratando de adivinar él, que tan bien la conoce, el vuelo de mi alma. Aquí estoy, esperando encontrarme con vuesa paternidad al final de los tiempos, humilde franciscano. Los galenos permanecen de pie, pensativos, sin moverse. Todo ha quedado en silencio, y pronto ha de inundarme la luz de la nueva vida. Pronto he de emprender el vuelo. Listo tengo mi matalotaje, listas mis petacas, lista la cabalgadura de viento sobre la que habré de elevarme al encuentro del amado. Noto ahora en mi corazón sosiego. No siento hambre ni sed: sólo deseos de cabalgar hacia ti, señor, dueño y patrón de todo lo creado. Tu novia está preparada para los esponsales. Voy desnuda y sin dote, temblando de frío y de deseo, sin ajuar y sin regalos que darte. Recíbeme,   —57→   señor, y haz que sea tuya para siempre. Estoy dispuesta y a ti me entrego. Fiat voluntas tua.

¿Qué he de decirte cuando te hallare? Éntranme dudas de último momento, señor, cuando ya estoy sobre mi montura emprendiendo el viaje. Muévese ésta, encabrítase y me arrebata a una velocidad de vértigo sobre el mundo y sobre las cosas. Todo desaparece bajo mis pies. ¿Dónde estás, amado mío, que no te encuentro, que no te veo en este resplandor que me ciega, dónde tu casa, tu palacio, el salón dorado en el que habremos de amarnos eternamente? Descubre tu rostro para mí, entrégame tu nombre, hazme tuya y anúlame a mí para siempre. Encabrítase más mi jaca de viento y llévame de un lado para otro. Llévame por espacios jamás imaginados para cuya descripción no bastan las palabras. Azulamarillos. Lugarestiempos, tal vez. ¿Cómo describirlos? Espérame un lecho torturante y deleitoso en el lugartiempo en el que me aguardas. Brilla la luminosa oscuridad de las palabras robadas inexistentes ya en el lugartiempo en el que reposo agitadamente en tus brazos inasibles. ¿Quién soy, si no soy y sigo siendo, amadopadreamante? Afuera han quedado los lobos, y soy contigo junto al calor de tu hoguera en el costado. Soy tuya. ¡Tuya! Tota tua sum. Totatúa. Estoy, al fin, contigo y para siempre. No sé lo que digo, pues estoy loca y ya las palabras de nada me sirven, tendida en el lecho de tu amor que me abrasa y me congela al mismo tiempo. Hablaré con voces y sonidos incomprensibles, balbucearé de felicidad: ssosososos mamantep adreya manm antehijoamadomío. Estoy junto a ti como tú lo has querido: nuda y sola, pobre y temblando, temerosa y llena de ansias, muerta y viva contigo eternamente. Hazme de ti por siempre y para siempre, gozando de tu eterna gloria en las oscuridades luminosas de tu reino, donde el caos es orden y el cosmos caos sobre el que reinas por los siglos de los siglos, caos y cosmos a los que dominas y tienes en tu mano, los que son porque tú eres y no podrán ser fuera de ti. Hazme caos y cosmos al mismo tiempo. Haz que se cumpla en mí la armonía de todos los opuestos. Intégrame a ti ahora que me ciega la luminosa oscuridad de tu reino y me aturden tus sonidos y tus colores, ahora que me pierdo en esta infinitud y sé que nada soy ante tus ojos, pues todo lo ocupas y no hay rincón en el que no penetres. Hazme tuya haciéndome tú. Fiat voluntas tua sicut in coelo et in terra. He sido creada a tu voluntad, amado mío, y aquí estoy dispuesta a aceptar humildemente el destino que me tienes reservado.



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ArribaAbajoCapítulo IV

Fray Antonio de Tejada


El frío de la mañana mordíale las orejas, y fray Antonio encogió su breve humanidad bajo la protección de su manteo. Desde las ventanas de algunas casas mortecinos resplandores de candil proyectábanse hacia afuera en inútil competencia con las primeras luces de la aurora. Sobre los húmedos adoquines de la calle que conducía hacia la plaza Mayor rielaban todavía los rayos de la luna. De vez en cuando, fray Antonio escuchaba una maldición, un rebuzno, o un jadeo, signos inequívocos de que la ciudad empezaba a desperezarse. Aún sentía el dominico el peso de sus párpados, y sus zapatos deslizábanse presurosos sobre barros y adoquines en dirección al convento en el que su prima, según acababa de comunicarle un propio enviado por la priora, agonizaba. Acompañábanle en esta temprana excursión el propio enviado por doña Encarnación de Ubago y un donado joven de su convento, indígena de las alturas de Chucuito que, con un cirio en su mano izquierda y una campanilla en la derecha, anunciaba a los pocos viandantes que se aventuraban a caminar por las calles de la ciudad a aquellas horas que el fraile llevaba consigo a Jesús sacramentado. A los toques de campanilla, algunas ventanas se abrían para dejar asomar las cabezas de los curiosos.

Sobre el roquete y la estola, fray Antonio habíase echado a los hombros un grueso manteo de lana que lo abrigaba. Rezaba mecánicamente oraciones en latín mientras, con ambas manos a la altura del pecho, apretaba el copón con la hostia y el relicario en el que guardaba los santos óleos. Latíale con fuerza el corazón, y temía que, al momento de ver a su prima en su lecho de muerte, habrían de faltarle las fuerzas para seguir de pie. Cuando pensaba en ello, cerraba los ojos para protegerse de la visión que lo aguardaba más allá de los altos muros de piedra blanca que cercaban por todas partes el monasterio. A lo lejos vio las torres de la catedral perfiladas en la penumbra y elevándose, soberbias, sobre la pequeña altura de las casas. Al llegar a la puerta del monasterio, el propio enviado por doña Encarnación de Ubago dejó el farol en el suelo y golpeó con fuerza la pesada aldaba del portalón. En dirección a la plaza Mayor caminaba, presuroso, un indígena. Arreaba un corto hato de cinco llamas cargadas con costalillos de papas. Se dirigía al mercado. El indígena se detuvo y, quitándose el tosco chullo con que cubría unas greñas oscuras y crecidas, inclinó la cabeza, reverente, ante el santísimo sacramento del altar. Arrodillose. Las llamas, indiferentes, continuaron su camino. Llevaban, colgando   —59→   de sus orejas perforadas, polícromas cintas de lana, y, de trecho en trecho, alguna de ellas daba en trotar, añorando las alturas. Cuando fray Antonio y sus acompañantes hicieron, por fin, su ingreso en el monasterio, el indio volvió a cubrirse con el cuello, se puso de pie y, a toda prisa, corrió detrás de sus acémilas. Las alcanzó cuando las llamas hacían, ya solitarias, su ingreso en la plaza Mayor de Arequipa.

Atravesaron claustros y corredores. Al llegar a la plaza de Zacodover, la fuente de piedra, cantarina, había enmudecido. Una cuculí remojaba su pico en sus aguas heladas y, al notar la presencia de los recién llegados, emprendió un corto vuelo hasta la cúpula de la iglesia del monasterio. El dominico envidió, por un momento, su libertad. La casita de su prima, a pocos pasos de la fuente, abríase a la calle por una puerta de doble hoja a la que Íñigo había hecho enmarcar entre dos pilastras adosadas y sencillas de piedra blanca y un arquitrabe espacioso a cuyo costado colgaba un farolillo. La fábrica del edificio, toda de piedra volcánica de la zona, estaba, en el exterior, pintada de tonos ocres, y la luz del farolillo colgado en ella dábale a la fachada un tono rojizo muy subido, color del fuego que recordaba las llamas que aguardan a los pecadores en la otra vida y que al superior de los dominicos impresionó sobremanera. Frente a la puerta de la casa, fray Antonio de Tejada se detuvo un instante, se liberó del manteo entregándoselo a su donado, se pasó el dorso de la mano derecha por sus ojos mientras que, con la izquierda, seguía sosteniendo el copón y apretando el relicario contra su pecho. Respiró hondo e hizo fuerzas para enfrentar la visión que, segundos más tarde, se presentaría ante sus ojos. Reconfortado por la fe y fortalecido por la oración, penetró en el zaguán de la casita, donde varias monjas esperábanlo rezando. Del zaguán pasó a la celda de Madre Sacramento y adivinó, al verla inmóvil y tendida sobre su lecho, que la muerte no habría de hacerse esperar en esta ocasión y que era, por tanto, necesario apresurar el santo viático.

Las hermanas Ubago se arrodillaron para besar la mano del dominico. A la cabecera de la cama, casi echada sobre su ama, encontrábase Escolástica. En torno al lecho, los médicos, en voz muy baja, discutían sobre el caso. El doctor Espinosa observaba con detenimiento los ojos, el cuello y las manos de la moribunda. Daba la impresión de que ésta no respiraba y de que, si lo hacía, hacíalo con tan poca fuerza que cualquiera podría haberla dado ya por muerta. Al inclinarse sobre ella, fray Antonio descubrió que sería inútil tratar de confesarla. En el fondo de sus ojos una chispa de vida titilaba, y el fraile de Azofra imaginó, temblando, que cualquier soplo sobre ella podría acabarla para siempre. Entráronle entonces unas enormes ganas de llorar y de apoyar su cabeza,   —60→   como cuando eran niños, en su regazo. ¡Con qué ganas habría besado entonces aquellos ojos tan amados! ¡Cómo no era él, tan débil y apocado, quien se encontrara en aquel trance de muerte, asistido por su querida prima, cuidado por sus manos, engreído por sus caricias! Temía que, al decir sus oraciones, la voz se le quebrara y que los presentes descubrieran su debilidad. Hubo de hacer un gran esfuerzo para no gritar. Cuando comenzó a imponerle los santos óleos, todos se arrodillaron, y, cuando, casi llorando, pudo fray Antonio introducir la hostia consagrada en la boca de Madre Sacramento, tuvo el fraile la seguridad de encontrarse frente a una verdadera santa. Una enorme e indescriptible sensación de felicidad lo embargó en ese momento. Los ojos de Violante tenían la misma expresión que él recordaba haber visto en ellos, cuando, siendo todavía niños, hicieron ambos, con Íñigo y Mariquita, una excursión hasta Urdanta y Violante tuvo su primera visión a la sombra de la vieja encina. ¿Qué estaría viendo ahora Madre Sacramento? ¿De qué conversaría con Cristo Jesús, cuando ya faltaban tan pocos minutos para el encuentro definitivo? Miró un momento a Escolástica, y la negra se dio cuenta de que, en medio de su intenso dolor, el dominico se alegraba de la muerte de su prima. Lo odió por ello. La esclava tomó ambas manos de su patrona entre las suyas y, llevándoselas a la boca, las cubrió de besos y las mojó con sus lágrimas. Los médicos habíanse retirado a un rincón de la celda, junto a la puerta que daba al zaguán, y las hermanas Ubago no separaban sus ojos del lecho de la moribunda. En un momento, sin embargo, todos los ojos se volvieron hacia la puerta. En ella había aparecido la figura esbelta y juvenil de fray Domingo de Silos de Santa Clara. Los ojos de Madre Sacramento, por algunos segundos, volvieron a brillar con un relámpago de vida.

Fray Antonio habíalo conocido hacía pocos meses, cuando, invitado por su creciente fama de predicador, acudió un domingo a la iglesia de San Francisco para escucharlo. Fue un sermón bastante vulgar sobre el adviento, y, ciertamente, pese a los términos rebuscados del franciscano, a su batería de sinónimos cultistas engarzados como en un rosario, a la abundancia de tropos y prosopopeyas, al abuso del hipérbaton y a la sobrecarga de sus gestos, fray Antonio quedó, del mismo, insatisfecho. No dejó de reconocer, empero, al comentar el sermón más tarde con el padre Azpeleta, ecónomo de su convento, que, si bien impostada, la voz del franciscano resultaba, por alguna razón que él no lograba desentrañar, cautivadora. Fuera de este peregrino suceso, el dominico no recordaba haber cruzado con él más de media docena de palabras, contenidas, las más de las veces, en una sencilla fórmula de cortesía. Como miembro de la orden de los predicadores (domini canes, llamábanlos en su   —61→   latín de cocina los franciscanos), desconfiaba de los mendicantes, demasiado entregados, para su gusto, a una pobreza burda en la que el cuesco y el regüeldo suplían con ventaja al estudio y en la que la oración era frecuentemente sustituida por extravagantes mortificaciones de la carne de las que algunos de los hijos del pobrecito de Asís gustaban de hacer pública exhibición. En el estudio de teología de Logroño, en las recoletas aulas de Santa María de Palacio, en las que fray Antonio había visto transcurrir los mejores años de su juventud, había aprendido a despreciarlos, y al seguir, más tarde, estudios en Salamanca y en la Pontificia Universidad de San Marcos de Lima, en la que obtuviera su doctorado, el desprecio que, como juego, había nacido en Logroño hízose más fuerte al comprobar que el mal nombre de pedorreros con que en muchas partes eran conocidos los franciscanos quedaba a diario confirmado por el desaseo y las costumbres entre infantiles y bestiales de no pocos de los miembros de la orden. Cuando fray Antonio de Tejada vio aparecer en la celda de su querida prima a fray Domingo de Silos de Santa Clara, dibujó en su rostro una sonrisa en la que quedaban confundidos la fascinación y el desagrado. A Escolástica nada de esto le pasó desapercibido.

Habíale hablado de él su primo Íñigo, que estaba, según creía, al tanto de las estrechas relaciones de su hermana con el franciscano, relaciones a las que, como hombre del siglo, concedía escasa importancia.

-Ya se sabe, querido primo -solía decir cuando el dominico trataba de poner objeciones a tan estrecha amistad-, que en esto de confesores y guías para el espíritu no existe regla segura que pueda orientarnos. Si esto es así para hombres de criterio como nosotros, cuanto más no ha de ser para las monjas, que, como mujeres, déjanse dominar por el capricho y más se han de guiar por los impulsos del corazón que por las certezas de la mente. Los impulsos del corazón son con frecuencia inocentes y, las más de las veces, certeros, que en ocasiones yerra la mente donde el corazón jamás podría equivocarse. Tengo para mí que el caso del franciscano que tanto te preocupa es de una naturaleza tan sutil que sólo la intuición femenina podría acertar en él.

-Guardo sobre este punto mis reservas -arremetía de nuevo el dominico, tratando de sembrar la incertidumbre en el ánimo del capitán.

-Pues guárdatelas, Antonio, que a mí, para serte sincero, no me van ni me vienen.

El franciscano, con las manos guardadas en las amplias mangas de su hábito y la capucha echada sobre sus ojos, penetró en la celda. Acercose a la   —62→   cama de Madre Sacramento, colocose a su izquierda, de rodillas junto a su cabecera, e, inclinando su cabeza, púsose a rezar en silencio. Fray Antonio había terminado de administrarle la extremaunción y sólo estaba pendiente de sus ojos, tratando de descubrir la llama de vida que, por segundos, se avivaba y cruzaba el cielo azul de su mirada como un relámpago. El doctor Espinosa, asomándose por encima de la cabeza del franciscano, se aproximó a la enferma y observó su rostro con detenimiento. Escolástica mirábalo implorándole con los ojos la vida de su patrona. En un momento, el doctor Espinosa cruzó su mano abierta por delante de los ojos de Madre Sacramento, lanzó a fray Antonio una mirada de inteligencia, pidió a Madre Encarnación, sin moverse de su sitio, que le trajera un espejo, lo recibió, lo puso frente a la boca de la monja y se persignó, inclinando, al mismo tiempo, la cabeza. En ese momento, la angola rompió en un llanto incontenible. En el zaguán se elevó el coro de los rezos monjiles.

-Temo -dijo el doctor Espinosa sin moverse- que ya nada podemos hacer nosotros.

El médico volvió a poner el espejo estañado frente a la boca abierta de la monja de Ezcaray. Los otros galenos acudieron a observar la operación. Fray Domingo de Silos de Santa Clara continuaba rezando en silencio, arrodillado al pie de la cama. Fray Antonio sintió un vahído y hubo de apoyarse en la pared de la celda para no caerse. Escolástica lo sujetó de un brazo. Desembarazose finalmente de la ayuda de la esclava y, puesto de rodillas, dio, como el franciscano, en rezar en silencio.

-Madre Sacramento -anunció en ese momento el doctor Espinosa- acaba de morir.

Pusiéronse todos de rodillas y, durante horas, rezaron. Fray Antonio comenzó a ver, desde entonces, todo en tinieblas. El sol, que durante el día anterior, había acompañado la larga agonía de Madre Sacramento, salía a hora a darle su último adiós y penetraba con sus rayos en su celda inundando su lecho de una luz nueva y radiante, pero el dominico sólo veía de aquella escena las sombras más pronunciadas. Sintió, en algún momento, el doblar de las campanas que anunciaban la muerte y se acordó de Íñigo, que, despreocupado visitante de fincas y de molinos, ignoraba todavía la suerte corrida por quien siempre fuera su hermanita. Más tarde, cuando las monjas transportaban en andas el cuerpo de su prima al velatorio y entonaban el De profundis bajo la bóveda del mismo, fray Antonio imaginó que el muerto era él y que todo, finalmente, había terminado. Las frías losas del velatorio heríanle las rodillas,   —63→   mas el dominico de Azofra no las sintió, pues su corazón estaba más allá de este mundo. En él estaban -y lo sabía- fray Domingo de Silos, las hermanas Ubago y las monjas que cantaban el De profundis con la mirada en el suelo y las manos guardadas en los amplios pliegues de sus hábitos. También estaban los médicos, que habían vuelto a sus asuntos en la ciudad, y hasta el propio Íñigo, su querido primo, que era, por antonomasia, un hombre de mundo, un ser lleno de vida y de energía para quien la muerte sería siempre un obstáculo superable.

-La muerte -habíale dicho en cierta ocasión- no nos hace mejores ni peores. Nada remediamos pensando en ella.

-La muerte nos enfrenta al creador.

-A él siempre estamos enfrentados, querido primo.

-¿No temes su juicio?

-¿Acaso él es el único juez? ¿No podemos también los hombres juzgarlo?

-No blasfemes, Íñigo.

-No blasfemo, Antonio. ¿No es cierto, según las escrituras, que él nos ha hecho a su imagen y semejanza? ¿Y no es también cierta la doctrina del libre albedrío que con tanto ahínco defendéis los dominicos? Pues, si todas estas cosas son ciertas, es libre el hombre para juzgar a Dios y, aunque no han de alcanzarle las fuerzas para torcer su voluntad, ha de exigirle, cada vez más, que mire por las cosas de este mundo, que no está bien que, siendo todopoderoso y bondadoso en extremo, como aseguráis los teólogos, tenga en tan gran descuido a sus criaturas.

-¿A qué te refieres?

-¿Y a qué crees tú, querido primo, que he de referirme?

-Sospecho que ha de ser a los males de este mundo, que no son obra de Dios, sino de los hombres, que, teniendo la posibilidad de elegir el camino del bien, prefieren el mal y, así, dan en ser avaros, soberbios, violentos, mezquinos, rijosos, ladrones, envidiosos y querulosos y en engalanarse con cuantos vicios ha sabido inventar el enemigo para perdernos. Bien sabes tú, Íñigo, que el hombre traza su destino con sus obras y que lo hace con toda libertad, sin más auxilio que su conciencia y la asistencia, para nosotros los cristianos, de la doctrina de la Iglesia.

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-Pero somos precisamente los cristianos quienes con más frecuencia pecamos contra esas normas de conducta a las que llamamos mandamientos y que, bien mirados, nos son impuestos en ocasiones de una manera harto arbitraria. Pero no hablaba de ellos. Me refería a otros males padecidos por quienes aún no conocen el mensaje del evangelio y no sufren la imposición de mandamiento alguno.

-A ellos les asiste el conocimiento natural que todos los hombres tenemos de lo que es bueno o malo, saludable o dañino, para nosotros mismos, o para nuestros semejantes.

-Tienes respuestas para todo, pero tus respuestas no me satisfacen. Son demasiado sencillas. Volvamos a los no cristianos, a los paganos, o idólatras, si así prefieres llamarlos. ¿Cómo podemos hacer que amen a su prójimo por decreto, cuando ese mismo prójimo los esclaviza y somete, los maltrata, hiere y ofende, los insulta y golpea y, en fin, los reduce a la miseria en nombre de un Dios que les exige que, a cambio de todo ello, sean humildes y mansos y den gracias por las mercedes obtenidas de la nueva religión que les imponen? ¿Cómo no juzgar a ese Dios que hace posible que estos pobres hombres, indefensos, sean arrojados a las fieras en contra de su voluntad y sin que sepan a ciencia cierta el porqué de tantos males que, desde hace casi dos centurias, les han caído encima?

-Te refieres, claro está, a los indios del Madre de Dios, a los que se han rebelado recientemente contra hacendados y misioneros.

-¿Qué comes, que adivinas? Me refiero a ellos, por cierto; pero no solamente a ellos. Cuando yo llegué con mis hombres a aquellas selvas, hacendados y encomenderos habían decidido hacer lo que ellos llamaron la justicia por sus propias manos. Cortaron orejas y dedos, cercenaron brazos, violaron mujeres e hicieron ahorcar a cuantos ellos imaginaban partidarios de Francisco Chichima, quien, de haber sabido que los españoles habrían de tomar en su pueblo tan inhumana venganza, jamás se habría rebelado. Hube de hacer grandes esfuerzos para poner fin a tantas bellaquerías, mas temo que éstas han de repetirse una y otra vez sin que el buen Dios haga nada por remediarlo. ¿No es justo, acaso, que reclamemos justicia a ese Dios omnipotente que, no obstante el serlo, deja a sus hijos abandonados e indefensos frente a las más grandes desgracias que puedan sufrir? ¿No tiene el hombre derecho a pedir libremente cuentas a su creador por todas las cosas que ha hecho sin que en ellas mediara jamás la voluntad humana?

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-Te entiendo. Entiendo tu indignación, pero ¿por qué tomar cuentas a Dios por estos hechos, cuando es evidente que de ellos tan sólo el hombre es responsable?

-Resulta demasiado sencillo hablar de responsabilidad humana, pero no me refiero a la responsabilidad de los verdugos, querido primo. Esa responsabilidad no puedo ni quiero negarla. Yo te pregunto y quiero que me respondas con toda sinceridad: ¿de qué son responsables estos indios? ¿De no saber que Adán pecó en el paraíso y de ignorar qué es el paraíso, o que ellos están manchados por una culpa original de la que jamás han tenido noticia? No, no trato de cuestionar la validez de tu doctrina. No trato de negar tampoco que la doctrina de la Iglesia sea la única verdadera y que sólo en ella encontraremos la salvación eterna. Trato tan sólo, con toda humildad, de entender a Dios, porque, sin entenderlo, difícilmente podré amarlo y, sin amarlo, no tiene sentido que me esfuerce por entrar en su reino y gozar por toda la eternidad de su compañía. Yo no puedo amar a Dios porque él me lo ordene, ni obedecerle, si no estoy convencido de que sus mandamientos son justos. La religión, querido primo, necesita en estos tiempos de una mayor dosis de razón que de sentimiento, y me temo que los católicos hemos dado con más frecuencia en los deliquios místicos que en la búsqueda racional e igualmente apasionada de la verdad.

-No deja de tener sentido cuanto dices, querido Íñigo, mas yo te rogaría que no fueras pregonando tus ideas por tabernas y plazas, que no habría de bastarte el favor del que gozas en la corte, si éstas cayeran en los oídos de algún familiar del Santo Oficio.

¿Cómo recibiría Íñigo la noticia de la muerte de su hermana? ¿Cuándo regresaría a Arequipa? ¿Quién habría de comunicársela? ¿Él? ¿Quién otro podría hacerlo mejor? Temblaba de sólo pensar en el encuentro con su primo. Bajo la bóveda de cañón yacía el cuerpo de Violante con los ojos cerrados por la muerte. Habían cesado los cantos, y algunas monjas habíanse retirado a sus quehaceres. Imaginaba fray Antonio que en los corrillos del claustro, en el interior de las celdas, en las cocinas y en el lavadero, estarían ahora todas comentando el suceso, un hecho que, durante casi todo un día, había tratado de ocultarse.

Habíale dicho el propio de Madre Encarnación al ir a buscarlo que Madre Sacramento hallábase enferma desde el día anterior y que Escolástica, su fiel esclava inseparable, habíala encontrado fuera de su celda, agonizando. Todas estas cosas tendría que contarle a Íñigo y tratar de convencerlo de que,   —66→   en realidad, en las casas de monjas de clausura, aquí como en España, las reglas son muy estrictas y que, a veces, pueden llegar a afectar los sentimientos de los familiares más cercanos. ¿Aceptaría esto Íñigo fácilmente? El dominico lo dudaba. Había conocido a Íñigo desde siempre y, por una suma de raras circunstancias, jamás había llegado a separarse de él por demasiado tiempo. Cuando ingresó al estudio de teología de Logroño, Íñigo, que estudiaba leyes en Alcalá, venía a visitarlo con frecuencia y, cuando pasó a Salamanca, su primo ya se encontraba en aquella ciudad haciendo vida libre de estudiante. El de Cellorigo, más tarde, ingresó al ejército y se vino a Indias, trayéndose a Violante, de la que nadie en este mundo habría logrado separarlo. Él vínose después por disposición de sus superiores, mas siempre había sospechado fray Antonio que en esta disposición de sus mayores había mucho de un destino marcado desde la infancia. Sabía, desde muy niño, que su vida habría de estar ligada para siempre a la de sus primos, y ahora que Violante acababa de morir sentía que, de alguna manera, estaba también acompañándola al otro mundo.

Bajo la bóveda todo era silencio. Fray Domingo de Silos habíase ido sin que él se diera cuenta, y en algunos reclinatorios de tosca madera unas pocas monjas musitaban padrenuestros y responsos. Habíase quedado casi solo. ¿Cuántas horas llevaba allí? No lo sabía. Notó un vacío en la boca del estómago y una sensación dolorosa que, ascendiendo por el pecho, alcanzábale la garganta. Tenía algo en ella que le presionaba, y la sentía seca y dura como una piedra caliza bajo el sol. También la cabeza le dolía. Se levantó y, tambaleándose, se aproximó a las andas en las que, sobre un lecho mortuorio de negro terciopelo, yacía el cuerpo sin vida de Violante. Inclinose sobre su rostro para mirarlo bien y creyó percibir en éste, resplandeciente y fresco como cuando era niña, la misma sonrisa y la misma alegría que tanto le fascinaban cuando ambos, agazapados bajo las cepas, comían uvas de los majuelos de Azofra en los soleados y festivos días de las vendimias. Viéndola ahora tan viva como siempre, fray Antonio de Tejada se sonrió.

Doña Encarnación de Ubago tocole con sus suaves dedos en el hombro.

-¿No comería vuesa paternidad una ligera colación? -preguntó con gentileza-. Ha pasado largamente el mediodía.

La monja era alta y delgada y tenía una nariz recta que le descolgaba sobre una boca fría y dura, carente de labios y de humedades. Sus ojos, pequeños y oscuros, brillaban intensamente desde las profundas oquedades que los albergaban. La toca acentuaba los rasgos angulosos de su rostro, y sus cejas,   —67→   nigérrimas y pobladas, estaban dibujadas como rectas perfectas, dando a su imagen un aire de profundo ascetismo. El negro intenso de sus ojos y sus cejas contrastaba con una piel blanquísima y delicada, macerada por años de encierro conventual, de ayunos continuados y de mortificaciones de la carne. Fray Antonio creía ver bajo aquella piel marfileña y enfermiza un alma apasionada y un carácter forjado en la lucha interior y en el control disciplinado de sus debilidades. Los labios exiguos de Madre Encarnación trataron de dibujar una sonrisa.

-No, muchas gracias -se excusó el dominico-. Quisiera permanecer algún tiempo más en compañía de mi prima.

-Debería vuesa paternidad comer alguna cosa. He dispuesto que le preparen unos huevitos escalfados.

-Está bien. Los comeré.

Salieron ambos del velatorio. Bajo la bóveda de piedra blanca quedábanse ardiendo los enormes hacherones. En el cielo arequipeño el sol comenzaba a inclinarse hacia el poniente, y las piedras resplandecían bajo su luz. Fray Antonio notó que hacía calor y recordó entonces que en alguna parte había dejado abandonado su manteo. «No habré de necesitarlo hasta la noche», pensó. Doña Encarnación de Ubago dirigíalo por patios y largos y estrechos corredores que desembocaban en algunas calles más cortas, anchas y soleadas. El monasterio era una ciudad en miniatura, una villa española trasladada a las sierras del Perú con sus calles, sus plazas, sus fuentes y sus solanas. Faltábanle la amenidad de un río de aguas cantarinas y la frescura de una chopera, mas ambas carencias estaban ampliamente compensadas con las fuentes, las acequias que alimentaban los estanques de la lavandería y los árboles y las flores que las esclavas de las monjas en él encerradas cultivaban con esmero. Era, además, una villa limpia, bien empedrada, con casas de buena fábrica de sillería, faroles que iluminaban la noche, flores en sus puertas y ventanas y jardines y primorosos colores en las fachadas de sus edificios. Fray Antonio y Madre Encarnación de Ubago llegaron a la casa de la madre superiora. Escolástica Mi y otra esclava negra habían dispuesto en un pequeño comedor una mesilla y, sobre ella, un plato de cerámica de Talavera con huevos escalfados, otro con alcauciles en salsa vinagreta, abundante pan, una porción de queso seco y endurecido, un pomo de barro con aceitunas, un tenedor de plata, una alcuza con especias, una servilleta y una jarra de agua fresca. El fraile se limitó a llevarse a la boca unas pocas aceitunas y a tratar de pasar, sin conseguirlo, uno de los huevos escalfados. Se le hizo, de pronto, un nudo en la garganta, y a punto   —68→   estuvo de vomitar. Procuró tranquilizarse, respiró largamente, echó en la servilleta, con gesto de disimulo, los restos del huevo escalfado y bebió de la jarra de agua tratando de liberar su garganta de la sequedad y dureza que sentía.

-Excúsenme -dijo con timidez, dirigiéndose al mismo tiempo a la madre superiora y a las esclavas-, pero es inútil. Mi estómago no tolera hoy alimento alguno.

Desde niño había sido muy delicado para las comidas. Nunca pudo soportar las carnes conservadas a base de sal y de especias, los platos demasiado fuertes, las salsas hechas con abundancia de ajos o de pimienta, los huevos crudos o la leche con mucha nata flotando en la superficie. Al llegar a Indias, su estómago habíase debilitado todavía más, y fray Antonio mantenía su escasa humanidad a base de sopas, verduras cocidas y aderezadas con un poco de aceite y sal y, sobre todo, de frutas. Él había descubierto en estos reinos del Perú gran abundancia de estas últimas y gustaba de ir por la calle mondando una naranja con su pequeño cortaplumas, mordiendo un jugoso pepino o comiendo un plátano, pero las frutas que a él realmente le encantaban eran las chirimoyas. Jamás faltaba sobre su mesa de trabajo un plato hondo con chirimoyas, una toalla y un aguamanil que le permitían realizar las necesarias abluciones y recuperar la limpieza de sus manos sin necesidad de hacer abandono momentáneo de su trabajo. Junto a los libros, los folios, el tintero, el cortaplumas y las plumas de ganso que él mismo cortaba y preparaba con tanto esmero estaban siempre sus frutas preferidas, y el fraile de Azofra sentíase entonces como santo Tomás de Aquino, elevado a las más altas cumbres del pensamiento mientras su cuerpo, fatigado por el trabajo y las privaciones, obtenía por sí solo las satisfacciones necesarias para seguir cumpliendo el cometido al que en este mundo había sido destinado. Pensaba a veces que, si el aquinate alimentábase sin tener conciencia de lo que hacía, él solía detenerse en el deleite alcanzado e imaginaba que, si bien venial, habría de ser éste su pecado más conspicuo. «Es, en todo caso, un placer inocente», repetíase a sí mismo, «y en él no ha de ver Dios nuestro señor un gran inconveniente a la hora del juicio».

La madre superiora hizo que las esclavas retiraran los platos. Salieron éstas, y ambos quedaron solos. La monja estaba de pie frente al dominico.

-Si vuesa paternidad desea volver al velatorio...

-Lo haré al instante -dijo fray Antonio-. Nada deseo tanto ahora como permanecer junto a mi querida prima.

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Hicieron el recorrido de regreso. Ya en el velatorio, fray Antonio volvió a quedarse solo. Acordose de que no había rezado sus horas y sacó su breviario. Bajo la bóveda, la atmósfera había adquirido un tonalidad dorada. La luz de los cirios y el sol de la tarde, que penetraba por la puerta abierta al claustro, doraban la estancia. Bajo sus rayos, infinitas partículas de polvo flotaban en el aire. Fray Antonio trató de leer, pero no pudo. Algo le impedía fijar su mirada en las oraciones latinas de la tarde o repetirlas de memoria. Su imaginación volaba una y otra vez hasta las riberas del Oja, donde una niña de nueve años mojaba sus pies desnudos, mientras sus trenzas doradas brillaban bajo el fuerte sol del estío.

Embebido en sus recuerdos, permaneció mucho tiempo sin moverse. La noche estaba a punto de caer, cuando el donado que habíalo acompañado en la mañana penetró por la puerta del velatorio trayéndole el manteo. El fraile, arrodillado en uno de los toscos reclinatorios de madera, no se dio cuenta de su llegada hasta que sintió el peso del manteo sobre sus débiles hombros.

-Véngase conmigo su paternidad -dijo con ternura el donado indígena.

Fray Antonio obedeció mecánicamente, casi sin darse cuenta de lo que hacía. Volvieron a atravesar, como en la mañana, el claustro principal del monasterio, llegaron a la portería y salieron a la calle. Bullía ésta de actividad y de gente. Cruzáronse en su camino con caballeros conocidos y con damas de sociedad que se acercaban al superior de Santo Domingo para transmitirle sus condolencias por la muerte de su querida prima. El fraile trataba de escucharlos y, con gentileza, sin saber realmente lo que hacía, dibujaba en ocasiones una triste mueca que pretendía ser una sonrisa. Despedíanse de él damas y caballeros, besábanle el hábito o las manos que mecánicamente les extendía, y él permanecía quedo, ido de la realidad, hasta que el fiel donado empujábale con delicadeza, obligándole a seguir el camino en dirección a su convento. A veces, pasaban algunos jinetes que, sin desmontar, saludábanlo descubriéndose. Las gentes del pueblo veíanlo pasar y guardaban silencio reverente, se descubrían e inclinaban humildemente sus cabezas. Hasta los perros dejaban de ladrar a su paso. Durante todo el día, las campanas de las iglesias de la ciudad habían anunciado con su triste lamento la noticia.

-Hermano Juan -dijo fray Antonio, deteniéndose de repente-, debemos ir a casa de mi primo. Quiero estar con él cuando conozca la noticia. Desde su casa enviaremos un recado al convento para que no nos esperen esta noche.

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Torcieron de nuevo en dirección a la plaza Mayor. La noche caía sobre la ciudad, y en algunas casas las velas y los candiles habíanse ya encendido. Al cruzar una esquina, tropezaron con un mulato liberto al que la borrachera obligaba a tambalearse. Acababa de salir de una picantería y exhalaba un olor mezclado de vino, chicha, cebolla y grasa repugnante. El mulato, alto, fuerte y prematuramente envejecido, al ver al fraile, se descubrió entre reverente y temeroso y se arrinconó contra la pared.

-Su bendición, padrecito -dijo tratando de enderezarse.

-Dios te bendiga, hijo -respondió mecánicamente fray Antonio.

Al llegar a la casa de Íñigo, el amplísimo zaguán que unía el patio con la calle estaba iluminado. Por la rendija inferior del enorme portalón la luz del zaguán rielaba en el empedrado. Fray Antonio tuvo el presentimiento de que encontraría a Íñigo y apresuró el paso. Sus habitaciones estaban al otro lado del patio y daban sobre un corral en el que su primo mantenía las cuadras de sus caballos y su criado navarro cebaba capones y gallinas.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó fray Antonio, imaginando que Íñigo aún ignoraría las malas nuevas.

Habíase preparado todo el día para este momento. Mientras rezaba en el velatorio, imaginaba que habría de encontrar a Íñigo en el estrado de su casa, sentado en su sillón favorito de alto respaldo y cubierto con una piel de jaguar, leyendo alguna de las novelas de doña María de Zayas o los escritos de Gracián, a los que seguía aficionado. Veíalo inclinado sobre el volumen empastado en cuero, siguiendo la lectura a la luz de las velas colocadas sobre un enorme candelabro de plata de siete brazos. Imaginábalo con el semblante grave, el gesto altivo y distante, la mirada sobre el libro y las manos sosteniéndolo. Sobre su mesa de trabajo, junto al tintero, su infaltable jícara de chocolate y, cerca de ella, el vaso de aguardiente de uva al que tanto habíase aficionado su primo en los últimos tiempos. Tendría también sobre la mesa dos o tres cigarros hechos a mano y, como siempre, un par de pistolas cargadas que lo prevenían, según solía decir, de cualquier sorpresa.

-¡Toca! ¡Toca! -ordenó el dominico a su donado.

Tomó éste la aldaba de bronce y golpeó la puerta. De la casa salieron algunas voces, y, al poco tiempo, los hirsutos y descuidados pelos rojos de Fermín Gorricho se asomaron al exterior por una ventanilla de seguridad abierta en la puerta.

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-¡Abre, por Dios! -gritó fray Antonio.

Escucháronse el correr del enorme cerrojo y las vueltas de la llave en la cerradura, y, a los pocos segundos, un cuerpo magro y alargado se silueteó sobre el vano de la puerta. Fray Antonio de Tejada se lanzó hacia el zaguán, cruzó el patio sin ayuda de su donado y con toda la velocidad que podía dar a sus piernas subió apresurado las escaleras. La puerta de la sala en la que gustaba pasar el tiempo su primo, aneja a su despacho, estaba cerrada. También lo estaba la de esta habitación. El fraile quedó por algunos segundos desconcertado. «Si su fiel criado está en casa», pensó, «él está también en Arequipa».

-El señor capitán -dijo a sus espaldas Fermín Gorricho- está descansando. Han sido demasiadas las emociones del día.

Fray Antonio corrió por la galería hasta la habitación de su primo, se acercó a la puerta y la empujó. Por uno de los lunetos abiertos en la alta bóveda que techaba la pieza penetraban pálidos rayos de luna que caían sobre el lecho del capitán. Éste, todavía vestido, estaba arrojado sobre la cama con la cabeza hundida en los almohadones. Fray Antonio se precipitó hacia él. El capitán, al escuchar sus pasos, se volteó, se puso de pie y ambos primos se confundieron en un abrazo. Fermín Gorricho y el donado dominico cerraron por fuera la puerta sin hacer ruido. En el centro del patio, una fuente de piedra lloraba solitaria. De la galería superior que daba a las habitaciones bajaban, deslizándose silenciosos, los dos criados.



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ArribaAbajoCapítulo V

El entierro de Juan Lanas


Cantando bajaban las cuadrillas por la calle de Mercaderes y, al llegar a la plaza, desparramáronse bajo los portales. Pieles cetrinas y cabellos hirsutos. Hombres y mujeres tapaban sus harapos con cintas de colores, capas de raso y amplísimos mantones de los que descolgaban, a manera de flecos, madejillas de lana cosidas a la tela. Ocultábanse todos tras las máscaras de barro o de madera, y por los agujeros a los que se asomaban, sus ojos, enrojecidos por el abuso del vino y los excesos de la mala noche, despedían intermitentes chispas de furor y locura. Había algunas máscaras semejantes a hocicos de cerdos, de yeso y embijadas, que daban a sus portadores un aire fantástico de verracos en espera de la matanza. Veíanse también otras que imitaban formas de cabras y de terneros, sin que a las primeras les faltaran las barbas y, a todas ellas, los cuernos que las decoraban. Abundaban las máscaras sencillas de tela pintada, fabricadas con el único objeto de ocultar el rostro de quienes las portaban. Eran muchas las que imitaban, aunque torpemente, la jeta de un animal, mas no faltaban las máscaras de quienes, dejándose arrastrar por el frenesí carnavalesco, ocultábanse tras la apariencia pintada en tela de algún canónigo de la catedral, de un regidor del cabildo y, con más frecuencia, de un cobrador de alcabalas, o de un bulero. Corría uno de los espantajos furioso por los soportales, cargando en la mano izquierda una bolsa de dinero y, en la derecha, amenazante, un enorme garrote de oscura madera. Arrojábanle los chiquillos pellas de barro y halábanle de la capa, haciendo que tropezara de continuo y que, cada dos por tres, estuviera a punto de caer al suelo. Trataba de golpear con el garrote a sus enemigos, mas estos eran tantos y tan raudos y avisados en sus movimientos que la máscara tenía que resignarse a seguir sufriendo con paciencia los vejámenes de los que le hacía objeto la chiquillería. Representaba el tarascón a un personaje muy odiado en otros tiempos y que había dejado en la ciudad pésimos recuerdos de su avaricia. Era su nariz enorme y como hinchada en la punta, colorada y granulosa, y, debajo de ella, un fino bigote engominado enmarcaba una boca sin labios en la que un diente huérfano reclamaba a gritos compañía. Quien representaba al personaje, membrudo y alto, encorvándose cuanto podía, acentuaba algunos rasgos risibles de los que, tal vez, había carecido en vida el susodicho. Cojeaba poniendo tiesa la pierna derecha, echaba el hombro izquierdo hacia adelante y dejaba que el peso de su nariz acentuara una perversa joroba que cargaba a sus espaldas. De esta guisa, saltaba y daba cabriolas, corría, se agachaba, se detenía en seco,   —73→   amenazaba a los niños, soportaba sus puyas y tirones, maldecía, se reía a carcajadas, gritaba y cantaba, siguiendo las tonadas populares que, al salir al unísono de miles de bocas, llenaban la plaza.

-Santiago, Santiaguero, demonio con dinero -gritaban los parvulillos y salían a escape.

-Mocosos, mierdas secas -respondíales la máscara, sin dejar de lanzar garrotazos a diestra y siniestra.

Otra de las figuras vestía una enorme funda de paja y de hojarasca. Por máscara llevaba un pedazo de arpillera a la que, en la parte alta de la molondra, habíale añadido flores diversas y helechos de huerta. Corrían algunos chiquillos tras esta figura alrededor de la picota de la plaza, y en los balcones, sobre los portales, damas y caballeros engalanados y discretamente ocultos bajo sus antifaces contemplaban la escena.

La multitud enfilaba ya por la calle de la Merced, lamiendo los muros del convento. Otros, por San Agustín, bajaban hacia el Chili. Danzas y gritos, carreras precipitadas, caídas y empujones. Demonios enmascarados abrían aquel cortejo con rabos de toros cimarrones descolgándoles del trasero. Armados de látigos, los saqras, cornudos y negros, imponían el terror entre la chiquillería. Detrás de ellos bajaban los mozos portando estandartes y pendones y un grupo de músicos que, con flautas, tamboriles y chirimías, hacían tanto ruido y tan desafinado que sólo era soportable gracias a los calderos y sartenes que entrechocaban unas viejas que los seguían y al estruendo de los tambores que unos fornidos mancebos golpeaban sin pausa ni compasión para los tímpanos de la feligresía. Al ruido de los instrumentos añadíanse gritos y canciones, y todo junto semejaba una sinfonía en la que todas las notas se mezclaban en una suerte de rumor monocorde que, según explicaba don Alonso López de Verona a sus acompañantes mientras tomaban un sorbete asomados a uno de los hermosos balcones de fierro forjado de la casa que acababa de alquilar, parecíase mucho, si se tomaba la debida distancia para escucharlo, al agitarse de las olas del mar Cantábrico en las noches de plenilunio.

-Jamás me pierdo, si puedo, la oportunidad de escuchar este rumor, ni de admirar las comparsas -pontificaba don Alonso-. Siento no haber estado aquí en los últimos años. Hay algo de pagano en todo ello, pero, sin duda, Dios ha de perdonarnos el pecado venial de dejarnos arrastrar por sus encantos.

-Culo triste -alzose de repente sobre el rumor de fondo la voz estentórea de un recitador de letanías.

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-Ora pro nobis -respondían a coro las multitudes.

Las agitadas olas de las noches de plenilunio habíanse calmado. Calláronse tambores y chirimías y enmudecieron flautas, calderos y sartenes. Era la hora de las letanías.

-En ninguna otra ciudad de estos reinos dícense cosas tan osadas en letanías de carnaval -seguía explicando el señor de Verona-. Aquí está todo permitido.

-Bolsa prieta.

-Ora pro nobis.

-Chupasangres.

-Ora pro nobis

-Lambeculos.

-Ora pro nobis.

El recitador, acompañado de un grupo de máscaras, caminaba delante de la carreta tirada por bueyes en la que se sentaba Juan Lanas. Cada vez que el recitador levantaba su voz para comunicar a las multitudes un atributo más del personaje del carnaval, miles de ojos se dirigían implorantes hacia la gruesa figura majestuosamente sentada en la carreta procesional. Era Juan Lanas un hombre inmensamente gordo, bien vestido, de cara redonda, mejillas coloradas, piernas cortas y espejuelos oscuros sobre sus enormes narizotas. Un bonete encarnado en la cabeza ocultaba a medias su calvicie. Era su porte hierático, y permanecía inmóvil con las manos cruzadas sobre su prominente barriga. Junto a él, dos servidoras enmascaradas abanicábanlo, sonábanle sus narices con un enorme moquero, o, con un mohín entre gracioso y ridículo, quitábanle el bonete y besábanle la calva.

-Cabrón gordo -gritaba el recitador de letanías.

-Ora pro nobis -respondía la multitud.

Seguían a la carreta seis frailes encapuchados con hachas encendidas en sus manos. Iban en filas de a tres y, en medio de ellos, revestido con todos los ornamentos de un obispo, un anciano achacoso asperjaba a las multitudes con una berza que, de vez en cuando, metía en un caldero de fregona que un monago a su servicio llevaba a tal efecto. Otro acólito, a su derecha, sahumaba con un incensario la carreta de Juan Lanas.

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Las letanías, al fin, habían terminado. Ahora, reanudaban la danza siguiendo el ritmo de chirimías y de tambores. Los danzarines hacían saltos más o menos complicados, tomados del canario y de los bailes de los indios de los ayllus, que, con sus vistosos disfraces, participaban en las carnestolendas. Por unos pocos días, confundíanse en una las dos repúblicas. Detrás de las máscaras quedaban borradas las diferencias.

Bajando hacia el Chili, no faltaban quienes ejecutaran arriesgadas cabriolas, y no pocos, fallándoles la pericia por amor del vino, quedaban con los cuartos traseros al descubierto. Cuando esto ocurría, escuchábanse las risotadas de quienes observaban sus suertes. Muchos acababan magullados en estos trances, mas, si no era grave la herida, reponíanse al punto y continuaban danzando hasta caer casi sin fuerzas en la explanada que se abría en la ribera, donde otras cuadrillas, llegadas de Cayma y Yanahuara, estaban esperando a los que seguían bajando de Arequipa. Un bosquecillo de molles aligeraba con su sombra el ardor de la danza. Algunos descansaban con sus espaldas apoyadas contra los molles achaparrados. Había también quienes, llegándose al río, empapaban en sus aguas sus pañuelos para colocárselos más tarde sobre sus frentes y volver, refrescados, a buscar la sombra del arcabuco. Aparecieron entonces manteles en el suelo, rodillas y servilletas, tarteras con guisos de carne y papas, choclos sancochados, paltas y rocotos rellenos de carne y queso. Junto a los troncos de los molles colocábanse las botellas de vino y los porongos de chicha, y todos tomaban del gollete, sin guardar las formas. Desgarraban las carnes con los dientes y comían los rocotos con lágrimas de placer. En poco tiempo, entre el arcabuco y el río, en la explanada de la ribera, la multitud habíase calmado. Todos comían y se emborrachaban. Querían quedar ahítos.

Montados en briosos corceles, bien armados y vestidos de punta en blanco, con la visera echada sobre los ojos y la lanza en ristre como si estuvieran a punto de ajustar, algunos caballeros habíanse llegado a la explanada y hacían caracolear a sus alazanes entre las cuadrillas. Cuando, llegada la hora de la siesta, retirábase Juan Lanas a su casa para descansar de las fatigas de la jornada, estos caballeros componían la más lucida escolta de la ciudad.

Ese año habíale caído en suerte el papel de Juan Lanas a Hernán Vivanco, un boticario de la plaza Mayor que habíase enriquecido con la venta de emplastos y la fabricación de aguardientes medicinales. Solían repetir las malas lenguas que su fortuna habíala amasado curando la melancolía con un vieja receta por él solo conocida y que preparaba en su botica mezclando ajos con belladona y poniéndolo todo a macerar en vino tinto por espacio de tres   —76→   meses. Añadíale a este preparado, según decían, algunos pelos de una rata muerta de tristeza, unos granos de ajonjolí y cuatro gotas de sangre de un agarrotado. A éstas y a otras habladurías de los simples hacía oídos sordos el boticario, que tan sólo se preocupaba por seguir amasando su fortuna, gozar de no pocos placeres, vivir un digno pasar y no caer jamás de los jamases en las garras del Santo Oficio.

Obligábale el miedo a no pocos sacrificios. Estaba siempre dispuesto a hacer arco al santo de Nursia, como lo recordaba la copla de Gaspar Lucas Hidalgo, y uno de los sacrificios -y no menguado- al que habíanle llevado sus temores consistía en haber aceptado representar el papel de Juan Lanas en las fiestas de carnaval. Tal decisión habíale costado casi un cuarto de sus arcas y tan grandes sudores derramados bajo las lanas que engrosaban su barriga de Ño Carnavalón que, mientras permanecía quedo y sin chistar sentado en su carreta, creía encontrarse en manos de mil demonios que lo torturaban a la vista y paciencia de todos los presentes. Representaba su papel lo mejor que podía, pero ahora, mientras sus súbditos comían y se emborrachaban, él contaba con impaciencia las horas que faltaban para que el lunes lardero llegara a su fin, amaneciera el martes con su juicio, ejecución y enterramiento y terminara el antruejo, dando paso a la cuaresma. Los minutos pasaban lentamente, y las horas parecíanle días. Temía que jamás acabaran el ruido, las borracheras, las bascas, cuescos y sudores, los eructos y el tufo de los borrachos, los tacos y blasfemias, los gritos de la chiquillería y los manoseos de cuantos, rellenos de chicha y cebollas, sentíanse con arrestos para encaramarse a su carreta sorteando la vigilancia de los caballeros de su guardia, tocarle las ropas y meterle en sus faltriqueras un billete escrito con su nombre y el don que esperaban alcanzar aquel año de la inmensa generosidad del monarca bufo. Sentía las manos de todos buscando entre sus rellenos de lana y estopa, y constituía éste un cosquilleo horrible que, con el correr de las horas, habíase convertido en una tortura. Todo lo daba, no obstante, por bien empleado, si con ello compraba la paz de su vejez. Hernán Vivanco era un hombre tranquilo que aspiraba a la felicidad. El costo para alcanzarla consistía en representar una vez en su vida el triste papel de rey de burlas del carnaval arequipeño. Soñaba ahora con el miércoles de ceniza, cuando, olvidado el frenesí de las carnestolendas, el sacerdote le recordara en la ceremonia de la iglesia que era polvo, que de él venía y que a él, irremediablemente, habría de retornar. Acercábanse tiempos de ayuno y de abstinencia, y, como nunca antes, Hernán Vivanco, el boticario de la plaza Mayor, habíase preparado a recibirlos.

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La sobremesa se alargaba, y desde su carreta, abanicado por las doncellas enmascaradas que lo asistían, contemplaba la derrota del sol, que se inclinaba hacia el poniente. El sueño y la modorra habíanse apoderado de los participantes en la farsa. Muchas enmascaradas, echadas en el suelo, mostraban sin pudor sus entrepiernas abiertas, y no faltaban quienes, con el ardor de la canícula, el acicate de las especias, el vaho de la chicha y del vino y el deseo liberado por algunos días, arrimábanse arrechos a sus cuerpos con la clara intención de arremeter contra ellos. Juan Lanas veíalo todo desde su trono levantado sobre la carreta de bueyes, y a las molestias del sudor añadíanse ahora los deseos de la carne que, como rey de las carnestolendas, veíase obligado a reprimir. Miraba las escenas de hombres y de mujeres que, protegidos por sus máscaras y antifaces, rodaban abrazados entre ollas, tarteras vacías, huesos mondos, pedazos de ajo y de cebollas, cáscaras de papas y corontas de choclos, ensuciándose las ropas en la inmundicia. Anhelaba el boticario que los falsos frailes iniciaran, de un momento a otro, la procesión de regreso a su casa. Necesitaba descansar.

Don Alonso López de Verona, que, con sus acompañantes, había bajado a la ribera del Chili para unirse a la ruidosa celebración de las carnestolendas, observó al boticario con una mal disimulada sonrisa de complacencia. Habíalo conocido algunos años antes, cuando, con el cargo de oidor, llegara por vez primera hasta las faldas del Misti desde las remotas riberas del Guadalquivir. En aquel tiempo, Hernán Vivanco, recién llegado de la Ciudad de los Reyes, no tenía aún en propiedad la botica que ahora poseía. Desarrollaba su oficio en un local arrendado a tal propósito por un canónigo de la catedral, su lejano pariente, en Merdaderes. La renta era módica y de favor, y el local, amplio; y recordaba don Alonso que, por ese tiempo, llegó a serle de no poca utilidad al boticario, cuando hubo éste de contratar los servicios de Pedro Giménez, maestro carpintero que, por trescientos veinte pesos corrientes (lo que el caballero había considerado un precio razonable), hízole todo el armazón de la botica con estantes y seis torres, como se usaban en Lima, con corridos para cajas pequeñas y cajas emplasteras, andamios de varias clases para frascos grandes y pequeños, de a palmo cada uno, y todo guarnecido de tabla a la redonda, que, cuando el mueble estuvo acabado, parecioles a todos la obra muy de su gusto, y Hernán Vivanco quedó encantado. Fue la magnífica obra de un gran artesano, que Pedro Giménez, encerrado en Arequipa, valía para ebanista de sus majestades.

Bajo el caluroso disfraz de Juan Lanas Vivanco parecíale al caballero de Verona una persona completamente diferente a quien había tratado tanto   —78→   diez años antes, cuando, en apoyo de las observaciones del doctor Espinosa y haciendo gala de sus vastos conocimientos en las materias médica, matemática y farmacológica, demostró que Madre Sacramento había sido envenenada. En aquellos felices días del duque de la Palata, su amigo Hernán Vivanco era todavía un joven gallardo y enamorado que gustaba del buen vino, del juego, de las damas, de gastar terciopelos en sus jubones, laderar su chambergo con aires de desafío y de embozarse en las noches a la salida de las tabernas, por si algún valentón osaba atravesarse en su camino. Excelente en los cálculos, había sido también discípulo aventajado en la academia sanmarquina del famoso doctor Coninck, jesuita flamenco que escribiera un eruditísimo tratado sobre la decuplicación del cubo y confeccionara en Lima los planos de la muralla que ya rodeaba, en parte, el perímetro de la ciudad. Risueño y juguetón, había sido aficionado en su juventud al baile de la zarabanda más que a otro alguno, y, aunque a los ojos de la sociedad arequipeña pasaba por ser un hombre grave y sentencioso, el boticario seguía gustando más de las fiestas de las tabernas y de los lances de toros y de cañas que de las tertulias de las beatas y de los rosarios de la catedral a las horas de las vísperas. Con Íñigo Ortiz de Cellorigo y el doctor Espinosa habían pasado ambos muy grandes aventuras y terminado al fin por fundar en los altos de la casa del señor corregidor de Collaguas una academia secreta que, con el símbolo secreto de Nicéforos, imponía a sus miembros no pocas obligaciones. Reuníanse todos los martes y jueves a la misma hora, renovábase en cada sesión una especie de juramento, discutíanse ordenadamente las últimas noticias y lecturas, maldecíase a la clerigalla, cenábase en abundancia y, cuando la noche, cerrada sobre la ciudad, obligaba a sus habitantes a recogerse bajo las sábanas, retirábanse a sus casas, no sin antes renovar el juramento del inicio. Sólo en una ocasión un personaje ajeno al círculo académico de Nicéforos estuvo en una de sus sesiones. Don Alonso recordaba que éste había sido un tal Ferrán Carrasco, un andaluz que vivía enterrado en las selvas del Madre de Dios.

Desde la carreta en la que se sentaba, Hernán Vivanco observaba la multitud y seguía esperando que la procesión de la tarde se iniciara. Sudaba a chorros el boticario limeño y sentía el estómago flaco, la garganta atravesada por el fuego de la sed, el corazón palpitante, la espalda y los flancos con mil sudores y la cabeza dándole vueltas. Casi no podía ni pensar. En su torno, todo era alegría, juego, fuego, amor, fuerza, vida y entusiasmo. Él mismo, en años anteriores, habíase atrevido a galantear a las enmascaradas sin preguntarles sus nombres y, en no pocas ocasiones, había terminado, al anochecer, protegido por las sombras, en carnal ayuntamiento con alguna de ellas junto al camino   —79→   que, en la orilla opuesta del río Chili, lame los muros de la Recoleta Franciscana. Observaba el sol detenido en su derrota torrando chacras y sementeras, desnudando ante sus ojos la felicidad ajena, devolviéndole un impulso de vida que en él pugnaba por salir y que añadía tormento a su tormento. Imaginaba ahora que había perdido demasiadas horas encerrado en su rebotica, preparando emplastos y bebedizos, estudiando las propiedades de las plantas y las virtudes salutíferas de tierras, aguas, plantas y minerales, descifrando latines, anotando fórmulas y recetas y recordando a veces a los viejos amigos que se fueron de la ciudad y que, después de la muerte de Madre Sacramento, dejáronlo solo a merced de chismes, furias y habladurías de comadres y en peligro siempre de ser sospechoso a los ojos de los familiares de la inquisición. Jamás volvió a tener noticias de ellos. De Íñigo nada había vuelto a saber. Del doctor Espinosa habíanle dicho que se ocultaba en las misteriosas ruinas de una huaca en las estribaciones de la sierra cercana a Lima, aunque otra versión dábalo por náufrago en una trágica derrota a Filipinas. Del caballero de Verona sabía, en fin, que, habiendo cumplido con éxito sus funciones de oidor, había sido llamado a la corte, donde vivía y gozaba de gran predicamento. Ferrán Carrasco, el andaluz enterrado en las selvas del Madre de Dios, habíale asegurado que vivía en Madrid con mucho lucimiento, habiendo antes cumplido a satisfacción de todos algunas delicadas misiones en las cortes de Francia y Suecia.

Don Alonso López de Verona se aproximó a la carreta. Hacíase acompañar de tres hermosas damiselas enmascaradas y de dos caballeros con los rostros cubiertos por antifaces. Esperaba que, pese a la máscara y los años pasados, su amigo lo reconociera. Púsose ante sus ojos.

-¡Salve, majestad! -saludó al rey de burlas, haciendo una caravana exagerada y con muchas vueltas de chambergo y plumas-. La inteligencia se inclina ante su grandeza, oh divino patrón de los ingenios.

-¡Salve! -corearon, riendo, sus acompañantes.

Una de las enmascaradas acercose a don Alonso, enlazolo al bracete y quiso forzarlo, con un gesto, a seguir el paseo por la explanada. El caballero la contuvo.

-¡Salve! -repitió, retirando con suavidad a su indiscreta acompañante-. Desde los mares más profundos a las estrellas más lejanas hanse, señor nuestro, escuchado las voces de quienes de su divinidad se reconocen adoradores. Séanos propicia su divina majestad en estos tristes días en los que la inteligencia es olvidada y los ingenios se refugian en la oscuridad de sus humildes moradas, perseguidos por la soberbia de los ignorantes.

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-¡Salve! -volvieron a corear sus acompañantes.

-Su majestad es, señor, nuestro maestro. ¡Salve, luminoso caudillo!

-¡Salve! -uniéronse al coro nuevas voces.

Hernán Vivanco miraba de hito en hito. Eran numerosos los que ante su presencia se inclinaban y quienes, por rendirle pleitesía, junto a su carreta se arrodillaban. El caballero de Verona, dibujando bajo su bigote una sonrisa satisfecha, continuó su perorata.

-Tú, señor, que desprecias a quienes por ignorancia renuncian a los placeres de este mundo, haz que seamos dignos de los gozos que nos tienes prometidos.

-Amén -gritaban los entusiastas adoradores de Juan Lanas.

Los falsos frailes habíanse puesto delante de la carreta para iniciar la procesión, y los encargados de hacerlo aguijonearon a los bueyes. Hernán Vivanco dirigió una mirada de inteligencia al caballero de Verona. Cuando éste terminó finalmente su oración, repitiéronse las letanías de la mañana. La multitud subía hacia Arequipa por las calles que se empinaban hacia la plaza Mayor. Frente a la catedral, una comparsa de indios de los ayllus cercanos inició una danza frenética, acompañada de flautas, tamboriles y zampoñas. El sonido era impresionante. La procesión se había detenido, y el boticario disfrutaba de sus recuerdos. Don Alonso asomábase a sus ojos para confirmarle, enmascarado y sonriente, que el reencuentro no era un sueño. Más que nunca anhelaba el boticario que concluyera la fiesta, que llegara el martes, lo juzgaran y quemaran en efigie y que, por último, liberado de la farsa de la vida y enterrado con las solemnidades reservadas a su majestad, pudiera él, al amparo de su rebotica, entre tarros, alambiques y retortas, rememorar con su amigo aquellos días en los que aún esperaban que el futuro se presentara propicio para el cumplimiento de sus sueños.

Al anochecer, la multitud se dispersó entre pulperías y tabernas. La carreta tirada por bueyes guardose en un galpón que el cabildo reservaba al efecto frente al convento de San Francisco, y Hernán Vivanco, acompañado de sus bellas enmascaradas, fue recluido en su casa, guardado por las armas de los caballeros de su escolta. Al día siguiente, postrera jornada del antruejo, Juan Lanas tenía la sagrada obligación de encontrarse tan fresco como una lechuga. Nadie debía molestarlo, y estaba previsto que durmiera a pierna suelta y que comiera y bebiera hasta reponer las fuerzas perdidas en sudores, picazones y malestares. Durmió aquella noche Hernán Vivanco como un bendito y no sintió   —81→   el ruido infernal de las zampoñas, los acordes de las vihuelas, los melismas de los cantores, los gritos y blasfemias de los borrachos, los jadeos de los enamorados, el roce de rasos y de badanas sobre el empedrado de las calles o el embaldosado de las casas, el rechinar metálico de los catres, el relincho de los caballos, el rebuzno de los asnos, el canto de los gallos y ni aun su propia respiración. A la mañana siguiente, cuando uno de los caballeros a su servicio se asomó a su pieza por ver si había despertado, el boticario dormía como un santo. Tímidos rayos de sol, penetrando por uno de los lunetos de la estancia abovedada, entibiaban el ambiente. El caballero arrimose a la cabecera, inclinose sobre la almohada y zarandeó al dormido tomándolo por los hombros. Al verlo Hernán Vivanco armado hasta los dientes y con la visera echada sobre los ojos, hubo de hacer un gran esfuerzo para no gritar. La librea del lacayo había sido sustituida por la armadura del guerrero, y el boticario imaginó, por unos segundos, que había caído, por fin, en manos de sus enemigos.

Pasado el susto, se levantó con el gesto del gato que prolonga, perezoso, su ronroneo junto a la estufa. Se acercó lentamente a la jofaina, hundió sus manos en ella después de remangarse, se echó un poco de agua sobre los ojos, lavó sus manos restregándolas con una esponja y, ayudado en este menester por las doncellas enmascaradas a su servicio, fue envolviéndose en tiras de lana, algodones y estopa hasta formar la voluminosa figura de Juan Lanas. Luego, las mismas doncellas pintáronle el rostro con albayalde y añadiéronle colorete a las mejillas y labios, sombras de cisco a los párpados y pestañas, a su cabeza una corona tejida con yuyos y flores de estación y a sus dedos anillos de lata, añadidos todos con los que el boticario quedó transfigurado en el rey de burlas que ese mismo día habría de ser vejado por sus súbditos y sometido a la justicia de su pueblo. Así vestido, fue puesto sobre la carreta, junto a la que ya se hallaban los carreteros, los frailes, los caballeros de su escolta y varias de las comparsas, cuadrillas y cofradías.

Al llegar a la plaza Mayor, vio Hernán Vivanco, adosada a una de las paredes de la catedral, la tarima en la que habría de llevarse a cabo su juicio. Correspondíale ese año al gremio de verduleros cumplir con los oficios de jueces, abogados, testigos y acusadores, y temía el boticario que, llevados por esa innata tendencia de los simples a tomar por verdadero cuanto imaginan, se propasaran sus acusadores y lo golpearan con algo más que una hoja de berza, una panca de choclo o un trozo de camote, como ocurrió en la época del virrey conde de Castellar, cuando Juan Lanas, usado de pandorga por jueces, testigos y acusadores, terminó con los huesos fuera de lugar y con el ojo derecho completamente vaciado. Era éste el trance más difícil por el que habría de pasar.

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En el tabladillo encontrábanse los sillones de los magistrados esperando, generosos, sus posaderas. Hernán Vivanco descubrió entre el público a quienes, armados de berzas, expondrían sus quejas ante los jueces. Muchos de ellos eran indios de la puna que se quejaban de haber sufrido aquel año una terrible sequía, pues hasta el nivel de las aguas del Titicaca había descendido en siete palmos. Venían a pie desde Chucuito y, colgadas de sus hombros, traían coloridas bolsas de lana de las que, de vez en cuando, sacaban un pedacito de charqui y lo masticaban. Otros eran chacareros de la zona, mestizos y blancos pobres protegidos del sol con amplísimos sombreros, que se quejaban de lo mismo. Y no faltaban los negros bozales que, con su berza en la mano, esperaban llenar de acusaciones y de improperios al monarca de las carnestolendas.

Jueces, escribanos y abogados ocuparon sus puestos. Con sus enormes plumas, los escribanos levantarían un acta de cuanto en tan solemne sesión se dijera. Cargaba cada uno su recado de escribir, y todos llevaban sus cuellos de lechuguilla a la manera antigua, con jubones y calzas de paño del color de sus conciencias. Por burla, cargaban bajo el sobaco algunos libros y, sentados en sus cátedras, abríanlos, hojeábanlos, hacían muecas y visajes, se rascaban el colodrillo para indicar las dificultades del texto latino, ponían sus ojos en blanco y hacían otras mil morisquetas por burlarse de los letrados. El público reía a caquinos, y algunos repetían los gestos más graciosos, multiplicando los efectos risibles de la pantomima. Entre gritos y carcajadas, Juan Lanas fue bajado de su carreta por dos arcabuceros y acompañado por ellos hasta el escaño en el que se sentó como acusado.

El primer acusador, un negro bozal de las haciendas de la costa, diole con tal fuerza al acusado por cegar sus acequias y provocar la muerte de sus diez olivos que las hojas de la berza saltaron en mil pedazos como luminarias de fuegos de artificio y la corona de Juan Lanas se perdió a la vista de los espectadores sin que nadie diera en saber en qué rincón habíase escondido. El segundo, huertano de Majes y antiguo cliente de su botica, midió sus fuerzas y suavizó su gesto, ganándose por ello una prolongada rechifla de la plebe. El tercero fue otro chacarero blanco; el cuarto, un indio de Chucuito; el quinto, un cuarterón de Yanahuara... Así fueron sucediéndose, una tras otra, hasta treinta y dos acusaciones: diez por sequía, cuatro por mal de ojo, siete por inundaciones, dos por susto, seis por malas cosechas, una por atoro de acequia y dos por temblores con caída de paredes y descalabro de vecinos. En cada acusación recibió el boticario un golpe de berza e, impedido de responder según las reglas del juicio, su abogado defensor recibía una jícara de la misma medicina al intentar rebatir los cargos.

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Duró la farsa hasta el toque de ñublo. Condenaron los jueces a muerte al mascarón, y éste pudo, por fin, abandonar el infamante estrado y llegarse a la picota levantada a un costado de la plaza, donde un muñeco de trapo de su estatura y dimensiones esperaba sus ropajes de monarca destronado. Desprendiose de ellos mientras escuchaba la rechifla del populacho y en poco tiempo quedó libre Vivanco de las lanas, algodones y estopas que lo torturaban. Pusiéronle sus ropas al muñeco, y el boticario, libre ya de compromisos, se dirigió contento hacia su casa. La muchedumbre marchaba hacia la ermita de San Antonio por el camino de las monjas de Santa Teresa, donde una pira ya preparada acabaría ese año con el rey de burlas del carnaval. Más tarde, ya entrada la noche, sus cenizas serían recogidas y enterradas entre llantos de plañideras y canciones tristes de los indios de los ayllus.

En su casa le esperaba don Alonso. Con un sorbete en la mano, echado en una hamaca bajo los arcos del patio, el caballero de Verona meditaba. Al ver a su amigo, se puso de pie, y los dos se abrazaron.

-¿Cuándo llegaste? -preguntó, tras una larga pausa, el boticario.

-Hace pocos días. Quería darte una sorpresa.

-¿Dónde te alojas?

-Arrendé desde Lima una casa en la plaza. Al llegar, tenía todo el servicio que precisaba.

Al fondo, escuchábanse los gritos del populacho.

-¿Te hicieron daño? -preguntó el caballero de Verona.

-Menos de lo que temía.

-Siempre son más generosos que los frailes de Santo Oficio.

-Eso creo. Pero, cuéntame. ¿A qué viniste?

-A quedarme.

-¿A quedarte?

-Sí. Me cansé de la corte, de las academias de Madrid, que languidecen, y de los caballeritos afeminados, que abundan. He venido en busca de la juventud que perdimos juntos en estas tierras.

-Pues aquí difícilmente podrás encontrarla. Todo parece morir en una calma chicha que es aún peor que la ira sagrada de la clerigalla. Aquí no pasa nada. Eso es lo malo.

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-En Madrid pasa todo. Eso es peor. La corte está llena de truhanes y de estrelleros. El fin de tiempos se acerca, amigo mío.

-Antes nos hemos de morir en Arequipa de aburrimiento. Esta ciudad se ha convertido en un convento. Sólo los carnavales la sacan de la modorra tres días al año.

-No hiciste mal tu papel.

-Cumplí como pude.

Sentáronse a la mesa que un criado había ya dispuesto. Sopa, manjar blanco y ensalada de berros. En los postres, uvas de Vítor y letuario con su aguardiente.

-¿Supiste algo de Íñigo?

-Nada.

-¿Y de Espinosa?

-No sé dónde está, si en Lima, o perdido en alguna de las islas del Pacífico hecho un Bartolomé Lorenzo.

-Viniendo hacia Arequipa, un amigo me aseguraba que vive en Lima. Está de hermano lego en el convento de Santo Domingo.

Hernán Vivanco dejó la cuchara sobre el plato y se quedó mirando a su amigo, a la espera de que éste continuara con su relato.

-Tú sabías, como él, que Madre Sacramento había sido envenenada.

-Sí, lo acompañé para observar el cadáver. Aún se apreciaban las manchas en las uñas. Lo recuerdo bien. Esas señales fueron las que llevaron a Espinosa...

-Al parecer, Espinosa sabía -le interrumpió el caballero de Verona- que Madre Sacramento había sido envenenada. Era muy perspicaz nuestro amigo. Violante había despertado demasiados odios en el convento.

-No sé. Todo fue muy misterioso. La desaparición de Íñigo...

-Íñigo se fue al descubrir que su hermana había sido víctima de una conspiración.

-¿Y por qué no tomó la justicia en sus manos?

-¿Cómo podría hacerlo en un convento de monjas?

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-No sé... Yo creo que había algo más que rivalidades entre las monjas.

-Pues, si lo hubo, amigo Hernán, jamás podremos descubrirlo.

El día languideció, y la conversación se prolongó hasta que, a la caída de la noche, escucháronse los cantos tristes de los indios en el entierro de Juan Lanas. El boticario propuso entonces a su amigo asistir a la ceremonia. Al atravesar la plaza de San Francisco, una de las ventanas del convento todavía estaba iluminada.

-Es la celda de fray Domingo de Silos. Sigue en Arequipa.

-Creo -dijo en tono sentencioso don Alonso- que ése es el único que conoce toda la verdad sobre la muerte de Madre Sacramento.

-Probablemente -concedió su amigo-, pero, si la sabe, jamás nos la dirá. Vamos a asistir a mi propio entierro.

Los dos amigos enfilaron, presurosos, por las callejuelas que, saliendo de la ciudad, conducían a la ermita. En la noche brillaban los luceros, y, a no ser por los gritos de la plebe, los tristes cantos de los indios y el incendio de antorchas que se veía a lo lejos, ésta podría haber sido la noche más tranquila y luminosa que hombre alguno pudiera conocer y disfrutar. Era la noche del entierro de Juan Lanas y señalaba el fin del tiempo de la alegría. A don Alonso López de Verona le pareció, mientras seguía caminando a buen paso, que esa noche flotaba en el aire un aroma de bondad y de pureza que sólo podía ser fruto de su imaginación. Ésta teníala puesta en el rostro inocente y apasionado de una niña que él conoció como Violante y que, más tarde, muriera como Madre Sacramento.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Nicéforos


Putaparió no había terminado de poner su pie derecho sobre la línea divisoria que, al traspasarla, aseguraría en la noche su descanso cuando, como recordaba don Alonso, una ráfaga de viento congelado le arrebató el embozo, le perforó el jubón, le abrió un ojal de casi una cuarta entre los costillares y, dejándolo sin aire, dio con su cuerpo en el frío suelo de tierra del portal y con su alma en los infiernos. El cuerpo magro y contrahecho de Putaparió, modesto gañán camerano en sus años mozos y sufrido en la corte como padre de mancebía, habíase quedado tendido y tieso cuan largo era, que no ocupaba demasiado, pese a lo estrecho de la habitación. Cuando don Alonso lo vio aquella noche poco después de que el acero lo ensartara con entrada y salida de un solo orificio, tenía en su boca dibujada una sonrisa de inocencia, y pensó el diplomático que los rufianes de la plaza de la Cebada bien podían tener asegurada la gloria, pues éste, al volar su alma hacia lo desconocido para enfrentar el juicio riguroso de la divinidad, al susto en la cara había preferido oponer una sonrisa de satisfacción. A la mortecina luz del candil, apreciábase un pequeño charco de sangre en el que se empapaba la segoviana de paño con la que Putaparió había logrado defenderse de los fríos de los últimos diez inviernos y en la que solía embozarse a la salida de la mancebía para no dar ocasión de pecar contra el quinto mandamiento a cuantos, en su opinión, lo hubiesen preferido de lacayo de Satanás. Por la estrecha escalera descendían apresuradas las voces de las vecinas llamando a la justicia, que, aunque Putaparió murió en silencio y sin tiempo para quejarse, flotaba en el aire húmedo de aquella noche un olor a moho, a herrumbre, a caca de gato y a sangraza espesa que no dejaba ocasión para las dudas. Una pituitaria acostumbrada a la sangre de cristiano viejo (y don Alonso tenía la seguridad de que las largas narices de las tarascas lo estarían) podía distinguir entre tantos olores desagradables los más acentuados aromas de la cebolla frita, los secos efluvios de los ajos colgando de los techos grasientos de las cocinas y los espesos vapores de la carne sin vida, en fin, que se pegan a las paredes como los manchones del aceite con el que cocinan los marranos de Sevilla las noches fatídicas de todos los viernes. El caballero midió la distancia de las voces y, de un soplo, apagó el candilejo que colgaba de un clavo del portal, se embozó y salió a la calle.

Llovía aquella noche de invierno, y una carreta batía los barros de la calle en dirección al Prado. El carretero llevaba echada sobre los hombros una capa de paja de las que los aldeanos del norte usan para protegerse de la lluvia.   —87→   Las mulas tiraban con lentitud de la carreta, y a don Alonso le brindaron la ocasión de cruzar delante de ellas, pasar al otro lado de la calle, emparejarse con el vehículo y burlar de este modo la persecución de las viejas, que habían acabado de bajar las escaleras y estaban ahora a la puerta de la casa diciéndole vela verde al desconocido matador. El carretero, tan adormilado que no había visto al caballero cruzar por delante de sus ojos, se despabiló, entendió por el tono el mensaje de las tarascas, frenó las mulas, detuvo el carro y, ya completamente avispado, echó pie a tierra y corrió hacia el portal por enterarse de las noticias. Don Alonso aprovechó la ocasión para escurrir el bulto por una calleja que llevaba hacia la carrera de San Jerónimo. Caminó despacio y pensó que, en ese trance, lo mejor sería volverse a Indias en espera de que todos se olvidaran de que alguna vez tuvo que ver con una jovencita asturiana, rubia, ardiente y modosita, que Putaparió metió a la mancebía por satisfacer los apetitos carnales de un teólogo de Salamanca. La justicia no creería una historia semejante.

«Dichoso rufián», pensó, sin saber por qué, recordando a Cervantes. En el último momento Putaparió habíale parecido un hombre digno, casi un caballero, una persona con el suficiente buen gusto para morir en silencio y sin quejarse. «Un muerto que dibuja una sonrisa», escribió mentalmente en el cielo preñado de oscuridades que cerraba la noche madrileña, «un valiente». «Merecería un epitafio», siguió escribiendo con un dedo grande imaginario, un dedo como el de Dios infundiéndole vida a Adán en el sexto día de la creación. Recordó una frase de León Hebreo: «Lo deleitable no es amado después que se alcanza, porque todas las cosas que deleitan nuestros sentidos materiales, de su naturaleza, cuando son poseídas, son más aína aborrecidas que amadas» ¡Y qué bien que se aplicaría esta cita a su situación, si pudiera volverla por pasiva! La sonrisa del rufián tirado sobre un charco de sangre cubría ahora la superficie del cielo oscurecido por las nubes cargadas de aguanieve. Habíalo odiado con todas sus fuerzas por lo que imaginara el peor delito cometido contra la belleza, mas aquella belleza rubia de la asturiana, espiritual e ingrávida en un tiempo, cuando la veía caminar hacia la fuente desde su balcón, con un cántaro equilibrado en su cabeza, esfumábase ahora para dejar paso a ese otro rostro barbado y vulgar que, no obstante, había osado dibujar una sonrisa al momento mismo en el que le alcanzaba la muerte. Al odio material e impuro que había hundido la daga en el costado de Putaparió habíalo sustituido una ráfaga de admiración, tan imprevista y rápida como el ventarrón helado que penetrara por los costillares del padre de la mancebía en la que ahora acabaría de pupila la belleza asturiana. Y a esta admiración habíale sucedido, como en un sueño, un cierto amor que calentaba su pecho y entibiaba su conciencia, por lo que   —88→   don Alonso pensó que, así como el filósofo enseña que, una vez alcanzado el placer material que el objeto deleitable nos brinda, pasamos a aborrecer a quien fuera causa de nuestro desvelo, así, una vez satisfecho el apetito de nuestro odio, damos en imaginar que aquel sobre el que descargáramos nuestra venganza era digno de ser tenido en cuenta, pues en su pecho podía guardar algún secreto que desconocemos y que sólo nos entrega cuando, dibujando una sonrisa, muere en silencio y sin sorpresa.

«¡Qué extraños somos!», pensó el caballero al llegar a su casa. Golpeó la aldaba, y un criado de librea apresuró sus pasos hacia la puerta.

-Buenas noches, señor.

-Buenas noches, Pedro -saludó, sin mirarlo, el caballero de Verona.

Subió lentamente las escaleras de piedra, espaciosas y desgastadas por el uso. Cada tres pasos, como si meditara, detenía su marcha y se apoyaba en la baranda. En el rellano, una alcarraza grande se interpuso entre su pie derecho y el siguiente escalón. Casi vacía, bailó durante algunos segundos, pero volvió a fijar su fondo en el suelo de la escalera, y el caballero, que sentía que el pecho le quemaba y que la cabeza le daba vueltas, tuvo un gran alivio al ver que la sombra que la vasija dibujaba sobre la pared a la luz de las velas detenía su danza.

-Señor... -se atrevió a decir Pedro, temiendo algún percance.

-Anda, vete a dormir -respondió don Alonso con desgano.

Llegó a la planta alta y, por el corredor que conducía a su pieza, el caballero siguió pensando en Putaparió, en lo confiado que se le veía caminando por el Prado sin recelar de las sombras de la noche, embozado en la pañosa para protegerse de la lluvia. Saltaba los charcos como si los conociera de memoria. No necesitaba mirar el suelo, y ahora pensaba don Alonso que el rufián camerano tal vez había hecho de su profesión un arte y que, si bien podía temer la venganza de sus enemigos, no por ello, ciertamente, dejaría de ejercitar su oficio con una cierta virtud. Tal vez la naturaleza sea inmutable, ese oikonómos agathós del que nos habla Aristóteles, y su ingenuidad de gañán camerano acostumbrado a las hambres y al frío de las sierras permaneciera intacta en medio de ese lodo que crece en las cortes con la perversión de las costumbres y que se extiende por las calles, inunda los portales de las casas humildes de vecindad, se adhiere al cáñamo de las alpargatas de aguadores y de pícaros, penetra en salones y sacristías y mancha e impregna de miasmas los jubones de terciopelo, los vestidos de raso y de damasco, las ropillas de las damas, las   —89→   bragas de las monjas y los zapatos y chapines de todos, como cuando en el campo, en medio de un paisaje incomparable, pisamos sin darnos cuenta una bosta de vaca camuflada entre la hierba. Su error había consistido en no considerar la posibilidad de esta naturaleza inmutable y en no haber sabido distinguir a tiempo entre accidente y sustancia, en no haber recordado, en fin, aquella hermosa frase de Erasmo que él había citado tantas veces en la academia de Arequipa ante sus amigos y que, si no recordaba mal, rezaba así: «Quemadmodum canis nascitur ad venatum, avis ad volatum, ita homo nascitur ad philosophiam et honestas acciones». La vida de Putaparió desmentía esta verdad tan sólo en apariencia. Cierto es que él jamás había practicado el honesto ejercicio del pensamiento y que sus acciones deshonestas habíanlo conducido hasta la muerte esa misma noche en el portal escondido de una oscura casa de vecindad llena de viejas tarascas, fregonas, putas de mancebía, ladrones, caperos y rufianes, pero éste era su accidente, su circunstancia, y en nada cambiaba aquella sustancia de hombre de bien que había quedado claramente dibujada en la sonrisa del moribundo. Cierto es también que sus acciones eran deshonestas, que en la mancebía en la que había logrado colocarse para administrarla, tras pasar varios años de aguador y pícaro de matadero, explotaba sin escrúpulos de conciencia a unos y a otras y que, de este modo, había logrado amasar una fortuna de regular tamaño que (lo había escuchado de sus vecinas las tardes en las que, disfrazado, pasó pelando la pava en el portal por mejor conocer los hábitos del camerano) tenía guardada en algún rincón secreto del cuarto miserable que ocupaba en la casa. Pero ¿acaso no era todo esto desmentido por su sonrisa? ¿No se ocultaba bajo la apariencia del rufián avaro el hombre que había nacido inclinado a la filosofía y las honestas acciones y que, en otras circunstancias, mudando cuna, posición y fortuna, pudo haber, como cualquier otro, cumplido con un sino mucho más alto? ¿No fuimos creados todos a imagen y semejanza de ese Dios bondadoso que, no embargante, nos pone en el mundo con diferentes talentos y, también a veces, con muros insalvables que nos separan del paraíso? En cierta ocasión había discutido este asunto con el doctor Espinosa en una de las sesiones de Nicéforos, mientras Íñigo, socarrón y algo somarda, se reía por los bajines. El tema propuesto había sido el de un vecino de Arequipa, Melanio, dado a la murmuración y a la maledicencia, y el doctor Espinosa, que, como buen médico, ateníase más al accidente que a la substancia y se interesaba de manera especial por cada caso que se presentaba bajo sus antiparras de buen observador, había terminado por corregir a Erasmo diciendo que «quemadmodum canis nascitur ad venatum, avis ad volatum, ita Melanius nascitur ad maledictum de proximiis suis, quia Adam et Eva in paradiso pecavere». Y, entonces, don Alonso, vencido por el   —90→   aparente buen sentido del miembro de número del protomedicato de Arequipa, del físico que se atiene a los hechos y que sobre ellos construye sus teorías, elabora sus fórmulas y prepara el remedio que deberá aplicarse en cada caso particular, se había callado, enmudecido delante de sus amigos y, como ahora, se había quedado solo con sus pensamientos, con la mirada puesta en la puerta de ancha hoja que, una vez abierta, le dejaría el paso libre hacia la pieza en la que dormiría aquella noche.

En ese momento, cuando todavía la imagen del doctor Espinosa seguía bailando delante de sus ojos con una sonrisa maliciosa completamente diferente de la que Putaparió dibujara en la hora de su muerte, se dio cuenta de que su criado Pedro aún seguía a sus espaldas, que lo había seguido a lo largo de toda la escalera, de la penosa ascensión que hiciera al cielo privado de su cuarto tras el acto purificador del asesinato del rufián y que, acaso, el lacayo estuviese esperando pedirle alguna cosa, o atender cuidados nocturnos que él solía frecuentemente rechazar en las noches de invierno en las que llegaba tarde y en las que los pasillos helados y oscuros de la casa invitaban a ocultarse, arropado bajo las sábanas, hasta alcanzar la tibieza necesaria y lograr que el cuerpo, relajado, quedara inmóvil, presto a perderse en los misteriosos campos en los que el sueño y la muerte se enseñorean.

-Anda, Pedro, vete a dormir -volvió a ordenarle el caballero, mirando a su criado de reojo.

-El brasero está encendido -dijo éste a modo de disculpa-, y no hace diez minutos que puse el calentador en la cama. Voy a sacar el brasero.

El criado se adelantó para entrar en la pieza. Pedro había nacido en Argamasilla de Alba, y don Alonso recordaba que lo había elegido para su servicio por ser su pueblo el lugar en el que Cervantes, prisionero en su celda, imaginó, según se dice, la ejemplar historia del caballero más puro que jamás existiera. Habíalo acompañado en todos sus viajes, desde Arequipa hasta Estocolmo, de Upsala a Veracruz y de México a París, y esperaba, pues ésta era la ilusión del manchego, que su señor fuese nombrado para algún cargo en las islas Filipinas, que él soñaba con las noches tropicales en Manila, los ojos rasgados de las tagalas, las sedas chinas y los perfumes orientales hechos de almizcle y de jengibre. «Sólo me falta conocer los Japones», solía repetir ufano a sus parientes, amigos y conocidos de Argamasilla, si venían a Madrid a visitarlo. «En París, en la corte del rey Luis, oh là là, me enamoraba de todas, mas como mon amo, si galante, es discreto y piensa con los italianos que la opinione es regina de mondo, me veía yo forzado al disimulo y a subir las escaleras del   —91→   cielo con hartos apuros, pues la francesa tiene un coeur de citrouille fricassé dans la neige y son feu sólo se enciende con la candela del oro y los fríos reflejos lunares de l'argent. Así es, amigos míos», terminaba diciendo el buen Pedro, filósofo del amor mundano, doctorado en Versalles sous le dais, sur le trône, au sein des grandeurs, señor de lacayos en una corte de señores. «No creáis», añadía, «que no es poco lo que en esta corte tenemos que envidiar a la francesa, que en París hanse reunido todos los ingenios y bellezas y la nuestra rebosa hoy de parvenues y de patanes gallegos y vizcaínos». Al decir esto, solía el manchego añadir un gesto de asco, como si algo en el ambiente oliera mal, y sus amigos, parientes, camaradas y conocidos de Argamasilla buscaban entonces por todos los rincones de la cocina el foco de miasmas que tan profundamente alteraba las delicadísimas pituitarias de su antiguo vecino. «En Madrid hiede a mula. Toda la grandeza de España ha quedado reducida a este olor a estercolero», terminaba pontificando el criado malgré lui.

-Buenas noches, señor. Que descanse.

El criado había finalmente salido de la pieza. Don Alonso cerró tras él la puerta, se quitó la capa y la colgó de una percha. Se desabotonó con parsimonia la casaca, se la quitó, la abandonó sobre una silla, se desprendió de la camisa, de las medias calzas de lana y de los calzones ajustados y, ya desnudo, se embutió en un camisón largo de grueso género con el que terminó en la cama reconfortado por el calor que entre las sábanas había dejado el calentador que Pedro, prudente, habíale puesto unos minutos antes de que llegara. El manchego habíase llevado también fuera de la habitación el brasero encendido, y don Alonso, arrebujado entre sábanas y edredones, estiró la mano, tomó la palmatoria que sobre su mesilla de noche descansaba, apagola de un soplo como había hecho con el candil del portal donde había matado a Putaparió, volvió a dejarla sobre la mesilla, cerró los ojos y pretendió, enmedio de un huracán de sensaciones y pensamientos contradictorios, ganar la paz que el sueño podía proporcionarle. Pero ni una ni otro llegaron puntuales aquella noche. Cerca de la silla en la que había colgado su casaca brillaban los arriaces de su espada, colgada (él lo sabía) de un tahalí de seda bordada en oro que madame Michel habíale regalado por su santo hacía ya tres años, cuando estaba desta cado en la embajada de España ante la corte de Versalles. Trató de recordar a madame Michel, pero el rostro de la francesa se evaporaba ante sus ojos, huía a la misma velocidad a la que, en París, corría hacia él y tanto que, en cierta ocasión, un amigo mutuo había dicho que la «pauvre femme voulait courir avec vous, mais elle est si abattue qu'a peine peut-elle parler». Así era, en efecto, madame Michel, enfermiza y débil, rubia y sin fuerzas, con una pasión   —92→   malsana que la agotaba y la arrojaba al lecho durante meses, un producto cortesano hecho de sedas y de brocados, de polvos de arroz, de perfumes de Oriente y de muebles taraceados de marfil, distinta por completo a Greta, la inmensa valquiria que conociera en Upsala, rolliza y caliente como un brasero, semejante a los chorizos de Cantimpalo cuando chorrean su grasa desde los palos en los que los cuelgan las campesinas al suelo brillante y limpio de las cocinas. Los gavilanes de su espada seguían brillando en la noche, y pensó que, tal vez, más justo y honrado hubiese sido acabar con el rufián de una estocada y no con una daga cuyo corte podría ser lamentablemente confundido con el que produce un cuchillo de carnicero, o uno de esos fierros aguzados a fuerza de paciencia que suelen esconder entre sus ropas los malandrines. Si así lo hubiese hecho, la justicia sabría ya que al rufián camerano habíalo matado un caballero, y las investigaciones de la causa orientaríanse en un sentido más preciso, con lo que el albur que podría correr tornaríase más arriesgado e interesante. El corte de daga llevaría, por el contrario, a que la justicia hiciera sus investigaciones por lugares alejados de su casa y de su ambiente, entre arrieros, rufianes, escaperos, bailarines, matasietes y pícaros de toda laya y variedad, de los que pululan por la corte como moscas alrededor de un tarro de miel: ciegos fingidos, cojos, vendedores de lotería, mendigos, buleros, milagreros, medallistas, alarifes, colchoneros, artesanos, romanceros y demás hombres todos de baja ralea cuyo oscuro mundo de taberna, tintorro y barajas mugrientas de sebo, pese a todo, le atraía. En ese juego de las barajas de cantina imaginábase don Alonso a Putaparió sacándoles los cuartos a frailes rijosos, colipoterras de albañal, moriscos manchegos, bujarrones de Cádiz, albarranes de cualquier parte, peruleros, indianos, mozos de mulas, secretarios vizcaínos y hasta hidalgos de bragueta llegados a la mancebía por mejor gozar de lo que en sus casas prodúceles tantos sinsabores y réditos mezclados. Ese era, sin duda, el ambiente del rufián camerano, y, aunque en Madrid él lo había frecuentado tan sólo durante los últimos meses, conocíalo bien por sus salidas nocturnas en el París del rey Luis, donde, cerca de Saint Denis, existían algunos refugios de malmaridadas, rameras, rufianes, busconas y malandras en los que había apostado no pocos luises y perdido, más de una vez, la bolsa y la conciencia entre espumantes jarras de cerveza. Disfrazábase en esas ocasiones, y, cuando llovía, sus zapatos de hebilla, desgastados por el uso, llenábanse de agua y la humedad íbasele subiendo por las medias y los calzones hasta las ingles. Pensando en ello, don Alonso sintió un escalofrío.

De pronto se dio cuenta de que se había olvidado de la asturiana. Como el rostro de madame Michel, el de Bibiana esfumábase ahora ante sus ojos, y pensó que, tal vez, el gozo al que se refería León Hebreo, lo deleitable, no se   —93→   alcanza únicamente mediante el acto que embarga nuestros sentidos, sino a través de una tortuosa senda que nuestro instinto nos obliga a seguir y que conduce, fatalmente, a la muerte y al acabamiento del objeto que despertara nuestro apetito. Si así fuera, el último acto habíase cumplido aquella noche, y, ya vengado el honor de la asturiana, ésta, con todos sus encantos, sus senos redondos como cántaros, sus amplias caderas, su sonrisa de niña de la doctrina y sus trenzas rubias descolgándole sobre los hombros, desaparecía de su mente, se borraba, esfumándose para siempre. Al llegar al acto final de la comedia (pues ¿qué otra cosa podía ser todo este enredo si no una comedia inventada por un loco (él mismo, pensó, era el autor enloquecido y el protagonista) que, como todas las comedias, habría de tener, pues ya lo había tenido, su final?), el objeto de su deseo, sin embargo, no aparecía ante sus ojos aborrecible. Por el contrario, una sensación de placer íntimo, de recuerdo de una felicidad de fuego que aún podía calentar sus manos con sus rescoldos, como las castañas asadas en el invierno, permanecía en su mente y en su pecho. La asturiana, aunque imprecisa y vaga, estaba ahí, en un nivel diferente al que se encontraba en ese momento Putaparió, el rufián dichoso que había muerto con una sonrisa dibujada en sus labios, una sonrisa que escondía su boca sin dientes e iluminaba su rostro barbado y vulgar cruzado de cuchilladas. Ahí estaba, pues, la asturiana, el objeto deleitable de sus sentidos en otro tiempo, y al recordarla ahora, perdida en una imagen nebulosa que desdibujaba sus rasgos o que sumaba a ellos, en una suerte de síntesis infernal, los rasgos de todas las mujeres que había amado, desde María la arequipeña, a Greta la valquiria, Gertrudis, Inocenta, Teresa, Julia, Florence, Rose, madame Michel y las demás, no podía menos que sentir, al tiempo, placer y amargura, pues a este rostro, a este rostro de rostros fascinadores, superponíase una y otra vez la plácida sonrisa del rufián camerano, y don Alonso pensó (le pasó rápido por las mientes y, aunque quiso alejar este absurdo pensamiento, no pudo deshacerse de él) que, quizá, la verdadera felicidad, el único momento de felicidad suprema que puede alcanzar un hombre, no está en la satisfacción amorosa lograda en la cópula con la mujer, sino en otra forma de cópula: la que conduce a la muerte: la penetración de un cuerpo por un objeto brillante y aguzado, un objeto que, en ese momento, es proyección de nosotros mismos y que nos introduce al interior de ese cuerpo para poseerlo y robarle un soplo de vida del que nos apropiamos. Hecho esto, logrado el fin que el matador persigue, éste no puede dejar de amar a su víctima, pues su víctima ha penetrado en él, como él había penetrado segundos antes en su víctima con el acero. «¿Quién ha ganado en este lance?», murmuró entre las sábanas el hidalgo. «El rufián, al que he librado de los tormentos y trabajos de esta vida, es, como lo dibujara en su sonrisa, dichoso en la otra, en tanto que yo no puedo conciliar el sueño, poseído, como estoy, por su   —94→   fantasma». Volvió a acordarse de sus amigos de Arequipa: de Íñigo, militar de honor, corregidor de Indias, hombre de espada y con talante de juez, prudente y sosegado, sin pasiones, o con la sola pasión de encontrar el sentido último de esta vida, pasión que lo había conducido a la fundación de Nicéforos, el doctor Espinosa, frío y calculador, generoso empero y enamorado de su trabajo, y, finalmente, Hernán Vivanco, inteligente y tímido, lleno de amor por los demás y tan inclinado a los placeres como a la búsqueda de una Arcadia sin perseguidores ni perseguidos, una nueva Atlántida de justicia sin víctimas ni matadores. «Vivanco», pensaba entre las sábanas el caballero de Verona, «está equivocado. En la Arcadia también habita la muerte: et in Arcadia ego». Recordó el cuadro de Poussin en el que ya la parca ha desaparecido y en el que sólo queda la leyenda, pero recordó también que, en un cuadro anterior (la imagen de este cuadro, como la de Bibiana y la de madame Michel, se le borraba una y otra vez y no podía asegurar nada sobre él, ni siquiera su existencia), Poussin, siguiendo la tradición romana del tema, había pintado una calavera, la misma calavera (o semejante) que Giulio Rospigliosi, antes de sentarse en la silla de san Pedro, imaginara hablando a los pastores de la Arcadia, recordándoles su presencia: Et in Arcadia ego: También en Arcadia estoy. «Así de simple: no existe la Arcadia imaginada por mi amigo Vivanco, esa tierra deseable de la que han desaparecido la inquisición, el miedo y la muerte. Es la condición humana. No hay otra. Putaparió ha cumplido su destino».

Se sintió mejor tras pensar en la inevitabilidad de la muerte y en el sinsentido de la vida. El no había sido el matador, sino la víctima. El verdadero matador había sido el rufián. No tenía ahora ninguna duda de ello. «¡Qué pensamientos extraños me han venido a la mente al convertirme en asesino!», dijo en voz baja, susurrando entre las sábanas, como si temiera que Pedro y los demás criados pudieran escucharlo. «Si estuviera ahora en la academia, ¿qué podrían responder los miembros de Nicéforos ante las afirmaciones que estoy en disposición de hacer? ¿Qué diría, por ejemplo, Íñigo, que es incapaz de ver en lo que él llama la escritura jeroglífica de la naturaleza la mano de Dios trazando los más difíciles y misteriosos caracteres? ¿No está Dios, acaso, agazapado en cada uno de nuestros actos, espiándonos, burlando nuestras intenciones? ¿No es esto precisamente lo que ha hecho esta misma noche, cuando yo, creyendo vengar el honor mancillado de Bibiana, me he convertido en asesino y he salvado a un rufián de los tormentos infernales de esta vida? ¿Podría discutirme esto el buen Íñigo, tan preocupado por dar sentido y honor a su existencia? ¿Y el doctor Espinosa? ¿Qué será de todos ellos? ¿Adónde habrán ido a parar después de la muerte de Madre Sacramento? ¿Volveré a encontrarlos?».

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-Aquella noche -le contaba don Alonso al boticario el primer día de la cuaresma- decidí mi viaje. Echaba de menos nuestras reuniones en Nicéforos. Estaban en la sala de la casa que don Alonso había alquilado en la calle de la Merced, junto al edificio del cabildo que da a la plaza. El buen boticario no entendía muy bien la historia de Putaparió que el caballero acababa de contarle y se rascaba el colodrillo como si, con este gesto, esperara que descendiera hasta él la luz de la verdad en forma de lengua de fuego desprendida del alto techo cubierto de un artesonado de preciosas maderas de la selva. «¡Güesque!», restalló como un latigazo la voz de un carretero que atravesaba la plaza. «¡Soooo!», se escuchó después de un prolongado silencio. La carreta se había detenido junto al portal de la casa de don Alonso.

-Deben de ser los baúles que dejé en el Callao -dijo el caballero sin levantarse-. Son algunas chucherías, ropas y libros. Poca cosa.

Por los altos ventanales de la sala se deslizaba una luz diáfana de verano que bañaba los muebles, los altos sillones de cuero repujado en los que los amigos descansaban, la mesa cubierta de botellas de vidrio de todos los colores y hasta unos tapices que cubrían la piedra desnuda de las paredes y que recreaban, al destacar la fuerza y la corporeidad de los sillares, un ambiente pesado de castillo antiguo, una atmósfera guerrera y sobria que desmentía la levedad que la piedra volcánica arequipeña cobraba en el exterior. «El punto de vista crea la realidad», pensó don Alonso y miró al boticario que permanecía en silencio. «Esta misma piedra, en el exterior, es grácil y femenina e impresiona, como los rostros de las mujeres más hermosas, por la forma en la que absorbe la luz y la retiene, la hace suya. Su levedad aparente se hermana con la levedad de las nubes algodonosas y blancas que cruzan a veces el cielo serrano, casi siempre abierto y azul. Se hermana con los rayos solares que, en las primeras horas de la mañana, hacen huir las nieblas que se amontonan en la noche. En el interior, en cambio, esta misma piedra nos sugiere guerra y tormentas, agonía y muerte. Adquiere el peso suficiente para destruir esa imagen primera tan femenina. Arequipa, como todas las Indias, como España en fin, es tierra de contrastes en la que los principios masculinos y femeninos se resuelven en complicadísimas síntesis, en jeroglíficos indescifrables, como diría Íñigo. De ahí la importancia del punto de vista. Debemos partir, en efecto, del principio de la verdad engañosa y del hecho innegable de que nuestros sentidos nos engañan. Esta piedra es como Putaparió, pero al revés. El exterior del rufián era sombrío y duro, la imagen de un malvado, mas su interior era luminoso, y sólo pude conocer ese interior cuando ya era demasiado tarde, cuando mi daga (¿qué habrá sido de aquella daga con empuñadura de plata labrada con la que   —96→   di muerte al que, de ahora en adelante, consideraré siempre mi mejor y más querido enemigo?) había arrancado ya su último aliento. La sonrisa de Putaparió es semejante a esta luz del sol que desnuda la piedra volcánica de Arequipa en sus calles y hace de la fábrica de sus iglesias y conventos máquinas leves que parecen estar siempre a punto de emprender el vuelo. Mas yo prefiero esta piedra en el interior y la quiero aún más cuando el sol, al declinar en su derrota, prolonga las sombras y las alarga y entonces la piedra absorbe la penumbra y se hace oscura y pesada, siniestra y turbia como el alma de un condenado, o como esas nubes negras que sobre la puna descargan con furia el peso del granizo. Tal vez maté a Putaparió porque, en el fondo, habiendo conocido la parte oscura de su alma, sospechaba que existía otra, esa parte luminosa que yo desprecio y que encuentro en ocasiones en algunos cuadros de pintores felices, como Rubens, Blanchard o Larguillierre, y que siempre había creído falsa, la máscara que solemos ponernos ante los otros y que sólo los mejores, como Caravaggio, Velázquez o Remblandt van Ryn, son capaces de arrancarnos. Tal vez jamás creí, como no lo creía Íñigo, que el hombre haya nacido inclinado a la filosofía y a las acciones honestas, sino que éstas también son máscaras que utilizamos para engañar a los demás y apropiarnos de sus sentidos y sentimientos, para apropiarnos de su espíritu. Quienes realmente competimos con Dios somos nosotros, no Satanás (¡pobre diablo!), y el infierno está aquí, en París y en Arequipa, y también en la mancebía en la que Putaparió imponía el orden entre sus pupilas, aligeraba las bolsas de la clientela, castigaba a las díscolas, apuñalaba a los rebeldes y hacía, como se dice, de su capa un sayo. Pero también está en las cortes: en la de Londres, tan turbia hoy en día, en la del rey Luis, tan refinada, donde las cortesanas engañan a sus maridos, que, sabiéndolo, hácense los ignorantes por mejor alcanzar del rey y de sus ministros los favores que esperan. Y en la de Madrid, la de nuestro buen rey don Carlos que Dios guarde, empequeñecido en su impotencia y siempre rodeado de mujerucas y de validos. Y en Lima. Y en los conventos de Arequipa. Y en todas partes, en fin, que sólo he conocido hasta ahora dos personas que parecen desmentir esta regla general: Madre Sacramento y Putaparió». Hernán Vivanco, ajeno a los sombríos pensamientos de su amigo, se levantó, fue hasta la mesa de las botellas, encontró una llena de clarete, tomó un vaso, lo llenó y, volviendo de nuevo al sillón de alto respaldo en el que había estado descansando frente a su amigo, se sentó.

-Podríamos -dijo- resucitar Nicéforos. Te olvidarás del rufián.

-No es mala idea -le respondió don Alonso-, pero no lo creo posible.

-¿La resurrección de la academia?

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-No. El que me olvide de Putaparió. Creo que ahora somos una sola persona. Nos hemos unido para siempre. ¿Me entiendes? Algo así como la comunión mística, pero diferente. No sabría explicarte.

-Y, aunque me lo explicaras, no sé si lo entendería. En la materia lo entiendo. Al unir dos elementos, consigo otro nuevo y diferente a los dos que he unido. En la materia es claro, pero en el espíritu...

-Es, probablemente, algo semejante. Putaparió está en mí. Él penetró en mi alma con una sonrisa. Lo siento. Está. Existe. No tengo ninguna duda. ¿Cómo podría resolver este problema la resurrección de Nicéforos? Nuestra academia murió al mismo tiempo que Madre Sacramento. No es ésta una época de victoria, y nosotros no cargamos otra cosa que derrotas y frustraciones sobre nuestras débiles espaldas. Nuestro mundo se está acabando, como se está acabando en Madrid la dinastía de nuestros reyes. Una nueva era comienza. En esta época no conoce a Góngora sino el Lunarejo, y el pobre Quevedo es mal leído, pésimamente digerido y entendido y peor imitado por los escritorzuelos que siguen empeñándose en un conceptismo que no comprenden y que, naturalmente, no pueden dominar. Falta tan sólo un año para que acabe el siglo, y todos nosotros estamos ya muertos y enterrados. Tú crees que nuestra academia podría resucitar. ¿Para qué? El mundo en el que tenía sentido se fue para siempre, se evaporó como se evaporan las sales que tú pones en la retorta cuando haces los menjunjes con los que pretendes curar a los melancólicos.

-No son sales.

-¿Y qué más da? Son, y tú lo sabes, un engaño.

-¿Y qué otra cosa puedo hacer en esta tierra en la que los vivos parecen muertos y los muertos se levantan de vez en cuando de sus tumbas, se pasean por las calles y entran en los cuartos de las casuchas miserables exigiendo el tributo de la vida?

-Vivir y no pensar en academias. Nosotros también hemos muerto. Nicéforos existió, como existieron el emperador Carlos, don Antonio de Leiva, el Gran Capitán o don Juan de Austria. Y también como Garcilaso, Herrera, Lope, Quevedo, Gracián y Cervantes. Y como existieron san Juan, santa Teresa y, si me apuras, hasta la monja de Ágreda, Calderón y doña María de Zayas. Es el pasado. Recordémoslo. Guardemos la memoria de aquellos a quienes amamos, pero no tratemos de resucitarlos. Sería una torpeza. Íñigo podría venir a pedirnos cuentas.

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-¿Tú crees que esté muerto?

-¿Y por qué no habría de estarlo? ¿Acaso no morimos todos? ¿Acaso no estamos también muertos nosotros? España entera está agonizando. En Madrid, España huele a cadáver. Tal vez por eso me vine a Arequipa. Aquí, bajo este cielo azul y diáfano, entre estas piedras blancas de tan increíble leve dad, puedo engañar a mis sentidos. ¿Acaso no haces tú lo mismo, ofreciéndote en el carnaval para cumplir con el papel de Juan Lanas? Todos estamos escapando de algo.

Volvieron a quedar en silencio, mirándose a los ojos. Ambos estaban cansados.

Pedro, de librea, cargaba un azafate con pastas y dos jícaras de chocolate. Dispuso todo sobre la mesa haciendo espacio entre las botellas y, discreto, se retiró como vino. Ambos se pusieron de pie cuando salió el criado. Tomó cada uno su jícara de chocolate y, sin sentarse, todavía de pie, empezaron a tomarlo. El hidalgo paseaba nervioso por el estrado. El boticario hundía, goloso, las pastas en la masa espesa del soconusco. Don Alonso se limitó a sorberlo despacio y sin ruido. Al terminar, dejó la jícara sobre la mesa y, mirando a su amigo, se volvió a su asiento.

-Cuando tengamos todos los muebles, estaremos más a gusto. En Arequipa podemos vivir con idénticas comodidades que en París. Los muertos estamos en la obligación de buscar las mejores sepulturas. ¿No te parece?

-Con este chocolate -respondió Hernán Vivanco- la muerte es un placer.

-Con este chocolate, amigo Vivanco -dijo, sentencioso, don Alonso-, acabamos de firmar la partida de defunción de Nicéforos.

El boticario volvió a su asiento. El sol de poniente abandonaba la estancia, y las sombras se alargaban por el enladrillado. Bajo los altos ventanales de la habitación volvió a penetrar la voz del carretero: «¡Bonita!». Y, más tarde, tras un prolongado silencio que puso marco al silencio de los dos amigos: «¡Güellaooo!». El traqueteo de la carreta se alejaba, y el aire quieto de la pieza comenzó a enfriarse. Sobre las torres de la catedral, Hernán Vivanco vio volar unas palomas y, entonces, observó que el cielo adquiría el color bermejo de la sangre. «Tal vez estemos equivocados», pensó. «La sangre también es el principio de la vida».



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ArribaAbajoCapítulo VII

Espinosa de los Monteros


Él decía siempre que era éste su verdadero apellido y que, de gustar de los nombres largos y aparatosos llenos de preposiciones de genitivo, usaríalo junto al de uno de sus abuelos, al que le daban derecho las leyes del parentesco y que se empinaba por encima de los que gastaban los porquerizos llegados de las Hurdes con pretensiones de hidalguía. Si bien recuerdas, querido Alonso, Andrés era un acabado ejemplar de nuestra raza: medianamente alto, magro de carnes, de barba negra y poblada, que cultivaba, según decía, como un jardinero su macizo de rosas y con los cuidados de un poeta a la hora de componer su mejor soneto, cojeaba ligeramente de la pierna derecha, de la que se hallaba irremediablemente manco a causa de un extraño percance que había sufrido en su primera juventud, cuando, vuelto a su aldea en las vacaciones escolares del estío, dio en subirse, con otros muchachos de su edad, a un enorme manzano que se levantaba en la huerta de sus padres a las orillas de un riachuelo seco cubierto de piedras. Nuestro amigo Espinosa de los Monteros cayó sobre ellas cuan largo era y, además de arañarse la cara con las ramas y de golpearse el cogote en el duro lecho de piedras con tal fuerza que se quedó sin sentido por un buen rato, perdió para siempre desde aquel día la movilidad de su pierna derecha y, de tal manera, que algunas veces veíase obligado a usar bastón para acudir en auxilio de sus enfermos. Aquel accidente decidió su vocación por la medicina, pues, hasta entonces y pese a los ruegos y tentaciones de que le hacían objeto sus maestros en el colegio para que sirviera en las filas de los milites gloriosi del capitán de Loyola, prefería él la vida arriesgada de los campamentos y reales que todavía levantaban los tercios españoles en Europa contra sus enemigos luteranos. Él creía, según nos lo contara tantas veces, que la guerra contra los herejes debía ser hecha sin cuartel en los campos de batalla y que de nada valían a los propósitos de la verdadera iglesia los sermones de curas y de frailes desde los púlpitos de las catedrales, colegiatas e iglesias conventuales y, aún menos, los potros, torniquetes, cadenas y mancuernas a los que se ajustan los miembros de quienes, por sospecha, caen en manos de la inquisición. «Todo esto», repetía el buen doctor, «es nonada, juego de frailes ociosos, crueldad innecesaria que a todos expone, actos indignos de hombres de honor que arrojan sobre la república el velo negro de la sospecha, la maldición de la desconfianza mutua que mata las ganas de vivir». «Por culpa de la inquisición», añadía, si recuerdas, «nunca llegaremos a tener verdadera paz en las Españas».

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A nuestro amigo le gustaba hablar de las Españas en plural. Nunca decía España a secas y, cuando más, referíase a cada una de sus partes, reinos y regiones llamándolos por su nombre: Castilla, Perú, Navarra, Aragón, México, Granada, o Galicia. Hablaba de Portugal añadiéndolo a la lista, pese a que este país había preferido encontrar su propio camino cuando Andrés todavía era un infante. Recordábanos entonces, con palabras del gran Camoens, que hay castellanos y portugueses, pero que «españoles somos todos». A él le gustaba diferenciar las partes por mostrar que, en la unidad de las Españas, manteníase la diversidad de sus orígenes. Era muy particular nuestro amigo. No me lo imagino ahora siguiendo los pasos de fray Martín de Porras en el convento de Santo Domingo. Despreciaba a los frailes. Aseguraba que su piedad era falsa, su apetito insaciable, su avaricia insana y su lascivia infinita y que, bajo la cogulla en la que gustan los tonsurados ocultar sus cabezas, brillaban sus ojos de placer ante la presencia de cualquier mozuela hermosa y que sus amplios hábitos permitíanles esconder sus empinadas cabriolas de rijosos. Como todos nosotros, hízose miembro de Nicéforos movido por apetencias de libertad y conocimiento y, ni ante un pan de Dios como fray Antonio de Tejada, que aún guardaba el brillo y el talento que los ingenios de su orden tuvieran en sus mejores tiempos, recatábase en mostrar el profundo desprecio que sentía por los bípedos implumes adornados de faldones clericales. ¡Y eso que fray Antonio era primo de los de Cellorigo y que Íñigo guardaba por él el afecto de un hermano! ¿Te imaginas qué habría dicho, si fray Antonio, en vez de la bella y honesta persona que hemos conocido, inteligente, liberal y discreto, piadoso y pulcro como era, hubiese sido uno de esos frailes tragaldabas y arrechos, de tripa oronda y carajo en ristre, que abundan en nuestros conventos, de los que meten siempre las narices en los pucheros y pierden sus manos entre camisas y guardainfantes, tahúres de faldas y perturbadores de bolsas ajenas por amor al cielo?

Me acuerdo mucho del día en el que murió Madre Sacramento y se vino Espinosa a la casa de Íñigo a darle la mala nueva. Hacía días que no veíamos a fray Antonio, pero tú conservabas aún el disgusto que te había provocado una erudita discusión sobre la Donatio Constantini, en la que, si bien recuerdo, fray Antonio, aparentando aceptar tus ideas originales, había terminado desbaratándolas para después contraatacar de una forma realmente demoledora. Aceptó los argumentos del gran Marsilio de Padua que tú habías esgrimido, pero contraatacó con aquel saludo del pueblo romano al emperador Federico en el que, según el fraile, se demostraba la superior autoridad de Roma -y, con ella, la autoridad de los papas- sobre cualquiera otra forma de autoridad que se haya conocido. «Hospes eras», te gritaba, como si tú fueras el   —101→   bárbaro emperador alemán, levantando el índice de la mano derecha hacia el cielo, «civem feci. Advena fuisti ex transalpinis partibus, principem constitui. Quod meum iure fuit, tibi dedi». Ante este argumento nada pudiste responder, aunque acudían a ti todas las citas de los ingenios del pasado que se habían ocupado del tema y hasta las palabras del gran Lorenzo Valla, que también había participado en la batalla. En esta ocasión -lo recuerdo bien, querido amigo-, las artes del predicador consiguieron derrotar a las del diplomático. Tú conservabas aún ese día fatídico el gesto de quien, furioso, se empecina en recordar en todos sus detalles cada uno de los pasos que lo condujeron a la perdición. Íñigo, aburrido, como todavía no sabía nada del suceso y acababa de llegar de uno de sus viajes, entreteníase observándonos, mientras daba vueltas, enrollándola una y otra vez en el dedo índice de su mano derecha, a una cadena de oro que gustaba de colgar sobre su pecho cuando salía a pasear con nosotros, en los frescos atardeceres del estío, por las orillas del Chili. Esperábamos todos que Espinosa llegara para iniciar la sesión, y, amodorrados por el sol vespertino que se deslizaba a través de las ventanas colándose por las cortinas abiertas del salón, cada uno de nosotros, en silencio, habíase abandonado a sus pensamientos y cuidados. Ciertamente, no recuerdo en qué estaba yo pensando, pero tengo muy clara la imagen de que tu gesto adusto se fue dulcificando y de que, echado sobre los almohadones de la otomana que, cubierta de coloridas mantas indígenas, tenía Íñigo adosada a una de las paredes, te fuiste quedando transpuesto, adormilado, olvidando, tal vez, la triste discusión en la que, algunos días antes, te habías embarcado con fray Antonio. Íñigo preparaba en ese momento las copas de licor con las que haríamos aquel día nuestro brindis ritual. Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. Nuestro anfitrión estaba de pie junto a una enorme mesa, muy parecida a esta que tú tienes, limpiando con una tela inmaculada las bellas copas de cristal labrado. El sol que entraba por las ventanas daba en ellas y éstas refulgían haciendo que el cristal se descompusiera en miriadas de puntitos brillantes, y nuestro amigo, después de limpiarlas, colocábalas de tal modo frente a los rayos del sol que el fenómeno se repetía una y otra vez, creando en la estancia una extraña atmósfera luminosa que transformaba el aire y lo hacía más puro, más cálido, más diáfano y respirable. En la otomana en la que tú estabas echado solía Íñigo descansar a la hora de la siesta, descabezando uno de esos cortos sueños reparadores que, en estas latitudes, te permiten, en los días en los que la calor aprieta, continuar con tus tareas de la tarde tan fresco como si acabaras de despertar en la mañana. Yo recuerdo que tú estabas ligeramente transpuesto, adormilado por el sedante efecto de los almohadones de plumas sobre los que estabas recostado, cuando Espinosa, conducido por Fermín Gorricho, el soldado   —102→   navarro que el de Cellorigo mantenía a su servicio contra toda prudencia, entró en la estancia sin anunciarse. Sentado en uno de esos sillones de cuero que tenían grabado el escudo de la familia de nuestro anfitrión en el respaldo, contemplaba yo, interesado en el fenómeno, los juegos de luz que nuestro amigo lograba hacer mientras limpiaba las copas y pensaba, aunque ahora no recuerdo bien si era eso lo que pensaba, en la discusión que unos días antes habías mantenido con fray Antonio de Tejada y en la que todos perdimos, pues ninguno de nosotros fue capaz de rebatir, acudiendo en tu auxilio, los argumentos del predicador. No sé por qué pensé entonces que, pese a todo, no habías sido cortés con el dominico, pues, aunque fraile, era nuestro amigo y el más querido primo de Íñigo y de Violante, pero ahora no recuerdo bien ninguna de las razones que pudieron conducirme a un pensamiento semejante. Quizá más tarde puedas aclararme este punto, refrescarme la memoria, llenar las lagunas que ahora tengo y contarme en detalle la erudita discusión en la que os engolfasteis, pues cada uno de vosotros, según yo creo, obtuvo, al tiempo, placer y duelo de la polémica. Pero olvídate de ello por el momento, porque ahora lo que realmente debe interesarnos es reconstruir lo mejor posible aquel segundo, aquel breve instante en el que las miradas de Íñigo y Espinosa se cruzaron, en el que tú, sin saber por qué probablemente, despertaste y volviste a la realidad, o, si lo prefieres, penetraste en una realidad nueva que, sin conocer, no obstante conocías, como la conoció Íñigo de golpe y como yo mismo, pese a ser tan escasamente perspicaz, intuí de repente al ver demudado el rostro, hasta entonces siempre alegre y burlón, de nuestro buen amigo el doctor Andrés Espinosa de los Monteros. Te diré (y éste sería un detalle importante, si yo mismo no dudara de su realidad, pues me parece imposible y a veces pienso que es la imaginación la que me engaña, o la memoria, o vete tú a saber qué extraño demonio que vive dentro de mí desde aquel día) que en ese mismo momento, en ese instante fugaz en el que me percaté de la presencia de Espinosa traspasando el umbral de la puerta con sus pies en la línea misma que separaba la habitación en la que estábamos del pasillo que daba a la baranda que coronaba la galería que circundaba el patio en el segundo piso, en el mismo instante en el que la cabeza de Espinosa pasaba justamente bajo el dintel de la puerta, entonces, precisamente entonces, yo vi arrojada sobre una estrecha y humilde cuja a Madre Sacramento y observé que su cuerpo brillaba como los cristales de la copa que Íñigo conservaba todavía entre sus manos y que, al igual que éstos, su cuerpo deshacíase en miríadas de cuerpecillos brillantes, en átomos infinitos y minúsculos que cubrían el espacio, el cielo entero, y que hacían que todo lo demás desapareciera de mi vista. Y vi, en ese mismo momento, aunque yo sé que esto es difícil de creer y por eso llego a veces a dudar de mi cordura, el   —103→   rostro de Íñigo, y tu propio rostro, y el de Espinosa que miraba a Íñigo sin decirle nada pero diciéndole todo con la mirada y hasta el de fray Antonio, que debía de estar, en ese preciso instante, al pie de la cama de su prima, rezando por ella, ayudándola a bien morir, a pasar el momento más difícil (o el más dichoso) que nos vemos obligados a pasar todos los humanos. Observo en esta sonrisa tuya tan maliciosa que no crees en nada de lo que te digo y que piensas que, con los años, me he reblandecido y que chocheo, y me parece que empiezas a pensar que estoy un poco loco. Yo te confieso que también lo he pensado, que no una, sino mil veces, he dudado de mi cordura y, sobre todo, que he dudado de estas visiones y que he llegado a pensar (¿pero qué es lo que no habré llegado a pensar en todos estos años, aquí solo en Arequipa sin nadie a quien poder contarle estas cosas que hasta ahora me atormentan?) en que, tal vez, afectada por las noticias, mi mente, fértil e imaginativa, por no decir ociosa e impresionable, ha ido recreando una y otra vez ese momento, añadiéndole detalles que al comienzo no existían. Es posible. Te confieso que eso es precisamente lo que quiero creer, pero tú mismo, según me lo has confesado al contarme el singular lance que tuviste con Putaparió, o como se llame, te dejas llevar a veces por impresiones. ¿Quién que sea humano no lo ha hecho alguna vez? Así es que estamos a mano: tú con tu fantástica historia de Putaparió, rufián dichoso de las frías sierras cameranas; yo con mis fantasías de muerte en torno a los sucesos que rodearon el óbito de Madre Sacramento, la belleza más pura que jamás haya conocido. Si yo he traicionado los sagrados principios de Nicéforos, aquellos que nos mandan desconfiar de las apariencias y nos obligan a hacer la disección de los fenómenos hasta hallar en ellos una explicación que satisfaga las exigencias del intelecto aunque desagrade a los sentidos, también tú has traicionado los mismos principios al descubrir tras la extraña sonrisa de un rufián que murió traspasado por tu daga una puerta abierta a ese mundo plagado de supersticiones y de fantasmas contra el que hemos luchado y cuya existencia hemos negado durante toda nuestra vida y que, según parece, ha terminado por atraparnos a los dos entre sus garras. ¡Nosotros entre las afiladas garras de la superstición! ¿Qué te parece, querido Alonso? No es un buen final para quienes habíamos decidido vivir poniéndolo todo bajo los cristales de aumento de la inteligencia, pretendiendo dudar de todos aquellos fenómenos que no pudieran ser explicados mediante la herramienta de la razón, la única en la que creíamos hace diez años, cuando aún éramos felices y estábamos plena y estúpidamente satisfechos de nosotros mismos, confiados en nuestras flacas fuerzas.

Pero ¿qué es la razón? ¿Lo sabes tú? Yo te confieso que, con el paso de los años, cada vez sé menos y creo más. Quizá sea cierto lo que dijera Pico de   —104→   la Mirándola. Ya sabes, aquello que tantas veces hemos discutido y que rezaba más o menos así, si mal no lo recuerdo: «philosophia veritatem quaerit, theologia invenit, religio possidet». Tal vez sea la ilusión de los teólogos en la que caemos los incrédulos cuando nos ronda la muerte. ¿Estamos realmente preparados para enfrentarla? Carecemos, me parece, de las armas necesarias para hacerlo. Dios puede existir o no, querido amigo, pero los hombres todavía no estamos en capacidad de negarlo. Si alguna vez llegaran los hombres a demostrar su inexistencia, entonces... Sería monstruoso, te lo aseguro. La creación toda se rebelaría, no podría tolerarlo. Pero no quiero desviarme anticipando un futuro que, probablemente, jamás ha de llegar. Lo cierto es que hoy nadie está aún en capacidad de negar la existencia de Dios. Quien lo hace está cometiendo un insoportable pecado de soberbia, llevando su propia voluntad a los bordes del abismo. Esta imposibilidad de la que te estoy hablando es la verdadera debilidad de nuestro siglo y en ella se funda la fuerza de la religión. Algún día... Pero ¡vete tú a saber! Lo cierto es que, a mi pesar, comienzo a creer. Mi fe es difusa y vaga y se basa más en un sentimiento de necesidad que en una verdadera convicción. Mi corazón se inclina a creer y aniquila una y otra vez los brotes de rebeldía de mi inteligencia. Dejemos este tema, que a nada nos conduce, y sigamos recordando lo que ocurrió aquel día y la extraña forma en la que yo llegué al convencimiento de que algo espantoso le había ocurrido a nuestra Madre Sacramento. Tú viste a Espinosa. Yo vi a Espinosa. Íñigo, sobre todo, vio a Espinosa entrando por la puerta y adivinó en su mirada la terrible tragedia. Pues bien, fray Antonio me confesó algunos días más tarde que, estando en la celda de su prima arrodillado ante su cuerpo agonizante, vio a Espinosa llegar a casa de Íñigo, pasar al patio, subir las escaleras y traspasar el umbral de la puerta que daba a la pieza en la que nosotros estábamos: Íñigo limpiando las copas en las que íbamos a servir el licor con el que haríamos el brindis ritual de la academia, tú echado sobre los blandos almohadones de la otomana y con los ojos cerrados por el peso del sueño a la hora de la siesta y yo, sentado en el alto sillón de cuero repujado, observando los efectos de los rayos de sol sobre los inmaculados cristales de las copas. Si no recuerdas mal, sobre la mesa en la que Íñigo tenía puestas las copas había un búcaro que una de las criadas, ésa de la que nuestro anfitrión sospechaba que mantenía alguna clase de relación íntima con Gorricho, había puesto algunas horas antes para alegrar la estancia y perfumar el ambiente. El búcaro contenía un ramillete de rosas de un rojo intenso y oscuro, recién cortadas. Hasta ese detalle, en el que yo originalmente, pese a ser un amante de las flores y deleitarme siempre en su contemplación, no había reparado, me contó fray Antonio, quien, en su ingenuidad arcangélica, dejándose llevar de un arrebato de fe, me dijo que las rosas,   —105→   aquellas rosas precisamente, prefiguraban la muerte de su prima en olor de santidad. Porque él vio a Espinosa entrar en la sala de la casa de Íñigo en el momento mismo en el que Madre Sacramento exhalaba su último suspiro, y en ese momento también vio las rosas en el búcaro. Desde la celda de su prima nos vio a todos y pensó que era una alucinación, la visión de quien, enloquecido por el dolor (tú conoces esto y sabes a qué extremos puede llevarnos la loca de la casa), imagina cosas y se ve transportado a otros lugares, a sitios lejanos y aun desconocidos, por escapar del terror que la simple visión de la muerte puede llegar a producirle. Él pensó eso, y eso mismo habríamos podido pensar también nosotros, si hubiésemos estado en su caso. Pero ¿por qué lo condujo su imaginación hasta la sala de su primo Íñigo acompañando al doctor Espinosa en el momento mismo en el que Madre Sacramento dejaba de existir, si él mismo creía que su primo no había vuelto todavía de su último viaje fuera de Arequipa? Lo más extraño, sin embargo, es que, cuando volvió en sí, se dio cuenta de que Espinosa estaba en la misma celda que él y que allí había permanecido durante las últimas horas junto con otros médicos, sin salir a ninguna parte, tomando los pulsos de la enferma, observando sus ojos, su respiración, todo. Espinosa jamás estuvo con nosotros, querido amigo. ¿Te das cuenta? Y si no fue Espinosa el que vino a comunicarnos la muerte de Violante, ¿quién pudo ser?

En esta simple pregunta expreso yo todas mis dudas. La razón que con tanto esmero hemos cultivado, alimentado con la lectura de los mejores libros y de los más afamados autores, afilado en la discusión y en la polémica, templado en la reflexión, como dicen que se tiempla el acero en las aguas del Tajo, no nos sirve para maldita cosa en un momento como éste. Frente a la razón está el misterio, y el misterio reclama sus fueros. ¿Será Dios? No lo sé, pero, tal vez por debilidad, o quizá por chochera de viejo, cada vez me inclino más a creerlo así. Voy a atreverme a contradecir al gran Pico de la Mirándola y voy a aceptar frente a ti, ilustre descreído, que la religión no posee la verdad que la filosofía busca. De acuerdo. Lo acepto. Pero, si la religión no la posee, ¿dónde se halla entonces, querido y sentimental amigo que se conmueve con la última sonrisa de un rufián moribundo, ese famoso Putaparió, padre de mancebía en su edad madura, que supo conservar, sin embargo, la inocencia de su infancia serrana, ganándose con ello la gloria eterna? ¿Dónde? El misterio nos rodea por todas partes, y probablemente éste -y no otro- sea el secreto nombre de la divinidad que tantos ilustres hombres se han empecinado en encontrar en los, para mí, abstrusos y complicados cálculos de los cabalistas. He venido pensando mucho en estas cosas en los últimos años y creo haber encontrado, querido Alonso,   —106→   que la razón del hombre tan sólo alcanza a dominar los espacios más periféricos de la realidad, aquellos que se dejan arrancar fácilmente sus secretos, los que tan sólo exigen observación, paciencia y método y que permiten a los Servet, Paracelsos, Lagunas, Képleros, Copérnicos, Pascales y Galileos, a los Colones, Vespucios, Elcanos y Magallanes, a los Cartesios y Espinosas, Platones y Ficinos el penetrarlos y hacerlos suyos, intuyendo alguno de ellos que más allá, en el centro exacto de esa realidad que se nos escapa, hay un núcleo duro e impenetrable y que la razón humana no es el diamante que vaya a hendir su dureza, el diente afilado que podrá, finalmente, roer el hueso duro del misterio. Tal vez este diamante sea el arte, o esté en él escondido en alguna parte. No lo sé. «Ars est habitus dirigens ad aliquid non pertinens ad genus moris per proecepta non discussa scientifice», escribe nuestro Rodrigo de Arriaga, y quién sabe si no tendrá razón. El arte carece de utilidad, pero penetra en aquellos misterios que le son vedados a la razón. Con los dientes del verdadero artista es posible, quizá, que podamos roer el hueso de la realidad y quedarnos con la pulpa de la verdad que en él se esconde. Si ello fuese cierto, el arte sería aún más útil que la religión, aunque a veces pienso que el único arte verdadero es aquel que nos aproxima a Dios, pues en Dios se encierra esa pulpa de verdad, ya que Dios no es otra cosa, si es que es, que la realidad suma.

Me vuelven, como ves, siempre las mismas ideas religiosas a la mente, me vuelven las dudas. ¿Estaré condenado a vivir con ellas de por vida? Ignoro si la tuya, pero mi vida ha cambiado por completo desde el mismo día en que Madre Sacramento dejó de existir. Sospecho que también la tuya y, por lo que me cuentas, la de Espinosa, claro. ¿Te imaginas a nuestro querido doctor, inteligente y despierto, vistiendo el hábito de santo Domingo, barriendo los claustros de su convento de Lima, resignándose a obedecer las órdenes dictadas por gentes de inteligencia inferior a la suya, recreándose en conversaciones piadosas con beatas ignaras, con hidalgüelos pobretones y con monjas cargadas de odios, de envidias y de problemas? ¿Qué lo ha movido a tomar una determinación semejante y a ir contra todo cuanto hasta entonces había creído y respetado? ¿Dios, o el misterio que a veces toma la forma de la divinidad? ¿No son, acaso, lo mismo? Nosotros conocimos una tarde ese misterio y temblamos de pies a cabeza. Ahora sospecho que Madre Sacramento lo conoció desde siempre, desde muy niña, y que aquella historia que Íñigo nos contaba, entre incrédulo y suspicaz, de la vieja encina de su pueblo fue la luz que dirigió todos y cada uno de los pasos de su vida, el secreto que guardó consigo para siempre y que se llevó a la tumba. A diferencia de ella, nosotros caminamos a ciegas, tanteando el camino, creyendo, como tú, en la justicia de nuestra daga y descubriendo más tarde que lo negro es blanco, lo frío caliente, la oscuro claro y que   —107→   Putaparió, tanto como un rufián, un maldito explotador de jóvenes doncellas, podría ser, también, un santo. ¿Adónde estamos yendo, mi querido Alonso? A veces, yo me conformo con la pequeña fortuna que he logrado amasar y sueño con pasar una vejez holgada, tranquila y silenciosa, una vejez a la que creo que me asiste el derecho, aunque bien sé, como boticario, que la ancianidad es un castigo insoportable y que no es cierto que una larga vida sea el mejor premio a la virtud. No. La vejez es un castigo. Los hombres virtuosos mueren jóvenes y, frecuentemente, en silencio, sin que nadie o casi nadie se entere realmente de lo que ha pasado. Madre Sacramento murió muy joven, y, pese a todo, su muerte sigue siendo para mí todavía un misterio. ¿No piensas lo mismo, querido amigo?



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