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ArribaAbajo-IX-

Aventura tradicional


¿Do irá la tórtola amante
sino tras su amor perdido?
¿Dónde irá más que a su nido
y al bosque en que le dejó?
¿Dónde irá su pensamiento
ni la llevará el destino,
si no sabe otro camino
que el solo en que se extravió?
   ¡Ay! ¿Dónde irá Margarita
en su ciega inexperiencia,
dónde irá sino a Palencia,
do tal vez está don Juan?
Porque, ¿quién logrará nunca,
tan descaminado intento,
que el humo no busque al viento
ni el hierro busque al imán?
   Era en el fin de una tarde
de junio, seca y nublada;
de un convento en la portada
sobre el gastado escalón
una mujer se veía,
como esperando el momento
en que abrieran del convento
el entornado portón.
   A través de un velo espeso,
con que el semblante cubría.
los ojos fijos tenía
con constancia pertinaz
en el balcón de una casa
situada frente por frente,
donde no asoma un viviente,
por más que mira, la faz.
   Y la mujer, sin embargo,
aquel balcón contemplaba
como quien algo esperaba
que apareciera por él.
Y el balcón siempre cerrado
y solitario seguía,
y abrírsele no venía
dueña, galán ni doncel.
   ¿Qué hacía, pues, a tal hora
tal mujer y tiempo tanto,
mirando con tal encanto
aquel cerrado balcón?
¿Será cita? Es imposible.
No hay más que un hombre en la casa
que de años setenta pasa,
que es un don Gil de Alarcón.
   ¿Serán celos? ¡Qué locura!
¿Quién ni de quién los tuviera,
si por una y otra acera
la calle ocupa no más
la casa del viejo hidalgo
y de Jesús el convento?
¿Será espera? A tal intento
propio es el sitio quizás.
   Mas nadie llega, y la noche
se oscurece y encapota,
y la lluvia gota a gota
pronostica el temporal,
y se oye lejos el viento,
que en ráfagas cruza errante,
y va del turbión delante
con el mensaje fatal.
   Y la mujer, sin moverse
ni hacer de la lluvia caso,
del escalón no da un paso,
siempre mirando al balcón.
¿Quién es? ¿Qué busca? ¿Qué espera?
Fatídica así, ¿qué augura
su misteriosa figura?
¿Es ente real o es visión?
   ¡Ay, pobre amante olvidada!
¡Ay, infeliz Margarita!
¡Quién comprenderá tu cuita
ni compasión te tendrá!
Tú esperas, los tristes ojos
en ese balcón fijando,
y en vano estás aguardando
lo que al balcón no saldrá.
   Tú ignoras que la hermosura
es prenda que con envidia
el Cielo dio, y con perfidia
por castigo a la mujer,
y que quien cifra sobre ella
el bien del amor ajeno,
no acierta más que veneno
en su delicia a verter.
   Mas tú, infeliz, no lo sabes,
y en él esperas por eso,
cuando él, por un solo beso,
de cualquier nueva beldad,
te viera expirar de angustia
sin que le hubiera ocurrido
darte un adiós, ni aun fingido,
al pie de la eternidad.
   Mas en tanto el viento arrecia,
revienta el cóncavo trueno,
y se desgaja de lleno
el espantoso turbión;
la calle se inunda en agua,
la noche cierra, y los hombres
invocan los santos nombres
con miedo en el corazón.
   Margarita, amedrentada,
buscando asilo seguro,
acogióse al templo oscuro
y se amparó del altar;
y al postrarse ante él, humilde,
allá dentro de su mente
mil recuerdos de repente
empezaron a brotar.
   Ella hizo aquel ramillete,
ella bordó aquella toca,
en aquella cruz su boca
puso mil besos y mil;
aquella alfombra en su tiempo
delante del coro estaba...
Toda su vida pasaba
por ella en sueño febril.
   Toda, en ilusión fantástica,
su antigua y pura existencia
venía con su inocencia
su corazón a asaltar,
y dentro del pecho cándido
ir saliendo le sentía
de la penosa agonía
de su roedor pesar.
   Y según bellos recuerdos
poco a poco iba encontrando,
poco a poco iba olvidando
la belleza de don Juan;
hasta que en santa tristeza
su alma inocente embebida,
suspiró por otra vida
sin bullicio y sin afán.
   La soledad de su celda,
el rumor santo y sonoro
de sus rezos en el coro,
y la paz de su jardín,
el consuelo de una vida
con Dios a solas pasada,
de amor y mundo apartada,
que son delirios al fin.
   Todo en tropel presentóse
a sus ojos tan risueño,
tan sabroso y halagüeño,
tan casto y tan seductor,
que en llanto de fe bañada
dijo: «¡Ay de mí! ¿Quién pudiera
volverme a mi vida austera
y a otro porvenir mejor?»
   En esto, allá por el fondo
de una solitaria nave,
con paso tranquilo y grave
vio Margarita venir
una santa religiosa,
cuyo rostro no veía
por una luz que traía
para ver por donde ir.
   Temiendo que al acercarse
tal vez la reconociera,
en su manto de manera
Margarita se envolvió,
que, aunque de la monja incógnita
los pasos cerca sentía,
ella apenas la veía
hasta que ante ella llegó.
   Pasó a su lado en silencio,
y Margarita, al mirarla,
extrañó no recordarla
ni su faz reconocer.
«Será novicia -se dijo-.
Habrá al convento llegado
desde que yo le he dejado;
no puede otra cosa ser.»
   La monja, en tanto, seguía
los altares arreglando,
y la seguía mirando
Margarita por detrás;
y hallaba en todo su cuerpo
un no sé qué de extrañeza,
que aumentaba su belleza
cuando la miraba más.
   Había cierto aire diáfano,
cierta luz en sus contornos,
que quedaba en los adornos
que tocaba por doquier;
de modo que en breve tiempo
que anduvo por los altares,
viéronse en ellos millares
de luces resplandecer.
   Pero con fulgor tan puro,
tan fosfórico y tan tenue,
que el templo seguía oscuro
y en silencio y soledad;
sólo de la monja en torno
se notaba vaporosa,
teñida de azul y rosa,
una extraña claridad.
   Llegaba hasta Margarita,
a pesar de la distancia,
de las flores la fragancia
que ponía en el altar.
Y o un inefable sueño
la embargaba los sentidos,
o escuchaban sus oídos
música lejos sonar.
   Y aquel concierto invisible
y aquel olor de las flores,
y aquellos mil resplandores
la embriagaban de placer;
mas todo pasaba en ella
tranquila y naturalmente
cambiándola interiormente,
regenerando su ser.
   Olvidó la hermosa niña
sus pasadas amarguras,
sintió en sí castas y puras
mil intenciones bullir,
mil imágenes de dicha,
de soledad y de calma,
que pintaron en su alma
venturoso un porvenir.
   Su vida era en aquel punto
un éxtasis delicioso,
era un sueño luminoso,
un deliquio celestial;
un dulce anonadamiento
en que nada la oprimía,
y en donde nada sentía
profano ni terrenal.
   Sólo quedaba en el alma
de Margarita un intento,
un impulso, un sentimiento
hacia la monja, de amor,
que a su pesar la arrastraba
a contemplarla y seguirla,
a distraerla y pedirla
consuelos a su dolor.
   Pues siente que es, Margarita,
un talismán su presencia
necesario a su existencia
desde aquel instante ya;
y su recuerdo divino
es a su dolor secreto,
un misterioso amuleto
que fe y religión la da.
   Y en ella fijos con ansia
los ojos y el pensamiento,
la gloria por un momento
en su delirio gozó,
mientras aquella divina
aparición deliciosa
de la bella religiosa
ante su vista duró.
   Tomó al fin su luz la monja
y por la iglesia cruzando
pasó a su lado rozando
con sus ropas al pasar,
   Y sin poder Margarita
resistir su oculto encanto,
asióla al pasar del manto,
mas sin fuerzas para hablar.
   -¿Qué me queréis -con acento
dulcísimo preguntóla
la monja.
-¿Me dejáis sola
-dijo Margarita- así?
-Si no tenéis más amparo
-contestó la religiosa-
en noche tan borrascosa,
venid al claustro tras mí.
-¡Oh, imposible!
-Si os importa
hablar con alguna hermana,
volved, si gustáis, mañana.
-Yo hablara...
-¿Con quién?
-Con vos.
-Decid, pues.
-No sé qué empacho...
La voz al hablar me quita...
-¿Cómo os llamáis?
-Margarita.
-¡El mismo nombre las dos!
¿Así os llamáis?
-Sí, señora,
y en otro tiempo yo era...
-¿Qué oficio tenéis?
-Tornera.
-¡Tornera! ¿Cuánto tiempo ha?
-Cerca de un año.
-¡De un año!
Diez llevo en este convento,
y en este mismo momento
cumpliendo el décimo está.
   *
   Quedó Margarita atónita
su misma historia escuchando,
y el tiempo a solas contando
que oyó a la monja marcar.
Su mismo nombre tenía,
y su misma edad, y era
como ella un año tornera,
y diez monja... ¿Qué pensar?
   Alzó los ojos por último
Margarita a su semblante,
y de sí misma delante,
asombrada se encontró;
que aquella ante quien estaba,
su mismo rostro llevaba,
y era ella misma... o su imagen
que en el convento quedó.
   *
   Cayó en tierra de hinojos Margarita,
sin voluntad, ni voz, ni movimiento,
prensado el corazón y el pensamiento
bajo el pie de la santa aparición;
y así quedó, la frente sobre el polvo,
hasta que el eco de la voz sagrada
a el alma permitió purificada
ocupar otra vez su corazón.
   Entonces envolviéndola en su manto,
su cabeza cubriendo con su toca,
el dulce acento de su dulce boca
dijo a la absorta Margarita así:
«TE ACOGISTE AL HUIR BAJO MI AMPARO
Y NO TE ABANDONÉ: VE TODAVÍA
ANTE MI ALTAR ARDIENDO TU BUJÍA:
YO OCUPÉ TU LUGAR, PIENSA TÚ EN MÍ.»
   Y a estas palabras retumbando el trueno,
y rápido el relámpago brillando,
del aire puro en el azul sereno
se elevó la magnífica visión.
La Reina de los ángeles llevada
en sus brazos purísimos huía,
y a Margarita huyendo sonreía,
que adoraba su santa aparición.
   Sumióse al fin del aire transparente
en la infinita y diáfana distancia,
dejando en pos suavísima fragancia
y rastro de impalpable claridad;
y al volver a su celda Margarita,
volviendo a sus afanes de tornera,
tendió los ojos por la limpia esfera
y no halló ni visión, ni tempestad.
   Corrió a su amado altar, se hincó a adorarle,
y al vital resplandor de su bujía
aún encontró la imagen de María,
y sus flores aún sin marchitar,
y a sus pies despidiéndose del mundo
que en vano su alma devorar espera,
vivió en paz MARGARITA LA TORNERA,
sin más mundo que el torno y el altar.




ArribaAbajoApéndice a Margarita la tornera

Fin de la historia de don Juan y de Sirena la bailarina



ArribaAbajo-I-

A deshora de una noche,
y a la entrada de una calle,
nublada y oscura aquélla,
ésta solitaria y grande,
aquélla escasa de luces,
y ésta escasa de habitantes,
pues que sólo entre un convento
y un caserón viejo se abre,
venía sobre un caballo
un hombre, que a tientas sabe,
sin duda, el sitio que pisa,
pues va sin ver adelante.
Anduvo cincuenta pasos,
y del caballo apeándose,
dio en la puerta dos seguidas
aldabadas formidables.
Sonaron primero en ella,
después en las cavidades
de lo interior retumbaron,
y al fin las devoró el aire.
Pasaron tras de los golpes
de silencio unos instantes,
hasta que de una ventana
se alumbraron los cristales.
Apareció detrás de ellos
una sombra vacilante,
al reflejo de una luz,
y tras esto, desdoblándose
las dos hojas de los vidrios,
con acento lamentable
dijo una vieja: -¿Quién llama?
Y el que llamó dijo: -¡Abre!
-¿Qué queréis?
-Abre, demonio,
¿no me conoces? Que baje
Damián por este caballo.
-¡Él es! ¡Jesucristo, valme!
Dijo la mujer en lo alto,
y la ventana cerrándose
abrióse al punto la puerta,
y a oscuras quedó la calle.
*
   En una apartada alcoba
de su casa de Palencia,
sin otro mal ni dolencia
que el exceso de su edad,
don Gil de Alarcón, a solas
con su confesor, espera
su cercana hora postrera
con calma y serenidad.
   Hombre sin vicios que roen
la vida y la menoscaban,
los días sólo le acaban
que ya han pasado por él.
Que es el tiempo una carcoma
que todo a traición lo mina,
y con mano igual arruina
la cabaña y el dosel.
   Y aunque en paz con su conciencia
muere don Gil, buen cristiano,
aún hay un recuerdo humano
que le angustia el corazón;
hay una idea rebelde
con fuerza a su mente asida
que lucha, no con su vida,
mas sí con su religión.
   Un hijo, ¡ay Dios!, que tenía,
por quien se afanó viviendo,
y por quien llora muriendo
y que lejos de él está;
y al Dios en quien cree suplica
que por piedad le conceda
un punto en que verle pueda
por la vez postrera ya.
   El pobre padre, impelido
por su amor y sus virtudes,
las negras ingratitudes,
olvida de su don Juan,
y darle el último abrazo,
darle el último consejo
es no más del pobre viejo
el acongojado afán.
   -Padre -al confesor decía-,
padre, me acosa una idea.
-¿Cuál es?
-Que mi hijo me crea
con él airado al morir.
Nunca otro fin me propuse
que su bien y su fortuna,
¡mas no hay esperanza alguna
en que poder consentir!
   En busca de los deleites,
mozo a los deleites dado,
él se partió de mi lado
y acaso teme volver.
Acaso teme el enojo
de su padre, que le adora.
¡Ay Dios!, en la última hora,
¿qué puede de mí temer?
   Sólo quisiera, os lo juro,
en este trance tremendo,
poder echarle muriendo
mi paternal bendición.
No hay locura que no olvide,
dolor que no le perdone,
ni recuerdo de él que encone
la ira en mi corazón.
   *
   Así decía el buen viejo,
de su don Juan acordándose,
cuando don Juan arrojándose
en sus brazos exclamó:
-Ya estoy aquí, padre mío,
ya estoy ante vos de hinojos,
tornadme, padre, los ojos,
o muero de angustia yo.
   Y ambos a dos tiernamente
padre e hijo se abrazaban,
y ambos a dos sollozaban...
¡Cosa triste de mirar!
Lloraba el padre de gozo,
lloraba el hijo de duelo,
el dolor con el consuelo
los dos gustando a la par.
   Perdón le pedía el hijo,
y le estrechaba asintiendo
el viejo, que al fin, cayendo
sin fuerzas le dijo así:
-Hijo, levanta y escucha
mis postrimeros acentos
que tengo pocos momentos
para disponer de mí.
   Sentóse a su lado el hijo,
y a solas los dos quedando,
así el padre siguió hablando,
a su fin próximo ya:
-Juan, voy a darte mi última
prueba de amor, y quisiera
que esta voluntad fuera
bien cumplida.
-Lo será.
   -Tuyo es cuanto yo poseo,
sin más condición que una,
y Dios, Juan, te dé fortuna
para gozarlo sin mí.
¿Me juras obedecerme?
Responde, Juan, porque siento
que se me arranca el aliento.
¿La cumplirás?
-Padre, sí.
   ¡Por cielo y tierra os lo juro!
-Pues bien: junto a Torquemada,
en tu herencia vinculada
una casita hallarás,
cercada de un huertecillo
allí, Juan, mi cuerpo entierra,
y esta casa y esta tierra,
Juan, no la vendas jamás.
   Si algún día (y nunca llegue)
tus dispendiosas locuras,
o imprevistas desventuras,
te roban cuanto te doy,
ven a mi tumba escondida,
que en mi sepulcro al postrarte
mi sombra saldrá a ayudarte...
¡Y adiós, Juan, que a morir voy!
-¡Padre!
-Adiós, Juan, hijo mío,
siento que estoy expirando,
adiós..., y haz lo que te mando,
porque Dios te ayudará.
Y esto dicho, inclinó el padre
hacia su hijo la cabeza.
Y él la besó con terneza...,
pero no existía ya.
   Tornóse desde este punto
aquel oculto aposento
solitario monumento
de un justo que en paz murió;
huyóse el alma a los cielos,
y el vivo que allí quedaba
al Dios se la encomendaba
que ante su Ser la llamó.
   Y ya próximo al ocaso
el sol del día siguiente,
turba enlutada de gente
se vio a Palencia volver,
y tras de todos un hombre
que en pie, en mitad del camino,
quedó el lugar por do vino
estudiando al parecer.
   Cerró la noche, y la sombra
su denso manto tendiendo
y a su mirada impidiendo
la distancia penetrar,
apartar le hizo la vista
de lo que estaba mirando,
y las espaldas tornando
viósele en Palencia entrar.
   Mas todos, desde aquel día
al campo este hombre salía,
y del campo se volvía
poco antes de oscurecer,
y ante las puertas llegando,
los ojos atrás tornando,
quedábase atrás mirando
mientras alcanzaba a ver.