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ArribaAbajo- XXXVI -

Habíamos llegado. Extrañé ver cerradas las ventanas del aposento de mi madre. Le había ayudado a ella a apearse y estaba haciendo lo mismo con María a tiempo que Eloísa salió a recibirnos, insinuándonos por señas que no hiciésemos ruido.

-Papá -dijo- se ha vuelto a acostar, porque está enfermo.

Solamente María y yo podíamos suponer la causa, y nuestras miradas se encontraron para decírsela. Ella y mi madre entraron al instante a ver a mi padre; yo las seguí. Como él conoció que nos habíamos preocupado, nos dijo en voz balbuciente por el calofrío:

-No es nada: tal vez me levanté sin precaución, y me he resfriado.

Tenía las manos y los pies yertos, y calenturienta la frente.

A la media hora, María y mi madre se hallaban ya en traje de casa. Se sirvió el almuerzo, pero ellas no asistieron al comedor. Al levantarme de la mesa, llegó Emma a decirme que mi padre me llamaba.

La fiebre había tomado incremento. María estaba en pie y recostada contra una de las columnas de la cama: Emma a su lado y mi madre a la cabecera.

-Apaguen algunas de esas luces -decía mi padre a tiempo que yo entraba.

Sólo una había, y estaba en la mesa que le ocultaban las cortinas.

-Aquí está ya Efraín -le dijo mi madre.

Nos pareció que no había oído. Pasado un momento, dijo como para sí:

-Esto no tiene sino un remedio. ¿Por qué no viene Efraín para despachar de una vez todo?

Le hice notar que estaba presente.

-Bueno -continuó-; tráelas para firmarlas.

Mi madre apoyaba la frente sobre una de las manos. María y Emma trataban de saber, mirándome, si existían realmente tales cartas.

-Así que usted esté más reposado se despachará todo mejor.

-¡Qué hombre!, ¡qué hombre! -murmuró, y se quedó en seguida aletargado.

Llamóme mi madre al salón y me dijo:

-Me parece que debemos llamar al doctor: ¿qué dices?

-Creo que debe llamársele; porque aunque la fiebre pase, nada se pierde con hacer que venga, y si...

-No, no -interrumpió ella-: siempre que alguna enfermedad le empieza así, es grave.

Luego que despaché un paje en busca del médico, volví al lado de mi padre, quien me llamaba otra vez.

-¿A qué hora volvieron? -me preguntó.

-Hace más de una hora.

-¿Dónde está tu madre?

-Voy a llamarla.

-Que no sepa nada.

-Sí, señor; esté usted tranquilo.

-¿Pusiste esa posdata a la carta?

-Sí, señor.

-¿Sacaste del armario aquella correspondencia y los recibos?

Lo dominaba de seguro la idea de remediar la pérdida que había sufrido. Había oído mi madre este último diálogo, y como él pareciese quedarse dormido, me preguntó:

-¿Ha tenido tu padre alguna molestia en estos días? ¿Ha recibido alguna mala noticia? ¿Qué es lo que no quiere que yo sepa?

-Nada ha sucedido, nada que se le oculte a usted -le respondí fingiendo la mayor naturalidad que me fue posible.

-Entonces ¿qué significa ese delirio? ¿Quién es el hombre de quien parece quejarse?... ¿De qué cartas habla tanto?

-No puedo adivinarlo, señora.

Ella no quedó satisfecha de mis contestaciones; pero yo no debía darle otras.

A las cuatro de la tarde llegó el médico. La fiebre no había cedido, y el enfermo continuaba delirando en unos ratos, aletargado en otros. Todos los remedios caseros que para el supuesto resfriado se le aplicaban, habían sido hasta entonces ineficaces.

Habiendo el doctor dispuesto que se preparase un baño de tina y lo necesario para aplicarle a mi padre unas ventosas, fue conmigo a mi cuarto. Mientras confeccionaba una poción, traté de saber su concepto sobre la enfermedad.

-Es probablemente una fiebre cerebral -me dijo.

-¿Y ese dolor de que se queja en la región del hígado?

-No tiene que ver con lo otro, pero no es despreciable.

-¿Le parece a usted muy grave el mal?

-Así suelen empezar estas fiebres, pero si se atacan en tiempo, se logra muchas veces vencerlas. ¿Se ha fatigado mucho su padre en estos días?

-Sí, señor: estuvimos hasta ayer en las haciendas de abajo, y tuvo mucho que hacer.

-¿Ha tenido alguna contrariedad, algún disgusto serio?

-Creo que debo hablar a usted con la franqueza que exigen las circunstancias. Hace tres días recibió la noticia de que un negocio con cuyo buen éxito necesitaba contar, se había desgraciado.

-¿Y le hizo aquello mucha impresión? Discúlpeme usted si le hablo de esta manera; creo indispensable hacerlo. Ocasiones tendrá usted durante sus estudios, y más frecuentemente en la práctica, para convencerse de que existen enfermedades que proviniendo de sufrimientos del ánimo, se disfrazan con los síntomas de otras, o se complican con las más conocidas por la ciencia.

-Puede estar usted casi seguro de que esa desgracia de que le he hablado, ha sido la causa principal de la enfermedad. Es, sí, indispensable advertir a usted que mi madre ignora lo ocurrido, porque mi padre así lo ha querido para evitarle el pesar que era consiguiente.

-Está bien: ha hecho usted perfectamente en hablarme de ese modo: esté cierto de que yo sabré aprovecharme prudentemente del secreto. ¡Cuánto siento todo eso! Ahora iremos por camino más conocido. Vamos -agregó poniéndose en pie, y tomando la copa en que había mezclado las drogas-: creo que esto hará muy buen efecto.

Eran ya las dos de la mañana. La fiebre no había cedido un punto.

El doctor, después de velar hasta esa hora, se retiró suplicando lo llamásemos si se presentaba algún síntoma alarmante.

La estancia, alumbrada escasamente, estaba en profundo silencio.

Permanecía mi madre en una butaca de la cabecera: por el movimiento de sus labios y por la dirección de sus miradas, fijas en un Ecce-Homo, colgado sobre la puerta que daba entrada del salón al aposento, podía conocerse que oraba. Ya, por las palabras que del delirio de mi padre había anudado, nada de lo ocurrido se le ocultaba. A los pies de la cama, arrodillada sobre un sofá y medio oculta por las cortinas, procuraba María volver el calor a los pies del enfermo, que se había quejado nuevamente de frío. Acerquéme a ella para decirle muy quedo:

-Retírate a descansar un rato.

-¿Por qué? -me respondió levantando la cabeza, que tenía apoyada en uno de los brazos: cabeza tan bella en el desaliño de la velada como cuando estaba adornada primorosamente en el paseo de la mañana anterior.

-Porque te va a hacer mal pasar toda la noche en vela.

-No lo creas; ¿qué hora es?

-Van a ser las tres.

-Yo no estoy cansada: pronto amanecerá: duerme tú mientras tanto, y si fuere necesario te haré llamar.

-¿Cómo están los pies?

-¡Ay! muy fríos.

-Deja que te reemplace ahí algún rato, y después me retiraré.

-Está bien -respondió levantándose con tiento para no hacer el menor ruido.

Me entregó el cepillo, sonriendo al enseñarme cómo debía tomarlo para frotar las plantas. Luego que hube tomado su puesto, me dijo:

-No es sino por un momento, mientras voy a ver qué tiene Juan y vuelvo.

El chiquito había despertado y la llamaba, extrañando no verla cerca. Se oyó después la voz acallada de María que decía ternezas a Juan, para lograr que no se levantase, y el ruido de los besos con que lo acariciaba. No tardó el reloj en dar las tres: María tornó a reclamarme su asiento.

-¿Es tiempo de la bebida? -le pregunté.

-Creo que sí.

-Pregúntale a mi madre.

Llevando ésta la poción y yo la luz, nos acercamos al lecho. A nuestros llamamientos abrió mi padre los ojos, notablemente inyectados, y procuró hacerles sombra con una mano, molestado por la luz. Se le instó para que tomase la bebida. Incorporóse volviendo a quejarse de dolor en el costado derecho; y después de examinar con mirada incierta cuanto le rodeaba, dijo algunas palabras en las cuales se oyó «sed».

-Esto la calmará -le observó mi madre presentándole el vaso.

Él se dejó caer sobre las almohadas, diciendo al llevarse entrambas manos al cerebro:

-¡Aquí!

Logramos de nuevo que hiciera un esfuerzo para levantarse; pero inútilmente.

El semblante de mi madre dejaba conocer lo que aquella postración la acobardaba.

Sentándose María al borde de la cama y apoyada en las almohadas, dijo al enfermo con su voz más cariñosa:

-Papá, procure levantarse para tomar esto; yo voy a ayudarle.

-Veamos, hija -contestó con voz débil.

Ella consiguió recostarlo en su pecho, mientras lo sostenía por la espalda con el brazo izquierdo. Las negras trenzas de María sombrearon aquella cabeza cana y venerable a que tan tiernamente ofrecía ella su seno por cojín.

Una vez tomada la poción, mi madre me entregó el vaso y María volvió a colocar suavemente a mi padre sobre las almohadas.

-¡Ay! ¡Jesús! ¡cómo se ha postrado! -me dijo ésta en voz muy baja, luego que estuvimos cerca de la mesa donde colocaba ella la luz.

-Esa bebida es narcótica -le indiqué por tranquilizarla.

-Pero el delirio no es tan constante ya. ¿Qué te ha dicho el doctor?

-Que es necesario esperar un poco para hacer remedios más enérgicos.

-Vete a acostar, que con nosotras hay ya: oye, son las tres y media. Yo despertaré a Emma para que me acompañe, y tú conseguirás que mamá descanse también un rato.

-Te has puesto pálida; esto va a hacerte muchísimo daño.

Ella estaba frente al espejo del tocador de mi madre, y se miró en él pasándose las manos por las sienes para medio arreglarse los cabellos al responderme:

-No tanto: verás cómo nada se me nota.

-Si descansas un rato ahora, puede ser; te haré llamar cuando sea de día.

Conseguí que las tres me dejaran solo, y me senté a la cabecera.

El sueño del enfermo continuó intranquilo, y a veces se le percibían palabras mal articuladas del delirio.

Durante una hora desfilaron en mi imaginación todos los cuadros horrorosos que vendrían en pos de una desgracia, en la cual no podía detenerme a pensar sin que se contrajera mi corazón dolorosamente.

Empezaba a amanecer: algunas líneas luminosas entraban por las rendijas de las puertas y ventanas; la luz de la lámpara fue haciéndose más y más pálida: se oían ya los cantos de los coclíes y los de las aves domésticas.

Entró el doctor.

-¿Lo han llamado a usted? -le pregunté.

-No; es que necesito estar aquí ahora. ¿Cómo ha continuado?

Le indiqué lo que había yo observado; tomó el pulso, mirando al mismo tiempo su reloj.

-Absolutamente nada -dijo como para sí-. ¿La bebida? -añadió.

-La ha tomado una vez más.

-Démosle otra toma; y para no incomodarlo de nuevo, le pondremos ahora los cáusticos.

Hicímoslo todo ayudados por Emma.

El médico estaba visiblemente preocupado.




ArribaAbajo- XXXVII -

Después de tres días, la fiebre resistía aún a todos los esfuerzos del médico para combatirla: los síntomas eran tan alarmantes que ni a él mismo le era posible ocultar en ciertos momentos la angustia que lo dominaba.

Eran las doce de la noche. El doctor me llamó disimuladamente al salón para decirme:

-Usted no desconoce el peligro en que se halla su padre: no me queda ya otra esperanza que la que tengo en los efectos de una copiosa sangría que voy a darle, para lo cual está preparado convenientemente. Si ella y los medicamentos que ha tomado esta tarde, no producen de aquí al amanecer una excitación y un delirio crecientes, es difícil conseguir ya una crisis. Es tiempo de manifestar a usted -continuó después de alguna pausa- que si al venir el día no se hubiere presentado esa crisis, nada me resta por hacer. Por ahora haga usted que la señora se retire, porque, suceda o no lo que deseo, ella no debe estar en la habitación: es más de media noche, y ése es un buen pretexto para suplicarle tome algún descanso. Si usted lo juzga conveniente, ruegue también a las señoritas que nos dejen solos.

Le observé que estaba seguro de que ellas se resistirían y que dado que se consiguiera, aquello podía desconsolar más a mi madre.

-Veo que usted se hace cargo de lo que está pasando, sin perder el valor que el caso requiere -me dijo examinando escrupulosamente a la luz de la bujía inmediata, las lancetas de su estuche de bolsillo-. No hay que desesperar todavía.

Salimos del salón para ir a poner por obra lo que él estimaba como último recurso.

Mi padre estaba dominado por el mismo sopor: durante el día y lo corrido de la noche, no había cesado el delirio. Su inmovilidad tenía algo de la que produce el agotamiento de las últimas fuerzas: casi sordo a todo llamamiento, solamente los ojos, que abría con dificultad algunas veces, dejaban conocer que oía; y su respiración era anhelosa.

Mi madre sollozaba sentada a la cabecera de la cama, apoyada la frente en los almohadones y teniendo entre las manos una de las de mi padre. Emma y María, ayudadas por Luisa, que aquella noche había venido a reemplazar a sus hijas, preparaban los útiles para el baño en que se iba a dar la sangría.

Mayn pidió la luz; María la acercó a la cama: por el rostro le rodaban como a su pesar algunas lágrimas, mientras el médico estuvo haciendo el examen que deseaba.

A la hora, terminado ya todo lo que el doctor estimaba como extremo recurso, nos dijo:

-Cuando el reloj dé las dos y media, debo estar aquí; pero si me vence el sueño, que me llamen.

Señalando en seguida al enfermo, añadió:

-Se le debe dejar en completa calma.

Y se retiró después de haber dicho casi risueño alguna chanza a las muchachas sobre la necesidad que tienen los viejos de dormir a tiempo: jovialidad digna de agradecérsele, pues que no tenía más objeto que tranquilizarlas.

Mi madre volvió a ver si lo que durante una hora se había estado haciendo producía algún efecto consolador; pero logramos convencerla de que el doctor estaba lleno de esperanzas para el día siguiente; y abrumada por el cansancio, se durmió en el departamento de Emma, donde quedó Luisa haciéndole compañía.

Dio las dos el reloj.

María y Emma sabían ya que el doctor deseaba la manifestación de ciertos síntomas, y espiaron largo tiempo con anhelosa curiosidad el sueño de mi padre. El enfermo parecía más tranquilo, y había pedido una vez agua, aunque con voz muy débil, bastante inteligible, lo cual les hizo concebir esperanza de que la sangría produjera buenos resultados.

Emma, después de inútiles esfuerzos para evitarlo, se durmió en la poltrona que estaba a la cabecera de la cama. María, reclinada al principio en uno de los brazos del pequeño sofá que ocupábamos, había dejado caer sobre éste, rendida al fin, la cabeza, cuyo perfil resaltaba en el damasco color de púrpura de los almohadones: habiéndosele desembozado el pañolón de seda que llevaba, negreaba rodado sobre el nevado linón de la falda, que con los boleros ajados parecía, a favor de la sombra, formada de espumas. En medio del silencio que nos rodeaba se percibía su respiración, suave como la de un niño que se ha dormido en nuestros brazos.

Sonaron las tres. El ruido del reloj hizo hacer un ligero movimiento a María como para incorporarse; pero fue más poderoso otra vez el sueño que su voluntad. Hundida la cintura en el ropaje que de ella descendía a la alfombra, quedaba visible un pie casi infantil, calzado con una chinela roja salpicada de lentejuelas.

Yo la contemplaba con indecible ternura, y mis ojos, vueltos algunas veces hacia el lecho de mi padre, tornaban a buscarla, porque mi alma estaba allí, acariciando esa frente, escuchando los latidos de ese corazón, esperando oír a cada instante alguna palabra que me revelase alguno de sus sueños, porque sus labios como que intentaban balbucirla.

Un quejido doloroso del enfermo interrumpió aquel enajenamiento aliviador de mi espíritu; y la realidad reapareció tan espantosa como era.

Acerquéme al lecho: mi padre, que se apoyaba en uno de sus brazos, me miró con tenaz fijeza, diciéndome al cabo:

-Acércame la ropa, que es muy tarde ya.

-Es de noche, señor -le respondí.

-¿Cómo de noche? Quiero levantarme.

-Es imposible -le observé suavemente-; ¿no ve usted que le causaría mucho daño?

Dejó caer otra vez la cabeza en los almohadones, y pronunciaba en voz baja palabras que no entendí, mientras movía las manos pálidas y enflaquecidas, cual si estuviese haciendo una cuenta. Viéndole buscar alguna cosa a su lado, le presenté mi pañuelo.

-Gracias -me dijo, cual si hablase con un extraño; y después de enjugarse los labios con él, buscó sobre la colcha que lo cubría, un bolsillo para guardarlo.

Volvió a quedarse dormido algunos momentos. Me acercaba a la mesa para saber la hora en que el delirio había empezado, cuando él, sentado en la cama y descorriendo las cortinas que le ocultaban la luz, dejó ver la cabeza lívida y de asombrado mirar, diciéndome:

-¿Quién está ahí?... ¡Ola! ¡ola!

Sobrecogido de cierto espanto invencible, a pesar de lo que prometía aquel delirio tan semejante a la locura, procuré reducirlo a que se recostara. Clavando él en mí una mirada casi terrible, preguntó:

-¿No estuvo él aquí? En este momento se ha levantado de esa silla.

-¿Quién?

Pronunció el nombre que yo me temía.

Pasado un cuarto de hora, incorporóse otra vez diciéndome con voz más vigorosa ya:

-No le permitan que entre; que me espere. A ver la ropa.

Le supliqué que no insistiera en levantarse, pero en tono imperativo replicó:

-¡Oh! ¡qué necedad!... ¡la ropa!

Se me ocurrió que María, que había ejercido sobre él en momentos semejantes tan poderosa influencia, podría ayudarme; mas no me resolví a separarme del lecho, temeroso de que mi padre se levantase. El estado de debilidad real en que se hallaba, le impedía permanecer mucho tiempo sentado; y volvió a reclinarse aparentemente tranquilo. Entonces me acerqué a María, y tomándole la mano que le pendía sobre la falda, la llamé muy quedo. Ella, sin apartar la mano de la mía, se incorporó sin abrir los ojos; mas luego que me vio se apresuró a cubrirse los hombros con el pañolón, y poniéndose en pie me dijo:

-¿Qué se necesita, ha?

-Es -le respondí- que el delirio ha empezado, y deseo que me acompañes por si el acceso es muy fuerte.

-¿Cuánto tiempo hace?

-Va para una hora.

Se acercó al lecho casi contenta por la buena noticia que yo le daba, y alejándose en puntillas de él, vino a decirme:

-Pero está dormido otra vez.

-Ya verás que eso dura poco.

-¿Y por qué no me habías despertado antes?

-Dormías tan profundamente que me dio pena hacerlo.

-¿Y Emma también? Ella tiene la culpa de que me haya dormido yo.

Se acercó a Emma y me dijo:

-Mira qué linda está. ¡Pobre! ¿la llamamos?

-Ya ves -le contesté-, que da lástima despertar a quien duerme así.

Le tomó el labio inferior a mi hermana, y cogiéndole después con ambas manos la cabeza, la llamó inclinándose hasta que se tocaron sus frentes. Emma despertó casi asustada, pero sonriendo al punto, tomó en las suyas las manos con que María le acariciaba las sienes.

Mi padre acababa de sentarse con más facilidad de la que hasta entonces había tenido. Permaneció unos momentos silencioso y como espiando los ángulos oscuros del aposento. Las muchachas lo miraban aterradas.

-¡Voy allá! -prorrumpió él al fin-; ¡voy en este instante!

Buscó algo sobre la cama, y dirigiéndose de nuevo a quien creía lo esperaba, añadió:

-Perdone usted que lo haga esperar un instante.

Y dirigiéndose a mí:

-Mi ropa... ¿qué es esto? ¡la ropa!

María y Emma permanecían inmóviles.

-Es que no está aquí -le respondí-; han ido a traerla.

-¿Para qué se la han llevado?

-La habrán ido a cambiar por otra.

-Pero ¿qué demora es ésta? -dijo enjugándose el sudor de la frente. ¿Los caballos están listos? -continuó.

-Sí, señor.

-Vaya diga a Efraín que lo espero para que montemos antes de que se haga tarde. ¡Muévase, hombre! Juan Ángel, el café. ¡No, no... esto es intolerable!

Y se acercaba al borde de la cama para saltar al suelo: María aproximóse a él diciéndole:

-No, papá, no haga eso.

-¿Que no qué? -le respondió con aspereza.

-Que si se levanta, se impacientará el doctor, porque le hará a usted mal.

-¿Qué doctor?

-Pues el médico que ha venido a verlo, porque usted está enfermo.

-Yo estoy bueno, ¿oyes? ¡bueno!; y quiero levantarme. ¿Ese niño dónde está, que no parece?

-Es necesario que yo llame a Mayn -dije al oído a María.

-No, no -me contestó, deteniéndome de una mano y ocultándole con su cuerpo aquel ademán a mi padre.

-Pero si es indispensable.

-Es que no debes dejarnos solas. Dile a Emma que vaya a despertar a Luisa para que lo llame.

Lo hice así, y Emma salió.

Mi padre insistía, irritado ya, en levantarse. Hube de alcanzarle la ropa que pedía y me resolví a ayudarle a vestirse, cerrando antes las cortinas. Saltó de la cama inmediatamente que se creyó vestido. Estaba lívido, contraído el ceño; agitábale los labios un temblor constante cual si estuviese poseído de ira, y sus ojos tenían un brillo siniestro al girar en las órbitas buscando algo por todas partes. El pie sangrado le impedía andar bien, a pesar de que había aceptado mi brazo para apoyarse. María, en pie, las manos cruzadas sobre la falda y dejando conocer en su rostro el afán y el dolor que la angustiaban, no se atrevía a dar un paso hacia nosotros.

-Abra esa puerta -dijo mi padre acercándose a la que conducía al oratorio.

Le obedecí. El oratorio estaba sin luz. María se apresuró a precedernos con una, y colocándola cerca de aquella bella imagen de la Virgen que tanto se le parecía, pronunció palabras que no oí, y sus ojos suplicantes se fijaron arrasados de lágrimas en el rostro de la imagen. Mi padre se detuvo en el umbral. Su mirada se hizo menos intranquila, y se apoyó con mayor fuerza en mi brazo.

-¿Desea usted sentarse? -le pregunté.

-Sí... bueno... vamos -respondió con voz casi suave.

Lo había vuelto yo a acomodar en la cama cuando entró el doctor: se le refirió lo que había pasado y se mostró contento, después de pulsarlo.

A la media hora, se acercó Mayn otra vez a examinar al enfermo, que dormía profundamente: preparó una poción y entregándosela a María, le dijo:

-Usted va a darle esto, instándole para que lo tome con esa dulzurita que tenemos.

Ella tomó la copa con cierto temor, y nos acercamos a la cama llevando yo la luz. El doctor se ocultó tras de las cortinas para observar al enfermo sin ser visto.

María llamó a mi padre con su más suave acento. Él, luego que despertó, se llevó la mano al costado, quejándose al mismo tiempo; fijóse en María, que le instaba para que tomase la poción, y le dijo:

-Por cucharadas; no puedo levantarme.

Ella empezó a darle así la bebida.

-¿Está dulce? -le preguntó.

-Sí, pero basta con eso ya.

-¿Tiene mucho sueño?

-Sí. ¿Qué hora es?

-Va a amanecer.

-¿Tu mamá?

-Descansando un rato. Tome unas cucharadas más de esto, y dormirá muy bien después.

Él significó con la cabeza que no. María buscó los ojos del médico para consultarle, y él le hizo seña para que le diera más de la bebida. El enfermo se resistía, y ella le dijo haciendo ademán de que probaba el contenido de la copa:

-Si es muy agradable. Otra cucharada, otra, y no más.

Los labios de mi padre se contrajeron intentando sonreír, y recibieron el líquido. María se los enjugó con su pañuelo, diciéndole con la misma ternura con que solía despedirse de Juan después de dejarlo acostado:

-Bueno, pues: ahora dormir mucho.

Y cerró las cortinas.

-Con una enfermera como usted -le observó el doctor a tiempo que ella colocaba la luz sobre la mesa- no se moriría ninguno de mis enfermos...

-¿Es decir que ya?... -le interrumpió ella.

-Respondo de todo.




ArribaAbajo- XXXVIII -

Pasados diez días, mi padre estaba convaleciente, y la alegría había vuelto a nuestra casa. Cuando una enfermedad nos ha hecho temer la pérdida de una persona amada, aquel temor aviva nuestros más dulces afectos hacia ella, y hay en los cuidados que le prodigamos, alejado ya el peligro, una ternura capaz de desarmar a la muerte misma.

Había recomendado el médico que se procurase al espíritu del enfermo la mayor tranquilidad posible. Se evitaba cuidadosamente hablarle de negocios. Luego que pudo levantarse, le instamos que eligiera un libro para leerle en algunos ratos, y escogió el Diario de Napoleón en Santa Elena, lectura que siempre lo conmovía hondamente.

Reunidos en el costurero de mi madre, nos turnábamos para leerle Emma, María y yo; y si lo notábamos alguna vez dominado por la tristeza, Emma tocaba la guitarra para distraerlo. Otras veces solía él hablarnos de los días de su niñez, de sus padres y hermanos, o nos refería con entusiasmo los viajes que había hecho en su primera juventud. En ocasiones se chanceaba con mi madre criticando las costumbres del Chocó, por reír al oírla hacer la defensa de su tierra natal.

-¿Cuántos años tenía yo cuando nos casamos? -le preguntó una vez, después de haber hablado de los primeros días de su matrimonio y de un incendio que los dejó completamente arruinados a los dos meses de verificado aquél.

-Veintiuno -respondió ella.

-No, hija; tenía veinte. Yo engañé a la señora (así llamaba a su suegra) temeroso de que me creyese muy muchacho. Como las mujeres, cuando sus maridos empiezan a envejecer, nunca recuerdan bien los años que ellos tienen, fácil me ha sido luego rectificar la cuenta.

-¿Veinte años no más? -preguntó Emma admirada.

-Ya lo oyes -respondió mi madre.

-Y usted ¿cuántos, mamá? -preguntó María.

-Yo tenía dieciséis: un año más de los que tienes tú.

-Pero dile que te cuente -dijo mi padre- la importancia que se daba para conmigo desde que tuvo quince, que fue entonces cuando yo resolví casarme con ella y hacerme cristiano.

-A ver, mamá -dijo María.

-Pregúntale a él primero -respondió mi madre-, a qué se resolvió por eso que él llama la importancia que para con él me daba.

Todos nos volvimos hacia mi padre; y él dijo:

-A casarme.

Interrumpió aquella conversación la llegada de Juan Ángel, que venía del pueblo trayendo la correspondencia. Entregó algunos periódicos y dos cartas, ambas firmadas por el señor A***, y una de ellas de fecha bastante atrasada.

Luego que vi las firmas, se las pasé a mi padre.

-¡Ah! sí -dijo devolviéndomelas-; esperaba cartas de él.

La primera se reducía a anunciar que no podría emprender su viaje a Europa sino pasados cuatro meses, lo cual avisaba para que no se precipitasen los preparativos del mío. No me atreví a dirigir una sola mirada a María, temeroso de provocar una emoción mayor que la que me dominaba; pero vino en mi ayuda la reflexión que hice instantáneamente de que si mi viaje no se frustraba, me quedaban aún más de tres meses de felicidad. María estaba pálida, y pretextaba buscar algo en su cajita de costura que tenía sobre las rodillas. Mi padre, completamente tranquilo, esperó a que yo concluyese la lectura de la primera carta, para decir:

-Qué se va a hacer: veamos la otra.

Leí los primeros renglones, y comprendiendo que iba a serme imposible disimular mi turbación, me acerqué a la ventana como para ver mejor, y poder dar así la espalda a los que oían. La carta decía literalmente esto, en su parte sustancial:

«Hace quince días que escribí a usted avisándole que me veía precisado a retardar por cuatro meses más mi viaje; pero habiéndose allanado cuándo y cómo yo no lo esperaba, los inconvenientes que se habían presentado, me apresuro a dirigirle esta carta con el objeto de anunciarle que el 30 del próximo enero estaré en Cali, donde espero encontrar a Efraín para que nos pongamos en marcha hacia el puerto el dos de febrero.

»Aunque tuve el pesar de saber que una grave enfermedad lo había tenido a usted en cama, poco después recibí la agradable noticia de que estaba ya fuera de peligro. Doy a usted y a su familia la enhorabuena por el pronto restablecimiento de su salud.

»Espero, pues, que no habrá inconveniente alguno para que usted me proporcione el placer de llevar la grata compañía de Efraín, por quien, como usted sabe, he tenido siempre tan particular cariño. Sírvase mostrarle esta parte de mi carta».

Cuando volví a buscar mi asiento, encontré las miradas de mi padre fijas en mí. María y mi hermana salían en aquel momento al salón, y ocupé la butaca que la primera acababa de dejar, por estar este asiento más a la sombra.

-¿Cuántos tenemos hoy? -preguntó mi padre.

-Veintiséis -le respondí.

-Nos queda solamente un mes; es necesario no dormirse.

Había en el acento con que pronunció aquellas palabras, y en su semblante, toda la tranquilidad que revela una resolución inmutable.

Un paje entró a avisarme que estaba listo el caballo que una hora antes le había mandado preparar.

-Cuando vuelvas de tu paseo -díjome mi padre-, contestaremos esa carta, y la llevarás tú mismo al pueblo, puesto que mañana debías de todos modos dar una vuelta a las haciendas.

-No me demoraré -dije saliendo.

Necesitaba disimular lo que sufría; llamar en la soledad aquella dulce esperanza que me había halagado para dejarme luego solo ante la realidad del temido viaje; necesitaba llorar a solas, para que María no viera mis lágrimas... ¡Ah! si ella hubiese podido saber cuántas brotaban de mi corazón en aquel instante, tampoco habría esperado ya.

Descendí a las anchas vegas del río, donde acercándose a las llanuras es menos impetuoso: formando majestuosas curvas, pasa al principio por en medio de colinas pulcramente alfombradas, de las que ruedan a unírsele torrentes espumosos, y sigue luego acariciando los follajes de los carboneros y guayabales de la orilla; se oculta después bajo las últimas cintas montañosas, donde parece darle en murmullos sus últimos adioses a la soledad, y al fin piérdese a lo lejos, muy lejos en la pampa azul, donde en aquel momento el sol al esconderse tornasolaba de lila y oro su raudal.

Cuando regresé ascendiendo por los tortuosos senderos de la ribera, la noche estaba engalanada ya con todos los esplendores del estío. Las albas espumas del río pasaban resplandecientes, y las ondas mecían los cañaverales como diciendo secretos a las auras que venían a peinarles los plumajes. Los no sombreados remansos reflejaban en su fondo temblorosas las estrellas; y donde los ramajes de la selva de una y otra orilla se enlazaban formando pabellones misteriosos, brillaba la luz fosfórica de las luciérnagas errantes. Sólo el grillar de los insectos nocturnos turbaba aquel silencio de los bosques; pero de tiempo en tiempo el bujío, guardián de las negras espesuras, revoloteaba a mi alrededor, haciéndome oír su silbido siniestro.

La casa, aunque iluminada ya, estaba silenciosa cuando entregué en la gradería el caballo a Juan Ángel.

Me esperaba mi padre paseándose en el salón: la familia se hallaba reunida en el oratorio.

-Has tardado -me dijo mi padre-: ¿quieres que escribamos esas cartas?

-Quisiera que antes habláramos algo sobre mi viaje.

-A ver -me contestó sentándose en un sofá.

Yo permanecí en pie cerca de una mesa y dando la espalda a la bujía que nos alumbraba.

-Después de la desgracia ocurrida -le dije; después de esa pérdida, cuyo valor puedo valuar, estimo indispensable manifestar a usted que no lo creo obligado a hacer el sacrificio que le exige la conclusión de mis estudios. Antes de que los intereses de la casa sufrieran este desfalco, indiqué a usted que me sería muy satisfactorio en adelante ayudarle en sus trabajos; y a su negativa de entonces nada pude replicar. Hoy las circunstancias son muy distintas: todo me hace esperar que usted aceptará mi ofrecimiento; y yo renuncio gustoso al bien que usted quiere hacerme enviándome a concluir mi carrera, porque es un deber mío relevar a usted de esa especie de compromiso que para conmigo tiene contraído.

-Todo eso -me respondió- está hasta cierto punto juiciosamente pensado. Aunque haya motivos para que hoy más que antes te sea temible ese viaje, no puedo dejar de conocer, a pesar de todo, que te dominan al hablar así nobles sentimientos. Pero debo advertirte que mi resolución es irrevocable. Los gastos que el resto de tu educación me cause, en nada empeorarán mi situación, y una vez concluida tu carrera, la familia cosechará abundante fruto de la semilla que voy a sembrar. Por lo demás -añadió después de una corta pausa, durante la cual volvió a pasearse por el salón-, creo que tienes el noble orgullo necesario para no pretender cortar lastimosamente lo que tan bien has empezado.

-Haré cuanto esté a mi alcance -le contesté completamente desesperanzado ya-, haré cuanto pueda para corresponder a lo que usted espera de mí.

-Así debe ser. Vete tranquilo. Estoy seguro de que a tu regreso ya habré conseguido llevar a cabo con fortuna los proyectos que tengo para pagar lo que debo. Tu posición será pues muy buena dentro de cuatro años, y María será tu esposa.

Permaneció silencioso otra vez por algunos momentos, y deteniéndose al fin delante de mí, dijo:

-Vamos, pues, a escribir: trae aquí lo necesario, no sea que me haga mal salir al escritorio.

Había acabado de dictarme una larga y afectuosa carta para el señor A***, y quiso que mi madre, que se presentó en ese momento en el salón, la oyera leer. Esto era en el fondo lo que leía yo a tiempo que María entró trayendo el servicio de té para mi padre, ayudada por Estefana:

«Efraín estará listo para marchar a Cali el treinta de enero; lo encontrará usted allí, y podrán seguir para la Buenaventura el dos de febrero, como usted lo desea».

Seguían las fórmulas de estilo.

María, a quien daba yo la espalda, puso sobre la mesa y al alcance de mi padre el plato y taza que llevaba. Quedó al hacerlo iluminada de lleno por la luz de la mesa: estaba casi lívida: al recibir la tetera que le presentaba Estefana, se apoyó con la mano izquierda en el espaldar de la silla que yo ocupaba, y tuvo que sentarse en el sofá inmediato mientras mi padre se servía el azúcar. Él le presentó la taza y ella se puso en pie para llenarla, pero le temblaba la mano de tal manera, que viendo mi padre que el té se derramaba, miró a María diciéndole:

-Basta... basta, hija.

No se le ocultaba a él la causa de aquella turbación. Siguiendo a María con la mirada mientras ella se dirigía apresuradamente al comedor, y fijándola después en mi madre, le hizo esta pregunta que sus labios no tenían necesidad de pronunciar:

-¿Ves esto?

Todos quedamos en silencio; y a poco salí yo con pretexto de llevar al escritorio los útiles que había traído.




ArribaAbajo- XXXIX -

A las ocho sonó la campanilla del comedor; pero no me consideré con la serenidad necesaria para estar cerca de María después de lo ocurrido.

Mi madre llamó a la puerta de mi cuarto.

-¿Es posible -me dijo cuando hubo entrado- que te dejes dominar así por este pesar? ¿No podrás, pues, hacerte tan fuerte como otras veces has podido? Así ha de ser, no sólo porque tu padre se disgustaría, sino porque eres el llamado a darle ánimo a María.

En su voz había al hablarme así, un dulce acento de reconvención hermanado con el más musical de la ternura.

Continuó haciéndome la relación de todas las ventajas que iba a reportarme aquel viaje, sin disimularme los dolores por los cuales tendría que pasar; y terminó diciéndome:

-Yo en estos cuatro años que no estarás a mi lado, veré en María no solamente a una hija querida sino a la mujer destinada a hacerte feliz y que tanto ha sabido merecer el amor que le tienes: le hablaré constantemente de ti y procuraré hacerle esperar tu regreso como premio de tu obediencia y de la suya.

Levanté entonces la cabeza, que sostenían mis manos sobre la mesa, y nuestros ojos, arrasados de lágrimas, se buscaron y se prometieron lo que los labios no saben decir.

-Ve, pues, al comedor -me dijo antes de salir-, y disimula cuanto te sea posible. Tu padre y yo hemos estado hablando mucho respecto de ti, y es muy probable que se resuelva a hacer lo que puede servirte ya de mayor consuelo.

Solamente Emma y María estaban en el comedor. Siempre que mi padre dejaba de ir a la mesa, yo ocupaba la cabecera. Sentadas a uno y otro lado de ella, me esperaban las dos. Se pasó algún espacio sin que hablásemos. Sus fisonomías, ambas tan bellas, denunciaban mayor pena que hubieran podido expresar: pero estaba menos pálida la de mi hermana, y sus miradas no tenían aquella brillante languidez de ojos hermosos que han llorado. Ésta me dijo:

-¿Vas por fin mañana a la hacienda?

-Sí, pero no me estaré allí sino dos días.

-Llevarás a Juan Ángel para que vea a su madre: tal vez se haya ella empeorado.

-Lo llevaré. Higinio escribe que Feliciana está peor y que el doctor Mayn, que la había estado recetando, ha dejado de hacerlo desde ayer, por haber seguido a Cali, donde se le llamaba con urgencia.

-Dile a Feliciana muchas cosas afectuosas en nuestro nombre -me dijo María-: que si sigue enferma, le suplicaremos a mamá que nos lleve a verla.

Emma volvió a interrumpir el silencio que había seguido al diálogo anterior, para decirme:

-Tránsito, Lucía y Braulio estuvieron aquí esta tarde y sintieron mucho no encontrarte: te dejaron muchas saludes. Nosotras habíamos pensado ir a verlas el domingo próximo: se han manejado tan finamente durante la enfermedad de papá.

-Iremos el lunes, que ya estaré yo aquí -le repuse.

-Si hubieras visto lo que se entristecieron cuando les hablé de tu viaje a Europa...

María me ocultó el rostro volviéndose como a buscar algo en la mesa inmediata, mas ya había yo visto brillar las lágrimas que ella intentaba ocultarnos.

Estefana vino en aquel momento a decirle que mi madre la llamaba.

Paseábame en el comedor con la esperanza de poder hablar a María antes de que se retirase. Emma me dirigía algunas veces la palabra como para distraerme de las penosas reflexiones que conocía me estaban atormentando.

La noche continuaba serena: los rosales estaban inmóviles: en las copas de los árboles cercanos no se percibía un susurro; y solamente los sollozos del río turbaban aquella calma y silencio imponentes. Sobre los ropajes turquíes de las montañas blanqueaban algunas nubes desgarradas, como chales de gasa nívea que el viento hiciese ondear sobre la falda azul de una odalisca; y la bóveda diáfana del cielo se arqueaba sobre aquellas cumbres sin nombre, semejante a una urna convexa de cristal azulado incrustada de diamantes.

María tardaba ya. Mi madre se acercó a indicarme que pasara al salón: me supuse que deseaba aliviarme con sus dulces promesas.

Sentado mi padre en un sofá, tenía a su lado a María, cuyos ojos no se levantaron para verme. Él me señaló un lugar desocupado cerca de ella. Mi madre se colocó en una butaca inmediata a la que ocupaba mi padre.

-Bien, mi hija -dijo éste a María, la cual con los ojos bajos aún, jugaba con una de las peinetitas de sus cabellos-; ¿quieres que repita la pregunta que te hice cuando tu mamá salió, para que me la respondas delante de Efraín?

Mi padre sonreía y ella meneó lentamente la cabeza en señal negativa.

-Y entonces ¿cómo haremos? -insistió él.

María se atrevió a mirarme un instante; y esa mirada me lo reveló todo: ¡aún no habían pasado todos nuestros días de felicidad!

-¿No es cierto -volvió a preguntarle mi padre- que prometes a Efraín ser su esposa cuando él regrese de Europa?

Ella volvió después de unos momentos de silencio a buscar mis ojos con los suyos, y ocultándome de nuevo sus miradas negras y pudorosas, respondió:

-Si él lo quiere así...

-¿No sabes si lo quiere? -le replicó casi riendo mi padre.

María calló sonrojada, y las vivas tintas que en sus mejillas mostró ese rubor, no desaparecieron de ellas aquella noche. Mirábala mi madre de la manera más tierna que ojos de madre pueden mirar. Creí por un instante que estaba gozando de alguno de esos sueños en que María me hablaba con aquel acento que le acababa de oír, y en que sus miradas tenían la brillante humedad que estaba yo espiando en ellas.

-¿Tú sabes que lo quiero así? ¿no es cierto? -le dije.

-Sí lo sé -contestó con voz apagada.

-Di a Efraín ahora -le dijo mi padre sin sonreírse ya- las condiciones con que tú y yo le hacemos esa promesa.

-Con la condición -dijo María-, de que se vaya contento... cuanto es posible.

-¿Cuál otra, hija?

-La otra es que estudie mucho para volver pronto... ¿no es?

-Sí -contestó mi padre, besándole la frente-; y para merecerte. Las demás condiciones las pondrás tú. ¿Conque te gustan? -añadió volviéndose a mí y poniéndose en pie.

Yo no tuve palabras que responderle; y estreché fuertemente entre las mías la mano que él me tendía al decirme:

-Hasta el lunes, pues; fíjate bien en mis instrucciones y lee muchas veces el pliego.

Mi madre se acercó a nosotros y abrazó nuestras cabezas juntándolas de modo que involuntariamente tocaron mis labios la mejilla de María; y salió dejándonos solos en el salón.

Largo tiempo debió correr desde que mi mano asió en el sofá la de María y nuestros ojos se encontraron para no cesar de mirarse, hasta que sus labios pronunciaron estas palabras:

-¡Qué bueno es papá! ¿no es verdad?

Le signifiqué que sí, sin que mis labios pudieran balbucir una sílaba.

-¿Por qué no hablas? ¿Te parecen buenas las condiciones que pone?

-Sí, María. ¿Y cuáles son las tuyas en pago de tanto bien?

-Una sola.

-Dila.

-Tú la sabes.

-Sí, sí; pero hoy sí debes decirla.

-Que me ames siempre así -respondió, y su mano se enlazó más estrechamente con la mía.




ArribaAbajo- XL -

Cuando llegué a las haciendas en la mañana del día siguiente, encontré en la casa de habitación al médico que reemplazaba a Mayn en la asistencia de Feliciana. Él, por su porte y fisonomía, parecía más un capitán retirado que lo que aseguraba ser. Me hizo saber que había perdido toda esperanza de salvar a la enferma, pues que estaba atacada de una hepatitis que en su último período resistía ya a toda clase de aplicaciones; y concluyó manifestándome ser de opinión que se llamara un sacerdote.

Entré al aposento donde se hallaba Feliciana. Ya estaba Juan Ángel allí, y se admiraba de que su madre no le respondiera al alabarle a Dios. El encontrar a Feliciana en tan desesperante estado no podía menos de conmoverme.

Di orden para que se aumentase el número de esclavas que le servían; hice colocarla en una pieza mas cómoda, a lo que ella se había opuesto humildemente, y se mandó por el sacerdote al pueblo.

Aquella mujer que iba a morir lejos de su patria; aquella mujer que tan dulce afecto me había tenido desde que fue a nuestra casa; en cuyos brazos se durmió tantas veces María siendo niña... Pero he aquí su historia, que referida por Feliciana con rústico y patético lenguaje, entretuvo algunas veladas de mi infancia.

Magmahú había sido desde su adolescencia uno de los jefes más distinguidos de los ejércitos de Achanti, nación poderosa del África occidental. El denuedo y pericia que había mostrado en las frecuentes guerras que el rey Say Tuto Kuamina sostuvo con los Achimis hasta la muerte de Orsué, caudillo de éstos; la completa victoria que alcanzó sobre las tribus del litoral sublevadas contra el rey por Carlos Macharty, a quien Magmahú mismo dio muerte en el campo de batalla, hicieron que el monarca lo colmara de honores y riquezas, confiándole al propio tiempo el mando de todas sus tropas, a despecho de los émulos del afortunado guerrero, los cuales no le perdonaron nunca el haber merecido tamaño favor.

Pasada la corta paz conseguida con el vencimiento de Macharty, pues los ingleses, con ejército propio ya, amenazaban a los Achantis, todas las fuerzas del reino salieron a campaña.

Empeñóse la batalla, y pocas horas bastaron a convencer a los ingleses de la insuficiencia de sus mortíferas armas contra el valor de los africanos. Indecisa aún la victoria, Magmahú, resplandeciente de oro, y terrible en su furor, recorría las huestes animándolas con su intrepidez; y su voz dominaba el estruendo de las baterías enemigas. Pero en vano envió órdenes a los jefes de las reservas para que entrasen en combate atacando el flanco más debilitado de los invasores. La noche interrumpió la lucha; y cuando a la primera luz del siguiente día pasó revista Magmahú a sus tropas, diezmadas por la muerte y la deserción y acobardadas por los jefes que impidieron la victoria, comprendió que iba a ser vencido, y se preparó para luchar y morir. El rey, que llegó en tales terribles momentos al campo de sus huestes, las vio, y pidió la paz. Los ingleses la concedieron y celebraron tratados con Say Tuto Kuamina. Desde aquel día perdió Magmahú el favor de su rey.

Irritado el valiente jefe con la injusta conducta del monarca, y no queriendo dar a sus émulos el placer de verle humillado, resolvió expatriarse. Antes de partir determinó arrojar a las corrientes del Tando la sangre y las cabezas de sus más hermosos esclavos, como ofrenda a su Dios. Sinar era entre ellos el más joven y apuesto. Hijo éste de Orsué, el desdichado caudillo de los Achimis, cayó prisionero lidiando valeroso en la sangrienta jornada en que su padre fue vencido y muerto; mas temiendo Sinar y sus compatriotas esclavos la saña implacable de los Achantis, les habían ocultado la noble estirpe del prisionero que tenían.

Solamente Nay, única hija de Magmahú, conoció aquel secreto. Siendo niña cuando Sinar vino como siervo a casa del vencedor de Orsué, la cautivó al principio la digna mansedumbre del joven guerrero, y más tarde su ingenio y hermosura. Él le enseñaba las danzas de su tierra natal, los amorosos y sentidos cantares del país de Bambuk; le refería las maravillosas leyendas con que su madre lo había entretenido en la niñez; y si algunas lágrimas rodaban entonces por la tez úvea de las mejillas del esclavo, Nay solía decirle:

-Yo pediré tu libertad a mi padre para que vuelvas a tu país, puesto que eres tan desdichado aquí.

Y Sinar no respondía; mas sus grandes ojos dejaban de llorar y miraba a su joven señora de manera que ella parecía en aquellos momentos la esclava.

Un día en que Nay, acompañada de su servidumbre, había salido a pasearse por las cercanías de Cumasia, Sinar, que guiaba el bello avestruz en que iba sentada su señora como sobre blancos cojines de Bornú, hizo andar al ave tan precipitadamente, que a poco se encontraron a gran distancia de la comitiva. Sinar, deteniéndose, con las miradas llameantes y una sonrisa de triunfo en los labios, dijo a Nay señalándole el valle que tenían a los pies:

-Nay, he allí el camino que conduce a mi país: yo voy a huir de mis enemigos, pero tú irás conmigo: serás reina de los Achimis, y la única mujer mía: yo te amaré más que a la madre desventurada que llora mi muerte, y nuestros descendientes serán invencibles llevando en sus venas mi sangre y la tuya. Mira y ven: ¿quién se atreverá a ponerse en mi camino?

Al decir estas últimas palabras levantó el ancho manto de piel de pantera que le caía de los hombros, y bajo él brillaron las culatas de dos pistolas y la guarnición de un sable turco ceñido con un chal rojo de Zerbi.

Sinar de rodillas, cubrió de besos los pies de Nay pendientes sobre el mullido plumaje del avestruz, y éste halaba cariñoso con el pico los vistosos ropajes de su señora.

Muda y absorta ella al oír las amorosas y tremendas palabras del esclavo, reclinó al fin sobre su regazo la bella cabeza de Sinar diciéndole:

-Tú no quieres ser ingrato conmigo, y dices que me amas y me llevas a ser reina en tu patria; yo no debo ser ingrata con mi padre, que me amó antes que tú, y a quien mi fuga causaría la desesperación y la muerte. Espera y partiremos juntos con su consentimiento; espera, Sinar, que yo te amo...

Y Sinar se estremeció al sentir sobre su frente los ardientes labios de Nay.

Días y días corrieron, y Sinar esperaba, porque en su esclavitud era feliz.

Salió Magmahú a campaña contra las tribus insurreccionadas por Macharty, y Sinar no acompañó a su señor a la guerra como los otros esclavos. Él había dicho a Nay:

-Prefiero la muerte antes que combatir contra pueblos que fueron aliados de mi padre.

Ella, en vísperas de marchar las tropas, dio a su amante, sin que él lo echase de ver, una bebida en la cual había dezumado una planta soporífera; y el hijo de Orsué quedó así imposibilitado para marchar, pues que permaneció por varios días dominado de un sueño invencible, el cual interrumpía Nay a voluntad, derramándole en los labios un aceite aromático y vivificante.

Mas declarada después la guerra por los ingleses a Say Tuto Kuamina, Sinar se presentó a Magmahú para decirle:

-Llévame contigo a las batallas: yo combatiré a tu lado contra los blancos; te prometo que mereceré comer corazones suyos asados por los sacerdotes, y que traeré en el cuello collares de dientes de los hombres rubios.

Nay le dio bálsamos preciosos para curar heridas: y poniendo plumas sagradas en el penacho de su amante, roció con lágrimas el ébano de aquel pecho que ella acababa de ungir con odorífico aceite y polvos de oro.

En la sangrienta jornada en que los jefes achanteas, envidiosos de la gloria de Magmahú, le impidieron alcanzar victoria sobre los ingleses, una bala de fusil rompió el brazo izquierdo de Sinar.

Terminada la guerra y hecha la paz, el intrépido capitán de los Achantis volvió humillado a su hogar; y Nay durante algunos días, sólo dejó de enjugar el lloro que la ira arrancaba a su padre, para ir ocultamente a dar alivio a Sinar curándole amorosamente la herida.

Tomada por Magmahú la resolución de abandonar la patria y ofrecer aquel sangriento sacrificio al río Tando, habló así a su hija:

-Vamos, Nay, a buscar suelo menos ingrato que éste para mis nietos. Los más bellos y famosos jefes del Gambia, país que visité en mi juventud, se engreirán de darme asilo en sus hogares, y de preferirte a sus más bellas mujeres. Estos brazos están todavía fuertes para combatir, y poseo suficientes riquezas para ser poderoso dondequiera que un techo nos cubra... Pero antes de partir es necesario que aplaquemos la cólera del Tando, ensañado contra mí por mi amor a la gloria, y que le sacrifiquemos lo más granado de nuestros esclavos; Sinar entre ellos el primero...

Nay cayó sin sentido al oír aquella terrible sentencia, dejando escapar de sus labios el nombre de Sinar. La recogieron sus esclavas, y Magmahú fuera de sí, hizo venir a Sinar a su presencia. Desenvainado el sable, le dijo tartamudeando de ira:

-¡Esclavo! has puesto tus ojos en mi hija; en castigo haré que se cierren para siempre.

-Tú lo puedes -respondió sereno el mancebo-: no será la mía la primera sangre de los reyes de los Achimis con que tu sable se enrojece.

Magmahú quedó desconcertado al oír tales palabras, y el temblor de su diestra hacía resonar sobre el pavimento el corvo alfanje que empuñaba.

Nay, desasiéndose de sus esclavas, que aterradas la detenían, entró a la habitación donde estaban Sinar y Magmahú, y abrazándosele a éste de las rodillas, bañábale con lágrimas los pies, exclamando:

-¡Perdónanos, señor, o mátanos a ambos!

El viejo guerrero, arrojando de sí el arma temible, se dejó caer en un diván y murmuró al ocultarse el rostro con las manos:

-¡Y ella lo ama!... ¡Orsué, Orsué! ya te han vengado.

Sentada Nay sobre las rodillas de su padre, lo estrechaba en sus brazos, y cubriéndole de besos la cana cabellera, le decía sollozante:

-Tendrás dos hijos en vez de uno: aliviaremos tu vejez, y su brazo te defenderá en los combates.

Levantó Magmahú la cabeza, y haciendo ademán a Sinar para que se acercara, le dijo con voz y semblante terribles, extendiendo hacia él su diestra:

-Esta mano dio muerte a tu padre; con ella le arranqué del pecho el corazón... y mis ojos se gozaron en su agonía...

Nay selló con los suyos los labios de Magmahú, y volviéndose precipitadamente a Sinar, tendió sus lindas manos hacia él, diciéndole con amoroso acento:

-Éstas curaron tus heridas, y estos ojos han llorado por ti.

Sinar cayó de hinojos ante su amada y su señor, y éste, después de unos momentos, le dijo abrazando a su hija:

-He aquí lo que te daré en prueba de mi amistad el día en que esté seguro de la tuya.

-Juro por mis dioses y el tuyo -respondió el hijo de Orsué- que la mía será eterna.

Pasados dos días, Nay, Sinar y Magmahú salieron de Cumasia a favor de la oscuridad de la noche, llevando treinta esclavos de ambos sexos, camellos y avestruces para cabalgar, y cargados otros con las más preciosas alhajas y vajilla que poseían; gran cantidad de tíbar y cauris, comestibles y agua, como para un largo viaje.

Muchos días gastaron en aquella peligrosa peregrinación. La caravana tuvo la fortuna de llevar buen tiempo y de no tropezar con los sereres. Durante el viaje, Sinar y Nay disipaban la tristeza del corazón de Magmahú entonando a dúo alegres canciones; y en las noches serenas a la luz de la luna y al lado de la tienda de la caravana, ensayaban los dichosos amantes graciosas danzas al son de las trompetas de marfil y de las liras de los esclavos.

Por fin llegaron al país de los Kombu-Manez, en las riberas del Gambia; y aquella tribu celebró con suntuosas fiestas y sacrificios el arribo de tan ilustres huéspedes.

Desde tiempo inmemorial se hacían los Kombu-Manez y los Cambez una guerra cruel, guerra atizada en ambos pueblos no solamente por el odio que se profesaban sino por una criminal avaricia. Unos y otros cambiaban a los europeos traficantes en esclavos, los prisioneros que hacían en los combates, por armas, pólvora, sal, fierro y aguardiente; y a falta de enemigos que vender, los jefes vendían a sus súbditos, y muchas veces aquéllos y éstos a sus hijos.

El valor y pericia militar de Magmahú y Sinar fueron por algún tiempo de gran provecho a los Kombu-Manez en la guerra con sus vecinos, pues libraron contra ellos repetidos combates, en los cuales obtuvieron un éxito hasta entonces no alcanzado. Precisado Magmahú a optar entre que se degollara a los prisioneros o que se les vendiera a los europeos, hubo de consentir en lo último, obteniendo al propio tiempo la ventaja de que el jefe de los Kombu-Manez impusiera penas temidas a aquéllos de sus súbditos que enajenasen a sus dependientes o a sus hijos.

Una tarde que Nay había ido con algunas de sus esclavas a bañarse en las riberas del Gambia y que Sinar, bajo la sombra de un gigantesco moabab, sitio en que se aislaban siempre algunas horas en los días de paz, la esperaba con amorosa impaciencia, dos pescadores amarraron su piragua en la misma ribera donde Sinar estaba, y en ella venían dos europeos: el uno se puso trabajosamente en tierra, y arrodillándose sobre la playa oró por algunos momentos: los pálidos rayos del sol moribundo, atravesando los follajes, le iluminaron la faz tostada por los soles y orlada de una espesa barba, casi blanca. Como al ponerse de hinojos había colocado sobre las arenas el ancho sombrero de cañas que llevaba, las brisas del Gambia jugaban con su larga y enmarañada cabellera. Tenía un vestido talar negro, enlodado y hecho jirones, y le brillaba sobre el pecho un crucifijo de cobre.

Así le encontró Nay al acercarse en busca de su amante. Los dos pescadores subieron a ese tiempo el cadáver del otro europeo, el cual estaba vestido de la misma manera que su compañero.

Los pescadores refirieron a Sinar cómo habían encontrado a dos blancos bajo una barraca de hojas de palmera dos leguas arriba del Gambia, espirante el joven y ungiéndole el anciano al pronunciar oraciones en una lengua extraña.

El viejo sacerdote permaneció por algún rato abstraído de cuanto le rodeaba. Luego que se puso en pie, Sinar, llevando de la mano a Nay, asustada ante aquel extranjero de tan raro traje y figura, le preguntó de dónde venía, qué objeto tenía su viaje y de qué país era; y quedó sorprendido al oírle responder, aunque con alguna dificultad, en la lengua de los Achimis:

-Yo vengo de tu país: veo pintada en tu pecho la serpiente roja de los Achimis nobles, y hablas su idioma. Mi misión es de paz y de amor: nací en Francia. ¿Las leyes de este país no permiten dar sepultura al cadáver del extranjero? Tus compatriotas lloraron sobre los de otros dos de mis hermanos, pusieron cruces sobre sus tumbas, y muchos las llevan de oro pendientes del cuello. ¿Me dejarás, pues, enterrar al extranjero?

Sinar le respondió:

-Parece que dices la verdad, y no debes de ser malo como los blancos, aunque se te parezcan; pero hay quien mande más que yo entre los Kombu-Manez. Ven con nosotros: te presentaré a su jefe y llevaremos el cadáver de tu amigo para saber si permite que lo entierres en sus dominios.

Mientras andaban el corto trecho que los separaba de la ciudad, Sinar hablaba con el misionero, y esforzábase Nay por entender lo que decían; seguíanles los dos pescadores conduciendo en una manta el cadáver del joven sacerdote.

Durante el diálogo, Sinar se convenció de que el extranjero era veraz, por el modo como respondió a las preguntas que le hizo sobre el país de los Achimis: reinaba en éste un hermano suyo, y a Sinar lo creían muerto. Explicóle el misionero los medios de que se había valido para captarse el afecto de algunas tribus de los Achimis; afecto que tuvo por origen el acierto con que había curado algunos enfermos, y la circunstancia de haber sido uno de ellos la esclava favorita del rey. Los Achimis le habían dado una caravana y víveres para que se dirigiese a la costa con el único de sus compañeros que sobrevivía; pero sorprendidos en el viaje por una partida enemiga, unos de sus guardianes los abandonaron y otros fueron muertos; contentándose los vencedores con dejar sin guías en el desierto a los sacerdotes, temerosos quizá de que los vencidos volviesen a la pelea. Muchos días viajaron sin otra guía que el sol y sin más alimento que las frutas que hallaban en los oasis, y así habían llegado a la ribera del Gambia, donde devorado por la fiebre acababa de espirar el joven cuando los pescadores los encontraron.

Magmahú y Sinar llevaron al sacerdote a presencia del jefe de los Kombu-Manez, y el segundo le dijo:

-He aquí un extranjero que te suplica le permitas enterrar en tus dominios el cadáver de su hermano, y tomar descanso para poder continuar viaje a su país: en cambio te promete curar a tu hijo.

Aquella noche, Sinar y dos esclavos suyos ayudaron al misionero a sepultar el cadáver. Arrodillado el anciano al borde de la huesa que los esclavos iban colmando, entonó un canto profundamente triste, y la luna hacía brillar en la blanca barba del ministro lágrimas que rodaban a humedecer a la tierra extranjera que le ocultaba al denodado amigo.




ArribaAbajo- XLI -

Poco menos que dos semanas habían pasado desde la llegada del sacerdote francés al país de los Kombu-Manez. Sea porque solamente Sinar podía entenderle, o porque gustase éste del trato del europeo, daban juntos diariamente largos paseos, de los cuales notó Nay que su amante regresaba preocupado y melancólico. Supúsose ella que las noticias que daba a Sinar de su país el extranjero debían de ser tristes; pero más tarde creyó acertar mejor con la causa de aquella melancolía, imaginando que los recuerdos de la patria, avivados por la relación del sacerdote, hacían desear nuevamente al hijo de Orsué el verse en su suelo natal. Mas como la amorosa ternura de Sinar para con ella aumentaba en vez de disminuirse, procuró aprovechar una ocasión oportuna para confiarle sus zozobras.

Apagábase una tarde calorosa, y Sinar sentado en la ribera, parecía dominado por la tristeza que en los pasados días de su esclavitud tanto había enternecido a Nay. Ésta lo divisó y se acercó a él con silenciosos pasos. Con la corta y pulcra falda de carmesí salpicada de estrellas de plata; el amplio chal color de cielo, que después de ocultarle el seno, cruzándolo, pendía de la cintura; turbante rojo prendido con agujas de oro, y collares y pulseras de ágata, debía estar más seductiva que nunca. Sentóse al lado de su amado; mas él continuaba meditabundo. Al fin le dijo ella:

-Nunca creí que al acercarse la hora antes tan deseada por ti en que mi padre debe hacerme tu esposa, hubieras de estar como te veo. ¿Te ama él ya menos que antes? ¿Soy acaso menos tierna contigo, o no te parezco tan bella como el día en que merecí me confesaras tu amor?

Sinar, fijos los ojos en las fugitivas ondas del Gambia, parecía no haber oído. Nay lo contempló en silencio unos momentos con los ojos cuajados de lágrimas, y su pecho dejó escapar al fin un sollozo. Al oírlo Sinar se volvió con precipitación hacia ella, y viendo aquellas lágrimas, besóla tiernamente, diciéndole:

-¿Lloras? ¿Así recibes la felicidad que tanto hemos esperado y que al fin llega?

-¡Ay de mí! jamás habías sido sordo a mi voz; jamás te habían buscado mis ojos sin que los tuyos se mostrasen halagüeños; por eso lloran.

-¿Cuándo, di, el más leve acento tuyo no turbó el más profundo de mis sueños; cuándo, aunque no te esperase ni te viese, dejé de sentirte si te acercabas a mí?

-Hace un instante; y tu inocencia, Sinar, confirma tu desdén y mi desventura.

-Perdón, Nay; perdóname, pues pensaba en ti.

-¿Qué te ha dicho ese extranjero? -preguntóle Nay, enjugadas ya sus lágrimas, y jugando con los corales y dientes de los collares del guerrero-; ¿por qué buscas con él la soledad que tantas veces me dijiste te era odiosa sin mí? ¿Te ha contado que las mujeres de su país son blancas como el marfil y que sus ojos tienen el azul profundo de las olas del Tando? Mi madre me lo decía a mí, y había olvidado contártelo... A ella le habló mucho del país de los blancos un extranjero parecido al que amas, según ella lo amó; pero desde que partió de Cumasia ese hombre, mi madre se hizo odiosa a Magmahú: ella adoraba a otro Dios, y mi padre... mi padre le dio la muerte.

Nay calló por largo rato, y Sinar se mostraba dominado otra vez por tristes pensamientos. Despertando de súbito de esa especie de embebecimiento, toma de la mano a su amada, sube con ella a la cima de un peñasco, desde el cual se divisaba el desierto sin límites y rielando de trecho en trecho el caudaloso río, y le dice:

-El Gambia, como el Tando, nacen del seno de las montañas. La madre no es nunca hechura de su hijo. ¿Sabes tú quién hizo las montañas?

-No.

-Un Dios las hizo. ¿Has visto al Tando retroceder en su carrera?

-No.

-El Tando va como una lágrima a perderse en un inmenso mar, ante el bramido del cual, el rumor de un río es como tu voz comparada con la del huracán que durante las tempestades sacude estos bosques gigantescos cual si fuesen débiles juncos. ¿Sabes tú quien hizo el mar?

-No.

-El rayo que rasga las nubes y cayendo sobre la copa del moabab lo despedaza, como tu planta deshace una de sus flores secas; las estrellas que como el oro y perlas que bordan tus mantos de calín, tachonan el cielo; la luna, que te place contemplar en la soledad dejándote aprisionar entre mis brazos; el sol que bruñó tu tez de azabache y da luz a tus ojos, sol ante el cual el fuego de nuestros sacrificios es menos que el brillo de una luciérnaga: todas son obras de un solo Dios. Él no quiere que ame a otra mujer que a ti; él manda que te ame como a mí mismo; él quiere que yo ría si ríes, que llore yo si lloras, y que en cambio de tus caricias te defienda como a mi propia vida; que si mueres llore yo sobre tu tumba hasta que vaya a juntarme contigo más allá de las estrellas, donde me esperarás.

Nay, entrambas manos cruzadas sobre el hombro de Sinar, lo contemplaba enamorada y absorta, porque nunca lo había visto tan hermoso. Estrechándola él contra su corazón, besóle con ardor los labios y continuó:

-Eso me ha dicho el extranjero para que yo te lo enseñe: su Dios debe ser nuestro Dios.

-Sí, sí -replicó Nay, circundándolo con los brazos-, y después de él, yo tu único amor.



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