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ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo Diversiones populares192

Para exponer mis ideas con mayor claridad y exactitud, dividiré el pueblo en dos clases, una que trabaja y otra que huelga. Comprenderé en la primera todas las profesiones que subsisten del producto de su trabajo diario; y en la segunda, las que viven de sus rentas o fondos seguros. ¿Quién no ve la diferente situación de una y otra con respecto a las diversiones públicas? Es verdad que habrá todavía muchas personas en una situación media, pero siempre pertenecerán a esta o aquella clase según que su situación incline más o menos a la aplicación o a la ociosidad. También resultará alguna diferencia de la residencia en aldeas o ciudades, y en poblaciones más o menos numerosas; pero es imposible definirlo todo. No obstante, nuestros principios serán fácilmente aplicables a todas clases y situaciones. Hablemos primero del pueblo que trabaja.

Este pueblo necesita diversiones, pero no espectáculos193. No ha menester que el gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse. En los pocos días, en las breves horas que puede destinar a su solaz y recreo, él buscará, él inventará sus entretenimientos. Basta que se le dé libertad y protección para disfrutarlos. Un día de fiesta claro y sereno en que pueda libremente pasear, correr, tirar a la barra, jugar a la pelota, al tejuelo, a los bolos, merendar, beber, bailar y triscar por el campo, llenará todos sus deseos y le ofrecerá la diversión y el placer más cumplidos. ¡A tan poca costa se puede divertir a un pueblo, por grande y numeroso que sea!

Sin embargo, ¿cómo es posible que la mayor parte de los pueblos de España no se diviertan194 en manera alguna? Cualquiera que haya corrido nuestras provincias habrá hecho muchas veces esta dolorosa observación. En los días más solemnes, en vez de la alegría y bullicio que debieran anunciar el contento de sus moradores, reina en las calles y plazas una perezosa inacción, un triste silencio que no se pueden advertir sin admiración ni lástima. Si algunas personas salen de sus casas, no parece sino que el tedio y la ociosidad las echan de ellas y las arrastran al ejido, al humilladero, a la plaza o al pórtico de la iglesia, donde, embozados en sus capas o al arrimo de alguna esquina, o sentados o vagando acá y acullá sin objeto ni propósito determinado, pasan tristemente las horas y las tardes enteras sin espaciarse ni divertirse. Y si a eso se añade la aridez e inmundicia de los lugares, la pobreza y desaliño de sus vecinos, el aire triste y silencioso, la pereza y falta de unión y movimiento que se notan en todas partes ¿quién será el que no se sorprenda y entristezca a vista de tan raro fenómeno?

No es de este lugar descubrir todas las causas que concurren a producirlo; sean las que fueren, se puede asegurar que todas emanarán de las leyes. Pero, sin salir de nuestro propósito, no podemos callar que una de las más ordinarias y conocidas está en la mala policía de muchos pueblos. El celo indiscreto de no pocos jueces se persuade a que la mayor perfección del gobierno municipal se cifra en la sujeción del pueblo, y a que la suma del buen orden consiste195 en que sus moradores se estremezcan a la voz de la justicia, y en que nadie se atreva a moverse ni cespitar al oír su nombre196. En consecuencia, cualquiera bulla, cualquiera gresca o algazara recibe el nombre de asonada y alboroto; cualquiera disensión, cualquiera pendencia es objeto de un procedimiento criminal, y trae en pos de sí pesquisas y procesos y prisiones y multas, y todo el séquito de molestias y vejaciones forenses. Bajo tan dura policía, el pueblo se acobarda y entristece y, sacrificando su gusto a su seguridad, renuncia la diversión pública e inocente, pero sin embargo peligrosa, y prefiere la soledad y la inacción, tristes a la verdad y dolorosas pero al mismo tiempo seguras.

De semejante sistema han nacido infinitos reglamentos de policía, no solo contrarios al contento197 de los pueblos sino también a su prosperidad, y no por eso observados con menos rigor y dureza. En unas partes se prohíben las músicas y cencerradas, y en otras las veladas y bailes. En unas se obliga a los vecinos a cerrarse en sus casas a la queda, y en otras a no salir a la calle sin luz, a no pararse en las esquinas, a no juntarse en corrillos y a otras semejantes privaciones. El furor de mandar, y alguna vez, la codicia de los jueces, han extendido hasta las más ruines aldeas reglamentos que apenas pudiera exigir la confusión de una corte; y el infeliz gañán, que ha sudado sobre los terrones del campo y dormido en la era toda la semana, no puede en la noche del sábado gritar libremente en la plaza de su lugar, ni entonar un romance a la puerta de su novia.

Aun el país en que vivo, aunque tan señalado entre todos por su laboriosidad, por su natural alegría y por la inocencia de sus costumbres, no ha podido librarse de198 semejantes reglamentos; y el disgusto con que son recibidos, y de que he sido testigo alguna vez, me sugiere ahora estas reflexiones199. La dispersión de su población ni exige ni permite por fortuna la policía municipal inventada para los pueblos agregados; pero los nuestros se juntan a divertirse en las romerías, y allí es donde los reglamentos de policía los siguen e importunan. Se ha prohibido en ellas el uso de los palos, que hace aquí necesarios, más que la defensa, la fragosidad del país200; se han vedado las danzas de los hombres; se ha hecho cesar a media tarde las de201 mujeres, y finalmente se obliga a disolver antes de la oración las romerías, que son la única diversión de estos laboriosos e inocentes pueblos. ¿Cómo es posible que estén bien hallados y contentos con tan molesta policía?

Se dirá que todo se sufre, y es verdad; todo se sufre, pero se sufre de mala gana. Todo se sufre, pero, ¿quién no temerá las consecuencias de tan largo y forzado sufrimiento? El estado de libertad es una situación de paz, de comodidad y de alegría; el de sujeción lo es de agitación, de violencia y disgusto: por consiguiente, el primero es durable, el segundo, expuesto a mudanzas. No basta, pues, que los pueblos estén quietos; es preciso que estén contentos, y sólo en corazones insensibles o en cabezas vacías de todo principio de humanidad, y aun de política, puede abrigarse la idea de aspirar a lo primero sin lo segundo202.

Los que miran con indiferencia este punto, o no penetran la relación que hay entre la libertad y la prosperidad de los pueblos, o por lo menos la desprecian, y tan malo es uno como otro. Sin embargo, esta relación es bien clara y bien digna de la atención de una administración justa y suave. Un pueblo libre y alegre será precisamente activo y laborioso; y siéndolo, será bien morigerado y obediente a la justicia. Cuanto más goce tanto más amará el gobierno en que vive, tanto mejor le obedecerá, tanto más de buen grado concurrirá a sustentarle y defenderle. Cuanto más goce tanto más tendrá que perder, tanto más temerá el desorden y tanto más respetará la autoridad destinada a reprimirlo. Este pueblo tendrá más ansia de enriquecerse porque sabrá que aumentará su placer al paso que su fortuna. En una palabra, aspirará con más ardor a su felicidad porque estará más seguro de gozarla.

Siendo, pues, éste el primer objeto de todo buen gobierno, ¿no es claro que no debe ser mirado con descuido ni indiferencia? Hasta lo que se llama prosperidad pública, si acaso es otra cosa que el resultado de la felicidad individual, pende también de este objeto, porque el poder y la fuerza de un Estado no consisten tanto en la muchedumbre y en la riqueza cuanto, y principalmente, en el carácter moral de sus habitantes. En efecto, ¿qué fuerza tendría una nación compuesta de hombres débiles y corrompidos, de hombres duros, insensibles y ajenos de todo interés, de todo amor público?

Por el contrario, unos hombres frecuentemente congregados a solazarse y divertirse en común formarán siempre un pueblo unido y afectuoso. Conocerán un interés general y estarán más distantes de sacrificarlo a su interés particular. Serán de ánimo más elevado porque serán más libres, y por lo mismo serán también de corazón más recto y esforzado. Cada uno estimará a su clase porque se estimará a sí mismo, y estimará a203 las demás porque querrá que la suya sea estimada. De este modo, respetando la jerarquía y el orden establecidos por la constitución204 vivirán según ella, la amarán y la defenderán vigorosamente creyendo que se defienden a sí mismos. Tan cierto es que la libertad y la alegría de los pueblos están más distantes del desorden que la sujeción y la tristeza205.

No se crea por esto que yo mire como inútil u opresiva la magistratura encargada de velar sobre el sosiego público. Creo, por el contrario, que sin ella, sin su continua vigilancia, será imposible conservar la tranquilidad y el buen orden. La libertad misma necesita de su protección, pues que la licencia suele andar cerca de ella cuando no hay algún freno que detenga a los que traspasen sus límites. Pero he aquí donde pecan más de ordinario aquellos jueces indiscretos que confunden la vigilancia con la opresión206. No hay fiesta, no hay concurrencia, no hay diversión en que no presenten al pueblo los instrumentos del poder y la justicia. A juzgar por las apariencias, pudiera decirse que tratan sólo de establecer su autoridad sobre el temor de los súbditos, o de asegurar el propio descanso a expensas de su libertad207 y su gusto. Es en vano: el público no se divertirá mientras no esté en plena libertad de divertirse, porque entre rondas y patrullas, entre corchetes208 y soldados, entre varas y bayonetas, la libertad se amedrenta y la tímida e inocente alegría huye y desaparece.

No es éste, ciertamente, el camino de alcanzar el fin para que fue instituido el magistrado público. Si es lícito comparar lo humilde con lo excelso, su vigilancia debería parecerse a la del Ser supremo: ser cierta y continua pero invisible, ser conocida de todos sin estar presente a ninguno, andar cerca del desorden para reprimirlo y de la libertad para protegerla, en una palabra, ser freno de los malos y amparo y escudo de los buenos. De otro modo, el respetable aparato de la justicia se convertirá en instrumento de opresión209 y, obrando contra su mismo instituto, afligirá y turbará a los mismos que debiera consolar y proteger.

Tales son nuestras ideas acerca de las diversiones populares. No hay provincia, no hay distrito, no hay villa ni lugar que no tenga ciertos regocijos y diversiones, ya habituales, ya periódicos, establecidos por costumbre. Ejercicios de fuerza, destreza, agilidad o ligereza; bailes públicos210, lumbradas o meriendas, paseos, carreras, disfraces o mojigangas: sean los que fueren, todos serán buenos e inocentes con tal que sean públicos. Al buen juez toca proteger al pueblo en tales pasatiempos, disponer y adornar los lugares destinados para ellos, alejar de allí cuanto pueda turbarlos y dejar que se entregue libremente al esparcimiento y alegría. Si alguna vez se presentare a verlo, sea más bien para animarlo que para amedrentarlo o darle sujeción; sea como un padre que se complace en la alegría de sus hijos, no como un tirano envidioso del contento de sus esclavos211. En suma, nunca pierda de vista que el pueblo que trabaja, como ya hemos advertido, no necesita que el gobierno lo divierta, pero sí que le deje divertirse212.




ArribaAbajo Diversiones ciudadanas

Mas las clases pudientes, que viven de lo suyo, que huelgan todos los días o que a lo213 menos destinan alguna parte de ellos a la recreación y al ocio, difícilmente podrán pasar sin espectáculos, singularmente en grandes poblaciones. En las pequeñas, compuestas por la mayor parte de agricultores, podrá haber poca diferencia en las costumbres de sus clases. Cada una tiene sus cuidados y pensiones diarias. Los propietarios y colonos, granjeros y asalariados, todos trabajan de un modo o de otro, y si en los ricos son menos necesarias las tareas de fatiga, también el destino de mayor parte de tiempo al sueño, a la comida y al descanso, o cuando no la caza, la conversación, el juego y la lectura llenan los espacios del día e igualan muy exactamente la condición de unos y otros.

Esta última reflexión es tanto más exacta cuanto el exceso de fortuna, que suele hacer apetecibles otras diversiones más artificiosas, saca frecuentemente a los ricos de los pueblos pequeños y los acerca a las grandes ciudades donde, confundidos en la clase que les pertenece, siguen las costumbres, los usos y las distribuciones de los demás individuos de ella, y desde entonces están colocados en la segunda parte de nuestra división, de que hablaremos ahora.

La influencia de la riqueza, del lujo, del ejemplo y de la costumbre en las ideas de las personas de esta clase las fuerza, por decirlo así, a una diferente distribución de su tiempo, y las arrastra a un género de vida blanda y regalada cuyo principal objeto es pasar alegremente una buena parte del día. La ociosidad y el fastidio que viene en pos de ella hace necesarias las diversiones, y ésta es la verdadera explicación del ansia con que se corre a ellas en los lugares populosos214. Es verdad que una buena educación sería capaz de sugerir muchos medios de emplear útil y agradablemente el tiempo sin necesidad de espectáculos. Pero suponiendo que ni todos recibirán esta educación, ni aprovechará a todos los que la reciban, ni cuando aproveche será un preservativo suficiente para aquellos en quienes el ejemplo y la corrupción destruyan lo que la enseñanza hubiere adelantado, ello es que siempre quedará un gran número de personas para las cuales las diversiones sean absolutamente necesarias. Conviene, pues, que el gobierno se las proporcione inocentes y públicas, para separarlas de los placeres oscuros y perniciosos.

Cuando esta razón no bastase para establecer la necesidad de los espectáculos, otra muy urgente215 y poderosa aconsejaría su establecimiento, cual es la importancia de retener a los nobles en sus provincias y evitar esta funesta tendencia que llama continuamente al centro la población y la riqueza de los extremos. Las recientes providencias dadas para alejar de Madrid a los forasteros prueban concluyentemente esta necesidad, pues ciertamente los que se hallaban en la corte sin destino no vinieron en busca de otra cosa que de la libertad y la diversión que no hay en sus domicilios. La tristeza que reina en la mayor parte de las ciudades echa de sí a todos aquellos vecinos que, poseyendo bastante fortuna para vivir en otras más populosas y alegres, se trasladan a ellas usando de su natural libertad, la cual, lejos de circunscribir, debe ampliar y proteger toda buena legislación. Tras ellos van sus familias y su riqueza, causando, entre otros muchos, dos males igualmente funestos: el de despoblar y empobrecer las provincias, y el de acumular y sepultar en pocos puntos la población y la opulencia del Estado, con ruina de su agricultura, industria, tráfico interior y aun de sus costumbres216. Veamos, pues, cuáles son los remedios que se pueden aplicar a estos males.


ArribaAbajoMaestranzas

Entre varios entretenimientos propios para ocupar a la nobleza de las ciudades, hay uno más digno de atención de lo que comúnmente se cree. Hablo de las maestranzas, cuyo instituto, perfeccionado y multiplicado, pudiera producir grandes bienes. Ningún ejercicio tan inocente, tan saludable, tan propio de la educación de un noble como el que forma el principal objeto de estos cuerpos217. Su gobierno, su policía, su enseñanza metódica, sus regocijos, sus fiestas no sólo ocuparían y entretendrían útilmente a los nobles de las provincias, sino que despertarían hasta cierto punto aquella varonil y bizarra galantería de nuestros antiguos caballeros, de que apenas ha quedado una débil sombra, y que combinada con las ideas de un siglo más culto e ilustrado fuera más conforme al espíritu y a los deberes de la nobleza.

Sin embargo las maestranzas, tan protegidas en otro tiempo218, han sido muy desfavorecidas en nuestros días y desde entonces, sintiendo su decadencia han perdido ellas mismas gran parte de su disciplina y aun de su decoro. No hay provincia que no esté plagada de maestrantes, cuyo título apenas supone ya otra cosa que el derecho de llevar un uniforme219; y, entretanto, las capitales van perdiendo hasta la memoria de sus antiguos manejos, parejas, juegos de cañas, de sortija, de estafermo, de cabezas, de alcancías y semejantes220. Se ha declamado mucho contra sus fueros y exenciones, pero en todo hay un medio. ¿No es mejor perfeccionar que abolir? El buen agricultor no destruye; dirige y cultiva sus plantas, y saca de cada una todo el fruto que puede.




ArribaAbajoAcademias dramáticas

La corte de Parma ha dado en estos últimos tiempos el ejemplo de otra institución digna de ser imitada entre nosotros. Autorizó una academia dramática y la dotó con proporción a los objetos de su instituto, que se dirige a cultivar todos los conocimientos relativos a este importante ramo de la poesía. Esta academia propone asuntos para la composición de buenos dramas, los juzga rigorosa e imparcialmente, premia a los ingenios que más sobresalen y finalmente perfecciona prácticamente y por principios científicos el arte de la declamación221, ejercitándola los académicos por sí mismos en teatros privados222.

¿Por qué no pudiera verificarse igual institución en muchas de nuestras ciudades, y principalmente en la corte223? Fuera de la utilidad que produciría en cuanto a la reforma del teatro, de que hablaremos después, ¡cuán útil y honestamente no ocuparía a nuestros nobles! ¡Cuánto no mejoraría su educación en lo que pertenece a policía224, esto es, en aquella parte en que suelen ser tan insuficientes, si no ya enteramente inútiles, las fórmulas de los pedagogos y preceptores! Estos ejercicios enseñarían a presentarse con despejo, a andar y moverse con compostura, a hablar y gesticular con decoro, a pronunciar con claridad y buena modulación y a dar a la expresión aquel tono de sentimientos y de verdad que es alma de la conversación, y tan necesario para agradar y persuadir como raro entre nosotros. Desde él pasarían naturalmente nuestros nobles a cultivar por sí mismos la buena poesía, y para ello las Humanidades; y no sería imposible que, andando el tiempo, se convirtiesen estos cuerpos en unas verdaderas academias de buenas letras. ¡Qué ocupación más útil, más agradable, pudiera presentarse entonces a las personas nobles y ricas!




ArribaAbajoSaraos públicos

Aunque los saraos o bailes nobles y públicos no sean acomodables a pequeñas poblaciones, rara ciudad habrá en que no puedan celebrarse algunos con lucimiento y decoro. Dirigidos por personas distinguidas, costeados por los concurrentes, arreglado el precio de los boletines de entrada con respecto a su número y a la exigencia del objeto y bien establecida su policía, ¡cuán fácil no fuera disponer esta diversión, y repetirla en las temporadas de Navidad y Carnaval, en que la costumbre pide algún regocijo extraordinario! Donde hubiere teatro o casa de comedias, el magistrado público pudiera franquearle a este fin. Donde no, tampoco faltaría otro edificio público o privado conveniente para el objeto. El magistrado, lejos de desdeñar esta intervención, debiera prestarse voluntariamente a ella, sin tomar en la diversión más parte que la necesaria para fomentarla y proteger el decoro y el sosiego del acto; y aun esto sin forma de jurisdicción o autoridad, que se avienen muy mal con el inocente desahogo225.




ArribaAbajoMáscaras

Tal vez de aquí se podría pasar sin inconveniente al restablecimiento de las máscaras, que así como fueron recibidas con gusto general, tampoco fueron abolidas sin general sentimiento. Aun parece que la opinión pública lucha por restaurarlas, pues que se repiten y toleran en algunas partes, y que fuera menos arriesgado arreglarlas, puesto que la autoridad puede hacer más cuando dispone que cuando disimula226. Una docena de estos bailes, dados entre Navidad y Carnaval, rendirían un buen producto para sostener los espectáculos permanentes en las capitales, así como sucede en algunas de Italia, y señaladamente en Turín. No se diga que las máscaras están prohibidas por nuestras antiguas leyes. Las máscaras y disfraces227 de que habla una de la Recopilación son de otra especie, y por tales lo están y estarán en todos tiempos y países. Puede haber ciertamente en esta diversión, como en todas, algunos excesos y peligros, pero ninguno inaccesible al desvelo de una prudente policía. Si aún se temieren, permítanse los honestos disfraces y prohíbase sólo cubrir el rostro. Cuando haya vigilancia y amor público en los que autorizan estas fiestas, todo irá bien. La licencia y el desorden sólo pueden ser alentados por el descuido.228




ArribaAbajoCasas de conversación

Hace también gran falta en nuestras ciudades el establecimiento de cafés o casas públicas de conversación y diversión cotidiana, que arreglados con buena policía son un refugio para aquella porción de gente ociosa que, como suele decirse, busca a todas horas dónde matar el tiempo. Los juegos sedentarios y lícitos de naipes, ajedrez, damas y chaquete, los de útil ejercicio como trucos y billar229, la lectura de papeles públicos y periódicos, las conversaciones instructivas y de interés general no sólo ofrecen un honesto entretenimiento a muchas personas de juicio y probidad en horas que son perdidas para el trabajo, sino que instruyen también a aquella porción de jóvenes que, descuidados en sus familias, reciben su educación fuera de casa, o como se dice vulgarmente, en el mundo230.




ArribaAbajoJuegos de pelota

Los juegos públicos de pelota231 son asimismo de grande utilidad, pues sobre ofrecer una honesta recreación a los que juegan y a los que miran, hacen en gran manera ágiles y robustos a los que los ejercitan, y mejoran por tanto la educación física de los jóvenes. Puede decirse lo mismo de los juegos de bolos, bochas, tejuelo y otros. Las corridas de caballos, gansos y gallos, las soldadescas y comparsas de moros y cristianos y otras diversiones generales son tanto más dignas de protección cuanto más fáciles y menos exclusivas, y por lo mismo merecen ser arregladas y multiplicadas232. Se clama continuamente contra los inconvenientes de semejantes usos, pero ¿qué objeto puede ser más digno de una buena policía? ¡Rara desgracia, por cierto, la de no hallar medio en cosa alguna! ¿No lo habrá entre destruir las diversiones a fuerza de autoridad y restricciones o abandonarlas a una ciega y desenfrenada licencia?233.

Acaso cuanto he dicho será oído con escándalo por los que miran estos objetos como frívolos e indignos de la atención de la magistratura. ¿Puede nacer este desdén de otra causa que de inhumanidad o de ignorancia, que 234 de no ver la relación que hay entre las diversiones y la felicidad pública o de creer mal empleada la autoridad cuando labra el contento de los ciudadanos? Llena nuestra vida de tantas amarguras, ¿qué hombre sensible no se complacerá en endulzar algunos de sus momentos235?




ArribaAbajoTeatros

Esta reflexión me conduce a hablar de la reforma del teatro, el primero y más recomendado de todos los espectáculos, el que ofrece una diversión más general, más racional, más provechosa, y por lo mismo el más digno de la atención y desvelos del gobierno. Los demás espectáculos divierten hiriendo fuertemente la imaginación con lo maravilloso, o regalando blandamente los sentidos con lo agradable de los objetos que presentan. El teatro, a estas mismas ventajas que reúne en supremo grado junta la de introducir el placer en lo más íntimo del alma, excitando por medio de la imitación todas las ideas que puede abrazar el espíritu y todos los sentimientos que pueden mover el corazón humano.

De este carácter peculiar de las representaciones dramáticas se deduce que el gobierno no debe considerar el teatro solamente como una diversión pública, sino como un espectáculo capaz de instruir o extraviar el espíritu, y de perfeccionar o corromper el corazón de los ciudadanos. Se deduce también que un teatro que aleje los ánimos del conocimiento de la verdad fomentando doctrinas y preocupaciones erróneas, o que desvíe los corazones de la práctica de la virtud excitando pasiones y sentimientos viciosos, lejos de merecer la protección merecerá el odio y la censura de la pública autoridad. Se deduce finalmente que será la más santa y sabia policía de un gobierno, aquella que sepa reunir en un teatro estos dos grandes objetos, la instrucción y la diversión pública.

No se diga que esta reunión será imposible. Si ningún pueblo de la tierra, antiguo ni moderno, la ha conseguido hasta ahora, es porque en ninguno ha sido el teatro el objeto de la legislación, por lo menos en este sentido. Es porque ninguno se ha propuesto reunir en él estos dos grandes fines; es porque la escena en los estados modernos ha seguido naturalmente el casual progreso de su ilustración y debídose al ingenio de algunos pocos literatos, sin que la autoridad pública haya concurrido a ella más que ocasionalmente. Entre nosotros, un objeto tan importante ha estado casi siempre abandonado a la codicia de los empresarios o a la ignorancia de miserables poetastros y comediantes; y acaso el gobierno no se hubiera mezclado jamás a intervenir en él si no lo hubiese mirado desde el principio como un objeto de contribución236.

Pero ya es tiempo de pensar de otro modo. Ya es tiempo de ceder a una convicción que reside en todos los espíritus, y de cumplir un deseo que se abriga en el corazón de todos los buenos patricios. Ya es tiempo de preferir el bien moral a la utilidad pecuniaria, de desterrar de nuestra escena la ignorancia, los errores y los vicios que han establecido en ella su imperio, y de lavar las inmundicias que la han manchado hasta aquí con desdoro de la autoridad y ruina de las costumbres públicas.


ArribaAbajoMedios para lograr las reformas237

ArribaAbajoEn los dramas

A dos clases pueden reducirse todos los defectos de nuestra escena: unos que dicen relación a la bondad esencial de los dramas, y otros a su representación. Los vicios de la primera o pertenecen a la parte poética, esto es, a la perfección de los mismos dramas considerados únicamente como poemas, o a la parte política, esto es, a la influencia que las doctrinas y ejemplos en ellos presentados pueden tener en las ideas y costumbres públicas. Los de la segunda clase pertenecen o a los instrumentos de la representación, esto es, a las personas y cosas que intervienen en ella, o a los encargados de dirigirla. De uno y otro hablaré con la distinción y brevedad posibles238.

La reforma de nuestro teatro debe empezar por el destierro de casi todos los dramas que están sobre la escena. No hablo solamente de aquellos a que en nuestros días se da una necia y bárbara preferencia; de aquellos que aborta una cuadrilla de hambrientos e ignorantes poetucos que, por decirlo así, se han levantado con el imperio de las tablas para desterrar de ellas el decoro, la verosimilitud, el interés, el buen lenguaje, la cortesanía, el chiste cómico y la agudeza castellana. Semejantes monstruos desaparecerán a la primera ojeada que echen sobre la escena la razón y el buen sentido. Hablo también de aquellos justamente celebrados entre nosotros, que algún día sirvieron de modelo a otras naciones y que la porción más cuerda e ilustrada de la nuestra ha visto siempre y ve todavía con entusiasmo y delicia. Seré siempre el primero a confesar sus bellezas inimitables: la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad de su desenlace, el fuego239, el interés, el chiste, las sales cómicas que brillan a cada paso en ellos240. Pero, ¿qué importa si estos mismos dramas, mirados a la luz de los preceptos y principalmente a la de la sana razón, están plagados de vicios y defectos que la moral y la política no pueden tolerar? ¿Quién podrá negar que en ellos, según la vehemente expresión de un crítico moderno, «se ven pintados241 con el colorido más deleitable las solicitudes más inhonestas, los engaños, los artificios, las perfidias, fugas de doncellas, escalamientos de casas nobles, resistencias a la justicia, duelos y desafíos temerarios fundados en un falso pundonor, robos autorizados, violencias intentadas y ejecutadas, bufones insolentes, y criados que hacen gala y ganancia de sus tercerías infames242»? Semejantes ejemplos, capaces de corromper la inocencia del pueblo más virtuoso, deben desaparecer de sus ojos cuanto más antes.

Es por lo mismo necesario sustituir a estos dramas otros capaces de deleitar e instruir, presentando ejemplos y documentos que perfeccionen el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que más frecuentará el teatro. He aquí el grande objeto de la legislación. Perfeccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un teatro donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser supremo y a la religión de nuestros padres; de amor a la patria, al soberano y a la constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro que presente príncipes buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles, ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y celosos padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad y sus derechos y protectores de la inocencia y acérrimos perseguidores de la iniquidad. Un teatro, en fin, donde no sólo aparezcan castigados con atroces escarmientos los caracteres contrarios a estas virtudes, sino que sean también silbados y puestos en ridículo los demás vicios y extravagancias que turban y afligen a la sociedad: el orgullo y la bajeza, la prodigalidad y la avaricia, la lisonja y la hipocresía, la supina indiferencia religiosa y la supersticiosa credulidad, la locuacidad e indiscreción, la ridícula afectación de nobleza, de poder, de influjo, de sabiduría, de amistad y, en suma, todas las manías, todos los abusos, todos los malos hábitos en que caen los hombres cuando salen del sendero de la virtud, del honor y de la cortesanía por entregarse a sus pasiones y caprichos.

Un teatro tal, después de entretener honesta y agradablemente a los espectadores, iría también formando su corazón y cultivando su espíritu, es decir, que iría mejorando la educación de la nobleza y rica juventud que de ordinario lo frecuenta243. En este sentido su reforma parece absolutamente necesaria, por lo mismo que son más raros entre nosotros los establecimientos destinados a esta educación. No, nuestro extremo cuidado en multiplicar cierta especie de enseñanzas científicas no basta a disculpar el abandono con que miramos la enseñanza civil244, aquella que necesita el mayor número, aun entre los nobles y ricos, y que es tanto más importante cuanto más influjo tiene en el bien general y, sobre todo, en las costumbres públicas.

¿Y por ventura podremos gloriarnos de las de nuestros poderosos? ¿Dónde están ya su antiguo carácter y virtudes?245 Demasiado funesta fue para el Estado aquella política ratera que pretendió labrar el bien público sobre el abatimiento de esta clase. ¿Cuál es el fruto de tan inconsiderado sistema? ¿Fue otro que despojarla de su elevación, de su magnanimidad, de su esfuerzo y de tantas dotes como la hacían recomendable, desviarla246 de los altos fines para que fuera instituida y entregarla en las garras de la ociosidad y del lujo para que la devorasen y consumiesen con su reputación y sus fortunas?

Bien sé yo que la educación pública, y señaladamente la de la clase rica y propietaria, necesita otros medios; pero, ¿por qué no aprovecharemos uno tan obvio, tan fácil y conveniente? Y, pues que los jóvenes ricos han de frecuentar el teatro, ¿por qué en vez de corromperlos con monstruosas acciones o ridículas bufonadas no los instruiremos con máximas puras y sublimes, y con ilustres y virtuosos ejemplos?

Ni este medio dejaría de mejorar la educación del pueblo, en cuya conducta tiene tanto y tan conocido influjo la de las clases pudientes. Porque, ¿de dónde recibiría sus ideas y sus principios sino de aquellos que brillan siempre a sus ojos, cuya suerte envidia, cuyos ejemplos observa y cuyas costumbres pretende imitar, aun cuando las censura y condena? Fuera de que siendo el teatro un espectáculo abierto y general, no habrá clase ni persona, por pobre y desvalida que sea, que no lo disfrute alguna vez.

Con todo, para mejorar la educación del pueblo otra reforma parece más necesaria, y es la de aquella parte plebeya de nuestra escena que pertenece al cómico bajo o grosero, en la cual los errores y las licencias han entrado más de tropel247. No pocas de nuestras antiguas comedias, casi todos los entremeses y muchos de los modernos sainetes y tonadillas, cuyos interlocutores son los héroes de la briba, están escritos sobre este gusto y son tanto más perniciosos cuanto llaman y aficionan al teatro a248 la parte más ruda y sencilla del pueblo, deleitándola con las groseras y torpes bufonadas que forman todo su mérito.

Acaso fuera mejor desterrar enteramente de nuestra escena un género expuesto de suyo a la corrupción y a la bajeza, e incapaz de instruir y elevar el ánimo de los ciudadanos. Acaso deberían desaparecer con él los títeres y matachines, los payasos249, arlequines y graciosos del baile de cuerda, las linternas mágicas y totilimundis, y otras invenciones que, aunque inocentes en sí, están depravadas y corrompidas por sus torpes accidentes250. Porque, ¿de qué serviría que en el teatro se oigan sólo ejemplos y documentos de virtud y honestidad si entre tanto, levantando su púlpito en medio de una plaza, predica don Cristóbal de Polichinela su lúbrica doctrina a un pueblo entero que con la boca abierta oye sus indecentes groserías? Mas si pareciese duro privar al pueblo de estos entretenimientos, que por baratos y sencillos son peculiarmente suyos, púrguense a lo menos de cuanto puede dañarle y abatirle. La religión y la política claman a una por esta reforma.

No se crea que tanta perfección sea inaccesible a las fuerzas del ingenio. El imperio de la imaginación es demasiado grande, y el de la ilusión demasiado poderoso, para que nos detenga este temor.

En las tragedias de los antiguos, tan bellas y sublimes, no había estos afeminados amoríos que hoy llenan tan fastidiosamente nuestros dramas. Consérvese en hora buena el amor en la escena, pero sustitúyase el casto y legítimo al impuro y furtivo, y a buen seguro que se sacará mejor partido de esta pasión universal. ¿Acaso será menos violenta, menos agitada, menos interesante y amable cuando se pinte reprimida por las leyes del honor y de la honestidad? ¡Y qué! ¿Los buenos talentos no sabrán instruir y deleitar sin ella? ¿Qué de objetos, agitaciones y sentimientos, qué de revoluciones, acaecimientos y conflictos no presenta el orden natural y moral de las cosas para interesar y mover el corazón humano y conducir los hombres a la virtud y al bien? Los espíritus rectos se deleitan con todo lo que es bello y sublime251; los rudos y vulgares, con lo que es nuevo y maravilloso. He aquí los dos grandes imperios de la razón y la imaginación, las dos fuentes del deleite y la admiración abiertas al talento para instruir agradablemente a toda especie de espectadores. Excite el gobierno a los ingenios a cultivarlas con recompensas de honor y de interés, y logrará cuanto quiera.

Los medios no son difíciles. Ábrase en la corte un concurso a los ingenios que quieran trabajar para el teatro y establézcanse dos premios anuales de cien doblones y una medalla de oro cada uno para los autores de los mejores dramas que aspiraren a ellos. El objeto de la composición, las condiciones del concurso, el examen de los dramas y la adjudicación de los premios corran a cargo de un cuerpo que reúna a las luces necesarias la opinión y la confianza pública. ¿Cuál otro más a propósito que la Real Academia de la Lengua, a cuyo instituto toca promover la buena poesía castellana252? Penetrado este cuerpo de la importancia del objeto e instruido en cuanto conduce a perfeccionarle, podrá dedicar a él una parte de sus tareas, y desempeñar cumplidamente los deseos del gobierno y de la nación haciéndole un servicio tan importante.

Algún año convendrá reducir la cantidad de los premios y pedir, en lugar de tragedia o comedia, entremeses, sainetes, letras y música de tonadillas, arreglando en los edictos las condiciones de cada uno de estos pequeños dramas para que nada se vea ni oiga sobre nuestra escena en que no resplandezcan la propiedad, la decencia y el buen gusto253.

Éste sería el medio de lograr en poco tiempo algunos buenos dramas. Acaso convendrá tener al principio una prudente indulgencia, porque el espíritu humano es progresivo, el punto de perfección está muy distante y llegar a él de un vuelo le será imposible254. La Academia, honrando con el premio a los más sobresalientes, deberá elegir los que más se acercaren a los fines propuestos y juzgare dignos de la representación; cuidará de corregirlos, imprimirlos y poner a su frente las advertencias que juzgare oportunas para que así se vayan propagando las buenas máximas y se camine más prontamente a la perfección.

Fuera del concurso, escriba e imprima el que quisiere sus producciones, pero ningún drama, sea el que fuere, pueda presentarse a la escena en Madrid ni en las provincias sin aprobación de la misma Academia; así se cerrará de una vez la puerta a la licencia que ha reinado hasta ahora en materia tan enlazada con las ideas y costumbres públicas255.

Si se dudare que tan corto estímulo baste para lograr el alto fin que nos proponemos, reflexiónese que para los talentos grandes consistirá siempre el mayor premio en el aplauso, y que éste jamás faltará a las obras sublimes cuando la escena se hubiere purgado y reinen sobre ella la razón y el buen gusto. ¿Quién sabe lo que puede este resorte? Los aplausos que mereció su Edipo mataron de gozo a Sófocles, el primero de los trágicos griegos.




ArribaAbajoEn su representación

Perfeccionados así los dramas, restará mejorar su ejecución, cuya reforma debe empezar por los actores o representantes. En esta parte el mal está también en su colmo. Es verdad que a juzgar por el descuido con que son elegidos nuestros comediantes, debemos confesar que hacen prodigios. ¿Cómo sería de esperar que entre unas gentes sin educación, sin ningún género de instrucción ni enseñanza, sin la menor idea de la teórica de su arte y, lo que es más, sin estímulo ni recompensa, se hallasen de tiempo en tiempo algunos de tan estupenda habilidad como admiramos en el día? En ellos el genio hace lo más, o lo hace todo. Pero nótese que tan raros fenómenos se hallan solamente para la representación de aquellos caracteres bajos que están al nivel o más cercanos de su condición, sin que para la de altos personajes y caracteres se haya hallado jamás alguno que arribase a la medianía256. La declamación es un arte y tiene, como todas las artes imitativas, sus principios y reglas tomados de la naturaleza, donde están repartidos todos los modelos de lo sublime, lo bello y lo gracioso. La teoría de esta arte no ha llegado todavía en nación alguna a la perfección de que es capaz. ¡Qué objeto más digno de las tareas de nuestra Academia Española257! ¡Qué muchedumbre de asuntos no ofrece para proponer a los ingenios que convida por instituto y provoca con premios a cultivar la bella literatura!

Las academias dramáticas de que hablé más arriba podrían promoverle acaso con más fruto porque, consistiendo la mayor dificultad de esta258 arte en reducir a práctica sus principios, tendrían la ventaja de promover a un mismo tiempo una y otra enseñanza. Entonces los teatros privados, en que la gente noble y acomodada que compondría estas academias presentase a la imitación los mejores y más dignos modelos, propagarían facilísimamente el gusto de la declamación y el conocimiento de sus principios, descubriendo muchos talentos nacidos para ella que están ahora del todo ignorados y perdidos.

No sería tampoco, a mi juicio, cuidado indigno del celo y la previsión del gobierno el buscar maestros extranjeros o enviar jóvenes a viajar e instruirse fuera del reino y establecer después, una escuela práctica para la educación de nuestros comediantes; porque al fin, si el teatro ha de ser lo que debe, esto es, una escuela de educación para la gente rica y acomodada, ¿qué objeto merecería más su desvelo que el de perfeccionar los instrumentos y arcaduces que deben comunicarla y difundirla?

Esta enseñanza haría desaparecer de nuestra escena tantos defectos y malos resabios como hoy la oscurecen: el soplo y acento del apuntador, tan cansados como contrarios a la ilusión teatral259, el tono vago e insignificante, los gritos y aullidos descompuestos, las violentas contorsiones y desplantes, los gestos y ademanes descompasados que son alternativamente la risa y el tormento de los espectadores260 y, finalmente, aquella falta de estudio y de memoria, aquella perenne distracción, aquel impudente descaro, aquellas miradas libres, aquellos meneos indecentes, aquellos énfasis maliciosos, aquella falta de propiedad, de decoro, de pudor, de policía y de aire noble que se advierte en tantos de nuestros cómicos, que tanto alborota a la gente desmandada y procaz y tanto tedio causa a las personas cuerdas y bien criadas261.

Algunos premios anuales destinados a recompensar a los actores más sobresalientes en talento, juicio y aplicación; algunas gratificaciones extraordinarias repartidas en casos de particular y sobresaliente desempeño; algunas distinciones de honor a que no serán insensibles cuando, pasando el teatro a ser lo que debe ser, dejen nuestros cómicos de ser lo que son y, en fin, alguna colocación o decente destino fuera del teatro dado a los más eminentes por recompensa de largos y buenos servicios hechos en él, acabarían de honrar y mejorar esta profesión, hoy tan atrasada y envilecida entre nosotros262.




ArribaAbajoEn la decoración

Aún no bastaría esta reforma. El cuidado de mejorar la decoración y ornato de la escena merece y pide también la atención del gobierno. Si en nuestros corrales, en medio y a vista de la corte, apenas hemos llegado a conocer, no digo la ostentación y la magnificencia, mas ni aun la decencia y la regularidad ¿qué será de los demás teatros de España? Ciertamente que, a juzgar por ellos del estado de nuestras artes, se podría decir con justicia que estaban aún en su rudeza primitiva. Tales son la ruin, estrecha e incómoda figura de los coliseos, el gusto bárbaro y riberesco263 de arquitectura y perspectiva en sus telones y bastidores, la impropiedad, pobreza y desaliño de los trajes, la vil materia, la mala y mezquina forma de los muebles y útiles, la pesadez y rudeza de las máquinas y tramoyas, y en una palabra, la indecencia y miseria de todo el aparato escénico. ¿Quién que compare con los grandes progresos que han hecho entre nosotros las Bellas Artes este miserable estado del ornato de nuestra escena, no inferirá el poco uso y mala aplicación que sabemos hacer de nuestras mismas ventajas? El teatro es el domicilio propio de todas las artes. En él todo debe ser bello, elegante, noble, decoroso y en cierto modo magnífico, no sólo porque así lo piden los objetos que presenta a los ojos, sino también para dar empleo y fomento a las artes de lujo y comodidad264, y propagar por su medio el buen gusto en toda la nación.




ArribaAbajoEn la música y baile

¿Y qué diremos de la música y el baile, dos objetos tan atrasados entre nosotros y capaces de ser llevados al mayor punto de mejoramiento y esplendor? ¿Qué otra cosa es en el día nuestra música teatral que un conjunto de insípidas e incoherentes imitaciones sin originalidad, sin carácter, sin gusto y aplicadas casual y arbitrariamente a una necia e incoherente poesía? ¿Qué otra cosa nuestros bailes que una miserable imitación de las libres e indecentes danzas de la ínfima plebe? Otras naciones traen a danzar sobre las tablas a los dioses y las ninfas265; nosotros, a los manolos266 y verduleras. Sin embargo, la música y la danza no sólo pueden formar el mejor ornamento de la escena, sino que son también su principal objeto porque, al fin, entre los concurrentes al teatro siempre habrá muchos de aquellos que sólo tienen sentidos.




ArribaAbajoEn la dirección y gobierno

Para dirigir esta reforma es preciso encargarla a personas inteligentes. ¿Qué se podrá esperar de la escena abandonada a la impericia de los actores, a la codicia de los empresarios o a la ignorancia de los poetas y músicos de oficio? En tales manos todo se viciaría, todo iría de mal en peor. Mas si uno o dos sujetos distinguidos de cada capital, dotados de instrucción y buen gusto, de prudencia y celo público, y escogidos no por favor sino por tales dotes, se encargasen de este ramo de policía y cuidasen continuamente de perfeccionarlo, todo iría mejor de día en día. Donde hubiese academia dramática podría fiársele sin recelo este cuidado y el de nombrar entre sus individuos los directores del teatro. Cuantos sirven en la escena deberán estar subordinados a estos caballeros directores, su voz ser decisiva para la disposición, ornato y ejecución de los espectáculos, y sus facultades amplias y sin límites para cuanto diga relación a ellos. Semejante objeto, que abraza una muchedumbre de menudos e impertinentes cuidados, sería demasiado embarazoso para los magistrados municipales, y bastaría por lo mismo que los directores procediesen de acuerdo con ellos, reservándoles siempre cuanto tocase al ejercicio de jurisdicción contenciosa y pidiese procedimiento formal, discusión, conocimiento de causa, ejecución o castigo. De este modo, trabajarían unos y otros de consuno para conseguir el decoro y buen orden en esta general e importante diversión.

La intervención de la justicia en ella se ha mirado siempre como indispensable y a nadie dejará de parecerlo a vista de la inquietud, la gritería, la confusión y el desorden que suelen267 reinar en nuestros teatros. Pero, ¿quién no ve que este desorden proviene de la calidad misma de los espectáculos? ¡Qué diferencia tan grande entre la atención y quietud con que se oye la representación de Atalía o la del Diablo predicador268! ¡Qué diferencia entre los espectadores de los corrales de la Cruz y el Príncipe y los del coliseo de los Caños, aun cuando sean unos mismos! El hombre se reviste fácilmente de los afectos que se le quieren inspirar y, de ordinario, la disposición de su ánimo no es otra cosa que el resultado de las sensaciones que producen en él los objetos que lo cercan, combinado con su situación y deseos momentáneos. Así que la forma bella y elegante del teatro, la magnificencia de la escena, la gravedad e interés269 del espectáculo le inspirarán infaliblemente aquella compostura que exige la concurrencia a toda diversión pública, donde, pagando todos para lograr un buen rato, son perfectamente iguales los derechos y obligaciones de cada uno a la conservación del buen orden.

Falta, sin embargo, una providencia para asegurar esta tranquilidad, y es bien extraño que no se haya tomado hasta ahora. No he visto jamás desorden en nuestros teatros que no proviniese principalmente de estar en pie los espectadores del patio270. Prescindo de que esta circunstancia lleva al teatro, entre algunas personas honradas y decentes, otras muchas oscuras y baldías, atraídas allí por la baratura del precio271. Pero, fuera de esto, la sola incomodidad de estar en pie por espacio de tres horas, lo más del tiempo de puntillas, pisoteado, empujado y muchas veces llevado acá y acullá mal de su grado, basta y sobra para poner de mal humor al espectador más sosegado. Y en semejante situación, ¿quién podrá esperar de él moderación y paciencia? Entonces es cuando del montón de la chusma salen272 el grito del insolente mosquetero, las palmadas favorables o adversas de los chisperos y apasionados273, los silbos y el murmullo general que desconciertan al infeliz representante y apuran el sufrimiento del más moderado y paciente espectador. Siéntense todos y la confusión cesará. Cada uno será conocido y tendrá a sus lados, frente y espalda cuatro testigos que lo observen y que sean interesados en que guarde silencio y circunspección. Con esto desaparecerá también la vergonzosa diferencia que la situación establece entre los espectadores: todos estarán sentados, todos a gusto, todos de buen humor; no habrá pues que temer el menor desorden.






ArribaAbajoArbitrios para costear esta reforma

Una reforma tan radical y completa pide sin duda grandes fondos, mas yo creo que el teatro los producirá. Cuando se inviertan en él todos sus rendimientos, el más pequeño y pobre podrá ser tan decente y bien servido como convenga a las circunstancias del pueblo en que se hallare. ¿En qué consiste, pues, la pobreza de nuestros mejores teatros? ¿Quién no lo ve? En haberse hecho de ellos un objeto de contribución. ¿Qué relación hay entre los hospitales de Madrid, los frailes de San Juan de Dios, los niños desamparados, la secretaría del corregimiento y los tres coliseos274? Sin embargo, he aquí los partícipes de una buena porción de sus productos. Otro tanto sucede en los que existen fuera de la corte y sucedía en los que no existen ya. La consecuencia es que los actores sean mal pagados, la decoración ridícula y mal servida, el vestuario impropio e indecente, el alumbrado escaso, la música miserable y el baile pésimo o nada. De aquí que los poetas, los artistas, los compositores que trabajan para la escena sean ruinmente recompensados y, por lo mismo, que solamente se vean en ella las heces del ingenio. De aquí, finalmente, la mayor parte de la indecencia275 y lastimoso atraso de nuestros espectáculos. ¿Qué no se podría hacer con los abundantes productos de los corrales de Madrid, distribuidos con discernimiento y buen gusto? ¿A qué punto de magnificencia no podrían elevar el aparato escénico276? Y, aun así, ¡cuánto quedaría distante de la que buscaban los antiguos en sus espectáculos! En cien millones de sestercios se calculó la pérdida causada por el incendio de un teatro provisional que Emilio Scauro hizo erigir en Roma para celebrar la entrada de su magistratura277. Y en el glorioso tiempo de Atenas, la representación de tres tragedias de Sófocles costó a la república más que la guerra del Peloponeso278. No pedimos tanto. Lloraríamos, ciertamente, al ver consumida en tan locos excesos de profusión la renta pública, formada con el sudor del pueblo. Pero deseamos, a lo menos, que los productos del teatro se inviertan en su mejora y que lo que contribuye la ociosa opulencia sirva para entretenerla y divertirla.

La reforma de la escena aumentará por otras razones los rendimientos del teatro, porque sobre crecer la concurrencia se podrá alzar el precio de las entradas sin miedo de menguarlas. Esta diversión, tal cual se halla en el día, es una necesidad para un gran número de personas y, ¿para cuánto mayor número no lo será una vez mejorada en todas sus partes? ¿Cuántos hombres graves, timoratos, instruidos y de fino y delicado gusto que hoy huyen de las truhanadas, groserías y absurdos de nuestra escena, correrán todos los días a buscar en ella una honesta recreación cuando estén seguros de no ver allí cosa que ofenda al pudor ni que choque al buen sentido? Entonces será el teatro lo que debe ser, una escuela para la juventud, un recurso para la ociosidad, una recreación y un alivio de las molestias de la vida pública y del fastidio y las impertinencias de la privada.

Esta carestía de la entrada alejará el279 pueblo del teatro y, para mí, tanto mejor. Yo no pretendo cerrar a nadie sus puertas; estén en hora buena abiertas a todo el mundo; pero conviene dificultar indirectamente la entrada a la gente pobre que vive de su trabajo, para la cual el tiempo es dinero y el teatro más casto y depurado una distracción perniciosa. He dicho que el pueblo no necesita espectáculos; ahora digo que le son dañosos, sin exceptuar siquiera (hablo del que trabaja280) el de la corte. Del primer pueblo de la antigüedad, del que diera leyes al mundo, decía Juvenal que se contentaba en su tiempo con «pan y juegos del circo281». El nuestro pide menos (permítasenos está expresión): se contenta con «pan y callejuela».

Quizá vendrá un día de tanta perfección para nuestra escena que pueda presentar, hasta en el género ínfimo y grosero, no sólo una diversión inocente y sencilla sino también instructiva y provechosa. Entonces acaso convendrá establecer teatros baratos y vastísimos para divertir en días festivos al pueblo de las grandes capitales282; pero este momento está muy distante de nosotros y el acelerarlo puede ser muy arriesgado; quédese, pues, entre las esperanzas y bienes deseados283.

Éstas son las ideas que he podido reunir y extender en medio de mis cuidados, y con la prisa284 que la difusión y desaliño de este escrito manifiestan bien. Seguro de que la Academia sabrá mejorarlas con su sabiduría y buen gusto, se las presento con la mayor confianza, pidiéndole muy encarecidamente que no desaproveche esta ocasión, tal vez única, de clamar con instancia al Gobierno por el arreglo de un ramo de policía general de que pende el consuelo, y acaso la felicidad, de la nación.

Gijón, 29 de diciembre de 1790.