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Mendizábal

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

Al anochecer de aquel día, el no sé cuántos de Septiembre del año 35 (siglo XIX), llegó puntual al parador de no sé qué, calle de Alcalá, entre la Academia y las Monjas Vallecas, la diligencia, galerón o quebrantahuesos ordinario de Zaragoza, que traía los viajeros de Francia por la vía de Olorón y Canfranc, único portillo que dejaban libre en aquellos tristes días los porteros del Pirineo, vulgo facciosos.

No bien pararon las ruedas del polvoriento armatoste, fue cercado de gentes diversas: por una parte, familia o amigos de los pasajeros; por otra, intrusos, ganchos o buscones enviados por fondas y posadas. Con este contingente y los viajeros que iban bajando perezosos, según les permitían sus remos entumecidos, se formó al instante un apelmazado y bullicioso grupo. Produjéronse rumores diferentes: aquí salutaciones cariñosas; allí el restallido del besuqueo y los palmetazos   —6→   del abrazarse; acullá ofertas importunas de pupilajes cómodos y baratos. Entre tantos viajeros, sólo uno no tenía quien le esperase: nadie se cuidaba de él ni le decía por ahí te pudras, como no fueran los moscones de las casas de huéspedes. Era el tal un joven de facciones finas y aristocráticas, ojos garzos, bigotillo nuevo, melena rizosa y negra, que sería bonita cuando en ella entrara el peine y se limpiara del polvo del camino. Su talle sería sin duda airoso cuando cambiara el anticuado y sucio vestidito de mahón por otro limpio, de mejor corte. En lo más claro del grupo quedose como atontado palomino, contemplando el bullanguero tropel de gente descuidada y ociosa que por la calle a tales horas discurría. ¡Pobrecillo! Solo y sin maestro ni amigo a quien arrimarse, se lanzaba en aquel confuso laberinto; sin duda entraba gozoso y valiente, con la generosa ansiedad del mozuelo de veinte años a quien ha quitado el sueño y las ganas de comer, en las aburridas soledades de la aldea, la visión de la Corte y de sus placeres y grandezas, tal y como las aprecian desde lejos los que empiezan a vivir, los que se hallan en pleno retoñar de ideas tempranas, producto fresco de las primeras lecturas, de las primeras pasiones, de la ambición primera, que tanto se parece a la tontería.

Embobado, como digo, estaba el hombre, contemplando el ir y venir de vagos bien vestidos, cuando le hizo volver en sí una voz bronca y desapacible que en el corro gritaba:   —7→   «¡D. Fernando Calpena! ¿Quién es Don Fernando Calpena?».

-No vocee usted tanto, que soy yo -dijo el mancebo, un tanto asustadico-. ¿Qué se le ofrece?

-Véngase conmigo, señor -replicó el otro, como sin ganas de entrar en explicaciones-. Tengo el encargo de llevar a usted a una casa de huéspedes.

-¿Encargo?, ¿de quién?... ¿Se puede saber?

-Del Sr. D. Manuel, el segundo jefe de la Superintendencia.

-¿D. Manuel?... A fe que no le conozco.

Recordando haber oído ponderar lo que abundan en Madrid los ladrones, pícaros y toda la caterva de gente perdida y maleante, tuvo Fernandito algo de miedo, y miró con recelo al que parecía, si no protector, mensajero de desconocidas influencias tutelares; y en verdad que el pelaje, la carátula y el vocerrón de aquel sujeto no eran para infundir tranquilidad. El desconocido distinguiríase entre mil por la pátina de su cara sudosa, afeitada de ocho días; por los ojos ribeteados de bermellón; por la boca desmedida y los labios con hemorroides; por los ojos de carnero moribundo; por la ropa, que habría sido decente en otro cuerpo y en remotas edades; por el sombrero de copa, que su oficio le obligaba a usar, y era de catorce modas atrasado. Rasgo final: usaba bastón de nudos con gruesa cachiporra.

«¿Y el equipaje del señor?...».

-Ya lo han bajado... Vea usted aquel baúl   —8→   largo, forrado de cabra... así, con poco pelo... No podremos llevarlo hasta que no me lo despachen los de la Aduana.

-¡Los de la Aduana! -exclamó con visible desdén el de la cachiporra-. ¡Pues no faltaría más sino que abrieran el cofre del señor!... Traigo bula para que den paso franco a todo.

Y al punto se metió por lo más apretado del grupo, repartiendo codazos a un lado y otro; llegándose al de la Aduana, le dijo no sé qué frasecillas enigmáticas, y no fue preciso más para que el equipaje del Sr. De Calpena quedase libre y exento de toda impertinencia fiscal. Un momento después Don Fernando y su acompañante, precedidos de un mozo de cuerda con el baúl a cuestas, se alejaban del parador calle abajo.

«Estamos a cuatro pasos del domicilio, señor. Esta calle por donde ahora entramos es la Angosta de Peligros... Aquella de enfrente es Ancha de lo mismo, a saber: de los peligros. Váyase enterando si, como parece, es esta la primera vez que viene a los Madriles».

-Es la primera vez... Por más que rebusco en mi memoria -dijo el D. Fernando caviloso y otra vez inquieto-, no caigo en quién pueda ser ese D. Manuel que ha dado a usted el encargo de recibirme y alojarme.

-D. Manuel de Azara.

-¿De Azara?... Ese apellido me suena, sí, me suena... pero... vamos, que no le conozco ni le he visto en mi vida, así Dios me la conserve.   —9→   Y usted... ¿tendría la bondad de decirme su gracia?

-Mi gracia, como quien dice, mi nombre, es Filiberto Muñoz. Aunque nací en Consuegra, soy orundio de Extremadura, y...

-O me equivoco mucho, o es usted de la policía.

-En ella serví durante los tres años; pero en la ominosa década, como decimos por acá, quedé cesante, y tuve que arrimarme a los teatros y a la compañía de Luna para poder vivir malamente. El 33, no quería reconocer el Gobierno la tropelía que se había hecho conmigo; pero fui repuesto, gracias a que me agarré a los faldones de mi paisano D. Manuel José Quintana, de cuyos padres el mío... mi padre quiero decir... era muy amigo... o más claro, que le castraba los cochinos, con perdón de usía... Ea, ya entramos en la calle de Caballero de Gracia, donde está su alojamiento. Por aquí, señor. Es aquella casa donde está el reverbero... dos puertas más allá del quitamanchas. Ya estamos. El portal es antiguo; pero muy decente, y en él no está permitido hacer aguas, porque en el principal vive el dueño, que es un señor consejero, pariente del señor subdelegado, ya sabe... Olózaga.

Subieron al segundo piso y penetraron en la casa, que era de las llamadas de huéspedes, decentísima, lo mejor del ramo, pues en ella no se entraba más que por recomendación, y rara vez pasaba de cuatro el número de los favorecidos. Recibioles afablemente el   —10→   dueño, que ya esperaba al señor de Calpena, y le llevó derechamente a la habitación que preparada para él tenía. Hallose el joven en un gabinete muy lindo, en aquellos tiempos casi lujoso, con alcoba estucada, buenos muebles... Vamos, que creía ser víctima de un error; que le habían tomado por otro; que aquel hospedaje y el servicio del polizonte y todo lo que le ocurría, no era por él ni para él. Pero mientras el error durara, juzgaba práctico aprovecharse. Adelante, pues, con la aventura: siguiera el quid pro quo, que tiempo habría de que el acaso o la realidad lo deshicieran.

Mostrole el patrón todas las partes del aposento, diciéndole: «Tengo mi casa montada a la inglesa, conforme a los últimos adelantos. Vea usted... cordón para tirar de la campanilla; lavabo con su cubo, jofaina y demás; alfombrita delante de la cama; percha con su cortina para resguardar del polvo la ropa... en fin, progreso, finura. Y como punto céntrico, no hallará usted nada mejor que esta casa. Aquí está usted cerca de todo. Dos pasos más arriba, la Red de San Luis, con tanto comercio. En la calle de atrás, la fonda de Genieys; más abajo el Carmen Descalzo, donde tiene usted misa a todas horas. En la calle de Alcalá, que es a dos pasos, las Señoras Calatravas, las Señoras Vallecas, la Embajada inglesa... En fin, cerca tenemos también las Niñas de Leganés... la casa de las Siete chimeneas, que por mi cuenta son ocho, y cuanto bueno hay en Madrid...   —11→   Para que nada falte, en esta misma calle tiene usted la casa de baños de Monier, que es, según dicen, de las mejores de Europa, como que en ella, por seis reales, puede un cristiano lavarse... de cuerpo entero».

Encantado de su vivienda y de su barrio estaba el buen D. Fernando, y aunque ignoraba de dónde y de quién le venían tantas dichas, iba muy a gusto en el machito, y no pensaba más que en arrear en él mientras durase la ganga. Por de pronto, urgía pagar al mozo; y en cuanto al desconocido que salió a encontrarle, no parecía hombre que desdeñara una gratificación si delicadamente se le ofrecía. De ambas cosas habló D. Fernando a su hospedero, el cual, con aires de gran señor, le contestó que todo estaba pagado, y que el Sr. de Calpena no tenía que ocuparse de nada, como no fuera de pedir por aquella boca cuanto le dictasen su necesidad y sus antojos.

«Pues, señor -dijo para sí el mancebo, después de dar las gracias-, sin duda estoy soñando, o me equivoqué de camino y en vez de ir a Madrid, me he metido en Jauja. Porque esto de que le reciban a uno desconocidos emisarios del diablo o de las mismísimas hadas, y le saquen el equipaje sin registrar, y le traigan a este lindo aposento, y no cobren nada, y desaparezcan por escotillón mozos y servidores cuando uno echa mano al bolsillo para darles la propina... esto, vamos, esto que a mí me pasa, no le ha pasado a ningún nacido en sus primeros pasos por   —12→   una capital grande o chica. Aquí hay algo, y vuelvo a temer que, tras de tantas venturas, venga una triste y quizás trágica sorpresa. Mucho ojo, Fernando, y trata de sondear al patrón, que tal vez posea la clave del acertijo».

«Siento mucho -dijo en voz alta, sentándose en la butaca y observando a su patrón de los pies a la cabeza-, que haya usted dejado marchar a ese hombre sin que yo le dé una gratificación por haberme traído aquí».

-Déjele usted, que ya, ya se la darán, y más de lo que merece.

-¿Pero quién, por Cristo?... ¿Por quién vengo yo aquí? ¿En qué manos estoy?

-En buenas manos, caballero -afirmó el patrón con sonrisa tan benévola y franca, que el desconcertado joven no tuvo más remedio que creerle.

-Ese sujeto, ¿es de la policía?

-Sí, señor.

-¿Y por mandato de quién sale a mi encuentro la policía?

-No sé, señor... Yo que usted, francamente, me cuidaría de coger la fruta que me cae entre las manos, sin meterme en averiguar quién plantó el árbol que la da tan rica.

Calló D. Fernando, sin dejar de mirar a su aposentador como se mira un jeroglífico.

«Ese hombre se llama Muñoz...».

-Y por mal nombre Edipo, porque fue, según dicen, del teatro...

-Pues, la verdad, me disgusta que se haya   —13→   ido sin que yo le dé siquiera las gracias, sin obtener de él una explicación de este misterio... ¿Quién le mandó?... ¿Cómo sabía mi llegada, mi nombre?

-Él lo explicará cuando vuelva, señor...

-Al menos, me dirá usted, como dueño de la casa, qué tengo que pagarle por este cuarto -añadió Calpena impaciente y un tanto nervioso-. Podría ser que el precio fuese superior a mis recursos, y tuviera yo que buscar alojamiento más arreglado.

-Si por más arreglado entiende más barato, caballero, no lo encontrará ni en los cuernos de la luna, que el colmo de la baratura es el no pagar nada. Quiero decir que...

-¿Pero quién, Señor?... Esto me vuelve loco... ¿Se ríe usted? O juega conmigo, o aquí hay gato encerrado.

-¡Encerrado... aquí! Yo le juro al señor que el único que tenemos en casa, y se llama Zumalacárregui, es un gato de buena crianza, que no se mete a deshora en las habitaciones de mis huéspedes.

-Ya que no otra cosa -indicó D. Fernando, rindiéndose a la bondad marrullera del patrón-, dígame usted su gracia, y...

-Mi gracia es Mendizábal...

Al oír este nombre se le crisparon los nervios al joven forastero, que se puso en pie, acercándose al dueño de la casa para verle mejor y examinarle. Era este de espigada estatura, representando cincuenta años, de rostro agradable, con patillitas, corbatín, el cuerpo enfundado en un levitón alto de cuello   —14→   y larguirucho de faldones. Al verle reír, entró más en cuidado Calpena, y se aumentaron las confusiones que desde su novelesca entrada en la Villa del Oso embargaban su espíritu.

«Me río porque... verá usted -dijo el patrón-. No es que yo me llame propiamente Mendizábal. Mi apellido es Méndez. Pero como el Sr. D. Juan Álvarez y Méndez, el grande hombre que ha venido de las Inglaterras a meternos en cintura y a salvar al país, se ha variado el nombre, poniéndose Mendizábal, que tan bien suena, yo...».

-Usted, por no ser menos... ya.

-Y digo más: bien podría resultar que D. Juan de Dios Álvarez y un servidor de usted fuéramos parientes, pues Méndez somos los dos: él hijo de Cádiz, yo, de San Roque, frente a Gibraltar. ¿Quién me asegura que no seamos ramas del mismo tronco? Porque eso que cuentan de que el Sr. Álvarez y Méndez no viene de casta de cristianos viejos, es calumnia, señor; cosas que inventa la maldad del absolutismo para rebajar a los patriotas... En fin, que como mis compañeros de oficina ven en mí a un partidario furibundo del señor Ministro nuevo, me han puesto el remoquete de Mendizábal, y así me dejo llamar, y me río... me río...



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ArribaAbajo- II -

-Según eso, es usted empleado.

-Para todo lo que el señor guste mandarme, me tiene de portero en el Ministerio de Hacienda. Miliciano nacional de artillería en el glorioso trienio, fui colocado por el señor Feliu. Quedé cesante el 23. Diez años después me repuso el Sr. D. Francisco Javier de Burgos, que entró en Fomento el 21 de Octubre del 33. En 7 de Febrero del año siguiente pasé a Hacienda con el Sr. D. José de Imaz; me conservó en mi puesto el señor Conde de Toreno, que entro el 15 de Junio, y allí me tiene usted... Pero estoy entreteniendo al señor más de lo regular, sin pensar que se aproxima la hora de la cena. Antes querrá quitarse el polvo del camino y lavarse cara y manos. Voy por agua, pues creo que tenemos el jarro vacío... Efectivamente... ¡Y tanto que les encargué...! ¡Cayetana!... ¡Delfina!

Salió presuroso, llamando a su esposa e hija, y a poco se presentaron estas con el agua y toallas limpias. Era la patrona regordeta y vivaracha, bastante más joven que su marido; mala dentadura, pecho vacuno, que el corsé levantaba a las alturas de la garganta; el habla gallega, manos de cocinera. La niña, tímida y rubicunda, habría sido muy bonita si no torciera terriblemente   —16→   los ojos. Precedíalas el risueño padre, que, al presentar a la familia, volvió a soltar la vena de su verbosidad.

El Sr. D. Fernando traería, según él, buen apetito. Pronto se le serviría la cena... Casa más sosegada no se encontraba en todo Madrid, y como no admitían sino huéspedes recomendados, nunca tenían más de cinco o seis, y a la sazón, por ser verano, tan sólo dos, sin contar al Sr. D. Fernando, los cuales eran personas de mucho asiento y formalidad. A la hora de la cena les conocería el nuevo huésped, y trabaría con uno y otro sujeto relaciones cordiales... Dejáronle al fin para que se lavase, y despojado de su trajecito de mahón, se ocupó el huésped en sacar del baúl la única ropita decente que traía, y camisa y corbata, para vestirse con toda la decencia compatible con su escaso peculio. Durante las operaciones de lavoteo y vestimenta, no cesaba de pensar en la ventura inesperada y misteriosa con que entraba en Madrid, y entre otras cosas que habrían revelado su confusión si las pasara del pensamiento a los labios, se dijo: «Es mucho cuento este. Se empeña uno en ser clásico, y he aquí que el romanticismo le persigue, le acosa. Desea uno mantenerse en la regularidad, dentro del círculo de las cosas previstas y ordenadas, y todo se le vuelve sorpresa, accidentes de poema o novelón a la moda, enredo, arcano, qué será, y manos ocultas de deidades incógnitas, que yo no creí existiesen más que en ciertos libros de   —17→   gusto dudoso... Pues, señor, veamos en qué para esto, y Dios quiera que pare en bien. No las tengo todas conmigo, ni me resuelvo a entregarme a esta felicidad que me sale al encuentro abriéndome los brazos, pues suelen los salteadores de caminos disfrazarse de personas decentes y benéficas para sorprender mejor a los viajeros. Vigilemos, vivamos alerta...».

Cenando migas excelentes con uvas de albillo, peces del Jarama fritos, y chuletas a la papillote, hizo conocimiento con los dos huéspedes que la suerte le deparaba por compañeros de vivienda, y en verdad que tal conocimiento fue un nuevo halago de la escondida divinidad que tan visiblemente le protegía, porque ambos eran agradabilísimos, instruidos, graves y de perfecta educación. El uno frisaba en los cincuenta años, y en las primeras frases del coloquio se declaró manchego y patriota. Su locuacidad no molestaba; antes bien, instruía deleitando, porque narraba los sucesos y exponía las opiniones con singular donaire y una prolijidad pintoresca. Debía de tener muchas y buenas amistades con personas en aquel tiempo de gran viso, porque al nombrarlas empleaba casi siempre formas familiares.

Cuando Delfinita le servía las truchas, volviose a ella con viveza, diciéndole: «No me han enterado ustedes de que hoy estuvo aquí Salustiano dos veces».

-¡Ah!, sí... no me acordaba... -replicó la niña de la casa-. ¡Y que no se puso poco enojado   —18→   la segunda vez, porque usted no estaba!

-¡Si ya le he visto, criatura! Por fin dio conmigo en el Café Nuevo, donde me había citado mi tocayo Nicomedes para leerme dos artículos de filosofía, una comedia en verso y un proyecto de Constitución...

-Dispénseme -dijo Calpena, que pronto empezó a tomar confianza-: ese Salustiano, ¿es Olózaga?

-El mismo. Le nombran Gobernador de Madrid...

-Subdelegado -apuntó el otro huésped, de quien se hablará después-, que así se llaman ahora.

-Tanto monta, amigo Hillo... La denominación que se adoptará como definitiva es la de jefes políticos. Por de pronto, empleemos la acepción que más fácilmente comprende el pueblo: gobernadores... Pues pretende Salustiano llevarme de secretario; pero... no en mis días. Mientras yo no vea clara la situación, mientras no vea un Gabinete decidido a marchar adelante, siempre adelante, enarbolando resueltamente la bandera del progreso, no me cogen, no me cogen... Nicomedes piensa lo mismo...

-Oí decir esta tarde en el despacho de los Toros -indicó tímidamente el segundo huésped-, que sería secretario ese joven, tocayo de usted, que acaba de citar... Pastor.

-Atrasados están de noticias en el despacho de Toros, mi querido Hillo. Será secretario del Gobierno de Madrid mi amigo Manolo Bretón.

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-¿El poeta... el autor de Marcela? -preguntó Calpena con vivo interés.

-El mismo. Y añadiré que a mí me lo debe -afirmó con cierta fatuidad de buen tono el que llamamos primer huésped, y ahora Don Nicomedes. Conviene declarar, ante todo, que no es Pastor Díaz. El huésped de la casa de Méndez no ha pasado a la historia, aunque en verdad lo merecía, por la agudeza de su entendimiento y la variedad de sus estudios. Menos años contaba entonces el Nicomedes que después adquirió celebridad como político y publicista: ambos se hallaban ligados por estrecha y cordial amistad. El más joven hizo carrera literaria y política; el más viejo se fue a la Habana en tiempo del general Tacón, y murió de mala manera bajo el mando de Roncali. Apenas ha dejado rastro de sí, como no sea el descubierto con no poca diligencia por el que esto refiere; rastro apenas visible, apenas perceptible en el campo de la historia anónima, es decir, de aquella historia que podría y debería escribirse sin personajes, sin figuras célebres, con los solos elementos del protagonista elemental, que es el macizo y santo pueblo, la raza, el Fulano colectivo.

Bueno. Diré algo ahora del segundo huésped, clérigo enjuto y amable, que entraba siempre en el comedor tarareando, y a veces tocando las castañuelas con los dedos, lo que no quiere decir que fuera un sacerdote casquivano, de estos que no saben llevar con decoro el sagrado hábito que visten. La jovialidad   —20→   del bonísimo D. Pedro Hillo, natural de Toro, era enteramente superficial, y a poco que se le tratara, se le veían las tristezas y el amargo desdén que le andaba por dentro del alma, como una procesión interminable. Por lo demás, no se ha conocido hombre de costumbres más puras ni en la clase eclesiástica ni en la civil; hombre que, si no derramaba el bien a manos llenas, era porque no se lo permitía su mediano pasar, cercano a la pobreza; incapaz de ofender a nadie de palabra ni de obra; comedido en su trato; puntual en sus obligaciones; religioso de verdad, sin aspavientos. No tenía más falta, si falta es, que gustar locamente de las funciones de toros. Su principal ciencia, entre las poquitas que atesoraba, era el entender del arte del toreo y mostrar profundo conocimiento de sus reglas, de su historia, y poder dar sobre tales materias opiniones que los devotos del cuerno oían como la palabra divina. Pero dígase en honor de D. Pedro Hillo que, lejos de la intimidad con otros taurófilos, no alardeaba de su conocimiento, ni usaba nunca los groseros terminachos que suelen ser lenguaje propio de esta singular afición. Como se disimula un ridículo vicio, disimulaba el buen curita su autoridad en materia de quiebros, pases y estocadas.

Y para que se vea un ejemplo más de las complejidades del humano espíritu, sépase que a este saber de cosas triviales unía Don Pedro de otro de más sustancia. Era un apreciable retórico, de la escuela de Luzán y   —21→   Hermosilla; había practicado durante más de veinte años el magisterio del arte de hablar bien en prosa y verso, y orgulloso de estos conocimientos, trataba de lucirlos siempre que podía.

Se ignora por qué dejó el bueno de Hillo, primero su cátedra del Colegio Mayor de Zamora, después el cargo de preceptor de los niños del señor Duque de Peñaranda de Bracamonte. Lo que sí se ha podido averiguar es que en Septiembre de 1836 pretendía una cátedra de la Universidad Complutense, y que en aquella fecha llevaba año y medio de inútiles pasos y gestiones sin obtener más que buenas palabras. Eso sí: ni se cansaba de pretender, ni los desaires y aplazamientos marchitaban sus ilusiones, ni le rendía el fatigoso y tristísimo vuelva usted mañana.

Dígase también, para completar la figura, que D. Pedro profesaba o fingía, en política, un escepticismo inalterable, rara condición en aquellos tiempos de lucha. Conocimiento y amistad tenía con personas de una y otra bandera; pero de nada le valían, sin duda por causa de su timidez, o por la vaguedad de sus opiniones, que tal vez le hacía sospechoso a tirios y troyanos. Los patriotas le miraban con recelo creyéndole arrimado al carlismo, y la gente templada le tenía por afecto a las logias. Por esto decía él, empleando la palabra griega que significa moraleja: «Epimicion: quien navega entre dos aguas, no llega nunca a una cátedra».

El primer huésped, D. Nicomedes Iglesias   —22→   también pretendía; mas no era fácil traslucir el objeto de sus desatentadas ambiciones. Cosa extraña: Hillo hablaba poco, y sus propósitos y deseos se traslucían a las primeras palabras. Por los codos hablaba Iglesias y después de oírle perorar tres horas con gracia y facundia prodigiosa, nadie sabía lo que pensaba, ni qué planes o enredos se traía. No disimulaba el radicalismo de sus ideas, el cual no era obstáculo para que cultivase el trato de casi todas las notabilidades de aquella turbulenta generación, siendo su mayor intimidad con los exaltados. Toda la tarde estaba fuera de casa, menos cuando daba cita en ella a un par de compinches, pasándose las horas muertas de conciliábulo a puerta cerrada. Después de cenar se echaba invariablemente a la calle, y no volvía hasta la madrugada; levantábase a la hora de comer, y al encontrarse en la mesa con su amigo D. Pedro, bromeaban un rato. El presbítero tenía siempre algo que decir de las nocturnidades de su compañero; pero sin traspasar nunca los límites de una discreta confianza inofensiva: «¿Qué hay por la casa de Tepa?... Anoche, amigo Nicomedes, debieron ustedes tratar de ir disolviendo juntitas, para que no se enfade D. Juan de Dios Álvarez... Mucho tuvieron que discutir anoche los del rito escocés, porque entró usted cerca de las cuatro... ¿Y qué se sabe del ínclito Aviraneta? ¿Le sueltan, o le hacen ministro, o le ahorcan?».

Contestaba el otro a estas pullas inocentes   —23→   con gracia y mesura, sin soltar prenda, ni clarearse más de lo que le convenía. Desde la primera cena simpatizó Calpena con sus dos compañeros de casa, y singularmente con el clérigo Hillo. El agrado que la conversación de este le causaba aumentó tan rápidamente, que al segundo día eran amigos, y ambos creían que su trato databa de larga fecha. Verdad que los dos eran clásicos en lo literario, templados o neutrales en lo político, de pacífico y blando genio, amantes de la regularidad y del vivir manso, sin emociones; semejanza que un atento observador habría podido apreciar, no obstante las diferencias que la edad marcaba en uno y otro. Había, sin embargo, momentos en que Calpena se expresaba como un viejo, y D. Pedro como un muchacho.

El segundo día de hospedaje, desayunándose juntos, hablaron de política, que era en aquel tiempo la usual, la obligada comidilla, lo mismo al almuerzo que a la cena. «¿Qué le parece a usted, amigo D. Fernando? -dijo Hillo-. ¿Nos cumplirá ese Sr. Mendizábal todo lo que nos ha prometido? Porque ya ve usted si ha venido con ínfulas. Que acabará la guerra carlista en seis meses, y que para entonces no veremos un faccioso ni buscándolo con candil. Que pondrá término a la anarquía, cortando el revesino a todas las juntas. Que arreglará la Hacienda, y pronto rebosarán las arcas del Tesoro. Que hará de la España una nación tan grande y poderosa como la Inglaterra, y seremos todos felices   —24→   y nos atracaremos de libertad y orden, de pan y trabajo, de buenas leyes, justicia, religión, libertad de imprenta, luces, ciencia, y, en fin, de todo aquello que ahora no comemos ni hemos comido nunca».




ArribaAbajo- III -

-Yo, amigo Hillo, no entiendo este endiablado Madrid, ni puedo darle a usted una opinión sobre lo que me pregunta. Aún no he tomado tierra. Ahora vengo de Francia, y allí, puedo asegurarlo, los españoles que he conocido se hacen lenguas del Sr. Mendizábal, y ven en él a un hombre extraordinario, providencial, que ha de regenerar la España.

-¡Viene usted de Francia! -exclamó Hillo picado de curiosidad ardiente-. Y en Francia ha dejado a sus padres...

-Yo no tengo padres. No los he conocido nunca.

-Entonces tendrá usted tíos.

-Tampoco. Yo me crié en Vera, en casa de un sacerdote, que murió hace tres años. Sus hermanos me mandaron a París, a una casa de comercio. Un año he vivido en la capital de Francia. Después pasé a Olorón...

-Pero es usted español, seguramente.

-Creo que sí... digo, sí: español soy.

-Habla usted nuestra lengua con gran corrección.

  —25→  

-Lo mismo hablo el francés.

Más avivada a cada momento la curiosidad del buen clérigo, arreció en sus preguntas: «Y dígame, si no hay inconveniente en que yo lo sepa: ¿viene usted a estudiar una carrera, o a ocupar una placita en nuestra administración?».

-Vengo a buscarme una manera de vivir honrada y modesta.

-¿Tiene usted aquí familia, parientes, amigos...?

-No lo sé... Creo que no... creo que sí.

-Traerá usted cartas de recomendación.

-No, señor... Mis tíos (y llamo tíos al hermano y parientes del cura de Vera, en cuya casa me he criado) enviáronme a Madrid, sin decirme más que lo que va usted a oír: «Anda, hijo, que aquí no saldrás nunca de la pobreza oscura, y allá... allá puedes encontrar protecciones donde y cuando menos lo pienses». Me hicieron el equipaje con la poca ropa que tenía, me costearon el viaje, diéronme algo para los primeros días, y aquí me tiene usted...

-Esperándolo todo de la suerte, de lo desconocido... ¡Ah, señor de Calpena, usted pitará! No le faltarán contratiempos, afanes; pero no es usted, me parece, de los que se ahogan en este piélago. Y dígame otra cosa: ¿ese buen párroco de Vera...?

-Un gran humanista, señor, más versado en los clásicos latinos y griegos que en Teología y Cánones.

-Bien se le conoce a usted, en su manera   —26→   de expresarse, la sabia mano que le ha pulimentado.

-Sabía mucho mi padrino -dijo D. Fernando con tristeza-; y aunque él se esforzó en darme todo su saber, yo no he tomado sino parte mínima.

-¿Modestia tenemos? Pues a mí me da en la nariz, Sr. D. Fernandito, que usted ha de ser un grande hombre. Este tarambana de Nicomedes me aseguraba ayer que el porvenir será de los románticos, así en literatura como en política. Yo sostengo lo contrario. La sociedad se va hartando de contorsiones y de hipérboles, y el clasicismo, la corrección, la serenidad, la devoción de las buenas reglas, han de gobernar el mundo. ¿No cree usted lo mismo?

D. Fernando, profundamente abstraído, fijaba sus ojos en el ya vacío pocillo de chocolate.

«Yo no puedo tener opinión, no acierto aún a formar juicio de nada -murmuré al fin-: soy un chiquillo».

-Pues lo dicho... No sé por qué me figuro que entrará usted en esta diabólica villa con pie derecho. En todas las cosas y casos de la vida... esto es observación mía, que no me falla... los primeros pasos dan la norma de la suerte total.

-Pues si es así, amigo Hillo -dijo Calpena, revelando en su agraciado rostro más confusión que alegría-, yo he de ser el niño mimado de la fortuna, porque en mis primeros pasos en Madrid no piso más que flores.

  —27→  

-Bien, hombre, bien: hay hombres predestinados a la dicha, como los hay al sufrimiento, y de estos, alguno conozco yo, sí, señor, y más de lo que quisiera... Y puedo asegurarle que no siento envidia de usted, siendo, como soy, desgraciado a nativitate. Créame: el suelo que yo piso es todo abrojos y guijarros cortantes... Pero ando... ando siempre, y adelante. Lo repito: no soy envidioso, y cuando veo a un hombre con suerte, me alegro, le doy mis plácemes, y digo: «Bendito sea Dios que, por hacer de todo, también hace seres felices».

-No estoy yo seguro de serlo, ni me fío de estas venturas, que bien podrían ser engañosas, traicioneras.

-No digo que no... Pero cuando viene la dicha, hay que tomarla sin remilgos. La Fortuna, deidad caprichuda, descaradota, se muestra más liberal con los que no se asustan de sus favores. Los modestos y encogiditos no le entran por el ojo derecho. Sea usted arrogante, acometedor; confíe en sí mismo y en su estrella; láncese sin miedo, arrancando, a toda clase de empresas, ya políticas, ya literarias, ya mercantiles, que de fijo en todas alcanzará la meta. Ejemplos, aunque no muchos, tiene usted aquí de hombres privilegiados, que nacieron en la mayor humildad, y luego mansamente, sin hacer nada por sí, se ven levantados del polvo, y conducidos por manos de ángeles a los cielos de la prosperidad y de la gloria. Vea usted a este señor Mendizábal, que se nos   —28→   ha entrado por las puertas de España. Le encargaron a Inglaterra para Ministro de Hacienda, como se encargan los niños a París, y por llegar, con la sola fuerza de su desahogo, que se impone a todo el mundo, se ha calzado la Presidencia del Consejo y cuatro Ministerios. ¿Y quién es Mendizábal? Un hombre sin estudios, que no aprendió más que a leer y escribir, y algo de cuentas. ¿Pues qué es esto más que suerte? Y los afortunados ¿qué son sino hombres que se pasan el mundo por debajo de la pata, y han tirado la modestia y los miramientos, como se tira la careta de trapo que molesta y acalora el rostro?

-No estamos conformes -dijo D. Fernando, más comedido en sus pocos años que el viejo Hillo-, en esa manera de apreciar las causas del éxito en la vida pública. Además, no admito que el Sr. Mendizábal sea hombre tan ignorante, ni que carezca de autoridad para desempeñar uno, dos o media docena de Ministerios. Cierto que no sabe latín; pero es muy práctico en asuntos mercantiles. Dígame usted, con la mano puesta en el corazón, si cree que para gobernar a los pueblos es indispensable tratar de tú a Horacio y Virgilio.

-¡Qué sé yo!... Una pasadita de Cicerón no les viene mal a los señores que andan en la política. Pero, en fin, concedo...

-Preveo el argumento que usted va a emplear ahora mismo, y me anticipo a refutarlo.

-Bien, hombre, bien -dijo gozoso D. Pedro,   —29→   sintiéndose maestro de Humanidades-. Ha empleado usted con verdadera elegancia una forma de raciocinio que los retóricos llamamos prolepsis... Eso es: anticiparse a la objeción, prevenir los argumentos del contrario, refutarlos antes que los emita...

-Justamente; y usted ahora, con maestría indudable, ha empleado la expolición o amplificación...

-Que también llamamos conmoración... ¿no es eso?

-Y que cuando degenera en abuso se denomina tautología y perisología... Volviendo a mi prolepsis, prosigo. Usted me dirá que, si no es necesario saber latín para regir a las naciones, tampoco estriba la conciencia de gobierno en el arte o manejo de los negocios mercantiles; es decir, que si mal nos gobiernan los humanistas, no lo harán mejor los comerciantes.

-Efectivamente.

-A eso respondo que el Sr. Mendizábal no es un simple mercader, de esos que compran y venden géneros: es, si se me permite decirlo así, comerciante político, y no me busque usted en este concepto la anfibología, que no la hay. Comerciante político quiere decir: el que entiende de manejar el crédito de los países y distribuir su Hacienda, de imponer y recaudar tributos...

-El Sr. Mendizábal era el año 23 un traficante gaditano; menos aún, dependiente en la casa del Sr. Bertrán de Lis, y se metió a contratista de las provisiones del Ejército,   —30→   con lo cual hizo su pacotilla en pocos años.

-Sus opiniones avanzadas y la viveza de su genio, le arrastraron a la empresa de abastecer al Ejército y Marina en condiciones tales, que su servicio fue, más que negocio, un caso de abnegación y patriotismo. Todavía no se han liquidado aquellas cuentas, y las ganancias de D. Juan de Dios, si las tuvo, están aún en poder de la nación.

-Porque usted lo dice lo creo... Persona de mi mayor confianza me ha contado a mí que Mendizábal, allá por el año 20, era en Cádiz un muchachón alborotado, bullanguero, de una intrepidez loca para las aventuras políticas. Él y otros tales no hacían más que conspirar en logias y cuarteles para que volviese la Constitución del 12, y destronar al Rey o convertirlo en un monigote.

-Es verdad.

-Y que trabajó por la bandera que defendían Riego, Arco, Agüero, Quiroga...

-También es cierto. Todas aquellas trapisondas salían de la Masonería, que ahora es una vieja pintada, y entonces era una mocetona llena de vida y seducciones, con las cuales enloquecía a la juventud.

-No me disgusta la imagen, señor mío. Adelante.

-En Cádiz existía lo que llamaban el Soberano Capítulo y el Sublime Taller, y qué sé yo qué. De estos talleres y capítulos salían las conspiraciones para sublevar el Ejército y derrocar la tiranía; de allí las trifulcas, las asonadas, los ríos de sangre... Mendizábal   —31→   era masón, que en aquel tiempo era lo mismo que decir político. Si quiere usted más noticias, pídaselas a D. Arturo Alcalá Galiano, que anduvo con él en aquellos trotes; al Sr. Istúriz, a D. Vicente Bertrán de Lis...

-De donde se deduce, amigo Calpena -dijo el clérigo suspirando fuerte-, que el que pretenda en estos tiempos ser algo o conseguir alguna ventaja, aunque esta le corresponda de justicia, y lo intente sin agarrarse previamente a los faldones o a las faldas de esa gran púa de la Masonería, es un simple o un loco.

-No diré yo tanto. Las cosas son como son.

-Tenga usted presente que hay logias liberales y logias absolutistas. Las primeras conspiran; las segundas también. Unas y otras introducen individuos suyos en la contraria, fingiéndose amigos, para sorprender secretos.

-Sí, sí; y se pelean en las tinieblas de los ritos nefandos. De las unas salen los ejércitos sediciosos, que todo lo destruyen y profanan; de las otras los tribunales sanguinarios que levantan la horca. Así vive España... hoy te fusilo, mañana te ahorco.

-Y vea usted. Si el 24 hubiera sufrido D. Juan de Dios la suerte de su compinche Riego, hoy no tendríamos la dicha de que ese señor nos arreglara la Hacienda y nos hiciera juiciosos y ricos.

-Porque escapó a Inglaterra.

-Le llamaba la banca más que la política.

  —32→  

-Se estableció en un país grande y libre, donde forzosamente había de aprender muchas cosas sólo con tener ojos y ver, sólo con tener oídos y oír.

-Sí, porque en los libros me parece que poco aprende su ídolo de usted. Le llamo así porque veo, amigo Calpena, que es usted de los devotos furibundos del hombre nuevo, y que conoce su vida y milagros, entendiendo por milagro lo que dicen ha hecho en Portugal.

-Algo sé del Sr. Mendizábal... Más de lo que usted piensa.

-¿Andan por el extranjero biografías del grande hombre?

-No he leído ninguna.

-¿Pues quién se lo ha contado?

-Él mismo.

-¡Le conoce usted... le trata!

Al ver en el rostro de Calpena la sonrisa plácida y el movimiento afirmativo con que a su pregunta respondía, Hillo se quedó suspenso de estupor, de admiración... No daba crédito a tan inaudito caso de precocidad. ¡Tan joven, y haber tratado a Mendizábal, charlar con él, quizás poseer su confianza! Desde aquel momento vio el clérigo en su amiguito un ser extraordinario, misterioso. Aumentaban su fascinación la procedencia extranjera del joven; el no saberse quién era; la atención y exquisitos cuidados que le prodigaban los patrones, recatando sigilosamente el nombre de las personas que habían recomendado al nuevo huésped; la educación   —33→   exquisita de este; su aire, belleza y modales aristocráticos... y, sobre todo, haber tratado a Mendizábal, y oír de él mismo la narración de episodios históricos y lances personales. D. Pedro se levantó de su asiento impulsado de la sorpresa, que como un resorte le movía, y dio pasos desordenados, repitiendo: «¡Le conoce, le ha tratado!... Dígame, cuénteme: no deje que me abrase la curiosidad».




ArribaAbajo- IV -

-Allá voy -dijo Calpena indicando a su amigo que se sentara-. Paréceme haber contado a usted que los hermanos de mi padrino me mandaron a París a instruirme en el comercio y la banca. Empecé a trabajar, digo, a aprender, en la casa de comisión de Reischoffen y Bloss, alsacianos, donde sólo estuve tres meses, pasando después a la célebre casa de banca de Ardoin, que opera por millones de millones, y hace empréstitos a las naciones apuradas, negociando con los Estados y con los Reyes, con los Gobiernos y hasta con las revoluciones. En fin, esto es largo de contar. Allí estaba yo muy bien. Llevaba toda la correspondencia de la América española; me daban regular sueldo, y el principal me distinguía y me trataba con mucho miramiento. Un día de Febrero vimos entrar   —34→   a un señor alto y bien parecido, de ojos negros, cabello rizado, patillas cortas, muy elegante y pulcro. Al punto corrió la voz entre los dependientes: «Es Mendizábal, el gran Mendizábal, el restaurador de la Monarquía legítima en Portugal...». Entró en el despacho del Barón, nuestro jefe, y a la media hora este me llamó...

-Para presentarle al Sr. D. Juan de Dios.

-No, señor; para mandarme que le acompañara por las calles de París, que yo conocía perfectamente, y el Sr. Mendizábal no. Tenía que ir a la casa Erlanger, Rue Drouot, muy cerca de la nuestra, Chaussée d'Antin. Cojo mi sombrero, y me pongo a la disposición del hombre grande, en cuya compañía salí muy orgulloso. Por la calle me hizo mil preguntas: quién era yo, cómo se llamaban mis padres, cuánto tiempo llevaba de residencia en París y de aprendizaje en casa de Ardoin. Yo le contesté como pude, y al llegar a las oficinas de Erlanger me mandó esperar para que le condujese a otra parte.

-Nada, que le cayó usted en gracia -dijo Hillo restregándose las manos-. Así se empieza, así.

-Al salir de la visita me preguntó si sabía yo cuál era la mejor casa de París en guantes y perfumería, y le indiqué Damiani, en el bulevar Saint-Denis. Tomó el hombre un coche de alquiler, que allí llaman fiacres, y fuimos de compras. Debo decirle a usted que es algo presumido, y que gusta de acicalarse y lucir su buena figura. De la guantería   —35→   fuimos a comprar un maletín de mano para viaje, con muchos compartimientos y algún secreto para papeles reservados. Compró también un calzador, tirantes y algunas otras baratijas que no recuerdo. Dejome en mi escritorio, y él se fue a su hotel, en la Rue de l'Arcade, mostrándose en la despedida tan fino y al propio tiempo tan llano, que yo estaba encantado. Díjome que, siempre que no le convidasen, comería en el Palais Royal, en casa de Very, y se dignó invitarme, excusándome yo todo turbado y confuso.

-Esto se llama caer de pie, amigo mío, o nacer en Jueves Santo. Siga usted, que me parece que aún falta algo.

-Verá usted. A los dos días mandó un recado a mi principal, pidiéndole un buen amanuense español que escribiese corrido, con buena letra y mejor criterio. El Barón me eligió a mí, y aquí me tiene usted, encerrado con el Sr. Mendizábal en una cómoda estancia del hotel Meurice, los dos frente a frente, con una mesa por medio, él dictando y yo escribiendo. Hombre más incansable no he visto en mi vida. Cinco horas me tuvo con la pluma en la mano. Dictó una larguísima carta a Martínez de la Rosa, otra al Conde de Toreno, y dos o tres a personas para mí desconocidas. Él estaba en bata, una bata elegantísima, y zapatillas de terciopelo, con las que lucía su pie pequeño, que parece de mujer. Casi era preciso escribir taquigrafía para poder seguirle. Expresaba su pensamiento con rapidez; rectificaba pocas veces;   —36→   no se paraba en el estilo; iba derecho al asunto y a la idea, sin cuidarse de la forma. Mandome volver al día siguiente, y me dictó tres o cuatro decretos, uno de ellos suprimiendo las órdenes religiosas y haciendo tabla rasa de todos los frailes, monjas, clérigos y beatas que hay en estos reinos, estableciendo la reversión de todos los bienes al Estado para venderlos... y ¡qué sé yo!

-¡María Santísima! Pero eso sería broma.

-¿Broma? Ya verá usted las que gasta ese sujeto. No habíamos concluido aquella degollina de frailes y la repartición de sus riquezas, cuando entró un señor inglés, que debía de ser diplomático, pariente, sobrino, hijo quizás del embajador en Madrid, que no sé cómo se llama.

-Mister o sir Jorge Williers. Adelante.

-Y hablaron en inglés, y no entendí una palabra... Bueno: pues en esto son anunciados tres españoles, y D. Juan les manda pasar. ¡Ay, qué alegría, qué abrazos, qué maravillas, hablando todos a un tiempo! Evocaban recuerdos de la juventud, alababan lo pasado, denigraban lo presente con saña y cuchufletas... La conversación fue continuada en castellano, después de hacer Mendizábal con gran ceremonia la presentación del inglés a los españoles, y viceversa. Pregunté al Sr. D. Juan si debía retirarme, y me mandó que me quedara, lo que me supo muy bien. ¡Qué gusto estar mano a mano con aquellos señorones, calladito, oyendo todo lo que decían, que era sabroso, picante y muy instructivo,   —37→   pues yo poco o nada sabía de España! Mandó D. Juan al mozo que sirviese vino de Porto, y con esto las lenguas se soltaron aún más de lo que estaban.

-Recordará usted los nombres de esos tres españoles, que de fijo hablarían pestes de su patria.

-Los nombres no los recuerdo; las caras, sí: de seguro son personajes de acá, y puede que alguno esté hoy en candelero. El uno puso de vuelta y media a ese Martínez de la Rosa; el otro no dejó hueso sano al Conde de Toreno, que entonces era Ministro, y el tercero le hincó el diente venenoso a la Reina Cristina y a su marido D. Fernando Muñoz.

-¡Lástima que usted no se fijara en los nombres!

-Continúo. Pues hablando, hablando de lo revuelto que está todo, de lo mal que gobiernan los que gobiernan, de las cosas gordas que se preparan, la conversación recayó en los asuntos de Portugal, y uno de ellos dijo que en Lisboa había salido un folleto poniendo de oro y azul a Mendizábal, y negando que tuviera arte ni parte en la restauración de Doña María de la Gloria. Armose entonces gran tremolina. D. Juan Álvarez daba golpes en el brazo del sillón, acusando de envidiosos y calumniadores a algunos españoles residentes en Portugal; indignose el inglés, echando venablos en su lengua, y los otros atribuían todo a intrigas de los moderados (no sé qué gente es esta que aquí llaman moderados), por arrojar lodo a la figura   —38→   del grande hombre que se indicaba ya como el único que podía enderezar al país. No sé cuál de ellos manifestó no estar al corriente de lo de Portugal, por haber vivido fuera de la península durante los años de aquellas tremolinas... (paréceme que el tal es militar y de los que aquí llaman ayacuchos), y entonces D. Juan Álvarez, a instancias de todos, refirió puntualmente las grandes empresas a que prestó su auxilio.

-Y se despacharía a su gusto, abultando los peligros, y presentándose como enviado de la Providencia divina.

-Sólo puedo asegurarle a usted que en lo que relató se ve la verdad, así como una energía pasmosa, fecundidad de arbitrios, recursos ingeniosos, entusiasmo para encender más la voluntad, maña para suplir a la fuerza. Lo que sí me pareció notar es que el buen señor se regodea contando sus empresas: gusta de hablar de sí mismo y de hacer ver que sin él no se hubiera hecho nada, lo que en muchos casos parecía verdad.

-Psh..., todo se redujo a proporcionar a D. Pedro un empréstito... Sin dinero no se hacen revoluciones. Mendizábal, por su metimiento en las casas mercantiles de Londres, fácilmente levantaba fondos para quitar y poner reyes. Si para echar a los reyes se necesita dinero, el volver a traerlos cuesta mucho más. No anda sin unto el carro de las restauraciones.

-Perdone usted. Mendizábal hizo bastante más que proporcionar a D. Pedro los cuartejos   —39→   que necesitaba. Ya comprende usted que mientras el grande hombre refería sus hazañas, yo ni le quitaba ojo ni perdía sílaba. Todo lo oí, y se me ha quedado bien presente... Hizo verdaderos prodigios, y se mostró gran financiero, gran político, y hasta gran militar, con unas facultades de organización que ya las quisieran más de cuatro... D. Pedro y su hija se habían refugiado en las islas Terceras, y allí pasaban su triste vida mirando al Cielo, esperando su salvación de la Providencia. Pero esta no les hacía maldito caso, y los ingleses, a quienes el buen Emperador brasileño pedía recursos, no soltaban ni un chelín. En una de sus excursiones a Londres, el aburrido D. Pedro y Mendizábal se conocieron. Don Juan le dio alientos; le indujo a perseverar en su empresa, minando la tierra para procurarse hombres y pecunia, ambas cosas necesarias para conquistar reinos, y empezó por facilitarle un empréstito de la casa Ardoin, mi casa, señor Hillo, la casa donde fui triste aprendiz con ciento cincuenta francos de sueldo al mes... Cien mil libras esterlinas entraron en el bolsillo de D. Pedro, y con ellas renació la esperanza de sentar en el Trono a la niña. El hombre se metió de hoz y de coz en la causa portuguesa, y no habría hecho más si Doña María de la Gloria fuera su propia hija.

-Bien, bien: así han de ser los hombres.

-En un santiamén compró dos fragatas por cuenta de la Regencia, que tal era el Gobierno   —40→   constituido por D. Pedro en la capital de las Terceras. Advierta usted que en estas compras empleaba sus recursos, sin más garantía que una palabra del Emperador. Adquiridos los barcos, agenció en la City más dinero, más, y en seguida, a buscar hombres, soldados. Mientras en las Terceras se organizaban unos seis mil, en Plymouth, puerto de Inglaterra, se alistaban más. Mendizábal, que en todos estos asuntos ponía siempre una vehemencia y un ardor increíbles, y así lo declara él mismo, no tenía sosiego... Creo yo que las empresas políticas le seducen, le enloquecen; pone en ellas toda su alma y una actividad febril... El hombre se multiplicaba. Sus propios asuntos perdían para él todo interés. No vivía más que para la Monarquía liberal portuguesa. Él mismo lo dice: «Cuando se le enciende el patriotismo no vive, no desmaya hasta conseguir lo que se propone». Cien vidas propias daría él por exterminar a los sectarios del usurpador absolutista D. Miguel, que es allí lo mismo que aquí nuestro D. Carlos María Isidro... No contento con los alistamientos que había hecho en Inglaterra con ayuda del Duque de Palmela, se planta en Bélgica, y en cuatro días, auxiliado por su amigo el general Van Halen, busca y encuentra, organiza y equipa un regimiento de mil flamencos con sus jefes y todo... En Ostende les embarcaron en un buque de vapor fletado en Londres, y reunidos en Plymouth con los ingleses y portugueses, zarpó   —41→   la expedición contra Oporto, mandada por el mismo D. Pedro. Dominaban en Oporto los liberales, por lo que no le fue difícil al padre de Doña María la ocupación de aquella capital. Pero el D. Miguel acudió con mucha tropa, puso cerco a la plaza, y si bien no pudo entrar en ella, tampoco los mariistas podían salir. Allí hubiera sucumbido D. Pedro, si Mendizábal, desde Londres, no le animara a la resistencia ofreciéndole nuevos auxilios. ¿Qué hizo el hombre? Pues buscar más dinero; reunir más soldados; formar al propio tiempo una escuadra, cuyo mando se ofreció al célebre almirante inglés Napier. Escuadra y segundo ejército debían operar en los Algarbes, para sublevar en pro de la Reina a las poblaciones del Sur, y atacar por retaguardia el ejército miguelista. Todo se hizo tal y como lo había dispuesto D. Juan... La segunda expedición se dirige a Oporto, donde refuerza a los combatientes asediados por D. Miguel; después parten dos mil hombres a los Algarbes, desembarcando felizmente. Allí se pasan a los liberales algunas tropas del absolutismo: entre todas invaden el Alentejo. La escuadra mandada por Napier desbarata la miguelista en el Cabo de San Vicente; D. Pedro sale de Oporto y bate a D. Miguel. Replegándose a Lisboa, recibe éste otro achuchón tremendo de las tropas liberales, y ya tenemos al Emperador entrando triunfante en su capital, a la niña Doña María de Braganza en el Trono, y al D. Miguel escapando para el   —42→   extranjero como alma que lleva el diablo.

-Y hecho todo eso, que si es como usted lo cuenta, no dudo en calificarlo de maravilloso, el D. Juan Álvarez se volvió a su escritorio de Londres tan fresco, a contar millones, calcular empréstitos, extender letras de cambio, mirando dónde salta otra reina que socorrer, y otro usurpador malsín a quien poner en la puerta.

-Que no faltan, como usted ve.

-Pero Portugal es chico: puedo compararle a un juguete, para estas cosas de revoluciones y quita y pon de tronos. Ahora veremos cómo se las arregla aquí el gaditano; aquí, donde salimos de una zaragata para entrar en otra, donde nos peleamos por los derechos a la Corona, por las Juntas, por la Milicia Urbana, por una letra de más o de menos en la Constitución, y por lo que dicen o dejaron de decir Juan y Manuela. Vamos a ver a los hombres guapos; a los salvadores de sociedades; a los que sacan el dinero de debajo de las piedras para equipar soldados; a los genios, como ahora se dice; a los que calman las olas revolucionarias con el quos ego... del amigo Neptuno.

-Adelante: va muy bien. Está usted empleando una forma de ironía muy bella. Es lo que llamamos cleuasmo.

-Dispense usted. Esta forma irónica se llama carienteísmo. Consiste, y bien lo recordará usted; consiste...

-Sea lo que fuere, amigo Hillo, mi parecer es que Mendizábal no ha venido aquí por   —43→   ambición, sino por patriotismo. Oí contar que se hallaba muy tranquilo en Londres cuando recibió el nombramiento de Ministro de Hacienda, que le dejó estupefacto.

-Y estupefacto se ha venido aquí por Portugal; y en cuanto llegó a Badajoz, empezó a largar decretos... Bueno: le concedo a usted que esto sea patriotismo; pero es un patriotismo... romántico, y lo romántico sepa usted que a mí no me gusta. En literatura me apesta, y a ese francés que llaman Víctor Hugo le mandaría yo cortar el pescuezo: en política tengo por más funesto aún el romanticismo.

-Puede que esté usted en lo cierto; pero el Sr. Mendizábal es ante todo hacendista, y en esto no creo yo que quepan romanticismos. Los números ¡ay!, los números, amigo mío, son clásicos.

-Allá lo veremos; y pues ya tenemos al hombre con las manos en la masa, pronto hemos de saber si yo me equivoco o se equivoca usted.

-Yo no profetizo: yo espero, y...

-¿Cree usted firmemente que D. Juan Álvarez enderezará esta desquiciada nación?

-No lo aseguro; pero confío en que lo hará.

-Pues yo no.

-¿En qué se funda?

-No dudo que le sobren buena intención, voluntad firme, actividad, talento; pero...

-¿Pero qué?

-Que con sus buenas cualidades incurrirá   —44→   en el defecto de todos los ilustres señores que nos vienen gobernando de mucho tiempo acá. Talento no les falta, buena voluntad tampoco. Y fracasan, no obstante, y continuarán fracasando unos tras otros. Es cuestión de fatalidad en esta maldita raza. Se anulan, se estrellan, no por lo que hacen, sino por lo que dejan de hacer. En fin, amiguito, nuestros mandarines se parecen a los toreros medianos: ¿sabe usted en qué? Pues en que no rematan...

-¿Qué significa eso?

-No se ría usted del toreo, arte que me precio de conocer, aunque no prácticamente. Y sepa usted, niño ilustrado, que hay reglas comunes a todas las artes... De mi conocimiento saco la afirmación de que nuestros ministriles no rematan la suerte.

-¿Y cree usted que Mendizábal...?

-Hará lo que todos. Empezará con mucho coraje, y un trasteo de primer orden... pero se quedará a media suerte. Usted lo ha de ver... Que no remata, hombre, que no remata... Y créame usted a mí: mientras no venga uno que remate, no hemos adelantado nada.



  —45→  

ArribaAbajo- V -

Alejose hacia su cuarto, accionando festivamente, y en dirección al suyo iba también Calpena, cuando le detuvo el patrón señor Méndez, y le dijo entre risueño y respetuoso:

«Ahí tiene usted el sastre».

-¿Qué sastre?

-Pues el cortador mayor del Sr. Utrilla, que viene a tomarle medida. Le mandé pasar a la sala, donde espera hace un cuarto de hora.

-Ese señor se equivoca. Yo no he llamado a ningún sastre.

-Aunque no le haya usted llamado, él viene, y cuando viene, él sabrá por qué. Déjese tomar medida, y que le hagan cuanta ropita necesite para ponerse bien guapo.

-¿Pero está usted loco?... ¿No hay más que encargar ropa? Y luego... Sr. Méndez... luego vienen las cuentas, ¿y qué hacemos? ¿Soy acaso un Sr. Mendizábal, que con cuatro rasgos de pluma fabrica millones?

-Las cuentas no son cuenta de usted, sino de quien las pague. Entre el señor en su cuarto, y escoja las telas, y déjese que le midan el cuerpo a lo largo y a lo ancho...

-Que pase ese hombre -dijo Calpena   —46→   prestándose a todo, con la esperanza de salir de la confusión en que, desde su venturosa llegada a Madrid, vivía.

En presencia del oficial, hombre finísimo, colorado y regordete, que iba cargado de muestras de diferentes paños, D. Fernando no pudo resistir a la fascinación que ejercía sobre él, joven y gallardo, la idea de vestirse elegantemente. Ante todo quiso saber cómo y por qué los afamados sastres acudían en busca de parroquia sin que nadie les llamase; pero sus interrogaciones prolijas y capciosas no lograron aclarar el enigma. «Mi principal, el señor Utrilla -le dijo aquel relamido sujeto-, me ha mandado acá con muestras y encargo de tomar a usted medida para diferentes piezas. Hubiera venido él en persona con mucho gusto; pero está malo de un pie, y hoy no puede salir de casa. De quién ha recibido las órdenes para estas hechuras, yo no lo sé, señor mío, ni es cosa que me corresponde averiguar».

-Pues yo -afirmó Calpena-, no me dejo medir el cuerpo mientras no sepa... ¿Será tal vez alguna broma impertinente?

-Eso, de ningún modo... Utrilla no se presta a tales bromas... Crea usted que, cuando me ha mandado aquí, es porque ha recibido órdenes de personas que saben el cómo y por qué de lo que encargan. Con que... tomemos esos puntos, y no piense usted en nada más que en vestirse como le corresponde.

-Accedo, sí, señor -replicó D. Fernando   —47→   en el tono de quien se presta a seguir un bromazo de buen género, y seducido además por la idea de ver realizada su ilusión juvenil de vestir buena ropa-. ¿Sabe usted el cuento del perrito y del trasquilador?

-Sí, señor -dijo el otro, ayudándole a quitarse levita y chaleco-. Es un cuento viejísimo...

-Pues ahora mida usted todo lo que quiera, y hágame todas las prendas de vestir que haya dispuesto... el amo del perrito.

-Me han dicho que dos levitas, fraques, un traje de mañana... cuatro pares de pantalones variados.

-Ande usted, maestro... Y si quiere dejarle borlita en el rabo, déjesela usted.

-La ropa más precisa para un joven introducido en sociedad. ¿Qué menos? ¡Ah!, me olvidaba. También le haremos capa de sedán finísimo, con forros de piel de chinchilla.

-Me parece muy bien... ¿Y las levitas, cómo han de ser?

-El Sr. de Utrilla acaba de llegar de Londres... Precisamente al bajar de la diligencia se estropeó el pie. Pues ha traído las últimas novedades que se han puesto al uso en aquella capital. Las levitas son ahora cortas y de poco vuelo en los faldones; pero siguen muy entalladas, marcando bien la cintura. Las que ha traído el Sr. Mendizábal, y que tanto llaman la atención, son ya antiguas, y en Londres no las usan más que los lores, que es como si dijéramos los señores próceres protestantes, que tienen asiento en lo que   —48→   llaman Parlamento inglés, o sea en las Cortes liberales de allá.

-Hombre, bien... ¿Con que entalladas y de faldón corto?

-Menos largo que el año pasado -dijo el sastre, tomando y anotando las medidas con singular presteza-. Los cuellos son ahora más largos, y bien caídos sobre los hombros; los botones grandes... Haremos una de las levitas, si a usted le parece, con cordones a la húngara...

-Perfectamente. Despáchese usted a su gusto... ¿Y los paños?

-Fíjese usted en este color verde obscuro, que es la gran novedad que ha traído Utrilla. Se llama Lord Grey, y es el gran furor en Londres.

-Pues hagamos furor aquí... Pero las dos levitas no serán iguales.

-Haremos azul gendarme, Conde Orsay, la de cordones. ¿Qué le parece?

-Acertadísimo... ¿Y cuándo podré estrenar?

-Lo activaremos todo lo posible... Tenemos mucho trabajo, y velamos para servir a tantísima parroquia.

-Pero no me dejarán ustedes para lo último, como parroquiano pobre...

-Será usted de los primeros... Y que tiene un talle de primer orden, y una forma de cuerpo que no hay más que pedir. Le caerá a usted la ropa que ni pintada.

-Y en fraques, ¿qué se lleva?

-Los fraques son ahora sin cartera; faldones   —49→   nada de anchos, y los cuellos de la misma forma que las levitas. El Sr. Mendizábal los trae negros, verdaderamente fachonables por el corte y lo bien sentados.

-¿Y el mío será también negro?

-No, señor: a usted, por la edad, le corresponde... café claro.

-¡Magnífico!... Y en pantalones ¿qué tenemos?

-Sigue la moda de las telas escocesas; pero sin exagerar el tamaño de los cuadros. Haremos a usted dos patencur, y dos más ligeritos: uno negro para entierros, y otro claro. Se llevan estrechos, sin tocar en el extremo. Chalecos, se le harán a usted seis: dos de seda en claro, uno en obscuro, dos piqué y uno escocés.

-¡Maravilloso! Y en tanto que me confeccionan todo eso, me estaré en casa, escondidito, leyendo Las mil y una noches, única lectura a que debo aplicarme ahora para hacerme a estas sorpresas... Adiós, maestro... Y que se esmeren en el corte... ¿Cuándo probamos? Estoy aquí a su disposición todo el día. ¿Pues cómo voy a salir a la calle con estos adefesios de ropa que he traído de mi pueblo?... Vaya con Dios... y no me olvide, maestro.

Retirose el sastre, y D. Pedro Hillo, que acechaba en la puerta aguardando que el joven estuviese solo, entró de rondón con los brazos abiertos, diciendo muy gozoso: «Pero, niño, ¡le regalan ropa elegante, y todavía gruñe! Rarísimos son en el Universo estos   —50→   fenómenos de salirle a uno sastres ex-machina, que le miden, le cortan, le cosen, y después no cobran. Casos tales acaecen sólo de siglo en siglo, y hay que saber aprovecharlos. ¡Oh fortunate nate! Yo, que para hacerme una sotana tengo que ahorrar seis meses en la comida, le declaro a usted simple de solemnidad si no acepta calladito esas mercedes anónimas. Por la sagrada orden que profeso, declaro también que a mí no me ha pasado jamás cosa semejante, y que las deidades misteriosas y las manos ocultas no han existido para mí. A usted me arrimo, por si se me pega algo y halla en su ventura mi desventura algún remedio. Ya, ya sé... me lo ha dicho Méndez, que anoche recibió usted un abultado pliego. Abrió, ¿y qué era? Billetes para los teatros del Príncipe y la Cruz. Dígame: ¿no ha recibido también para los Toros?».

-Todavía no -dijo Calpena sonriente-; pero por lo que voy viendo, ya no dudo que los tendré la víspera de la primera corrida. Y como de los teatros mandan dos, para que vaya con algún amigo, iremos juntos a la plaza.

-Ya le mandarán también, cuando empiece el tiempo de las máscaras, para los bailes de Trastamara y del Café de Solís. Pero a eso no podré acompañarle... Le daré consejos, porque de fijo han de salirle aventuras y le acosarán mascaritas...

-Ya adivino sus consejos.

-¿A que no?

  —51→  

-Que remate la suerte.

-No, no es eso, sino todo lo contrario. Que se prevenga contra las celadas que pudieran tenderse a su voluntad honesta, virginal. Este Madrid es muy malo. No se fíe usted de las caras tapadas.

-De las manos ocultas debo fiarme, según dice.

-No es lo mismo. Esa mano desconocida le viste a usted, le da de comer, atiende a sus necesidades. Las caritas encapuchadas podrían hacer lo contrario: desnudarle, quitarle el pan de la boca y reducirle a la ruina y la miseria. Existirán tal vez, ¿quién asegura que no?, manos escondidas que quieran perderle, como las hay que trabajan por su bien. Lo primero que usted debe hacer es averiguar en qué cielo habita esa deidad misteriosa, para poder rezarle y pedirle lo que le convenga.

-¿Qué le pediría usted para mí si estuviese en mi lugar?

-Lo primero, un destino de Hacienda o de lo Interior con doce mil realetes... Y puesto a pedir, yo que usted pediría también la cátedra de Alcalá para un amigo.

-Para usted eso y mucho más.

-Las manos mágicas deben extender sus caricias a los buenos amigos. A Roma con Santiago he revuelto yo para conseguir esa humilde plaza, y aquí me tiene usted esperando a que San Juan baje el dedo. Si hubiera para mí una mano oculta, esa mano, en medio de las tinieblas de lo incógnito, me   —52→   daría una bofetada. Estoy dejado de la mano de Dios, por lo que voy creyendo que Dios está en todas partes menos en las oficinas, y que, si acaso está, no tiene en ellas la mano, sino el pie.

-No hay que desmayar. Hagamos un trato. Búsqueme usted a la persona que ha mandado a Utrilla tomarme medidas, y si me la encuentra, prometo a usted solemnemente que el primer favor que pediré a mi desconocida providencia es esa colocación que usted desea... esto en el caso de que nos resulte influyente.

-¡Influyente!... ¡Por Dios, D. Fernandito, no me venga usted con inocencias! Esa persona desconocida tiene que ser muy alta, pero muy alta.

-¿En qué lo conoce?

-A ver... pronto, enséñeme usted la carta en que venían las localidades de teatro.

-No es carta... Es un pliego cerrado con obleas... Aquí lo tiene usted.

-A ver, a ver... ¡San Canuto, qué papel más fino!... Este papel, puede usted asegurarlo, no se encuentra en ninguna tienda de Madrid... ¿Y la letra del sobre?... ¡Ay qué letra, San Bartolomé! ¿Es de mujer? ¿Es de hombre?... Sr. D. Fernando, no se asuste de lo que voy a decirle. La mano que ha escrito esto es de sangre real.

-¡Atiza!

-¡De sangre real!... Y si no, al tiempo... ¡Ay, Sr. D. Fernandito de mi alma, allá va una profecía! Déjeme usted ser profeta, y   —53→   adivino, y augur, y brujo, si usted quiere. Antes de cuatro días recibe usted, como llovido del cielo, el nombramiento... de...

-¿De qué?

-Vamos... de Caballerizo Mayor del Reino, digo, de Palacio... Y si no es esto, será de otra cosa de mucha categoría.

Rompió a reír Calpena, y dijo a su amigote:

«Pero, Sr. D. Pedro, ¿somos clásicos o no somos clásicos?».

-Sí, sí, tiene usted razón: no desvariemos, ilustre joven; pero por de pronto, yo, el más desgraciado de los nacidos, quiero hacer constar que anhelo ser su amigo de usted. Sí, sí: seamos amigos; déjeme usted arrimarme al ser más afortunado, más resplandeciente de felicidad que he visto en mi vida. Es usted el sol, y yo me muero de frío.

-Bueno, seamos amigos -replicó D. Fernando, no sin cierta emoción-. Y pues el día está hermosísimo, vámonos de paseo, y le contaré a usted muchas cosas que ignora, y que quizás le hagan rectificar sus juicios acerca de mí como depositario de la dicha terrestre. Diré a usted quién soy, de dónde vengo, por qué estoy en Madrid...

-Todo eso me interesa extraordinariamente... Ya me lo contará usted otro día; hoy no puede ser... Ni usted ni yo debemos salir hoy. Nos estaremos aquí toda la mañana acechando a Iglesias.

-¿Pero Iglesias no duerme aún?

-Aún estaría en el primer sueño, o empezando   —54→   el segundo, si no hubieran venido a despertarle muy temprano, serían las siete, dos de sus amigotes. Sin duda ocurren cosas gravísimas. ¿Y sabe usted quiénes son esos dos que entraron, y, tirándole de una pata, le sacaron de la cama? Pues yo tampoco lo sé a punto fijo, porque soy poco fuerte en fisonomías. Uno de ellos me parece que es el Conde de las Navas; el otro tan pronto me parece Fermín Caballero, como Seoane... De que son pájaros gordos del jacobinismo, no tengo duda...

-¿Y a nosotros qué nos importa?

-A usted, hombre feliz por obra y gracia de la Providencia enmascarada, nada le altera. ¿Ha leído usted El Español de hoy?... ¿A que no?... ¿A que tampoco ha leído El Mensajero ni El Eco del Comercio? En mi cuarto los tengo. Vienen los tres diarios echando bombas, cada uno según el son a que baila. Yo me alegro, para que se arme de una vez. Esta visita de los compinches de Iglesias tan a deshora, significa que anoche hubo gran trapatiesta en la casa de Tepa, entiéndase logia, y en los cafés donde bulle la patriotería. Parece que las Juntas no quieren disolverse, las de Andalucía sobre todo, y he aquí al Sr. Mendizábal en un brete, porque nos ofreció poner fin a esta horrible anarquía, y en los primeros días creímos que lo lograba. Pero aquí, para que usted se vaya enterando, tanto puede la envidia de los propios, como la mala voluntad de los extraños; o en otros términos, que los amigos, o   —55→   sea el agua mansa, son más de temer que los enemigos. ¿No lo entiende? Pues quiere decir que los estatuistas templados caídos del poder con Toreno, se introducen en los conciliábulos de los patriotas, fingiéndose más exaltados que estos, para sembrar cizaña, y al propio tiempo los libres que aún no tienen empleo se van a las sacristías del otro bando y atizan candela, para que los diarios de la moderación se desborden y se encienda más el furor de las Juntas. Estas nos ofrecen un espectáculo delicioso. Una pide que se restablezca la Constitución del 12; otra que se modifique el Estatuto, y entre todas arman una infernal algarabía. El señor Mendizábal pretende gobernar en medio de esta jaula de locos furiosos. Manda tropas contra las Juntas, y los soldados se pasan a la patriotería... Y los carlistas, en tanto, bañándose en agua rosada, preparándose para venir hacia acá, porque Córdoba no les ataca mientras no le manden refuerzos... Estamos en una balsa de aceite... hirviendo. ¡Qué gratitud debemos al Señor Omnipotente por habernos hecho españoles! Porque si nos hubiera hecho ingleses o austríacos o rusos, ahora estaríamos aburridísimos, privados de admirar esta entretenida función de fuegos artificiales.

-¿Y esos que están en el cuarto de Iglesias...?

-Son patriotas furibundos... de buena fe; de los que creen que con degollar frailes, azotar monjas y hablar pestes de todos los   —56→   ministros, se arregla la nación. Sin quererlo, les preparan la suerte a los moderados. Algunos creen en Mendizábal, y otros le repudian porque no va por calles y plazuelas perorando, con un pendón en la mano... A todos tiene que contestar el señor de las largas levitas. Trabajo le mando... Si quiere usted que olfateemos lo que traman los compinches de Iglesias, vámonos a mi cuarto, donde al paso que usted lee El Español y El Eco, yo me daré mis mañas para pescar al oído alguna palabreja... Véngase usted para acá.

Fuéronse de puntillas al cuarto de D. Pedro, y desde él oyeron gran batahola en el de Iglesias; y no pudiendo este resistir el fuerte estímulo de su curiosidad, se coló en la caverna de los conjurados, pretextando recoger un tomo de las Palabras de un creyente, de Lamennais, que había prestado a su amigo. No tardó en volver risueño con el libro, y con preciosas noticias de la conspiración, que resultaba la más inocente que en cerebros revolucionarios pudiera caber.

«Nuestro gozo en un pozo, amigo Calpena. No tratan de ahorcar a medio mundo, ni de sublevar la tropa, ni de meter más fuego a las Juntas. Las Juntas y toda esa marimorena les importa tanto a esos ángeles de Dios como las coplas de Calaínos. Lo que les trae tan levantiscos es que las elecciones para el Estamento están próximas, y ellos, cosa muy natural, quieren ser procuradores. Mendizábal conferenció anoche con Caballero, y   —57→   parece que le asegura la elección por Cuenca. Los otros dos, y alguno más que vendrá después, andan a la husma de las procuras, y quieren estar bien con Mendizábal y con el Ministro de la Gobernación, D. Martín de los Heros. Vea usted el secreto de estos aquelarres misteriosos».

-¿Será posible, amigo Hillo, que yo, provinciano y desconocedor del mundo y de Madrid, tenga más malicia, más trastienda que usted, que lleva ya no sé cuántos años de andar en este terreno? Dígolo porque me figuro que Iglesias y sus amigotes le han engañado como a un chino. Al verse sorprendidos por la brusca entrada de usted en el escondrijo, han variado de conversación.

-Por San Félix de Cantalicio, pienso que está usted en lo cierto... Me han dado el trapo. Soy toro noble.

Aún no había concluido la frase, cuando entró Iglesias resueltamente en el cuarto de Hillo, y llegándose a D. Fernando con resuelto ademán y sonrisa un tanto maliciosa, como de hombre muy corrido para quien no hay nada secreto, le dijo:

«Ya sabemos, amigo Calpena, que ha traído usted de Francia un voluminoso paquete de papeles para el Sr. Mendizábal».

Quedose un tanto suspenso el joven, y no supo qué responder.



  —58→  

ArribaAbajo- VI -

«Le entregaron a usted ese paquete en Olorón. Lo había traído de Burdeos una señora... No... no se ponga usted colorado, después de haberse puesto pálido. No se trata de ningún delito. Le dan a usted un encargo, y usted lo cumple puntualmente. No pretendo yo... pues no faltaba más... que usted me revele cosas sobre las cuales debe guardar secreto. No, no, señor. Lo que sí puedo decirle es que el sujeto que debía recoger ese paquete o caja de manos de usted, para entregarlo al señor Ministro, ya no vendrá a desempeñar esa comisión, porque anoche le han preso, y se halla incomunicado en el Saladero».

Perplejo un buen rato quedó Calpena ante la osada interpelación de Nicomedes, que con brusquedad tan impertinente quería producir efecto y ver confirmados sus informes en el rostro del simpático mozo; pero rehecho este prontamente del estupor, le contestó con tanta dignidad como cortesía: «Nuestra amistad, señor de Iglesias, que yo estimo mucho, no es tan antigua que a mí me permita informarle de si traigo o no encargos para determinadas personas, ni a usted preguntármelo en forma afirmativa, la cual revela una confianza un poquito prematura.   —59→   Va usted demasiado a prisa, amigo D. Nicomedes. Cuatro días hace que nos conocemos».

-Sentiría, Sr. Calpena, que usted interpretase mal lo que acabo de indicarle -dijo el otro, recogiendo velas-. No pretendo que usted me revele el secreto de los encarguitos que le han confiado, ni eso a mí me importa. Creí yo que nuestra amistad, con ser de cuatro días, es ya bastante firme para que yo pueda tomarme la confianza de prevenirle contra ciertos peligros... Porque usted es un joven tan honrado como inexperto, y podría, con el candor propio de los pocos años, prestarse a ciertos mensajes, de cuya gravedad no tiene la menor idea.

-Se me figura, amigo Iglesias, que la calentura patriótica que usted padece le hace ver peligros y misterios en los actos más sencillos.

-No sabe usted dónde está, y yo tendría mucho gusto, si no se empeña en creer demasiado fresca nuestra amistad; tendría yo sumo placer, digo, en iniciarle en la vida política, puesto que a ella piensa, según veo, dedicarse.

-No he pensado en tal cosa. La vida política no se ha hecho para mí.

-El señor -dijo Hillo con cierta timidez-, es de los que se lo encuentran todo hecho, y no necesita de que nadie le inicie, pues tiene mentores y padrinos, en la sombra, que no le permitirían dar un mal paso.

-Si hace usted caso de este clérigo -dijo Iglesias con humorismo-, el sotana más honrado   —60→   del mundo, pero al propio tiempo el más candoroso, está usted perdido, Calpena. Haga usted caso de mí, y déjese llevar. En la sombra no hay mentores ni garambainas. Todo eso es romanticismo de clase averiada... Vamos a cuentas. Lo primero, perdóneme si le hablé con cierta impertinencia del encargo que trae...

-Yo no he traído papeles para el Sr. Mendizábal -replicó D. Fernando-, ni me habían de escoger a mí para tales mensajes.

-No abre usted la boca sin que nos dé una nueva prueba de su inexperiencia candorosa... Puesto que aquí todos somos amigos, déjeme usted que hable y le ponga al tanto de la situación... Y antes me permitirá que le presente a dos amigos, que espero lo serán de usted en cuanto les conozca.

Cuando esto decía, dejáronse ver en la puerta dos sujetos, que eran los de la encerrona con Iglesias, ambos como de treinta a cuarenta años, y al entrar revelaron por su soltura y buenos modos ser de lo más selecto entre la juventud intelectual de aquellos tiempos. Bien supo Iglesias, al presentarles, realzar sus nombres: «Mi amigo Joaquín María López... mi amigo Fermín Caballero».

Era este de color moreno; facciones bastas y rudas, del tipo castellano, común en campo más que en ciudades; bigote negro con mosca; cabello encrespado, que parecía un escobillón; complexión dura; el habla ruda y clásica, de perfectísima construcción castiza. El otro revelaba su estirpe levantina en   —61→   la finura del cutis y la viveza del mirar, en la vehemencia de la expresión, y en la flexibilidad y gracia. Recibiolos Calpena con franca urbanidad, y se sentaron todos, teniendo uno de ellos que hacer sofá de la cama de Hillo, y este no cabía en sí de gozo viendo tan honrada su pobre mansión.

«Trasladamos el Sublime Taller desde los alcázares de Iglesias a las góticas arcadas de Hillo... -dijo con gracia López-. La Iglesia nos ampara, nos acoge en su santo regazo».

-La Iglesia -replicó Hillo, sentándose en un cofre-, oye y calla, mas no otorga. En el regazo de la Iglesia no entran más que los arrepentidos.

-Amén -dijo Caballero-, y expliquemos en pocas palabras la llaneza con que asaltamos la morada de estos buenos señores.

-El caso es el siguiente... Permíteme -indicó Nicomedes, que no gustaba de que otros dijesen lo que él podía decir-. Sabemos que el Gobierno por una parte, la Reina por otra, despachan agentes al campo y corte de Don Carlos, a los cuales encargan que se finjan rabiosos absolutistas para ganar la confianza de los íntimos del Pretendiente. El objeto es introducir allí la discordia y acabar con el absolutismo por su propia descomposición. Al propio tiempo, los facciosos tienen aquí infinitos emisarios que hacen el propio juego, de lo cual resulta, señores, un tan espantoso lío, que ni aquí ni allí nos entendemos, y no sabemos ya cuáles son los adeptos legítimos y cuáles los apócrifos...

  —62→  

-Pero hay otra cosa peor -interrumpió López, que, como buen orador, gustaba de expresar por sí las ideas de los demás-; hay otra cosa. Hierven discordias mil en la corte del Pretendiente, por ser muchos los carlistas de viso que desean la transacción, siempre que el Gobierno liberal les reconozca grados, emolumentos y honores.

-Andan estos -prosiguió Caballero, que hablaba poco y bien-, en continuo teje-maneje de Oñate a la Granja y de la Granja a Oñate, zurciendo voluntades y buscando la reconciliación de antiguos comilitones, ahora desavenidos; y como, si lograran su objeto, habrían de sobrevenir grandes males a la Nación, nosotros, que miramos por la permanencia del sistema representativo, haremos cuanto esté de nuestra parte porque todas esas artimañas resulten fallidas.

-Y además... hay -apuntó Nicomedes- una tenebrosa y hasta hoy indescifrable conjura de la infanta Carlota...

-Señores -declaró D. Pedro, poniéndose en pie-, la Iglesia, como dueña del local en el cual, por su tolerancia, que no por su gusto, se celebra esta nefanda reunión, recomienda a los señores preopinantes que no hablen de las reales personas.

-Tiene razón nuestro noble castellano -dijo López con sorna-. No nombraremos a ninguna persona real; pero podemos designar por su nombre griego al que lo recibió y adoptó conforme a rito, cuando y donde todos sabemos. Hablaremos, pues, de Dracón.

  —63→  

-¡Alto! -gritó Hillo poniéndose en pie-, porque el designado con notoria irreverencia con ese nombre, que huele a chamusquina masónica, es S. A. el infante D. Francisco. Al menos yo lo he oído así, y no permito, señores, no permito...

-Bueno, bueno -dijo Caballero-: no lastimemos los sentimientos religiosos y monárquicos con tanta sinceridad manifestados por este buen señor. A Dracón todos le conocemos, y no hay que hacer misterio de él ni de su nombre de batalla. Creo que se exagera la importancia del tal: de mí sé decir que no creo que exista plan ninguno verosímil fundado en la personalidad del Infante.

-Poco a poco -apuntó Nicomedes-. Fermín, a ti te consta que sí lo hay.

-No... lo que me consta es que algunos cándidos han echado a volar ese nombre, denigrándolo con la suposición de que teníamos en la persona que lo lleva un nuevo Pretendiente. Y esto es absurdo; esto no cabe en cabeza humana, ni aun en la de un español de 1835, que es la cabeza que nos ofrece la historia como más destornillada.

-Y, sin embargo, hay quien lo dice.

-Y quien lo cree, y lo sostiene como cosa muy práctica.

-Y no falta quien asegure que es la única salvación del país.

-Señores, son muchas salvaciones para un solo país... Salvadora la Reina Cristina, salvador D. Carlos, salvador Mendizábal, y   —64→   ahora también D. Francisco nos quiere salvar... Vamos, con tantas salvaciones, España va al abismo.

-Señores, no desvariemos -indicó Hillo-. El señor infante D. Francisco, que es persona discreta, no ha puesto sus ojos en el Trono... Se contentará por hoy con sentarse en el Estamento de Próceres.

-Pretensión contraria a las leyes, tras de la cual hemos de ver y vemos una ambición política muy sospechosa, señores, muy sospechosa.

-No exageremos... Cuando más, cuando más, Dracón aspira a la Regencia...

-¡Otra te pego!...

-Señores conferenciantes -dijo Hillo con festiva severidad-, que no permito, que no puedo consentir afirmaciones tan contrarias al decoro de la Real Familia... Si siguen sus señorías por ese camino, mandaré que les lleven al corral.

-¿Somos gallinas?

-Toros de sentido... de excesivo sentido, maliciosos, imposibles para la brega, por lo cual creo que no puede acabar bien la elocuente corrida que estamos celebrando.

-¡Ja, ja, ja!... Muy bien. En fin, concretemos: seamos explícitos y lacónicos, porque este joven (por Calpena) dirá, y con razón, que le estamos embromando. ¿Verdad, señor Calpena, que no entiende usted qué relación puede existir entre su persona y estas cosas desordenadas que acaba de oír?

-En efecto: no se me alcanza qué concomitancia   —65→   pueda tener mi humilde persona con esos agentes reservados, con esas intrigas, con el Sr. Dracón y demás...

-Hemos sabido -dijo Nicomedes con campanuda solemnidad-, que de Francia se remitió un paquete de interesantes papeles a Madrid... No vaya usted a creer que intentamos sustraer ese tesoro, y apropiárnoslo por medios contrarios a la hidalguía. En poder de usted se halla todavía el encargo. La persona que debía recogerlo ha sido presa, y probablemente no saldrá pronto de la cárcel. Es muy posible que alguien intente apoderarse del paquete, diciendo a usted que viene de parte de su legítimo dueño. Yo le suplico, señor D. Fernando, que no lo suelte, aunque los que vengan a pedirlo le presenten esquela del mismo Sr. D. Eugenio Aviraneta, a quien viene dirigido, porque tanto el recado como la esquela serán falsos de toda falsedad.

-Pues correspondo a su franqueza -dijo D. Fernando, a quien todos oían con vivísima atención-, que no traigo yo encargo ni cosa alguna para ese señor que acaba de nombrar; y si algo hay en mi baúl, que me confiaron en la frontera personas de toda mi confianza, y que no conspiran ni han conspirado nunca, lo entregaré a quien venga a reclamarlo, siempre que acredite, por usual conocimiento, ser la persona a quien viene rotulado.

-Pues aún me resta decir algo para que vean todos mi sinceridad y nobleza. Antes dije a usted que el paquete venía dirigido   —66→   a Mendizábal; pero esto lo hice sin más objeto que desconcertarle a usted, con la idea de que su turbación le arrastrase a revelarme algo que yo quería saber: lo que usted trae no viene dirigido a Mendizábal, ni tiene nada que ver directamente con nuestro célebre gaditano. Pero personas muy altas, muy altas, fijese bien en lo que afirmo, pudieran tener noticia de que el señor Calpena es portador de papeles graves, y en este caso no dejarían de intentar por todos los medios apoderarse de ellos.

-En vez de aumentar la confusión de este excelente joven -indicó Caballero-, procuremos disiparla, amigo Nicomedes, y al propio tiempo, convenzámosle de que no pretendemos apoderamos de secretos que no se nos quieren confiar.

-Justamente -dijo López-, y empecemos por declarar que ignoramos, o por lo menos, que no sabemos con exactitud qué documentos se han confiado a su discreción. Puede ser algo que exclusivamente interese a la Familia Real; puede ser del común interés de los partidos militantes. Me inclino a creer esto. El propio Aviraneta no sabe lo que es, o no quiere decírnoslo.

-No lo sabe -afirmó Iglesias-. Así me lo aseguró ayer, y debemos creerlo.

-Hame dado en la nariz -dijo Caballero-, que lo que han remitido a D. Eugenio es todo el fárrago de papeles concernientes a la Confederación isabelina, de infausta memoria. Él mismo se lo llevó a Francia no sé con qué   —67→   objeto, y de allá se lo remiten para que lo utilice aquí en contra nuestra, y en pro de los Torenos y Martínez... Yo, señores míos, me fío poco de Aviraneta, y no quisiera que mis amigos tuvieran interés por nada que al infatigable conspirador se refiera... Fíjese usted, Sr. Calpena, en lo que voy a decirle, para que no se embrollen sus ideas con la extraordinaria confusión que ha de resultarle de lo que decimos. Los estatuistas nos acusan de haber preparado, dispuesto, organizado, en una palabra, el degüello de los frailes, el asesinato de Canterac y otros abominables hechos de que usted tendrá conocimiento. Se nos quiere denigrar, inutilizar para la gobernación del Reino. Si hay responsabilidad, no pueden ellos eludirla, pues en los terribles días de Julio del año pasado era Presidente del Consejo el Sr. Martínez de la Rosa; Ministro de la Gobernación el Sr. Moscoso, y Corregidor de Madrid el señor Marqués de Falces. ¿Sabéis lo que, en mi presunción, contiene la estafeta que ha traído el Sr. Calpena? Pues el plan de Constitución que hicimos Olavarría y yo; la exposición dirigida a S. M. por Flórez Estrada, condenando el Estatuto; el proyecto de asonada general; el plan de Ministerio, presidido por Pérez de Castro; los compromisos contraídos por Palafox y Calvo de Rozas, con el nombre de trabajos militares, y, por último, el informe de la Comisión que nombramos para proponer al Gobierno el mejor sistema de extinción de frailes. Todo eso y algo más había.   —68→   Aviraneta, como iniciador de la Isabelina, arrambló con el archivo cuando la persecución de la policía le obligó a emigrar a Francia. ¿Trataría de hacer algún negocio con Luis Felipe? ¿Habrá entrado en contubernios con D. Carlos? Yo no lo sé... Ya os he dicho que no me fío de ese hombre, y que de su refinada astucia y doblez lo temo todo. Vosotros creéis en Aviraneta; yo no. Para mí es un monstruoso talento, el más sutil y agudo para la intriga. El año pasado conspiraba o aparentaba conspirar con nosotros. Este año trabaja secretamente por los enemigos del progreso. Vosotros creéis en sus alardes de patriotismo revolucionario; yo no. Vosotros confiáis en su lealtad; yo desconfío hasta de su sombra. Si le ayudáis, ayudáis al desprestigio de Palafox, de D. Jerónimo Valdés, de San Miguel, de los patriotas Quiroga y Palarea, de Salustiano, del propio Mendizábal, pues ya sabéis que D. Juan Álvarez comunicó desde Londres su propósito de constituir allí un Círculo isabelino, y de facilitar fondos para la causa, y en esfera más modesta ayudáis también a vuestro propio vilipendio y al mío...

-Fermín, Fermín -dijo Iglesias, apretando los puños, encendido el rostro-: tú siempre pesimista, tú siempre malévolo y suspicaz, desconfiando de los hombres más adictos a la idea, de los que han sabido padecer por ella persecuciones horribles.

-Y tú, Nicomedes, siempre iluso y confiado, pobre enfermo de la calentura patriótica,   —69→   ni aprendes nada de la experiencia, ni atiendes a las lecciones del tiempo. Tanto a ti, pobre Iglesias, como a ti, Joaquín, almas crédulas, espíritus generosos, os digo que desconfiéis de Aviraneta, que no le ayudéis en sus maquinaciones, que le dejéis solo en la febril inquietud de su conspirar instintivo, genial, por amor al arte, por ley de su naturaleza.

Y cambiando bruscamente al tono familiar, antes que sus atontados amigos pudieran replicarle, se levantó y formuló la despedida en estos términos: «Ya he sermoneado bastante, y ahora me voy, que tengo que trabajar. Holgazanes, quedaos con Dios».

-Fermín, aguarda, siéntate... que aún tenemos mucho que hablar.

-¡Hablar! La maldita palabra. Es la sarna del país. España llegará al fin del siglo sin haber hecho nada más que rascarse, es decir, hablar... Quedaos con Dios... Y usted, Sr. de Calpena, al aceptarme por su amigo, me va a permitir que le dé un consejo. Es usted muy joven; yo tengo treinta y seis años y alguna experiencia. No haga caso de estos pobres orates. Si quiere usted seguir el consejo de un patriota honrado, que no padece la famosa calentura, y profesa sus ideas con fría convicción, no sirva usted de correo a los conspiradores de oficio. Y pues le han cogido de sorpresa, encargándole comisiones que no habría aceptado con conocimiento, vénguese por el método inquisitorial... En vez de entregar los papeles al Sr. de   —70→   Aviraneta, arrójelos a las llamas. Ganará usted mucho en tranquilidad de conciencia.

-¡Quemarlos! ¡Eso no! -gritó Iglesias.

-Créame a mí...

-No le crea, no, Fernando. Es de Cuenca, que es como decir leñador y carbonero...

-Carbón, sí; carbón haría yo de todo ese fárrago de sandeces -dijo Caballero con arrogancia, enarbolando su bastón-. Nuestro pasado político, amigos revolucionarios, debe ir al fuego... Quemad la broza, que las ideas, no temáis... esas no arden.

Y encasquetándose el sombrero, que era de los voluminosos que entonces se usaban, salió del cuarto y de la casa con resuelto y presuroso andar.




ArribaAbajo- VII -

Aunque desconcertados por la enérgica manifestación de Caballero, que al fin hubo de condenar las bajas intrigas, no cejaron Iglesias y López en su propósito de catequizar al joven Calpena. Aún insistió D. Joaquín en que entregase el lío a D. Eugenio Aviraneta, sin pensar en hacerlo cisco, como le aconsejara Fermín con implacable rigor; y más atrevido Iglesias, propuso al joven, no que pusiese en sus manos lo que era objeto de tantas cavilaciones, sino que permitiera   —71→   ver su contenido, prometiendo ambos guardar profundo secreto sobre lo poquito que examinar pudiesen. Negose resueltamente D. Fernando, y ellos invocaron los principios liberales que sin duda el joven profesaba; los grandes intereses del pueblo, al cual todos pertenecían; y añadiendo a los halagos las promesas, ofrecieron traerle antes de tres días una credencial de ocho mil reales en cualquier Ministerio, si a satisfacer su ardiente curiosidad se prestaba. Pero ni las demostraciones de amistad, ni las ofertas de colocación, quebrantaron la delicada entereza de D. Fernando, el cual decididamente, con frase categórica y un tanto áspera, les quitó toda esperanza, alentándole en esto su amigo Hillo con muecas y manotadas expresivas. Replegáronse de mal talante los patriotas al cuarto de Iglesias, y lo primero que hizo D. Fernando al entrar en el suyo fue guardar bajo llave, en los seguros cajones de una cómoda, el contenido de su baúl, o aquella parte que convenía poner a cubierto de cualquier sorpresa.

«Hace usted bien -le decía Hillo gozoso-, porque estos libres, como ellos se llaman, no se paran en pelillos. Fuera del patriotismo, son honrados, y por nada del mundo le quitarían a usted un botón ni un cigarro de papel. Pero en mediando lo que ellos llaman el interés de la Confederación o de la libertad, aunque esta sea tan desacreditada como la de la imprenta; como se trate de arma política con que puedan descabellar   —72→   al contrario y arrastrarle por el redondel, se ciegan, y de noblotes y decentes se convierten en los primeros badulaques del mundo».

De acuerdo en esto como en todo, pues los lazos de su amistad se apretaban más cada hora, salieron a dar un paseo antes de comer.

«¡Qué hermoso apóstrofe el de Caballero! -decía, calle abajo, hacia la de Alcalá, el buen clérigo Hillo-. Mejor será llamarlo conminación o deprecación...».

-Llamémoslo corrección fraterna, que así deben nombrarse los hijos de tal padre. Me ha gustado D. Fermín. ¿Sabe usted que los otros parecen locos?

-Y no es lo peor que lo parezcan, sino que lo sean, y que nos comuniquen a nosotros su locura. Yo siento un gran desorden en mi cabeza.

-Y yo. Le aseguro a usted que me falta poco para ponerme a gritar en medio de la calle. ¿Con que es verdad que he conspirado sin saberlo? ¿Con que es verdad que traigo papeles que comprometen a la Real Familia... o a los reales masones, o a los isabelinos, o al demonio coronado? Y ahora consulto yo con usted una sospecha grave: ¿tendrá alguna relación este enredo con los favores que recibo de mano desconocida?... Esa personalidad misteriosa que en las tinieblas me protege, ¿tendrá algo que ver con... con no sé qué?... Yo desvarío, se embarullan mis ideas. ¿Me encontraré envuelto, sin culpa ninguna, en alguna endemoniada intriga? Dígame su franca opinión... Usted es hombre   —73→   de mundo, y conoce esta sociedad y estos manejos de la política. Yo soy un inocente: vengo de un pueblo fronterizo y de una ciudad extranjera, donde he vivido amarrado a un bufete de comerciante... Yo no sé nada de esto. Ilumíneme usted; indíqueme si debo hacer algo, o no hacer nada y dejar correr los acontecimientos...

-Pues, mi amigo D. Fernando, creo, y no hay que asustarse, que se halla usted metido de hoz y coz en un lío estupendo... Dígame ante todo: ¿es cierto que trae usted esa caja?

-Sí, señor; a usted puedo decírselo. Traigo un paquete bastante pesado y voluminoso. Me lo dio una señora que en Olorón visitaba mucho a los hermanos de mi padrino... Díjome que se presentaría a recibir el encargo la persona a quien viene rotulado, y es también una señora, y se llama Doña Jacoba Zahón.

-Eso de Zahón me huele a masonería. Y la señora que lo entregó a usted, ¿quién es?

-Allí la llamaban la Marquesa, y decían de ella que politiqueaba, que sostenía larga correspondencia, y que en Tours y en Burdeos estuvo en relaciones íntimas con algunos emigrados liberales.

-¡Ah... por San Benito de Palermo!... Ya veo, ya veo claro... digo, no, no veo más que obscuridades y fantasmas... Señora allá que manda, señora aquí que recibe... Aviraneta... La Confederación isabelina... el degüello de regulares... Mendizábal... Usted recibido y   —74→   aposentado en Madrid por personas desconocidas que no dan la cara... usted vestido por Utrilla... usted obsequiado con billetes de teatro y con otros regalitos que no habrá querido decirme... ¡Ay! D. Fernando de mi alma, como mi religión me ordena no creer en brujas, y mi experiencia me permite creer en enjuagues masónicos, yo le veo a usted tocado de locura, y me vuelvo loco también, porque no entiendo una palabra de este intrincado negocio.

-¡Y luego decimos que somos clásicos!

-¡Clásicos! Eso quisiéramos. El mundo está tocado de insana demencia... Ya no pasan las cosas como antes, con aquella pausa y regularidad de otros tiempos; todo está trastornado; reina la sorpresa, mangonea el acaso, y los acontecimientos se suceden sin ninguna lógica. Ya no hay reglas, mi querido D. Fernandito. Esto es el caos, la barbarie, la anarquía de las almas. Corre un viento de desorden, y en la naturaleza no hay aquella serenidad, aquella calma majestuosa... ¿Digo mal?

-Dice usted muy bien. Yo me noto lanzado en este vértigo, en este espantoso remolino.

-Todo por ese maldito... Hasta me repugna pronunciar su nombre.

-Ese maldito... ¿qué?

-¿Sabe usted, Fernando Calpena -dijo el clérigo con solemne gravedad, parándose en firme-, quién tiene la culpa de esta locura que nos saca de quicio, de esta llamarada   —75→   que nos abrasa el rostro, de esta comezón que nos hace bailar la tarántula?

-¿Quién tiene la culpa?...

-¡Qué! ¿No lo acierta? Pues tienen la culpa Víctor Hugo y Dumas, esos dos infames progenitores del romanticismo... ¡El romanticismo! Ese es el remolino, ese es el vértigo, esa es la locura...

-D. Pedro -dijo Calpena, sin encontrar pertinente lo que afirmaba su amigo-, ¿qué tiene que ver...? ¡Dumas, Víctor Hugo!... son dos grandes poetas...

-Que han desatado las tempestades en nuestra literatura, y tras el desquiciamiento de la literatura, ha venido el de la política, y luego el de la vida toda... Yo, a esos dos, les mandaría cortar la cabeza, sin cargo alguno de conciencia, como a malhechores del género humano, y me quedaría tan fresco... ¿No ve usted que ya no hay orden ni reglas en el curso de los hechos que constituyen la vida? ¿No ve usted que ya todo es exaltación, misterio, fantasmas, lo desconocido, lo imponderable?... Pues espérese usted un poco, que ya empezarán los espectros, las tumbas, los cipreses funerarios... En fin, vámonos a comer, que yo, la verdad sobre todo, tengo ya ganas. Y esta tarde nos iremos a dar un largo paseo por las afueras, para que usted me cumpla su promesa de contarme algo de su vida, y del cómo y el por qué de haber venido a este maldito Madrid.

-Volvámonos a casa -dijo Calpena sobresaltado, pues temía un golpetazo repentino   —76→   de la suerte, como contrapeso de tantas venturas-, y veremos cuál es la sorpresa de esta tarde.

-¡Qué!... ¿Teme que venga de sopetón la mala?... Deseche usted ese recelo, porque si viniera la mala, caería sobre mí. Quiero decir que aquí está Pedro Hillo para recogerla, pues yo seré su pararrayos, Sr. D. Fernandito. No dude que si salta la chispa caerá sobre este cura... y usted libre, usted siempre feliz... Si no, al tiempo.

Sorpresa hubo, en efecto; mas no desagradable, como Calpena temía. Al entrar le dio Méndez un paquetito que acababan de traer. Pálido y ceñudo, el joven no se atrevía a cogerlo. Hízolo Hillo, tomó el peso, y se echó a reír diciendo: «Que me excomulguen si esto no es dinero contante y sonante».

El paquetito era como una carta muy abultada, o como un libro de poco volumen, esmeradamente envuelto en papel superior, cerrado con lacres. Estos no tenían sello con letras o escudo. Antes de abrirlo, preguntó D. Fernando a Méndez quién lo había traído.

«Ha sido el mismo señor, ese que llaman Edipo».

-No puede ser más clásico -observó Don Pedro-. A ver, a ver... abra usted.

-Podría usted haberle dicho que se esperara. Yo le habría interrogado... En fin, veamos qué es esto.

Metiose en su cuarto con Hillo, y en pocos segundos quedó aquel nuevo enigma descifrado a medias, pues si debajo del envoltorio   —77→   apareció una elegantísima y perfumada cartera de piel, con un cartoncillo en el cual resplandecían ocho medias onzas prendidas con cruce de seda encarnada, no se encontró papel escrito, ni tarjeta, ni cifra por donde la procedencia pudiera ser conocida.

«Muy bien -dijo el presbítero restregándose furiosamente las manos-. Eso no podía faltar... Aparece la lógica en medio de este barullo romántico... Le mandan a usted dinero para el bolsillo, pues un joven vestido por Utrilla, un caballero que ocupará altas posiciones, que figurará entre los más elegantes de Madrid, no es bien que ande sin pólvora... Ea, no se devane ahora los sesos... Ya parecerá, Señor, ya parecerá el donante. Vámonos al comedor, que con estas sorpresas se me aguza el apetito».

Comieron solos, porque Iglesias, convidado por López, se había ido a la fonda de Genieys; D. Fernando hablaba poco; a Hillo se le despertó la locuacidad con tanta fuerza como el apetito, y trataba de apartar al joven Calpena de la sombría cavilación en que había caído... «Antes dije a usted que estábamos locos, y ahora añado que bendita sea la locura si viene siempre así. Mientras lluevan medias onzas, ora sean pasta, ora transformadas en cosas de diferente utilidad, no llore usted, joven. Si luego nos cae alguna rueda de molino, tiempo habrá de lamentarlo. Y hablo en plural, porque si mi delicadeza no me permite participar de los beneficios exclusivamente destinados a usted, deseo y   —78→   quiero ser partícipe de los males, cuando Dios se fuere servido de enviarlos. Con que reposemos un rato la comida, y luego nos iremos a estirar las piernas al Retiro».

Hiciéronlo así, y descansando de su caminata a la sombra de unos copudos negrillos, en sitio sosegado, allá por el Baño de la Elefanta, D. Fernando se franqueó con su amigo, ofreciéndole los datos biográficos que anhelaba conocer, como clave o guía para descubrir la misteriosa mano.

«Los primeros recuerdos de mi infancia -contestó Calpena-, se refieren a Vera, y a la casa del cura de aquel pueblo. Pero yo nací y fui bautizado en Urdax, no constando en la partida más que el nombre de mi madre, Basilisa Calpena. Ni la conocí nunca, ni he sabido de ella, pues la mujer que me crió se llamaba Ignacia, natural de Zugarramundi, habitante en Vera, en una casita próxima a la del cura. No tenía yo dos años, cuando este me llevó consigo, y ya no me separé de él hasta su muerte, ocurrida el año 32. Llamábale yo padrino, y él a mí ahijado y a veces hijo. Era el hombre más excelente que usted puede imaginar, sin tacha como sacerdote, verdadero pastor de sus feligreses; tan caritativo, que todo lo suyo era de los pobres; entendido en mil cosas, principalmente en agricultura, en astronomía empírica y en humanidades; gran latino, tan modesto en sus hábitos, y tan apegado a la humilde iglesia en que desempeñaba su ministerio, que rechazó la oferta   —79→   de una capellanía de Roncesvalles y del deanato de Pamplona. Para mí, D. Narciso Vidaurre, que así se llamaba, era la primera persona del mundo, y en él se condensaron siempre todos mis afectos de familia, pues él era para mí como padre y maestro. Si no me había dado la vida, me dio la crianza, la educación, y me enseñó a ser hombre, infundiéndome la dignidad, la confianza en mí mismo, y preparándome para los mil trabajos de la vida. Desde niño me enseñó todo lo concerniente, en lo moral y en lo social, a personas principales... quiero decir que me crió para señor, no para sirviente ni para la vida oscura y zafia del campo. Aunque no con puntualidad, D. Narciso recibía cantidades para mi sostenimiento, educación y demás. Él venía unas veces de Madrid, otras de Burdeos o París. De esto me enteré yo en mi niñez; pero él nunca me dijo nada, y aunque a veces aludía vagamente a mis padres, dándome a entender que existían, y que yo podría conocerles andando el tiempo, jamás me habló concretamente de asunto tan delicado. Sin duda, no se creía con facultades para hacerme tal revelación; o tal vez aguardaba a que yo cumpliese determinada edad. No sé, no sé, amigo Hillo... Mis confusiones son ahora las mismas que hace algunos años. Quizás, si mi padrino viviera, ya habría cesado mi ignorancia de cosa tan importante; quizás...».

-Permítame... Entre paréntesis... -dijo D. Pedro, que ponía profunda atención en el   —80→   relato-. Una pregunta: ¿en aquel tiempo recibía usted también favorcitos misteriosos de la mano oculta?

-En tiempo de mi padrino, jamás. En París, una vez sola. Ya llegará oportunidad de contarlo... Seguiré con método.

-Permítame otra pregunta: ¿ese señor murió de repente?

-Sí... de un ataque apoplético. No le dio tiempo a nada.

-Claro... si hubiese tenido tiempo, lo natural y lógico era llamarle a usted... decirle: «Hijo mío, tal y tal...».

-Su muerte fue para mí un golpe tremendo. Parecíame que se acababa el mundo, la humanidad; que yo me veía condenado a soledad eterna, a un desamparo tristísimo... Aquel santo hombre era para mí la única y total familia, el maestro, el amigo, el inspirador de todos mis pensamientos, guía de todos mis actos... Dejome un horrible vacío...

-Dispense... Otra pregunta: ¿no tenía el buen D. Narciso, como es uso y costumbre en la clase de curas, alguna familia de sobrinas, amas?... ¿o es que vivía enteramente solo?

-Tenía una hermana más vieja que él, Doña María del Socorro, que le llevó tres años por delante en el morir; buena señora, aunque algo regañona y descontentadiza, y un hermano que no vivía en Vera... Muerta Doña María, siguieron gobernando la casa una sobrina, que al poco tiempo casó con uno de Fuenterrabía, y dos antiguas criadas   —81→   de la familia, que aún sirven al sucesor en el curato, un sobrino segundo, llamado Avelino, buen muchacho, pero que no es ni la sombra de su tío... No nacerá otro D. Narciso Vidaurre, el santo, el justo, el sabio, el discreto, el...




ArribaAbajo- VIII -

Nueva interpelación de D. Pedro, que impaciente quería profundizar en el hermoso asunto, para llegar pronto a la verdad. «Perdóneme otra vez, Fernandito, si le interrumpo. ¿Ese señor cura no se señaló, como todo el clero navarro, por la adhesión a las ideas y a la persona de D. Carlos María Isidro?».

-Verá usted... Mi padrino, hombre de acendrada religión, manifestaba despego a los revolucionarios y jacobinos... Del 14 al 20 simpatizó con los realistas, por lo cual le tuvieron entre ojos las autoridades de los tres años. Poco antes de la entrada de Angulema, tuvimos que salir de Vera y refugiarnos en Cambo. Pero a principios del 24 ya estaba mi padrino en su parroquia, y entonces le ofrecieron la canonjía de Pamplona, que rehusó. Desde el 24 hasta la muerte del Rey, se abstuvo de manifestar con demasiada viveza sus sentimientos realistas.   —82→   Debo decir también que el buen señor tenía relaciones con personas del bando liberal. Era muy amigo del general Mina...

-¡De D. Francisco Espoz y Mina!

-Hacia el 22, comía en la Rectoral siempre que pasaba por Vera... También tenía D. Narciso gran confianza con Eraso, el segundo de Zumalacárregui, y aun con este, en época anterior al carlismo, cuando Don Tomás era coronel de ejército. Sí, señor... ¡Pues tengo tan presente a Mina... le vi tantas veces en mi casa!

-¿Y con usted se mostraba cariñoso?...

-Como que monté a caballo más de una vez en sus rodillas. Me quería mucho... me llamaba petit caporal y no sé qué... Ahora que recuerdo: también nos visitó alguna vez el Conde de España.

-¿Y en las rodillas de ese también montaba usted?

-Creo que no. La época es más remota, y apenas me acuerdo.

-¿Y entre tantos generales no iban alguna vez generalas?... ¿No recuerda haber visto en la casa del cura duquesas o princesas...?

-Personas de tanta categoría... no sé... como no fueran disfrazadas.

-Adelante. Murió el señor Cura, sin poder decir oste ni moste... y luego...

-El hermano de D. Narciso vivía en Urdax, dedicado al tráfico de maderas. Este señor se encargó de mí. Honrado y cabal, no se parece nada a su difunto hermano: carece de   —83→   instrucción, y es seco, adusto, sin delicadeza. Lo primero que hizo conmigo fue mandarme a Olorón para que siguiera mis estudios en un colegio. Allí viví unos meses en casa de un tal Maturana, habilísimo mecánico y armero, algo pariente y amigo íntimo de los Vidaurres. De pronto recibí órdenes de trasladarme a París a aprender prácticamente el comercio, pues al comercio quería dedicarme. Me mandaban acá y allá, sin darme explicaciones, y si alguna observación hacía yo, me respondían simplemente: «Manda quien manda».

-Ya me habló usted de su viaje a París para entrar en la casa de Banca donde conoció a Mendizábal; dígame ahora cómo se le manifestó la mano oculta en aquella ciudad.

-Yo vivía con otro chico guipuzcoano, compañero mío de escritorio, en una modesta pensión del faubourg Poissonière. Un día me encontré en la mesa de mi cuarto una carta dirigida a mí. Dentro de ella había dos billetes de la Banque de France, que allí circulan como metálico. Total: doscientos francos, que me vinieron muy bien. No pude averiguar quién me había llevado la carta: ni en la casa ni en mi oficina supieron darme ninguna razón. Pero aquella vez el dinero no venía solo, sino con una cartita muy lacónica en que se me mandaba oír misa, al día siguiente, a las nueve en punto, en la iglesia de Notre Dame des Victoires. Naturalmente, fui, y nada me sucedió, es decir, nadie se me acercó a hablarme, como esperábamos   —84→   mi compañero y yo, que creímos se trataba de una aventura vulgar.

-Si usted no vio a nadie, sin duda alguien a usted le vería... ¿Era ya en el reinado de Luis Felipe?

-Sí, señor. De repente, con la misma brusquedad con que fui enviado a París, llamáronme a Olorón, y allí estaba cuando se nos presentó Faustino Vidaurre, al parecer para tratar de negocios... Noté yo que él y Felipe Maturana se decían algo referente a mí, recatándose de que yo lo entendiera. Una mañana me notificaron que vendría pronto a Madrid, donde se me daría un destino en las oficinas del Gobierno, con sueldo bastante para vivir decentemente en esta capital. Yo me alegré, porque allí no hacía nada, y la holganza monótona de aquel pueblo me enfadaba, me ponía enfermo... Vi los cielos abiertos; me aventuré a pedir alguna explicación al hermano de mi padrino; pero no me dijo más que la frase sacramental: «Quien manda, manda». Y Maturana agregó: «Llevarás tu viaje pagado, y algo para que puedas vivir un par de meses en un alojamiento arregladito. Ya puedes empaquetar tu ropa y tus libros...». Y como yo expresase alguna inquietud acerca de mis primeros pasos en esta villa, no teniendo aquí conocimientos ni trayendo carta de recomendación, Faustino me dijo: «Anda, anda, hijo, y no temas nada, que ya tendrás quien te ampare y mire por ti. Vete descuidado, que nada te faltará... Y no te mandamos tan desprovisto   —85→   de apoyos y recomendaciones, pues además de los que allí te saldrán donde y cuando menos lo pienses, en Madrid tienes a nuestro primo Carlos Maturana, diamantista que fue de la Real Casa, y hoy comerciante en piedras preciosas. Ya le hemos escrito para que te preste algún socorro, si por acaso lo necesitares. Pero no esperes encontrarle en la Corte hasta los últimos de Septiembre, porque ahora está viajando por el Norte de Italia, y tardará un mes lo menos en llegar a Madrid. Vive en la plaza de la Armería junto a Palacio». Llegó el día de mi partida, y me despidieron muy conmovidos, como si no pensaran volver a verme. Tanto Maturana como Faustino y las mujeres de ambos, me dirigieron el último saludo con una extrañísima gravedad... vamos, con algo como demostración de respeto... No sé si me explico...

-Comprendido, comprendido... Es muy natural... ¿Y...?

-Ya, a eso voy. Dos días antes de mi salida de Olorón, se llegó por allí una señora muy estirada, con muchos moños grises alrededor de la cabeza, sombrero con cintas y encajes. Hablé con ella dos o tres veces, asombrándome de su instrucción, de su finura, de su conocimiento de la política, así francesa como española. La esposa de Maturana, persona también de excelente educación, francesa, hija de un librero de Foix, celebraba frecuentes encerronas con la dama desconocida. A esta la llamaban Madame Aline.

  —86→  

-¿Francesa?

-Pues mire usted que no lo sé... Habla correctísimamente el español, aunque con un ligero acento... no sé, me pareció catalán. Pues bien: esta señora fue la que me dio el encargo que tan soliviantados trae a nuestros patriotas. Tanto ella como Maturana me encargaron tuviese mucho cuidado de no entregar el paquete más que a la persona a quien viene dirigido. «Será muy difícil -me dijo madame Aline- que haya equivocación ni suplantación, si usted se fija bien en las señas que le doy. La señora en cuyas manos pondrá usted la cajita es jorobada».

-¡Lo ve usted! -exclamó Hillo, dándose un fuerte palmetazo en la rodilla-. ¿Ve usted cómo acertaba yo cuando hablé del torbellino romántico? En el romanticismo desempeñan siempre un papel culminante los jorobados, o siquiera cargados de espalda, los tuertos, patizambos, y en general toda persona que tenga alguna deformidad visible. También figuran en él los tísicos, los locos y los que padecen ictericia.

-Jorobada -me dijo-, de sesenta años, y algo impedida de la pierna derecha.

-Bueno, bueno, bueno... Lo que digo: en pleno romanticismo. ¿Y qué nos importa? Mejor, más divertido: no nos faltarán emociones, sorpresas y... corcovas... ¡Ay! Fernandito de mi alma, me equivocaré mucho si de todo esto no resulta una anagnórisis felicísima... Nada, nada, no hay que temer nada malo, sino una verdadera irrupción de bienes.   —87→   Yo estoy contento, no sé qué me pasa. El bien ajeno no me produce envidia, sino una exaltación de cariño y entusiasmo por la persona favorecida. Así es que estallo de satisfacción, y me parece que esta noche he de atacar la cena con un apetito fenomenal. Adelante. ¿Falta algo?

-Sí señor: falta que usted conozca la clase de educación que me dio mi padrino; los sentimientos con que fortaleció mi conciencia; las ideas con que fue labrando mi criterio... Desde muy niño me acostumbro a mirar la moral excesivamente severa como base de una vida ejemplar. La moral rígida, según él, es un deber que impone la fe, y al propio tiempo una indudable ventaja para la vida. Me enseñó a abominar de la mentira, siendo en esto tan extremoso, que ni aun me permitía los embustes inocentes que son el encanto principal de la infancia. De amor al prójimo, de caridad y abnegación, no hablemos, pues esto, con sólo su ejemplo, diariamente me lo enseñaba. Ponía un cuidado exquisito en que yo aprendiese desde muy niño a refrenar los deseos violentos, a no apetecer cosa alguna con demasiado ardor, a poner freno a las pasiones. Ya he dicho a usted que era un humanista de primer orden, y clásico ferviente, resultando armonía perfecta entre su gusto artístico y todos los actos de la vida, que iban siempre a compás, como sus pensamientos. De los modernos autores, Moratín era su ídolo. Se carteaba con él y con el abate Melon, y se sabía de memoria todas   —88→   las poesías serias y festivas de D. Leandro, así como sus traducciones de Horacio. ¡Cuántas veces le oí declamar con grave entonación aquel pasaje!:


¿De cuál varón o semidiós el canto
       previenes, alma Clío,
en corva lira o flauta resonante?



La sátira «¿Quieres casarte, Andrés?» la repetía enterita, sin el menor tropiezo. Explicándome las bellezas de estas composiciones, me hacía ver cómo la poesía, para ser de buena ley, debe subordinar la inspiración al buen gusto y a la regularidad. Mas no quería que fuese yo poeta, y una vez que me sorprendió haciendo versos, me los puso en solfa, incitándome a que, en vez de expresar mis pensamientos con música y medida, cultivara la buena prosa, que, sin duda podía ofrecerme ancho campo al empleo de la inteligencia, así en la oratoria política, como en la forense, en la historia, en la filosofía, y en todas las artes liberales. Por Cicerón tuvo verdadera idolatría, y decía que era lástima fuese gentil un hombre que expresaba las ideas con tal perfección, dando al raciocinio la palabra más propia y más enérgica. Repetía la memoria pasajes del gran orador y filósofo; me los explicaba; me hacía ver su concisa elocuencia, la propiedad, el empleo exacto de las voces...

-Repetiría aquel pasaje: Nihil agis, nihil moliris, nihil cogitas...

  —89→  

-Quod ego, non modo non audiam, sed etiam non videam...

-Ejemplo admirable de lo que llamamos climax...

-Como usted comprende, me enseñó el latín a machamartillo, porque, según él, es el latín la madre de todas las enseñanzas, y única escuela segura del buen gusto. El latín, decía, no sólo hace hombres eruditos, sino buenos ciudadanos, personas sociables, finas y amenas... Por último, para que usted se haga cargo de cómo formó mi carácter aquel gran maestro, recordaré las máximas que con tenacidad me iba claveteando, como si dijéramos, en la cabeza, y así verá el contraste que forma aquella enseñanza teórica con lo que después me ha traído la realidad. «Ajusta siempre tus acciones -me decía- a un plan lógico, dentro de la más estricta moralidad, y no te separes de él por nada ni por nadie. Puede que este sistema te ocasione alguna desazón pasajera; pero a la larga apreciarás y saborearás sus hermosos resultados... No confíes nunca en lo imprevisto; no esperes nada del acaso, y que tu conducta sea siempre lo que debe ser, lo previsto, lo estudiado, y en modo alguno dependa del qué será... No aceptes jamás cosa alguna que no sepas de dónde viene, ni te fíes de prosperidades fantásticas, que suelen volverse infortunios reales... Lábrate la dicha con tu trabajo, acostúmbrate a que tu bienestar sea obra de ti mismo, y no esperes nunca favores llovidos del cielo... No contraigas   —90→   deudas, ni aun por mínima cantidad, y advierte que es preferible pedir una limosna a cargarte de obligaciones... Ama la regularidad, el orden, pues si no hay arte posible sin reglas, también está sujeto a cánones invariables el arte de la vida... Considera que lo que no hayas adquirido por ti mismo no es tuyo, sino ajeno, que si aceptas beneficios que no has ganado con tu esfuerzo, te verás ligado por la gratitud, y la gratitud puede torcer tu voluntad, y apartarte de la senda del deber rígido y estrictamente moral... En lo tocante a opiniones políticas, mantente siempre en el fiel de la balanza, y cualquiera que sea la bandería a que te veas afiliado, no hagas un dogma cerrado de tus creencias, ni niegues a la creencia de los demás el respeto que merece... Nunca te acalores en la vida pública ni en la privada; no seas fogoso en tus pasiones, que eso es vicio romántico, de que debes huir como de la peste; mantente siempre templado, dueño de ti, sereno y en disposición de sortear las vehemencias ajenas. Así dominarás, sin ser nunca dominado, porque el fiero se entrega al fin, y se rinde al flemático... En todos los negocios preséntate siempre de buena fe, situándote en posición derecha, frente a las intenciones del que ha de tratar contigo...».

-Pues esta máxima -dijo Hillo gozoso- corresponde a una de las principales reglas del toreo, que llamamos situarse en la rectitud... Adelante.

  —91→  

-Con que ya ve, Sr. D. Pedro, cómo no corresponde la palpitante realidad a la norma de conducta que mi preceptor me enseñaba; y aquí me tiene usted sin voluntad propia, sometido a misteriosas manos que me gobiernan... Lo desconocido me rige, la imprevisión me guía... Estoy amenazado del descrédito de toda la doctrina que aprendí, y no veo manera de aplicar ninguna regla, porque todas están por el suelo, pisoteadas por el acaso, a quien pertenezco sin poder evitarlo.

-No es el acaso: es el supremo designio, hijo mío. Pero no te apures -dijo D. Pedro, empezando a tutearle sin darse cuenta de ello, por una efusión de cariño que rápidamente invadía su corazón-. Considera que sobre todas las reglas está la realidad de la vida, y que no podemos desviar los acontecimientos de su natural curso, trazado por Dios. Tu padrino debió tener en cuenta el misterio de tu origen, antes de recomendarte que abominaras de lo desconocido. ¿Por qué no te reveló lo que sin duda sabía? O es que no sabía nada. De todos modos, hijo mío, tu existencia se balancea en el misterio, y el misterio ha de rodearte, y lo imprevisto te rondará por mucho tiempo, pese a toda la ciencia y a toda la bondad de ese D. Narciso Vidaurre... ¿Qué resulta? Que tu padrino te quiso criar para lo clásico, sin considerar que eres romántico inconsciente, esto es, que a pesar tuyo el romanticismo te coge en su remolino furioso... Dispénsame que te tutee: siento   —92→   hacia ti un profundo afecto. Te miro como un hijo; más propio será decir como hermano. Quiero compartir tus desventuras... cuando lleguen... Seamos románticos; aceptemos la realidad, y pues esta es ahora tan buena, no le busques tres pies al gato, y date por muy contento con los bienes que llovidos caen sobre ti. Después vendrá la anagnórisis, y volveremos a lo clásico, al triunfo, a la apoteosis, que será coronamiento de tu destino. Sí, querido Fernando. Tu porvenir es hermoso; tú eres lo que no pareces... Serás grande, poderoso... Alégrate. Seremos amigos, grandes amigos; seremos hermanos. Y ahora, chiquillo, pues cae la tarde, vámonos despacito hacia nuestra vivienda, que la hora de la cena se aproxima, y yo, la verdad, con todo eso que me has contado, siento que se me avivan de un modo horroroso las ganitas de comer.



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