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Mi música es para esta gente

Daniel Moyano





Yo trabajaba en la panadería y todos los días, cerca de las doce, iba a llevar, el pan al restaurante que tenían los padres de Paula en la calle principal del pueblo. Cuando entré, supe que ella había tenido problemas nuevamente porque el padre acababa de tirarle con una papa cruda y le había dado justo en las costillas. Estaba en el suelo, a punto de incorporarse.

Paula era la discordancia en la pequeña ciudad donde los hombres se dedican a vivir de sus rentas y las mujeres a tomar el solcito en las veredas. Sus hijos juegan a la baraja en los bares y se aficionan a la mecánica deportiva. Todo transcurre allí plácidamente, mientras los abogados atienden juicios sucesorios y el tío Federico sale del Banco como un astronauta de su cápsula, intacto y como recién nacido.

Yo me quedé parado, con el canasto en la mano, y pude ver su cara a medida que se erguía. Tenía una expresión maligna, acentuada por varias cicatrices pequeñas en los dos extremos de la boca y en la frente. No me acuerdo bien ni de la expresión de malignidad ni de la sonrisa a la que arribó gradualmente, mirándome como diciéndome que no le importaba el golpe y que de todos modos éramos amigos. Lo que recuerdo bien es el estado intermedio de su cara, variando gradualmente hasta llegar a la sonrisa. De ese modo, las pequeñas cicatrices parecieron durante un momento una cosa y más tarde otra, y en seguida algo distinto. Sin embargo, recuerdo sólo ese transcurrir de su cara. Cuando estuvo parada, recuerdo que me dijo: «berenjenas».

Justamente yo me acordaba del suceso que motivó que el padre le arrojase berenjenas. Paula no tenía todavía la bicicleta y andaba en monopatín. Yo iba a doblar la esquina cuando la vi, por la vereda del bulevar, acelerando el vehículo con todo lo largo de una de sus piernas. La vieja de negro estaba sentada en una mecedora. Paula iba cada vez más ligero, zigzagueando y sabiendo que en una de esas zigzagueadas embestiría a la vieja. De pronto, no vi más a la vieja, ni la mecedora, ni el fondo de la calle, sino solamente el cabello de Paula, que se movía rítmicamente a medida que ella apoyaba uno de sus pies en el suelo para dar velocidad al monopatín.

Todo lo que vi después estuvo condicionado por esa visión de los cabellos subiendo y bajando en el aire, como una especie de arma que en un momento preciso dará el golpe. Vi a la mujer hablando, moviendo su boca, porque no oí su voz mientras el padre de Paula escuchaba en silencio y pelaba papas. Yo estaba descargando leña y veía los labios de la vieja. Cuando se fue apareció Paula, comiendo una manzana, y yo me olvidé de la visión que había tenido de sus cabellos, porque cuando estaba frente a ella lo único que veía era su cara y adivinaba las pequeñas cicatrices, sólo visibles desde muy cerca. El padre -creo que se llamaba don Humberto- ni la miró ni le dijo nada. Dos horas después, cuando ya había algunos parroquianos en el comedor, don Humberto, como concretando en la acción un largo pensamiento, tomó una berenjena y se la arrojó. Fueron dos. Paula esquivó la primera, pero la segunda le dio justo en la cara. Me miró con sus cicatrices y estuvo maligna también conmigo, pero después las cicatrices se borraron y ya no fue maligna, aunque tampoco sonrió como otras veces. Salía a la calle y vi que la vieja parecía haber abandonado definitivamente el solcito de la vereda, aunque la mecedora seguía afuera. Cuando llegué a la panadería abrí la puerta y esperé, como otras veces, el sonido de la campanita de alarma que protegía los bienes del negocio.

Esa tarde íbamos por la vereda, yo con el canasto vacío en la mano, ella montada en su bicicleta, haciendo equilibrio dando apenas una pedaleada de vez en cuando para adaptar su marcha a la mía. Durante el trayecto me contó que el padre la obligaba ahora a estudiar piano en el conservatorio de doña Gertrudis. Después calló un rato, y el resto del trayecto estuvo haciendo equilibrios sobre la bicicleta. Cuando llegamos me preguntó si me gustaba mi trabajo. Le dije que me hubiese gustado, pero que el ruido de la campanita me molestaba y avergonzaba como si yo fuese un ladrón. «Estos tipos siempre fueron unos imbéciles, piensan que en este pueblo todos son ladrones», dijo refiriéndose a mis patrones. Después calló y se entristeció. Parecía que quería evitarme ese problema de la campana. «No es para tanto», le dije, sabiendo que era inútil, porque ella había hecho suyo mi problema. Y también me entristecí. Se bajó de la bicicleta, miró un instante la puerta y bajó la cabeza, como pensando. Después, como su padre cuando arrojaba las berenjenas tras una notoria cavilación, alzó la cabeza y mirándome exaltada me propuso incendiar la panadería.

El día que soltó los pájaros en el conservatorio, don Humberto le dejó en la cara otra de esas cicatrices pequeñas. Ella me contó que primero le tiró una cebolla que fue a perderse por la tapa del sótano, y después, como no tenía más verduras a mano, le arrojó un montón de cucharitas de té. Dos o tres llegaron a la cara, y se hicieron puntitos rojos de sangre y luego cicatrices.

Desde que Paula comenzó a alterar el orden, todos se sintieron buenos. El tío Federico, por ejemplo, que era prestamista, aumentó en un 5% los intereses, porque él no andaba por ahí mostrando las piernas en una bicicleta, y las damas del club de Beneficencia se volvieron trémulas como las margaritas. «Tanto sacrificio -decía don Humberto llorando mientras pelaba cebollas-, tanto sacrificio, haber venido de lejos, haber cruzado todo el mar, y trabajar siempre, para tener después una hija así». Hasta el intendente, un tipo lamido que se peinaba a lo Gardel, puesto allí por una intervención militar, la mencionó en un discurso cuando inauguraron la fuente de pececitos de colores en medio de la plaza: «Así entendemos servir a la comunidad, no como cierta juventud descarriada que busca en la violencia el fundamento de oscuros principios reñidos con la moral y las buenas costumbres, aunque debemos advertir que seremos inflexibles en el mantenimiento del orden, etc.». Después yo mismo le ayudé a Paula con los pescaditos. Ella los pasaba por el huevo batido, yo por la harina, y los ponía en la sartén. Don Humberto necesitó tres días para reflexionar sobre el asunto y decidirse a tirarle el zapallazo. Cuando me mostró el moretón, en el sótano, admitió que le había dolido mucho, pero se alegró luego diciéndome que después del zapallo no había hortaliza más grandes. «¿Viste?, ahora no tienen con qué tirarme. Y ahora voy a empezar en serio a hacerle cosas a la gente de esta porquería de pueblo».

Un domingo Paula se presentó en mi casa, como avergonzada, quizás como temiendo que mi familia se enojara conmigo a causa de su presencia. Y cuando mi vieja le dijo que pasara y le sonrió y quiso tratarla bien, ella siguió con ese temor e insistió en que me necesitaba. «Sos muy linda», alcanzó a decirle mi vieja, mientras mis hermanos, recién levantados de la cama, se alisaban el cabello como para presumirle. Esperó callada, en la puerta, a que yo tomara el café. Mis hermanos más feos desaparecieron detrás de la casa y la vieja se pasó el tiempo acomodando cosas por si Paula se decidía a entrar. Paula era una cosa desusada en nuestra casa.

Cuando empezamos a caminar hacia el centro del pueblo miró varias veces los ranchos, los patios áridos y los chicos descalzos, y me dijo: «Así que vos también sos un subdesarrollado». Yo seguí callado, pero no me sentí humillado por vivir en un rancho y porque ella lo supiera. Simplemente estaba gozando de su compañía, que era un lujo para mí, y del sol de la mañana. Entonces dijo una cosa incomprensible para mí en esos tiempos: «Mi música es para esta gente». Me miró esperando una respuesta y yo le advertí que ella había alcanzado a estar un solo día en el conservatorio, y que la echaron por haberle soltado los pájaros de la jaula a la gorda esa que enseñaba piano, y que no entendía qué música podía dar ella a nadie. Ella sonrió girando la cara de modo que el sol le alumbró las cicatrices. Sentí que su sonrisa era como una burla. Cuando llegamos al pavimento estaba por decirle lo que me tenía guardado casi dolorosamente adentro desde hacía un tiempo, estuve por decirle que era justo que se burlara de mí porque ella era ya una mujer; que me había dado cuenta cuando me mostró el moretón en el sótano, pero no me animé. En cambio, le dije: «no entiendo eso de la música». Hizo un gesto que la volvió a su infancia, por debajo de la mía, me palmeó y dijo: «no te aflijas, ellos tampoco lo entienden».

Fue el día que comimos los peces de colores. Habíamos puesto la sartén en el patio, cerca del gallinero, y comimos bajo los árboles. Después nos pasamos toda la tarde inflando globos y atándoles hilos en las puntas. Cuando caía el sol los atamos a todos en la bicicleta y salimos.

Repartimos globos a todo el pueblo. La gente tomaba cerveza en las mesas instaladas en las veredas y cuando nos acercábamos sonreían. Al principio, no querían aceptar, pero Paula insistía de tal manera que nadie podía negarse. Hizo todo esto con seriedad, como compungida. Una de las viejas que había atropellado, y que tomaba té con limón, después de vacilar alargó también el brazo y tomó el globo que Paula le tendía. No sonrió ni agradeció, pero lo tomó. El intendente y el comisario también aceptaron, aunque al principio pareció difícil. El comisario lo aceptó con una sonrisa que no pasó de un fruncimiento de boca, como diciendo «pero después te meto presa», pero el intendente estuvo casi baboso de agradecido. Solamente no aceptaron el tío Federico (el golpe que le diera Paula en el abdomen con una moto, a la salida del Banco había sido quizás muy fuerte) y los veinte o treinta prestamistas que había en el pueblo, que eran los colonos más ricos y panzones. Cuando llegamos al final de la calle nos seguían un montón de muchachas que habían dejado de secretearse en los bancos de las plazas, y varios buenos chicos que habían dejado los naipes en las mesas de los bares para seguirnos. Allá nos paramos y miramos para atrás: el bulevar estaba iluminado, y los globos de todos colores se movían desde las mesas en una extensión de varios centenares de metros. El altoparlante había dejado de pasar propaganda y se oía un lindo ritmo moderno de música de trompetas. Después volvimos por el Club Social donde había muchas de las viejecitas atropelladas, y allí dejamos los últimos globos. Cuando pasamos el cruce de ambos bulevares, donde estaba la estatua del toro, a la que el pudor municipal había despojado de su parte más noble, Paula infló dos globos grandotes que le quedaban y se los colgamos entre las piernas. Una de las chicas que nos seguían trajo una guitarra y nos quedamos cantando debajo del toro hasta la santa hora.

Y justamente al día siguiente se incendió la panadería. No quedó nada, salvo la campanita, en el suelo, más aguda porque el calor había adelgazado el metal. Como siempre, se dijo que era un cortocircuito, pero la compañía de seguros hizo apresar al dueño. Lástima que a Paula y a mí también nos metieron presos por el supuesto delito de atentar contra la propiedad privada. Para colmo, Paula declaró que ella no había incendiado nada, pero que gustosamente hubiera incendiado esa panadería. Nos tuvieron un día y una noche presos, y decían que después nos trasladarían a la capital, donde nos harían cantar. Paula, en la comisaría (nos tenían a los dos en el patio), tuvo buen humor, inventando cosas para cuando saliéramos. Preparó un plan para tomar el correo y organizar un show en la sala principal, decorada con estampillas, una huelga de boletas de depósito en el Banco, un espectáculo moderno a la salida de misa. Pensamos todo eso muy divertidos, pero a la noche, después de las doce, Paula flaqueó y sintió frío. Yo le puse mi campera y la abracé, pero despacito, porque me dijo que todavía le dolía el costado donde recibió el zapallazo.

Tres días después que salimos fui a buscarla porque no sabía nada de ella. Cuando me vio me dijo «menos mal que viniste, estaba por ir a buscarte», y no oí bien lo que siguió, aunque sí las palabras, porque pensé en ese momento «que lástima, a los de la casa les hubiera gustado que ella fuese». Y después del pensamiento me llegó la resonancia de sus últimas palabras: «porque yo me voy a ir de este pueblo».

Sentí muchas cosas en ese momento, pero después pasó el tiempo, es evidente que ha pasado, y las palabras y su significado se perdieron.

No sé bien qué expresión tenía en su cara cuando me llevó de la mano al fondo de la casa y me comunicó lo que iba a hacer. No había ni alegría ni nada, ni malignidad tampoco, pero era como si sus ojos fuesen de un vidrio viboreante, algo así, ajenos a todo, imposibles de ser contemplados, como si pudiesen mirar para atrás de ellos mismos. Era como si todas las pequeñas cicatrices de su cara estuviesen ahora en los ojos. Pero quizás todo se deba a mi falta de edad, a mi falta de tiempo.

Me pidió que la acompañara y que la protegiera si le pasaba algo. Yo simplemente me puse serio y sentí mis manos, colgantes, dispuestas a todo. Ella intentó sonreír pero no pudo. De un golpe se quitó la blusa y después la pollera y todo lo demás. De un golpe todo el cuerpo se le erizó en puntitos agudos sobre la piel. Tomó la bicicleta y subió. Antes de llegar a la puerta trasera, que daba a la calle opuesta, se sacó los zapatos. Yo no había entendido del todo lo que pasaba, pero sentí la necesidad de estar seguro de algo y tenía las manos vacías. Entonces tomé una pala y cuando ella la vio me dijo que la dejara y que más bien llevara una sombrilla que estaba allí, tirada sobre una mesa en desuso. La tomé y salimos a la calle. Habíamos andado unos cincuenta metros cuando la piel, gradualmente, se adaptó a la nueva temperatura, y los puntitos cónicos desaparecieron para dar lugar a una especie de color dentro del blanco de la piel. Creo que el primero en vernos fue el tío Federico, desde el auto, pero no estoy seguro. En la esquina doblamos y tomamos hacia el bulevar principal. Allí vi otra vez los cabellos de Paula, como aquella vez que los descubrí. Pero ahora todo era distinto.

Esperábamos una reacción, pero tanto el intendente como el comisario no atinaron a nada. Se pusieron a conversar con la gente que tenían más cerca, como dos vecinos más, habiendo perdido toda autoridad. La verdad, me dieron un poco de lástima los policías que llegaron miraron al comisario, pero éste simplemente comentaba y no se atrevía a dar órdenes de ninguna especie. Ella pedaleaba despacito, haciendo equilibrio para seguir la lentitud de mis pasos, y, de vez en cuando soltaba una mano del manubrio y la posaba en mi hombro hasta que el equilibrio que llevaba la obligaba a usar ambas manos y me soltaba. Íbamos por la calle principal, y los tenderos asomaban sus barbas a las puertas, enajenados, y más tarde ya no salían, sino que nos esperaban, con sus mujeres y ordenándoles a sus hijas que entrasen y no mirasen nada. Dijeron muchas cosas mientras pasábamos, pero ninguna graciosa y que merezca ser contada. Solamente recuerdo la de uno de los peluqueros, que le dijo a su mujer, después de mirar morosamente el hermoso cuerpo de Paula, le dijo algo así como «cosas de chicos, es una niña todavía», y la voz de la mujer, aunque vino después, casi se le anticipó diciéndole: «¿chica con todo eso que tiene?». Aludía, sin duda, a los pechos de Paula, que temblaban siguiendo rítmicamente los movimientos de los pies sobre los pedales. Yo había abierto la sombrilla, pero Paula me dijo que la cerrara porque quizá no dejara ver a los que se asomaban a los balcones.

Hicimos el mismo recorrido que la vez que repartimos los globos. Cuando llegamos al Club Social, donde pensábamos tomar algo fresco, todas las puertas estaban cerradas. Pero yo pude ver, y se lo dije a Paula, ventanas entrecerradas y ojos detrás de ellas. Durante todo el trayecto ella tuvo esa expresión ausente que les dije. Cuando me miraba trataba de sonreír, pero se veía que le costaba porque me miraba como aquella vez que acababa de recibir un golpe de su padre, una mezcla de imploración y agresividad. De pronto, el altoparlante dejó de trasmitir música y todo el pueblo quedó en silencio, sólo se oía el cuerpo de Paula y la estupefacción de la gente que quedaba atrás. Nadie hablaba. Solamente una señora gorda y bastante fea alcanzó a gritar: «saquen de la calle a esa puta». Paula la oyó y me miró entre alegre e implorante. Yo creo haber hecho el gesto que correspondía, porque ella pareció sentirse más segura después que la miré y volví a abrir la sombrilla.

Cuando llegamos a la casa, don Humberto que ya sabía todo, le tiró una sábana encima y le dijo en italiano que la mataría.

Pero la historia de Paula, finalmente, podría ser contada de cualquier manera. El resultado siempre sería el mismo, porque lo que ella hizo en aquel pueblo y en aquellos tiempos solamente puede tener el estricto significado de los hechos. Los hechos, cuando caen de maduros, según decía un tío mío, no tienen explicación o, mejor dicho, interpretación posible. Porque ahora que Paula está lejos es fácil decir cosas sobre ella o contar lo que hizo. Sería bueno saber qué pasaría si Paula tuviera que escribir esto, o simplemente oírlo. Ella no escribiría ni hablaría: ya habría instalado vías férreas en las veredas y con un tren humeante y colorado hubiese arrasado con todo.

Después que ella se fue, en casa el tiempo sólo sirve para esperarla. Mi madre se levanta más temprano y limpia y arregla lo poco que hay que limpiar y arreglar y mis hermanos los feos viven peinándose y tratando de modificar sus caras. Y siempre miran a la puerta, cuando están despeinados, por temor de que ella aparezca y los vea en ese estado. En invierno mi madre teje en silencio y, de vez en cuando, dice: «¿qué habrá sido de ella?, ¿no pensará volver nunca?».

Nadie responde nada, por creerlo imposible, pero sin duda con alguna esperanza todavía.





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