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Miguel Mihura también fue a la guerra, aunque poco1

Juan A. Ríos Carratalá





La memoria a menudo resulta caprichosa. Es la única razón por la que no me atrevo a dedicar un artículo completo al «chorrito», la genial invención del personaje interpretado por Félix Fernández para recibir a los americanos. He visto ¡Bienvenido, Mr. Marshall! (1953) en numerosas ocasiones y todavía sonrío al escuchar las explicaciones científicas en torno a las posibilidades, como espectáculo luminotécnico, del chorrito de la fuente. Sus cambios de color y de arco no son presentados como fruto del azar, sino del rigor científico de quien ha reflexionado durante años sobre tan sesudo objeto. Da igual, los miembros del concejo municipal optan por lo convencional y seguro. Demasiado palurdos para ser escépticos, en realidad me parecen cobardes. También incapaces de ilusionarse con tan gratuita como curiosa invención, descalificada por el alcalde como «chorrito epiléptico» a causa de su continuo aparecer y desaparecer. A partir de ese momento, ya no hay posible discusión. Ha hablado la autoridad y la propuesta, tan propia del humor de Miguel Mihura, queda aparcada.

¿Del todo, también olvidada? A veces he jugado a imaginar que el citado personaje, al contemplar el fracaso de lo promovido por el alcalde en colaboración con el charlatán interpretado por Manolo Morán, disfrutó del sabor de la venganza. La ternura y el sobrio optimismo de la película son incompatibles con esta reacción, que la concibo mantenida en silencio por quien no se atrevería a llevar la contraria. Al final, hasta el hidalgo, en un gesto de hidalguía, entrega su espada para contribuir a la colecta. Todos son solidarios con la suerte de un pueblo engañado que, con retórica regeneracionista, debe afrontar el futuro confiando tan sólo en su esfuerzo. Si queda alguna duda, la voz en off de Fernando Rey, que tan sugerente le pareció a Azorín, la disipa. Ningún censor afín al credo falangista estaría en desacuerdo. Tampoco Juan Antonio Bardem; incluso es posible que tan hermosas palabras embaucaran a la inmensa mayoría de los espectadores. ¿También a Miguel Mihura y al inventor del chorrito?

Creo que no, por una sencilla razón: eran más escépticos e inteligentes. Ambos siempre acataron los dictámenes de la autoridad, pero no resulta difícil imaginar que en su fuero interno les pareciera cursi aquel andalucismo de pacotilla. Y, puestos a sufrir las consecuencias, tampoco se consolarían con palabras lapidarias. La españolada fue parodiada y rechazada por los humoristas del grupo generacional de Miguel Mihura, nada proclives a una exaltación que consideraban anacrónica, convencional y cursi. Por otra parte, individualistas y agnósticos, nunca tuvieron demasiada fe en la providencia, sobre todo en la basada en el esfuerzo heroico de una colectividad. Es probable, pues, que aquel sesudo vecino viera el desenlace como una venganza que no podía exteriorizar, aunque deseara manifestar que lo del chorrito tenía más sentido. Tal vez porque era un sinsentido.

Estas paradojas gustaban a Miguel Mihura. Su intervención se intuye en numerosas escenas de la película, más que las indicadas por Luis G. Berlanga y Juan A. Bardem. El detalle del chorrito es una prueba. Quienes hemos leído sus ingeniosas descripciones de los más variopintos objetos, cuyas sorprendentes utilidades nos descubre un autor que no admite el lugar común, estamos familiarizados con la solución para la fuente del pueblo. Propuestas similares ya las publicaba en revistas de los años treinta y, dos décadas después, ese ingenio donde lo gratuito e imprevisto cobran tanta importancia sigue vivo, hasta tal punto que contribuyó decisivamente al triunfo de ¡Bienvenido, Mr. Marshall!

El preceptivo regeneracionismo de la película ha quedado identificado con el cartón-piedra de los decorados, que acabaron desmontados y arrinconados. Sin embargo, algo no menos inútil pero más ingenioso como lo del chorrito permanece en mi memoria del humor2. Tal vez porque, en un film donde nadie puede dirigirse con claridad a la autoridad competente, sea civil, militar o eclesiástica, el personaje interpretado por Félix Fernández muestra un rasgo de ingenio gratuito, que prolonga con su propuesta de reloj movido, literalmente, a mano de acuerdo con los más ignotos criterios científicos. El inevitable tonto del lugar no le entiende, pero no importa. Marca así su distancia, una singularidad con respecto al pueblo que sólo encuentra parangón en la del hidalgo, también con numerosos antecedentes en la tradición literaria. Esos detalles de personajes atrabiliarios y absurdos, convencidos de que la felicidad es algo cercano a donde se llega por caminos poco transitados, son los que me hacen pensar que Miguel Mihura es un comediógrafo digno del recuerdo. Entrañable y hasta recetable para combatir momentos de desencanto, mejor curados con su sonriente escepticismo que con dosis de forzado optimismo. Y, como espectador, no le pido más porque ya es suficiente.

Tampoco estoy dispuesto a concederle más importancia. Si lo hiciera, entraría en contradicción con la voluntad del propio autor, sin duda el más sincero de su grupo generacional. Cuando Miguel Mihura resta trascendencia a su obra y justifica la negativa a seguir caminos complejos y hasta problemáticos, no lo hace por falsa modestia. Aparece, más bien, como un sujeto realista, incapaz de disfrazar una tarea que caracteriza con la naturalidad de un oficio. También se muestra consciente. No tanto de sus limitaciones como de lo que cualquier ambición podía poner en peligro: una tranquilidad que defendió como el bien más apreciado. Sin caer en el cinismo, lo hizo de una manera clara y, por supuesto, lícita. El resultado fue positivo, a pesar de su habitual malhumor y su tendencia a ser quejoso. La actitud contraria, la del individuo feliz y satisfecho, habría sido tan vulgar como insoportable.

Todo tiene, por desgracia, un precio. Su pago no se puede eludir mediante las estratagemas que la ficción permitía a Miguel Mihura en las comedias. Al igual que sus personajes, siempre fue en busca de una felicidad individual. La concebía ajena a cualquier ambición que pudiera complicarle la existencia y basada en el gusto por lo sencillo, próximo y cotidiano, aunque la realidad resultara menos ingenua que una ficción como la de Mi adorado Juan (1956). Había un problema: para mantener esa tranquilidad propia de un radical individualismo, Miguel Mihura tuvo que pagar un precio que le resultaría más amargo que el temido matrimonio. Sobre todo porque entraba en contradicción con su talante y hasta su concepto del humor, que para él era una fundamental seña de identidad.

Durante el período 1936-1939, y a pesar de la buena suerte que le acompañó, Miguel Mihura sentiría esa amargura en varias ocasiones. Pasado el tiempo, triunfante y acomodado en una sociedad donde encontró su hueco, prefirió olvidarla o edulcorarla, como también lo hicieron sus colegas del genial grupo de humoristas del 27. Enrique Jardiel Poncela apenas tuvo tiempo, murió pronto y sintiéndose acosado. Tono nunca habló de sí mismo, ni siquiera a sus numerosos amigos. José López Rubio permaneció en el extranjero a la espera de la Victoria, por voluntad propia. Edgar Neville pudo convencerse de que lo había pasado bien. Jugó con las medias verdades a la hora de reconstruir su periplo durante la guerra. Algunos episodios quedaron sepultados en los archivos, otros fueron alterados por una memoria selectiva y sus evocaciones le permitieron crear una máscara útil para superar procesos de depuración y otras vicisitudes3. Miguel Mihura, siempre discreto y práctico, optó por borrar lo que le incomodaba. Así de sencillo y eficaz.

En un tiempo donde tanto se habla de la memoria histórica, conviene recordar el derecho de cualquier individuo a olvidar su pasado o a inventárselo. A veces por higiene mental, para hacer menos amarga una existencia marcada por el fracaso, como nos recordara Fernando Fernán-Gómez en El viaje a ninguna parte (1985)4. Otras porque el éxito acarrea un precio desagradable y hasta grosero. Y cuando, además, se vive en una sociedad dictatorial, también cabe realizar el mismo proceso para preservar la tranquilidad.

Los años del franquismo fueron en ese sentido un auténtico carnaval, donde las máscaras evitaban numerosos problemas con un poder que hizo de la retroactividad una de sus armas perversas. Sobre todo para quienes su pasado no encajaba en las pautas impuestas por aquella dictadura del cuartel y la sacristía. Es el caso de los citados humoristas. Aunque convenga matizar de acuerdo con sus trayectorias individuales, fueron vencedores en una guerra civil y, a continuación, necesitaron en mayor o menor medida de unas máscaras, que se pusieron con la habilidad de quienes estaban acostumbrados a crear personajes.

No todos los casos fueron iguales y, desde luego, no fue Miguel Mihura el más destacado en este sentido. Acabo de escribir un libro sobre la compleja trayectoria de Edgar Neville durante el período 1936-1939, desde que llega a Madrid, procedente de Hollywood, una semana antes del inicio de la guerra hasta el final de la misma, que coincide con su estancia en Roma para realizar proyectos cinematográficos gracias al apoyo de Dionisio Ridruejo. Su caso es digno de una novela, protagonizada por un sujeto impulsivo que empleó una arrolladora simpatía como una de sus armas decisivas. Nunca lo podría haber igualado un Miguel Mihura más moderado, temeroso, indolente, calculador y escéptico. Sin embargo, no sólo era una cuestión de caracteres, tan sorprendentes cuando lo extremo de las circunstancias bélicas obliga a replantear hasta lo inalterable. La trayectoria de Edgar Neville no es equiparable a la de su amigo por una razón sencilla y contundente: tenía mucho más que ocultar y, por lo tanto, su pasado debía ser revisado con una profundidad que le obligó a superarse en los méritos contraídos a favor de «la Causa».

Miguel Mihura no fue militante de Izquierda Republicana, hasta septiembre de 1936, como su amigo. No aceptó nombramientos del gobierno del Frente Popular, no cultivó amistades peligrosas y, por supuesto, nunca criticó las actuaciones políticas de las derechas antes del 18 de julio. Tampoco sufrió dos procesos de depuración, ni vio como su amante era encarcelada mientras él se sabía en el punto de mira de enemigos dispuestos a fusilarle. El caso de Miguel Mihura fue más sencillo y normalito, hasta tal punto que creo en su sinceridad cuando en 1972 habla de los motivos que le llevaron a abandonar el Madrid del Frente Popular: «Comprendí que la zona roja no nos iba ni a España ni a nosotros, los españoles. Y entonces, yo me dije: 'Estos señores que se vayan a hacer puñetas. No me interesan y me voy con los otros'»5. Puede parecernos esquemático, con una argumentación pobre, pero dudo que haya algo más complejo tras unas palabras que suenan a sinceras, salvo en un aspecto no mencionado de manera explícita: el deseo de asegurarse una tranquilidad y un bienestar que, como señorito de radical individualismo, no estaba dispuesto a sacrificar.

Miguel Mihura se sintió incómodo en el Madrid de comienzos de la guerra, pero dudo que corriera peligro más allá del que para todos suponía una contienda tan violenta en la retaguardia. Su postura contraria al Frente Popular y las izquierdas en general se había evidenciado en algunas parodias publicadas en revistas. Su componente absurdo y humorístico rebaja la carga crítica, que apenas sería percibida como tal en unos tiempos tan tensos como los que precedieron al 18 de julio de 1936. Es cierto que, por entonces, Miguel Mihura también había parodiado comportamientos convencionales y cursis. Los caricaturizó hasta el punto de que nadie se sentiría directamente aludido, pero quedaron ligados a unos sectores conservadores con los que tampoco congeniaba. Había, no obstante, una diferencia: cuando la parodia se dirigía a la izquierda resultaba fácil concretar unos referentes de actualidad, mientras que esa posibilidad desaparecía cuando la parodia se inclinaba al lado contrario. El objetivo ya no era el mundo de las visitas y la señoras gordas, de quienes comían «huevos fritos» como Don Sacramento, sino el de unas circunstancias sociales, culturales y políticas que rechazaba el siempre temeroso Miguel Mihura.

Un temor fundado y razonable, como el que también afectó a otros colegas y amigos de su grupo generacional, que no dudaron en aferrarse al pasado ante la inquietud que les deparaba el presente. No creo que podamos encontrar en sus obras o en sus declaraciones una argumentación política o ideológica que justifique su decantamiento por el bando de los sublevados. Ni siquiera Edgar Neville, más interesado por estas cuestiones, superó los límites de algunos tópicos propagandísticos de quienes estaban más en contra del Frente Popular que a favor de una alternativa. Miguel Mihura ni lo intentó: sabía que su modelo de vida estaba mejor salvaguardado por una sublevación cuyo objetivo final desconocía. No le importaba, la consideraba como la respuesta a la insolencia de unas masas populares de las que se sentía alejado, a un igualitarismo que le horrorizaba. Y no, precisamente, por cuestiones estéticas.

¿Qué deseaba ser Miguel Mihura? ¿Un afamado escritor, un hombre sin obligaciones enojosas y rutinarias, un soltero bien acompañado, un escrupuloso defensor de su individualismo...? La respuesta es más sencilla: un señorito, sin el sentido peyorativo al que a menudo ha quedado asociado este concepto que tanto aclara.

No hacía falta ser un agudo observador de la realidad de 1936 para percibir que, en el bando republicano, la figura del señorito no estaba bien vista. Los hubo, incluso de nuevo cuño de acuerdo con los tiempos, pero Miguel Mihura no estaba dispuesto a afrontar ese riesgo. Ni ningún otro, sobre todo cuando el cambio de bando no le suponía un peligro mayor que el de permanecer en una ciudad sitiada. Su salida de Madrid sólo le obligaba a dejar atrás conceptos que jamás le interesaron: democracia, república, solidaridad, libertades públicas, progreso social... No conocía, como la inmensa mayoría, cuál iba a ser la alternativa. Sabía que su Don Sacramento no habría dudado, pero sobre todo intuía que en la España del General Franco los señoritos encontrarían un hueco. No se equivocó. Y, cuando tuvo sobradas pruebas para conocer los límites del franquismo, siguió alegrándose de haber optado en el sentido correcto para sus intereses. Nunca evolucionó en su percepción de la dictadura, ni siquiera cuando en sus últimos años se vislumbraba un cambio que temía por la incertidumbre que comportaba.

La magnífica biografía de Miguel Mihura escrita por Julián Moreiro6 nos exime de comentar los pormenores de su salida de la España republicana, gracias a esas amistades que siempre aparecían cuando eran necesarias, y su llegada a San Sebastián. En aquel privilegiado enclave y en compañía de varios de sus mejores amigos y colegas, tomó dos decisiones: afiliarse a Falange para disipar cualquier duda y estar disponible ante la autoridad competente.

Su afiliación apenas merece un comentario, ya que no indica un cambio en su manera de pensar o escribir. Ese mismo carné, tan necesario en aquellas circunstancias, también lo compartieron Enrique Jardiel Poncela y Edgar Neville, como tantos otros autores que nunca situaríamos bajo el discutible epígrafe de una literatura falangista. Era requisito prácticamente obligatorio para seguir publicando y los humoristas no dudaron a la hora de afiliarse. En el caso de Enrique Jardiel Poncela, por continuidad con unas simpatías que ya había manifestado antes de empezar la guerra, cuando era contertulio de José Antonio Primo de Rivera. En el de Edgar Neville, por necesidad de hacer méritos para escapar de un proceso de depuración como diplomático que había estado al servicio de la República. Lo intentó desde Francia buscando la intercesión de Agustín de Foxá y otros amigos. Al final, ya en la primavera de 1937, tuvo que presentarse en Salamanca con riesgo de su integridad para, con la ayuda de Marichu de la Mora, Dionisio Ridruejo y otros destacados falangistas conseguir el ansiado carné. Lo dejaría en algún cajón cuando, en 1940, solucionó los problemas derivados de un proceso de depuración que decidió olvidar. En el caso de Miguel Mihura cabe pensar en un simple cálculo. Estar afiliado a Falange Española resultaba tan lógico que, sin necesidad de ocultar el dato, nunca haría alarde del mismo. Habría resultado ridículo y contrario a su imagen pública.

La disponibilidad era más trabajosa, aunque Miguel Mihura se quedaría gratamente asombrado por la rapidez con que le vinieron rodadas las circunstancias para hacerse un hueco entre los vencedores. Ya ha sido contada en varias ocasiones la génesis de La Ametralladora, la revista de humor que dirigió por entonces con gran éxito. Conocemos su papel como antecedente de La Codorniz, su capacidad para aglutinar a un equipo coherente que se puso a las órdenes de un director con las ideas claras: sabía qué tipo de humor quería cultivar. Y lo hizo, con habilidad para sortear las obligaciones propagandísticas y dejar en segundo plano los contenidos más programáticos. Era una revista de la guerra escrita por quienes ya pensaban en una victoria segura. Desde esa perspectiva, con optimismo y humor fueron labrando un camino que les resultaría fructífero a partir de 1939.

No obstante, en aquella España de los sublevados contra la República todos debían pagar un precio. El importe oscilaba y las facturas eran de lo más heterogéneo, desde el asesinato hasta la reconvención y el consiguiente acto de contrición. Entre los más perjudicados estaban quienes habían permanecido algunos meses expuestos al contagio y, además, no habían mostrado demasiado entusiasmo por «la Causa». La cuantía exacta de lo que debían pagar dependía de varios factores. En el caso de Edgar Neville fue elevada. A primera vista, puede sorprender su entusiasmo propagandístico entre 1936 y 1939. Se ha llegado a hablar de una «etapa de compromiso», que supondría un paréntesis en su trayectoria creativa. No era una cuestión de opciones literarias o éticas. Cuando conocemos las circunstancias de su incorporación al bando de los sublevados todo queda justificado. No por casualidad ni por ardor guerrero fue el único de aquellos humoristas que estuvo en el frente, afrontando un riesgo físico al que sus amigos de San Sebastián ni siquiera se acercaron. Años después, en esas cotidianas tertulias que tanto les unió, lo evocaría como una etapa de juventud y camaradería repleta de anécdotas divertidas. Así quedaría alojada en su memoria, de donde habría borrado unos procesos de depuración que pusieron en peligro su futuro en España y condicionaron su trayectoria durante la guerra civil. Edgar Neville fue impulsivo y entusiasta, pero durante aquellos meses tenía motivos sobrados para serlo: era una cuestión de supervivencia tras haber optado por los sublevados.

El caso de Miguel Mihura fue más sencillo y el precio de su incorporación al bando del General Franco se puede considerar irrisorio. Carecía de antecedentes negativos y le acompañó la suerte en su hábil proceder. Algunos especialistas han visto en este comportamiento una voluntad de coherencia en su línea creativa. No eran tiempos propicios para ese tipo de lujos, poco habituales en unos autores que a menudo hicieron un llamativo punto y aparte en sus trayectorias.

Enrique Jardiel Poncela escribió por entonces textos violentos, donde su habitual misoginia se concretaba en unas grotescas milicianas con todos los defectos imaginables y su antisemitismo se equiparaba en algunos aspectos al de los nazis. También reeditó relatos y misceláneas en su habitual línea humorística, pero tras su incorporación al bando de los sublevados los tuvo que combinar con otros fruto de las circunstancias. Y del propio Enrique Jardiel Poncela, claro está. Pronto descubriría que no era suficiente para seguir editando sus novelas anteriores a 1936.

El siempre discreto y simpático Tono, durante la guerra, publicó algunas «tonerías» que eran insultos encapsulados en viñetas. Los tópicos son los habituales en tantas obras de propaganda: la cobardía de los milicianos, la violencia de los rojos, la desorganización y el hambre del otro bando, las colas en Madrid y, sobre todo, la sovietización de una capital en donde la calle de Alcalá había pasado a llamarse Alkalaski. No fue el mejor rasgo de humor de un autor que, sin embargo, en otras viñetas conserva su habitual gracia. Unas y otras fueron recopiladas en el volumen 100 tonerías (San Sebastián, 1938), que tuvo una importante tirada de 25.000 ejemplares y nos recuerda el estrecho margen en que se movían estos humoristas: jamás intentaron dirigir su mirada al bando que les acogió, aunque hubiera motivos sobrados para esbozar una sonrisa.

Wenceslao Fernández Flórez ya no era el autor de El malvado Carabel (1931) y estaba en las antípodas de la sensibilidad mostrada en El bosque animado (1943). Durante la guerra, se transformó en un novelista capaz de recurrir a las técnicas del folletín decimonónico para describir la España republicana con los más truculentos acentos. Los observamos en Una isla en el mar rojo, escrita poco después de terminar un conflicto que alteró por completo su sentido del humor. Su espectacular éxito, a tenor de las continuas reediciones durante los primeros años de la posguerra, nos indica que sus lectores habían padecido un proceso paralelo.

Más duro si cabe fue otro humorista, José Vicente Puente, que por entonces escribía incendiarios artículos en Arriba. Cuesta imaginar al festivo creador de las «chicas topolino» y al autor de algunos entrañables relatos de los años cuarenta en tareas de propaganda, pero las asumió con un entusiasmo de falangista que, en cuestión de mujeres, defendió posturas cuya lectura resulta estremecedora. Podemos comprobarlo consultando sus volúmenes Viudas blancas (1937) y Madrid recobrado (1939).

Prefiero no adentrarme en el caso de Tomás Borrás, otro supuesto autor festivo y simpático que no lo fue durante aquellos meses. El problema no es la vengativa violencia que destila su obra Chekas de Madrid (1939), que convendría analizar en relación con unos autores dispuestos a respaldar la más radical represión. Lo peor fue su falsificación de unos textos utilizados para justificar la acción de los militares golpistas. Comprendemos que, pasado algún tiempo, guardara silencio sobre algunas de sus hazañas bélicas.

La mayoría de los humoristas, en definitiva, fueron a la guerra y participaron con un grado de violencia equiparable al del resto de sus colegas. También la sufrieron, como le sucedió al asesinado Pedro Muñoz Seca, protagonista involuntario de uno de los episodios crueles del bando republicano. En algunos casos, como el de Edgar Neville, esa participación se produjo porque les iba en ello su propia seguridad. En otros por un resentimiento poco disimulado en el que no cayeron algunos de sus mayores, como Carlos Arniches. El anciano autor de El Padre Pitillo (1937) guardó un equilibrio que le resultó conflictivo tras su vuelta a España para morir en la más absoluta tristeza7. Nada del mismo encontramos en las obras de unos humoristas que, por supuesto, también estaban convencidos de haber emprendido una cruzada contra milicianas desgreñadas, «marimachos» como «la Nelken» y la Pasionaria, feos de dudosa orientación sexual como Azaña y otros asesinos que acataron los designios de Moscú. Sus textos formaron parte de una jauría mediática que, en algunos casos, se prolongó más allá de la guerra. Habría que analizarla con detenimiento para hablar de la represión a principios de la etapa franquista. Sin necesidad de aludirla, dicha jauría contribuyó a crear un clima que la justificaba.

Miguel Mihura fue uno de los pocos que se salvaron de escribir numerosos textos propagandísticos y violentos. Algunos colegas del ámbito del humor, como Samuel Ros, lo consiguieron por encontrarse recluidos en embajadas, exiliados o en condiciones que no les permitían publicar. No era su caso. Desde febrero de 1937, vivía en San Sebastián, según su confesión, como «un duque» y contaba con unos excelentes medios para realizar su labor. Lo hizo, pero con habilidad para no ceder más allá de lo necesario y soportar algunas presiones.

Así le vemos colaborar en revistas falangistas como Vértice e Y sin renunciar a la coherencia con su sentido del humor. No era fácil. Los redactores de la primera recibieron críticas por su frivolidad y falta de compromiso con «la Causa». Sus detractores podrían haber utilizado el ejemplo de Miguel Mihura, más frívolo y despreocupado que el resto de sus colegas. Vértice, a diferencia de otras revistas de orientación doctrinal, pretendía aunar lo propagandístico con lo ameno en una publicación pensada para una retaguardia convencida de la victoria y que aspiraba a una cierta normalidad.

En cuanto a Y, una revista de la Sección Femenina que no disimulaba sus simpatías por los nazis, resultaba difícil colaborar sin contagiarse de un entusiasmo propio de señoritas de camisa azul. Miguel Mihura las admiraba porque estaban encabezadas por hijas de distinguidas familias. Respondían a su tipo ideal de mujer: activa, con iniciativa y toques de modernidad, pero en lo sustancial subordinada al hombre. Supo esquivar, no obstante, derivas que con el tiempo le habrían resultado enojosas. Otros como Edgar Neville y Enrique Jardiel Poncela no lo hicieron así. El primero llegó al más desagradable ataque personal en un artículo dedicado a Margarita Nelken, mientras que su colega, a menudo avinagrado, extendía el insulto a todas las mujeres republicanas en un texto que no debe confundirse con su habitual misoginia8. La mayoría de quienes han analizado sus trayectorias han contribuido con su silencio o ignorancia a que quedara oculta una revista que, si fuera más consultada, también alteraría la imagen de otros destacados autores que compartieron páginas con encendidos elogios a la figura de Hitler. Eso sí, mezclados con consultorios de belleza, moda y hogar.

Miguel Mihura, al frente de La Ametralladora, consiguió que la revista se situara en una línea coherente con antecedentes como Gutiérrez y preparara el camino de La Codorniz. No porque estuviera al margen de la guerra, sino porque impuso un criterio de actuación donde el humor conservaba una relativa independencia. Nunca dejó de ser una revista para los combatientes que combinaba la propaganda con la burla del enemigo, pero conservó una sonrisa ingeniosa gracias a su director.

Hábil en la negociación de todo tipo de contratos, Miguel Mihura consiguió que no le obligaran a residir en Burgos o Salamanca. No fue un detalle menor. En aquel San Sebastián tan singular, convertido por entonces en una capital cultural donde no era agobiante la presencia de uniformes y sotanas, se puso al frente de una redacción con un ambiente propio de un grupo de amigos. Se lo pasaron bien, recuperaron su afición a las tertulias e imaginaron que, como dijera Agustín de Foxá alegando la autoridad de José Antonio, el Ausente, estaban luchando por «una España alegre y faldicorta»9. Ya tendrían oportunidad de añadir centímetros a una prenda que tanto les interesó, pero durante aquellos meses conservaron un espíritu que se trasluce en la revista. Sin olvidar las limitaciones y, por supuesto, con la conciencia de que había dos bandos enfrentados e irreconciliables. Con el propio no se admitían bromas, por muy absurdas e ingenuas que resultaran, mientras que los republicanos se transformaban en ridículos revolucionarios. Se subrayaba así su ignorancia, grosería y vulgaridad en una caricatura que, sin ser violenta, tampoco era misericorde. Los redactores de La Ametralladora nunca olvidaron que estaban en guerra, aunque fueran soldados tan singulares como Miguel Mihura, Tono o Edgar Neville.

Publicar deja huellas. Algunas, pasado el tiempo, resultan molestas porque no se borran con facilidad. Siempre reaparecen en un archivo o una biblioteca y, en contra de la voluntad del autor, al final alguien las saca a relucir. Estoy convencido de que los humoristas del 27 habrían preferido que desaparecieran varias de sus publicaciones del período de guerra. No todas, pues Edgar Neville reeditó sus relatos, recopilados en Frente de Madrid (1941) y otros volúmenes posteriores hasta poco antes de su fallecimiento en 1967. Su testamento cinematográfico, Mi calle (1960), todavía mantiene lo fundamental de su postura en torno a la guerra civil. Apenas había evolucionado. Tono, sin embargo, pasado el rigor de la primera postguerra habría expurgado algunas de sus «tonerías». Al menos, no las continuó en una línea alejada de su ingenuo humor. Enrique Jardiel Poncela, si hubiera sobrevivido a la divulgación del holocausto judío, habría olvidado El naufragio del Mistinguett (1939), un alegato antisemita que todavía estremece más por la fecha de su publicación. Y Miguel Mihura jamás habría incluido en sus obras completas un folleto como María de la Oz (1939), escrito en colaboración con Tono durante su estancia en San Sebastián10.

Estas publicaciones no añaden nada a su gloria literaria, concepto que por aquel entonces, incluso mucho después, les tenía sin cuidado. Su objetivo era otro. Les fueron útiles, ya que evidenciaban una toma de postura acorde con el bando vencedor. También es cierto que entraban en contradicción con su línea humorística y con la imagen de sí mismos que, con tanto acierto, moldearon durante el franquismo. Aquellos autores que se reunían cada atardecer en la barra de Chicote, listos para ir a cenar, ver una representación teatral y terminar la noche en La Arrumbambaya o alguno de los locales de moda, pronto olvidarían los rigores de la guerra. Vivían en un círculo tan ingenioso y brillante como hermético. Eran felices; a su manera, que no coincidía con la de otros vencedores. Por eso mismo, preferían olvidar algunos episodios. No por una evolución ideológica que nunca se dio. Tampoco por una reconsideración de su papel en el pasado. La razón era más sencilla: había que olvidar para mantener intacta la imagen de sí mismos que, sin voluntad impositiva, cultivaron con acierto e independencia durante muchos años.

Puestos a borrar, Miguel Mihura es el menos necesitado de gomas o tijeras. María de la Oz es un folleto de circunstancias, como su propio título evidencia cuando lo ponemos en relación con la portada original, donde se ve a una miliciana poco agraciada que sonríe fusil en mano. El juego de palabras a partir de una popular canción de la época no es el único recurso cómico que, en otro momento, Miguel Mihura habría rechazado. Tono no fue demasiado exigente en sus posteriores parodias teatrales, pero su amigo mantenía un criterio más estricto. En sus últimas comedias cedió un tanto, aunque sin caer en lo facilón de unas burlas tan personalizadas.

Un ejemplo de la excepción que supone este folleto en su trayectoria lo encontramos en las referencias a La Pasionaria que, junto con «la Nelken», fue objetivo preferente de aquellos humoristas. Según Tono y Miguel Mihura, la primera, «en realidad, no era la Pasionaria. Era un señor de luto, con barba y bigote, que ganaba tres duros diarios por hacer el papel de la Pasionaria. El señor de luto nació en Asturias, y su madre, que era viuda de dos mineros, se pasaba todo el día tocando la gaita en el balcón de su casa» (p. 934). La gaita, un instrumento que consideraban cursi y plomizo, reaparecería en Ninette y un señor de Murcia (1964) asociada a otro republicano, un asturiano cuyo radicalismo se cifraba en el enfrentamiento entre «fabadistas» y «cocidistas». Otras muchas gaitas padecerían los autores del folleto en los tiempos de coros y danzas de la Sección Femenina, pero su burlón humor nunca dejó de ser unidireccional. Remachan la descalificación de la líder comunista afirmando que «todavía estaba sirviendo en Madrid, en casa del embajador ruso», por lo que no la dejaban salir más que los domingos. Un comentario burdo que nos recuerda el degradante «número de la bandera» que deben interpretar los protagonistas de ¡Ay, Carmela! (1986). El problema es que José Sanchis Sinisterra utilizó otros modelos, a los que por desgracia se acercaron en esta ocasión Miguel Mihura y Tono.

Podemos entender las descalificaciones de personajes políticos como La Pasionaria por encontrarse en las antípodas del circunstancial falangismo de los autores de María de la Oz. Otros correligionarios suyos fueron más violentos en este sentido. Los mismos también incluyeron a Manuel Azaña entre sus objetivos, sin ahorrarse comentarios sobre su fealdad, sus verrugas con pelos o su orientación sexual. Una recopilación de algunas descripciones de quien fuera presidente de la República, publicadas por aquel entonces, permitiría elaborar un grotesco retrato robot. Algo anticuado también, pues a menudo se recurrió a técnicas de los folletines decimonónicos. No era el estilo de Miguel Mihura y Tono. Sin embargo, en su citado folleto incluyeron una desagradable e injusta burla de Manuel Azaña y Cipriano Rivas Cherif. Al primero lo presentan como el autor de una obra titulada Las jamonas. El rechazo del público cuando se estrena le convierte en un revolucionario, por despecho y siempre acompañado por su cuñado. No creo menester comentar semejante insulto a la inteligencia. Supongo que los propios autores se darían cuenta de su desafortunada actuación una vez pasado el ardor guerrero, que les llevó a lanzar una pedrada contra una personalidad que mantuvo una relación de amistad con el círculo literario donde se movían los humoristas del 27. El propio Edgar Neville era militante de Izquierda Republicana y, entre 1934 y 1935, en compañía de Antonio Robles defendió a un político al que se pretendió inculpar por los sucesos revolucionarios de Asturias. Cuando fue depurado renegó de su pasado alegando rocambolescas justificaciones de su militancia, pero en sus relatos propagandísticos nunca incluyó a sus antiguos correligionarios entre los objetivos de sus dardos. Miguel Mihura y Tono no respetaron este límite y se inventaron Las jamonas. El paso del tiempo es cruel. Mientras Manuel Azaña dejaba algunos apreciables textos teatrales y su cuñado luchaba en el penal del Dueso para convertirlo en un espacio donde lo teatral recordara la libertad, los autores de María de la Oz, en especial Tono, acabaron firmando alguna obra que nos recuerda lo evocado por títulos ficticios como Las jamonas.

Miguel Mihura vivía como «un duque» en un San Sebastián bien abastecido de todo lo necesario. Supongo que Tono, tan parco a la hora de hablar de sí mismo, se encontraría en parecida situación, pues su nombre figura en distintas iniciativas propagandísticas de los sublevados. Desde esa atalaya se permiten burlas de las penosas circunstancias que padecían los madrileños. Las colas es un motivo recurrente en La Ametralladora y también aparece en María de la Oz: «Todos se daban cuenta de la importancia que tienen las colas para que las revoluciones salgan bonitas y las fomentaban con entusiasmo» (p. 911). La sensibilidad social nunca fue un rasgo de estos autores. Tal vez creyeran descalificar las revoluciones mediante este elemental recurso humorístico, pero en realidad estaban hablando del hambre y la miseria de quienes padecían un prolongado asedio. Su humor es, por lo tanto, cruel e insensible, contrario a los principios que ellos mismos defendieron para reivindicar la renovación que en este campo protagonizaron11.

Los textos propagandísticos a menudo son frutos de la imposición, de unas circunstancias que fuerzan la voluntad de los autores. No siempre, porque también dejan entrever la personalidad de los mismos, a veces liberada de coacciones relacionadas con el pudor, el respeto, lo correcto o con el simple deseo de evitar aquello que pudiera herir la sensibilidad del lector. Un ejemplo lo tenemos en María de la Oz, donde los autores se expresan dejando entrever en algunos detalles su mentalidad de señoritos de la época. Como tales estarían alarmados ante la ola de igualitarismo provocada por el Frente Popular, que les habría tal vez obligado a variar algunas pautas de su comportamiento. Pronto tomaron cumplida venganza en un folleto donde se admite que, en el Madrid de la guerra, se podía ir al cine, «pero era necesario no dar nunca la sensación de ser un señorito ni un espectador, para no vejar a los empleados» (p. 932). Los espectadores, una vez comprada la entrada, debían entablar conversación con la taquillera para interesarse por su familia y, por supuesto, hacer lo mismo con la mujer de los servicios, estando dispuestos a llevarse las agujas para sentarse a tricotar con ella. La exagerada situación nos provoca una sonrisa, pero también evidencia la incomodidad de unos señoritos tan alejados de las taquilleras y las mujeres de los servicios. Ellas nunca leerían La Ametralladora ni, después, La Codorniz. A lo sumo, consumirían folletines, El Caso y seriales radiofónicos. Aquellos señoritos respirarían aliviados cuando, a su vuelta a Madrid, pudieran acudir al cine sin entablar conversaciones tan engorrosas.

Al repasar las biografías de los humoristas del 27 percibimos la importancia que le concedieron al dinero. Nunca pretendieron aparentar una anacrónica bohemia y, a menudo, orientaron su creación en función de las posibilidades económicas de los diferentes medios (cine, teatro, prensa...). Fueron sinceros en este sentido, con una conciencia de su profesionalidad que también podemos considerar un rasgo de modernidad. Esta evidencia, sin embargo, no debiera ocultar su pasión crematística, que les llevó a comportamientos alejados de la imagen frívola o despreocupada que de sí mismos transmitieron. Algunas cartas personales, sobre todo las de Enrique Jardiel Poncela, son demoledoras en este sentido.

Nunca disimularon su pasión por los coches, que por entonces constituían un signo de ostentación. Miguel Mihura no llegó a los extremos de Edgar Neville, entre otras razones porque tenía menos dinero que el Conde de Berlanga. Le habría gustado ser conocido en Madrid por sus espectaculares vehículos, capaces de deslumbrar a Ortega y Gasset, aunque don José extendía su admiración a las bellas criaturas que en los mismos acompañaban a Edgar Neville. En los años cincuenta, también le habría gustado ir a Zamora en un descapotable y con la amante al lado para asistir a una representación de sus obras, sobre todo si el colofón era un episodio codornicesco como el relatado por Miguel Gila y Antonio Ozores en sus memorias12. Miguel Mihura tampoco habría tenido inconveniente en pintar sus coches de azul pálido o blanco, cuando todos eran negros. Lo de su aristócrata amigo siempre fue más espectacular y caro, pero también le gustaba salir de noche con su vehículo, aparcarlo donde quisiera para tomar unas copas y acabar circulando por las desiertas calles en un coche que tanto le distinguiría en los años de la cartilla de racionamiento.

Desde esa perspectiva, comprendemos mejor que Tono y Miguel Mihura no admitieran que unos supuestos nuevos ricos disfrutaran del privilegio que suponía el coche. Y, si lo llegaban a tener, por supuesto que no sabrían qué hacer con él. Este grupo de humoristas, durante la guerra, se burló de las ansias de los políticos republicanos por aparentar. Se presentó a Manuel Azaña como un nuevo rey, a sus ministros con deseos de establecer una corte que sustituyera a la aristocrática y a los revolucionarios como unos envidiosos, incapaces de disfrutar de aquellos bienes que habían anhelado. Así, por ejemplo, Tono y Miguel Mihura nos dicen que «Los comunistas habían robado tanto dinero y eran tan ricos, que usaban los automóviles una sola vez. Después de usados los tiraban como se tiran las colillas» (María de la Oz, p. 930). Más que absurdo, es un comentario gratuito. No creo que pensaran en ningún hecho o comportamiento concreto, aunque tampoco cabe descartarlo. Si lo escribieron así, como si se tratara de algo generalizado, tal vez sea porque su invectiva les llevaba a descalificar lo que, quitado lo caricaturesco, ellos serían capaces de hacer como signo de ostentación. La diferencia es que habían perdido ese privilegio tan exclusivo. Otros, los que se situaban en el bando de enfrente, también se subieron a los coches y, claro está, no sabían utilizarlos.

Leer textos propagandísticos publicados durante la guerra resulta penoso. Intentar adentrarse en los razonamientos que los orientan nos lleva a campos todavía más lamentables. Y el resultado, por obvio, apenas aporta algo significativo. María de la Oz es un folleto que, una vez consultado, conviene olvidar. Hasta cierto punto, pues ese olvido nunca se debe extender a la evidencia de que los humoristas también se involucraron en la guerra. Con todas sus consecuencias, que fueron lo desagradables que cabía esperar en un enfrentamiento fratricida donde apenas quedó margen para el respeto al contrario, la búsqueda de caminos de paz y la reconciliación.

Nada en ese sentido hemos encontrado en las creaciones de los humoristas del 27. Ni siquiera en textos que resultaron polémicos, como Frente de Madrid, de Edgar Neville, al que se le ha atribuido un improbable espíritu de reconciliación nacional ya manifestado en 1939. Conviene no confundir el deseo con la realidad de los textos y las películas, la simpatía que sentimos por algunas figuras con el significado de sus obras. Remito a mi citado libro sobre este autor para detallar lo inadecuado de unas voluntaristas interpretaciones, acompañadas a veces de silencios no menos voluntarios. Ahora, tal vez, baste con subrayar la necesidad de conocer las trayectorias de estos creadores con sus contradicciones y claroscuros, sin esquivar episodios penosos en donde se comportaron como tantos otros. Haber permanecido coherentes con su sentido del humor habría sido una tarea propia de héroes. Ellos, es obvio, nunca tuvieron una vocación heroica. Nadie puede echárselo en cara.

¿Se le habría ocurrido lo del chorrito a un autor amargado? Creo, sinceramente, que no. Tal vez algunos rasgos de ingenio y humor requieran la felicidad de un individuo como Miguel Mihura, que fue a la guerra, pagó su derecho a ser vencedor y disfrutó de un envidiable bienestar en aquella larga postguerra. Tuvo suerte, le pidieron poco y no dudó en darlo guardándose de mostrar adhesiones de manera ostensible. Después vino un olvido13 que compartió con tantos otros y una vuelta de página repleta de guiones, diálogos y comedias. Conviene recrearse en sus mejores títulos, pero sin olvidar que todos fueron posibles porque Miguel Mihura fue a la guerra, aunque poco.





 
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