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Del arte exquisito para conservar la ropa no hablemos. Nadie como él sabía encontrar en excéntricos portales sastres económicos, que por poquísimo dinero volvían una pieza; nadie como él sabía tratar con mimo las prendas de uso perenne para que desafiaran los años, conservándose en los puros hilos; nadie como él sabía emplear la bencina para limpieza de mugres, planchar arrugas con la mano, estirar lo encogido y enmendar rodilleras. Lo que le duraba un sombrero de copa no es para dicho. Para averiguarlo no valdría compulsar todas las cronologías de la moda, pues a fuerza de ser antigua la del chisterómetro que usaba, casi era moderna, y a esta ilusión contribuía el engaño de aquella felpa, tan bien alisada con amorosos cuidados maternales. Las demás prendas de ropa, si al sombrero igualaban en longevidad, no podían emular con él en el disimulo de años de servicio, porque con tantas vueltas y transformaciones, y tantos recorridos de aguja y pases de plancha, ya no eran sino sombra de —146→ lo que fueron. Un gabancillo de verano, clarucho, usaba D. Frasquito en todo tiempo: era su prenda menos inveterada, y le servía para ocultar, cerrado hasta el cuello, todo lo demás que llevaba, menos la mitad de los pantalones. Lo que se escondía debajo de la tal prenda, sólo Dios y Ponte lo sabían.

Persona más inofensiva no creo haya existido nunca; más inútil, tampoco. Que Ponte no había servido nunca para nada, lo atestiguaba su miseria, imposible de disimular en aquel triste occidente de su vida. Había heredado una regular fortunilla, desempeñó algunos destinos buenos, y no tuvo atenciones ni cargas de familia, pues se petrificó en el celibato, primero por adoración de sí mismo, después por haber perdido el tiempo buscando con demasiado escrúpulo y criterio muy rígido un matrimonio de conveniencia, que no encontró, ni encontrar podía, con las gollerías y perendengues que deseaba. En la época en que aún no existía la palabra cursi, Ponte Delgado consagró su vida a la sociedad, vistiendo con afectada elegancia, frecuentando, no diré los salones, porque entonces poco se usaba esta denominación, sino algunos estrados de casas buenas y distinguidas. Los verdaderos salones eran pocos, y Frasquito, por más que en su vejez hacía gala de haber entrado en ellos, la verdad era que ni —147→ por el forro los conocía. En las tertulias que frecuentaba y bailes a que asistía, así como en los casinos y centros de reunión masculina, no digamos que desentonaba; pero tampoco se distinguía por su ingenio, ni por esa hidalga mezcla de corrección y desgaire que constituye la elegancia verdadera. Muy estiradito siempre, eso sí; muy atento a sus guantes, a su corbata, a su pie pequeño, resultaba grato a las damas, sin interesar a ninguna; tolerable para los hombres, algunos de los cuales verdaderamente le estimaban.

Sólo en nuestra sociedad heterogénea, libre de escrúpulos y distinciones, se da el caso de que un hidalguete, poseedor de cuatro terruños, o un empleadillo de mediano sueldo, se confundan con marqueses y condes de sangre azul, o con los próceres del dinero, en los centros de falsa elegancia; que se junten y alternen los que explotan la vida suntuaria por sus negocios, o sus vanidades, o bien por audaces amoríos, y los que van a bailar y a comer y departir con las señoras, sin más objeto que procurarse recomendaciones para un ascenso, o el favor de un jefe para faltar impunemente a las horas de oficinas. No digo esto por Frasquito Ponte, el cual era algo más que un pelagatos fino en los tiempos de su apogeo social. Su decadencia no empezó a manifestarse —148→ de un modo notorio hasta el 59; se defendió heroicamente hasta el 68, y al llegar este año, marcado en la tabla de su destino con trazo muy negro, desplomose el desdichado galán en los abismos de la miseria, para no levantarse más. Años antes se había comido los últimos restos de su fortuna. El destino que con grandes fatigas pudo conseguir de González Bravo, se lo quitó despiadadamente la revolución; no gozaba cesantía, no había sabido ahorrar. Quedose el cuitado sin más rentas que el día y la noche, y la compasión de algunos buenos amigos que le sentaban a su mesa. Pero los buenos amigos se murieron o se cansaron, y los parientes no se mostraban compasivos. Pasó hambres, desnudeces, privaciones de todo lo que había sido su mayor gusto, y en tan tremenda crisis, su delicadeza innata y su amor propio fueron como piedra atada al cuello para que más pronto se hundiera y se ahogara: no era hombre capaz de importunar a los amigos con solicitudes de dinero, vulgo sablazos, y sólo en contadísimas ocasiones, verdaderos casos críticos o de peligro de muerte, en la lucha con la miseria, se aventuró a extender la mano en demanda de auxilio, revistiéndola, eso sí, para guardar las formas, de un guante, que aunque descosido y roto, guante era al fin. Antes se muriera de hambre Frasquito, que hacer cosa —149→ alguna sin dignidad. Se dio el caso de entrar disfrazado en el figón de Boto, a comer dos reales de cocido, antes que presentarse en una buena casa, donde si le admitían con agasajo, también lastimaban con crueles bromas su decoro, refregándole en el rostro su gorronería y parasitismo.

Con angustioso afán buscaba el infeliz medios de existencia, aunque fueran de los menos lucrativos; pero la cortedad de sus talentos dificultaba más lo que en todos los casos es difícil. Tanto revolvió, que al fin pudo encontrar algunos empleíllos, indignos ciertamente de su anterior posición, pero que le permitieron vivir algún tiempo sin rebajarse. Su miseria, al cabo, podía decorarse con un barniz de dignidad. Recibir un corto auxilio pecuniario como pasante de un colegio, o como escribiente de unos boteros de la calle de Segovia, para llevarles las cuentas y ponerles las cartas, era limosna ciertamente, pero tan bien disimulada, que no había desdoro en recibirla. Arrastró vida mísera durante algunos años, solitario habitante de los barrios del Sur, sin atreverse a pasar a los del Centro y Norte, por miedo de encontrar conocimientos que le vieran mal calzado y peor vestido; y habiendo perdido aquellos acomodos, buscó otros, aceptando al fin, no sin escrúpulos y crispaduras de nervios, el cargo de comisionista —150→ o viajante de una fábrica de jabón, para ir de tienda en tienda y de casa en casa ofreciendo el género, y colocando las partidas que pudiera. Mas tan poca labia y malicia el pobrecillo desplegaba en este oficio chalanesco, que pronto hubo de quedarse en la calle. Últimamente le deparó el cielo unas señoras viejas de la Costanilla de San Andrés, para que les llevara las cuentas de un resto de comercio de cerería, que liquidaban, cediendo en pequeñas partidas las existencias a las parroquias y congregaciones. Escaso era el trabajo; mas por él le daban tan sólo dos pesetas diarias, con las cuales realizaba el milagro de vivir, agenciándose comida y lecho, y no se dice casa, porque en realidad no la tenía.

Ya desde el 80, que fue el año terrible para el sin ventura Frasquito, se determinó a no tener domicilio, y después de unos días de horrorosa crisis en que pudo compararse al caracol, por el aquel de llevar su casa consigo, entendiose con la señá Bernarda, la dueña de los dormitorios de la calle del Mediodía Grande, mujer muy dispuesta y que sabía distinguir. Por tres reales le daba cama de a peseta, y en obsequio a la excepcional decencia del parroquiano, por sólo un real de añadidura le dejaba tener su baúl en un cuartucho interior, donde, además, le permitía estar una hora todas las mañanas —151→ arreglándose la ropa, y acicalándose con sus lavatorios, cosméticos y manos de tinte. Entraba como un cadáver, y salía desconocido, limpio, oloroso y reluciente de hermosura.

La restante peseta la empleaba en comer y en vestirse... ¡Problema inmenso, álgebra imposible! Con todos sus apuros, aquella temporada le dio relativo descanso, porque no sufría la humillación de pedir socorro, y malo o bueno, tuerto o derecho, tenía el hombre un medio de vivir, y vivía y respiraba, y aún le sobraba tiempo para dar algunas volteretas por los espacios imaginarios. Su honesto trato con Obdulia, que vino del conocimiento con Doña Paca y de las relaciones comerciales de las viejas cereras con el funerario, suegro de la niña, si llevó al espíritu de Ponte el consuelo de la concordancia de ideas, gustos y aficiones, le puso en el grave compromiso de desatender las necesidades de boca para comprarse unas botas nuevas, pues las que por entonces prestaban servicio exclusivo hallábanse horrorosamente desfiguradas, y por todo pasaba el menesteroso, menos por entrar con feo pie en las regiones de lo ideal.

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Con el espantoso desequilibrio que trajeron al menguado presupuesto, las botas nuevas y otros artículos de verdadera superfluidad, como pomada, tarjetas, etc., en los cuales fue preciso invertir sumas de relativa consideración, se quedó Frasquito enteramente vacío de barriga y sin saber dónde ni cómo había que llenarla. Pero la Providencia, que no abandona a los buenos, le deparó su remedio en la casa misma de Obdulia, que le mataba el hambre algunos días, rogándole que la acompañase a almorzar; y por cierto que tenía que gastar no poca saliva para reducirle, y vencer su delicadeza y cortedad. Benina, que le leía en el rostro la inanición, gastaba menos etiquetas que su señorita, y le servía con brusquedad, riéndose de los melindres y repulgos con que daba delicada forma a la aceptación.

Aquel día, que tan siniestro se presentaba, y que la aparición de Benina trocó en uno de los más dichosos, Obdulia y Frasquito, en cuanto comprendieron que estaba resuelto el problema —153→ de la reparación orgánica, se lanzaron a cien mil leguas de la realidad, para espaciar sus almas en el rosado ambiente de los bienes fingidos. Las ideas de Ponte eran muy limitadas: las que pudo adquirir en los veinte años de su apogeo social se petrificaron, y ni en ellas hubo modificación, ni las adquirió nuevas. La miseria le apartó de sus antiguas amistades y relaciones, y así como su cuerpo se momificaba, su pensamiento se iba quedando fósil. En su manera de pensar, no había rebasado las líneas del 68 y 70. Ignoraba cosas que sabe todo el mundo; parecía hombre caído de un nido o de las nubes; juzgaba de sucesos y personas con candorosa inocencia. La vergüenza de su aflictivo estado y el retraimiento consiguiente, no tenían poca parte en su atraso mental y en la pobreza de sus pensamientos.

Por miedo a que le viesen hecho una facha, se pasaba semanas y aun meses sin salir de sus barrios; y como no tuviera necesidad imperiosa que al centro le llamase, no pasaba de la Plaza Mayor. Le azaraba continuamente la monomanía centrífuga; prefería para sus divagaciones las calles obscuras y extraviadas, donde rara vez se ve un sombrero de copa. En tales sitios, y disfrutando de sosiego, tiempo sin tasa y soledad, su poder imaginativo hacía revivir los tiempos felices, o creaba en los presentes seres —154→ y cosas al gusto y medida del mísero soñador.

En sus coloquios con Obdulia, Frasquito no cesaba de referirle su vida social y elegante de otros tiempos, con interesantes pormenores: cómo fue presentado en las tertulias de los señores de Tal, o de la Marquesa de Cuál; qué personas distinguidas allí conoció, y cuáles eran sus caracteres, costumbres y modos de vestir. Enumeraba las casas suntuosas donde había pasado horas felices, conociendo lo mejorcito de Madrid en ambos sexos, y recreándose con amenos coloquios y pasatiempos muy bonitos. Cuando la conversación recaía en cosas de arte, Ponte, que deliraba por la música y por el Real, tarareaba trozos de Norma y de Maria di Rohan, que Obdulia escuchaba con éxtasis. Otras veces, lanzándose a la poesía, recitábale versos de D. Gregorio Romero Larrañaga y de otros vates de aquellos tiempos bobos. La radical ignorancia de la joven era terreno propio para estos ensayos de literaria educación, pues en todo hallaba novedad, todo le causaba el embeleso que sentiría una criatura al ver juguetes por primera vez.

No se saciaba nunca la niña (a quien es forzoso llamar así, a pesar de ser casada, con su aborto correspondiente) de adquirir informes y noticias de la vida de sociedad, pues aunque algunos conocimientos de ello tuviera, por recuerdos —155→ vagos de su infancia, y por lo que su madre le había contado, hallaba en las descripciones y pinturas de Ponte mayor encanto y poesía. Sin duda, la sociedad del tiempo de Frasquito era más bella que la coetánea, más finos los hombres, las señoras más graciosas y espirituales. A ruego de ella, el elegante fósil describía los convites, los bailes, con todas sus magnificencias; el buffet o ambigú, con sus variados manjares y refrigerios; contaba las aventuras amorosas que en su tiempo dieron que hablar; enumeraba las reglas de buena educación que entonces, hasta en los ínfimos detalles de la vida suntuaria, estaba en uso, y hacía el panegírico de las bellezas que en su tiempo brillaron, y ya se habían muerto o eran arrinconados vejestorios. No se dejó en el tintero sus propias aventurillas, o más bien pinitos amorosos, ni los disgustos que por tales excesos tuvo con maridos escamones o hermanos susceptibles. De las resultas, había tenido también su duelo correspondiente, ¡vaya! con padrinos, condiciones, elección de armas, dimes y diretes, y, por fin, choque de sables, terminando todo en fraternal almuerzo. Un día tras otro, fue contando las varias peripecias de su vida social, la cual contenía todas las variedades del libertinaje candoroso, de la elegancia pobre y de la tontería honrada. Era también Frasquito —156→ un excelente aficionado al arte escénico, y representó en distintos teatros caseros papeles principales en Flor de un díay La trenza de sus cabellos. Aún recordaba parlamento y bocadillos de ambas obras, que repetía con énfasis declamatorio, y que Obdulia oía con arrobamiento,arrasados los ojos en lágrimas, dicho sea con frase de la época. Refirió también, y para ello tuvo que emplear dos sesiones y media, el baile de trajes que dio, allá por los años de Maricastaña, una señora Marquesa o Baronesa de No sé cuántos. No olvidaría Frasquito, si mil años viviese, aquella grandiosa fiesta, a la que asistió de bandido calabrés. Y se acordaba de todos, absolutamente de todos los trajes, y los describía y especificaba, sin olvidar cintajo ni galón. Por cierto que los preparativos de su vestimenta, y los pasos que tuvo que dar para procurarse las prendas características, le robaron tanto tiempo día y noche, que faltó semanas enteras a la oficina, y de aquí le vino la primera cesantía, y con la cesantía sus primeros atrasos.

Aunque en muy pequeña escala, también podía Frasquito satisfacer otra curiosidad de Obdulia: la curiosidad, o más bien ilusión, de los viajes. No había dado la vuelta al mundo; pero ¡había estado en París! y para un elegante, esto quizás bastaba. ¡París! ¿Y cómo era París? —157→ Obdulia devoraba con los ojos al narrador, cuando este refería con hiperbólicos arranques las maravillas de la gran ciudad, nada menos que en los esplendorosos tiempos del segundo Imperio. ¡Ah! ¡la Emperatriz Eugenia, los Campos Elíseos, los bulevares, Nôtre Dame, Palais Royal... y para que en la descripción entrara todo, Mabille, las loretas!... Ponte no estuvo más que mes y medio, viviendo con grande economía, y aprovechando muy bien el tiempo, día y noche, para que no se le quedara nada por ver. En aquellos cuarenta y cinco días de libertad parisiense, gozó lo indecible, y se trajo a Madrid recuerdos e impresiones que contar para tres años seguidos. Todo lo vio, lo grande y lo chico, lo bello y lo raro; en todo metió su nariz chiquita, y no hay que decir que se permitió su poco de libertinaje, deseando conocer los encantos secretos y seductoras gracias que esclavizan a todos los pueblos, haciéndoles tributarios de la voluptuosa Lutecia.

Precisamente aquel día, mientras Benina con diligencia suma trasteaba en la cocina y comedor, Frasquito contaba a Obdulia cosas de París, y tan pronto, en su pintoresco relato, descendía a las alcantarillas, como se encaramaba en la torre del pozo artesiano de Grenelle.

-Muy cara ha de ser la vida en París -le —158→ dijo su amiga-. ¡Ah! Sr. de Ponte, eso no es para pobres.

-No, no lo crea usted. Sabiendo manejarse, se puede vivir como se quiera. Yo gastaba de cuatro a cinco napoleones diarios, y nada se me quedó por ver. Pronto aprendí las correspondencias de los ómnibus, y a los sitios más distantes iba por unos cuantos sus. Hay restauranes económicos, donde le sirven a usted por poco dinero buenos platos. Verdad es que en propinas, que allí llaman pour boire, se gasta más de la cuenta; pero créame usted, las da uno con gusto por verse tratado con tanta amabilidad. No oye usted más que pardon,pardon a todas horas.

-Pero entre las mil cosas que usted vio, Ponte, se olvida de lo mejor. ¿No vio usted a los grandes hombres?

-Le diré a usted. Como era verano, los grandes hombres se habían ido a tomar baños. Víctor Hugo, como usted sabe, estaba en la emigración.

-Y a Lamartine, ¿no le vio usted?

-En aquella época, ya el autor de Graziella había fallecido. Una tarde, los amigos que me acompañaban en mis paseos me enseñaron la casa de Thiers, el gran historiador, y también me llevaron al café donde, por invierno, solía ir a tomarse su copa de cerveza Paul de Kock.

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-¿El de las novelas para reír? Tiene gracia; pero sus indecencias y porquerías me fastidian.

También vi la zapatería donde le hacían las botas a Octavio Feuillet. Por cierto que allí me encargué unas, que me costaron seis napoleones... ¡pero qué hechura, qué género! Me duraron hasta el año de la muerte de Prim...

-Ese Octavio, ¿de qué es autor?

-De Sibila y otras obras lindísimas.

-No le conozco... Creo confundirle con Eugenio Sué, que escribió, si no recuerdo mal, los Pecados capitales y Nuestra Señora de París.

-Los Misterios de París, quiere usted decir.

-Eso... ¡Ay, me puse mala cuando leí esa obra, de la gran impresión que me produjo!

-Se identificaba usted con los personajes, y vivía la vida de ellos.

-Exactamente. Lo mismo me ha pasado con María o la hija de un jornalero...».

En esto les avisó Benina que ya tenía preparada la pitanza, y les faltó tiempo para caer sobre ella y hacer los debidos honores a la tortilla de escabeche y a las chuletas con patatas fritas. Dueño de su voluntad en todo acto que requiriese finura y buenas formas, Ponte se las compuso admirablemente con sus nervios para no dar a conocer la ferocidad de su hambre atrasada. Con bondadosa confianza, Benina le —160→ decía: «Coma, coma, Sr. de Ponte, que aunque esta no es comida fina, como las que a usted le dan en otras casas, no le viene mal ahora... Los tiempos están malos. Hay que apencar con todo...

-Señora Nina -replicaba el proto-cursi-, yo aseguro, bajo mi palabra de honor, que es usted un ángel; yo me inclino a creerque en el cuerpo de usted se ha encarnado un ser benéfico y misterioso, un ser que es mera personificación de la Providencia, según la entendían y entienden los pueblos antiguos y modernos.

-¡Válgate Dios lo que sabe, y qué tonterías tan saladas dice!».

Con la reparadora substancia del almuerzo, los cuerpos parecía que resucitaban, y los espíritus fortalecidos levantaron el vuelo a las más altas regiones. Instalados otra vez en el gabinete, Ponte Delgado contó las delicias de los veranos de Madrid en su tiempo. En el Prado se reunía toda la nata y flor. Los pudientes iban de estación a la Granja. Él había visitado más —161→ de una vez el Real Sitio, y había visto correr las fuentes.

«¡Y yo que no he visto nada, nada! -exclamaba Obdulia con tristeza, poniendo en sus bellos ojos un desconsuelo infantil-. Crea usted, amigo Ponte, que ya me habría vuelto tonta de remate, si Dios no me hubiera dado la facultad de figurarme las cosas que no he visto nunca. No puede usted imaginar cuánto me gustan las flores: me muero por ellas. En su tiempo, mamá me dejaba tener tiestos en el balcón: después me los quitaron, porque un día regué tanto, que subió el policía y nos echaron multa. Siempre que paso por un jardín, me quedo embobada mirándolo. ¡Cuánto me gustaría ver los de Valencia, los de la Granja, los de Andalucía!... Aquí apenas hay flores, y las que vemos vienen por ferrocarril, y llegan mustias. Mi deseo es admirarlas en la planta. Dicen que hay tantísimas clases de rosas: yo quiero verlas, Ponte; yo quiero aspirar su aroma. Se dan grandes y chicas, encarnadas y blancas, de muchas variedades. Quisiera ver una planta de jazmín grande, grande, que me diera sombra. ¡Y cómo me quedaría yo embelesada, viendo las mil florecillas caer sobre mis hombros, y prendérseme en el pelo!... Yo sueño con tener un magnífico jardín y una estufa... ¡Ay! esas estufas con plantas tropicales y flores rarísimas, —162→ quisiera verlas yo. Me las figuro; las estoy viendo... me muero de pena por no poder poseerlas.

-Yo he visto -dijo Ponte-, la de D. José Salamanca en sus buenos tiempos. Figúresela usted más grande que esta casa y la de al lado juntas. Figúrese usted palmeras y helechos de gran altura, y piñas de América con fruto. Me parece que la estoy viendo.

-Y yo también. Todo lo que usted me pinta, lo veo. A veces, soñando, soñando, y viendo cosas que no existen, es decir, que existen en otra parte, me pregunto yo: '¿Pero no podría suceder que algún día tuviera yo una casa magnífica, elegante, con salones, estufa... y que a mi mesa se sentaran los grandes hombres... y yo hablara con ellos y con ellos me instruyera?'.

-¿Por qué no ha de poder ser? Usted es muy joven, Obdulia, y tiene aún mucha vida por delante. Todo eso que usted ve en sueños, véalo como una realidad posible, probable. Dará usted comidas de veinte cubiertos, una vez por semana, los miércoles, los lunes... Le aconsejo a usted, como perro viejo en sociedad, que no ponga más de veinte cubiertos, y que invite para esos días gente muy escogida.

-¡Ah!... bien... lo mejor, la crema...

-Los demás días, seis cubiertos, los convidados —163→ íntimos y nada más; personas de alcurnia, ¿sabe? personas allegadas a usted y que le tengan cariño y respeto. Como es usted tan hermosa, tendrá adoradores... eso no lo podrá evitar... No dejará de verse en algún peligro, Obdulia. Yo le aconsejo que sea usted muy amable con todos, muy fina, muy cortés; pero en cuanto se propase alguno, revístase de dignidad, y vuélvase más fría que el mármol, y desdeñosa como una reina.

-Eso mismo he pensado yo, y lo pienso a todas horas. Estaré tan ocupada en divertirme, que no se me ocurrirá ninguna cosa mala. ¡Que gusto ir a todos los teatros, no perder ópera, ni concierto, ni función de drama o comedia, ni estreno, ni nada, Señor, nada! Todo lo he de ver y gozar... Pero crea usted una cosa, y se la digo con el corazón. En medio de todo ese barullo, yo gozaría extremadamente en repartir muchas limosnas; iría yo en busca de los pobres más desamparados, para socorrerles y... En fin, que yo no quiero que haya pobres... ¿Verdad, Frasquito, que no debe haberlos?

-Ciertamente, señora. Usted es un ángel, y con la varilla mágica de su bondad hará desaparecer todas las miserias.

-Ya se me figura que es verdad cuanto usted me dice. Yo soy así. Vea usted lo que me pasa: hace un rato hablábamos de flores; pues —164→ ya se me ha pegado a la nariz un olor riquísimo. Paréceme que estoy dentro de mi estufa, viendo tantos primores, y oliendo fragancias deliciosas. Y ahora, cuando hablábamos de socorrer la miseria, se me ocurrió decirle: 'Frasquito, tráigame una lista de los pobres que usted conozca, para empezar a distribuir limosnas'.

-La lista pronto se hace, señora mía -dijo Ponte contagiado del delirio imaginativo, y pensando que debía encabezar la propuesta con el nombre del primer menesteroso del mundo:Francisco Ponte Delgado.

-Pero habrá que esperar -añadió Obdulia, dándose de hocicos contra la realidad, para volver a saltar otra vez, cual pelota de goma, y remontarse a las alturas-. Y diga usted: en ese correr por Madrid buscando miserias que aliviar, me cansaré mucho, ¿verdad?

-¿Pero para qué quiere usted sus coches?... Digo, yo parto de la base de que usted tiene una gran posición.

-Me acompañará usted.

-Seguramente.

-¿Y le veré a usted paseando a caballo por la Castellana?

-No digo que no. Yo he sido regular jinete. No gobierno mal... Ya que hemos hablado de carruajes, le aconsejo a usted que no tenga cocheras... que se entienda con un alquilador. —165→ Los hay que sirven muy bien. Se quitará usted muchos quebraderos de cabeza.

-¿Y qué le parece a usted? -dijo Obdulia ya desbocada y sin freno-. Puesto que he de viajar, ¿a dónde debo ir primero, a Alemania o a Suiza?

-Lo primero a París...

-Es que yo me figuro que ya he visto a París... Eso es de clavo pasado... Ya estuve: quiero decir, ya estoy en que estuve, y que volveré, de paso para otro país.

-Los lagos de Suiza son linda cosa. No olvide usted las ascensiones a los Alpes para ver... los perros del Monte San Bernardo, los grandes témpanos de hielo, y otras maravillas de la Naturaleza.

-Allí me hartaré de una cosa que me gusta atrozmente: manteca de vacas bien fresca... Dígame, Ponte, con franqueza: ¿qué color cree usted que me sienta mejor, el rosa o el azul?

-Yo afirmo que a usted le sientan bien todos los colores del iris; mejor dicho: no es que este o el otro color hagan valer más o menos su belleza; es que su belleza tiene bastante poder para dar realce a cualquier color que se le aplique.

-Gracias... ¡Qué bien dicho!

-Yo, si usted me lo permite -manifestó el galán marchito, sintiendo el vértigo de las alturas-, —166→ haré la comparación de su figura de usted con la figura y rostro... ¿de quién creerá?... pues de la Emperatriz Eugenia, ese prototipo de elegancia, de hermosura, de distinción...

-¡Por Dios, Frasquito!

-No digo más que lo que siento. Esa mujer ideal no se me ha olvidado, desde que la vi en París, paseando en el Bois con el Emperador. La he visto mil veces después, cuando flaneo solito por esas calles soñando despierto, o cuando me entra el insomnio, encerrado las horas muertasen mis habitaciones. Paréceme que la estoy viendo ahora, que la veo siempre... Es una idea, es un... no sé qué. Yo soy un hombre que adora los ideales, que no vive sólo de la vil materia. Yo desprecio la vil materia, yo sé desprenderme del frágil barro...

-Entiendo, entiendo... Siga usted.

-Digo que en mi espíritu vive la imagen de aquella mujer... y la veo como un ser real, como un ente... no puedo explicarlo... como un ente, no figurado, sino tangible y...

-¡Oh! sí... lo comprendo. Lo mismo me pasa a mí.

-¿Con ella?

-No... con... no sé con quién».

Por un momento, creyó Frasquito que el ser ideal de Obdulia era el Emperador. Incitado a completar su pensamiento, prosiguió así:

—167→

«Pues, amiga mía, yo que conozco, que conozco, digo, a Eugenia de Guzmán, sostengo que usted es como ella, o que ella y usted son una misma persona.

-Yo no creo que pueda existir tal semejanza, Frasquito -replicó la niña, turbada, echando lumbre por los ojos.

-La fisonomía, las facciones, así de perfil como de frente, la expresión, el aire del cuerpo, la mirada, el gesto, los andares, todo, todo es lo mismo. Créame usted, yo no miento nunca.

-Puede ser que haya cierto parecido... -indicó Obdulia, ruborizándose hasta la raíz del cabello-. Pero no seremos iguales; eso no.

-Como dos gotas de agua. Y si se parecen ustedes en lo físico... -dijo Frasquito, echándose para atrás en el sillón y adoptando un tonillo de franca naturalidad-, no es menor el parecido en lo moral, en el aire de persona que ha nacido y vive en la más alta posición, en algo que revela la conciencia de una superioridad a la que todos rinden acatamiento. En suma, yo sé lo que me digo. Nunca veo tan clara la semejanza como cuando usted manda algo a la Benina: se me figura que veo a Su Majestad Imperial dando órdenes a sus chambelanes.

-¡Qué cosas!... Eso no puede ser, Ponte... no puede ser».

Entrole a la niña un reír nervioso, cuya estridencia —168→ y duración parecían anunciar un ataque epiléptico. Riose también Frasquito, y desbocándose luego por los espacios imaginativos, dio un bote formidable, que, traducido al lenguaje vulgar, es como sigue:

«Hace poco indicó usted que me vería paseando a caballo por la Castellana. ¡Ya lo creo que podría usted verme! Yo he sido un buen jinete. En mi juventud, tuve una jaca torda, que era una pintura. Yo la montaba y la gobernaba admirablemente. Ella y yo llamamos la atención en La Línea primero, después en Ronda, donde la vendí, para comprarme un caballo jerezano, que después fue adquirido... pásmese usted... por la Duquesa de Alba, hermana de la Emperatriz, mujer elegantísima también... y que también se le parece a usted, sin que las dos hermanas se parezcan.

-Ya, ya sé... -dijo Obdulia, haciendo gala de entender de linajes-. Eran hijas de la Montijo.

-Cabal, que vivía en la plazuela del Ángel, en aquel gran palacio que hace esquina a la plaza donde hay tantos pajaritos... mansión de hadas... yo estuve una noche... me presentaron Paco Ustáriz y Manolo Prieto, compañeros míos de oficina... Pues sí, yo era un buen jinete, y créame, algo queda.

-Hará usted una figura arrogantísima...

—169→

-¡Oh! no tanto.

-¿Por qué es usted tan modesto? Yo lo veo así, y suelo ver las cosas bien claras. Todo lo que yo veo es verdad.

-Sí; pero...

-No me contradiga usted, Ponte, no me contradiga en esto ni en nada.

-Acato humildemente sus aseveraciones -dijo Frasquito humillándose-. Siempre hice lo mismo con todas las damas a quienes he tratado, que han sido muchas, Obdulia, pero muchas...

-Eso bien se ve. No conozco otra persona que se le iguale en la finura del trato. Francamente, es usted el prototipo de la elegancia... de la...

-¡Por Dios!...».

Al llegar a esta frase, el punto o vértice del delirio hízoles caer de bruces sobre la realidad la brusca entrada de Benina, que, concluidas sus faenas de fregado y arreglo de la cocina y comedor, se despedía. Cayó Ponte en la cuenta de que era la hora de ir a cumplir sus obligaciones en la casa donde trabajaba, y pidió licencia a la imperial dama para retirarse. Esta se la dio con sentimiento, mostrándose pesarosa de la soledad en que hasta el próximo día quedaba en sus palacios, habitados por sombras de chambelanes y otros guapísimos palaciegos. Que estos, ante los ojos de los —170→ demás mortales, tomaran forma de gatos mayadores, a ella no le importaba. En su soledad, se recrearía discurriendo muy a sus anchas por la estufa, admirando las galanas flores tropicales, y aspirando sus embriagadoras fragancias.

Fuese Ponte Delgado, despidiéndose con afectuosas salutaciones y sonrisas tristes, y tras él Benina, que apresuró el paso para alcanzarle en el portal o en la calle, deseosa de echar con él un parrafito.

«Sí, D. Frasco -le dijo codeándose con él en la calle de San Pedro Mártir-. Usted no tiene confianza conmigo, y debe tenerla. Yo soy pobre, más pobre que las ratas; y Dios sabe las amarguras que paso para mantener a mi señora y a la niña, y mantenerme a mí... Pero hay quien me gana en pobreza, y ese pobre de más solenidá que nadie es usted... No diga que no.

-Señá Benina, repito que es usted un ángel.

-Sí... de cornisa... Yo no quiero que usted esté tan desamparado. ¿Por qué le ha hecho Dios tan vergonzoso? Buena es la vergüenza; —171→ pero no tanta, Señor... Ya sabemos que el Sr. de Ponte es persona decente; pero ha venido a menos, tan a menos, que no se lo lleva el viento porque no tiene por dónde agarrarlo. Pues bueno: yo soy Juan Claridades; después de atender a todo lo del día, me ha sobrado una peseta. Téngala...

-Por Dios, señá Benina -dijo Frasquito palideciendo primero, después rojo.

-No haga melindres, que le vendrá muy bien para que pueda pagarle a Bernarda la cama de anoche.

-¡Qué ángel, santo Dios, qué ángel!

-Déjese de angelorios, y coja la moneda. ¿No quiere? Pues usted se lo pierde. Ya verá como las gasta la dormilera, que no fía más que una noche, y apurando mucho, dos. Y no salga diciendo que a mí me hace falta. ¡Como que no tengo otra! Pero yo me gobernaré como pueda para sacar el diario de mañana de debajo de las piedras... Que la tome, digo.

-Señá Benina, he llegado a tal extremidad de miseria y humillación, que aceptarla la peseta, sí, señora, la aceptaría, olvidándome de quién soy y de mi dignidad, etc... pero ¿cómo quiere usted que yo reciba ese anticipo, sabiendo, como sé, que usted pide limosna para atender a su señora? No puedo, no... Mi conciencia se subleva...

—172→

-Déjese de sublevaciones, que no somos aquíde tropa. O usted se lleva la pesetilla, o me enfado, como Dios es mi padre. D. Frasquito, no haga papeles, que es usted más mendigo que el inventor del hambre. ¿O es que necesita más dinero, porque le debe más a la Bernarda? En este caso, no puedo dárselo, porque no lo tengo... Pero no sea usted lila, D. Frasquito, ni se haga de mieles, que esa lagartona de la Bernarda se lo comerá vivo, si no le acusa las cuarenta. A un parroquiano como usted, de la aristocracia, no se le niega el hospedaje porque deba, un suponer, tres noches, cuatro noches... Plántese el buen Frasquito, con cien mil pares, y verá cómo la Bernarda agacha las orejas... Le da usted sus cuatro reales a cuenta, y... échese a dormir tranquilo en el camastro».

O no se convencía Ponte, o convencido de lo buena que sería para él la posesión de la peseta, le repugnaba el acto material de extender la mano y recibir la limosna. Benina reforzó su argumentación diciéndole: «Y puesto que es el niño tan vergonzoso, y no se atreve con su patrona, ni aun dándole a cuenta la cantidá, yo le hablaré a Bernarda, yo le diré que no le riña, ni le apure... Vamos, tome lo que le doy, y no me fría más la sangre, Sr. D. Frasquito».

Y sin darle tiempo a formular nuevas protestas y negativas, le cogió la mano, le puso en —173→ ella la moneda, cerrole el puño a la fuerza, y se alejó corriendo. Ponte no hizo ademán de devolverle el dinero, ni de arrojarlo. Quedose parado y mudo; contempló a la Benina como a visión que se desvanece en un rayo de luz, y conservando en su mano izquierda la peseta, con la derecha sacó el pañuelo y se limpió los ojos, que le lloraban horrorosamente. Lloraba de irritación oftálmica senil, y también de alegría, de admiración, de gratitud.

Aún tardó Benina más de una hora en llegar a la calle Imperial, porque antes pasó por la de la Ruda a hacer sus compras. Estas hubieron de ser al fiado, pues se le había concluido el dinero. Recaló en su casa después de las dos, hora no intempestiva ciertamente: otros días había entrado más tarde, sin que la señora por ello se enfadara. Dependía el ser bien o mal recibida de la racha de humor con que a Doña Paca cogía en el momento de entrar. Aquella tarde, por desgracia, la pobre señora rondeña se hallaba en una de sus más violentas crisis de irritabilidad nerviosa. Su genio tenía erupciones repentinas, a veces determinadas por cualquier contrariedad insignificante, a veces por misterios del organismo difíciles de apreciar. Ello es que antes de que Benina traspasara la puerta, Doña Francisca le echó esta rociada: «¿Te parece que son éstas horas de venir? Tengo yo que —174→ hablar con D. Romualdo, para que me diga la hora a que sales de su casa... Apuesto a que te descuelgas ahora con la mentira de que fuiste a ver a la niña, y que has tenido que darle de comer... ¿Piensas que soy idiota, y que doy crédito a tus embustes? Cállate la boca... No te pido explicaciones, ni las necesito, ni las creo; ya sabes que no creo nada de lo que me dices, embustera, enredadora».

Conocedora del carácter de la señora, Benina sabía que el peor sistema contra sus arrebatos de furor era contradecirla, darle explicaciones, sincerarse y defenderse. Doña Paca no admitía razonamientos, por juiciosos que fuesen. Cuanto más lógicas y justas eran las aclaraciones del contrario, más se enfurruñaba ella. No pocas veces Benina, inocente, tuvo que declararse culpable de las faltas que la señora le imputaba, porque, haciéndolo así, se calmaba más pronto.

«¿Ves cómo tengo razón? -proseguía la señora, que cuando se ponía en tal estado, era de lo más insoportable que imaginarse puede-. Te callas... quien calla, otorga. Luego es cierto lo que yo digo; yo siempre estoy al tanto... Resulta lo que pensé: que no has subido a casa de Obdulia, ni ese es el camino. Sabe Dios dónde habrás estado de pingo. Pero no te dé cuidado, que yo lo averiguaré... ¡Tenerme aquí sola, —175→ muerta de hambre!... ¡Vaya una mañana que me has hecho pasar! He perdido la cuenta de los que han venido a cobrar piquillos de las tiendas, cantidades que no se han pagado ya por tu desarreglo... Porque la verdad, yo no sé dónde echas tú el dinero... Responde, mujer... defiéndete siquiera, que si a todo das la callada por respuesta, me parecerá que aún te digo poco».

Benina repitió con humildad lo dicho anteriormente: que había concluido tarde en casa de D. Romualdo; que D. Carlos Trujillo la entretuvo la mar de tiempo; que había ido después a la calle de la Cabeza...

«Sabe Dios, sabe Dios lo que habrás hecho tú, correntona, y en qué sitios habrás estado... A ver, a ver si hueles a vino».

Oliéndole el aliento, rompió en exclamaciones de asco y horror: «Quita, quítate allá, borracha. Apestas a aguardiente.

-No lo he catado, señora; me lo puede creer».

Insistía Doña Paca, que en aquellas crisis convertía en realidades sus sospechas, y con su terquedad forjaba su convicción.

«Me lo puede creer -repitió Benina-. No he tomado más que un vasito de vino con que me obsequió el Sr. de Ponte.

-Ya me está dando a mí mala espina ese señor —176→ de Ponte, que es un viejo verde muy zorro y muy tuno. Tal para cual, pues también tú las matas callando... No pienses que me engañas, hipócrita... Al cabo de la vejez, te da por la disolución, y andas de picos pardos. ¡Qué cosas se ven, Señor, y a qué desarreglos arrastra el maldito vicio!... Te callas: luego es cierto. No; si aunque lo negaras no me convencerías, porque cuando yo digo una cosa, es porque la sé... Tengo yo un ojo...».

Sin dar tiempo a que la delincuente se explicara, salió por este otro registro:

«¿Y qué me cuentas, mujer? ¿Qué recibimiento te hizo mi pariente D. Carlos? ¿Qué tal? ¿Está bueno? ¿No revienta todavía? No necesitas decirme nada, porque, como si hubiera estado yo escondidita detrás de una cortina, sé todo lo que hablasteis... ¿A que no me equivoco? Pues te dijo que lo que a mí me pasa es por mi maldita costumbre de no llevar cuentas. No hay quien le apee de esa necedad. Cada loco con su tema; la locura de mi pariente es arreglarlo todo con números... Con ellos se ha enriquecido, robando a la Hacienda y a los parroquianos; con ellos quiere al fin de la vida salvar su alma, y a los pobres nos recomienda la medicina de los números, que a él no le salva ni a nosotros nos sirve para nada. ¿Con que acierto? ¿Fue esto lo que te dijo?

—177→

-Sí, señora. Parece que lo estaba usted oyendo.

-Y después de machacar con esa monserga del Debe y Haber, te habrá dado una limosna para mí... Ignora que mi dignidad se subleva al recibirla. Le estoy viendo abrir las gavetas como quien quiere y no quiere, coger el taleguito en que tiene los billetes, ocultándolo para que no lo vieras tú; le veo sobar el saquito, guardarlo cuidadosamente; le veo echar la llave... Y el muy cochino se descuelga con una porquería. No puedo precisar la cantidad que te habrá dado para mí, porque es tan difícil anticiparse a los cálculos de la avaricia; pero desde luego te aseguro, sin temor de equivocarme, que no ha llegado a los cuarenta duros».

La cara que puso Benina al oír esto no puede describirse. La señora, que atentamente la observaba, palideció, y dijo después de breve pausa:

«Es verdad: me he corrido mucho. Cuarenta, no; pero, aun con lo cicatero y mezquino que es el hombre, no habrá bajado de los veinticinco duros. Menos que eso no lo admito, Nina; no puedo admitirlo.

-Señora, usted está delirando -replicó la otra, plantándose con firmeza en la realidad-. El Sr. D. Carlos no me ha dado nada, lo que se —178→ llama nada. Para el mes que viene empezará a darle a usted una paga de dos duros mensuales.

-Embustera, trapalona... ¿Crees que me embaucas a mí con tus enredos? Vaya, vaya, no quiero incomodarme... Me tiene peor cuenta, y no estoy yo para coger berrinches... Comprendido, Nina, comprendido. Allá te entenderás con tu conciencia. Yo me lavo las manos, y dejo a Dios que te dé tu merecido.

-¿Qué, señora?

-Hazte ahora la simple y la gatita Marirramos. ¿Pero no ves que yo te calo al instante y adivino tus infundios? Vamos, mujer, confiésalo; no trates de añadir a la infamia el engaño.

-¿Qué, señora?

-Pues que has tenido una mala tentación... Confiésamelo, y te perdono... ¿No quieres declararlo? Pues peor para ti y para tu conciencia, porque te sacaré los colores a la cara. ¿Quieres verlo? Pues los veinticinco duros que te dio para mí D. Carlos, se los has dado a ese Frasquito Ponte para que pague sus deudas, y vaya a comer de fonda, y se compre corbatas, pomada y un bastoncito nuevo... Ya ves, ya ves, bribonaza, cómo todo te lo adivino, y conmigo no te valen ocultaciones. Si sé yo más que tú. Ahora te ha dado por proteger a ese Tenorio fiambre, y le quieres más que a mí, y a él le atiendes y a mí no, y de él te da lástima, —179→ y a mí, que tanto te quiero, que me parta un rayo».

Rompió a llorar la señora, y Benina que ya sentía ganas de contestar a tanta impertinencia dándole azotes como a un niño mañoso, al ver las lágrimas se compadeció. Ya sabía que el llanto era la terminación de la crisis de cólera, la sedación del acceso, mejor dicho, y cuando tal sucedía, lo mejor era soltar la risa, llevando la disputa al terreno de las burlas sabrosas.

«Pues sí, señora Doña Francisca -le dijo abrazándola-. ¿Creía usted que habiéndome salido ese novio tan hechicero y tan saleroso, le había de dejar yo en necesidad, sin darle para el pelo?

-No creas que me engatusas con tus bromitas, trapalona, zalamera... -decía la señora, ya desarmada y vencida-. Yo te aseguro que no me importa nada lo que has hecho, porque el dinero de Trujillete yo no lo había de tomar... Preferiría morirme de hambre, a manchar mis manos con él... Dáselo, dáselo a quien quieras, ingratona, y déjame a mí en paz; déjame que me muera olvidada de ti y de todo el mundo.

-Ni usted ni yo nos moriremos tan pronto, porque aún hemos de dar mucha guerra -le dijo la criada, disponiéndose con gran diligencia a darle de comer.

—180→

-Veremos qué porquerías me traes hoy... Enséñame la cesta... Pero, hija, ¿no te da vergüenza de traerle a tu ama estas piltrafas asquerosas?... ¿Y qué más? coliflor... Ya me tienes apestada con tus coliflores, que me dan flato, y las estoy repitiendo tres días... En fin, ¿a qué estamos en el mundo más que a padecer? Dame pronto estos comistrajos... ¿Y huevos no has traído? Ya sabes que no los paso, como no sean bien frescos.

-Comerá usted lo que le den, sin refunfuños, que el poner tantos peros a la comida que Dios da, es ofenderle y agraviarle.

-Bueno, hija, lo que tú quieras. Comeremos lo que haya, y daremos gracias a Dios. Pero come tú también, que me da pena verte tan ajetreada, desviviéndote por los demás, y olvidada de ti misma y del alivio de tu cuerpo. Siéntate conmigo, y cuéntame lo que has hecho hoy».

A media tarde, comían las dos, sentaditas a la mesa de la cocina. Doña Paca, suspirando con toda su alma, entre un bocado y otro, expresó en esta forma las ideas que bullían en su mente:

«Dime, Nina, entre tantas cosas raras, incomprensibles, qué hay en el mundo, ¿no habría un medio, una forma... no sé cómo decirlo, un sortilegio por el cual nosotras pudiéramos pasar de la escasez a la abundancia; por el cual —181→ todo eso que en el mundo está de más en tantas manos avarientas, viniese a las nuestras que nada poseen?

-¿Qué dice la señora? ¿Que si podría suceder que en un abrir y cerrar de ojos pasáramos de pobres a ricas, y viéramos, un suponer, nuestra casa llena de dinero, y de cuanto Dios crió?

-Eso quiero decir. Si son verdad los milagros, ¿por qué no sucede uno para nosotras, que bien merecido nos lo tenemos?

-¿Y quién dice que no suceda, que no tengamos esaocurrencia? -respondió Benina, en cuya mente surgió de improviso, con poderoso relieve y extraordinaria plasticidad, el conjuro que Almudena le había enseñado, para pedir y obtener todos los bienes de la tierra.

De tal modo se posesionaron de su espíritu la idea y las imágenes expresadas por el ciego africano, que a punto estuvo de contarle a su ama el maravilloso método de conjurar y hacer venir al Rey de baixo terra. Pero recelando que aquel secreto sería menos eficaz cuanto más —182→ se divulgara, contúvose en su locuacidad, y tan sólo dijo que bien podría suceder que de la noche a la mañana se les metiera por las puertas la fortuna. Al acostarse junto a Doña Paca, pues dormían en la misma alcoba, pensó que todo aquello de Almudena era una papa, y tomarlo en serio la mayor de las necedades. Quiso dormirse, mas no pudo; volvió su espíritu a dar agasajo a la idea, creyéndola de posible realización, Y si esfuerzos hacía por desecharla, con mayor tenacidad la pícara idea se le metía en el cerebro.

«¿Qué se pierde por probarlo? -se decía, arropándose en la cama-. Podrá no ser verdad... ¿Pero y si lo fuese? ¡Cuántas mentiras hubo que luego se volvieron verdades como puños!... Pues lo que es yo, no me quedo sin probarlo, y mañana mismo, con el primer dinero que saque, compro el candil de barro, sin hablar. El cuento es que no sé cómo puede tratarse un artículosin hablar... En fin, me haré la sordomuda... Luego buscaré el palitroque, también sin hablar... Falta que el moro me enseñe la oración, y que yo la aprenda sin que se me escape un verbo...».

Después de un breve sueño, despertó creyendo firmemente que en la salita próxima había unas esportonas o seretas muy grandes, muy grandes, llenas de diamantes,rubiles, perlas y —183→ zafiros... En la obscuridad de las habitaciones nada podía ver; pero de que aquellas riquezas estaban allí no tenía la menor duda. Cogió la caja de fósforos, dispuesta a encender, para recrear su vista en el tesoro; mas por no despertar a Doña Paca, cuyo sueño era muy ligero, dejó para la mañana el examen de tantas maravillas... Pasado un rato, no tardó en reírse de su ilusión, diciéndose: «¡Pues no soy poco lila!... Es todavía pronto para que traigan eso...». Al amanecer, despertose al ladrido de dos perrazos blancos que salían de debajo de las camas; sintió la campanilla de la puerta; echose al suelo, y en camisa corrió a abrir, segura de que llamaba algún ayudante o gentilhombre del Rey de luenga barba y vestido verde... Pero no era nadie; no había ser viviente en la puerta.

Arreglose para salir, disponiendo el desayuno de la señora, y dando el primer barrido a la casa, y a las siete salía ya con su cesta al brazo por la calle Imperial. Como no tenía un céntimo ni de dónde le viniera, encaminose a San Sebastián, pensando por el camino en D. Romualdo y su familia, pues de tanto hablar de aquellos señores, y de tanto comentarlos y describirlos, había llegado a creer en su existencia. «¡Vaya que soy gilí! -se decía-. Invento yo al tal D. Romualdo, y ahora se me antoja —184→ que es personaefetiva y que puede socorrerme. No hay más D. Romualdo que el pordioseo bendito, y a eso voy, y veremos si cae algo, con permiso de la Caporala». El día era bueno; al entrar, díjole Pulido que había funeral de primera, y boda en la sacristía. La novia era sobrina de un ministro pleniputenciano, y el novio... cosa de periódicos. Ocupó Benina su puesto, y se estrenó con dos céntimos que le dio una señora. Sus compañeras trataron de hacerla cantar el para qué la había llamado D. Carlos; pero sólo contestó con evasivas y medias palabras. Suponiendo la Casiana que el señor de Trujillo había tratado con señá Benina el darle los restos de comida de su casa, la trató con miramiento, sin duda por llamarse a la parte.

Al fin los del funeral no repartieron cosa mayor; y si los del bodorrio se corrieron algo más, acudió tanta pobretería de otros cuadrantes, y se armó tal barullo y confusión, que unos cogieron por cinco, y otros se quedaron in albis. Al ver salir a la novia, tan emperifollada, y a las señoras y caballeros de su compañía, cayeron sobre ellos como nube de langosta, y al padrino le estrujaron el gabán, y hasta le chafaron el sombrero. Trabajo le costó al buen señor sacudirse la terrible plaga, y no tuvo más remedio que arrojar un puñado de calderilla en —185→ medio del patio. Los más ágiles hicieron su agosto; los más torpes gatearon inútilmente. La Caporala y Eliseo trataban de poner orden, y cuando los novios y todo el acompañamiento se metieron en los coches, quedó en las inmediaciones de la iglesia la turbamulta mísera, gruñendo y pataleando. Se dispersaba, y otra vez se reunía con remolinos zumbadores. Era como un motín, vencido por su propio cansancio. Los últimos disparos eran: «Tú cogiste más... me han quitado lo mío... aquí no hay decencia... cuánto pillo...». La Burlada, que era de las que más habían apandado, echaba sapos y culebras de su boca, concitando los ánimos de toda la cuadrilla contra la Caporala y Eliseo. Por fin, intervino la policía, amenazándoles con recogerles si no callaban, y esto fue como la palabra de Dios. Los intrusos se largaron; los de casa se metieron en el pasadizo. Benina sacó de toda la campaña del día, comprendido funeral y boda, 22 céntimos, y Almudena, 17. De Casiana y Eliseo se dijo que habían sacado peseta y media cada uno.

Al retirarse juntos el ciego marroquí y Benina, lamentándose de su mala sombra, fueron a parar, como la otra vez, a la plaza del Progreso, y se sentaron al pie de la estatua para deliberar acerca de las dificultades y ahogos de aquel día. No sabía ya Benina a qué santo encomendarse: —186→ con la limosna de la jornada no tenía ni para empezar, porque érale forzoso pagar algunas deudillas en los establecimientos de la calle de la Ruda, a fin de sostener el crédito y poder trampear unos días más. Díjole Almudena que él se hallaba en absoluta imposibilidad de favorecerla; lo más que podía hacer era entregarle las perras de la mañana, y por la noche lo que sacar pudiera en el resto del día, pidiendo en su puesto de costumbre, calle del Duque de Alba, junto al cuartel de la Guardia Civil. Rechazó la anciana esta generosidad, porque también él necesitaba vivir y alimentarse, a lo que repuso el marroquí que con un café con pan migao, en la Cruz del Rastro, tenía bastante para tirar hasta la noche. Resistiéndose a admitir la oferta, planteó Benina la cuestión de conjurar al Rey de baixo terra, mostrando una confianza y fe que fácilmente se explican por la grande necesidad en que estaba. Lo desconocido y misterioso busca sus prosélitos en el reino de la desesperación, habitado por las almas que en ninguna parte hallan consuelo.

«Ahora mismo -dijo la pobre mujer-, quiero comprar las cosas. Hoy es viernes, y mañana sábado hacemos la prueba.

-Compriarti cosas, sin hablar...

-Claro, sin decir una palabra. ¿Qué se pierde —187→ por hacer la prueba? Y dime otra cosa: ¿ha de ser precisamente a media noche?».

Contestó el ciego que sí, repitiendo las reglas y condiciones imprescindibles para la eficacia del conjuro, y Benina trató de fijarlo todo en su memoria.

«Ya sé -le dijo al fin-, que estarás todo el día en la fuentecilla del Duque de Alba-. Si se me olvida algo, iré a preguntártelo, y a que me enseñes la oración. Eso sí que me ha de costar trabajo aprenderlo, sobre todo si no me lo pones en lengua cristiana, que lo que es en la tuya, hijo de mi alma, no sé cómo voy a componerme para no equivocarme.

-Si quivoquiar ti, Rey no vinier».

Desalentada con estas dificultades, separose Benina de su amigo, por la prisa que tenía de reunir algunas perras con que completar lo que para las obligaciones de aquel día necesitaba, y no pudiendo esperar ya cosa alguna del crédito, se puso a pedir en la esquina de la calle de San Millán, junto a la puerta del café de los Naranjeros, importunando a los transeúntes con el relato de sus desdichas: que acababa de salir del hospital, que su marido se había caído de un andamio, que no había comido en tres semanas, y otras cosas que partían los corazones. Algo iba pescando la infeliz, y hubiera cogido algo más, si no se pareciese por allí un —188→ maldito guindilla que la conminó con llevarla a los sótanos de la prevención de la Latina, si no se largaba con viento fresco. Ocupose luego en comprar los adminículos para el conjuro, empresa harto engorrosa, porque todo había de hacerse por señas, y se fue a su casa pensando que sería gran dificultad efectuar allí la endiablada hechicería sin que se enterase la señora. Contra esto no había más recurso que figurarque D. Romualdo se había puesto muy malito, y salir de noche a velarle, yéndose a casa de Almudena... Pero la presencia de la Petra podría ser obstáculo: al peligro de que un testigo incrédulo imposibilitara la cosa, se añadía el inconveniente grave de que, en caso de éxito feliz, la borrachona quisiera apropiarse todos o una parte de los tesoros donados por el Rey... Por cierto que mejor que en piedras preciosas, sería que lo trajesen todo en moneda corriente, o en fajos de billetes de Banco, bien sujetos con una goma, como ella los había visto en las casas de cambio. Porque... no era floja pejiguera tener que ir a las platerías a proponer la venta de tantas perlas, zafiros y diamantes... En fin, que lo trajeran como les diese la gana: no era cosa de poner reparos, ni exigir muchos perendengues.

Halló a Doña Paca de mal temple, porque se había parecido en la casa, muy de mañana, un —189→ dependiente de la tienda, y habíala insultado con expresiones brutales y soeces. La pobre señora lloraba y se tiraba de los pelos, suplicando a su fiel amiga que arase la tierra en busca de los pocos duros que hacían falta, para tirárselos al rostro al bestia del tendero, y Benina se devanaba los sesos por encontrar la solución del terrible conflicto.

«Mujer, por piedad, discurre, inventa algo -le decía la señora, hecha un mar de lágrimas-. Para las ocasiones son los amigos. En circunstancias muy críticas, no hay más remedio que perder la vergüenza... ¿No se te ocurre, como a mí, que tu D. Romualdo podría sacarnos del compromiso?».

La criada no contestó. Preparando la comida de su ama, daba vueltas en su mente a las combinaciones más sutiles. Repetida la proposición por Doña Paca, pareció que Benina la encontraba razonable. «D. Romualdo... sí, sí. Iré a ver... Pero no respondo, señora, no respondo. Quizás desconfíen... Una cosa es hacer caridad, y otra prestar dinero... y no salimos del paso con menos de diez duros... ¿Qué dijo ese bruto de Gabino? ¿que volvería mañana a darnos otro escándalo?... ¡Canalla, ladrón... que todo lo vende adúltero!... Pues, sí, es cosa de diez duros, y no sé si D. Romualdo... Por él no quedaría; pero su hermana es puño en rostro... —190→ ¡Diez duros!... Voy a ver... Pero no extrañe la señora que tarde un poco. Estas cosas... no sabe una cómo tratarlas... Depende de la cara que pongan; a lo mejor salen con aquello de «vuelva usted...». Me voy, me voy; ya me entra la desazón... tardaré... pero no tarda quien a casa llega...

-Sobre todo si no trae las manos vacías. Vete, hija, vete, y el Señor te acompañe y te afine las entendederas. Si yo tuviera tu talento, pronto saldría de estas trapisondas. Aquí me quedo rezando a todos los santos del cielo para que te inspiren, y a las dos nos saquen de este Purgatorio. Adiós, hija».

Habiéndose trazado un plan, el único que, en su certero juicio, le ofrecía remotas probabilidades de éxito, dirigiose Benina a la calle de Mediodía Grande, y a la casa de dormir propiedad de su amiga Doña Bernarda.

La dueña del establecimiento brillaba por su ausencia. Fue recibida Benina por la encargada, y por un hombre llamado Prieto, que disfrutaba de toda la confianza de aquella, y llevaba la —191→ contabilidad del alquiler diario de camas. No tuvo la anciana más remedio que esperar, pues aquel par de congrios carecían de facultades para resolverle el problema que tan atrozmente la inquietaba. Hablando, hablando, del negocio de dormir (el año iba muy malo, y cada noche dormía menos gente, y los micos menudeaban), ocurriole a Benina preguntar por Frasquito Ponte; a lo que respondió Prieto que la noche anterior se habían visto en el caso de no admitirle porque era deudor ya desiete camas, y no había dado nada a cuenta.

«¡Pobre señor! -dijo Benina-; habrá dormido al raso... Es un dolor... a sus años... Mejorando lo presente, es más viejo que la Cuesta de la Vega».

Refirió la encargada que no sabiendo Don Frasquito dónde meterse, había conseguido ser albergado en la casa del Comadreja, calle de Mediodía Chica, dos pasos de allí. Por más señas, había corrido la noticia de que estaba enfermo. Al oír esto, olvidósele repentinamente a Benina el objeto principal que a tal sitio la llevara, y no pensó más que en averiguar qué había sido del desamparado Frasquito. Tiempo tenía de dar un salto a la casa del Comadreja, y volver a punto que regresase a su domicilio la Doña Bernarda. Dicho y hecho. Un momento después, entraba la diligente anciana en la fementida —192→ tabernuca que da la cara al público en el establecimiento citado, y lo primero que allí vio fue la abominable estampa de Luquitas, el esposo de Obdulia, que con otros perdidos y dos o tres mujeres zarrapastrosas, jugaba a las cartas en una sucia mesilla circular, entre copas de Cariñena y Pardillo. En el momento de entrar Benina, acababan un juego, y antes de echar otra mano, el hijo de Doña Paca tiró sobre la mesa los asquerosos naipes, que en mugre competían con las manos de los jugadores; se levantó tambaleándose, y con media lengua y finura desconcertada, de la que suelen emplear los borrachos, ofreció a la criada de su suegra un vaso de vino. «Quite allá, señorito, yo ya he bebido... Se agradece...» -dijo la anciana, rechazando el vaso.

Pero tan pesado se puso el señorito, y con tal insistencia le coreaban los demás pidiendo que bebiese la señora, que esta tuvo miedo, y tomó la mitad del contenido del vaso pegajoso. No quería ponerse a mal con aquella gentuza, por lo que pudiera tronar, y sin perder tiempo ni meterse en dimes y diretes con el vicioso Luquitas, por el abandono en que a su mujer tenía, se fue derecha a su objeto: «¿Y no está por aquí la Pitusa?

-Aquí está para servirla -dijo una mujer escuálida, saliendo por estrecha puertecilla, —193→ bien disimulada entre los estantes llenos de botellas y garrafas que había detrás del mostrador. Como grieta que da paso al escondrijo de una anguila, así era la puerta, y la mujer el ejemplar más flaco, desmedrado y escurridizo que pudiera encontrarse en la fauna a que tales hembras pertenecen. Tan flaco era su rostro, que al verlo de perfil podría tenérsele por construido de chapa, como las figuras de las veletas. En su cuello no cabían más costurones, y en una de sus orejas el agujero del pendiente era tan grande, que por él se podría meter con toda holgura un dedo. Los dientes mellados y negros, las cejas calvas, las pestañas pitañosas, los ojos tiernos, de mirada de lince, completaban su fisonomía. Del cuerpo no he de decir sino que difícilmente se encontrarían formas más exactamente comparables a las de un palo de escoba vestido, o, si se quiere, cubierto de trapos de fregar suelos; de los brazos y manos, que al gesticular parecía que azotaban, como los tirajos de un zorro que quisiera limpiar el polvo a la cara del interlocutor; de su habla y acento, que sonaban como si estuviera haciendo gárgaras, y aunque parezca extraño, diré también, para dar completa idea de la persona, que de todas estas exterioridades desapacibles se desprendía un cierto airecillo de afabilidad, un moral atractivo, por lo que termino —194→ asegurando que la Pitusa no era antipática ni mucho menos.

-«¿Qué trae por acá la señáBenina? -le dijo sacudiéndole de firme en los dos hombros-. Oí contar que estaba usted en grande, en casa rica... Ya, ya sacará buenas rebañaduras... ¡Y que no tendrá usted mal gato!...

-Hija, no... De eso hace un siglo. Ahora estamos en baja.

-¿Qué? ¿Le va mal?

-Tirando, tirando. Si sopas, comerlas, y si no, nada... Y el Comadreja, ¿está?

-¿Para qué le quiere, señá Benina?

-Hija, te pregunto por saber de él, si está con salud.

-Se defiende. La herida se le abre cuando menos lo piensa.

-Vaya por Dios... Dime otra cosa...

-Mándeme.

-Quiero saber si has recogido en tu casa a un caballero que le llaman Frasquito Ponte, y si le tienes aquí todavía, porque me dijeron que anoche se puso muy malo».

Por toda respuesta, la Pitusa mandó a Benina que la siguiera, y ambas, agachándose, se escurrieron por el agujero que hacía las veces de puerta entre los estantillos del mostrador. De la otra parte arrancaba una escalera estrechísima, por la cual subieron una tras otra.

—195→

«Es una persona decente, como quien dice, personaje -añadía Benina, segura ya de encontrar allí al infortunado caballero.

-De la grandeza. Vele aquí a dónde vienen a parar los títulos».

Por un pasillo mal oliente y sucio llegaron a una cocina, donde no se guisaba. Fogón y vasares servían de depósito de botellas vacías, cajas deshechas, sillas rotas y montones de trapos. En el suelo, sobre un jergón mísero, yacía cuan largo era D. Francisco Ponte, en mangas de camisa, inmóvil, la fisonomía descompuesta. Dos mujeronas, de rodillas a un lado y otro, la una con un vaso de agua y vino, la otra atizándole friegas, le hablaban a gritos: «Vuelva en sí... ¿Qué demonios le pasa?... Eso no es más que maulería. ¿No quiere beber más?».

Benina, de hinojos, se puso también a gritarle, sacudiéndole: «D. Frasquito de mi alma, ¿qué es eso? Abra los ojos y véame: soy la Nina».

No tardaron las dos tarascas que, entre paréntesis, si apostaran a repugnantes y feas, no habría quien les ganara; no tardaron, digo, en dar a la anciana las explicaciones que del suceso pedía. No admitido Ponte en las alcobas de la Bernarda, arrimose al quicio de la puerta de la capilla de Irlandeses para pasar la noche. Allí le encontraron ellas, y se pusieron a darle —196→ bromas, a decirle cosas... amos... cosas que se dicen y que no eran para ofenderse. Total: que el pobre vejete mal pintado se hubo de incomodar, y al correr tras ellas con el palo levantado para pegarles, pataplum, cayó redondo al suelo. Soltaron ellas la risa, creyendo que había tropezado; pero al ver que no se movía, acudieron; llegose también el sereno, le echó a la cara la linterna, y entonces vieron que tenía un ataque. Húrgale por aquí, húrgale por allá, y el buen señor como cuerpo difunto. Llamado el Comadreja, lo desanimó, y dijo que todo era un sincopiés; y como es caritativo él, buen cristiano él, y además había estudiado un año de Veterinaria, mandó que le llevaran a su casa para asistirle y devolverle el resuello con friegas y sinapismos.

Así se hizo, cargándole entre las dos y otra compañera, pues el enfermo pesaba como un manojo de cañas, y en casa, a fuerza de pellizcos y restregones, volvió en sí, y les dio las gracias tan amable. La Pitusale hizo unas sopas, que tomó con apetito, dando a cada momento las más expresivas gracias... tan fino, y así estuvo hasta la mañana, bien apañadito en su jergón. No podían ponerle en un cuarto, porque en toda la noche apenas los hubo desocupados, y allí, en la cocina vieja, estaba muy bien, por ser pieza de ventilación.

—197→

Lo peor fue que a la mañana, cuando se levantaba para marcharse, le repitió el ataque, y todo el santo día le daban de hora en hora unos sincopieses tan tremendos, que se quedaba como cadáver, y costaba Dios y ayuda volverle en sí. Le habían dejado en mangas de camisa, porque se quejaba de calor; pero allí estaba la ropa sin que nadie la tocase, ni le afanaran cosa alguna de lo que tenía en los bolsillos. Había dicho el Comadreja que si no se recobraba en la noche, daría parte a la Delegación para que le llevaran al Hospital.

Manifestó Benina a la Pitusa que era un dolor mandar al Hospital a tan ilustre señorón, y que ella se determinaría a llevarle a su casa, sí... Hirió la mente de la anciana una atrevida idea, y con la resolución que era cualidad primaria de su carácter, se apresuró a ponerla en práctica con toda prontitud. «¿Quieres oírme una palabrita? -dijo a la Pitusa, cogiéndola por el brazo para sacarla de la cocina. Y al extremo del pasillo, entraron en la única habitación vividera de la casa: una alcoba con cama camera de hierro, colcha de punto de gancho, espejos torcidos, láminas de odaliscas, cómoda derrengada, y un San Antonio en su peana, con flores de trapo y lamparilla de aceite. El diálogo fue rápido y nervioso:

«¿Qué se le ofrece?

—198→

-Pues poca cosa. Que me prestes diez duros.

-Señá Benina, ¿está usted en sus cabales?

-En ellos estoy, Teresa Conejo, como lo estaba cuando te presté los mil reales, y te salvé de ir a la cárcel... ¿No te acuerdas? Fue el año y el día del ciclón, que arrancó los árboles del Botánico... Tú habitabas en la calle del Gobernador; yo en la de San Agustín, donde servía...

-Sí que me acuerdo. Yo la conocí a usted de que comprábamos juntas...

-Te viste en un fuerte compromiso.

-Empezaba yo a rodar por el mundo...

-Y rodando, rodando, caíste en una tentación...

-Y como servía usted en casa grande, yo calculé y dije: 'Pues esta, si quiere, podrá sacarme'.

-Te llegaste a mí con mucho miedo... lo que pasa... no querías levantarte el faldón, y que yo te dejara destapada.

-Pero usted me tapó... ¡Cuánto se lo agradecí, Benina!

-Y sin réditos... Luego tú, en cuanto hiciste las paces con el del almacén de vinos, me pagaste...

-Duro sobre duro.

-Pues bien: ahora soy yo la que se ha caído: necesito doscientos reales, y tú me los vas a dar.

—199→

-¿Cuándo?

-Ahora mismo.

-¡Mecachis... San Dios! ¡Como no se me vuelva dinero la chimenea de los garbanzos!

-¿No los tienes? ¿Ni tu Comadrejatampoco?

-Estamos como el gallo de Morón... ¿Y para qué quiere los diez duros?

-Para lo que a ti no te importa. Di si me los das o no me los das. Yo te los pagaré pronto; y si quieres real por duro, no hay incomeniente.

-No es eso: es que no tengo ni un cuarto partido por medio. Este ganado indecente no trae más que miseria.

-¡Válgate Dios! ¿Y...?

-No, no tengo alhajas. Si las tuviera...

-Busca bien, maestra.

-Pues bueno. Hay dos sortijas. No son mías: son del Rey de Bastos, un amigo de Rumaldo, que se las dio a guardar, y Rumaldo me las dio a mí.

-Pues...

-Si usted me da su palabra de desempeñarlas dentro de ocho días y traérmelas, pero palabra formal, ¡San Dios! lléveselas... Darán los diez por largo, pues una de ellas tiene un brillante que da la catarata».

Poco más se habló. Cerraron bien la puerta, para que nadie pudiera fisgonear desde el pasillo. Si alguien lo hiciera, no habría oído más —200→ que un abrir y cerrar de los cajones de la cómoda, un cuchicheo de Benina, y roncas gárgaras de la otra.

A poco de volver las dos mujeres al lado del desmayado Frasquito, entró el Comadreja, que era un mocetón achulado, de buen porte, con tez y facciones algo gitanescas, sombrero ancho, bien ceñido el talle, y lo primero que dijo fue que pronto sería conducido el interfeztoal Hospital. Protestó Benina, sosteniendo que la enfermedad de Ponte era de las que exigen trato casero y de familia; en el Hospital se moriría sin remedio, y así, valía más que ella se le llevara a la casa de su señora Doña Francisca Juárez, la cual, aunque había venido muy a menos, todavía se hallaba en posición de hacer una obra de caridad, albergando a su paisano el Sr. de Ponte, con quien tenía, si mal no recordaba, lejano parentesco. En esto volvió de su desvanecimiento el galán pobre, y reconociendo a su bienhechora, le besó las manos, llámandolaángel y qué sé yo qué, muy gozoso —201→ de verla a su lado. Con gesto imperioso, al que siguió una patada, la Pitusa ordenó a las dos arrapiezas que se fueran a su obligación en la puerta de la calle; el Comadreja bajó a despachar, y quedándose solas la Benina y su amiga con el pobre Ponte, le vistieron del levitín y gabán para llevársele.

«Aquí en confianza, D. Frasquito -le dijo la Benina-, cuéntenos por qué no hizo lo que le mandé.

-¿Qué, señora?

-Dar a Bernarda la peseta, a cuenta de noches debidas... ¿O es que se gastó la peseta en algo que le hacía falta, un suponer, en pintura para la fisonomía del bigote? En este caso, no digo nada.

-Cosmético, no... yo se lo juro -respondió Frasquito con lánguido acento, sacando de su boca las palabras como con un gancho-. Lo gasté... pero no en eso... Tenía que pro... pro... si lo diré al fin... que proporcionarme una foto... grafía».

Rebuscó en el bolsillo de su gabán, y de entre sobadas cartas y papeles, sacó uno que desdobló, mostrando un retrato fotográfico, tamaño de tarjeta ordinaria.

«¿Quién es esta madama? -dijo la Pitusa, que con presteza lo cogió para examinarlo-. Como guapa, lo es...

—202→

-Quería yo -prosiguió Frasquito tomando aliento a cada sílaba-, demostrarle a Obdulia su perfecta semejanza con...

-Pues este retrato no es de la niña -dijo Benina contemplándolo-. Algo se le parece en el corte de cara; pero no es mismamente.

-Digan ustedes si se parece o no. Para mí son idénticas... La una como la otra, esta como aquella.

-¿Pero quién es?

-La Emperatriz Eugenia... ¿Pero no la ven? No lo había más que en casa de Laurent, y no lo daban por menos de una peseta... Forzoso adquirirlo, demostrar a Obdulia la similitud...

-D. Frasquito, por la Virgen, mire que vamos a creer que está ido... ¡Gastar la peseta en un retrato!...».

No se dio por convencido el caballero pobre, y guardando cuidadosamente la cartulina, se abrochó su gabán y trató de ponerse en pie; operación complicadísima que no pudo realizar, por la extraordinaria flojedad de sus piernas, no más gruesas que palillos de tambor. Con la prontitud que usar solía en casos como aquel, Benina salió a tomar un coche, para lo cual antes tenía que evacuar otra diligencia de suma importancia. Mas como era tan ejecutiva, pronto despachó: con sus diez duros en el bolsillo, volvió a Mediodía Grande en coche simón tomado —203→ por horas, y en la puerta de la casa se tropezó con Petra la borrachera y su compañeraCuarto e kilo, que de la taberna vociferando salían.

-«Ya, ya sabemos que se le lleva consigo... -dijéronle con retintín-. Así se portan las mujeres de rumbo, que estiman a un hombre... Vaya, vaya, que eso es correrse... Bien se ve que se puede.

-¡A ver!... Pero como a ustedes no les importa, yo digo... ¿Y qué?

-Pues na... En fin, aliviarse.

-¡Contento que tiene usted al ciego Almudena!

-¿Qué le pasa?

-Que ha esperado a la señora toda la tarde... ¡Cómo había de ir, si andaba buscando al caballero canijo!...

-Un recadito nos dio para usted por si la veíamos.

-¿Qué dice?

-A ver si me acuerdo... ¡Ah! sí: que no compre la olla...

-La olla de los siete bujeros... que él tiene una que trajo de su tierra.

-¿Y qué? ¿Van a poner fábrica de coladores? Si no, ¿para qué son tantos ujeros?

-Cállense las muy boconas. Ea, con Dios.

—204→

-Y estamos de coche. ¡Vaya un lujo! ¡Cómo se conoce que corre la guita!

-Que os calléis... Más valdría que me ayudarais a bajarle y meterle en el coche.

-Vaya que sí. Con alma y vida».

De divertimiento sirvió a todas las de casa y a las de fuera. Fue una ruidosa función el acto de bajar a Frasquito, cantándole coplas en son funerario, y diciéndole mil cuchufletas aplicadas a él y a la Benina, que insensible a los desahogos de la vil canalla, se metió en su coche, llevando al caballero andaluz como si fuera un lío de ropa, y mandó al cochero picar hacia la calle Imperial, cuidando de despabilar bien al caballo.

No fue, como es fácil suponer, floja sorpresa la de Doña Francisca al ver que le metían en la casa un cuerpo al parecer moribundo, transportado entre Benina y un mozo de cuerda. La pobre señora había pasado la tarde y parte de la noche en mortal ansiedad, y al ver cosa tan extraña, creía soñar o tener trastornado el sentido. Pero la traviesa criada se apresuró a tranquilizarla, diciéndole que aquel no era cadáver, como de su aspecto lastimoso podía colegirse, sino enfermo gravísimo, el propio D. Frasquito Ponte Delgado, natural de Algeciras, a quien había encontrado en la calle; y sin meterse en más explicaciones del inaudito suceso, acudió —205→ a confortar el atribulado espíritu de Doña Paca con la fausta noticia de que llevaba en su bolso nueve duros y pico, suma bastante para atender al compromiso más urgente, y poder respirar durante algunos días.

-«¡Ah, qué peso me quitas de encima de mi alma! -exclamó la señora elevando las manos-. El Señor le bendiga. Ya estamos en situación de hacer una obra de caridad, recogiendo a este desgraciado... ¿Ves? Dios en un solo punto y ocasión nos ampara y nos dice que amparemos. El favor y la obligación vienen aparejados.

-Hay que tomar las cosas como las dispone...el que menea los truenos.

-¿Y dónde ponemos a este pobre mamarracho? -dijo Doña Paca palpando a Frasquito, que, aunque no estaba sin conocimiento, apenas hablaba ni se movía, yacente en el santo suelo, arrimadito a la pared».

Como después del casamiento de Obdulia y Antoñito habían sido vendidas las camas de estos, surgió un conflicto de instalación doméstica, que Nina resolvió proponiendo armar su cama en el cuartito del comedor, para colocar en ella al pobre enfermo. Ella dormiría en un jergón sobre la estera, y ya verían, ya verían si era posible arrancar al cuitado viejo de las uñas de la muerte.

«Pero, Nina de mi alma, ¿has pensado bien —206→ en la carga que nos hemos echado encima?... Tú que no puedes, llévame a cuestas, como dijo el otro. ¿Te parece que estamos nosotras para meternos a protectoras de nadie?... Pero acaba de contarme: ¿fue D. Romualdo bendito quien...?

-Sí, señora, Rumaldo... -respondió la anciana, que en su aturdimiento no se había preparado para el embuste.

-¡Bendito, mil veces bendito señor!

-Ella... Teresa Conejo.

-¿Qué dices, mujer?

-Digo que... ¿Pero usted no se entera de lo que hablo?

-Has dicho que... ¿Por ventura es cazador D. Romualdo?

-¿Cazador?

-Como has dicho no sé qué de un conejo.

-Él no caza; pero le regalan... qué sé yo... tantas cosas... la perdiz, el conejo de campo... Pues esta tarde...

-Ya; te dijo: 'Benina, a ver cómo me pones mañana este conejo que me han traído...'.

-Sobre si había de ser en salmorejo o con arroz, estuvieron disputando; y como yo nada decía y se me saltaban las lágrimas, 'Benina, ¿qué tienes? Benina, ¿qué te pasa?...'. En fin, que del conejo tomé pie para contarle el apuro en que me veía...».

Convencida Doña Paca, ya no se pensó más —207→ que en instalar a Frasquito, el cual parecía no darse cuenta de lo que le pasaba. Al fin, cuando ya le habían acostado, reconoció a la viuda de Juárez, y mostrándole su gratitud con apretones de manos y un suspirar afectuoso, le dijo:

«Tal hija, tal madre... Es usted el vivo retrato de la Montijo.

-¿Qué dice este hombre?

-Le da porque todas nos parecemos a... no sé quién... a los emperadores de Francia... En fin, dejarlo.

-¿Estoy en el palacio de la plaza del Ángel? -dijo Ponte examinando la mísera alcoba con extraviados ojos.

-Sí, señor... Arrópese ahora; estese quietecito para que coja el sueño. Luego le daremos buen caldo... y a vivir».

Dejáronle solo, y Benina se echó nuevamente a la calle, ávida de tapar la boca a los acreedores groseros, que con apremio impertinente y desvergonzado abrumaban a las dos mujeres. Diose el gustazo de ponerles ante los morros los duros que se les debían, hizo más provisiones, fue a la calle de la Ruda, y con su cesta bien repleta de víveres y el corazón de esperanzas, pensando verse libre de la vergüenza de pedir limosna, al menos por un par de días, volvió a su casa. Con presteza metódica se puso a trabajar en la cocina, en compañía de su ama, que —208→ también estaba risueña y gozosa. «¿Sabes lo que me ha pasado -dijo a Benina- en el rato que has estado fuera? Pues me quedé dormidita en el sillón, y soñé que entraban en casa dos señores graves, vestidos de negro. Eran D. Francisco Morquecho y D. José María Porcell, paisanos míos, que venían a participarme el fallecimiento de D. Pedro José García de los Antrines, tío carnal de mi esposo.

-¡Pobre señor; se ha muerto! -exclamó Nina con toda el alma.

-Y el tal D. Pedro José, que es uno de los primeros ricachos de la Serranía...

-Pero dígame: ¿es soñado lo que me cuenta o es verdad?

-Espérate, mujer. Venían esos dos señores, D. Francisco y D. José María, médico el uno, el otro secretario del Ayuntamiento... pues venían a decirme que el García de los Antrines, tío carnal de mi Antonio, les había nombrado testamentarios...

-Ya...

-Y que... la cosa es clara... como no tenía el tal sucesión directa, nombraba herederos...

-¿A quién?

-Ten calma, mujer... Pues dejaba la mitad de sus bienes a mis hijos Obdulia y Antoñito, y la otra mitad a Frasquito Ponte. ¿Qué te parece?

—209→

-Que a ese bendito señor debían de hacerle santo.

-Dijéronme D. Francisco y D. José María que hace días andaban buscándome para darme conocimiento de la herencia, y que preguntando aquí y acullá, al fin averiguaron las señas de esta casa... ¿por quién dirás? por el sacerdote D. Romualdo, propuesto ya para obispo, el cual les dijo también que yo había recogido al señor de Ponte... 'De modo -me dijeron echándose a reír-, que al venir a ofrecer a usted nuestros respetos, señora mía, matamos dos pájaros de un tiro'.

-Pero vamos a cuentas: todo eso es, como quien dice, soñado.

-Claro: ¿no has oído que me quedé dormida en el sillón?... Como que esos dos señores que estuvieron a visitarme, se murieron hace treinta años, cuando yo era novia de Antonio... figúrate... y García de los Antrines era muy viejo entonces. No he vuelto a saber de él... Pues sí, todo ha sido obra de un sueño; pero tan a lo vivo que aún me parece que les estoy mirando... Te lo cuento para que te rías... no, no es cosa de risa, que los sueños...

-Los sueños, los sueños, digan lo que quieran -manifestó Nina-, son también de Dios; ¿y quién va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?

—210→

-Cabal... ¿Quién te dice a ti que detrás, o debajo, o encima de este mundo que vemos, no hay otro mundo donde viven los que se han muerto?... ¿Y quién te dice que el morirse no es otra manera y forma de vivir?...

-Debajo, debajo está todo eso -afirmó la otra meditabunda-. Yo hago caso de los sueños, porque bien podría suceder, una comparanza, que los que andan por allá vinieran aquí y nos trajeran el remedio de nuestros males. Debajo de tierra hay otro mundo, y el toque está en saber cómo y cuándo podemos hablar con los vivientes soterranos. Ellos han de saber lo mal que estamos por acá, y nosotros soñando vemos lo bien que por allá lo pasan... No sé si me explico... digo que no hay justicia, y para que la haiga, soñaremos todo lo que nos dé la gana, y soñando, un suponer, traeremos acá la justicia».

Contestó Doña Paca con una sarta de suspiros sacados de lo más hondo de su pecho, y Benina se lanzó, con fiebre y tenacidad de idea fija, a pensar nuevamente en el maravilloso conjuro. Trasteando sin sosiego en la cocina, con los ojos del alma, no veía más que el cazuelo de los siete bujeros, el palo de laurel, vestido, y la oración... ¡demontres de oración! ¡Esto sí que era difícil!

—211→

Todo iba bien a la mañana siguiente: Don Frasquito mejorando de hora en hora, y con las entendederas en estado de mediana claridad; Doña Paca contenta; la casa bien provista de vituallas; aquel día y el próximo asegurados, por lo cual la pobre Benina podría descansar de su penosa postulación en San Sebastián. Mas siéndole preciso sostener la comedia de su asistencia en la casa del eclesiástico, salió como todos los días, la cesta al brazo, dispuesta a no perder la mañana y hacer algo útil. Al salir le dijo su ama: «Me parece que tendremos que hacer un obsequio a nuestro D. Romualdo... Conviene demostrar que somos agradecidas y bien educadas. Llévale de mi parte dos botellas de Champagne de buena marca, para que acompañe con ellas el guisado, que le harás hoy, del conejo.

-¿Pero está loca, señora? ¿Sabe lo que cuestan dos botellas de Champaña? Nos empeñaríamos para tres meses. Siempre ha de ser usted lo mismo. Por gustar tanto del quedar bien, se —212→ ve ahora tan pobre. Ya le obsequiaremos cuando nos caiga la lotería, pues de hoy no pasa que busque yo quien me ceda una peseta en un décimo de los de a tres.

-Bueno, bueno: anda con Dios».

Y se fue la señora a platicar con Frasquito, que animado y locuaz estaba. Una y otro evocaron recuerdos de la tierra andaluza en que habían nacido, resucitando familias, personas y sucesos; y charla que te charla, Doña Francisca salió por el registro de su sueño, aunque se guardó bien de contárselo al paisano. «Dígame, Ponte: ¿qué ha sido de D. Pedro José García de los Antrines?». Después de un penoso espurgo en los obscuros cartapacios de su memoria, respondió Frasquito que el D. Pedro se había muerto el año de la Revolución.

«Anda, anda; y yo creí que aún vivía. ¿Sabe usted quién heredó sus bienes?

-Pues su hijo Rafael, que no ha querido casarse. Ya va para viejo. Bien podría suceder que se acordara de nosotros, de sus hijos de usted y de mí, pues no tiene parentela más próxima.

-¡Ay! no lo dude usted: se acordará... -manifestó Doña Paca con grande animación en los ojos y en la palabra-. Si no se acordara, sería un puerco... Lo que me decían D. Francisco Morquecho y D. José María Porcell...

—213→

-¿Cuándo?

-Hace... no sé cuánto tiempo. Verdad que ya pasaron a mejor vida. Pero me parece que les estoy viendo... Fueron testamentarios de García de los Antrines, ¿no es cierto?

-Sí, señora. También yo les traté mucho. Eran amigos de mi casa, y les tengo muy presentes en mi memoria... Me parece que les estoy viendo con sus levitas negras de corte antiguo...

-Así, así.

-Sus corbatines de suela, y aquellos sombreros de copa que parecían la torre de Santa María...».

Prosiguió el coloquio con esta vaga fluctuación entre lo real y lo imaginativo; y en tanto, Benina, calle arriba, calle abajo, ya con la mente despejada, tranquilo el espíritu por la posesión de un caudal no inferior a tres duros y medio, pensaba que toda la tracamundana del conjuro de Almudena era simplemente un engaña-bobos. Más probable veía el éxito en la lotería, que no es, por más que digan, obra de la ciega casualidad, pues ¿quién nos dice que no anda por los aires un ángel o demonio invisible que se encarga de sacar la bola del gordo, sabiendo de antemano quién posee el número? Por esto se ven cosas tan raras: verbigracia, que se reparte el premio entre multitud de infelices —214→ que se juntaron para tal fin, poniendo este un real, el otro una peseta. Con tales ideas se dio a pensar quién le proporcionaría una participación módica, pues adquirir ella sola un décimo parecíale mucho aventurar. Con la Petra y su compañera Cuarto e kilo, que probaban fortuna en casi todas las extracciones, no quería cuentas, mejor se entendería para este negocio con Pulido, su compañero de mendicidad en la parroquia, del cual se contaba que hacía combinaciones de jugadas lotéricas con el burrero vecino de Obdulia; y para cogerle en su morada antes de que saliese a pedir, apresuró el paso hacia la calle de la Cabeza, y dio fondo en el establecimiento de burras de leche. En los establos de aquellas pacíficas bestias daban albergue a Pulido los honrados lecheros, gente buena y humilde. Una hermana de la burrera vendía décimos por las calles, y un tío del burrero, que tuvo el mismo negocio en la misma calle y casa, años atrás, se había sacado el gordo, retirándose a su pueblo, donde compró tierras. La afición se perpetuó, pues, en el establecimiento, formando hábito vicioso; y a la fecha de esta historia, con lo que los burreros llevaban gastado en quince años de jugadas, habrían podido triplicar el ganado asnal que poseían.

Tuvo Benina la suerte de encontrar a toda la —215→ familia reunida, ya de regreso las pollinas de su excursión matinal. Mientras estas devoraban el pienso de salvado, los racionales se entretenían en hacer cálculos de probabilidades, y en aquilatar las razones en que se podía fundar la certidumbre de que saliese premiado al día siguiente el 5.005, del cual poseían un décimo. Pulido, examinando el caso con su poderosa vista interior, que por la ceguera de los ojos corporales prodigiosamente se le aumentaba, remachó el convencimiento de los burreros, y en tono profético les dijo que tan cierto era que saldría premiado el 5.005, como que hay Dios en el Cielo y Diablo en los Infiernos. Inútil es decir que la pretensión de Benina cayó en aquella obcecada familia como una bomba, y que el primer impulso de todos fue negarle en absoluto la participación que solicitaba, pues ello equivalía a regalarle montones de dinero.

Picose la mendiga, diciéndoles que no le faltaban tres pesetas para tirarlas en un decimito,todo para ella, y este golpe de audacia produjo su efecto. Por último, se convino en que, si ella compraba el décimo, ellos le tomarían la mitad, dándole una participación de dos reales en el mágico 5.005, número seguro, tan seguro como estarlo viendo. Así se hizo: salió Benina, y llevó al poco rato un décimo del —216→ 4.844, el cual, visto por los otros, y oído cantar por el ciego, produjo en toda la cuadrilla lotérica la mayor confusión y desconcierto, como si por arte misterioso la suerte se hubiera pasado del uno al otro número. Por fin, hiciéronse los tratos y combinaciones a gusto de todos, y el burrero extendió las papeletas de participación, quedándose la anciana con seis reales en el suyo y dos en el otro. Salió Pulido refunfuñando, y se fue a su parroquia de muy mal talante, diciéndose que aquella eclesiástica pocritona había ido a quitarles la suerte; los burreros se despotricaron contra Obdulia, afirmando que no pagaba el pan y compraba tiestos de flores, y que el casero la iba a plantar en la calle; y Benina subió a ver a la niña, a quien encontró en manos de la peinadora, que trataba de arreglarle una bonita cabeza. Aquel día sus suegros le habían mandado albóndigas y sardinas en escabeche; Luquitas había entrado en casa a las seis de la mañana, y aún dormía como un cachorro. Pensaba la niña irse de paseo, ansiosa de ver jardines, arboledas, carruajes, gente elegante, y su peinadora le dijo que se fuera al Retiro, donde vería estas cosas, y todas las fieras del mundo, y además cisnes, que son, una comparanza, gansos de pescuezo largo. Al saber que Frasquito, enfermo, se hallaba recogido en casa de Doña —217→ Paca, mostró la niña sincera aflicción, y quiso ir a verle; pero Benina se lo quitó de la cabeza. Más valía que le dejara descansar un par de días, evitándole conversaciones deliriosas, que le trastornaban el seso. Asintiendo a estas discretas razones, Obdulia se despidió de su criada, persistiendo en irse de paseo, y la otra tomó el olivo presurosa hacia la calle de la Ruda, donde quería pagar deudillas de poco dinero. Por el camino pensó que le convendría ceder parte de la excesiva cantidad empleada en lotería, y a este fin hizo propósito de buscar al ciego moro para que jugase una peseta. Más seguro era esto que no la operación de llamar a los espíritus soterranos...

Esto pensaba, cuando se encontró de manos a boca con Petra y Diega, que de vender venían, trayendo entre las dos, mano por mano, una cesta con baratijas de mercería ordinaria. Paráronse con ganas de contarle algo estupendo y que sin duda la interesaba: «¿No sabe, maestra? Almudena la anda buscando.

-¿A mí? Pues yo quisiera hablar con él, por ver si quiere tomarme...

-Le tomará a usted medidas. Eso dice...

-¿Qué?

-Que está furioso... Loco perdido. A mí por poco me mata esta mañana de la tirria que me tiene. En fin, el disloque.

—218→

-Se muda de Santa Casilda... Se va a las Cambroneras.

-Le ha dado la tarantaina, y baila sobre un pie solo».

Prorrumpieron en desentonadas risas las dos mujerzuelas, y Benina no sabía qué decirles. Entendiendo que el africano estaría enfermo, indicó que pensaba ir a San Sebastián en su busca, a lo que replicaron las otras que no había salido a pedir, y que si quería la maestra encontrarle, buscárale hacia la Arganzuela o hacia la calle del Peñón, pues en tal rumbo le habían visto ellas poco antes. Fue Benina hacia donde se le indicaba, despachados brevemente sus asuntos en la calle de la Ruda; y después de dar vueltas por la Fuentecilla, y subir y bajar repetidas veces la calle del Peñón, vio al marroquí, que salía de casa de un herrero. Llegose a él, le cogió por el brazo y...

«Soltar mí, soltar mí tú... -dijo el ciego estremeciéndose de la cabeza a los pies, cual si recibiese una descarga eléctrica-. Mala tú, gañadora tú... matar yo ti».

Alarmose la pobre mujer, advirtiendo en el rostro de su amigo grandísima turbación: contraía y dilataba los labios con vibraciones convulsivas, desfigurando su habitual expresión fisonómica; manos y piernas temblaban; su voz había enronquecido.

—219→

«¿Qué tienes tú, Almudenilla? ¿Qué mosca te ha picado?

-Picar tú mí, mosca mala... Viner migo... Querer yo hablar tigo. Muquiermala ser ti...

-Vamos a donde quieras, hombre. ¡Si parece que estás loco!».

Bajaron a la Ronda, y el marroquí, conocedor de aquel terreno, guió hacia la fábrica del gas, dejándose llevar por su amiga cogido del brazo. Por angostas veredas pasaron al paseo de las Acacias, sin que la buena mujer pudiera obtener explicaciones claras de los motivos de aquella extraña desazón.

«Sentémonos aquí -dijo Benina al llegar junto a la Fábrica de alquitrán-; estoy cansadita.

-Aquí no... más abaixo...».

Y se precipitaron por un sendero empinadísimo, abierto en el terraplén. Hubieran rodado los dos por la pendiente si Benina no le sostuviera moderando el paso, y asegurándose bien de dónde ponía la planta. Llegaron, por fin, a un sitio más bajo que el paseo, suelo quebrado, lleno de escorias que parecen lavas de un volcán; detrás dejaron casas, cimentadas a mayor altura que las cabezas de ellos; delante tenían techos de viviendas pobres, a nivel más bajo que sus pies. En las revueltas de aquella hondonada se distinguían chozas míseras, y a lo —220→ lejos, oprimida entre las moles del Asilo de Santa Cristina y el taller de Sierra Mecánica, la barriada de las Injurias, donde hormiguean familias indigentes.

Sentáronse los dos. Almudena, dando resoplidos, se limpió el copioso sudor de su frente. Benina no le quitaba los ojos, atenta a sus movimientos, pues no las tenía todas consigo, viéndose sola con el enojado marroquí en lugar tan solitario. «A ver... amos... a ver por qué soy tan mala y tan engañadora. ¿Por qué?

-Poiqueti n'gañar mí. Yo quiriendo ti, tú quirierotro... Sí, sí... Señor bunito, cabaierogalán... ti queriendo él... Enfermo él casa Comadreja... tú llevar casa tuya él...quirido tuyo... quirido... rico él, señorito él...

-¿Quién te ha contado esas papas, Almudena? -dijo la buena mujer echándose a reír con toda su alma.

-No negar tú cosa... Tu n'fadar mí;riyendo tú mí...».

Al expresarse de este modo, poseído de súbito furor, se puso en pie, y antes de que Benina pudiera darse cuenta del peligro que la amenazaba, descargó sobre ella el palo con toda su fuerza. Gracias que pudo la infeliz salvar la cabeza apartándola vivamente; pero la paletilla, no. Quiso ella arrebatarle el palo; pero antes de que lo intentara recibió otro estacazo en el hombro, —221→ y un tercero en la cadera... La mejor defensa era la fuga. En un abrir y cerrar de ojos, se puso la anciana a diez pasos del ciego. Este trató de seguirla; ella le buscaba las vueltas; se ponía en lugar seguro, y él descargaba sus furibundos garrotazos en el aire y en el suelo. En una de estas cayó boca abajo, y allí se quedó cual si fuera la víctima, mordiendo la tierra, mientras la señora de sus pensamientos le decía: «Almudena, Almudenilla, si te cojo, verás... ¡tontaina, borricote!...».

Después de revolcarse en el suelo con epiléptica contracción de brazos y piernas, y de golpearse la cara y tirarse de los pelos, lanzando exclamaciones guturales en lengua arábiga, que Benina no entendía, rompió a llorar como un niño, sentado ya a estilo moro, y continuando en la tarea de aporrearse la frente y de clavar los dedos convulsos en su rostro. Lloraba con amargo desconsuelo, y las lágrimas calmaron sin duda, su loca furia. Acercose Benina un poquito, y vio su rostro inundado de llanto —222→ que le humedecía la barba. Sus ojos eran fuentes por donde su alma se descargaba del raudal de una pena infinita.

Pausa larga. Almudena, con voz quejumbrosa de chiquillo castigado, llamó cariñosamente a su amiga.

«Nina... amri... ¿Estar aquí ti?

-Sí, hijo mío, aquí estoy viéndote llorar como San Pedro después que hizo la canallada de negar a Cristo. ¿Te arrepientes de lo que has hecho?

-Sí, sí... amri... ¡Haber pegado ti!... ¿Doler ti mocha?

-¡Ya lo creo que me escuece!

-Yo malo... yorando mí días mochas, poique pegar ti... Amri, perdoñartú mí...

-Sí... perdonado... Pero no me fío.

-Tomar tú palo -le dijo alargándoselo- Venir qui... cabe mí. Coger palo y dar mí fuerte, hasta que matar tú mí.

-No me fío, no.

-Tomar tú este cochilo -añadió el africano sacando del bolso interior del chaquetón una herramienta cortante-. Mercarlo yo pa pegar ti... Matar tú mí con él, quitar vida mí. Mordejai no quierer vida... muerte sí, muerte...».

Como quien no hace nada, Benina se apoderó de las dos armas, palo y cuchillo, y arrimándose ya sin temor alguno al desdichado ciego, —223→ le puso la mano en el hombro. «Me has partido algún hueso, porque me duele mocha -le dijo-. A ver dónde me curo yo ahora... No, hueso roto no hay; pero me has levantado unos morcillones como mi cabeza, y el árnica que gaste yo esta tarde tú me la tienes que abonar.

-Dar yo ti... vida... Perdoñarmí... Yorar yo meses mochas, si tú no perdoñandomí... Estar loco... yo quierer ti... Si tú no quierer mí, Almudena matar si él sigo.

-Bueno va. Pero tú has tomado algún maleficio. ¡Vaya, que salir ahora con ese cuento de enamorarte de mí! ¿Pero tú no sabes que soy una vieja, y que si me vieras te caerías para atrás del miedo que te daba?

-No ser vieja tú... Yo quiriendo ti.

-Tú quieres a Petra.

-No... B'rracha... fea, mala... Tú ser muquier una sola... No haber otra mí».

Sin dar tregua a su intensa aflicción, cortando las palabras con los hondos suspiros y el continuo sollozar, torpe de lengua hasta lo sumo, declaró Almudena lo que sentía, y en verdad que si pudo entender Benina lenguaje tan extraño, no fue por el valor y sentido de los conceptos, sino por la fuerza de la verdad que el marroquí ponía en sus extrañísimas modulaciones, aullidos, desesperados gritos, y sofocados murmullos. Díjole que desde que el Rey —224→ Samdai le señaló la mujerúnica, para que le siguiera y de ella se apoderara, anduvo corriendo por toda la tierra. Más él caminaba, más delante iba la mujer, sin poder alcanzarla nunca. Andando el tiempo, creyó que la fugitiva era Nicolasa, que con él vivió tres años en vida errante. Pero no era; pronto vio que no era. La suya delante, siempre delante, entapujadita y sin dejarse ver la cara... Claro, que él veía la figura con los ojos del alma... Pues bueno: cuando conoció a Benina, una mañana que por primera vez se presentó ella en San Sebastián, llevada por Eliseo, el corazón, queriendo salírsele del pecho, le dijo: «Esta es, esta sola, y no hay otra». Más hablaba con ella, más se convencía de que era la suya; pero quería dejar pasar tiempo, y priebarlo mejor. Por fin llegó la certidumbre, y él esperando, esperando una ocasión de decírselo a ella... Así, cuando le contaron que Benina quería al galán bunito, y que se lo había llevado a su casa nada menos que en coche, le entró tal desconsuelo, seguido de tan espantosa furia, que el hombre no sabía si matarse o matarla... Lo mejor sería consumar a un tiempo las dos muertes, después de haber despachado para el otro mundo a media humanidad, repartiendo golpes a diestro y siniestro.

Oyó Benina con interés y piedad este relato, —225→ que aquí se da, para no cansar, reducido a mínimas proporciones; y como era mujer de buen sentido, no incurrió en la ligereza de engreírse con aquella pasión africana, ni tampoco hizo chacota de ella, como natural parecía, considerando su edad y las condiciones físicas del desdichado ciego. Manteniéndose en un justo medio de discreción, miraba sólo el fin inmediato de que su amigo se tranquilizara, apartando de su mente las ideas de muerte y exterminio. Explicole lo del galán bunito, procurando convencerle de que sólo un sentimiento de caridad habíala movido a llevarle a la casa de su señora, sin que mediase en ello el amor, ni cosa tocante a las relaciones de hombre y mujer. No se daba por convencido Mordejai, que planteó por fin la cuestión en términos que justificaban la veracidad y firmeza de su afecto, a saber: para que él creyese lo que Benina acababa de decirle, convenía que se lo demostrara con hechos, no con palabras, que el viento se lleva. ¿Y cómo se lo demostraría con hechos, de modo que él quedase plenamente satisfecho y convencido? Pues de un modo muy sencillo: dejando todo, su señora, casa suya,galán bunito; yéndose a vivir con Almudena, y quedando unidos ya los dos para toda la vida.

No respondió la anciana con negación rotunda por no excitarle más, y se limitó a presentarle —226→ los inconvenientes del abandono brusco de su señora, que se moriría si de ella se separase. Pero a todas estas razones oponía el marroquí, otras fortalecidas en el fuero y leyes de amor, que a todo se sobreponen. «Si tú quierer mí, amri, mí casar tigo».

Al hacer la oferta de su blanca mano, acompañándola de un suspirar tierno y de remilgos de vergüenza, con sus enormes labios que se dilataban hasta las orejas o se contraían formando un hocico monstruoso, Benina no pudo evitar una risilla de burla. Pero conteniéndose al instante, acudió a la respuesta con este discretísimo argumento:

«Hijo, así te llamo porque pudieras serlo... agradezco tu fineza; pero repara que he cumplido los sesenta años.

-Cumplir no cumplir sisenta, milienta, yo quierer ti.

-Soy una vieja, que no sirve para nada.

-Sirvi, amri; yo quiererti... tú mais que la luz bunita; moza tú.

-¡Qué desatino!

-Casar migo tigo, y dirnos migo con tú a terra mía, terra de Sus. Mi padre Saúl, rico él; mis germanos, ricos ellos; mi madre Rimna, rica bunita ella... quierer ti, dicir hija ti... Verásterra mía: aceita mocha, laranjas mochas... carnieras mochas padre mío... mochas arbolas cabe —227→ el río; casa grande... noria d'agua fresca... bunito; ni frío ni calora».

Aunque la pintura de tanta felicidad influía levemente en su ánimo, no se dejaba seducir Benina, y como persona práctica vio los inconvenientes de una traslación repentina a países tan distantes, donde se encontraría entre gentes desconocidas, que hablaban una lengua de todos los demonios, y que seguramente se diferenciarían de ella por las costumbres, por la religión y hasta por el vestido, pues allá, de fijo andaban con taparrabo... ¡Bonita estaría ella con taparrabo! ¡Vaya, que se le ocurrían unas cosas al buen Mordejai! Mostrándose afectuosa y agradecida, le argumentó con los inconvenientes de la precipitación en cosa tan grave como es el casarse de buenas a primeras, y correrse de un brinco nada menos que al África, que es, como quien dice, donde empiezan los Pirineos. No, no: había que pensarlo despacio, y tomarse tiempo para no salir con una patochada. Mucho más práctico, según ella, era dejar todo ese lío del casamiento y del viaje de novios para más adelante, ocupándose por el pronto en realizar, con todos los requisitos que aseguraran el éxito, el conjuro del rey Samdai. Si la cosa resultaba, como Almudena le aseguró, y venían a poder de ella las banastas de piedras preciosas, que tan fácilmente —228→ se convertirían en billetes de Banco, ya tenían todas las cuestiones resueltas, y lo demás prontamente se allanaría. El dinero es el arreglador infalible de cuantas dificultades hay en el mundo. Total: que ella se comprometía a cuanto él quisiera, y desde luego empeñaba su palabra de casorio y de seguirle hasta el fin del mundo, siempre y cuando el rey Samdai concediese lo que con todas las reglas, ceremonias y rezos benditos se le había de pedir.

Quedose meditabundo el africano al oír esto, y después se dio golpetazos en la frente, como hombre que experimenta gran confusión y desconsuelo. «Perdoñar mí tú... Olvidar mí dicer ti cosa.

-¿Qué? ¿Vas a salir ahora con inconvenientes? ¿Es que la operación no vale porque faltaría algún requisito?

-Olvidar mírequesito... No valer, poique ser tú muquier.

-¡Condenado! -exclamó Benina sin poder contener su enojo-, ¿por qué no empezaste por ahí? Pues si el primerrequesito es ser hombre... ¡a ver!

-Perdoñar mí... Olvidar cosa migo.

-Tú no tienes la cabeza buena. ¡Vaya una plancha! Pero ¡ay! la culpa es mía, por haberme creído las paparruchas que inventan en tu tierra maldecida, y en esa tu religión de los demonios —229→ coronados. No, no lo creí... Era que la pobreza me cegaba... Y no lo creo, no. Perdóneme Dios el mal pensamiento de llamar al diablo con todos esos arrumacos; perdóneme también la Virgen Santísima.

-Si no valer eso poique ser tú muquier... -replicó Almudena vergonzoso-, saber mí otra cosa... que si jacer tú, coger has tú tuda la diniera que tú querier.

-No, no me engañas otra vez. ¡Buen pájaro estás tú!... Ya no creo nada de lo que me digas.

-Por la bendita luz, verdad ser... Rayo del cielo matar mí, si n'gañar ti... ¡Cogerdiniero, mocha diniero!

-¿Cuándo?

-Cuando quiriendotú.

-A ver... Aunque no he de creerlo, dímelo pronto.

-Yo dar ti p'peleto...

-¿Un papelito?

-Sí... Poner tú punta lluengua...

-¿En la punta de la lengua?

-Sí: entrar con ello Banco, p'peleto en llengua, y naide ver ti. Poder coger diniero tuda... No ver ti naide.

-Pero eso es robar, Almudena.

-Naide ver, naide a ti dicir naida.

-Quita, quita... Yo no tengo esas mañas. Robar, no. ¿Que no me ven? Pero Dios me verá».

—230→

No desistía el apasionado marroquí de ganar la voluntad de la dama (que así debemos llamarla en este caso, toda vez que como tal él la veía con los ojos de su alma); y conociendo que los medios positivos eran los más eficaces, y que antes que las razones con que él pudiera expugnarla la rendiría su propia codicia y el anhelo de enriquecerse, se arrancó con otro sortilegio, producto natural de su sangre semítica y de su rica imaginación. Díjole que entre todos los secretos de que por favor de Dios era depositario, había uno que no pensaba confiar más que a la persona que fuese dueña de todo su cariño; y como esta persona era ella, la mujer soñada, la mujer prometida por el soberano Samdai, a ella sola revelaba el infalible procedimiento para descubrir los tesoros soterrados. Aunque afectaba Benina no dar crédito a tales historias, ello es que no perdió sílaba del relato que Almudena le hizo. La cosa era muy sencilla, por él pintada, aunque las dificultades prácticas para llegar a producir el —231→ mágico efecto saltaban a la vista. La persona que quisiera saber, siguro, siguro, dónde había dinero escondido, no tenía más que abrir un hoyo en la tierra, y estarse dentro de él cuarenta días, en paños menores, sin otro alimento que harina de cebada sin sal, ni más ocupación que leer un libro santo, de luengas hojas, y meditar, meditar sobre las profundas verdades que aquellas escrituras contenían...

-¿Y eso tengo que hacerlo yo? -dijo Benina impaciente-. ¡Apañado estás! ¿Y ese libro está escrito en tu lengua? Tonto, ¿cómo voy a leer yo esos garrapatos, si en mi propio castellano natural me estorba lo negro?

-Leyerlo mí... leyer tú.

-Pero en ese agujero bajo tierra, que será la casa de los topos, ¿podemos estar los dos?

-Siguro.

-Bueno. Y para poder ver bien la letra de ese libro -dijo con sorna la dama-, llevarás antiparras de ciego...

-Mí saberlo de memueria -replicó impávido el africano».

La operación, pasados los cuarenta días de penitencia, terminaba por escribir en un papelito, como los de cigarro, ciertas palabras mágicas que él sabía, él solo; luego se soltaba el papelito en el aire, y mientras el viento lo llevaba de aquí para allá, ella y él rezarían devotamente —232→ oraciones mochas, sin quitar los ojos del papel volante. Allí donde cayese, se encontraría, cavando, cavando, el tesoro soterrado, probablemente una gran olla repleta de monedas de oro.

Manifestó Benina su incredulidad soltando la risa; pero alguna huella dejaba en su espíritu la nueva quisicosa para encontrar tesoros, porque con toda formalidad se dejó decir: «No creo yo que haya dinero enterrado en los campos. Puede que en tu tierra se den esos casos; pero lo que es aquí... donde lo tienes es en los patios, en las corraladas, debajo del suelo de las leñeras, almacenes y bodegas, y, si a mano viene, empotrado en las paredes...

-Mismo poder yo discubrierlo él... Yo dicer ti, si tú quiriendomí, si tú casar migo.

-Ya trataremos de eso más despacio -dijo Benina quitándose el pañuelo y volviéndoselo a poner, señal de impaciencia y ganas de marcharse.

-No dirti tú, amri, no -murmuró el ciego quejumbroso, agarrándola por la falda.

-Es tarde, hijo, y hago falta en casa.

-Tú migo siempre.

-No puede ser por ahora. Ten paciencia, hijo».

Poseído nuevamente de furor, al sentir que se levantaba, se arrojó sobre ella, clavándole la zarpa en los brazos, y manifestando con rugidos, —233→ más que con voces, su ardiente anhelo de tenerla en su compañía. «Mí queriendoti... Matar mí, ajogar mismo yo en río, si tú no venier mí...

-Déjame por Dios, Almudena -dijo con acento de aflicción la dama, creyendo vencerle mejor con súplicas afectuosas-. Yo te quiero; pero me llaman mis obligaciones.

-Matar yo galán bunito -gritó el ciego apretando los puños, y dando algunos pasos hacia la anciana, que medrosa se había apartado de él.

-Ten juicio; si no, no te quiero... Vámonos. Si me prometes ser bueno y no pegarme, iremos juntos.

-Piegar ti no, no... quiriendo ti más que a la bendita luz.

-Pues si no me pegas, vamos -dijo Benina, aproximándose cariñosa, y cogiéndole por el brazo».

Apaciguado el buen Mordejai, emprendieron otra vez la marcha hacia arriba, y por el camino dijo el ciego a la dama que se había despedido de Santa Casilda, por romper con la Petra; y como los tiempos venían malos y no se ganaban perras, pensaba trasladarse aquella misma tarde a las Cambroneras, cabe el Puente de Toledo, pues en aquel barrio había estancias para dormir por solos diez céntimos cada noche. No aprobó Benina el cambio de domicilio, —234→ porque allí, según había oído, vivían en grande estrechez e incomodidad los pobres, amontonados y revueltos en cuartuchos indecentes; pero él insistió, dolorido y melancólico, asegurando que quería estar mal, hacer penitencia, pasarse los días yorando, yorando, hasta conseguir que Adonai ablandase el corazón de la mujer amada. Suspiraron ambos, y silenciosos subieron toda la calle de Toledo.

Como Benina le ofreciese un duro para la mudanza, Almudena expresó un desinterés sublime: «Noquerierdiniero... Diniero cosa puerca... ascodiniero... Mí quierer amri... muquier mía migo.

-Bueno, bueno: ten paciencia -le dijo Benina, temerosa de que se descompusiera al final de la jornada-. Yo te prometo que mañana hablaremos de eso.

-¿Viner tú Cambroneras?

-Sí, te lo prometo.

-Mí no golver pirroquia... Carga mí gente suberbiosa: Casiana, Eliseo... asco mí genta. Mí pedir Puenta Tolaido...

-Espérame mañana... y prométeme tener juicio.

-Yorando,yorando mí.

-¿Pero a qué vienen esos lloriqueos?... Almudenilla, si yo te quiero... Amos, no me des disgustos.

—235→

-Ora ti, casa tuya, ver galán bunito, jacer tú cariños él.

-¿Yo? ¡Estás fresco! ¡Sí, sí, para él estaba! ¿Pero tú qué te has creído? ¡Valiente caso hago yo de esa estantigua! Tiene más años que la Cuesta de la Vega: es pariente de mi señora, y por encargo de esta se le recogió para llevarle a casa.

Mam'rracho él!

-¡Y tan mamarracho! Ni hay comparanza entre él y tú... En fin, chico: tengo mucha prisa. Adiós. Hasta mañana».

Aprovechando un momento en que el marroquí se quedaba como lelo, apretó a correr, dejándole arrimadito a la pared, junto a la tienda llamada del Botijo. Era la única forma posible de separación, dada la tenaz adherencia del pobre ciego. Desde lejos le miró Benina, inmóvil, la cabeza caída. Pasado un rato, se dejó caer en el suelo, y allí le vieron toda la tarde los transeúntes, sentado, mudo, la negra mano extendida.

No encontró la Nina en su casa grandes novedades, como por tal no se tuviera el contento de Doña Paca, que no cesaba de alabar la finura de su huésped, y la gracia con que a la conversación traía los recuerdos de Algeciras y Ronda. Sentíase la buena señora transportada a sus verdes años; casi olvidaba su pobreza, —236→ y movida del generoso instinto que en aquella edad primera había sido fundamento de su carácter imprevisor y de sus desgracias, propuso a Nina que se trajeran para Frasquito dos botellas de Jerez, pavo en galantina, huevo hilado, y cabeza de jabalí.

«Sí, señora -replicó la criada-: todo eso traeremos, y luego nos vamos a la cárcel, para ahorrar a los tenderos el trabajo de llevarnos. ¿Pero usted se ha vuelto loca? Para esta noche haré unas sopas de ajo con huevos, y san sacabó. Crea usted que a ese caballero le sabrán a gloria, acostumbrado como está a comistrajos indecentes.

-Bueno, mujer. Se hará lo que tú quieras.

-En vez de cabeza de jabalí, pondremos cabeza de ajo.

-Creo, con tu permiso, que en todas las circunstancias, aunque sea sacrificándose, debe una portarse como quien es. En fin, ¿cuánto dinero tenemos?

-Eso a usted no le importa. Déjeme a mí, que ya sabré arreglarme. Cuando se acabe, no es usted quien ha de ir a buscarlo.

-Ya, ya sé que irás tú y lo buscarás. Yo no sirvo para nada.

-Sí sirve usted; y ahora, ayúdeme a pelar estas patatitas.

-Lo que quieras. ¡Ah!... se me olvidaba. —237→ Frasquito toma té... y como está tan delicadillo, hay que traerlo bueno.

-Del mejor. Iré por él a la China.

-No te burles. Vas a la tienda, y pides del que llamanmandarín. Y de paso te traes un quesito bueno para postre...

-Sí, sí... eche usted y no se derrame.

-Ya ves que está acostumbrado a comer en casas grandes.

-Justamente: como la taberna de Boto, en la calle del Ave María... ración de guisado, a real; con pan y vino, treinta y cinco céntimos.

-Estás hoy... que no se te puede aguantar. Pero a todo me avengo, Nina. Tú mandas.

-¡Ay, si yo no mandara, bonitas andaríamos! Ya nos habrían llevado a San Bernardino o al mismísimo Pardo».

Bromeando así llegó la noche, y cenando frugalmente, alegres los tres y resignados con la pobreza, mal tolerable y llevadero cuando no falta un pedazo de pan con que matar el hambre. Y el historiador debe hacer constar asimismo que el buen temple en que estaba Doña Paca se torció un poco al recogerse las dos en la alcoba, la señora en su cama, Benina en el suelo, por haber cedido su lecho a Frasquito. Como la viuda de Zapata era tan voluble de genio, en un instante, sin que se supiera el motivo, pasaba de la bondad apacible a la ira insana, de la —238→ credulidad infantil a la desconfianza marrullera, de las palabras razonables a los disparates más absurdos. Conocía muy bien la criada este fácil girar de los pensamientos y la voluntad de su señora, a quien comparaba con una veleta; y sin tomar a pecho sus displicencias y raptos de ira, esperaba que cambiase el viento. En efecto, este variaba de improviso, rolando al cuadrante bueno; y si en un momento la malva se había convertido en cardo, en otro momento tornaba a su primera condición.

El mal humor de Doña Paca en la noche a que me refiero, debe atribuirse, según datos fehacientes, a que Frasquito, en sus conversaciones de la tarde, y en los ratos de la cena y sobremesa de esta, mostró por Benina unas preferencias que lastimaron profundamente el amor propio de la viuda infeliz. A Benina manifestaba el buen señor casi exclusivamente su gratitud, reservando para la señora una cortés deferencia; para Benina eran todas sus sonrisas, sus frases más ingeniosas, la ternura de sus ojos lánguidos, como de carnero a medio morir; y a tantas indiscreciones unió Ponte la de llamarla ángel como unas doscientas veces en el curso de la frugal cena.

Y dicho esto, oigamos a Doña Paca, entre sábanas metida, mientras la otra se acostaba en el suelo: «Pues, hija, nadie me quita de la cabeza —239→ que le has dado un bebedizo a este pobre señor. ¡Vaya cómo te quiere! Si no fueras una vieja feísima y sin ninguna gracia, creería que le habías hecho tilín... Cierto que eres buena, caritativa, que sabes ganar la simpatía por lo bien que atiendes a todo, y por tu dulzura y ese modito suave... que bien podría engañar a los que no te conocen... Pero con todas esas prendas, imposible que un hombre tan corrido se prende de ti... Si te lo crees y por ello estás inflada de orgullo, mi parecer es que no te compongas, pobre Nina. Siempre serás lo que fuistes... y no temas que yo le quite a D. Frasquito la ilusión, contándole tus malas mañas, lo sisona que eras, y otras cosillas, otras cosillas que tú sabes, y yo también...».

Callaba Benina, tapándose la boca con la sábana, y esta humildad y moderación encendieron más el rencorcillo de la viuda de Zapata, que prosiguió molestando a su compañera: «Nadie reconoce como yo tus buenas cualidades, porque las tienes; pero hay que ponerte siempre a distancia, no dejarte salir de tu baja condición, para que no te desmandes, para que no te subas a las barbas de los superiores. Acuérdate de las dos veces que tuve que echarte de mi casa por sisona... ¡A tal extremo llegó tu descaro, ¿qué digo descaro? tu cinismo en aquel vicio feo, que... vamos, yo, que jamás he hecho —240→ una cuenta, ni me gusta, veía mi dinero pasando de mi bolsillo al tuyo... en chorro continuo!... Pero ¿qué? ¿No dices nada?... ¿No contestas? ¿Te has vuelto muda?

-Sí, señora, me he vuelto muda -fue la única respuesta de la buena mujer-. Puede que cuando la señora se canse y cierre el pico, lo abra yo para decirle... en fin, no digo nada».

«Ja, ja... Di lo que quieras... -prosiguió Doña Paca-. ¿Te atreverías a decir algo ofensivo de mí? ¡Que no he sabido llevar el Cargo y Data! ¿Y qué? ¿Quién te ha dicho a ti que las señoras son tenedoras de libros? El no llevar cuentas ni apuntar nada, no era más que la forma natural de mi generosidad sin límites. Yo dejaba que todo el mundo me robase; veía la mano del ladrón metiéndose en mi bolsillo, y me hacía la tonta... Yo he sido siempre así. ¿Es esto pecado? El Señor me lo perdonará. Lo que Dios no perdona, Benina, es la hipocresía, los procederes solapados, y el estudio con que algunas personas componen sus actos para parecer mejores —241→ de lo que son. Yo siempre he llevado el alma en mi rostro, y me he presentado a los ojos de todo el mundo como soy, como era, con mis defectos y cualidades, tal como Dios me hizo... ¿Pero tú no tienes nada que contestarme?... ¿O es que no se te ocurre nada para defenderte?

-Señora, callo, porque estoy dormida.

-No, tú no duermes, es mentira: la conciencia no te deja dormir. Reconoces que tengo razón, y que eres de las que se componen para disimular y esconder sus maldades... No diré que sean precisamente maldades, tanto no. Soy generosa en esto como en todo, y diréflaquezas... pero ¡qué flaquezas! Somos frágiles: verdaderamente tú puedes decir: «No me llamo Benina, sino Fragilidad...». Pero no te apures, pues ya sabes que no he de ir con cuentos al Sr. de Ponte para desprestigiarte, y deshojar la flor de sus ilusiones... ¡Qué risa!... No viendo en ti, como no puede verlo, una figura elegante, ni un rostro fresco y sonrosado, ni modales finos, ni educación de señora, ni nada de eso, que es por lo que se enamoran los hombres, habrá visto... ¿qué? Por Dios que no acierto. Si tú fueras franca, que no lo eres, ni lo serás nunca... ¿Oyes lo que digo?

-Sí, señora, oigo.

-Si tú fueras franca, me dirías que el Sr. de Ponte te llama ángel por lo bien que haces —242→ las sopas de ajo, acartonaditas... Y ¿te parece a ti que esto es suficiente motivo para que a una mujer la llamen ángel con todas sus letras?

-¿Pero a usted qué le importa?... Deje al Sr. de Ponte Delgado que me ponga los motes que quiera.

-Tienes razón, sí, sí... Puede que te lo diga irónicamente, que estos señorones, muy curtidos en sociedad, emplean a menudo la ironía, y cuando parece que nos alaban, lo que hacen es tomarnos el pelo, como suele decirse... Por si el hombre va por derecho, y se ha prendado de ti con buen fin... que todo podría ser, Benina... se ven cosas muy raras... tú debes proceder con lealtad, y confesarle tus máculas, no vaya a creer Frasquito que la pureza de los ángeles del cielo es cualquier cosa comparada con tu pureza. Si así no lo haces, eres una mala mujer... La verdad, Nina, en estos casos, la verdad. El hombre se ha creído que eres un prodigio de conservación, ja, ja... que has hecho un milagro, pues milagro sería, en plena vida de Madrid y en la clase de servicio doméstico, una virginidad de sesenta años... Puedes plantarte en los cincuenta y cinco, si así te conviene... Pero si le engañas en la edad, que esta es superchería muy corriente en nuestro sexo, no andes con bromas en lo que es de ley moral, Nina; eso no. Mira, hija, yo te quiero mucho, y como señora —243→ tuya y amiga te aconsejo que le hables clarito, que le cuentes tus faltas y caídas. Así el buen señor no se llamará a engaño, si andando el tiempo descubre lo que tú ahora le ocultaras. No, Nina, no; hija mía, dile todo, aunque se te ponga la cara muy colorada, y se te congestione la verruga que llevas en la frente. Confiesa tu grave falta de aquellos tiempos, cuando contabas treinta y cinco años... y ten valor para decirle: «Sr. D. Frasquito, yo quise a un guardia civil que se llamaba Romero, el cual me tuvo trastornada más de dos años, y al fin se negó a casarse conmigo...». Vamos, mujer, no es para que te pongas como la grana. Después de todo, ¿qué ha sido ello? Querer a un hombre. Pues para eso han venido las mujeres al mundo: para querer a los hombres. Tuviste la desgracia de tropezar con uno, que te salió malo. Cuestión de suerte, hija. Ello es que estuviste loca por él... Bien me acuerdo. No se te podía aguantar; no hacías nada al derecho. Sisabas de lo lindo, y mientras tú no tenías un traje decente, a él no le faltaban buenos puros... A mí, que veía tus padecimientos y tu ceguera, pues atormentada y sin un día de tranquilidad, en vez de huir del suplicio, ibas a él; a mí, que vi todo esto, nadie tiene que contármelo, Nina. Conozco la historia, aunque no la sé toda entera, porque algo me has ocultado —244→ siempre... y a mí me refirieron cosas que no sé si son ciertas o no... Dijéronme que de tus amores tuviste...

-Eso no es verdad.

-Y que lo echaste a la Inclusa...

-Eso no es verdad -repitió Benina con acento firme y sonora voz, incorporándose en el lecho. Al oírla, calló súbitamente Doña Paca, como el ratoncillo nocturno que cesa de roer al sentir los pasos o la voz del hombre. Oyose tan sólo, durante largo rato, alguno que otro suspiro hondísimo de la señora, que después empezó a quejarse y a gruñir por lo bajo. La otra no chistaba. Había hecho rápida crisis el genio de la infeliz señora, determinándose un brusco giro de la veleta. La ira y displicencia trocáronse al punto en blandura y mimo. No tardó en presentarse el síntoma más claro de la sedación, que era un vivo arrepentimiento de todo lo que había dicho y la vergüenza de recordarlo, pues no significaban otra cosa los gruñidos, y el quejarse de imaginarios dolores. Como Benina no respondiera a estas demostraciones, Doña Paca, ya cerca de media noche, se arrancó a llamarla: «Nina, Nina, ¡si vieras qué mala estoy! ¡Vaya una nochecita que estoy pasando! Parece que me aplican un hierro caliente al costado, y que me arrancan a tirones los huesos de las piernas. Tengo la cabeza como si me hubieran —245→ sacado los sesos, poniéndome en su lugar miga de pan y perejil muy picadito... Por no molestarte, no te he dicho que me hagas una tacita de tila, que me refriegues la espalda, y que me des una papeleta de salicilato, de bromuro, o de sulfonal... Esto es horrible. Estás dormida como un cesto. Bien, mujer, descansa, engorda un poquito... No quiero molestarte».

Sin despegar los labios, abandonaba Nina el jergón, y, echándose una falda, hacía la taza de tila en la cocinilla económica, y antes o después daba la medicina a la enferma, y luego las friegas, y por fin acostábase con ella para arrullarla como a un niño, hasta que conseguía dormirla. Anhelando olvidar la señora su anterior desvarío, creía que el mejor medio era borrar con expresiones cariñosas las malévolas ideas de antes, y así, mientras su compañera la arrullaba, decíale: «Si yo no te tuviera, no sé qué sería de mí. Y luego me quejo de Dios, y le digo cosas, y hasta le insulto, como si fuera un cualquiera. Verdad que me priva de muchos bienes; pero me ha dado tu compañía y amistad, que vale más que el oro y la plata y los brillantes... Y ahora que me acuerdo, ¿qué me aconsejas tú que debo hacer para el caso de que vuelvan D. Francisco Morquecho y D. José María Porcell con aquella embajada de la herencia?...

—246→

-Pero, señora, si eso lo ha soñado usted... y los tales caballeros hace mil años que están muy achantaditos debajo de la tierra.

-Dices bien: yo lo soñé... Pero si no aquellos, otros puede que vengan con la misma música el mejor día.

-¿Quién dice que no? ¿Ha soñado usted con cajas vacías? Porque eso es señal de herencia segura.

-¿Y tú, qué has soñado?

-¿Yo? Anoche, que nos encontrábamos con un toro negro.

-Pues eso quiere decir que descubriremos un tesoro escondido... Mira tú, ¿quién nos dice que en esta casa antigua, que habitaron en otro tiempo comerciantes ricos, no hay dentro de tal pared o tabique alguna olla bien repleta de peluconas?

-Yo he oído contar que en el siglo pasado vivieron aquí unos almacenistas de paños, poderosos, y cuando se murieron... no se encontró dinero ninguno. Bien pudiera ser que lo emparedaran. Se han dado casos, muchos casos.

-Yo tengo por cierto que dinero hay en esta finca... Pero a saber dónde demontres lo escondieron esos indinos. ¿No habría manera de averiguarlo?

-¡No sé... no sé! -murmuró Benina, dejando —247→ volar su mente vagarosa hacia los orientales conjuros propuestos por Almudena.

-Y si en las paredes no, debajo de los baldosines de la cocina o de la despensa puede estar lo que aquellos señores escondieron, creyendo que lo iban a disfrutar en el otro mundo.

-Podrá ser... Pero es más probable que sea en las paredes, o, un suponer, en los techos, entre las vigas...

-Me parece que tienes razón. Lo mismo puede ser arriba que abajo. Yo te aseguro que cuando piso fuerte en los pasillos y en el comedor, y se estremece todo el caserón como si quisiera derrumbarse, me parece que siento un ruidillo... así como de metales que suenan y hacen tilín... ¿No lo has sentido tú?

-Sí, señora.

-Y si no, haz la prueba ahora mismo. Date unos paseos por la alcoba, pisando fuerte, y oiremos...».

Hízolo Benina como su señora mandaba, con no menos convicción y fe que ella, y en efecto... oyeron un retintín metálico, que no podía provenir más que de las enormes cantidades de plata y oro (más oro que plata seguramente) empotradas en la vetusta fábrica. Con esta ilusión se durmieron ambas, y en sueños seguían oyendo el tin, tin...

La casa era como un inmenso cuerpo, y sudaba, —248→ y por cada uno de sus infinitos poros soltaba una onza, o centén, o monedita de veintiuno y cuartillo.

A la mañanita del siguiente día iba Benina camino de las Cambroneras, con su cesta al brazo, pensando, no sin inquietud, en las exaltaciones del buen Almudena, que le llevarían de pronto a la locura, si ella, con su buena maña, no lograba contenerle en la razón. Más abajo de la Puerta de Toledo encontró a la Burlada y a otra pobre que pedía con un niño cabezudo. Díjole su compañera de parroquiaque había trasladado su domicilio al Puente, por no poderse arreglar en el riñón de Madrid con la carestía de los alquileres y la mezquindad del fruto de la limosna. En una casucha junto al río le daban hospedaje por poco más de nada, y a esta ventaja unía la de ventilarse bien en los paseos que se daba mañana y tarde, del río al punto y del puntoal río. Interrogada por Benina acerca del ciego moro y de su vivienda, respondió que le había visto junto a la fuentecilla, —249→ pasado el Puente, pidiendo; pero que no sabía dónde moraba. «Vaya, con Dios, señora -dijo la Burlada despidiéndose-. ¿No va usted hoy al punto? Yo sí... porque aunque poco se gana, allí tiene una su arreglo. Ahora me dan todas las tardes un buen platao de comida en ca el señor banquero, que vive mismamente de cara a la entrada por la calle de las Huertas, y vivo como una canóniga, gozando de ver cómo se le afila la jeta a la Caporala cuando la muchacha del señor banquero me lleva mi gran cazolón de comestible... En fin: con esto y algo que cae, vivimos,Doña Benina, y puede una chincharse en las ricas. Adiós, que lo pase bien, y que encuentre a su moro con salud... Vaya, conservarse».

Siguió cada cual su rumbo, y a la entrada del Puente, dirigiose Benina por la calzada en declive que a mano derecha conduce al arrabal llamado de las Cambroneras, a la margen izquierda del Manzanares, en terreno bajo. Encontrose en una como plazoleta, limitada en el lado de Poniente por un vulgar edificio, al Sur por el pretil del contrafuerte del puente, y a los otros dos lados por desiguales taludes y terraplenes arenosos, donde nacen silvestres espinos, cardos y raquíticas yerbas. El sitio es pintoresco, ventilado, y casi puede decirse alegre, porque desde él se dominan las verdes márgenes —250→ del río, los lavaderos y sus tenderijos de trapos de mil colores. Hacia Poniente se distingue la sierra, y a la margen opuesta del río los cementerios de San Isidro y San Justo, que ofrecen una vista grandiosa con tanto copete de panteones y tanto verdor obscuro de cipreses... La melancolía inherente a los camposantos no les priva, en aquel panorama, de su carácter decorativo, como un buen telón agregado por el hombre a los de la Naturaleza.

Al descender pausadamente hacia la explanada, vio la mendiga dos burros... ¿qué digo dos? ocho, diez o más burros, con sus collarines de encarnado rabioso, y junto a ellos grupos de gitanos tomando el sol, que ya inundaba el barrio con su luz esplendorosa, dando risueño brillo a los colorines con que se decoraban brutos y personas. En los animados corrillos todo era risas, chacota, correr de aquí para allá. Las muchachas saltaban; los mozos corrían en su persecución; los chiquillos, vestidos de harapos, daban volteretas, y sólo los asnos se mantenían graves y reflexivos en medio de tanta inquietud y algarabía. Las gitanas viejas, algunas de tez curtida y negra, comadreaban en corrillo aparte, arrimaditas al edificio grandón, que es una casa de corredor de regular aspecto. Dos o tres niñas lavaban trapos en el charco que hacia la mitad de la explanada se forma —251→ con las escurriduras y desperdicios de la fuente vecinal. Algunas de estas niñas eran de tez muy obscura, casi negra, que hacía resaltar las filigranas colgadas de sus orejas; otras de color de barro, todas ágiles, graciosas, esbeltísimas de talle y sueltas de lengua. Buscó la anciana entre aquella gente caras conocidas; y mira por aquí y por allá, creyó reconocer a un gitano que en cierta ocasión había visto en el Hospital, yendo a recoger a una amiga suya. No quiso acercarse al grupo en que el tal con otros disputaba sobre un burro, cuyas mataduras eran objeto de vivas discusiones, y aguardó ocasión favorable. Esta no tardó en venir, porque se enredaron a trompada limpia dos churumbeles, el uno con las perneras abiertas de arriba abajo, mostrando las negras canillas; el otro con una especie de turbante en la cabeza, y por todo vestido un chaleco de hombre: acudió el gitano a separarlos; ayudole Benina, y a renglón seguido le embocó en esta forma:

«Dígame, buen amigo: ¿ha visto por aquí ayer y hoy a un ciego moro que le llaman Almudena?

-Sí, señora:halo visto... jablao con él -replicó el gitano, mostrando dos carreras de dientes ideales por su blancura, igualdad y perfecta conservación, que se destacaban dentro del estuche de dos labios enormes y carnosos, —252→ de un violado retinto-. Le vide en la puente... díjome que moraba dende anoche en las casas de Ulpiano... y que... no sé qué más... Desapártese, buena mujer, que esta bestia es mu desconsiderá, y cocea...».

Huyó Benina de un brinco, viendo cerca de sí las patas traseras de un grandísimo burro, que dos gandules apaleaban, como para conocerle las mañas y proveer a su educación asnal y gitanesca, y se fue hacia las casas que le indicó con un gesto el de la perfecta dentadura.

Arranca de la explanada un camino o calle tortuosa en dirección a la puente segoviana. A la izquierda, conforme se entra en él, está la casa de corredor, vasta colmena de cuartos pobres que valen seis pesetas al mes, y siguen las tapias y dependencias de una quinta o granja que llaman de Valdemoro. A la derecha, varias casas antiquísimas, destartaladas, con corrales interiores, rejas mohosas y paredes sucias, ofrecen el conjunto más irregular, vetusto y mísero que en arquitectura urbana o campesina puede verse. Algunas puertas ostentan lindos azulejos con la figura de San Isidro y la fecha de la construcción, y en los ruinosos tejados, llenos de jorobas, se ven torcidas veletas de chapa de hierro, graciosamente labrado. Al aproximarse, notando Benina que alguien se —253→ asomaba a una reja del piso bajo, hizo propósito de preguntar: era un burro blanco, de orejas desmedidas, las cuales enfiló hacia afuera cuando ella se puso al habla. Entró la anciana en el primer corral, empedrado, todo baches, con habitaciones de puertas desiguales y cobertizos o cajones vivideros, cubiertos de chapa de latón enmohecido: en la única pared blanca o menos sucia que las demás, vio un barco pintado con almazarrón, fragata de tres palos, de estilo infantil, con chimenea de la cual salían curvas de humo. En aquella parte, una mujer esmirriada lavaba pingajos en una artesa: no era gitana, sino paya. Por las explicaciones que esta le dio, en la parte de la izquierda vivían los gitanos con sus pollinos, en pacífica comunidad de habitaciones; por lecho de unos y otros el santo suelo, los dornajos sirviendo de almohadas a los racionales. A la derecha, y en cuadras también borriqueñas, no menos inmundas que las otras, acudían a dormir de noche muchos pobres de los que andan por Madrid: por diez céntimos se les daba una parte del suelo, y a vivir. Detalladas las señas de Almudena por Benina, afirmó la mujer que, en efecto, había dormido allí; pero con los demás pobres se había largado tempranito, pues no brindaban aquellos dormitorios a la pereza. Si la señora quería algún recado para el ciego moro, ella se lo daría, —254→ siempre y cuando viniese la segunda noche a dormir.

Dando las gracias a la esmirriada, salió Benina, y se fue por toda la calle adelante, atisbando a un lado y otro. Esperaba distinguir en alguno de aquellos calvos oteros la figura del marroquí tomando el sol o entregado a sus melancolías. Pasadas las casas de Ulpiano, no se ven a la derecha más que taludes áridos y pedregosos, vertederos de escombros, escorias y arena. Como a cien metros de la explanada hay una curva o más bien zig-zag, que conduce a la estación de las Pulgas, la cual se reconoce desde abajo por la mancha de carbón en el suelo, las empalizadas de cerramiento de vía, y algo que humea y bulle por encima de todo esto. Junto a la estación, al lado de Oriente, un arroyo de aguas de alcantarilla, negras como tinta, baja por un cauce abierto en los taludes, y salvando el camino por una atarjea, corre a fecundar las huertas antes de verterse en el río. Detúvose allí la mendiga, examinando con su vista de lince el zanjón, por donde el agua se despeña con turbios espumarajos, y las huertas, que a mano izquierda se extienden hasta el río, plantadas de acelgas y lechugas. Aún siguió más adelante, pues sabía que al africano le gustaba la soledad del campo y la ruda intemperie. El día era apacible: luz vivísima acentuaba el verde —255→ chillón de las acelgas y el morado de las lombardas, derramando por todo el paisaje notas de alegría. Anduvo y se paró varias veces la anciana, mirando las huertas que recreaban sus ojos y su espíritu, y los cerros áridos, y nada vio que se pareciese a la estampa de un moro ciego tomando el sol. De vuelta a la explanada, bajó a la margen del río, y recorrió los lavaderos y las casuchas que se apoyan en el contrafuerte, sin encontrar ni rastros de Mordejai. Desalentada, se volvió a los Madriles de arriba, con propósito de repetir al día siguiente sus indagaciones.

En su casa no encontró novedad; digo, sí: encontró una, que bien pudiera llamarse maravilloso suceso, obra del subterráneo genio Samdai. A poco de entrar, díjole Doña Paca con alborozo: «Pero, mujer, ¿no sabes...? Deseaba yo que vinieras para contártelo...

-¿Qué, señora?

-Que ha estado aquí D. Romualdo.

-¡D. Romualdo!... Me parece que usted sueña.

-No sé por qué... ¿Es cosa del otro mundo que ese señor venga a mi casa?

-No; pero...

-Por cierto que me ha dado qué pensar... ¿Qué sucede?

-No sucede nada.

—256→

-Yo creí que había ocurrido algo en casa del señor sacerdote, alguna cuestión desagradable contigo, y que venía a darme las quejas.

-No hay nada de eso.

-¿No le viste tú salir de casa? ¿No te dijo que acá venía?

-¡Qué cosas tiene! Ahora me va a decir a mí el señor a dónde va, cuando sale.

-Pues es muy raro...

-Pero, en fin, si vino, a usted le diría...

-¿A mí qué había de decirme, si no le he visto?... Déjame que te explique. A las diez bajó a hacerme compañía, como acostumbra, una de las chiquillas de la cordonera, la mayor, Celedonia, que es más lista que la pólvora. Bueno: a eso de las doce menos cuarto, tilín, llaman a la puerta. Yo dije a la chiquilla: «Abre, hija mía, y a quien quiera que sea le dices que no estoy». Desde el escándalo que me armó aquel tunante de la tienda, no me gusta recibir a nadie cuando no estás tú... Abrió Celedonia... Yo sentía desde aquí una voz grave, como de persona principal, pero no pude entender nada... Luego me contó la niña que era un señor sacerdote...

-¿Qué señas?

-Alto, guapo... Ni viejo, ni joven.

-Así es -afirmó Benina, asombrada de la coincidencia-. ¿Pero no dejó tarjeta?

-No, porque se le había olvidado la cartera.

—257→

-¿Y preguntó por mí?

-No. Sólo dijo que deseaba verme para un asunto de sumo interés.

-En ese caso, volverá.

-No muy pronto. Dijo que esta tarde tenía que irse a Guadalajara. Tú habrás oído hablar de ese viaje.

-Me parece que sí... Algo dijeron de bajar a la estación, y de la maleta, y no sé qué.

-Pues, ya ves... Puedes llamar a Celedonia para que te lo explique mejor. Dijo que sentía tanto no encontrarme... que a la vuelta de Guadalajara vendría... Pero es raro que no te haya hablado de ese asunto de interés que tiene que tratar conmigo. ¿O es que lo sabes y quieres reservarme la sorpresa?

-No, no: yo no sé nada del asunto ese... ¿Y está segura la Celedonia del nombre?

-Pregúntaselo... Dos o tres veces repitió: «Dile a tu señora que ha estado aquí D. Romualdo».

Interrogada la chiquilla, confirmó todo lo expresado por Doña Paca. Era muy lista, y no se le escapaba una sola palabra de las que oyera al señor eclesiástico, y describía con fiel memoria su cara, su traje, su acento... Benina, confusa un instante por la rareza del caso, lo dio pronto al olvido por tener cosas de más importancia en qué ocupar su entendimiento. —258→ Halló a Frasquito tan mejorado, que acordaron levantarle del lecho; mas al dar los primeros pasos por la habitación y pasillo, encontrose el galán con la novedad de que la pierna derecha se le había quedado un poco inválida... Esperaba, no obstante, que con la buena alimentación y el ejercicio recobraría dicho miembro su actividad y firmeza. Pronto le darían de alta. Su reconocimiento a las dos señoras, y principalmente a Benina, le duraría tanto como la vida... Sentía nuevo aliento y esperanzas nuevas, presagios risueños de obtener pronto una buena colocación que le permitiera vivir desahogadamente, tener hogar propio, aunque humilde, y... En fin, que estaba el hombre animado, y con la inagotable farmacia de su optimismo se restablecía más pronto.

Como a todo atendía Nina, y ninguna necesidad de las personas sometidas a su cuidado se le olvidaba, creyó conveniente avisar a las señoras de la Costanilla de San Andrés, que de seguro habrían extrañado la ausencia de su dependiente.

«Sí, hágame el favor de llevarles un recadito de mi parte -dijo el galán, admirando aquel nuevo rasgo de previsión-. Dígales usted lo que le parezca, y de seguro me dejará en buen lugar».

Así lo hizo Benina a prima noche, y a la —259→ mañana siguiente, con la fresca, emprendió de nuevo su caminata hacia el Puente de Toledo.

Encontrose a un anciano harapiento que solía pedir, con una niña en brazos, en el Oratorio del Olivar, el cual le contó llorando sus desdichas, que serían bastantes a quebrantar las peñas. La hija del tal, madre de la criatura, y de otra que enferma quedara en casa de una vecina, se había muerto dos días antes «de miseria, señora, de cansancio, de tanto padecer echando los gofes en busca de un medio panecillo». ¿Y qué hacía él ahora con las dos crías, no teniendo para mantenerlas, si para él solo no sacaba? El Señor le había dejado de su mano. Ningún santo del cielo le hacía ya maldito caso. No deseaba más que morirse, y que le enterraran pronto, pronto, para no ver más el mundo. Su única aspiración mundana era dejar colocaditas a las dos niñas en algúnarrecogimiento de los muchos que hay para párvulas de ambos sexos. ¡Y para que se viera su mala sombra!... —260→ Había encontrado un alma caritativa, un señor eclesiástico, que le ofreció meter a las nenas en un Asilo; pero cuando creía tener arreglado el negocio, venía el demonio a descomponerlo... «Verá usted, señora: ¿conoce por casualidad a un señor sacerdote muy apersonado que se llama D. Romualdo?

-Me parece que sí -repuso la mendiga, sintiendo de nuevo una gran confusión o vértigo en su cabeza.

-Alto, bien plantado, hábitos de paño fino, ni viejo ni joven.

-¿Y dice que se llama D. Romualdo?

-D. Romualdo, sí señora.

-¿Será... por casualidad, uno que tiene una sobrinita nombrada Doña Patros?

-No sé cómo la llaman; pero sobrina tiene... y guapa. Pues verá usted mi perra suerte. Quedó en darme, ayer por la tarde, la razón. Voy a su casa, y me dicen que se había marchado a Guadalajara.

-Justamente... -dijo Benina, más confusa, sintiendo que lo real y lo imaginario se revolvían y entrelazaban en su cerebro-. Pero pronto vendrá.

-A saber si vuelve».

Díjole después el pobre viejo que se moría de hambre; que no había entrado en su boca, en tres días, más que un pedazo de bacalao crudo —261→ que le dieron en una tienda, y algunos corruscos de pan, que mojaba en la fuente para reblandecerlos, porque ya no tenía hueso en la boca. Desde el día de San José que quitaron la sopa en el Sagrado Corazón, no había ya remedio para él; en parte alguna encontraba amparo; el cielo no le quería, ni la tierra tampoco. Con ochenta y dos años cumplidos el 3 de Febrero, San Blas bendito, un día después de la Candelaria, ¿para qué quería vivir más ni qué se le había perdido por acá? Un hombre que sirvió al Rey doce años; que durante cuarenta y cinco había picado miles de miles de toneladas de piedra en esas carreteras de Dios, y que siempre fue bien mirado y puntoso, nada tenía que hacer ya, más que encomendarse al sepulturero para que le pusiera mucha tierra, mucha tierra encima, y apisonara bien. En cuantito que colocara a las dos criaturas, se acostaría para no levantarse hasta el día del Juicio por la tarde... ¡y se levantaría el último! Traspasada de pena Benina al oír la referencia de tanto infortunio, cuya sinceridad no podía poner en duda, dijo al anciano que la llevara a donde estaba la niña enferma, y pronto fue conducida a un cuarto lóbrego, en la planta baja de la casa grande de corredor, donde juntos vivían, por el pago de tres pesetas al mes, media docena de pordioseros con sus respectivas proles. —262→ La mayor parte de estos hallábanse a la sazón en Madrid, buscando la santa perra. Sólo vio Benina una vieja, petiseca y dormilona, que parecía alcoholizada, y una mujer panzuda, tumefacta, de piel vinosa y tirante, como la de un corambre repleto, con la cara erisipelada, mal envuelta en trapos de distintos colores. En el suelo, sobre un colchón flaco, cubierto de pedazos de bayeta amarilla y de jirones de mantas morellanas, yacía la niña enferma, como de seis años, el rostro lívido, los puños cerrados en la boca. «Lo que tiene esta criatura es hambre -dijo Benina, que habiéndola tocado en la frente y manos, la encontró fría como el mármol.

-Puede que así sea, porque cosa caliente no ha entrado en nuestros cuerpos desde ayer».

No necesitó más la bondadosa anciana, para que se le desbordase la piedad, que caudalosa inundaba su alma; y llevando a la realidad sus intenciones con la presteza que era en ella característica, fue al instante a la tienda de comestibles, que en el ángulo de aquel edificio existe, y compró lo necesario para poner un puchero inmediatamente, tomando además huevos, carbón, bacalao... pues ella no hacía nunca las cosas a medias. A la hora, ya estaban remediados aquellos infelices, y otros que se agregaron, inducidos del olor que por toda —263→ la parte baja de la colmena prontamente se difundió. Y el Señor hubo de recompensar su caridad, deparándole, entre los mendigos que al festín acudieron, un lisiado sin piernas, que andaba con los brazos, el cual le dio por fin noticias verídicas del extraviado Almudena.

Dormía el moro en las casas de Ulpiano, y el día se lo pasaba rezando de firme, y tocando en un guitarrillo de dos cuerdas que de Madrid había traído, todo ello sin moverse de un apartado muladar, que cae debajo de la estación de las Pulgas, por la parte que mira hacia la puente segoviana. Allá se fue Benina despacito, porque el sujeto que la guiaba era de lenta andadura, como quien anda con las nalgas encuadernadas en suela, apoyándose en las manos, y estas en dos zoquetes de palo. Por el camino, el hombrede medio cuerpo arriba aventuró algunas indicaciones críticas acerca del moro, y de su conducta un tanto estrafalaria. Creía él que Almudena era en su tierra clérigo, quiere decirse, presbítero del Zancarrón, y en aquellos días hacía las penitencias de la Cuaresma majometana, que consisten en dar zapatetas en el aire, comer sólo pan y agua, y mojarse las palmas de la mano con saliva. «Lo que canta con la cítara ronca, debe de ser cosa de funerales de allá, porque suena triste, y dan ganas de llorar oyéndolo. En fin, señora, allí le tiene usted —264→ tumbado sobre la alfombra de picos, y tan quieto que parece que lo han vuelto de piedra».

Distinguió, en efecto, Benina la inmóvil figura del ciego, en un vertedero de escorias, cascote y basuras, que hay entre la vía y el camino de las Cambroneras, en medio de una aridez absoluta, pues ni árbol ni mata, ni ninguna especie vegetal crecen allí. Siguió adelante el despernado, y Benina, con su cesta al brazo, subió gateando por la escombrera, no sin trabajo, pues aquel material suelto de que formado estaba el talud, se escurría fácilmente. Antes de que ganar pudiera la altura en que el africano se encontraba, anunció a gritos su llegada, diciéndole: «¡Pero, hijo, vaya un sitio que has ido a escoger para ponerte al sol! ¿Es que quieres secarte, y volverte cuero para tambores?... ¡Eh... Almudena, que soy yo, que soy yo la que sube por estas escaleras alfombradas!... Chico, ¿pero qué?... ¿Estás tonto, estás dormido?».

El marroquí no se movía, la cara vuelta hacia el sol, como un pedazo de carne que se quisiera tostar. Tirole la anciana una, dos, tres piedrecillas, hasta que consiguió acertarle. Almudena se movió con estremecimiento; y poniéndose de rodillas, exclamó: «B'nina, tú B'nina.

-Sí, hijo mío: aquí tienes a esta pobre vieja, —265→ que viene a verte al yermo donde moras. ¡Pues no te ha dado mala ventolera! ¡Y que no me ha costado poco trabajo encontrarte!

B'nina! -repitió el ciego con emoción infantil, que se revelaba en un raudal de lágrimas, y en el temblor de manos y pies-. Tú vinir cielo.

-No, hijo, no -replicó la buena mujer, llegando por fin junto a él, y dándole palmetazos en el hombro-. No vengo del cielo, sino que subo de la tierra por estos maldecidos peñascales. ¡Vaya una idea que te ha dado, pobre morito! Dime: ¿y es tu tierra así?».

No contestó Mordejai a esta pregunta; callaron ambos. El ciego la palpaba con su mano trémula, como queriendo verla por el tacto.

«He venido -dijo al fin la mendiga- porque me pensé, un suponer, que estarías muerto de hambre.

-Mí no comier...

-¿Haces penitencia? Podías haberte puesto en mejor sitio...

-Este micor... monte bunito.

-¡Vaya un monte! ¿Y cómo llamas a esto?

-Monte Sinaí... Mí estar Sinaí.

-Donde tú estás es en Babia.

-Tú vinir con ángeles, B'nina... tú vinir con fuego.

-No, hijo: no traigo fuego ni hace falta, —266→ que bastante achicharradito estás aquí. Te estás quedando más seco que un bacalao.

-Micor... mí quierer seco... y arder como paixa.

-En paja te convertirías si yo te dejara. Pero no te dejo, y ahora vas a comer y beber de lo que traigo en mi cesta.

-Mí no comier... mí ser squieleto».

Sin esperar a más razones, Almudena extendió las manos, palpando en el suelo. Buscaba su guitarro, que Benina vio y cogió, rasgueando sus dos cuerdas destempladas.

«¡Dami, dami! -le dijo el ciego impaciente, tocado de inspiración».

Y agarrando el instrumento, pulsó las cuerdas, y de ellas sacó sonidos tristes, broncos, sin armónica concordancia entre sí. Y luego rompió a cantar en lengua arábiga una extraña melopea, acompañándose con sonidos secos y acompasados que de las dos cuerdas sacaba. Oyó Benina este canticio con cierto recogimiento, pues aunque nada sacó en limpio de la letra gutural y por extremo áspera, ni en la cadencia del son encontró semejanza con los estilos de acá, ello es que la tal música resultaba de una melancolía intensa. Movía el ciego sin cesar su cabeza, cual si quisiera dirigir las palabras de su canto a diferentes partes del cielo, y ponía en algunas endechas una vehemencia —267→ y un ardor que denotaban el entusiasmo de que estaba poseído.

«Bueno, hijo, bueno -le dijo la anciana cuando terminó de cantar-. Me gusta mucho tu música... Pero ¿el estómago no te dice que a él no le catequizas con esas coplas, y que le gustan más las buenas magras?

-Comier tú... mí cantar... Comier yo con alegría de ser túmigo.

-¿Te alimentas con tenerme aquí? ¡Bonita substancia!

-Mí quierer ti...

-Sí, hijo, quiéreme; pero haz cuenta de que soy tu madre, y que vengo a cuidar de ti.

-Tú serbunita.

Mia que yo bonita... con más años que San Isidro, y esta miseria y esta facha!».

No menos inspirado hablando que cantando, Almudena le dijo: «Tú ser com la zucena, branca... Com palmera del D'sierto cintura tuya... rosas y casmines boca tuya... la estrella de la tardeojitas tuyas.

-¡María Santísima! Todavía no me había yo enterado de lo bonita que soy.

-Donzellas tudas, invidia de ti tenier ellas... Hiciérontemanos Dios con regocijación. Loan ti ángeles con cítara.

-¡San Antonio bendito!... Si quieres que te crea todas esas cosas, me has de hacer un favor: —268→ comer lo que te traigo. Después que tengas llena la barriga hablaremos, pues ahora no estás en tus cabales».

Diciéndolo, iba sacando de la cesta pan, tortilla, carne fiambre y una botella de vino. Enumeraba las provisiones, creyendo que así le despertaría el apetito, y como argumento final le dijo: «Si te empeñas en no comer, me enfado, y no vuelvo más a verte. Despídete de mi boca de rosas, y de mis ojitos como las estrellas del cielo... Y luego has de hacer todo lo que yo te mande: volverte a Madrid, y vivir en tu casita como antes vivías.

-Si tú casar migo, sí... Si no casar, no.

-¿Comes o no comes? Porque yo no he venido aquí a perder el tiempo echándote sermones -declaró Benina desplegando toda la energía de su acento-. Si te empeñas en ayunar, me voy ahora mismo.

-Comiertú...

-Los dos. He venido a verte, y a que almorcemos juntos.

-¿Casar tú migo?

-¡Ay qué pesado el hombre! Pareces un chiquillo. Me veré obligada a darte un par de mojicones... Ha, morito, come y aliméntate, que ya se tratará lo del casorio. ¿Piensas que voy yo a tomar un marido seco al sol, y que se va quedando como un pergamino?».

—269→

Con estas y otras razones logró convencerle, y al fin el desdichado dejó de hacer ascos a la comida. Empezando con repulgos, acabó por devorar con voracidad. Pero no abandonaba su tema, y entre bocado y bocado, decía: «Casar yo tigo... dirnos terra mía... Yo casar por arreligión tuya si quierertú... Tú casar por arreligión mía, si quierer ella... Mí ser d'Israel... Bautisma jacieron mí señoritas confirencia... Poner mí nombre Joseph Marien Almudena...

-José María de la Almudena. Si eres cristiano, no me hables a mí de otras arreligiones malas.

-No haber más que un Dios, uno solo, sólo Él -exclamó el ciego, poseído de exaltación mística-. Él melecina a los quebrantados de corazón... Él contar número estrellas, y a tudas ellas por nombre llama. Adoran Adonai el animal y tuda cuatropea, y el pájaro de ala... ¡Alleluyah!...

-Hombre, sí, cantemos ahora las aleluyas para que no nos haga daño la comida.

-Voz de Adonai sobre las aguas, sobre aguas mochas. La voz de Adonai con forza, la voz de Adonai con jermosura. La voz de Adonai quiebra los alarzes del Lebanón y Tsión como fijos de unicornios... La voz de Adonaicorta llamas de fuego, face temblar D'sierto; farátemblar Adonai D'sierto de Kader... La voz de Adonai face —270→ adoloriar ciervas... En palacio suyo tudas decir grolia.Adonai por el diluvio se asentó... Adonai bendecir su puelbro con paz...».

Aún prosiguió recitando oraciones hebraicas en castellano del siglo XV, que en la memoria desde la infancia conservaba, y Benina le oía con respeto, aguardando que terminase para traerle a la realidad y sujetarle a la vida común. Discutieron un rato sobre la conveniencia de tornar a la posada de Santa Casilda; mas no parecía él dispuesto a complacerla en extremo tan importante, mientras no le diese ella palabra formal de aceptar su negra mano. Trató de explicar la atracción que, en el estado de su espíritu, sobre él ejercían los áridos peñascales y escombreras en que a la sazón se encontraba. Realmente, ni él sabía explicárselo, ni Benina entenderlo; pero el observador atento bien puede entrever en aquella singular querencia un caso de atavismo o de retroacción instintiva hacia la antigüedad, buscando la semejanza geográfica con las soledades pedregosas en que se inició la vida de la raza... ¿Es esto un desatino? Quizás no.