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Abajo

Misterio

Emilia Pardo Bazán






ArribaAbajoPrimera parte

El visionario Martín



ArribaAbajo- I -

Los enamorados


En uno de los barrios de Londres próximos al río, no muy concurridos de día y casi enteramente solitarios de noche, todavía existe hoy una casa con minúsculo jardín, situada frente a una plaza bastante espaciosa, en cuyo centro el square ostenta grupos de árboles centenarios, de esos árboles del viejo suelo inglés que la humedad nutre y desarrolla y convierte en colosos. El recuerdo inherente a esta casa podría, bien conocido, valer algunas propinejas a quien la enseñase al turista; pero la historia, no siempre cimentada en la realidad, suele poner en las nubes lo que no significa gran cosa y no volver siquiera su rostro de bronce cuando pasa por donde se desarrollaron dramas intensamente patéticos, ahogados y silenciosos. El que por algún tiempo guardaron las paredes de la angosta casita, eternamente permanecerá sumido en tinieblas; así lo quiso el destino, o por mejor decir, así lo quisieron los poderosos del mundo.

Al comenzar este relato, que aspira a proyectar un rayo de luz en las lobregueces históricas por medio de la lámpara caprichosa de la fantasía, un hombre joven, esbelto y robusto, vestido de camino, envuelto en un abrigo gris que no ocultaba lo gallardo de su figura, se acercaba a la verja del jardín, por la parte opuesta a la plazuela, a espaldas de la casa, y golpeaba con su bastón los hierros de la verja, a intervalos iguales, cuatro veces. Aunque ya el largo crepúsculo de Londres en primavera no derramaba sus vagas claridades boreales y había anochecido por completo, en medio de las espesuras del jardincillo podría verse blanquear una falda, y detrás de los hierros aparecer un rostro juvenil. Una mano diminuta pasó por entre dos barras, y el hombre se apoderó de ella estrechándola con ardor.

Transcurridos los primeros instantes, cambiadas las primeras demostraciones, calmada un tanto la agitación que hacía palpitar a la mujer como azorada paloma, vinieron las ansiosas preguntas que después de una ausencia revelan el deseo de cobrarle al tiempo los atrasos.

-¿Has llegado hoy mismo?

-Di ahora mismo -murmuró él-. Ni esperé a cambiar de traje. El billete que te avisó me precedía media hora: lo indispensable para arreglarme un poco.

-¿Saben allá tu venida?

-La ignoran. Me creen cazando en mis posesiones de Picmort. Hubo un momento de silencio. La mujer -casi podríamos decir la niña, pues no representaría arriba de diez y seis años- frunció el arco de sus perfectas cejas.

-No me gustan esos tapujos. Si me quieres, Renato, me confesarás. Amarme no es un delito.

Él también enmudeció al pronto, como si no acertase a dar respuesta. Al fin, con esfuerzo, balbuciendo, comenzó a explicarse.

-Escucha, Amelia del alma... Es que... Justamente he emprendido el viaje para que hablemos. ¡Llevamos ocho meses de incomunicación! Te he escrito poco y con recelo, en primer lugar porque afirmas que la correspondencia dirigida a los tuyos llega abierta o no llega, y, en segundo, porque hay cosas... ¡que sólo pueden decirse de palabra y apretando tu mano adorada! ¡Valor, Amelia, valor!... ¿Quién sabe si mañana las circunstancias cambiarán? No me aborrezcas; consérvame tu fe; yo te vinculo la mía... y esperaremos. En la actualidad, cuanto intentásemos sería inútil... ¡Créelo, Amelia, inútil enteramente!

Ella, en su afán de oír, quería filtrarse por la reja; las pupilas del enamorado, acostumbradas ya a la oscuridad, reconstruyeron su fisonomía, de singular belleza, semejante a un retrato de museo. La frente era espaciosa, lisa, marfileña; de delicado dibujo la nariz; los ojos de párpado ancho, ya lánguidos y voluptuosos, ya dominadores; las cejas arqueadas prestaban energía al semblante; la boca, de púrpura, tenía el labio inferior algo saliente, desdeñoso. En aquel momento toda la linda cara respiraba resolución.

-¿Inútil? ¿Tú, un hombre, dices eso? -pronunció con extrañeza-. ¿Qué obstáculo puede separarnos si nos une la voluntad? ¿Mentías al jurarme que eran inseparables nuestros destinos?

-Por Dios, Amelia -suplicó él-, escúchame serena y no empieces ya a acusarme. Venía a pedirte un inestimable favor: que me creyeses bajo palabra y no me obligases a revelarte lo que puede separarnos ahora, aunque la voluntad siga uniéndonos. ¿Me lo concedes? ¿Me permites que calle?

-No -repuso impetuosamente la niña-. Tengo derecho a tu sinceridad. Exijo la verdad, sea cual sea.

Renato se cubrió los ojos con las palmas. Se adivinaba por su actitud la lucha que sostenía. Al cabo de un minuto rompió a hablar, como si le arrancasen las palabras mal de su grado.

-Amelia, si dudas de mi amor, duda de que el sol alumbra el cielo. Desde que nos conocimos en el molino de Adhemar, para ti no más he vivido. La impresión que me causaste fue tan decisiva que cambió mi ser. Era un muchacho disipado, frívolo, calavera; me convertí en un hombre serio y casto. No pensaba sino en mis diversiones parisienses y en mis cacerías campestres; de todo prescindí; me cansaba y aburría el bullicio. Mi madre había buscado para mí un enlace brillante por varios estilos -ya sabes, Germana de Marigny, una casa cuyos ascendientes estuvieron con San Luis en las Cruzadas-; lo rompí sin contemplaciones de ningún género. Ni te he preguntado de dónde venías ni adónde ibas; me dijiste que tu padre ejercía oficio de mecánico en Londres y que habíais sufrido miserias sin cuento; no me importó: eras ... bastaba. Si me acordé de tu nacimiento y de mi hacienda fue para complacerme en pensar que iba a rodearte de consideración social y de esplendor. Me hice cargo de que me maldeciría mi madre y de que mi tío, a quien respeto como a padre, me desheredaría... Y no obstante, me hallaba decidido a saltar por cima de cuanto me infunde veneración y a que se realizase nuestro matrimonio. Pero...

-Pero... lo has pensado mejor y has reconocido que cometías una insigne locura -articuló en tono glacial Amelia-. Te doy la razón y me despido de ti -añadió haciendo ademán de desviarse de la reja. Renato la retuvo por la manga y luego por la diestra, que besó con delirio.

-No, no -repetía suplicante-. No es eso; no nos separaremos así. ¡Ya que te empeñas, nada te ocultaré! Me ofendes al suponer en mí un cálculo mezquino, y ahora estás obligada a escuchar mi defensa. ¿Qué me hubiese importado cualquier obstáculo? Cuando mi madre, a quien debí por lo menos escuchar, aunque no asintiese a su opinión, me dijo que no le era lícito a un de Brezé mezclar su sangre con la de una extranjera de humilde origen, le respondí la verdad: que a tu lado las damas más ilustres parecen nacidas para servirte y descalzarte, y que la hermosura y la honradez inmaculada son también dones divinos, merecedores de la más alta fortuna.

-Y tu madre -murmuró con ironía Amelia- habrá adivinado que esas son hipérboles de poeta y de amante fino y se habrá reído de lo que obceca la ilusión. Acabemos. Renato: esta situación, prolongándose, me hace sufrir cruelmente. Déjame que me retire para llorar mis ensueños disipados. ¡Adiós, nunca sabrás cuánto te quería!...

-¡Un cuarto de hora más! -insistió él desesperadamente-. Si no es eso, Amelia... Tú exiges de mí sinceridad, yo de ti atención.

Vio ella que Renato temblaba.

En su semblante, de rasgos varoniles acentuados, de tipo galo, de una blancura mate, con bigotes dorados y azules ojos, se leían la consternación y una especie de decisión trágica y fatal.

-Espero -declaró Amelia-. Te escucho... tardes lo que tardes en sacarme de dudas. Ya sabes que me sobran ánimos. ¡No seas cobarde tú!

-Pues bien, Amelia mía... permíteme que empiece por recordarte que soy por nacimiento y por instinto un caballero, y que para un caballero, por ley natural, lo más santo, aquello cuya falta no puede conllevarse, es el honor. Ignoro quién fue el dios que estableció en la tierra el código del honor; ignoro cómo se formó ese dogma que anteponemos a las mismas creencias religiosas, a la misma fe. Hay en el honor, como en los dogmas, mucho que la razón sola no acierta a explicarse... pero no sé si por eso cabalmente domina más nuestro espíritu. Pecamos cien veces al día... y no nos resignaríamos a faltar al honor una sola. ¡Ya ves si el honor ejerce señorío en nosotros; la vida y la felicidad valen mucho menos que el honor, Amelia!

-Continúa -ordenó la niña con aparente calma, desmentida por su respiración turbulenta.

-Continúo... Perdón, mi bien, de antemano. ¡Qué daño voy a causarte!... Mi madre, que desde hace algún tiempo parecía haber renunciado a combatir mi pasión por ti, me llamó anteayer y se encerró conmigo en su gabinete. «Ante tu tenacidad, Renato, me dijo, he reflexionado, temerosa de ser a mi vez una terca temeraria. Ningún empeño tengo en hacerte infeliz, y si la persona en quien te has fijado lo mereciese, no porfiaría en disuadirte. ¡Al fin eres libre y estás en posesión de tu herencia paterna! ¡Al fin has cumplido veintisiete años! Así es que, resuelta ya a transigir, he procurado tomar informes exactos acerca de la familia de tu ídolo. Si fuesen gente intachable... habría que resignarse a la mesalianza. He escrito, pues, a Spandau... Allí residió algunos años el padre de esa joven... y allí...».

Renato se paró, como si le apretasen la garganta.

-Adelante, adelante -ordenó Amelia.

-¡Dios mío! «Y allí -es mi madre la que habla- fue encausado por dos graves delitos...».

-¿Cuáles? No te detengas...

-«Por... por incendiario y monedero falso... Y la condena que en él recayó, veinte meses de trabajos forzados, la cumplió en Alstadt, en Silesia. Aquí tengo los documentos oficiales que lo confirman», agregó mi madre, presentándome un abultado sobre.

Amelia, inmóvil detrás de la reja, cumplía su compromiso: escuchaba hasta el fin.

-¿Has acabado? -interrogó.

-Sí... ¿Qué más puedo añadir? ¿No basta para desventura?

-Basta y sobra -replicó la joven con helada entereza-. Jamás volverás a verme, marqués de Brezé. Son las últimas palabras que cruzamos. ¡Hasta nunca!

Y desprendiéndose de las manos de Renato, corriendo a todo correr, lanzose Amelia hacia la casa, desapareciendo su vestido claro detrás de los macizos del jardín.




ArribaAbajo- II -

Memorias


Renato permaneció más de veinte minutos asido a la reja, murmurando con ahínco el nombre de Amelia, aunque no consintiese esperanza alguna aquella retirada en que se traslucían a la vez la indignación y el desprecio. Sintiendo que el corazón se le partía, se determinó por fin a marcharse, andando despacio, y su fiebre le impulsó a vagar por las calles próximas, sin objeto, distrayendo involuntariamente los sentidos. En el grado de exaltación en que se encontraba, imposible le era recogerse al Hotel Douglas -fonda escocesa de cuarto orden, elegida expresamente para evitar que le descubriese algún compatriota-; más imposible acostarse y conciliar el sueño. Sin saber hacia dónde se encaminaba, vino a parar a las márgenes del río, a la confusa hilera de muelles con embarcadero, solares cercados de vallas de tablas y extraviadas callejuelas por donde se accedía a los malecones que encierran la negruzca corriente del Támesis. No hacía niebla, y las estrellas de que comenzaba a poblarse el firmamento se reflejaban centelleantes en la oscura superficie. Renato seguía la orilla, a trechos erizada de mástiles de embarcaciones.

Refrescaba su imaginación -herida por el dolor que le había causado la despedida de Amelia- escenas de la historia de aquella pasión, de su ciego desvarío por una mujer desconocida, tenida quizás en concepto de aventurera despreciable. Cerca del vetusto castillo de Brezé, cuyo parque y dominios se extienden por una de las comarcas más feraces y ricas de Francia entera, álzase el molino de Adhemar, antigua dependencia, así como la granja que le rodea, del castillo. Cuando lo incendiaron los revolucionarios, sobráronles teas y estopas embreadas para pegar fuego al molino también, porque los Adhemar, leales a sus amos, pasaban por legitimistas acérrimos. El marqués de Brezé y el conde de Lestrier, padre y tío respectivamente de Renato, hallábanse entre los emigrados, en compañía de los príncipes. Eloy Adhemar, el molinero, se había internado en Suiza, de donde volvió muy experto en su oficio; había servido de mozo en un gran molino de Berna. La efervescencia revolucionaria se calmaba rápidamente, Adhemar compuso su molino, y esperó allí a que los de Brezé, con la Restauración, retornasen a su castillo triunfadores. La familia la representaba Renato; su padre quedaba sepultado en tierra extraña. La madre de Renato, la duquesa de Roussillón, hacía reedificar el castillo con inusitada magnificencia, y Renato, encerrado en la aldea en lo mejor de su juventud, tomaba la costumbre al volver de la caza de beber un vaso de sidra en el molino de Adhemar.

La clave de estas aficiones del joven Marqués podía ser la consideración que merecía el molinero, el fiel Eloy, que bajo el Imperio no cesaba de conspirar, susurrándose que en el molino había vivido oculto el famoso general de Frotté, el que acabó su vida alevosamente fusilado a pesar de llevar un salvoconducto de Napoleón sobre el pecho. Sin embargo, sería preciso ignorar lo que son veinticinco años para asombrarse de que Renato fuese al molino atraído por la rústica coquetería de Genoveva Adhemar, la hija menor del molinero. Era esta una beldad de aldea, fresca, trigueña, de abultado seno y dientes blanquísimos, y en la comarca se murmuró algo y se contentó no poco cierta cancilla, cerca de la presa, que se abría a las altas horas y no se cerraba hasta el amanecer, así que había salido por ella un apuesto cazador. Esto sucedía en junio, pero en julio apareció en el molino otra muchacha a quien Adhemar llamaba señorita Amelia, y que venía, según noticias, a reponer su salud respirando aire puro. Y al llegar a este incidente, los recuerdos afluían como enjambre de doradas mariposas a la memoria de Renato.

¡Qué estremecimiento hondo y repentino, qué flojedad de nervios, qué súbita emoción de verdadero amor había causado en él la presencia de la niña! Una repugnancia profunda a sus relaciones con Genoveva fue la primer señal. No sabría decir si Amelia era o no más hermosa; sabía que ante ella, ideas del género de las que Genoveva despertaba no podían producirse. No sólo era Amelia distinta de las dos molineritas, sino de todas las mujeres. Únicamente en camafeos y medallones de miniatura, en ricas cajas de oro cincelado con pedrerías y esmaltes, en cuadros al pastel que su madre conservaba religiosamente, había admirado Renato un tipo parecidísimo a Amelia; un tipo que era el ideal de la hermosura femenina, realzado por la suprema dignidad del rango y la desgracia. Así es que Amelia, desde el primer momento, ejerció sobre el marqués de Brezé inexplicable dominio; el menor movimiento de sus labios, la mirada de sus ojos imperiosos y tiernos a la vez, le esclavizaban, reduciéndole a la humildad de la adoración.

La prueba de su cautiverio era que ni había tratado de averiguar de dónde Amelia procedía. Para él caía del cielo. Un detalle notó, sin embargo, con alguna extrañeza; mientras las hijas de Adhemar trataban a Amelia como se trata a una compañerita, Adhemar la demostraba cierto respeto, una deferencia peculiar constante. «Es hija -decía excusándose- de personas que me protegieron durarte la emigración».

¡Qué días tan dulces para Brezé los primeros del idilio! Recordaba todavía el delicioso ensueño: los paseos de las tardes de verano por las orillitas del río, orladas de espadañas y lirios y sombreadas por el lánguido follaje de los sauces; el brazo de Amelia enlazado al suyo; el compás de su andar medido por el de ella, con un ritmo que tenía algo de musical; la subida a los árboles para coger la fruta y dejársela caer a Amelia en el regazo: las noches de luna en que regresaban por los senderos respirando el aroma de las madreselvas y las mentas silvestres. Su embriaguez era tal, que ni le permitía observar las miradas siniestras y rencorosas de Genoveva, sus envenenadas y satíricas observaciones cuando les encontraba juntos. Vivía absorto en Amelia, la cual, delicada al principio lo mismo que una blanca azucena, iba recobrando salud y alegría, el brillo de una tez deslumbradora, el nácar húmedo de los ojos, la gallardía de entreabierto capullo de rosa lozana. Lo que más encantaba a Renato era la distinción suprema de Amelia, aquel aire suyo, aquel andar de diosa, aquel tono de voz, aquel estilo de gran señora, inexplicable en una niña de familia modesta. Renato tenía que confesarse a sí propio que su madre, la altanera y arrogante Duquesa, era, comparada con Amelia, una mujer vulgar y ordinaria.

Poco tardó en cundir por el país la nueva de que el heredero de la casa de Roussillón, el mejor partido de la comarca, el señorito por excelencia, andaba seriamente prendado de una joven extranjera de posición humildísima, acogida punto menos que por caridad en el molino. Casualmente la Duquesa no estaba entonces allí: la habían llamado a París asuntos relacionados con la devolución de sus bienes confiscados bajo el Terror, y que aspiraba a que la Restauración le restituyese íntegros y sahumados. Una mañana, cuando más tranquilo dormía Renato, soñando tal vez delicias amorosas, le despertaban en el lecho la voz y la mano de su madre, sacudiéndole violentamente y enseñándole una carta. Era un anónimo, en el cual reconoció el Marqués la letra basta y el estilo ponzoñoso de Genoveva. Se avisaba a la Duquesa de que el Marqués proyectaba casarse con una advenediza, a quien el molinero Adhemar mantenía de limosna.

-Supongo -dijo con desdén la dama- que esto es sólo media verdad. Que tengas aventurillas con esa muchacha o con otra, es cosa que no me interesa; allá tú; no son asuntos en que intervenga yo. Lo único que pregunto a tu lealtad es esto: ¿encierra alguna sombra de verdad lo relativo a planes de matrimonio?

Interpelado así, Renato se incorporaba en la cama y respondía categóricamente:

-Encierra verdad completa. Si Amelia consiente, nos casaremos.

La tempestad que siguió a esta declaración, los días de combate que sobrevinieron, aun parecerían, presentes a la memoria del marqués de Brezé, los más amargos de su vida. Momento especialmente cruel fue el de la ida de la Duquesa al molino de Adhemar con objeto de conocer a Amelia. Circunstancias extrañas se relacionaron con esta visita. Renato no pudo menos de fijarse en ellas. La mañana del día en que la visita al molino se realizó llegó de la Corte un correo con un pliego para la Duquesa, la cual, después de leerlo, mostrose agitada y alterada; luego mandó enganchar su calesa a toda prisa y se hizo conducir al molino, donde preguntó por Amelia. La niña salió tranquila, sin alterarse; al verla, la Duquesa se quedó como petrificada: parecía la imagen del asombro. Corta fue la entrevista, y en ella no se trató de nada relativo a Renato; la Duquesa pretextó el deseo de ver por sus ojos a una muchacha tan bonita, y al retirarse la madre de Renato, volviéndose hacia Amelia, como involuntariamente, se inclinó; parecía, a pesar de su aplomo, subyugada y confusa. En la misma calesa que había traído a la señora hizo esta subir a Eloy Adhemar; apenas llegaron al castillo se encerró con el molinero, durando más de dos horas la encerrona. Al salir Adhemar de la habitación iba trastornado, tropezando en las paredes, y la Duquesa apretaba los dientes y daba vueltas en el gabinete como una leona en su jaula.

Aquella tarde se dispusieron dos viajes: Adhemar salió del molino con Amelia para acompañarla hasta Calais; la Duquesa, desplegando toda su fuerza moral y su autoridad materna, se llevó a su hijo a París.

¡Qué nostalgia la de Renato en los primeros días de la separación! Encerrado en sus habitaciones, ni aun a los amigos que siempre le acompañaban quería recibir. Su aspiración era marcharse a Londres para reunirse con Amelia; pero ignoraba todavía sus señas, y comprendía lo difícil que es descubrir en la populosa capital británica a una persona no conociendo su domicilio. Al fin una carta de Amelia, recibida por conducto de Eloy Adhemar, le enteró de lo que saber necesitaba. Quiso ponerse en camino inmediatamente y se lo impidió una lenta fiebre que le tuvo postrado tres meses entre cama y convalecencia. No quiso decírselo a Amelia por no alarmarla; escribió breves epístolas, mensajeras de una fe inquebrantable. Recobrada ya la salud, renovada la pasión con la sangre que se agolpaba a las venas impetuosa y juvenil, decidió proceder abiertamente, anunciar a su madre sus propósitos, la persistencia del cariño que le impulsaba a tomar a Amelia por compañera de su vida. Y entonces, como una bomba que estallase a su lado y le dejase en el suelo hecho trizas e inerte, retumbaron las fatídicas palabras de la Duquesa:

-Siempre sería una locura en el marqués de Brezé dar su nombre a la hija de un oficial mecánico, de un vagabundo que no tiene abolengo conocido, que ni siquiera podría probar limpieza de sangre y que ha rodado aventurero por Europa, mantenido, en sus primeros años, a expensas de una mujer de edad madura, a la cual no sabemos qué lazos le unían. Sabía yo bien estos antecedentes, pobre hijo mío, y hazte cargo de si constituirían un torcedor para mí. Con todo, la dignidad y la moralidad pueden existir en la clase más baja, y me consolaba suponiendo que esa... ¡gente! las poseyese. Sin embargo, como los que no estamos locos de amor debemos enterarnos bien, he escrito, he indagado, para enterarme aún mejor. Al decirte que conozco la verdad, añado que poseo los documentos que la establecen... Ya ves que no era obstinación caprichosa la mía. El padre de tu ídolo, ese Dorff, que según indicios debe de ser de estirpe judía, tiene un pasado mancilladísimo por delitos feos y no leves. Aquí te presento el atestado del burgomaestre de Spandau, las cartas e informaciones de las autoridades prusianas, un protocolo entero. Es un incendiario: pegó fuego al teatro del pueblo. Es un monedero falso: se le cogió con las manos en la masa, arrojando un saco de escudos de plomo al Sprée para desembarazarse del cuerpo del delito. Purgó su culpa en el correccional de Alstadt, donde cumplió la condena impuesta por los tribunales... Ya estás al cabo. Si es ése el blasón que quieres reunir al tuyo, limpio y glorioso desde la cruzada de San Luis en la historia de la patria... eres libre, Renato; yo no puedo encadenarte, ¡que si pudiera lo haría! Mi deber queda cumplido; ya no alegarás ignorancia. Adiós, hijo mío; pronto sabré si el heredero de Roussillón vive o debemos vestir luto por él.

Este discurso era el que, muy suavizado en la forma aunque idéntico en la esencia, había repetido Renato a Amelia hacía pocos momentos. Y ahora, al reflexionar, a la luz de las estrellas, en su destino, Renato comprendía dos cosas: la primera, que entre Amelia y él se había abierto un abismo; la niña, en su orgullo, no le perdonaría nunca; y la segunda, que él no podía vivir sin Amelia, y que el mismo honor caballeresco, el culto sagrado de los antepasados, de los muertos ilustres, la adoración del Santo Grial -donde se encierra la sangre pura y redentora- era impotente contra aquel amor insensato.




ArribaAbajo- III -

El atentado


Al convencerse de que le subyugaba un sentimiento reprobado por su conciencia, al sentirse tan débil y tan incapaz de resistir, Renato miró instintivamente al río, cuya corriente oscura habrá ocultado más de una desdicha suprema y sin remedio humano. Un vértigo le deslumbró; un frío sutil serpeó por su médula. El Támesis le atraía y fascinaba.

En tales situaciones, la circunstancia más insignificante basta para romper el círculo de brujería. El marqués de Brezé se detuvo sorprendido al notar que dos hombres, salidos de una calleja fétida y miserable, conversaban en francés. En el extranjero siempre prestamos oído cuando resuena el idioma natal. Este instinto se aguza si en el diálogo aparece un nombre conocido: Renato creyó soñar al oír dos veces, distintamente, el del padre de Amelia. Entonces, apagando el ruido de las pisadas y buscando la sombra de los edificios y de los barcos anclados en el río, púsose a seguir a los desconocidos a distancia prudente.

Aunque no lograba sorprender el asunto de la conversación, estudiaba los tipos, asaz sospechosos. El uno, rasurado, de corta estatura, pero membrudo y recio; el otro, bien barbado, alto, huesoso, sepultado en luengo capotón, con sombrero que le tapaba la parte superior de la cara. Ambos iban poco a poco, haciendo tiempo, y de rato en rato miraban alrededor cautelosamente. En una de estas ojeadas hubieron de columbrar a Brezé, y se dieron al codo; la traza elegante del Marqués era extraña en aquel lugar y a tales horas, cuando sólo discurrían por allí marineros ebrios y meretrices de ronca voz y ademanes impúdicos. Callaron los sujetos, y diez minutos después, como movidos por un resorte, torcieron rápidamente a la derecha y se engolfaron en el laberinto de callejuelas torcidas, mal olientes y peor alumbradas. Encontrose el Marqués desorientado al pronto, pero tenía piernas y olfato de cazador y siguió el rastro de sus compatriotas. ¿Por qué tal espionaje? Apurado se vería, caso de que se lo preguntasen. Aquello caía por fuera del raciocinio.

Adivinando más que acertando la dirección de los dos individuos apretó el paso y no tardó en divisar, bajo el farol amarillento de una tabernucha, las siluetas de ambos. Violes entrar en el sucio recinto, pedir unas copas de gin y atizárselas al cuerpo como si fuesen genuinos ciudadanos de Londres. Emboscado aguardó la salida, y ya prevenido, les siguió de lejos acechando. Después de media hora de recorrer calles menos angostas, más claras y donde ya rodaban algunos cabs y se encontraban transeúntes, hicieron otra vez una ese caprichosa, descendieron en el sentido del río y desembocaron en aquella misma plaza donde se encuentra la casa del reducido jardín, cuya verja trasera había presenciado el coloquio de Amelia y Renato.

El corazón del Marqués golpeó contra su pecho al notar esta coincidencia, y más aún al avizorar desde lejos que los equívocos individuos se emboscaban detrás de los árboles centenarios del square, al amparo del rugoso tronco. Relacionando el nombre oído en el diálogo de los malhechores, que ya por tales les tenía, y el sitio adonde habían venido a detenerse, tuvo la percepción consciente de que iba a suceder algo que a Amelia le importaba, algo en que él intervendría, conducido por la suerte o la fatalidad. A su vez, se agazapó en la zona de sombra proyectada por la vegetación del jardinillo; su abrigo gris contribuía a ocultarle; era del mismo tono que los muros.

Así transcurrió algún tiempo, imposible de calcular. La plaza permanecía solitaria, la noche era a cada paso más tenebrosa. Sólo rasgaba el velo pálido del silencio el son pausado de algún reloj de iglesia y el paso impaciente de algún trabajador que regresaba a su hogar, cumplida la faena del día. Acababa el reloj de desgranar en el aire nueve campanadas, cuando por el extremo de la plaza opuesto al que guardaba Renato asomó un hombre. Su andar era mesurado, tranquilo, y al aparecer él, los dos que acechaban a un tiempo salieron del escondite. Con movimiento coordinado y hábil, describiendo un semicírculo, vinieron a colocarse uno a su derecha, otro a su izquierda. Fue momentáneo; apenas pudo Renato darse cuenta de lo que pasaba, cuando los malhechores acometieron. El alto, del capotón, describió un molinete con el garrote que llevaba escondido y amagó a la cabeza; al volverse la víctima para evitar el golpe, el rechoncho esgrimió la afilada hoja de un cuchillo. De un salto se interpuso Brezé; agarró de la muñeca al rechoncho y apretó, paralizándole; entretanto, el garrotazo caía al sesgo y sin fuerza sobre el brazo derecho del asaltado -que por instinto había rehuido el palo en la frente- cuando acudió al quite Brezé, y sin más armas que su bastón, pero con vigor y rabia, descargó un diluvio de bastonazos sobre el del capote, que se dio a la fuga con más prisa que coraje. Volviose vivamente Renato hacia el rechoncho, le echó las manos a la garganta y la apretó gradualmente, como apretaría la de un lobo, hasta que le vio con los ojos salientes, fuera la lengua y el rostro violáceo. Entonces aflojó. Apenas lo hubo hecho sintió en la espalda algo frío; precipitose de nuevo, volvió a apretar y el bandido se desplomó inerte, soltando el arma. El asaltado, asiendo el brazo al Marqués, le arrastró vivamente hacia la casa del jardincillo, diciéndole en voz conmovida y persuasiva y en lengua francesa hablada con acento alemán:

-Venga usted... Dese prisa... Escapemos... Si acude la policía, ¡ay de nosotros!

-No puedo -balbució Renato, que se desvanecía-. Se me doblan las piernas... Creo que me han herido...

Cogiendo a Renato por el cuerpo y sosteniéndole en vilo el asaltado se dirigió a la casa, donde llamó de un modo especial, tres veces seguidas. La puerta se abrió: una mujer como de treinta y siete años, hermosa aún, de esculturales formas, alumbraba con una lámpara de aceite. Lanzó un grito al ver el grupo.

-Es un herido, Juana, y herido por defenderme -advirtió el asaltado con autoridad-. Cierra bien, ayúdame a echarle, y veamos qué le han hecho.

Obedeció la mujer, dejando la lámpara en un mueble y cargando con Renato por los pies, hasta depositarle sobre un ancho sofá, en la salita que comunicaba con la entrada de la casa y que servía de recibidor. Sólo entonces se atrevió a murmurar tímidamente:

-¿Y tú? ¿Y tú, Carlos Luis mío? ¿Te ha pasado algo?

-¡Nada!... un insignificante trastazo en este codo; ni vale la pena de hablar de ello. A ver, inmediatamente: éter, agua, el bálsamo, tafetán aglutinante, vendas... Llama a Amelia por si hace falta. Ya sabes que es valerosa.

Mientras Juana corría a buscar todo lo que le encargaban, el llamado Carlos Luis desabrochaba el largo gabán de viaje de Renato, se lo quitaba y le despojaba también de la entallada levita, del chaleco de casimir, abriendo y bajando la camisa de holanda con encajes, empapada en sangre, para descubrir la herida. Hallábase esta sobre el omoplato izquierdo, y a poco más que el puñal penetrase sería peligrosísima, porque alcanzaría el pulmón; afortunadamente, por hallarse el bandido semiasfixiado, había profundizado poco; el desvanecimiento de Renato debía atribuirse únicamente a la abundante hemorragia que seguía fluyendo y dejando un surco pegajoso en la blanca piel.

Terminaba el reconocimiento cuando acudió Juana con el éter, pero ya abría los ojos Brezé y sonreía como tranquilizando a la señora. Carlos Luis empapaba en agua mezclada con bálsamo un trapito, y sosteniendo la cabeza de Brezé empezaba a lavar cuidadosamente la herida. Una joven, vestida de claro, entraba en la habitación trayendo en la diestra un candelero con una bujía encendida, y al reconocer a Renato, pálido, desnudo de cintura arriba, con la ropa manchada de sangre, un grito de pavor se ahogó en su garganta, su mano temblona soltó la luz.

-¿Qué es eso, Amelia? -preguntó el padre-. No te asustes: no es nada, hija mía; gracias a Dios, este amigo desconocido no corre peligro. Acércate, alumbra. Así... bien. La venda ahora. Baja una de mis camisas; trae mi levita verde. Un vaso de cognac... o un poco de café, para que recobre fuerzas.

-Ya estoy muy bien -declaró el herido-. Por Dios, no se molesten ustedes más. En el Hotel Douglas tengo mis maletas con ropa...

Al hablar así, los ojos de Renato buscaban apasionadamente los de Amelia, que dilatados de terror no se apartaban de él.

-Es tarde para enviar a nadie al Hotel Douglas; las calles, como usted ha podido comprobar, ofrecen peligros. Acepte usted por un momento la ropa de un modesto artesano, señor...

-Renato de Giac, marqués de Brezé.

-Carlos Luis Dorff -contestó el artesano a la presentación del Marqués-. Mi esposa, mi hija -añadió señalando a Juana y Amelia-. ¿Querrá usted creer que adiviné que era usted francés desde que le vi o le entreví lanzándose a protegerme con su cuerpo?

Al oír decir a su padre que Renato le había protegido, Amelia se acercó al doliente y le envolvió en una mirada que era toda fuego, toda arrebato de un alma entregándose sin condiciones. Duró un segundo la mirada, que a durar más se derretiría de ventura el corazón del enamorado, del que momentos antes pensaba en arrojarse al Támesis de cabeza.

-Francés y héroe por capricho y gusto es uno todo -prosiguió Dorff sonriendo con simpatía-. Usted no me conoce; usted no tiene motivo alguno para arriesgar la vida por mí. Doble es mi reconocimiento, doble la deuda con usted contraída.

Amelia acababa de presentar a Renato una taza de café, que apuró, y reanimado ya, más por la alegría que por la bebida confortadora, exclamó vivamente:

-Hacía media hora que estábamos emboscados en la plazuela los bandidos y yo; hacía una hora que iba siguiéndoles y presintiendo lo que maquinaban.

-¿Es posible? -exclamó Dorff.

-Y tan posible. Verá usted cómo... Yo paseaba sin objeto por las orillas del río; oí hablar francés a dos hombres de malísima traza; les seguí la pista; pronunciaron su nombre de usted repetidamente; al ver que yo iba detrás huyeron; apreté el paso les alcancé y fui tras ellos con más disimulo; se dirigieron aquí, se colocaron en acecho... Lo demás, usted no lo ignora.

Dorff miraba atento al herido, que acababa de cubrirse rápidamente, por cima de la venda colocada ya, con la ropa traída por Juana, y buscaba en su rostro la clave del enigma.

-¿Según eso, usted me conocía?

-Sí, señor... le conocía de nombre... y es una cosa rara; ahora que le puedo mirar despacio, me parece que también de vista. Tiene usted, por lo menos, una de esas figuras que nos son familiares y que hasta van unidas a nuestros recuerdos; no sé dónde ni cuándo, pero afirmaría que le había visto a usted no una sola vez, mil veces. Cuando abrí los ojos y la lámpara iluminó su cara de usted, me parecía la de un conocido muy antiguo. Es raro, pero es así.

En efecto, de Brezé había experimentado esa impresión en presencia del padre de su amada y volvía a experimentarla ahora. Aunque el amor confisca los sentidos y fija la atención en una sola persona. Renato prescindía de Amelia en aquel momento y sólo tenía ojos para Carlos Luis. Este parecía frisar en los treinta y seis o treinta y ocho años; su cabeza era grande, su frente espaciosa y descubierta, sus cejas arqueadas; su cabellera de un rubio ceniza, con algunos hilos de plata, rizada en naturales bucles. En su barba un hoyo recordaba la niñez; su esternón era alto y saliente, su talle empezaba a desfigurarse con un poco de obesidad, pero delataba aún contornos esbeltos; sus manos eran de exquisita finura. La expresión de su cara consistía en una mezcla de dignidad, amargura y desconfianza honda. Grandes desdichas habrían caído sobre aquel ser, pues sus facciones estaban como devastadas por el paso de un torrente de lágrimas. La semejanza con Amelia consistía más bien en eso que se llama aire de familia que en verdaderas similitudes físicas; diferenciábanse bastante el padre y la hija, y sin embargo Renato no podía aislar las figuras de los dos; unidas se le presentaban, inseparables. Así es que cavilaba, con una especie de angustia:

-Pero ¿donde he visto yo a este hombre, hace tiempo? ¿Dónde su rostro junto al de Amelia?




ArribaAbajo- IV -

Amelia


Dorff se había quedado pensativo, sentado en un sillón al lado del sofá, en el cual ya se incorporaba Renato; sus pupilas continuaban interrogando gravemente. El Marqués no sabía qué decir, pero su cortesía le ordenaba poner término a aquella situación.

-Ya me siento muy firme... Con licencia de mi bondadoso huésped voy a retirarme; tomando un cab ahí cerca, en Willington Street, llegaré a mi hotel en veinte minutos... y mañana, si la calentura no me postra, me permitirán ustedes que venga a saludarles y a saber cómo siguen. Sólo me resta preguntar a usted, señor Dorff, si le parece que demos parte de esta agresión, para que echen el guante a los dos pillastres, a uno de los cuales hemos dejado tendido allí y acaso todavía roncará estrangulado sobre el césped del square.

Esta proposición, muy natural, produjo en Dorff explosión de susto...

Su boca se crispó al objetar:

-¡Dar parte! No, no; todo antes que la justicia humana. Déjela usted en sus antros, déjela usted en sus cubiles. ¡Prefiero a los malvados que estuvieron a punto de acabar con nosotros! Al menos -añadió con exaltación que sacudía sus nervios y enronquecía su voz antes pastosa-, al menos esos descargarían pronto el golpe y nos matarían de una vez: nada de lentos martirios, nada de destrozar nuestras carnes fibra por fibra. ¡El fin rápido, el descanso después: la justicia de Dios certera, infalible, vengadora! ¡La única, la que reparará en el cielo los crímenes y las iniquidades de la tierra!

Al oírle hablar así, levantose Amelia y se arrojó en sus brazos, escondiendo la cara en su seno. Juana, conmovida, se tapaba con un pañuelo los ojos para ocultar el llanto; sin embargo, Renato observó que la esposa era menos allegada, por decirlo así, que la hija; Amelia y su padre formaban el verdadero grupo psicológico de seres afines, las almas unidas por una misma vibración. Cuando deshicieron el abrazo, después de haber besado Dorff la tersa frente de la niña, esta se volvió hacia Renato y le dijo serenamente:

-Caballero marqués de Brezé, no podrá usted decir que en esta casa no se han cumplido con usted los deberes de la hospitalidad y del agradecimiento. Tenemos con usted una deuda eterna y sagrada. Cuando se retire irá armado con las pistolas de mi padre, que por desgracia nunca quiere llevar consigo, a pesar de tantas pruebas como posee de la infamia de los hombres, y podrá usted defenderse contra cualquier asechanza. Pero antes de que usted se vaya... deseo hablar con usted y con un padre de algo que importa que aclaremos, porque será la base de nuestra conducta y de nuestra relación en lo futuro. Aguarde usted, pues, unos minutos... si quiere otorgarme este nuevo favor.

Al hablar así Amelia hizo una seña a Carlos Luis.

-Juana de mi vida -dijo dulcemente Dorff a su esposa-, ve a ver cómo duermen los niños. Y si es posible, ¡que nunca lleguen a sospechar lo ocurrido esta noche!

Juana comprendió la orden categórica y se retiró sumisa y sonriente. Solos ya el padre y la hija con el Marqués, Amelia volió a tomar la palabra con el mismo singular aplomo:

-Sin mengua del agradecimiento, Marqués, permítame usted decirle que el trato se funda únicamente en la estimación. Si usted no estima a mi padre como él merece ser estimado; si usted, al salvarle la vida por un arranque de nobleza, no le profesa el respeto que está obligado a profesarle... le quedaremos siempre reconocidísimos, pero no volveremos a vernos más en la tierra, a no ser que usted nos llame para sacrificarle nuestra vida en justo pago. Yo pienso así... y mi padre piensa igual.

-¿Qué estás diciendo, hija mía? -intervino Dorff-. ¿Qué significa todo esto?

-El Marqués lo sabe -repuso Amelia bajando los ojos-, y le consta que ejercito un derecho y cumplo un deber.

Dorff, atónito, miró un instante a su hija y al extranjero. El rubor de ambos le respondió.

-¿Conocía usted a Amelia, señor Marqués?

-He tenido ese honor en Francia -declaró Renato-. En el molino de Adhemar, que forma parte de mis tierras patrimoniales.

-¿Qué clase de relación has tenido con el Marqués? -preguntó Dorff volviéndose hacia Amelia-. A ti no necesito encargarte que respondas la verdad.

-No por cierto. Mi relación con Renato de Giac fue de amor, en que mediaba compromiso de matrimonio. Es -advirtió Amelia como si esta indicación fuese importantísima- un hidalgo de la primer nobleza de Francia.

-Calma, hija mía -ordenó Dorff observando que la voz de la niña indicaba angustia-. No te avergüences; ¿qué has hecho de malo? También tu padre amó tiernamente, y el hombre que has elegido acaba de revelar que es digno de ti.

-Eso es lo que justamente está por averiguar -articuló Amelia con severidad, irguiendo su cabeza altiva-. Eso es lo que el señor marqués de Brezé va a demostrar sin tardanza. Esperamos...

Oía Retrato, admirado de tanta intrepidez, y al llegar a este punto exclamó con sentida vehemencia:

-La señorita Amelia me lastima, pero no me ofende, porque ella no puede ofender, y a mí menos que a nadie. A su vez ella reconocerá, es demasiado verídica para negarlo, que he respetado su honra y su decoro como cosa propia, como respetaría a mi madre y a mi hermana si la tuviese, y por si fuese necesaria una prueba de lo que afirmo -añadió levantándose-, aprovecho esta ocasión, quizás no muy oportuna, para dirigir a su padre un ruego: Señor Dorff, el marqués de Brezé pide la mano de la señorita Amelia.

Sorprendido al pronto, después rebosando emoción y alegría, volviose hacia su hija Dorff, consultándola con la mirada.

-No se la concedas, padre mío -dijo ella con calma-, mientras no haga confesión y una retractación.

Renato comprendió al fin; su lealtad ingénita le enseñaba el camino que debía pisar. De pie, como se había puesto para formular su demanda de matrimonio, se inclinó hasta el suelo y pronunció resueltamente.

-Confieso y me retracto, no porque Amelia lo pide, sino porque mi conciencia lo impone. En Francia me aseguraron, señor Dorff, que usted había sido encausado como incendiario y falso monedero, y que había cumplido en Silesia una condena a trabajos forzados por esos delitos. Se lo dije a Amelia hace dos horas, y en aquel instante, si no lo creía, al menos lo dudaba. Desde que le he visto a usted no lo creo. Perdóneme y permítame que le estreche la mano.

Nube de inmensa desesperación veló el semblante de Dorff; sus rasgos se descompusieron, sus ojos se cubrieron como de una humareda, en que se transparentaba el cristal del llanto. Se tambaleó un instante cual un hombre borracho, y sin poder contenerse gritó:

-¡No me estreche usted la mano! Lo que le han dicho a usted en Francia es verdad. He sido llevado a los tribunales bajo la acusación de quemar un teatro y fabricar moneda falsa, y he molido yeso en el presidio de Alstadt. No podrá usted alegar engaño, Marqués.

Amelia, sollozando arrodillada, besaba el borde de la levita de su padre; le cubría de caricias, agarrándose a él con una especie de frenesí.

Renato dudó un instante, pero el instinto, prevaleciendo sobre la razón, le dictó un arranque sublime.

-La mano, señor Dorff. No me la rehúse usted o creeré que es usted quien duda de mí. Tengo la certidumbre de que esas acusaciones y esas condenas no son más que una trama infame, del mismo género que la asechanza que tuve la suerte de ayudar a desbaratar hace poco. Mi corazón me lo dice. Mi corazón no miente. El marqués de Brezé, con su honor inmaculado, responde del de Dorff.

No fue la mano, fueron los brazos lo que Dorff presentó a su nuevo amigo, estrechándole impetuosamente. Renato correspondió con igual efusión.

-No sólo es usted inocente de todo delito -repuso-, sino que es usted un perseguido, un calumniado, una víctima. Desde hoy tiene usted a su lado a un defensor incondicional. Yo haré brillar su reputación tan clara como el sol: fíe usted en mí. Dorff sacudió la cabeza con melancolía.

-No está en manos de usted, no está sino en las de Dios cambiar mi suerte... Cansado de tanto sufrir, había resuelto entregarme a la fatalidad. Viviendo oscuro, pobre, humilde, creía que me olvidarían, dejándome siquiera por único bien el descanso. ¿Qué daño les hice; qué pretenden? ¿No podré ni aun disfrutar en calma el amor de los míos, la paz de mi hogar de trabajador? No; han decretado mi asesinato como antes decretaron mi deshonra. Hoy me has salvado tú, hijo mío... -exclamó tuteando de pronto a Brezé- pero no estarás siempre cerca. Y si intentas colocarte entre el destino y yo... ¡ay de ti! Una voz espantosa y profética me ha dicho un día, entre las tinieblas de un calabozo: «Tus amigos perecerán».

Desplomada en un sillón. Amelia sollozaba.

-No llores, rosa del cielo -balbuceó Dorff cogiéndola y obligándola a aproximarse a Renato-. La misericordia divina permite que al menos tú, mi preferida, seas dichosa. Mi sueño era verte esposa de un noble francés. Este a quien quieres es dos veces noble: por el alma y por la cuna. ¡Amaos, Carlos Luis os bendice!

-No -protestó Renato-, no le abandonaremos a usted para gozar egoístamente nuestra dicha. Amelia no lo consentiría; yo tampoco. Ignoro quién es usted; ignoro qué telaraña de iniquidades se ha ido formando para envolverle en ella. Pero no sólo me inspira usted afecto, sino un respeto indecible, cuya razón desconozco. Amelia y yo no nos casaremos sino después de que usted sea rehabilitado; después de que se declare su inocencia; después de que el universo entero...

Amelia aprobó, tendiendo la mano.

-Bien, Renato, así te comprendo. No nos casaremos hasta que mi padre recobre su nombre y su honor. No seríamos felices.

-Hágase vuestra voluntad -murmuró Dorff-. Una vez más pelearé contra la fatalidad, aunque sé de antemano que caeremos vencidos...

Hizo una seña al Marqués, y este, siguiéndole, penetró en la otra habitación de las dos que formaban el piso bajo de la casita. Era una especie de taller, a la sazón alumbrado por la claridad mortecina de un reverbero pendiente de la ahumada pared. Sobre mesas y mostradores hallábanse esparcidos menudos utensilios y chismes de relojería; resortes, pinzas, muelles, alambres, tenacillas diminutas, relojes desmontados, otros en sus cajas, cerraduras, máquinas de toda clase, hasta armas de fuego, pistolas de arzón incrustadas de plata, confundíanse con los instrumentos del trabajo. Dorff cerró la puerta con doble vuelta de llave, y bajándose, movió una de las mesas, contó los ladrillos, a partir de la pared, y levantó con una palanqueta el que hacía el número quince. Apareció un escondrijo de forma rectangular, del cual tomó un objeto oblongo, una funda de cuero amarillo, como las que sirven de estuche a los anteojos de larga vista, y un cofrecillo cuadrado, que tenía alrededor un bramante del cual pendía una llave dorada.

-Renato de Giac -dijo Dorff solemnemente-, confío a tu acrisolado honor este depósito. Ahí va mi existencia, ahí los últimos destellos de esperanza para mí y para mis desgraciados hijos. A nadie quise entregar este manuscrito y cofre, porque mis desdichas han hecho que desapareciesen todos mis verdaderos amigos, cumpliéndose el vaticinio horrible de la prisión. Hubo momentos en que hasta pensé lanzar los documentos que te entrego a las llamas... ¡Si de nada servían!... Los sucesos de esta noche han cambiado mi propósito. Puesto que con vivir retirado no logro que me perdonen; puesto que de todas maneras el puñal se esgrime contra mí y hasta mis infortunios recaen sobre la cabeza de mi Amelia, de mi predilecta, la única que conoce mi secreto, porque su espíritu es varonil y su inteligencia precoz y admirable... puesto que el hado me empuja a pesar mío, volveré a la lucha. Pasaré a Francia secretamente, y allí, si tú crees que los papeles contenidos en ese cofre pueden servir de fundamento a mis reclamaciones ante los tribunales... o al menos ante la Humanidad, reclamaré, gritaré; no podrán ya suprimirme calladamente. Y escucha una advertencia, hijo mío. Desde el mismo momento en que recojas este cofre y este rollo de papel que guarda el estuche, no te creas seguro en parte alguna. Vigila, teme, no duermas sosegado, de nadie fíes. En todas partes te espiará la traición; los esbirros seguirán la huella de tus pasos para despojarte del tesoro. Veo que me miras asombrado y acaso dudas de si estoy cuerdo... ¡Piensa en la asechanza reciente! No dudarás así que leas el manuscrito enrollado. Ese manuscrito está dirigido a una mujer... a la que más quise después de mi madre; ¡a una mujer de quien Dios tenga piedad! Cuando lo hayas leído juzgarás de si puedes y debes ponerlo en manos de ella... y serás tú el encargado de hacerlo. ¡Que jamás pueda decir esa mujer que pecó de ignorante! En cuanto al cofre, que encierra documentos importantísimos, ocúltalo, busca para él un escondrijo, en Francia, en las entrañas de la tierra... Hora y día llegará en que lo necesitemos. Entretanto, ¡que tu mano izquierda ignore dónde lo ha enterrado la derecha!

-Juro -dijo Brezé-, que nadie podrá saberlo. ¡Nadie!

-Cambia de ser, hijo mío. El que se me acerca, el que se me ofrece como verdadero amigo, debe ponerse el antifaz, sepultarse en la sombra, vivir en el misterio. Como que yo soy todo misterio, misterio profundo... Aquí tienes mis pistolas: están cargadas. Y... hasta tu vuelta, porque supongo que en primer lugar querrás poner a salvo este depósito, que ya en mi poder corre riesgo. O mejor dicho, hasta Calais, donde estaremos sin falta dentro de una semana, en la posada del Pez Rojo, Amelia y yo. No volvamos a reunirnos en Londres; es probable que nos espían.

-Donde yo guarde ese cofre en Francia no lo descubrirá un zahorí -respondió Renato-. Antes de marcharme, que me sea permitido besar la mano de mi novia.

-Ve y habla con ella libremente.

Las once de la noche serían cuando Renato cruzó otra vez la plaza solitaria. Acercose al square, curioso de ver si quedaban rastros de la lucha. Estaba desierto, pero al pie de un árbol vio relucir algo y lo recogió: era el cuchillo, un cuchillo ancho y corto, de los que usan los marineros para destripar el pescado. Al bajarse para alzar del suelo el arma, el cofre que llevaba apoyado contra el pecho cayó a tierra y botó en el tronco. Asustado Renato lo guardó dentro de la levita, abotonándola, y lo apretó con la mano para asegurarse de que no volvía a caer.

Al pasar la esquina para dirigirse a Willington Street, con objeto de tomar un cab, no vio a dos hombres, los mismos de antes, guarecidos a la sombra de una enorme puerta cochera, y registrando desde ella todo lo que en la plaza sucedía.

-Ahí va el aprietagorjas -dijo el rechoncho con rencoroso acento, llevándose las manos a la nuez llena de equimosis y respirando mal todavía.

-Lleva un cofre -contestó el alto-. Sonó a metal... No irá vacío. ¿Se lo quitamos y le dejamos tieso?

-¡Majadero!, también llevará armas. Si no, no le hubiesen permitido salir.

-Va hacia Willingtons.

-Sigámosle como nos siguió él. Hay que saber quién es este mocito caído del cielo a mezclarse en lo que no le importa.

Y los dos bandidos, pegados a las casas, se deslizaron en pos del marqués de Brezé hasta que saltó en el cab y dio sus señas, por cierto en alta voz. Los perseguidores no necesitaron ni hacer el gasto de otro cab. Renato aún no sabía lo que es envolverse en el misterio. Iba embriagado de su larga plática con Amelia, y sólo pensaba en su dicha.




ArribaAbajo- V -

Primeros hilos de la trama


Antes que el incauto marqués de Brezé, cruzaremos nosotros el Estrecho y nos trasladaremos a Francia y a París. Estamos en el despacho del ministro superintendente de policía, barón Lecazes; salón severa y ricamente amueblado al estilo más puro del Imperio. El poder del gran Corso, definitivamente hundido después del efímero paseo de los Cien días, sobrevivía en el mobiliario y el arte en general; sólo en las letras lo había destronado el joven romanticismo, con su espíritu a la vez apasionado, rebelde, diabólico y religioso.

¿Cómo no habían de estar amuebladas al gusto del Imperio las habitaciones de Lecazes, si eran las mismas de Fouché, el célebre ministro de policía de Napoleón, el segundo poder, y quién sabe si tras la cortina el primero de aquel vertiginoso período en que la policía llegó a su apogeo, el único hombre que realmente conoció la historia de su época? Lecazes, según fama, aprovechó la ingeniosa instalación de su predecesor, maraña laberíntica de pasillos, puertas secretas, escaleras excusadas, cuartitos ocultos en el espesor de las murallas y hasta verdaderos calabozos, donde un sujeto peligroso esperaba a oscuras, trabado de esposas y grillos, ser llevado a la presencia del todopoderoso Superintendente. Había tocadores, armarios y roperos que contenían los elementos de toda suerte de disfraces, y hasta se susurraba que existía un arsenal de tortura muy completo, con ruedas dentadas a la portuguesa, cuñas de acero a la austriaca, erizos de púas a la inglesa, pesas de plomo en cuerda a la española, cascos de metal a la prusiana y, otros artefactos no menos terroríficos. No hallando manera de comprobar estos rumores, no podremos responder de su veracidad; sólo diremos que los difundían los Carbonarios que entonces pululaban; y tampoco nos atreveremos a afirmar que en efecto existiese en los dominios de Fouché cierto laboratorio de química, donde un enigmático doctor, venido de Oriente según decían, prestado por el Gran Turco, confeccionaba licores y zumos de hierbas que destilaban en las venas el letargo, la insania o la muerte. Todo ello tiene corte de leyenda. No queremos adquirir grave compromiso ante los eruditos que no dan crédito sino a lo constante en documentos -olvidando que precisamente las cosas más transcendentales y dramáticas son aquellas de las cuales se procura y suele conseguirse que no quede ni rastro.

Lo que ahora vemos no es sino el despacho, precedido de una antecámara o saleta y una antesala, y al parecer sin más puerta de entrada que la del fondo, que da a la saleta y guarnece un cortinaje de seda verde brochada con palmas amarillas, plegado con simetría en clásicos tubos. Viste las paredes seda igual a la del cortinaje, distribuida en recuadros de madera incrustada con filetes de dorado bronce. El pavimento es de mosaico de maderas raras y variadas, que con la alternativa de sus colores naturales dibujan alrededor primorosa greca y en el centro una cabeza de Medusa, de envedijada guedeja de víboras. Los canapés, recordando la figura de un cisne o rematados en garras de tigre; los sillones, las sillas, los taburetes, lucen bronces artísticos, procesiones de ninfas de moños airosos, gráciles cuellos y encintadas sandalias, o racimos de cupidines con teas en la mano. Alrededor del amplio escritorio corre una barandilla de labor delicada y menuda; la escribanía, de bronce también, representa a Laocoonte retorciéndose entre las roscas de las serpientes. El Laocoonte y la Medusa son lo único que allí despierta ideas de martirio y desesperación. Sobre el sillón del Ministro, un doselete protege al retrato del Rey.

Hallábase el Ministro sentado, y aunque delante de él se alzaba ingente montón de papeles, no trabajaba: su actitud era meditabunda; su cabeza se reclinaba en la palma de la mano izquierda, y su diestra, negligentemente, jugaba con una pluma de plata con pico de acero, novedad que principiaba a abrirse camino, venida de Inglaterra. Difícil sería, a primera vista, distinguir esta meditación de un polizonte de la de un filósofo. El rostro del Ministro era inteligente, y en público tenía estereotipada cierta voluntaria franqueza, una afabilidad sobrado constante para ser sincera, una sonrisa entre distraída y melosa. A solas, un pliegue de voluntad astuta y perseverante la reemplazaba; la expresión del hombre que marcha recto a sus fines. El Superintendente del monarca restaurado tenía que desplegar más vigor que el del Corso. Este iba guiado por una inspiración superior; aquel inspiraba y dirigía; estaba detrás de la cortina para salvar al régimen, hasta de sí mismo. «¿Qué sería de ellos sin mí?», solía decirse Lecazes después de practicar alguno de los que llamaba juegos de manos. «Es preciso proceder sin consultar. Hay cosas que no se preguntan. Aquí yo soy el tejedor y lanzo la naveta. Ellos presencian... y gracias si no intervienen para romper la trama, o si no la destrozan sus partidarios, los celosos vengadores, esos furiosos del Mediodía». Su meditación no era la incertidumbre de la conciencia que busca senda entre espinos y abrojos, sino un cálculo de probabilidades para acertar mejor cómo se realizaría lo que tenía determinado con tranquila resolución. De pronto se puso a registrar papeles; ató algunos con una cinta, formando un paquetito; antes entresacó una carta, la releyó dos veces y la guardó cuidadosamente en su cartera.

Algo de importancia debía de bullir en su mente, porque la mano, al jugar de nuevo con la pluma, tenía sacudidas nerviosas y en el entrecejo se había fijado honda arruga. Dos relojes de sobremesa, a derecha e izquierda, sustentados en bellas consolas, acoplaron con rara precisión su voz de cristal; eran las dos de la tarde. El Ministro hizo ese movimiento que revela el paso de la reflexión a la acción; oprimió un timbre, y al presentarse respetuoso el ujier en la encortinada puerta, le preguntó:

-¿Quién está ahí?

-El señor profesor Beauliège espera en la antesala.

-Que pase.

Momentos después presentábase ante el Ministro uno de esos tipos de proletarios de la ciencia y de las letras que solemos encontrar aún hoy en los muelles de París, revolviendo el mostrador de los puestos de libros viejos que allí se venden a precios inverosímiles. Sombrero grasiento; largas melenas grises desordenadas; el cuello del levitón sembrado de caspa y mugre; las manos metidas en guantes raídos, cuyos dedos dejaban asomar las sucias uñas; bajo el brazo una cartera desflorada, rellena sin duda de papelotes; la cara rasurada, la nariz puntiaguda, los ojos miopes, como entelarañados por el polvo -tal era la catadura del señor Beauliège-. El Barón, casi sin mirarle, le indicó que se sentase; industrial y práctico por naturaleza, profesaba a los literatos y escritores un desdén que apenas se tomaba el trabajo de disimular.

-¿Cómo va ese libro? -preguntó después del saludo.

-Señor Barón -murmuró el pobre diablo-, no adelanto mucho, porque, como le consta a su señoría, carezco absolutamente de base. Fáltanme todos los comprobantes para establecer la defunción del niño; ignoro lo que sucedió durante los últimos tiempos de su encierro, y es harto difícil mi labor, ahora que, gracias al espíritu del siglo, la historia parece renovarse en sus mismas fuentes y aspira a apoyarse siempre en irrecusables datos. Cuando Su Señoría me mandó llamar, mi corazón latió de júbilo: supuse que era para comunicarme algunos papeles de importancia.

-Señor Beauliège -contestó no sin ironía el Superintendente-, si poseyésemos la cáfila de documentos que usted solicita... no le necesitábamos a usted, ¡qué diantre! Con publicarlos en el Monitor... Lo que esperábamos de su ciencia y de su docta pluma era una reconstrucción, ¿me comprende usted?... una reconstrucción, vamos... conjetural y verosímil, y sobre todo tierna y conmovedora, muy bonita, de la existencia del infortunado Príncipe dentro de su prisión. El asunto es precioso; tiene usted allí campo abierto, horizontes amplios. No se trata de una novela, ¡cuidado!; ¡eso no!; se trata de una relación con todo el aspecto de historia; algo que forme la opinión de los tiempos venideros. Este trabajo, sobre todo si la gente supone que la idea de realizarlo ha partido de usted espontáneamente, le valdrá honra y provecho. El sillón de la Academia no parecerá premio excesivo para tan original y simpático trabajo.

Al oír el nombre de la Academia, el sabio proletario se levantó de un brinco y después se agarró a la barandilla de la mesa escritorio para no caerse. Era la realización de un sueño creído fantástico, y el exceso de la dicha le abrumó; un deslumbramiento le hizo cerrar los ojos. El Superintendente estudiaba estos síntomas previstos. Sabía que a aquel infeliz no se le ganaba con dinero: era un esparciata vanidoso.

-Una obra escrita por usted -añadió- no necesita tanta balumba de documentación, señor profesor. Su autoridad de usted basta. Si usted fuera uno de esos locos que imaginan narraciones sin pies ni cabeza... Pero por lo mismo que es usted un estudioso, un documentado, el nombre de usted presta seriedad a cuanto produzca. El toque está en hacer algo formal sin mucha base... que desgraciadamente no poseemos.

-Me han dicho -indicó el profesor- que existe en el Hospital de Incurables una mujer que podría darnos luz en esa historia. Es la viuda del malvado zapatero que atormentó al Príncipe. He pensado dirigirme a ella.

Un airado golpe de la palma del Ministro sobre la mesa interrumpió a Beauliège.

-¿Cómo he de meterle a usted en la cabeza, pardiez, que no se dirija a nadie, sino a quien yo le indique? ¿Va usted a escribir cuentos de viejas o un libro digno de respeto?

Bajó la cabeza el erudito: la mágica perspectiva de la Academia le dictaba una sumisión perruna. Sin embargo, tímidamente, aún murmuró:

-Lástima que no exista siquiera el original del acta de defunción del 24 de pradial. Con sólo ese documento, el libro descansaría en cimientos de diamante. Bastaría para confundir definitivamente a los viles impostores -al zuequero de Rouen, al lacayuelo de Versalles, al mecánico de Prusia.

El Barón adaptó a la cara aquella sonrisa suya peculiarísima; sonreía por no descalabrar con el Laocoonte a tamaño imbécil de sabio, empeñado en pedir cotufas en el golfo. Sonriendo, murmuró:

-Decídase usted a pasarse sin eso... o renuncie al libro y al sillón del Instituto. Ya sabe que el original de esa partida de defunción no ha podido hallarse por más gestiones que se hicieron... y que no ha sido posible ni legalizar la copia. Bagatela para un erudito como usted. -Deslizando la mano en un cajón, el Superintendente sacó un rollo de monedas de oro-. Este pequeño adelanto -advirtió- no es pagarle a usted nada; es para cubrir los gastos que ya tiene usted hechos... plumas, papel, escribiente... Dentro de quince días espero aquí el manuscrito, ¿eh? Parte del manuscrito al menos.

Una seña autoritaria completó el discurso y despachó al sabio, que se retiró subyugado, cavilando en el tema de su arenga de ingreso en el Instituto. El Ministro echó una ojeada a la esfera del reloj: eran las tres menos veinticinco.

«Volpetti ya habrá llegado», pensó, y levantándose y recogiendo el paquetito que había hecho con varias cartas, apoyó el dedo en la moldura de un recuadro situado detrás del sillón; el recuadro giró calladamente, se abrió un hueco estrecho y el Ministro se enhebró por él, encontrándose en un oscuro y corto pasadizo, a cuya extremidad le detuvo una puerta de láminas de hierro. El Ministro la hirió ligeramente con los nudillos; la puerta subió recogiéndose como si fuese un rollo, y una voz de hombre pronunció bajito:

-Aquí estoy, Excelencia.

El aposento en que el Barón acababa de entrar tenía por muebles sillas de caoba, una mesa escritorio, un par de butacas; las paredes pintadas al temple, el piso cubierto de alfombra barata y raída. Carecía de ventanas; recibía algún aire por el hueco del cañón de una estufa, y lo iluminaba un quinqué de cuerda, que trataba de arreglar para que no atufase el individuo que acababa de dar fe de su presencia allí.

-Incomunica -ordenó brevemente el Ministro.

Obedeció el hombre, haciendo que la puerta bajase otra vez a encajarse en su puesto.

-La copa y la bandeja -añadió Lecazes.

El individuo sacó de una alacenilla una profunda copa de bronce, cuyas asas eran dos sirenas de retorcida cola y seno protuberante. Destapando una botella, vertió el contenido en la copa, y sacando chispas de un eslabón, encendió una mecha y la aplicó al líquido. Luego acomodó la copa en el hueco de la estufa. Alzose azulada llama; el Ministro desató el paquetito y fue inflamando uno por uno los papeles que contenía, y que dejaba consumirse sobre la enorme bandeja de metal. Al mirar cómo invadía el fuego las blancas hojas, cómo las volvía finísima telilla negra encogida que se deshacía en cenizas impalpables, al percibir el olor del lacre consumido en los sellos de la correspondencia, el Ministro se estremecía imperceptiblemente. Saboreaba su poder: era la historia misma lo que destruía y borraba con firme dedo. Lo que ha pasado no dejando pruebas -como si no hubiera sido nunca-. Al terminarse el auto de fe respiró, mirando al montón de ceniza en la bandeja, y volviéndose al hombre, dijo apaciblemente:

-Cuando estás aquí... será que todo queda cumplido.




ArribaAbajo- VI -

El esbirro


El individuo a quien se dirigían estas palabras, y a quien el Barón llamaba Volpetti, tenía el aspecto del que regresa de un largo viaje; denso polvo blanquecino cubría su ropa y calzado, y su cabellera negra, abundante, estaba en desorden. Representaba treinta y pico de años: era un tipo meridional, de tez cetrina, de barba poblada que le comía los ojos. Su respuesta fue categórica.

-Eso se cumplirá esta noche.

-¿Seguro?

-¡Infalible! ¡En buenas manos queda el pandero! Llego de allá ahora mismo, en compañía de dos cajas de objetos de acero, tijeras, cuchillería, que han servido de comprobante a mi personalidad comercial. Más allá del Estrecho fui Alberto Serra, catalán, que compra en Londres para introducir contrabando por Gibraltar. Ni el mismo diablo adivinaría...

-Al caso -ordenó el Ministro-. Ya sé tu habilidad para disfraces. ¡Apenas te conozco con esas barbas y esa zalea de pelo!

-He procedido así. Excelencia, porque al fin aquí los Carbonarios y mucha gente política me tienen entre ojos: sospechan varias cosas. Y sería malo que yo apareciese preso en Londres por complicación en una jugarreta a ese personaje enigmático. Hay que preverlo todo. Escogí, pues, a dos mocitos de cuenta, que no se han enterado del asunto más que lo necesario para cumplir bien. Además, la cosa es tan sencilla como sorberse un huevo. El personaje vive en un barrio poco concurrido, y ante su casa se extiende una plaza desierta desde que anochece. Uno de los lados de la plaza lo forma una iglesia metodista; otro, un colegio de niños. En el centro un square con árboles gigantescos, que proyectan sombra... como si se lo mandásemos. El personaje sale todas las tardes a dar un paseo, así que su labor termina. Le han dicho que si no pasea se quedará ciego de tanto mirar con la lupa a las ruedecillas pequeñísimas de los relojes y maquinas que compone. ¿Que cómo he averiguarlo estos pormenores? ¡Ahí está mi mérito, Excelencia! Sé de aquella casa todo cuanto se me pregunte... El personaje, después de recorrer algunas calles y de visitar a su amigo el mecánico prusiano Hartzenbaume, regresa al hogar fijamente a una misma hora; es puntualísimo. Con esperar en el square un rato, de fijo se le pueden dar las buenas noches.

El Ministro meneó la cabeza. La ligera arruga de su entrecejo se marcó sombríamente.

-¿Y si les atrapan? -murmuró.

-Si les pillan en la ratonera, Excelencia... ¡que no les pillarán!, tienen instrucciones y son capaces de aplicarlas. Se trata de un robo, de un atraco vulgarísimo, que ha acabado mal... porque el robado se defendía. Y en el peor caso, aun cuando nombrasen a Alberto Serra, el instigador, ¿qué? La policía inglesa buscará a un contrabandista catalán... y no a mí. Repito que ellos no están enterados sino a medias, lo suficiente para que no puedan ocasionarnos desazones. La trampa quedó bien armada. ¿Tiene algo más que ordenar Su Excelencia?

-Que me aguardes aquí -contestó el Superintendente-. Transfórmate... y espera. Vuelvo.

Inclinose el esbirro, y a una seña alzó la puerta de tiras de hierro, dando paso al Ministro, que regresó a su despacho. Después de tentar bajo el paño de su frac la carta sustraída a la destrucción, hirió el timbre y preguntó al ujier:

-¿No ha venido la señora duquesa de Roussillón?

-Hace un rato que espera en la saleta.

-Que tenga la bondad de entrar.

Adelantose el Ministro galantemente para ofrecer a la dama un canapé. Ella avanzó erguida, queriendo sonreír, pero se leían en su cara descolorida y en las cárdenas ojeras que rodeaban sus ojos azul oscuro, tan semejantes a los del marqués de Brezé, hondas preocupaciones. Muy bella debía de haber sido la Duquesa, y su atavío decía a las claras que no había abdicado aún el cetro de la elegancia. Vestía, sobre una funda de tafetán listado con menudos volantes, primorosa dulleta de rico paño verde, que realzaban orlas de cisne y ligeros bordados de canutillo y oro; la gran capota inglesa de calesín, de seda, encuadraba su rostro, dejando sólo escapar a cada lado dos racimos insubordinados de tirabuzones todavía rubios; una sombrilla exactamente igual a la última que había lucido Madama, duquesa de Berry, de raso blanco con violetas salpicadas, acompañaba al traje, y de la muñeca izquierda colgaba el retículo, de malla de perlitas sobre raso, con cierre de pedrería. Hizo una reverencia de corte a Lecazes y se instaló en el asiento ofrecido con la soltura que da el hábito del más alto trato social.

-¿En qué puede servirla este su mejor amigo? -preguntó el Ministro acercando una silla al canapé que ocupaba la dama.

-¡Si supiese usted lo que ocurre! -empezó ella en voz ahogada, reveladora de la fatiga del espíritu. Y al ambiguo gesto del Ministro, continuó-: Usted me había citado hoy para que hablásemos de la cuestión de las minas de Montereux, que deben formar parte de lo restituido a la casa ducal de Roussillón que injustamente me disputa el Ayuntamiento de Montereux so pretexto de que antes las poseía... Aunque este asunto no es de su competencia de usted, en usted fío para salir adelante. ¡Feliz casualidad! Si usted no me cita... acudo yo a pedir urgentemente audiencia.

El Barón percibía, al hablar la señora, la congoja de su respiración, el tilinteo de los dijes preciosos que colgaban de su cuello al anhelar de su pecho.

-Serénese usted -indicó tomando afectuosamente una de las enguantadas manos y dando en ellas suaves golpecitos-. Todo no será nada...

-¿Me cree usted capaz de apurarme por poco? -exclamó la Duquesa-. Sepa usted que mi hijo se ha marchado a Londres.

-¿A Londres? -repitió el Superintendente botando en el asiento.

-¡Hola! Ya no le parece a usted grano de anís, ¿eh? Sí, señor, a Londres, y secretamente, engañándome, asegurándome que iba a una cacería en Picmort. Pero, como soy algo suspicaz, tuve sospechas, registré sus habitaciones después de su marcha, y vi que se había llevado ropa muy impropia de una cacería, mientras los fusiles y las alforjas de caza allí estaban muriéndose de risa. Entonces corrí a casa de nuestro banquero y le dije con el aire más natural del mundo: «Renato me dejó encargado que le envíe usted más fondos». «Me extraña, señora Duquesa, porque hemos proporcionado al señor Marqués un crédito muy extenso sobre una de las mejores casas de Londres». ¡Londres! ¡Ya pareció aquello!... ¡Ah, mis presentimientos!

-¿Cuándo ha sido eso? La marcha del Marqués, quiero decir.

-Dará unos cuatro días. Llegará a Londres esta tarde.

El Barón no era capaz de soltar ternos; ejercía gran dominio sobre sí mismo; sólo una crispación de la boca delató su profunda contrariedad.

-Ya sabe usted -prosiguió la dama- que ella está allí... Desde que le hice la revelación, ofreciéndome a mostrar los papeles que usted me había facilitado, relativos a la vida pasada de Dorff, a su condena como incendiario y falso monedero, a su estancia en presidio, mi hijo había caído en una tristeza constante; yo lo atribuía a la rutina de sus ilusiones, pero le creía curado, por el cauterio, de la mordedura de su funesto y ridículo amor... Esta escapatoria me indica lo contrario... ¡La pasión le arrastra!...

El Ministro acusó a la dama algo ásperamente:

-¡Qué torpeza, señora! ¿Por qué no me avisó usted el mismo día en que habló de irse a Picmort?

-Hice mal -dijo apurada la Duquesa-. Olvidé que todo cuidado es poco cuando tenemos que habérnoslas con intrigantes de esa laya. ¡Qué hombre! ¿Por qué no le envían ustedes otra vez a presidio? ¡A la sombra, que allí no molesta! Me encomiendo a usted, amigo Barón, para que Su Majestad comprenda que yo no intervengo en este embrollo: que soy leal, que deploro la ceguedad de mi desventurado hijo, que me vuelvo loca de rabia. ¡Qué maldad, explotar así un parecido, un capricho de la Naturaleza! Parecido a la verdad sorprendente; cuando vi a esa mozuela, al pronto quedé aturdida: era todo el aire, toda la fisonomía, los ojos, la boca, el andar de la augusta mártir. Esos impostores siempre logran prosélitos. Por ejemplo: Adhemar lo cree a pies juntillas. Le echaré del molino, le castigaré... ¡Sálveme usted, salve a Renato! Ese chico es capaz de erigirse en defensor de la impostura, y yo no podría vivir si supiese que había incurrido en el desagrado de Su Majestad. Si me demostrasen frialdad en palacio, ¡qué vergüenza! El palacio de mis Reyes es lo único que me importa. El Duque, mi marido, solía repetir: «Matilde, por encima de todo agradar al Rey».

-No se trata de eso, señora Duquesa -contestó con sequedad el Ministro-. Su fidelidad de usted es bien conocida. ¡Pero qué torpeza, repito, no advertirme a tiempo!

-¿Teme usted lo mismo que yo? ¿Un matrimonio clandestino... uno de esos enlaces...

-Como el de Su Ateza con la sentimental Amy Brown, ¿verdad? -preguntó incisivamente Lecazes.

-¡Jesús! No he dicho tal -protestó la Duquesa-. Son calumnias de los malos.

-En fin, señora, voy a tratar de arreglar lo que usted ha estropeado. Serénese... Retírese y perdóneme la falta de cortesía, pero necesito tiempo para tomar medidas y evitar a usted disgustos. Descanse en mí y no se altere prematuramente. El marqués de Brezé ha de mirarse antes de unirse a la hija de un presidiario. Esas cosas no se hacen en una hora, no se improvisan como en las óperas de Cimarosa. Tendremos, así lo espero, medios de evitar cualquier acción impremeditada del Marqués.

La dama se levantó, y sacando del retículo un perfumado pañuelo de encaje se lo pasó por los ojos.

-Es usted mi único salvador -dijo al estrechar, según la nueva costumbre inglesa, la mano del ministro de policía. Y, para sí, pensaba la dama-: ¡Trapacero! ¡Noble hecho aprisa! ¡Bonapartista renegado!

Así que la ondulación de las cortinas reveló que la Duquesa había traspuesto la puerta, el Ministro, apretando los puños, la hizo una colérica demostración. Volvió después a apoyar el dedo sobre el recuadro, se deslizó al pasillo y, poniendo en movimiento el resorte de la puerta de láminas de metal, penetró en la habitación donde había quemado las cartas. Cogiendo una bocina que colgaba de la pared, aplicó a ella la boca y pronunció bajito el nombre de Volpetti.

Minutos después presentábase el esbirro. Quien le hubiese visto antes difícilmente le reconocería ahora. Venía pulcrísimo, correctamente vestido de frac azul con botones dorados, calzones de nankín barquillo, botas de montar, y jugaba con un latiguillo de puño de cornalina. Sobre su corbata de vueltas, de muselina blanca, su cara pálida, que adornaban patillas castañas, se encuadraba en un peinado de sortijas castañas también; a la izquierda se alborotaba el tupé romántico, el peinado de Chateaubriand. Y realmente, en tal atavío, era al insigne autor de El Genio del Cristianismo a quien se parecía Volpetti.

-Me alegro de tu diligencia asombrosa en disfrazarte -dijo el Barón-. Así sólo necesitas un abrigo de camino. Toma dos pasaportes: usa el que más te convenga. Corre la posta con generosidad, y encuéntrate sin demora en Londres, donde haces falta con urgencia. ¡No pierdas un minuto!

-Dígnese el señor Barón explicarme algo. ¿Es para vigilar la labor de mis dos sabuesos?

-¡Buena estará la labor! Para averiguar dónde se aloja, qué hace, qué piensa, qué come y de qué lado respira el marqués de Brezé. Este caballero está prendado de la hija mayor de Dorff y llega a Londres hoy por la tarde. Así que llegue, su primer pensamiento será rondar la casa de su amada. Es quizás para Dorff un aliado; es de cierto un testigo importunísimo. No necesito decirte más. El Marqués puede ser, en esta ocasión, la malla suelta por la cual se deshace el tejido entero. No contábamos con su presencia allí; nos complica nuestros negocios. En casos impensados, Volpetti, no cabe dar instrucciones. Tú conoces mi intención...

El esbirro saludó y se retiró. Cuando el Superintendente se vio solo, desabrochó su frac, buscó la carta reservada del fuego, la desdobló lentamente y otra vez se enfrascó en su lectura, como si quisiera aprendérsela de memoria.




ArribaAbajo- VII -

Epicúreo


Si se nos ocurriese comparar el despacho del Superintendente con el gabinete particular del Monarca, diríamos que el primero reviste mayor ostentación oficial; pero si nos detuviésemos a considerar despacio el segundo, encontraríamos en él mucho que admirar y que demuestra las aficiones cultísimas de su dueño.

Las ventanas se abren sobre el jardín real, que tiende como un tapiz sus cuadros de césped esmaltados de canastillas, y expone al sol, tibio aún, de mayo, el dorso alabastrino de sus estatuas de paganas divinidades. Dentro, cubren las paredes cuadros modernos y antiguos, y trofeos de espléndidas armas de Oriente. Ninguno de los cuadros es de asunto religioso ni histórico: hay un nacarado desnudo del Tiziano, una bacanal de Rubens, unas odaliscas de Delacroix, un grupo de Júpiter y Ganimedes de Prudhón. En cristaleras de concha y bronce se guardan libertinas porcelanas de Sajonia, profanas estatuillas griegas, bajo relieves donde la elegancia del trabajo compite con la nefanda crudeza del asunto; platos de plata magníficamente relevados, medallas, monedas, barros, joyas, el tesoro de un anticuario en extremo inteligente. Un obsceno lampadario de bronce, sacado de Pompeya, crispa en un ángulo las nervudas patas de cabra en que reposa.

El fondo del gabinete -detrás del sillón y del escritorio, que son dos maravillas la época Luis XV- lo forma una bibliotequita con ricas tallas, que encierra libros todos raros, de bibliófilo, ediciones de Plantino y Aldo Manucio, encuadernadas en tafiletes y cueros españoles y árabes de lo más bello. A la derecha, tras un biombo que lo tapa, un órgano-clave, decorado con esmaltes sobre vidrio, inestimable joya para un museo, espera, bajo su cubierta de seda bardada de apagados tonos, a que una mano inteligente lo hiera y arranque de él deliciosa música. La bella e inteligente favorita, madama du Cayla, pasea a veces sus dedos torneados por el teclado amarillento.

Ante el escritorio y bajo los pies del sillón está extendida una muelle piel de oso blanco, sobre la cual, hecho una rosca, dormita un animal hechicero: un perro poco mayor que una paloma, de hociquito negro, húmedo, de sedas grises, con reflejos perlinos; uno de esos grifones hoy tan de moda, y que entonces, en Francia, eran desconocidos: un regalo de la condesa du Cayla.

Serían las cinco de la tarde cuando la puerta lateral se abrió y dio paso al Rey, sostenido bajo el sobaco por dos servidores, a cuyo cuello rodeaba un brazo y que le llevaban casi en peso. El grifón brincó de alegría y fue a deshacerse en caricias alrededor de una de las piernas del coronado inválido. Este se acomodó, suspirando, en otro sillón, cerca de la ventana. Había sido el tormento de toda su existencia aquel padecimiento cruel que ataba su cuerpo, dentro del cual se agitaba un espíritu tan activo, y al verle se comprendía el dicho del marqués de Semonville, uno de los hombres más agradables al Rey por su amena y aguda charla: «¡Cómo es posible que el Rey perdone a su hermano el que ande!».

Ya sujeto en el sillón, con varios cojines donde apoyar sus vendadas piernas y sus hinchados pies, el Rey tomó de preciosa cajita una pulgarada de tabaco y dio una orden:

-Que venga el barón Lecazes.

Mientras la orden se cumplía, el Rey espaciaba su mirada, con gusto, en la vista encantadora que se abarcaba desde la abierta vidriera. Hacia el poniente el cielo era de color de oro derretido, y las masas sombrías de los árboles ingentes relieves de bronce sobre aquel fondo ardiente y glorioso. Los surtidores de agua, desflecándose en el aire, semejaban flores de diamantes deshojadas incesantemente por suave brisa: mi frescura hacía cristalino y puro el ambiente. Una paz dulce y voluptuosa entraba por la ventana con el olor del césped húmedo y de las canastillas donde se abrían los narcisos y los jacintos primaverales. Una oleada de placer se derramó en el espíritu del Rey; su naturaleza sensual acogía con vivacidad e intensidad las sensaciones gratas, y las saboreaba plenamente, sin desperdiciar un átomo, aquilatándolas intelectualmente, repitiendo entre sí: «Es una hora amable; sepamos paladearla y amarla».

Dimanaba este modo de sentir de una convicción melancólica. «La vida es breve -pensaba el monarca- por larga que sea. Un soplo, un hálito... y después, ¿quién sabe? Eterna sombra, eterno enigma...». Detrás de sí, a su alrededor y ante su mirada, dilatándose por interminable serie de siglos, creía el Rey escuchar, resonante como el Ponto de los trágicos griegos, el oleaje profundo, sin límites, de la Historia, que arrastra tronos, dinastías, grandezas, conquistas y magníficas epopeyas. Percibía que a él también le envolvía ese oleaje, arrebatándole como a una brizna de paja, y antes de sepultarse en el negro abismo, quisiera haber vivido, sentido, en cuanto hombre. ¡Vivir! ¡Burlar la destrucción encerrando lo eterno en un minuto!

-¡Si yo fuese robusto y ágil! -exclamaba con rabia a veces aquel lisiado que ceñía corona-. ¡Si yo pudiese amar, sufrir, entretejer los hilos de una bella aventura! ¡Cuerpo miserable, tristeza de la carne morbosa y doliente! ¡Envejecer! ¡Envejecer! ¡Y envejecer abrazado a la enfermedad, compañera fea y estúpida!

Sus ojos vagaban de la perspectiva del jardín a la contemplación de los objetos de arte. Mirábalos con fruición, experimentando el delicioso cosquilleo de la belleza artística en los sentidos. Salvadas de la voracidad del tiempo, aquellas obras maestras le sonreían, eran suyas, amigas fieles, odaliscas dóciles. Allí tenían, en los libros y en las estatuas, su distracción y su regocijo. «Soy un ateniense o un romano contemporáneo de Horacio», pensaba, enorgulleciéndose de aquel goce íntimo, vedado a los profanos, patrimonio de privilegiados espíritus. Las líneas puras, las labores exquisitas, la majestad de lo hermoso, le causaban un arrobamiento durante el cual creía, en loca esperanza, que iba a recobrar la salud y a sentir correr por sus venas la sangre viril y rica de las edades estéticas. Las perspectivas del jardín se le figuraban entonces más amplias, más señoriales -imagen de la grandeza que rodea a la corona.

De pronto cambió de expresión la fisonomía del Rey; su cabeza cayó con desaliento en el respaldo del ancho sillón; una nube cubrió su semblante borbónico, semejante al de Carlos IV que copian las onzas peluconas de España -y parecido también al de su hermano el degollado-, aunque sin la expresión de bondad plácida y como rumiadora que hay en esas dos cabezas encuadradas por los bucles y rematadas por la coleta clásica, y reemplazando a la bondad un tinte de desengañada indiferencia, una luz de ironía cáustica en las inquietas e inyectadas pupilas. Lo que había causado el desfallecimiento del Rey era la vista de un hombre colocado frente a la ventana, en el jardín, de pie, arrimado al pedestal de una estatua de Luchador preparándose al pugilato.

Aquel hombre -cuya mirada no se apartaba un instante de la vidriera, detrás de la cual encontrábase el Rey- representaba esa extrema senectud, esos ochenta y pico de años que lo mismo pueden ser noventa, pues más allá de cierto límite ya no marca el tiempo visibles huellas. Su cabeza, descubierta al sol y que envolvía copiosa melena ondeada, ardía en un incendio de plata refulgente. Sus cejas hirsutas, erizadas, y sus pestañas canas, coronaban dos ojos verdes, gatunos, fatídicos. Sus manos cruzadas, sarmentosas, descansaban en un palo o báculo recio, y en ellas apoyaba la barbilla. Era su traje el de los aldeanos de las provincias donde la tradición y la superstición tienen asiento, donde los druidas bajo el árbol afilaron la segur: anchas bragas, los pies calzados con zuecos, faja de lana, una chaqueta de paño bordada, abierta sobre un chaleco blanco. Componía todo ello un conjunto extremadamente pintoresco, y la gente que pasaba volvíase para contemplar a aquel anciano, modelo ideal para un pintor que quisiese simbolizar al pasado en una figura humana.

El monarca, atraído y preocupado a la vez por aquel extraño viejo, le miraba aún, estremeciéndose involuntariamente, cuando abrió la puerta el galoneado ujier, y se presentó el ministro de policía, haciendo la más profunda reverencia. El Rey le indicó una silla; Lecazes se apresuró a ocuparla.

-¿Se encuentra mejor Vuestra Majestad? -interrogó con bien aderezada solicitud.

-¡Pch! El buitre que me roe a todas horas no se cansa de esgrimir el pico -declaró el Rey señalando a sus piernas envueltas en franela-. Crea usted, Barón, que el destino de todos los hombres no se diferencia en una línea. Reinar con las piernas inútiles y doloridas o partir piedra en una carretera con las piernas ágiles... allá se va. Es decir, ¡no! Los que parten piedra son más dichosos. Al terminar el trabajo abrazan con fe y vigor a sus amigas, mientras que un inválido como yo... ¡Pobre Zoe! ¡Pobre Condesa! Verdad es que ella y yo idolatramos el ingenio y el talento... ¿Y quién nos quita esos goces?

-¿Y el doctor inglés? -preguntó.

-¡Bah!... ¡El doctor inglés!... Otro caso de esa anglomanía furibunda que nos corrompe. ¿Ha visto usted necedad igual a esa racha de imitación servil? ¿Y la manía de que son los ingleses quienes han traído al mundo la noción del aseo y de la higiene, el reinado del agua? ¡No parece sino que eso no procede de los griegos y los romanos, con sus abluciones, su culto de la salud, sus hermosas Termas! ¿Y la ocurrencia de comer la carne sangrienta y cruda? El día en que se les antojó que yo había de probar el beefsteak, se me alborotó la gota... Los ingleses no tienen de bueno sino que dieron el papirotazo al Corso. En fin, dejémonos de eso. ¿Qué hay de nuevo, señor Superintendente de policía?

-Algo muy bueno, señor... Hemos podido recoger los últimos papeles dispersos que quedaban de la criolla y les hemos dado fuego inmediatamente, cumpliendo las instrucciones de Vuestra Majestad. Vuestra Majestad sabe que allí había mucho... Cartas del Emperador de Rusia, cartas de Barras acerca del consabido asunto del impostor... Puro veneno.

-¿Y qué papel no es ponzoña, excepto los versos buenos? -murmuró el Rey con desdén-. Una hoguera debía funcionar constante para hacer desaparecer todos los papeluchos. ¡Adelante el auto de fe! Mi aspiración, ya lo sabe usted, es que no queden detrás de mí sino los documentos estrictamente oficiales; pero nada de confidencial, nada íntimo, nada que pueda ayudar a embrollar la Historia y a forjar novelones. ¡Todo ceniza! En cambio, los versos de los grandes poetas... de los latinos especialmente, ¡que tesoro encierran! Ayer mismo he podido hacerme con un Petronio magnífico de viñetas antiguas, un poquillo crudas... ¿eh? Ya sabe usted que entonces... ¡ah diablo!, no se andaban con chiquitas...

Sonreía Lecazes, porque a su memoria acudía la frase de Talleyrand: «El Príncipe lee a Horacio cuando le ven y libros verdes cuando está solo».

-Vuestra Majestad -dijo alto- siempre con esas invencibles aficiones intelectuales y artísticas...

-¡Siempre! ¡Siempre! -repitió el Rey lisonjeado-. Es lo único -añadió en tono confidencial- que me hace sobrellevar el peso de la corona... Porque pesa... ¡vaya si pesa! No estoy en una cama de rosas, Lecazes. Si uno no se distrajese rimando madrigales... ¿eh? El más bonito que le hicieron a mi cuñada fue obra mía... ¿se acuerda usted? Aquello del cefirillo y los amores... Voltaire no tuyo nunca idea tan linda. ¡Yo hubiese sido un poeta! Y no que ahora he de reñir con las Musas para atender a esos demontres de emigrados, que vuelven como fueron: nada han olvidado, nada han aprendido... ¡Qué recua! Los malditos quieren dejarse atrás al Terror rojo con el blanco: volverlo todo al año 86, degollar, ahorcar, ahogar, ¡vengarse!, ¡vengarse! ¡Qué estupidez! Se venga uno de un individuo, nunca de una nación. ¿Sabe usted qué digo, Lecazes? ¡Que esos necios son más realistas que el rey!

El Ministro rió la ingeniosa frase, que oía por primera vez.

-Es preciso contenerles -advirtió-. Entre ellos y los Carbonarios comprometen el porvenir de la dinastía.

Alzó el Rey la cabeza. Un destello burlón pasó por sus pupilas.

-Lecazes -murmuró-, usted sueña. ¿Cree usted que vamos a durar tanto? ¿Cree usted en el porvenir? Aquí es el caso de repetir con mi bisabuelo: Después de mí... el diluvio. Si yo hubiese sido ambicioso, que ya sabe usted cuán lejos anduve de serlo...

Nuevamente impuso el Ministro expresión melosa a su fisonomía. Y de nuevo acudió a su memoria Talleyrand cuando, muchos años atrás, antes de soñarse en revoluciones, decía: «El príncipe quiere la corona».

-Si yo hubiese sido ambicioso -repitió el Rey- podría estar satisfecho: pero ¡qué diablo, Lecazes!, la ambición es una tontería. Yo no nací para rey; sí para artista, para refinado artista, a quien la belleza enamora por encima de todo. El arte llenaría mi vida como no han podido llenarla los privilegios del rango supremo. Usted, que es artista también, artista psicólogo, me comprende. ¿No es mejor poner el objeto de la existencia en delicados placeres que en la jerarquía? ¡Reinar! ¿Y qué memoria quedará de mi reino? He tenido que desprenderme de lo conquistado por la nación; he entrado en escena cediendo treinta y seis plazas fuertes con diez mil cañones. La gloria huye de mí. ¿Es culpa mía?

Y como el Barón callase, el Rey añadió:

-Usted aún no me conoce bien. No sabe usted qué goce el mío al descubrir un camafeo antiguo, una edición rara, un vaso italogriego que complete mi colección de la Iliada. El ejercicio del poder no siempre me permite disfrutar de estos deleites con la tranquilidad apetecible. Mire usted, puede suceder que algún día desease yo reinar. Lo indudable es que hoy anhelo retirarme a una quinta, como la del Venusino, donde únicamente me rodeasen mis colecciones y viniesen a hacerme la tertulia unos cuantos amigos, eruditos, sabios, poetas sobre todo. Esos jóvenes melenudos que adoran a la luna en las torres de Nuestra Señora serían muy divertidos si no fuesen tan irrespetuosos con los clásicos... En fin, yo allí me encontraría muy dichoso. Créalo usted, Barón. Me seducen la vida pastoril, la égloga y el idilio. He nacido para conversar con los filósofos paganos bajo el cielo de la Grecia. Ahí tiene usted cómo he errado la vocación... Compadézcame usted, soy un desgraciado.

-¿Molestan demasiado a Vuestra Majestad sus dolencias? -preguntó con interés admirablemente simulado el ministro de policía.

-Horriblemente: padezco como un condenado al andar, al acostarme. ¡Ah, qué suplicio! Lo dicho, Barón... ¡Partir piedra! Y además...

Bajando la voz, añadió:

-Ya sabe usted que una de las especies que hacen correr por allí a fin de desconceptuarme, es que soy un volteriano escéptico, que me río y me burlo de todo. Eso se inventó porque admiré sin reserva el talento del señor Voltaire, escritor exquisito y ático, lo cual asustaba a los ñoños de la Quotidienne... Pero, en el fondo de mi alma, ¡si supiese usted qué restos de ilusiones y de creencias palpitan! ¡No es fácil ser pagano, no hay medio de serlo, Lecazes! Vea usted un ejemplo...

Y señalando con la mano, la extendía en la dirección del viejo que, inmóvil, recostado en el pedestal, no apartaba su mirada fosforescente de la vidriera.

-Ese hombre...

-Y bien, señor... ¿qué hombre? -contestó Lecazes, cuyo entrecejo tendía a fruncirse-. ¿Un pordiosero? ¿Vuestra Majestad desea que se le socorra?

-No, Barón... ¿Cómo es que usted, que todo lo sabe, ignora quién es ese hombre y a qué viene?

El Ministro hizo un desdeñoso movimiento de hombros.

-Señor, lo sé. Desde que ese viejo puso los pies en París se le vigila; pero es inofensivo; no creemos que traiga intenciones siniestras. Debe de estar chocho. Reza mucho, y en voz alta. Es un pobrecito, un infeliz aldeano, que, según dicen, se contó antaño entre los partidarios de la buena causa y que ahora se ha venido a París a profetizar a Vuestra Majestad no sé qué cosas. ¡Hay tantos visionarios en estos tiempos de trastornos políticos! Si se les atendiese a todos, ¡frescos estaríamos! Lo que vendrá es a pedir alguna gracia, a conseguir cualquier favor o limosna.

-No, Barón, se engaña su sagacidad de usted. En ese hombre hay algo especial: se me ha puesto entre ceja y ceja que debo verle y oírle... y si es aprensión, conozco que es aprensión incurable, mientras no la contraste la realidad. ¿No ve usted qué perseverancia la suya? Todos los días, apenas me asomo a alguna ventana de palacio, le hallo enfrente, plantado como está ahora, con los verdes ojos fijos en mí, imperioso, suplicante... Ha llegado a producirme un efecto análogo a esos de que hablan los sectarios de Mesmer. Sus pupilas me marean desde lejos. Llámele usted, si gusta, un capricho... pero deseo que ese hombre suba aquí, hable conmigo y salgamos de dudas. Lleva quince días de centinela; es un pobre, quiere ver a su rey... Véale y acábese la porfía.

-¿Vuestra Majestad me consulta o me da una orden? -dijo tranquilamente el Ministro.

-Una orden -declaró el Rey.

-En ese caso voy a transmitirla. -Y el Barón se levantó.

-No, espere usted... Yo mismo dispondré que hagan subir a ese viejo. Usted estará presente a la audiencia. Me dará usted su parecer. Si es un loco nos divertiremos; será entrevista original.

-Él solicitará, de seguro, hablar con Vuestra Majestad a solas -advirtió el Ministro.

-¡Es fácil! Pues se coloca usted detrás de ese biombo que tapa el piano y oye usted la conversación. La pobre condesa du Cayla suele aprovechar ese escondrijo y está en sus glorias oyendo tonterías... Ahí, Barón... Y a menos que me maten, no aparezca usted sin que yo le llame, suceda lo que suceda.




ArribaAbajo- VIII -

El visionario


Quince minutos después se abría la puerta de la cámara regia y se incrustaba en el marco la imponente figura del viejo. Hízole el Rey una seña bondadosa, invitándole a acercarse. Avanzó el hombre con paso automático; moribundo rayo de sol alumbró su cara, y sobre su pecho creyó el monarca distinguir una sangrienta herida. Era la aplicación, en franela roja, del Corazón de Jesús, con la mística leyenda: Reinaré.

-Adelante, buen hombre, pídanos lo que desee; le hemos visto tan fijo frente a palacio, que nos agradaría poder complacerle. No tenga cortedad; tome asiento -ordenó el Rey señalando a un taburete. El aldeano no hizo caso de la indicación; tendió por el gabinete la mirada, y como sus ojos tropezasen con el obsceno lampadario de Pompeya, los volvió indignado y los fijó en el monarca relumbrantes y casi amenazadores.

-¿Qué pretende usted, qué viene a solicitar? -insistió este, un poco confuso sin saber por qué.

-No solicito cosa alguna -declaró el anciano con entera voz. No vengo a pedir al Rey empleos ni honores; vengo, de parte de Dios, a decirle varias cosas, a recordarle lo pasado, a revelarle lo venidero. No procede de mí la idea: acato órdenes. ¿Quién soy yo para presentarme ante el Rey? Un gusano, un pequeñuelo, el más humilde labriego de Francia. Me llamo Martín. Mi aldea es un lugar de doce vecinos. Soy cristiano, creo en la santa religión y en la sagrada monarquía. Cuando los malvados se conjuraron contra Dios y su imagen en la tierra, que es el Rey, yo no descolgué la escopeta porque entiendo que derramar sangre está vedado, pero coloqué sobre mi pecho este Corazón, a fin de que conociesen mis opiniones y me matasen si querían.

-¿Pero por qué no se sienta usted, buen hombre? -insistió el monarca.

-Por respeto, señor. No debo sentarme, y más bien debo arrodillarme. Aunque no estoy en presencia del monarca, estoy ante su tío, su heredero.

-¿Cómo es eso? ¿No soy yo el Rey? -Esta interrogación fue acompañada de una sonrisa indulgente, de condescendencia a la ancianidad. El epicúreo se sentía subyugado.

-Bien lo sabe Vuestra Alteza -contestó apaciblemente Martín-. Lo dicho, señor, yo nada valgo; mi existencia se reduce a obedecer y callar, a llevar la yunta y pagar la renta. Trabajando sin descanso cumplí esta avanzada edad, y jamás hice daño a nadie... Mi cabeza aún está firme, mis brazos activos; todavía soy yo mismo quien ara mis tierras. Un mes hace que las tengo abandonadas, que he dejado mi casa y mi familia, exponiéndome a la burla de los ignorantes y al desprecio de los poderosos. La gente se mofa de mí; Vuestra Alteza me ha tenido por demente...

-Buen hombre -advirtió severamente el Res-, si no se dispensasen muchas cosas a la ancianidad...

-Señor, si falto es porque no conozco los usos de la Corte. Que se me castigue. Hagan de mí lo que quieran después que diga lo que debo decir.

-Diga Martín lo que guste -articuló el Rey retrepándose en la butaca-. Le escuchamos.

-No es Martín quien va a hablar, señor -insistió el aldeano sin turbarse-. Martín solo no se atrevería. Alguien habla por su boca. Mis palabras vienen del cielo.

-¿Del cielo? -repitió con delicada ironía el admirador de Voltaire-. ¿De Dios mismo tal vez?

-Alabado sea por siempre su santo nombre -repitió el aldeano-. Empezaré por lo que sucedió primero. Sepa, pues, Vuestra Alteza que el 16 de enero, congo estuviese yo distraído abriendo un surco en la heredad de trigo que labro, noté que los bueyes se asustaban sin saber de qué; me extrañó su inquietud; pensé: «¡algo hay!», y volviendo la cabeza vi a mi lado a un jovencillo muy hermoso, vestido como los caballeros de la Corte. ¿Por dónde había venido? Un minuto antes no se veía a nadie en todo el raso de la llanura. Llevaba el pelo crecido, que le caía en bucles por la espalda. Me quedé frío, señor. El jovencito me tocó en el hombro y me dijo: «Martín, ve a ver al Rey». Y sin otra palabra desapareció. Todo fue tan rápido, señor, que la verdad: supuse que era desvarío de mi imaginación, debilitada por los años. Hacía niebla y dije en mis adentros: «¡Bah! ¡La niebla remeda tantas cosas!». Pero cátate que el 18 -iba a anochecer y regresaba a mi casa, rendido de la labor-, junto al crucero del camino estaba apoyado el joven. Repitió la orden: «Martín, ve a ver al Rey»; yo me persigné y caí de rodillas al pie del crucero. Al levantarme busco al joven. ¡Disipado! Sin embargo, no se había despedido de mí. El 20 le vi entre los sauces, a orillas del río; el 21 y el 24 apareció en el lindero del bosque, apoyado en el tronco de una encina que llaman en el país el árbol de las brujas. Fue, sobre todo, el 21, señor, cuando me habló despacio. Su voz era triste, su acento solemne. Me dijo infinitas cosas que sobrepujan a mi entendimiento, y de las cuales, sin embargo, no he olvidado ninguna. Las conservo como en una caja, y después de que las repita me parece que se borrarán de mi memoria. Pero mientras no se las comunique a Vuestra Alteza, grabadas como con hierro candente las tengo aquí -y señaló a su frente.

La fecha del 21 de enero había hecho estremecerse al Rey. Un ligero escalofrío recorrió su cuerpo.

-Explíqueme sin miedo cómo era ese joven -murmuró.

-Miedo no lo tengo -declaró el aldeano-. ¿Qué pueden hacerme? ¿Quitarme la vida? He cumplido ochenta y cinco años. Soy un tronco seco que aguarda el golpe del hacha. La sepultura abierta me llama a sí. Pues la aparición, señor, era una figura hermosísima, y excepto el traje, igual a la efigie del arcángel San Rafael, que existe en la iglesia de mi parroquia. Por esto y por serenar mi conciencia consulté al señor cura. El señor cura no acertó a aconsejarme y me envió a monseñor el arzobispo. Este me dijo que eran fantasías y chocheces, y yo mismo resolví callar... Pero la aparición se presentó otra vez, pálida, terrible... repitió la orden: «Martín, Martín». Era de noche, dentro de mi choza... Entonces cogí el zurrón y el báculo, y andando, andando y pidiendo limosna, aquí me vine...

-Siga, siga... El Rey espera las revelaciones de Martín.

-Mis revelaciones... ¡ahí van!, Señor. Vuestra Alteza ocupa un lugar que no le corresponde.

-¿Cómo es eso? -Y el Rey sonreía, queriendo chancearse, acordándose de Lecazes emboscado tras del biombo-. Habiendo perecido mi hermano y su hijo, ¿no soy acaso el legítimo heredero del trono? ¿No cree Martín en el derecho divino de los reyes?

-La aparición, señor, me ha mandado que cuando me respondieseis eso os contestase yo: «¡No todos los muertos están en sus tumbas!».

El efecto de estas palabras fue fulminante en el Rey. Si sus enfermas piernas se lo consintieran, hubiese saltado del sillón. Impedido y todo, medio se incorporó; sus manos hirieron el aire; dilatáronse sus pupilas; se inyectó de sangre su cara.

-¿Necesita Vuestra Alteza pruebas de lo que acabo de decir? -exclamó el aldeano, cuyos verdes ojos de brujo echaban chispas, y que parecía obedecer al influjo de algo extraño, visible sólo para él-. Pues óigame... voy a recordar a Vuestra Alteza lo que nadie sabe. ¿Se acuerda Vuestra Alteza de un día en que fue a cazar con el Rey su hermano? ¿De aquella espantosa tentación? Era en la selva de San Huberto; el Rey llevaba de delantera una docena de pasos... nadie del séquito andaba por allí... y acudió a Vuestra Alteza la idea de tirar sobre él. Ya tenía Vuestra Alteza el dedo en el gatillo... Lo estorbó la rama de un árbol.

El Rey temblaba, ocultando entre sus manos la cabeza.

-Desde los primeros años, señor, Vuestra Alteza codició el trono. El obstáculo era aquel desventurado monarca, y Vuestra Alteza quiso suprimirlo. ¡Fratricidio de cada instante! Para eso no vaciló en transigir y en halagar a los impíos, a los enemigos del altar del trono. ¡Vergüenza eterna para la legítima monarquía, señor! Ella no puede, ¡nunca!, sin negar su propia esencia, pactar con los que hacen escarnio de la autoridad y cierran los templos. Si la Providencia lo ha permitido, es porque su eterna justicia decretó que la monarquía desaparezca... y desaparecerá; tengo orden de anunciarlo. Desaparecerá... ¡No la matan los enemigos, es ella misma la que se mata! ¡Si la institución resistiese, alta, noble, incapaz de concesiones cobardes, nunca hubiese triunfado la revolución!

Detrás del biombo se percibió un ligero ruido, como un chasquido insistente de la madera; pero el Rey seguía silencioso, aterrado, incapaz de hablar ni de moverse.

-El primo de Vuestra Alteza, el señor duque de Orleans, se interpuso entre la candidatura de Vuestra Alteza y los impíos. ¡Otro delito, otra felonía, señor! Vuestra Alteza siguió preparando la caída de su hermano y el deshonor de la Reina. ¿Se acuerda Vuestra Alteza de quién escribía ciertos versos escandalosos, de dónde se forjaban los libelos? ¿Se acuerda de lo que Vuestra Alteza dijo en el bautizo de la hija del Rey? ¿Se acuerda de lo que escribió al duque de Fitz-James? ¿Se acuerda de la alegría feroz que le causó la muerte del primer Delfín? ¿Se acuerda de quién avisó a la Convención para que detuviese a la familia real en la frontera? ¿Se acuerda de la misión de Valory? ¿Por quién fue sacrificado el mísero Favras? ¿De la quema de sus papeles? Pero las cenizas hablan... ¡Cuánta sangre, señor, cuánta sangre... y no son más que las primeras gotas!

Al hacer una pausa Martín, no se oía en el gabinete más que el castañeteo de los dientes del Rey, cuya frente humedecía un sudor frío, y el chasquido insistente tras el biombo, que avisaba y apremiaba. Pero el mutismo del Rey no permitió a Lecazes salir del escondrijo, y casi inmediatamente el labriego proseguía implacable:

-Vuestra Alteza no tuvo el valor de arrostrar la revolución que había ayudado a desencadenar, y huyó, a pesar de haber prometido compartir la suerte del mártir. Desde el extranjero, poco a poco, desatendiendo las instrucciones de su rey, preparó la intervención y la invasión de la patria, que fue alzar el patíbulo de su hermano. Vuestra Alteza no habrá olvidado la carta del mártir al príncipe de Condé. El buen monarca no quería ser acusado de la invasión ni de las represalias. ¡Nada de guerra!, repetía, ¡nada de guerra, mi cabeza primero! Y hubo la guerra, y su cabeza cayó... ¡Cuánta sangre! Un mar de sangre... Sangre en el suelo, sangre en charcos, sangre en el cadalso, sangre en el aire; lluvia de sangre, ardiente, abrasadora... ¿No la siente Vuestra Alteza? Gotea del techo; me está empapando los vestidos...

Y el viejo, con creciente exaltación, seguía viendo algo que los demás no veían. Su mano se extendió, su dedo índice casi tocó la frente del Rey...

-La infeliz prisionera, la degollada, habla por mi boca... Oigo su voz que repite: ¡Caín! ¡Caín!

El biombo crujió más fuerte; el Rey, pronto a desplomarse, articuló algunas palabras, que cubrió Martín con su acento rudo. El perrillo, asustado, después de exhalar un ladridito fino y cómico, se escondió bajo la piel de oso, entre los vendados y fajados pies de su amo.

-Por mucho tiempo el crimen fue estéril, la estrella del Corso brillaba en el cielo... Entretanto el inocente huía, vivía desconocido, oculto... Y Vuestra Alteza ¡era la esperanza de tantos que ignoraban la verdad! Yo mismo, señor, fiaba en Vuestra Alteza. Creíamos que el coloso tenía los pies de barro y que pronto se hundiría el soberbio. Y se hundió, rodó al mar, se lo tragó el abismo... Vuestra Alteza se apoderó de la corona... Y ahora, señor, ahora... ¿por qué poner asechanzas al huérfano?, ¿por qué armar con puñales a los inicuos?

El Rey, cruzadas las manos suplicantes, parecía un reo pidiendo misericordia; vaivén violento agitaba su cabeza, anhelosa respiración alzaba y deprimía su pecho. Martín, antes erguido frente a él, acusador, de pronto cambió de actitud completamente. Con movimiento patético se hincó de rodillas, y exclamó con fervor de plegaria:

-Señor, el Arcángel dice que se arrepienta Vuestra Alteza, que aún es tiempo... pero que dejará de serlo muy pronto. ¡Que no se atreva Vuestra Alteza a hacerse ungir... a derramar sacrílegamente sobre su cabeza el aceite de la Santa Ampolla! ¡Que no ose celebrar en las iglesias el servicio fúnebre por los que no han muerto, por los que no están en la tumba! ¡El sacrilegio, señor, es el mayor de los crímenes! ¡La copa de la cólera divina está llena; una gota más, y rebosara! ¡La raza es culpable, y si colma la medida terrible, será raída de la haz de la tierra!

Y Martín, incorporándose otra vez, con una especie de delirio profético, pronunció:

-Será raída. Raída en Italia, raída en España, raída aquí, en todas partes. Ya el dedo providencial secó el tronco de la usurpación. El castigo es inminente; veo sangre... veo después el oprobio, el baldón, la flaqueza de la mujer... ¡Qué rumor de oleaje! ¡Cómo se estrella el mar contra la playa! Otra revolución, más revoluciones... toda Europa es un volcán. Pero Vuestra Alteza no verá la erupción. Encomiéndese a Dios, la enfermedad crece... la gangrena, la gangrena horrible sube desde las piernas al corazón... La carne se pudre, cae inerte en pedazos... ¡Qué fetidez! Job tenía a Dios consigo...

El Rey ya no escuchaba. Caída la cabeza sobre el respaldo del sillón, violeta el rostro, en los labios un poco de espuma, era presa sin duda de un síncope de los que solían atacarle. Volviose entonces el labrador hacia el biombo, y con énfasis articuló:

-Zorro oculto, ven a auxiliar a tu amo.

Y a paso lento dirigiose a la puerta, mientras el Barón, aturdido, corría a desatar la corbata del monarca, dándole aire con un papel de música, lo primero que en su precipitación encontró. El Rey entreabrió los ojos, en los cuales se veía aún el extravío del espanto, y cogiendo la muñeca a su Ministro, tartamudeó:

-Que dejen ir en paz a ese hombre... ¡Que nadie le haga daño ninguno!






ArribaAbajoSegunda parte

El cofrecillo



ArribaAbajo- I -

La miniatura


En la larga plática de Amelia y Dorff con el inesperado amigo que se les deparaba se adoptó un acuerdo de importancia suma: un viaje a Francia, una tentativa de aproximación que podía influir poderosamente en su suerte. Para mayor cautela, convinieron en no verse más en Londres y reunirse en Dower, en fecha concertada de antemano.

Antes de separarse de Dorff, el joven marqués de Brezé se atrevió a manifestar un deseo. En la pared, sobre el sofá donde le habían extendido para curarle la herida, veíanse dentro de un solo marco varios medalloncitos de miniatura, rodeados de diminutas crisólitas, piedra muy usada en el siglo XVIII, que imita de un modo sorprendente el brillo del diamante. Uno de los medallones atrajo las miradas de Renato, y cuando ya se despedían, al reiterar Dorff sus protestas de gratitud, suplicó el Marqués:

-Si quiere usted ofrecerme una generosa recompensa por un leve servicio... regáleme ese retrato.

-¿Cuál?

-El de Amelia.

El medallón a que Renato señaló representaba a una dama de altiva hermosura, con el pelo en erizón; dos anchas baterías asomaban detrás de la oreja; gruesos bucles caían por los hombros; un tocado de rosas y plumas inclinado hacia la izquierda coronaba el peinado; la abertura de un jubón y un fichú blanco de muselina y encajes descubrían fresca garganta, prolongada y torneada como una columna de marfil, y el nacimiento de un seno ideal. Dorff descolgó la miniatura gravemente; puso en ella con devoción sus labios, y ofreciéndola a Brezé, en voz que velaban la emoción y la ternura:

-No es de Amelia este retrato -dijo-. Es de su abuela; de mi infeliz, de mi santa, de mi adorada madre...

Y como Renato hiciese el movimiento de rehusar por delicadeza, el mecánico añadió:

-No me desprendería de él por nadie, excepto por el marqués de Brezé, a quien ya miro como a hijo, llegue o no llegue a formar parte de mi familia, pues los sucesos de mi vida pertenecen a la fatalidad. Ahí va ese medallón de miniatura que ha descansado tantas veces sobre mi pecho. Casi me alegro de separarme de él. ¿Quién sabe si en el momento menos pensado vuelven a registrar por centésima vez mi casa, despojándome de lo último que me resta para documentar mi personalidad, de mis más caros recuerdos, de lo que constituye mi vida afectiva y moral? Más seguro tengo lo que deposito en otras manos honradas. Consérvalo también, como lo demás que te he entregado. Te recordará a Amelia; la semejanza es tal -a pesar de la diferencia de traje y peinado- que no extraño tu error.

Oculto llevaba Brezé sobre su corazón el medalloncito cuando llegó al Hotel Douglas, donde se alojaba. Su primer movimiento fue sacar la miniatura del amoroso escondrijo y cubrirla de besos, contemplándola detenida y apasionadamente a la luz de la lámpara, y a pesar de la semejanza, en verdad asombrosa, al notar que el retrato representaba una dama de hacia 1780, no pudo menos de exclamar:

-¿Cómo diablos la he tomado por Amelia? Si es a la infeliz Reina a quien se parece de un modo extraordinario.

La observación dejó a Renato pensativo, pero no tuvo tiempo de sacar consecuencias de ella; encontrábase mal, abatidísimo; su cabeza se desvanecía. La pérdida de sangre empezaba a hacer su oficio; Renato se desnudó y se dejó caer en el lecho. Su curiosidad misma se extinguía; no se sentía con fuerzas ni para hojear el manuscrito que le habían confiado. Un instinto de prudencia le movió a agasajarlo, junto con el cofrecillo, bajo el cochón de su cama. El retrato lo guardó cerca de su pecho tiernamente. El cuchillo lo dejó a su alcance.

Apenas se hubo acostado apoderose de él la calentura. Un agitado sueño, en que bullían representaciones incoherentes y fantásticas, embargó su cerebro. En medio de la postración que le dominaba, los raros sucesos de la noche anterior se reproducían desfigurados, exagerados, con el carácter peculiar de la semirrealidad de lo que soñamos, cuando las impresiones verdaderas son anormales y sobrecogen el espíritu. Veía a Amelia, vestida de blanco, rompiendo la verja del jardín para precipitarse en sus brazos, rogándole que huyesen, y sin tardanza, de Londres; a la duquesa de Roussillón, que ceñuda y airada se erguía ante la puerta de la casa de Dorff y le vedaba entrar, obligándole a que pasase por encima de su cuerpo; a Dorff, lívido, acribillado de puñaladas, caído sobre el césped del square, que se enrojecía rápidamente, extendiéndose la sangre hasta bañar la plaza entera y cundir lentamente por las calles, formando un arroyo silencioso que se derramaba en el Támesis con gorgoteo siniestro; y, por último, se veía a sí propio, luchando ansioso con la corriente del río que le arrastraba y agarrándose a un garfio fijo en el ojo del gran puente para salvar la vida. Pasados breves instantes sentía en el pecho la mordedura de un perro furioso, que laceraba su carne, causándole con sus agudos dientes dolor horrible. Instintivamente Brezé llevó la mano a la tetilla izquierda y arrancó algo que, elevado allí, era lo que le causaba el dolor. Por una mala postura, el cerco de crisólitas y el lazo de pedrería igual que formaba el copete del medallón se le habían incrustado en la carne viva.

Secas la garganta y la lengua, devorado de sed, dando vueltas, pasó Renato la noche y vio alborear el día a través de las cortinas de la ventana. Quiso levantarse, pero comprendió que no era capaz de ello. La cabeza se le iba, las piernas se negaban a sostenerle. La herida, desbaratado el vendaje, también le mortificaba; la sangre había vuelto a correr, manchando la ropa. Cuando entró el stewart a prepararle el baño -costumbre de los hoteles ingleses más modestos-, el joven Marqués le ordenó que llamase a un médico sin tardanza. Vino este al cabo de dos horas; curó la herida, que Brezé explicó, no apartándose mucho de la verdad, por un ataque nocturno de salteadores; ordenó dieta, limonadas, silencio, reposo y prometió volver mañana y tarde. Cuatro días pasaron así, en que Brezé se consumía, atado al lecho por la creciente calentura, que en algunos momentos revestía forma de delirio. Sin embargo, aun en los momentos en que perdía la razón persistía en él, oscuramente, un instinto de precaución y alarma. Deslizando la mano bajo el colchón, sentía allí el bulto del cofrecillo y del estuche de cuero; alargándola hasta el cajón de la mesita donde el stewart colocaba el jarro de limonada fresca, tocaba el vidrio del medallón, y un suspiro de alivio se exhalaba de sus pulmones. A veces, en divagaciones delirantes, soñaba que los mismos bandidos que le habían herido en la plaza le acometían para robarle el precioso depósito, y en la imaginaria lucha presentaba el pecho, creyendo así defender cofre y estuche.

El quinto día amaneció Brezé más aliviado. La cabeza se despejaba, la ardorosa sed disminuía, un sueño tranquilo cerraba sus párpados. Sucedía esto justamente al punto en que delante del hotel se paraba un coche de camino, en cuyo asiento delantero se acomodaban una rica maleta y un saco de cuero finísimo, con cerraduras y remates brillantes, blasonados por heráldica corona condal. Delante iba un ayuda de cámara grueso y rechoncho; detrás arrellanábase negligentemente un caballero de trazas muy en armonía con tan suntuoso equipaje; su capote de camino, de quíntuple esclavina, era del mejor corte, y su sombrero de felpa gris, de ala abarquillada y copa que rodeaba una cinta de cabos flotantes, merecía el epíteto de fashionable, que por entonces principiaba a aplicarse a todo lo distinguido y sellado por la alta moda.

-Atended al gentleman, recoged sus bultos -ordenó con apresuramiento el dueño del hotel, cuya clientela de pobretones lairds escoceses y de zafios negociantes de Glasgow y Edimburgo no solía adornarse con gente de tan alto fuste como el francés enfermo y el otro señor que ahora se presentaba atildado y pulcro, cual si no acabase de pasar el mar y de recorrer muchas leguas de jornada. Pidió el irreprochable viajero un departamento; no le bastaba una habitación. De descargar el equipaje se encargó el ayuda de cámara, truhán con rostro amoratado, patillas rojas y amplísima corbata de vueltas que le hacía tener la cabeza muy erguida. Apenas se encontraron solos amo y mozo en el dormitorio del primero, después de cerciorarse de que nadie escuchaba a la puerta del saloncillo que con la alcoba constituía el famoso departamento, se acercaron y dijo el servidor:

-Tenemos al pájaro en la jaula. ¿Qué se hace?

-Enterarte ahora mismo, enjaretándote con cualquier pretexto en la cocina, de cuanto le sucede al Marquesito. Desplega habilidad, ya que tan torpe anduviste en el negocio del square.

El patilludo ayuda de cámara tomó de encima del lavabo una gran jarra de loza, y con ella en la mano salió a cumplir la orden. Pedir agua caliente le serviría de natural introducción en la cocina.

Entretanto Volpetti -pues nadie sino él era el recién llegado- se quitaba el sombrero de felpa gris, se arreglaba con un cepillo el tupé a lo Chateaubriand, se miraba al espejo y abriendo el saco extraía de él una variada colección de chismes de tocador y aseo: limas, pinzas, tijeras, navajas de barba, frascos, mil cachivaches procedentes sin duda del alijo que el catalán Alberto Serra había de introducir por alto en Gibraltar.

Sobre veinte minutos estuvo ausente el ayuda de cámara, que se había presentado a sí mismo en la cocina bajo el nombre significativo de Brosseur. Traía en la diestra la jarra humeando, y para mayor verosimilitud su amo le gritó desde la puerta con acento de enojo:

-Bribón, granuja, escuerzo, ¿qué modo es este de tardar? He de romperte una pata.

Así que Brosseur se vio dentro, echada la llave al saloncillo, soltó la jarra y se frotó las manos.

-Grandes noticias. ¡Ya me lo figuraba yo! No fuimos torpes, pero muy desgraciados. El Marqués está herido y desde hace cuatro días guarda cama. No ha venido a verle sino el médico. ¡Si ya me parecía a mí que le había dado!

-¿Eso es seguro?

-Segurísimo.

-¿No ha recibido tampoco cartas?

-Nada. Me consta. He sabido preguntar haciéndome el bobo y he tropezado con un stewart que es una joya por lo necio y lo parlanchín.

-¿Y la herida ofrece gravedad?

-Creo que no. Le ha producido un poco de fiebre; pero, ¡pcht!, el diablo, que todo lo añasca, desvió el cuchillo medio centímetro del pulmón. Un rasguño; como que le vimos abandonar por su pie la casa de Dorff y tomar un cab en Willingtonstreet.

-Bien; ahora me vas a detallar perfectamente lo que sucedió al salir el Marqués de la casa.

-Después de estarse allí dentro mucho tiempo, salió; le alumbraron hasta la puerta; había mujeres. Llegó a la mitad del square y recogió el cuchillo, que se nos olvidó allí; al hacerlo se le cayó un objeto que llevaba oculto bajo el brazo, que alzó luego del suelo; tenía la forma de una caja y produjo un sonido como de choque metálico al rebotar contra el tronco de árbol.

-Y cuando... cuando se defendió... ¿sabes si llevaba esa misma caja?

-Juraría que no la llevaba. Sus movimientos no hubieran sido entonces tan libres. No; esa caja debieron de entregársela en casa de Dorff.

Al oír esto tuvo Volpetti que reprimirse para ocultar la intensidad de su júbilo. Aquello era como si una estrella asomase en negro cielo o como viva claridad de luna que rasga los nubarrones e ilumina el paisaje enseñando el camino al indeciso viajero. Acariciando con la mano bien cuidada su romántico tupé, a lo ráfaga de aire. Volpetti señaló hacia el lavabo y las maletas y ordenó con aparente serenidad:

-Prepara todo para que me arregle y me cambie de ropa. Saca una camisa bordada, unos calcetines de seda, el frac violeta, los calzones grises. Y... con mucha cautela... mientras das vueltas por los pasillos, toma el número de la habitación del Marqués y trázame un planito de este piso principal del hotel. Estudia bien sus entradas y salidas. ¿No te han alojado aún? Trata de obtener para ti la habitación más próxima a la del enfermo, y mejor si no le falta chimenea. Hace demasiado frío aún en este diablo de Londres para prescindir de cosa tan indispensable. Ya te completaré instrucciones. Discreción y diligencia.

El satélite dejó ver una chispa de malignidad en sus pupilas y se apresuró a obedecer.




ArribaAbajo- II -

El aviso


Renato, al sentir que mejoraba, que iba recobrando fuerzas, resolvió leer el manuscrito, el cual despertaba, no su curiosidad, sino su interés: un interés ardiente, devorador. El enigma de la vida de Dorff, la razón del incomprensible atentado del square, por poco le cuesta la vida a él mismo, la explicación de mil indicios y coincidencias, incluso la del sorprendente parecido del medallón, estaba en aquel rollo de papeles que, cerrado y lacrado, cobijaba un estuche cilíndrico de cuero natural.

Autorizado por el doctor, Renato se levantó, almorzó frugalmente té y tostadas, y fortalecido y resuelto, pero deseoso de extremar la prudencia, requirió las pistolas, dejándolas al alcance de su mano; se tendió en el canapé ante el velador, y con emoción muy honda rompió el hilo de roja seda y la nema de lacre que representaba una azucena brotando de un sarcófago, simbólico emblema que un instante le hizo reflexionar. Después de aplanar el rollo para mejor leer, vio que en la primer hoja había esta dedicatoria: «A ella».

-¿Se tratará de una historia amorosa? -pensó recordando la bella fisonomía, el atractivo indefinible de Dorff y sus palabras al confiarle el depósito. Con febril ansiedad volvió la hoja y comenzó a leer:

«Esta es la relación de mis infortunios, que tú sola en el mundo puedes aliviar. Piensa en Dios, y acuérdate de que un día hemos de comparecer en su terrible presencia».

La letra era clara, gruesa y firme; el texto estaba dividido en capítulos que correspondían a otros tantos episodios principales, y si no miente la copia que todavía se guarda en el archivo secreto del castillo de Picmort, he aquí el texto de la relación:

«Puesto que mis infatigables enemigos y la encarnizada fatalidad se asocian para que yo muera bajo un nombre prestado y privado de cuantos derechos el nacimiento me había conferido; ya que tú misma, en quien tuve fe porque me parecía monstruoso no tenerla, me niegas tres veces como negó a su Maestro el Apóstol, quiero presentarte entera la verdad reflejada en el espejo de estas memorias, para que tu remordimiento sea mayor si tu corazón no se ablanda y continúas anteponiendo la vanidad y la soberbia del mundo a la voz de la sangre y a los categóricos mandatos del deber.

Hora vendrá, Teresa, en que la posteridad se asombre de mi desamparo; de que los poderes legítimos de la tierra no se hayan opuesto a la inmensa iniquidad perpetrada conmigo. Pero el historiador que de ello se admire, piense cómo dejaron a nuestros padres -¡a los tuyos, acuérdate!- subir a un cadalso después de haber sufrido el más amargo viacrucis y la irrisión más completa de lo que representaban; cómo permanecieron indiferentes ante tal espectáculo los que -no ya por humanidad, no por cariño, por egoísmo bien entendido- debieron quemar el último cartucho hasta salvar a las víctimas. ¡Ah, Teresa! Es vana la ilusión que te has forjado creyendo que podrías restaurar ese Principio, que fue cimiento de la gloria de nuestra patria, eje de nuestra historia. Su propia debilidad es la condenación de ese Principio.

Yo podré pasar ante la gente por un soñador o un loco, y sin embargo, yo soy quien, a la fatídica luz de mis nunca oídas desgracias, leo en el porvenir. El Principio se ha suicidado, la institución tiene contados sus días; ya no podrá sino arrastrar vida vergonzosa y raquítica, aherrojada por sus adversarios, humillada, escarnecida, amarradas las manos por cuerdas, con una caña por cetro, ceñida irrisoria corona de espinas, las mejillas cubiertas de salivazos, hecho jirones el manto de púrpura, hasta que la crucifiquen y entierren, no para resucitar gloriosa, sino para reducirse a polvo en el flordelisado panteón.

Insensato quien no lo vea, quien intente construir sobre el desatado torrente. No te goces, Teresa, con la esperanza de que has salvado algo sacrificándome a mí. Jesucristo no es un Moloch para aceptar holocaustos tales. Como si quisiese avisarte, ha hecho estéril tu vientre y te reserva otras lecciones tremendas... ¡Ojalá su misericordia te las perdone! La desdicha me presta sagacidad. Soy profeta. De nuestra familia sólo mi descendencia quedará oscurecida, perdida en el montón anónimo, dedicada a oficios más humildes aún que el que me sirve para ganar el pan. Así se cumplirá por los siglos de los siglos la ley expiatoria.

¡Qué singular es mi destino, Teresa! Vivo, respiro, pero no existe mi personalidad; la han enterrado en un ataúd vacío, en el ángulo de una pared de cementerio. A veces dudo de mí propio y estoy por creer si habré soñado cuanto voy a recordarte y referirte. Pero no cabe sueño tan largo ni en que tanto se padezca. Por el dolor me he persuadido de la realidad de mi ser. Ordenando mis recuerdos me convenzo de que no soy un miserable iluso. Ha habido un médico, allá en Alemania, que al consultarle yo mis dudas, al decirle que por instantes me creo otro y pienso si será mero desvarío de una cabeza enferma y trastornada toda mi historia anterior a los últimos años, me aseguró que mi temor no era vano, que recuerda casos así y que debo emplear todos los medios para serenarme y ver claro en mi alma.

‘Han aparecido impostores de buena fe que no mentían, pero se engañaban’, me dijo el doctor envolviéndome en una mirada analítica y glacial. ¡Recurro a ti, Teresa, para adquirir el pleno convencimiento de que no se verifica en mí este espantoso fenómeno!

Y puesto que estoy abriéndote mi corazón -el corazón que debe de constarte que aún palpita, cuando no quisiste recibir el que te entregaban afirmándote haber sido arrancado del pecho de mi cadáver -, puesto que nada te oculto, escucha, Teresa: mi mayor felicidad, mi sumo deseo, sería que me convencieses, pero positivamente, de que soy un pobre diablo a quien aturdió la resonancia de la historia hasta el punto de tomarse a sí mismo por otro. ¡Qué dichoso hubiese sido, Teresa, naciendo de muy humildes padres, trabajando para los míos, sin que nadie me aborreciese, oscuro, ignorado, libre! ¡Ah! ¿Por qué no se me prueba que he perdido la razón? ¡Pruébamelo tú, Teresa; dame esa señal, si no de cariño, al menos de lástima!

Loco o cuerdo, evoco mi vida desde los primeros días de la niñez.

Véome en el incomparable palacio de verano, donde residíamos antes de que los acontecimientos, atropellándose, nos obligasen a restituirnos a la capital. Paréceme estar aún en aquellos aposentos decorados por elegantes artistas, en aquellos suntuosos jardines donde agotó su habilidad Le Nôtre; y más presentes aún que las umbrías solemnes, en que las huellas del poderío de mis abuelos infunden al ánimo frío respeto, tengo otra campiña sencilla y graciosa, con diminutos lagos, kioscos rústicos, bosquetes de lilas y una especie de granja, donde nuestra madre, vestida de finos percales (¡qué hermosa era entonces!), se complacía en beber leche recién ordeñada, coger flores por su propia mano y dar de comer a una colección de aves de corral, que hacían nuestras delicias. ¡Qué alegría cuando nos era permitido a ti y a mí tomar parte en estos solaces, tan conformes a las tiernas leyes que la Naturaleza dictó, tan libres de los enfados de la etiqueta! ¡La paz estaba allí, en aquel idílico retiro! Llevábamos sombrerillos de paja a la moda inglesa y holgados trajes blancos de fresca muselina; un día una pintora, a quien distinguía nuestra madre y que tenía un rostro encantador, nos retrató así, y como yo no quería estarme quieto, nuestra madre me dijo dulcemente: ‘Carlos Luis, voy a saber si me quieres’.

Ante este ruego quedé como de piedra, porque nuestra madre ejercía sobre mí sugestión poderosa, y sólo el oírla cantar me hacía prorrumpir en llanto de emoción.

Pronto hubo que renunciar a los goces de la vida campestre: la tormenta empezaba a rugir antes de desatarse por completo.

Nuestro pobre padre no se daba todavía cuenta del peligro; no podía convencerse de que le aborreciesen; esperaba siempre reconciliarse con su pueblo; pero nuestra madre, espíritu varonil en cuerpo delicado, vio clara la situación desde el primer instante y comprendió que se jugaba en la partida empeñada, no sólo el reino, sino la cabeza. Sin explicarme las causas, que por mi edad no podía ni presumir, sentí que todo había cambiado, que la existencia se nos había vuelto angustiosa y triste, que alrededor de mí y en el espíritu de cuantos me querían flotaba una bruma de lágrimas y pesares. Acostumbrado a ser objeto de las atenciones, a no mirar sino caras sonrientes, a que mis salidas de chiquillo provocasen tanta alegría y se celebrasen y repitiesen, percibí que ya no tenía nadie tiempo ni humor de hacerme mimos, y que preocupaciones muy graves, que excedían al alcance de mi comprensión, eran causa de que hasta en olvido se me echase. Alarmas repentinas; continuos cuchicheos; cambios de habitación rápidos y azorados; despertares a las altas horas; momentos en que, de pronto, nuestra buena tía, la hermana de nuestro padre, nos hacía arrodillarnos, juntar las manos e implorar al cielo... Todo esto, aun en el alma de un niño, despierta la conciencia de un terror vago e inmenso y la opresión de la amenazadora proximidad de un espectro que se nos aparecerá cuando menos se le aguarda. Una noche, turbas furiosas rodearon el castillo. No se borra de mi memoria el blanco peinador de encajes que nuestra madre se quitó para envolverme en él, cuando me arrebataron desnudo de la cama a fin de ocultarme. Allí estabas tú, trémula, llorosa, preparada a esconderte también.

Después de este episodio realizamos el espantoso viaje a la capital desde el castillo adonde ya no debíamos volver. Entre vociferaciones de la ebria multitud avanzaba nuestro coche lentamente; el calor y el polvo nos asfixiaban, la sed nos abrasaba; pero, ¿quién se atrevía a pedir una gota de agua siquiera? Ante el coche iban de batidores dos jayanes membrudos, aullando y blandiendo sus picas, en cuya punta ¡Teresa, qué horror!, se erguía una cabeza humana destilando sangre. Uno de ellos, de abundante barba desaliñada, de abierta boca que me pareció un abismo negro, se acercó a la ventanilla. Espantado oculté la cara en el seno de nuestra madre, y no fue posible ya arrancarme de allí en todo el camino.

Después de este viaje -no sé precisar cuánto tiempo transcurrió entre los dos- hicimos aquel otro funesto y malogrado que decidió nuestra suerte. Con motivo de este acontecimiento surge por primera vez en mi espíritu la figura de nuestro tío, el hermano de mi padre, a quien veíamos poco, pues desde que la suerte nos era tan contraria andaba alejado y buscaba popularidad halagando a nuestros detractores y enemigos. En aquella ocasión, sin embargo, se mostró solícito y quiso cooperar a los planes de fuga. Nuestra madre deseaba que todo se combinase en el mayor secreto, pero nuestro confiado padre nada ocultó a su hermano. ¿Cabía que recelase de él? No sólo no recelaba, sino que admitió para correo que fuese delante preparando relevos de posta a aquel Valory que pertenecía al conde de Provenza en cuerpo y alma.

Trazose un programa muy detallado; al parecer podíamos contar con resaltado feliz. ¿De qué sirvieron tantas minuciosas y candorosas precauciones? ¿De qué haberme disfrazado de niña, encargándome que cuando me preguntasen mi nombre dijese que me llamaba Amelia, nombre inolvidable que he impuesto a la primer hija de mi alma? Piensa bien en los incidentes de aquel viaje siniestro; calcula a quién aprovecha el delito, y fíjate en una frase de un drama inglés: ‘La serpiente que mordió a tu padre ciñe hoy su corona’.

Siempre creeré que nuestra madre sospechaba cuál fue la mano que nos detuvo. Valory, que nos precedía, era el instrumento de quien, con beso de traición, nos entregó maniatados. La asechanza se preparó de un modo infernalmente hábil la detención fue poco antes de la frontera, a fin de hacer más odiosa a nuestra familia que si la sorprendiesen a las puertas de la capital. Corría a caballo Valory delante de nuestro coche de camino, y guardó tan escaso disimulo, que en el último relevo se adelantó y desapareció, causando mortal alarma a nuestra madre, que temblaba nerviosamente. Comunicó a nuestro padre sus sospechas; él, enojado y apenado, las reprobó. Ni aun después de la farsa realizada por el célebre Drouet, que hoy, lejos de ser castigado, goza protección y favores del usurpador, logró nuestra madre comunicar su lúcido convencimiento.

¿Cómo has podido tú aceptar el amparo de ese hombre? La historia la hacemos nosotros. No creas, no, en revoluciones ni en movimientos de ideas; cree siempre en las pasiones humanas, en las ambiciones de los grandes, a las cuales obedece ciegamente el pueblo cándido y engañado. Cree también en la justicia divina, que tarde o temprano castigará; cree en la expiación. Los más inocentes hemos sido designados para borrar con nuestro martirio los pecados ajenos.

Ya sabes cómo terminó la escapatoria. A nada conduciría que repitiese aquí lo que mil veces ha narrado la pluma de los historiadores, lo que divulgó la fama. Mi relación es íntima; en ella insisto en lo que nadie conoce, y figuran particularidades que sólo podemos saber tú y yo. A la vuelta, la primera noche que pasé en París, recuerdo que me encontraba cansadísimo y molestado además por mi disfraz femenil, que no me habían quitado aún, y que me desnudó el fiel ayuda de cámara, colocándose alrededor de mi camita para custodiarme varios oficiales de la guardia nacional, los cuales habían estado conmigo bastante cariñosos, haciendo por tranquilizarme y encargándome bondadosamente que reposase sin miedo. Mientras yo conciliaba el sueño, ellos fumaban y charlaban, y oía sus voces susurradoras como oiría en un navío el tumbo del oleaje; el choque de sus sables contra los muebles era apagado, casi dulce. Un letargo suavísimo se apoderó de mí. No sé hasta cuándo lo disfruté; sé que de pronto me pareció que abría los ojos y que se producía un fenómeno singular. Veía ahora clara y distintamente a los oficiales de la guardia; me rodeaban riendo y pronunciando palabras que yo no entendía. Poco a poco noté que iba borrándose de ellos la figura humana; que sus cuerpos se poblaban de vello, sus manos se prolongaban en garras y uñas, su rostro se estiraba en forma de hocico, sus ojos eran dos ardientes brasas, su acento un aullido lúgubre. ¡Lobos! ¡Lobos! ¡Una manada entera, famélica, furiosa! Relucían sus blancos dientes agudos; sentía un resuello de fuego sobre mi cara, comprendía que iban a devorarme...

Debí de gemir, debí de agitarme desesperado, porque desperté arrancado de la cama por nuestra madre, que me prodigaba caricias... Bien presentes tengo sus besos, el movimiento apasionado con que me estrechaba para calmar mis terrores, y presente también en lo más hondo la expresión terrible de su rostro empalidecido y marchito ya por las penas, cuando a mi manera infantil le referí aquel sueño profético, aviso de nuestra suerte».




ArribaAbajo- III -

El féretro vacío


«Sigo mi relato, Teresa. Te consta cómo fuimos conducidos a la Asamblea, cómo pasamos allí el día en una tribuna enrejada y como después, mirando las hojas secas que aquel año tan temprano cayeron, fuimos trasladados a una prisión, cuyo nombre ignoraba yo entonces, y después a otra de aspecto más tétrico aún.

¡Ah, el torreón donde nos encerraron! ¡Cuánto, a pesar de mi corta edad, quedó grabado en mi memoria, marcando esa huella imborrable que jamás abren los sitios donde se ha gozado y casi siempre aquellos en que se ha sufrido! ¿Y en cuál, respóndeme, oh tú que compartiste allí mi cautiverio, en cuál el sufrimiento moral habrá sido mayor; en cuál se ha derramado más llena el ánfora del dolor humano? Si aquellas paredes presto derribadas (porque cuanto se refiere a mi historia se ha hecho desaparecer), si aquellos sillares tuviesen voz, sería un sollozo; si pudieran retorcerse, chorrearían lágrimas. Sólo su nombre ya suena a gemido. No hay elegía como ese torreón.

Las penas de nuestra familia, ¿no las sabes lo mismo que yo? ¿No las has compartido? ¿Hay abrojo que no pisases? Lo que desconoces es lo que sufrí yo solo, separado del regazo materno; y aunque no quieras oírlo, te lo referiré brevemente, condensando, suprimiendo; de otra suerte no acabaría jamás. ¡Me quedan tantas desventuras que referir!

Para que veas que sólo yo puedo haber atesorado estas reminiscencias de nuestra cárcel, voy a decirte cómo era. ¿Qué detalle olvidaré del recio torreón, flanqueado por cuatro torrecillas, con sus cuatro pisos abovedados, de los cuales el primero estaba sostenido en el centro por grueso pilar; sus puertas de fuertes tablas tachonadas de clavos y resguardadas por cerrojos; la otra interior, de hierro toda ella; el empapelado gris y negro, figurando las losas de una bóveda carcelaria; el papelón blanco con orla tricolor, donde podían leerse los Derechos del hombre, único adorno de la ahumada sala desde la cual gente grosera y malévola nos espiaba continuamente? Desde que en el torreón pusimos los pies se fijó en mi mente una convicción, que a veces renace, y fue la de que todo aquello era otra pesadilla, un mal sueño del cual aguardaba despertar. Sin duda se originaba esta idea mía del contraste entre mi vida anterior y la presente. Repito que mi niñez había resbalado tan dulce y plácida; mi vista, mi oído, mis sentidos todos habían sido afectados por objetos tan bellos, ricos, finos y elegantes; la época a que mi madre imprimió su gusto era tan amable, poética y artística; los jardines en que jugué tan lindos; el nido en que crecí se hallaba tan entapizado de pluma de cisne, y además encontré, no sólo en los objetos materiales, sino en las personas, tal idolatría, tal afán de prevenir mis deseos, que mis ojos no conocían más que sonrisas; el acercarse a mí, el tomarme en brazos era un favor. Así es que el cambio de decoración de la horrible torre afectó mis nervios y me impuso, para toda la vida ya, la idea extraña de ser dos personas: la anterior a la prisión, diferente de la segunda.

El encierro soy capaz de describirlo al pie de la letra; no faltará quien lo haya examinado despacio; pronto me encuentro a confrontar mis recuerdos con los suyos. Puedo decirte exactamente dónde estaba tu cama, la mía, la de nuestros padres; detallarte hasta el sillón verde con madera pintada de blanco en que nuestro padre descabezaba una siesta antes de comer. Otras menudencias te convencerían más. Préstate a recibirme, a consentir que te hable, y ¡me abrirás los brazos!

Tendrás bien presente que me separaron de nuestro padre infeliz, condenado a muerte, y luego también me arrebataron de los brazos de la madre, igualmente destinada al suplicio, entregándome a dos seres que no me parecían de nuestra misma especie; gente soez y brutal, que acaso habían recibido orden de volverme idiota a fuerza de crueldades. La verdad, sin embargo, debe decirse: malos fueron conmigo mis guardianes, pero no tanto como se suele repetir. La inhumanidad de aquel zapatero y su mujer se ha exagerado mucho, tal vez para justificar mi supuesta defunción. A ser exacta la leyenda que corre, yo no hubiese podido sobrevivir: ninguna criatura de mi edad resiste un martirio continuo, hambre, borrachera, golpes, desnudez, privación de sueño incesante. Algo hubo de todo ello, pero con intervalos de bonanza. Marido y mujer se diferenciaban: él beodo, ruin, de negras entrañas; ella groseramente bonachona, con uno de esos corazones populares que bajo cáscara rugosa ocultan un núcleo de generosidad. ¡Desdichada! Como a tantos, la arrastré al abismo. Por el delito de afirmar que yo no había muerto, por atestiguar mi evasión, sé que ha sido declarada loca, encerrada en un asilo de dementes. A su manera tosca y bajuna, me había cobrado ley, y más de una vez, a escondidas de su marido, me regaló dulces, me trajo un pajarillo y juguetes baratos, los humildes entretenimientos de los niños pobres.

Al ser despedida la pareja y hallarme encerrado solo en la habitación que había ocupado el ayuda de cámara de nuestro padre, me sentí aún más huérfano. Entonces conocí por primera vez el abandono y el embrutecimiento del fatalismo. Las ventanas, siempre cerradas, interceptaban la luz y el aire; las puertas sólo se abrían para dar paso a los que silenciosos me presentaban el sustento o a los que gritaban para llamarme y cerciorarse de que yo estaba allí; el mobiliario se reducía a una mesa, un cántaro con agua, una tarima y otro repugnante mueble, cuya fetidez me causaba náuseas y lentamente emponzoñaba mi sangre. También se ha divulgado mi martirio de aquella época, y si es cierto que era espantoso, lo han recargado de fantásticos pormenores, que rebasan del límite en que las fuerzas físicas aún luchan para conservar la existencia.

Mientras yo me pudría en la triste celda seguía desatándose fuera la tormenta de la revolución, pero ya en dirección distinta; el período delirante había pasado y llegaba aquel en que se deja sentir la necesidad de un orden establecido y una autoridad reconocida, aunque transitoriamente. Míseros restos de lo que parecía eternamente proscrito a ti y a mí nos olvidaba mucha gente, pero no poca se acordaba y nos compadecía, y los amigos a toda prueba que habían tratado en vano de salvar a nuestra madre meditaban cómo darme libertad. La que más pensaba en mí y de mayores recursos disponía para favorecerme era la encantadora criolla, legitimista en secreto, aunque esposa de un soldado de la revolución, y a la cual una negra, allá en la Martinica, había vaticinado grandezas y dolores sin número: la diadema, el abandono y el asesinato. Para comprender cómo pudo tramarse el complot enlazado con mis destinos es preciso recordar el desorden y anarquía en que después de las convulsiones había quedado nuestra patria, la irregularidad en todos los servicios, la irresponsabilidad con que procedían aquellos gobernantes de ocasión, libertinos y sin fe -porque los escépticos habían sustituido entonces a los fanáticos y la voz pública nombraba a los del Directorio los podridos-. La primer señal que tuve yo de haberse cerrado el período de las hienas y tigres fue que me dieron ropa limpia, abrieron las ventanas de mi cuarto, mataron los inmundos insectos que bullían en él y mejoraron mi alimento, reducido antes a un potaje de lentejas.

No era así y todo cosa fácil consumar mi evasión, pues nadie se atrevía a asumir la entera responsabilidad; se temía aún que el acceso de ferocidad volviese. Mi prisión era segura: no se podía llegar a mí sino por un solo camino perfectamente custodiado. Nadie salía de allí sin ser visto, y ¿cómo sobornar o persuadir a una guardia que se remudaba incesantemente por sorteo entre todas las secciones de París sin que de antemano pudiese preverse quién la formaría? A la entrada y salida de la torre, registro por el Consejo municipal; dentro, vigilancia infatigable, estimulada por los diarios rumores de complots a cual más audaces, ya imaginarios, ya no sin fundamento; tú no lo ignoras, porque de alguno has tenido noticias. Era, pues, tan arduo problema el que tenían que resolver mis libertadores.

¡Ah! Preciso es confesarlo; si, como otras veces, sólo se tratase de heroicos esfuerzos de algunos nobles partidarias de nuestra causa, puede jurarse que se estrellarían contra obstáculos invencibles. Y ojalá. Teresa: morir entre aquellas negras paredes sería lo mejor. Allí quedaba aún algo del aliento de nuestra madre; allí me hubiese extinguido, cayendo, según dijisteis después, cual la tronchada azucena. Por mi mal, a las abnegaciones ocultas en la sombra vinieron a sumarse los más complicados cálculos políticos, la combinación más maquiavélica, la cual hizo factible mi inverosímil salida de la tumba. La narración de mi fuga apenas se cree, y como yo era niño y estaba tan débil y tan extenuado, sus episodios se confunden a veces en mi memoria, contribuyendo a llenar de incertidumbre mi espíritu. Aun realizada en tiempos novelescos -cuya historia secreta estoy convencido de que no se sabrá jamás, porque una especie de oligarquía como la de Venecia borró y suprimió cuanto le convino-, sus páginas suscitarán eternas desconfianzas. No poseo documentos en que fundar este episodio de mi martirio. Ahí va lo poco que sé.

Las previsoras ambiciones interesadas en mi evasión eran de distintos géneros. Como la inflamación del volcán revolucionario principiaba a decrecer, los más exaltados no dudaban que la república viviría poco y sería sustituida en breve por un régimen de fuerza, monarquía o dictadura. Alrededor de estas contingencias se formaban ya cábalas y nacían esperanzas sin freno. Nuestro tío -tu amigo y señor, Teresa-, tomando mi nombre, agrupaba en torno suyo, en la frontera, los elementos restauradores, a la vez que paralizaba los esfuerzos dirigidos a sacarme de mi cautiverio, daba largas, desanimaba a los resueltos -porque con el régimen a que sabía que yo estaba sometido comprendía que se acercaba el desenlace-. Pero si él ansiaba doblar los cerrojos de mi puerta y hubiese apoyado el cuerpo en ella para impedir abrirla, dentro de la capital, un hombre que había asumido momentáneamente el poder, sin vigor ni prestigio para afianzarlo, sin verdadera ambición alta y enérgica; un voluptuoso que buscaba en el mando riquezas y goces, ideó tener en mí una prenda con que imponerse: realizar mi evasión en el mayor misterio, haciéndome pasar por muerto, matándome en efecto civilmente, pero pudiendo resucitarme si le convenía, para manejar con este resorte a todos, incluso a nuestro tío, con quien estaba -a ejemplo de otros revolucionarios tenidos por incorruptibles- en ocultos tratos, a fin de verificar una restauración tolerante que concediese a la revolución lo ya adquirido.

Yo, el prisionero, sacado del torreón y oculto, sería un arma de doble filo: amenaza para el ambicioso que se titulaba Regente; promesa para las tropas leales que en el Oeste combatían. He aquí la treta que ideó aquel hombre ingenioso y de bajo vuelo; por instrumentos eligió a dos militares adictos a mi causa y a la compasiva criolla, esposa del aventurero que después subyugó al mundo.

Gentes eran que, en medio de la anarquía y el caos administrativo y gubernativo de aquellos momentos, tenían en sus manos todos los rescates del poder, sin ninguna de sus responsabilidades. Con arte y libertad relativa pudieron tejer la complicada maraña de mi evasión verdadera y mi ficticia muerte. Si por obstáculos materiales no se me podía hacer salir de la fortaleza, en cambio era sencillo esconderme en el desván, sobre mi encierro. A nadie se le ocurría vigilar por allí. Para que no se advirtiese mi falta colocarían en mi lecho a otro niño de mi edad que entraría oculto en el canasto de ropa limpia. El niño debía ser sordomudo; así no podría venderme e imitaría bien el silencio obstinado que yo guardaba, única protesta contra mi espantoso destino y contra un interrogatorio que aún me ruboriza.

Quiso la casualidad que en una familia adicta a nosotros existiese esta criatura, y su padre se prestó a ofrecerla en sacrificio. ¿No encuentras, Teresa, algo de monstruoso en semejante abnegación? ¿Verdad que esto recuerda a aquel ídolo de Moloch en cuyo pecho candente metían a los hijos sus padres? ¿Qué tiene de extraño que la cólera divina se cebe en nosotros?

No guardo conciencia de cómo se hizo la traslación. Me habían dado a beber un vaso de agua azucarada con una dosis de opio, y durante mi sopor fue cuando, envuelto en una manta, me subieron al desván, donde tenían dispuesta una cama improvisada rellena de papeles, pues por no excitar sospechas no llevaron colchones. Al recobrar el sentido, mis salvadores -dos individuos que se me figura que reconocería si volviese a verlos, por más que nunca he logrado saber su nombre- me encargaron, con mil súplicas, absoluto silencio; ni moverme, ni gritar, ni llamar, aun en caso de peligro. Lo prometí y lo cumplí; temblando de frío, desfallecido de hambre, nunca se me ocurrió acercarme a la puerta para pedir socorro. A horas intempestivas y sin regularidad me traían de comer; devoraba mi ración y volvía a agazaparme. Mientras permanecía allí, en el escondrijo, se hizo correr la voz de mi fuga; esbirros sin cuento se diseminaron, apostándose en las fronteras para cazarme; era esto obra de los gobernantes que no estaban en autos, y entretanto Barras se frotaba las manos sonriendo, porque tenía en su poder los hilos de la intriga. Para mejor engañar al público redoblaron las precauciones en la prisión, por lo cual mi evasión efectiva fue cada día más dificultosa. Como pájaro herido que se refugia palpitante bajo un alero y no se atreve a piar, yo tiritaba en mi glacial refugio.

Única solución del conflicto fue la que ideó Barras: hacer creer que yo no existía; echar, al menos por algún tiempo, sobre mi nombre la losa de una sepultura. Para realizarlo tenía que morir el que ocupaba mi sitio. No se atrevieron a sacrificarle; recelaron que el padre, compelido por el natural amor, se quejase, fuese indiscreto, descubriese la maraña. ¿Y cómo sacarle de allí para sustituirle con otro sentenciado? Barras hizo por entonces una visita al torreón y dio ciertas órdenes que cambiaron el método de vigilancia. Se pudo llevar al mudito enrollado en un colchón y traer a un escrofuloso moribundo del montón anónimo de un hospital. Aquel desdichado hijo del vicio, aquel desheredado de la plebe, vino a sucumbir por mí; para él cantaron los poetas, por él se velaron de crespón las reinas y las princesas, por él se elevó la hostia mil veces en el santo sacrificio. ¡Cuánto he pensado en él, Teresa; qué de ideas me ha sugerido esta sustitución! ¡Vanidad criminal la del hombre que se cree superior a otro hombre por haber nacido entre mayores vanidades!

Para aparentar cuidar a aquel desahuciado se buscaron médicos que jamás me habían visto. Poco tardó en consumarse su triste suerte, que había de ser la señal de mi libertad. Yo, con nombre de vivo, no debía evadirme; era una fuerza que podía volverse contra mis libertadores. Apenas murió el infeliz, ya lo sabes, se le hizo la autopsia, y el médico le sacó aquel corazón que te fue enviado y tú rehusaste. ¿Miento acaso, Teresa? Si creías que yo era el muerto, ¿por qué no aceptar el corazón de tu pobre hermano? ¿Había llegado ya entonces a oídos tuyos el relato del entierro secreto? ¡Qué de hipótesis, qué misterio profundo en el hecho histórico del ataúd vacío!

Sábelo: de aquel ataúd fueron quitados los restos del miserable que me sustituía; enterrose su cuerpo de noche en el jardín del torreón -no ignoras que años después apareció allí el esqueleto en su lecho de cal-, y el ataúd fue el vehículo siniestro donde yo salí de mi cárcel.

Cargaron el féretro en un coche; camino del cementerio me extrajeron y, para hacer peso, metieron aquellos viejos papelotes; lo único que en él apareció cuando se han querido exhumar mis restos. Enterraron la vacía caja sin la menor publicidad, a manera de quien esconde la prueba de algún horrendo crimen; y como la voz pública, iluminada por esa singular presciencia que tienen las colectividades, repitiese que no era mi cuerpo el que yacía en aquel aislado cementerio, el Gobierno, para mayor precaución, envió de noche en un carruaje a sus agentes y a obreros, que ignoraban la tarea que habían de desempeñar, a desenterrar el ataúd, a clavarlo fuertemente y a sepultarlo en otro cementerio, a gran distancia del primero y con el mayor sigilo. Esta parte de mi relato nadie la ignora. La historia, en este caso bien enterada, la confirma».




ArribaAbajo- IV -

María


«A mí me habían puesto a buen recaudo en casa de una señora viuda de un suizo degollado el 10 de agosto. Vivía la infeliz retirada en el campo, y en aquella soledad contribuyó a resguardarme de miradas indiscretas una enfermedad de languidez que me postró en el lecho largos meses. No atreviéndose a llamar a un médico (¡los niños desconocidos inspiraban entonces tales sospechas!, ¡me buscaba con tal empeño en las fronteras la policía!), la viuda me cuidó a su manera con leche, aire puro y reposo. Fue lo suficiente; pero al levantarme advertí más que nunca la rara aprensión, de que jamás he podido curarme: para mí la existencia anterior era un delirio de la fiebre; en mi pasado ni había palacios ni torreones; mi vida se encerraba allí, entre las cuatro paredes del huerto. Como mi enfermera, nacida en uno de los cantones helvéticos, apenas hablaba francés, conversábamos siempre en alemán, idioma que era también el de mi madre, y el mismo a que recurríamos en la prisión, para que no nos entendiesen los carceleros. Así me habitué a esta lengua, que las circunstancias después me obligaron a emplear casi siempre.

Cuando empezaba a restablecerme, a deleitarme en la serenidad del campo, la policía supo mi paradero, y a pesar de influencias complejas y subterráneas para defenderme, fui sorprendido de noche por guardias armados, que me arrancaron del lecho y llevaron a una prisión. ¿Dónde? ¿Cuál? No lo sé. Con igual secreto me sacaron de ella (buenos oficios de mi constante protectora la criolla) y me condujeron a un castillo, residencia de una familia noble, que me alojó dándome muestras de un respeto religioso, sagrado. Era el dueño de la casa el marqués de Bray, adicto a nuestra causa. Allí, por vez primera de mi vida logré un amigo, mayor que yo en edad, pero mozo: el conde de Montmorín, que también se ocultaba, disfrazado de cazador. La vida que Montmorín había salvado por milagro en una de las atroces carnicerías que precedieron a la caída de nuestros padres -uno de esos degüellos en las prisiones que innovaron el verbo septembrizar- a mí la consagró aquel héroe. Bajo mil disfraces, hecho un duende, como lo había sido el célebre Batz trabajó en proteger mi evasión, mi libertad, mi seguridad... Y bien mirado, ¿acaso la existencia y la felicidad de Montmorín no valían tanto como las mías propias? Sin embargo, desde antes de conocerme, por ser yo quien soy, me las tenía ofrecidas en holocausto.

Bajo la protección de Bray y Montmorín corrió para mí la existencia tanto más venturosa cuanto que la quimera de la ambición no la turbaba. Comprendieron mis amigos que, dado el giro de los asuntos políticos y el creciente poderío del aventurero, el suelo de la patria ya no era seguro para mí, y salimos de ella, dirigiéndonos a Italia y Austria. Algún tiempo residimos en Venecia, otro poco en Trieste, y luego pasamos a Roma, donde bajo cuerda nos amparaba el buen Pío VI, un santo Pontífice, ajeno a las intrigas políticas y a la servil aceptación del yugo que su sucesor impuso al clero francés. Entretanto, mi enfermera y guardiana, la viuda del suizo, había contraído segundas nupcias con un paisano suyo, relojero y oficial mecánico. Yo he heredado de nuestro padre, cuya singular aptitud para esos trabajos recordarás, la afición a ellos. Por instinto me encantaba su labor prolija y paciente, y aprendí el oficio, siguiendo las doctrinas que predicó en su Emilio Juan Jacobo. Encantábame, por instinto, acatar la ley del trabajo, sujetarme a una labor diaria y ser un obrero, un humilde.

Un familiar del Pontífice nos facilitó una quinta cerca de Roma. Jamás olvidaré su jardín poblado de limoneros, higueras y adelfas; su roto pilón de mármol que coronaba una estatua de ninfa, erguida allí desde los tiempos del Imperio Romano. Una etapa de mi existir, la más íntima y deliciosa, se desarrolla a la perfumada sombra de los árboles de aquel jardín. Yo me acercaba a la pubertad; mis bucles rubios habían crecido, mis mejillas se sonroseaban, sangre nueva bullía en mis venas. Residía en la quinta, con nosotros, una criatura encantadora, cuatro o cinco años mayor que yo; María, hija del marqués de Bray y novia de Montmorín. Aunque estaba allí su novio, María me dedicaba sus más tiernos cuidados, y puede decirse que no se apartaba de mí; compañera de mis juegos y esclava de mis caprichos, por mí lo abandonaba todo. Su mano fina peinaba y lustraba mis rizos, abrochaba mi cuello de blanca tela, se apoyaba en mi hombro al pasear entre los viñedos y ofrecerme la fruta madura que tentaba mi precoz golosina. Montmorín, al verme con María, se retiraba, tomaba su escopeta y salía de caza, volviendo con algún ave fría de las lagunas, que figuraba después en la cena. Desde hacía tanto tiempo, era el de María el único rostro de mujer linda y dulce en que mis ojos se posaban. Mi niñez había sido tan arrullada y mecida por voces y brazos femeninos, y se había deslizado de tal suerte entre mimos y adoraciones de damas, que el ideal de la felicidad para mí era la compañía de la mujer aristocrática, suave, exquisita, como María de Bray. En ella creía volver a gozar el tibio agasajo, la blandura de nido de nuestra madre, de nuestra buena tía... ¡el tuyo también, el tuyo!, ¡nuestras venturosas chanzas, nuestros amantes juegos! El seno de María, donde recostaba mi frente, me prestaba calor delicioso que dilataba mi espíritu. Vivir así, cerca de María, ¿qué dicha mayor?

Una de las tardes en que nos entreteníamos en el jardín, trayéndola yo violetas con las cuales formaba un ramo, acudió a mi mente un recuerdo lleno de nostalgia: el de una escena parecida entre nuestra madre y yo, en el retiro idílico de aquella granja donde, libre de la etiqueta, se complacía en triscar y correr por el césped, vestida con ligero traje de indiana y pamela de paja de flotantes cintas. También allí era mi oficio descubrir y juntar las moradas flores húmedas de rocío; tú me ayudabas, y cosechábamos centenares. Nuestra madre, sembrada la falda de violetas, parecía un cielo con su sombrero pajizo, sus cabellos sueltos en tirabuzones sin empolvar y su gracioso fichú de muselina que descubría la garganta. En momentos así perdía su continente de soberana altivez y se convertía en una niña risueña, traviesa, loca. A cada puñado de violetas que llevábamos nos amenazaba, nos arrojaba al rostro unas cuantas flores, nos besaba idolátricamente. Y como María, por casualidad, también me tirase a la cara una violeta, el recuerdo fue tan vivo que creí tener a nuestra madre delante y me arrojé en brazos de la prometida de Montmorín. Nuestras respiraciones se mezclaron, nuestros labios se tropezaron sin querer. El sentimiento se despertó en mí con tal vehemencia, que instantáneamente dejé de ser niño, y estrechando violentamente a María, como estrecha un hombre a su amada, pregunté:

-María, ¿qué ha sido de mi madre? ¿Dónde está mi madre? Quiero saberlo. ¡Obedece! ¡Dímelo!

En efecto, desde el acerbo día en que me habían separado de ella, ni volví a verla ni tuve la menor noticia acerca de su suerte. Los que me hablaban evitaban con sumo cuidado pronunciar su nombre. Y mi imaginación se la representaba prisionera aún, demacrada, triste, soñando conmigo, rezando, de mil maneras -menos la verdadera, la espantosa-. ¡Nunca la imagen inconcebible de su cabeza cortada y su sangre vertida había cruzado por mi mente! Esperé con loca ansiedad la respuesta de María; si nuestra madre continuaba prisionera, ultrajada, sola, era mi deber correr a su lado, arrostrar todos los peligros, pelear hasta salvarla. Esta forma tomaba el primer hervor de la virilidad en mis venas, mi transformación de niño en adolescente. Pero María callaba, bajaba los ojos, de los cuales fluían lentas lágrimas, y su cuerpo, preso en mis brazos, se estremecía con temblor de angustia, mientras sus manos hacían violentas señales negativas. Insistí y la estreché sin darme cuenta de mis actos. ‘¡Mi madre!... ¿dónde se encuentra mi madre?’. Y entonces la joven, acariciándome, trastornada de dolor, balbuceó un ‘¡ha muerto!’ que aún resuena en mi corazón. ‘¡Madre!, ¡madre!’, grité; y caí al suelo presa de un síncope.

Al recobrar el sentido María estaba a mi cabecera llorando. ‘Quiero morir también -la dije-. Quiero reunirme con mamá. Pero no quiero separarme de ti. Muramos juntos. María, mi vida no ha de ser más que larga cadena de amarguras. Me lo ha dicho una voz mientras estaba aparentemente desmayado. No me abandones. Después de mi madre no he encontrado a nadie a quien quiera como a ti. Vámonos abrazados al cielo; allí la encontraremos y seremos felices’. Ante mis insensatos ruegos, la joven María, que debía de adivinar toda mi perturbación, no hacía más que suspirar y estrechar mi mano helada, que calentaba con su aliento. Al verla allí, cuidándome y consolándome con el mejor consuelo, que es la participación del dolor, llegué hasta experimentar repentinos accesos de gozo y a desear que se prolongase el estado de postración enfermiza en que caí. Con efecto, apenas principié a recobrar alguna tranquilidad, y, aunque muy abatido, a levantarme y pasearme como antes acostumbraba, noté que María, con diferentes pretextos, me evitaba, se alejaba cuanto podía de mí. Ya no recorríamos juntos los bosquecillos embalsamados de nuestra quinta; ya no nos parábamos asidos del brazo a ver cómo las palomas metían su pico de rosa y su tornasolado cuello cambiante en el pilón de mármol que coronaba la antigua estatua de la ninfa. Y yo, en cambio, advertía un deseo infinito de acercarme a mi amiga, una necesidad creciente de recostar mi cabeza en su seno; a todas horas la buscaba, la llamaba; la veía pensativa, seria, como si experimentase una especie de cortedad injustificada, un recelo sin motivo, y al mismo tiempo, cuando no la miraba, sentía sus ojos fijos en mí; mil veces la sorprendí contemplándome con una especie de adoración, y al percibir que yo lo había notado sus mejillas suaves se enrojecían como la nieve al resbalar sobre ella la aurora.

Acompañó a estos fenómenos una recrudescencia de intimidad con Montmorín; los novios, que antes no lo parecían, pasábanse ahora las tardes juntos hablando debajo del emparrado que cubría una de las fachadas del villino. No obstante, María disimulaba mal una tristeza continua, y Montmorín, que los primeros días rebosaba placer, empezaba a dar también señales de preocupación al hallar triste a su novia. No queriendo interrumpir el coloquio de los prometidos, celoso, con amarga melancolía, me apartaba de ellos, y vagaba solitario por la campiña, acercándome sin temor a las lagunas cubiertas de verdosa vegetación, cuyos miasmas, en ciertas épocas del año, producen el paludismo que se llama aria cattiva. Me sentía tan indiferente a vivir, tan deseoso de reunirme con nuestra madre, que me exponía casi por gusto al peligro, deleitándome en pensar que si yo enfermase, María, dejándolo todo, volvería a instalarse a mi cabecera, y que expiraría entre sus brazos, sintiendo su hálito, su olor a violeta fresca, acabada de cortar.

Mi aire taciturno y mis paseos sin objeto llamaron la atención a Montmorín; puesto ya en el camino de la observación, fijose también en la languidez que minaba a María, en la especie de afectuosa frialdad que demostraba en las pláticas de amor; su leal y generoso corazón adivinó, y un ruego que semejaba una orden salió de sus labios. He aquí lo que dijo a María: ‘No te apartes de Augusto (me llamaban así) un momento. Nuestra unión no ha de realizarse mientras él no recobre el lugar que le corresponde en el mundo. Entretanto hagámosle dichoso. He sido un miserable egoísta y te pido perdón. Siempre me pesará el tiempo que te he distraído del deber que tienes de cuidarle, acompañarle y alegrar su espíritu. Para no seguir sujetándote, emprendo un viaje; me embarco para Francia; necesito saber cómo marchan allí nuestros asuntos. No temas; disfrazado de marinero bretón, ni el diablo podrá conocerme. Adiós, María’. Nuestras súplicas fueron inútiles: partió, dejándonos libres y reunidos. Piensa en esta acción, Teresa, y considera cómo los principios que nuestra estirpe representa y simboliza pueden elevar la tensión de un alma a lo sublime... y a lo absurdo. Montmorín adoraba a María, pero me la entregaba sin vacilar, como me entregó más adelante su existencia. Y María, viendo en mí, no al pobre niño proscripto, sino a la encarnación de esos principios para ella divinos como la fe, me elevaba un altar en su fantasía; después de haber luchado inútilmente para idealizar a su novio, era a mí a quien idealizaba, llena de orgullo y de remordimientos, cual otra Lavallière.

Al día siguiente de la marcha de Montmorín volvíamos embriagados de ventura a oír juntos los arrullos de las palomas que bebían en el pilón. No sabíamos dar nombre a lo que sentíamos; éramos dichosos, sencillamente, sólo con la inmensa alegría de no apartarnos. Como dos hermanos inocentes de toda malicia, reíamos y corríamos; yo mismo propuse a María paseos más largos, a fin de que ni un momento se interrumpiese nuestro coloquio, en que el marqués de Bray terciaba alguna vez. En nuestro descuido no recelamos aproximarnos a la orilla de aquellas charcas tan poéticamente revestidas de verdura y orladas de florecillas, en una de las cuales un ara pagana rota, con inscripciones que borraba el musgo, se elevaba a la sombra de un árbol seco, añoso, herido por el rayo. Agitada de correr, María se sentó al pie del ara, y yo cerca de ella, transportado. Sin decirnos nada comprendíamos nuestra situación y nuestros ojos se prometían inextinguible cariño. Nuestros dedos se enclavijaban, nuestros cuerpos se acercaban, mi frente se reclinaba sobre su corazón palpitante.

Al volver a la quinta, María se quejó de frío; al día siguiente no pudo salir de su habitación, escalofriada, trémula. La marisma había hecho su oficio; la calentura palúdica abrasaba y secaba sus venas ya. Mi sino la había herido decidiendo de su suerte. Aquella muerte que yo había buscado llegaba para María. Vi sus claras pupilas enturbiarse, sus ojos rodearse de cárdeno livor; vi enflaquecerse sus lindas manos, secarse la primavera de sus mejillas, decaer sus fuerzas hasta el punto de que la era imposible dar un paso sin apoyarse en mí, y pronto ni aun apoyada lo consiguió; pasaba los días al lado de la ventana que caía al jardín, extendida en un canapé, con su diestra febril entre las mías. Después tuvo que renunciar a levantarse, y reclinada en almohadas, que yo colocaba estudiando el modo de proporcionarla algún alivio, pasaba las horas del día tiritando del frío peculiar de la malaria. Casi ni ánimos para incorporarse la quedaban cuando llegó Montmorín -sabedor de la enfermedad de María, ansiaba verla antes de que se cumpliese el fatal plazo-. Era la víspera del día de Nuestra Señora: las campanas del Convento de Capuchinos, a poca distancia de nuestra quinta, balanceaban en el aire sus lentos sones. Montmorín entró, y arrodillándose al pie del lecho besó la mano ardorosa que amarilleaba sobre la blancura de la sábana. La enferma abrió los ojos, y viendo al que antes fue su prometido, una expresión de dolor se retrató en sus facciones demacradas; retiró la mano, cruzó ambas y con voz desgarradora exclamó:

-Álzate, Eugenio, hermano de mi alma... y perdóname. No quiero morir sin tu perdón.

Montmorín, por toda respuesta, se volvió hacia mí, y tomando también mi mano, selló en ella otro beso largo y respetuoso. Yo me arrojé a sus brazos, y permanecimos así buen espacio de tiempo confundiendo nuestros sollozos.

-Eugenio -repitió María apenas nos separamos-, muero contenta. ¡Vivir era más difícil!... Pero acuérdate siempre, hermano mío, de lo que te encargo. Vela por él, líbrale de todo peligro, hazle triunfar de sus enemigos... ¿Me lo prometes?

Entre lágrimas y ternezas Montmorín juró lo que deseaba la moribunda, y a su cabecera pasamos la tarde y la noche. A la mañana, cuando los pájaros del jardín gorjeaban el amanecer, llamamos a María, pero no respondió: Había expirado».




ArribaAbajo- V -

Un hombre cortés


Aquí llegaba de su lectura Renato cuando se detuvo sofocado por la emoción que en él producía. Era tan extraordinaria la revelación, que sin poderlo evitar la duda se alzaba en su alma, alternando con ráfagas de convencimiento repentino, que procedían más que de la lectura de los recuerdos del atentado y de la impresión que la presencia de Dorff había causado en su espíritu.

-¿Soy juguete del frenesí de un loco? -preguntábase con ansiedad el joven Marqués-. ¿Leo un relato novelesco o una sincera y noble confesión autobiográfica? ¿Sueño aún las febriles representaciones que sugiere la pérdida de sangre o estoy despierto y me entero de una iniquidad inmensa? Ea, Renato, calma y reflexión. Tienes en tu mano el medio de cerciorarte, de ver claro en este hondo misterio. ¿No eres depositario del cofre de los documentos? ¿No existen allí las pruebas fehacientes de lo que narra el manuscrito? Es preciso que la verdad ilumine tu conciencia; que no quede en ella ni una partícula de duda, ni siquiera sombra de recelo, cuando te consagres a la causa de este hombre... ¿Y Amelia?... Si es cierto todo lo que acabo de leer, ¿quién soy yo para Amelia? ¡Dios mío, luz y calma!...

Al pensar el concepto de «luz» diose cuenta Renato de que en aquella habitación de un piso principal, con ventanas a una calle de Londres, en que la niebla espesaba sus grisáceos algodones húmedos, ya apenas se veía para la lectura. Y cuando iba a tirar del cordón de la campanilla y ordenar que trajesen una lámpara, el camarero, después de llamar discretamente a la puerta, se presentaba ya con el quinqué de cuerda, diciendo al colocarlo sobre el velador:

-Sir, otro gentleman francés, que ha llegado hará hora y media, me manda preguntar si puede pasar a hacerle una visita.

Renato, que tenía abierto sobre el velador el cuaderno del manuscrito, instintivamente tendió la mano y lo escondió bajo el almohadón del sofá.

-¿Un caballero francés? -dijo tratando de no aparecer alarmado-. ¿Y quién es y cómo sabe que me encuentro aquí?

Por toda respuesta el stewart presentaba una tarjeta, donde se leía:

El conde de Keller.

Hizo el Marqués uno de esos movimientos inequívocos que significan: «no le conozco», y después, calculando que la negativa inspiraría sospechas, encogiéndose de hombros, volviose hacia el camarero y añadió:

-Que pase.

Al salir el criado apresurose Renato a ocultar el manuscrito donde ahora tenía el cofrecillo -en su maleta-, y prevenido esperó. Las advertencias de Dorff se le presentaban en caracteres de fuego: «Has sido confiado, hazte receloso; has sido franco, disimula». Dos minutos después la puerta se abría y entraba un caballero elegantemente vestido, de frac de paño violeta con botones de oro y ajustados calzones de casimir gris. Las mil vueltas de la gran corbata de muselina le hacían enderezar la cabeza, y sobre su bien modelado muslo derecho jugueteaban, resplandecientes, la cadena y los dijes del sullivan, último precepto de la moda. Producía una impresión favorable y recordaba el tipo distinguido del gran Chateaubriand.

-He llegado esta mañana al hotel, que me parece bastante malo, dicho sea en confianza, caballero -declaró el Conde inclinándose ante de Brezé-, y no sé en qué pensaría mi amigo el capitán Mac Gregor para recomendarme este figón. Al quejarse del servicio mi ayuda de cámara, le respondieron que había aquí otro caballero francés y que se encontraba contento. El galopín me lo contó, y extrañándome yo del hecho pregunté y me dijeron su nombre de usted, bien conocido en todas partes. Añadieron que se encontraba usted enfermo o herido, no sé cuál de las dos cosas, y me apresuré a venir a ofrecerme por si necesita a un compatriota; en el extranjero es un deber, y lo cumplo muy gustoso.

Renato, que había indicado un asiento a su visitador, contestó con reserva:

-Mil gracias. Por suerte ya me siento muy mejorado y creo que de nada necesito. Su título de usted, caballero, es nuevo para mí.

-Es un título alemán -respondió el Conde obsequiosamente-: un hermano de mi padre, residente en Munich, habiendo prestado servicios al rey de Baviera, recibió de él esa distinción. No todos tenemos la suerte de llevar títulos que se remontan a las Cruzadas, señor marqués de Brezé.

-Vamos, un fatuo que busca modos de relacionarse -pensó Renato tranquilizado, reprimiendo una sonrisa. Y como nada dijese en alta voz, insistió Keller:

-¡Pero qué detestable alojamiento hemos escogido! Nos ha tentado el demonio de seguro. Vamos a ver -añadió recorriendo detenidamente con la mirada el cuarto de Renato-, ¿es éste modo de amueblar una habitación? No tiene usted un pupitre; no tiene usted ni una cómoda, ni un armario; nada más que una mísera percha, la cama y este canapé... ¡Qué Miseria! Si parece esto una lodging house, alguna posada de marineros, cerca de Whitechapel. Era cosa de largarse... A no ser porque se encuentra usted enfermo, aunque nadie lo diría... ¿Qué ha sido, caballero?

-Nada -explicó Renato-. Unos ladrones que me quisieron quitar la cartera, y como incurrí en la tontería de resistirme, en vez de entregarles lo poco que tenía, uno de ellos me hizo un rasguño en el hombro. Si no anda cerca la policía me escabechan allí.

-¡Oh! -exclamó Keller-. Aquí es preciso, sobre todo en ciertas calles y barrios, soltar lo que a uno le piden y paciencia. Yo conozco bien a Londres: con mi tío pasé aquí un año. No tengo perdón de Dios al caer en el Hotel Douglas, pero me felicito, porque así he logrado el honor de saludar a usted y brindarle lo poco que soy y valgo. ¿Continúa usted aquí o piensa cambiar de alojamiento? Porque, si no es pecar de indiscreto, me permito recomendar a usted el de La Corona, adonde pienso mudarme esta misma noche. Allí se encuentra a toda la gentry: estaremos en nuestro elemento.

-No sé lo que haré -contestó políticamente Renato-. He venido para asuntos de intereses, a gestionar unos pagos que importan a mi madre, la duquesa de Roussillón, y acaso me sea preciso volverme inmediatamente a Francia. Si me detengo, aprovecharé sus amables y útiles indicaciones. Y discúlpeme usted de antemano que no le pague la visita, pues quizás me falte tiempo.

Acompañó Renato hasta la puerta al conde de Keller, o sea el esbirro Volpetti, a quien tomaba por un majadero inofensivo, y volvió a reclinarse en su canapé.

Al entrar Volpetti en sus habitaciones halló a Brosseur muy ocupado en inspeccionar la chimenea, donde ardía un vivo fuego de cok. Volviose el supuesto ayuda de cámara, y sacando del bolsillo un papel cubierto de líneas se lo presentó a su cómplice.

-Aquí está -dijo- el plano. Este es el número 23, la jaula de nuestro pajarito. Usía ocupa el 13 y el 15, salón y dormitorio. Hay, pues, cuatro habitaciones por medio en este lado; pero como yo no me chupo el dedo, hallándose desocupada la número 21, la he exigido para mí. No querían: esta gente respeta la jerarquía, y se empeñaban en relegarme al piso tercero. «Bueno se pondrá el señor Conde -exclamé- si no me tiene cerca para estarme mareando con órdenes e impertinencias...», y al cabo han accedido.

-Perfectamente -asintió Volpetti con satisfacción, sacando su tabaquera de esmalte y tomando un polvo-. Tanto mejor, ¿esa habitación tendrá chimenea?

-Ya lo creo.

-Pues la del Marqués... acabo de registrarla con la mirada. No encierra un sólo mueble donde sea factible guardar bajo llave cosa alguna. Sólo en dos sitios puede estar el cofrecillo: o dentro de la maleta del Marqués o bajo los colchones de la cama. Para cerciorarte de lo primero poco tiempo necesitas: para lo segundo un instante ha de bastar. Si la maleta está cerrada, te la llevas entera; si abierta, sólo el cofre. Hay que proceder con un cuidado exquisito y no incurrir en torpezas como en el último lance. No tengo ganas de que la policía inglesa meta la nariz en lo que no le concierne. Todo se arregla por fin, pero cuesta mucho trabajo que el dogo suelte la presa. Ya tienes instrucciones suficientes: si te cogen con las manos en la masa, sabes lo que has de decir. Eres un vulgar ladronzuelo: robaste... por robar; me robaste a mí también. ¡Entrégate tú, que ya te libraremos... y sálvame a mí! Yo desaparezco; oficialmente voy al Hotel de la Corona, pero en realidad, cuando hayas dado el golpe, si no hay fracaso, me buscas donde sabes, donde estuvimos esta mañana. Salgo ahora mismo; tú te quedas aquí, dedicado a recoger mis efectos, a arreglar para el traslado mis maletas. Prudencia... y maña. Esta no es cuestión en que te autorice a proceder de un modo violento.

Brosseur hizo una seña de inteligencia y conformidad, y mientras su amo se cubría con un elegante gabán hasta los pies se encasquetaba el sombrero abarquillado, calzándose los guantes, se dedicó al complicado arreglo de los chismes de limpieza y tocador.

Entretanto Renato, olvidado ya de la visita, extraía afanoso de la maleta el manuscrito y reanudaba la lectura, por la cual lo olvidaba todo, tal era la atención y la concentración con que absorbía los renglones.




ArribaAbajo- VI -

La operación


«Después de la muerte de María me quedé como estúpido; embotado el sentimiento, todo me era indiferente; mi única aspiración hubiese consistido en reunirme con la joven muerta bajo aquel césped donde Montmorín y yo plantábamos flores, regándolas con una especie de piedad religiosa. Para sacarme de este estado de entumecimiento moral fue necesario que otra vez la desventura y la humana maldad me lanzasen a un nuevo período de torturas, más crueles que las pasadas. Imposible creerás, Teresa, que me estuviesen reservados tormentos al lado de los cuales parecían leves los anteriores; sólo voy a referirte lo esencial, y si el orgullo y la ambición no te han petrificado, acaso derramarás sobre estas hojas una lágrima.

Invadida Italia por los ejércitos de la revolución que capitaneaba el Corso, el Papa cayó prisionero, y nuestra quinta, perteneciente a un conocido familiar del Pontífice, fue asaltada, saqueada, reducida a cenizas, en una sola noche. Montmorín y yo habíamos conseguido huir antes de que se derramase bullendo, como torrente de lava, la furia de la soldadesca. Llevábamos por viático un poco de dinero y documentos interesantísimos, que después oculté (no debo decirte dónde a ti, estrechamente ligada a mis mayores enemigos, que sé por experiencia que no tienen escrúpulos). En un carro de vendimiadores nos trasladamos a Roma, y de allí a Civita Vecchia; un bergantín mercante nos recibió a bordo, con rumbo a las costas de la Gran Bretaña. Creíamos que era el mejor asilo, y que desde allí no nos sería difícil reunirnos con el marqués de Bray, el cual, a fuer de constante agitador realista, encontrábase oculto en Francia.

Nos hicimos a la mar con tiempo revuelto, pero no podíamos elegir otro mejor. Grueso era el oleaje; el viento silbaba en las cuerdas con quejido estridente y lúgubre. Golpes de mar incesantes azotaban a la embarcación y barrían la cubierta, y a las pocas horas de navegación, habiendo roto uno de los palos una racha furiosa, nos encontramos a merced de la deshecha tempestad, que nos empujaba despiadadamente hacia Francia, cuya tierra veíamos, con peligro de estrellarnos en los arrecifes. Sin embargo, Montmorín, más aterrado ante la idea de la arribada a un puerto, rogó y suplicó al capitán que no torciésemos el rumbo. Fue inútil. No podíamos explicar a aquel marino el por qué preferíamos encallar o naufragar a desembarcar en nuestra patria. Primero nos escuchó indiferente; después dijo con ruda franqueza que algo tendríamos que ocultar cuando mostrábamos tal empeño en evitar un país determinado. Estuvimos imprudentes y nuestra terquedad nos perjudicó. No sólo puso en guardia al capitán, sino que llamó la atención de algún pasajero; desde aquel instante nos hicimos sospechosos. Después de una noche en que creímos ser tragados por el abismo, llegamos de arribada forzosa a Dieppe, maltrechos y con mil averías; fuimos señalados por el vigía, visitados por la Sanidad y la Comandancia de Marina, y como no traíamos peste y los papeles iban en regla, nos permitieron desembarcar. Aprovechamos el permiso Montmorín y yo, con determinación de ocultarnos en cualquier posada de mala muerte, en espera de la primer embarcación que a Inglaterra o a España pudiese conducirnos. También saltaron a tierra pasajeros y marineros, y sin duda alguna conversación de taberna, fiscalizada por la policía, ojo avizor desde la arribada del buque, nos vendió.

Un inspector y dos agentes se presentaron en la posada. Hallábame solo. Montmorín había salido a indagar, en el puerto, qué barcos se disponían a salir desafiando el temporal. Tuve tiempo de deslizar unas monedas en la mano de la criada, muchacha linda y excelente, que me miraba con gran compasión y me ofreció ponerse de centinela a la vuelta de la esquina y prevenir a mi amigo para que no cayese en la trampa. Condujéronme a la Delegación de policía y me sometieron a un interrogatorio capcioso, exigiéndome detalles exactos sobre mis antecedentes. Era yo todavía un niño; a pesar de mis desdichas, no estaba hecho aún a prevenir celadas; debí de responder de un modo que me comprometía. He sabido después que en aquel entonces se ejercía activa vigilancia en puertos y fronteras, y se prendía a los muchachos de mi edad y de mi tipo; se me buscaba, en resumen. Acaso involuntariamente me delaté, remachando en un instante la cadena de las infinitas persecuciones que sobre mí cayeron y seguirán cayendo toda la vida.

Después del interrogatorio, con las mayores precauciones, de noche, fui embarcado en un brick guardacostas y desembarcado en un puertecillo, cuyo nombre desconozco. En el muelle esperaba un coche, que escoltaban soldados a caballo. Cuatro días duró aquel viaje mortal. Represéntate mi estado de ánimo, Teresa. Solo en el mundo, entregado a una fuerza hostil y sombría, que se preparaba a romperme como una caña entre sus duras manos; separado del único y leal compañero, ignorando si por lo menos había conseguido salvarse, iba hacia la fatalidad; ni aun me era dado presumir qué clase de males se me prevenían. He oído hablar, Teresa, de voluntad, de libertad humana. ¡Qué amarga risa juega en mis labios al escribir estos renglones! ¡Voluntad! Por encima de nosotros, en regiones adonde no llega ni aun nuestro curioso pensamiento, fórjase el rayo que nos ha de pulverizar, gira la rueda bajo la cual somos mísero grano de trigo. Un sutil miasma de la campiña de Roma me había arrebatado en María a mi único bien, a la consoladora; una palabra, dicha tal vez por un marinero ebrio en una taberna del muelle de Dieppe, volvía a entregarme como un cordero atado a la fuerza oculta y formidable que me prohibía ser yo mismo y me negaba hasta el derecho a existir.

Al cuarto día pasé del coche a una prisión. Debía de hallarse aquel calabozo en algún pueblo de los alrededores de París. Era mi mansión un cuarto embaldosado, frío, húmedo, que recibía luz de una reja tupida por espesas telarañas. ¡Quién me dijera que había de recordar con nostalgia aquel calabozo! Dejáronme en él seis días como olvidado; servíanme un plato de sopa a la mañana, y nada más en las veinticuatro horas; se diría que ex profeso, sin matarme enteramente de hambre, se proponían reducirme a un estado de postración profunda. Al séptimo día, cuando ya se nublaban mis ojos, entró en mi calabozo un hombre joven aún, de maneras relativamente afables, de astuta fisonomía, a quien después oí que llamaban señor Volpetti. Yo estaba tan débil, que trabajo me costó responder cuando me interrogó en alemán: ‘Óigame usted atento -dijo-. Sabemos de dónde viene usted, a dónde se dirige; conocemos toda su historia. Posee usted amigos imprudentes que le perderán, impulsándole a representar un papel que la Providencia le ha vedado. Han cultivado en usted la cizaña de la ambición y el delirio de las grandezas. Le han trastornado el seso; usted está loco. Sálvese; vengo a proponer a usted un pacto que cambiará su suerte. Si desea usted vivir tranquilo, libre, renuncie a sueños vanos, resuélvase a abrazar un estado pacífico que le aleje de luchas insensatas. Empéñenos usted su palabra de honor, por la memoria de su madre, de no regresar a Francia, de no moverse del convento donde le depositaremos, y no volveremos a molestarle. Le llevaremos a una abadía católica de Bélgica o de Italia, y allí, bajo el santo hábito, vivirá usted sereno y dichoso; si no, usted y sus amigos ¡infaliblemente! perecerán’. Oía yo estas proposiciones, Teresa, como oye el navegante el cantar de la sirena que le embriaga. Mi fatiga, mi extenuación, me hacían desear más aún el descanso. La idea de vestir un sayal, rezar por María, cultivar un huerto, no pensar ni sentir, era en aquel instante para mí infinitamente grata y dulce. Pero de pronto, la sangre -esta sangre que corre por nuestras venas, Teresa, que por algo es diferente de la de los demás mortales, y que aun empobrecida y agotada se rebela indómita contra injuriosas exigencias-, ardiendo en altivez, me puso la respuesta en los labios:

-Pueden ustedes hacer de mí lo que gusten. ¡No acepto tratos ni condiciones! Me matarán -pensaba-, y género de libertad es también el morir.

El policía meneó la cabeza. Sin duda le contrariaba tener que recurrir a medios violentos. Volvió a insistir desarrollando razonamientos, empleando formas corteses, siempre en lengua alemana. Repetí mi altanera negativa, no con la voz, sino con la cabeza, y hasta recuerdo que hice ademán de volverme de cara a la pared. Entonces Volpetti se levantó; grave y preocupado se acercó a la puerta y dio muy bajo una orden. Entraron en la prisión dos hombres de rudo aspecto, fornidos; supuse que traían encargo de asesinarme. Encomendé a Dios mi alma, y el nombre de mi madre, el de María, ¡el tuyo!, se mezclaron en mi fervorosa oración.

Los dos jayanes me sacaron del mísero camastro; me arrancaron las ropas y me ataron a una silla, con cuerdas que se hincaban en mi carne. Un sudor frío brotó de mi frente; creí que iban a someterme a la tortura. Resignado a morir, el miedo al dolor me vencía y estuve a punto de gritar: ‘Perdón, haré cuanto quieran, pero no me atormenten’. Al verme temblar, Volpetti se acercó insinuante. ‘¿Quiere usted que le desatemos?’. En mis ojos debió de brillar una chispa orgullosa... y entonces (óyelo, Teresa, y piensa que era yo mismo quien estaba ligado a aquel potro) me aplicaron a los labios una mordaza, al rostro un instrumento que pasearon lentamente en todos sentidos: por frente, mejillas, nariz, párpados, labios. El dolor, no muy intenso, sin embargo enloquecía: era como si millares de puntas de agujas cortas y finas se me clavasen en la piel. Hacía esfuerzos por gritar, por soltarme; la silla crujía; uno de los jayanes me afianzó de la cintura; sus dedos duros se imprimieron como tenazas en mi carne; la violenta presión en las costillas y sobre el hígado me causó un desvanecimiento; y volví en mí al sufrir la sensación de ardiente quemadura: estaban pasándome una esponja embebida en un líquido abrasador por la cara toda. Quise exhalar mi dolor en clamores; la mordaza cortó mi aliento; nuevamente me desmayé.

No recobré el sentido hasta pasado bastante tiempo. Como no veía luz, creí que era de noche. Estaba tendido en el camastro, sin mordaza ni ligaduras; mi cuerpo magullado, mi escocido y desollado rostro me martirizaban horriblemente. Llevé las manos a los ojos; no los encontré; en su lugar tenía dos enormes tumefacciones, dos montañas de hinchada carne. Transcurrieron horas; me trajeron un caldo; a tientas lo bebí, y pregunté al carcelero si había amanecido. ‘Son las doce del día -respondió- y hace un sol esplendente’. Ronca exclamación se ahogó en mi garganta. ¡Ciego! ¡Me habían dejado ciego!

¿Qué dices de esto, hermana mía? ¿Imaginas lo que es encontrarse ciego, a mi edad, en una cárcel? La alegría del cielo azul; la majestad de las montañas; la serenidad o la cólera de los mares; el suave rostro de la mujer; cuanto Dios hizo para que el hombre lo disfrute; todo, todo me lo habían arrebatado en un momento, y ya mi vida se deslizaría, si no en eterno cautiverio, en eterna sombra. Fue aquel el primer instante en que comprendí claramente lo que después he visto confirmado: que tales cosas no pueden suceder sin expresa voluntad del cielo; que era forzoso expiar grandes pecados, iniquidades infinitas, largos siglos de maldad, y yo el señalado para ese oficio. ‘Fuerzas para beber el cáliz’, murmuré, mientras las lágrimas que no podían brotar afuera escandecían interiormente mis pupilas. Crucé las manos, y gimiendo pedí al carcelero, por caridad, un poco de agua tibia. Me la trajo; bañé en ella mi rostro, se moderó algo el fuego que lo devoraba y el ligero bienestar me hizo caer en un sueño profundo».




ArribaAbajo- VII -

El agujero negro


«Quince días pasé en tinieblas absolutas; al cabo de ellos, la inflamación de mis párpados comenzó a bajar, y un rayo de luz llegó, no digo a mis ojos, a mi corazón, donde se desbordó como un torrente de alegría. ¡Ver! ¡No estar ciego para siempre! ¡Ver! ¿Y qué veía yo, Teresa? El calabozo, de mugrientas y desnudas paredes, de telarañoso tragaluz, y el espectáculo más encantador, la contemplación de la obra de arte más sublime no me hubiesen causado aquel mágico transporte.

Me levanté loco de gozo; me aproximé a la ventana para beber mejor la luz; apenas lo hube hecho, exhalé un chillido de espanto. La ventana tenía, por delante de la reja, unas vidrieras que no se cerraban jamás, y cuyos vidrios, por lo general sucios y empañados del polvo, había limpiado uno la lluvia, acompañada de granizo, de la víspera. Sobre los vidrios irradiaba en aquel instante el sol, y por un momento se reflejó en ellos mi rostro. Después de gritar, el espanto me inmovilizó; pensé convertirme en piedra, cual los que ven la cabeza de Medusa. Mi cara era, en efecto, una horrenda monstruosidad: las costras que en ella se habían formado, arrancadas por mis uñas que impulsaba el prurito, obligándome a desgarrarme, habían desaparecido para convertirse en otra costra única, inmensa; ni huella de las facciones se descubría: no me hubiese podido conocer yo mismo. ¡Habían resuelto desfigurarme, borrar las líneas de mi fisonomía, en la cual Dios imprimió el sello indeleble de mi linaje, lo típico de mi familia y de mi raza!

Bajo la impresión de la rabia y vergüenza de verme así sentí una humillación tan profunda, que entonces se me imprimió la idea de ocultarme -si alguna vez recobrase la libertad- en un claustro, lejos de las miradas del mundo. Pero ¿lograría nunca ser libre? Cuando la inflamación se redujo; cuando mi rostro, a fuerza de aplicarle compresas de agua tibia, perdió algo aquel aspecto elefantino y adquirió forma humana, una madrugada entraron en mi cárcel soldados, me ataron como si temiesen resistencia, me metieron otra vez en un coche cerrado y a las pocas horas de marcha me hicieron bajarme ante una fortaleza terrible, rodeada de anchos fosos, defendida por cuadradas y macizas torres, guarnecida por puentes levadizos como en la Edad Media -uno de esos edificios formidables que hielan la sangre en las venas-: Vincennes. Allí habían decretado mis perseguidores que terminase mi azarosa vida. Desfigurado y todo, algún recelo les inspiraba, y era tan sencillo dejar que me pudriese, que ellos mismos debieron de asombrarse de no discurrir antes tan fácil solución.

¿Qué hacía, mientras tanto, mi constante protectora, la compasiva criolla a quien la bruja había pronosticado un trono? ¡Ah! Corrían para ella los días deslumbradores, aquellos en que la fortuna, con sus alas de oro y pedrería, acaricia la frente y confunde en un vértigo la razón. Detrás del Consulado surgía el Imperio, ¡y qué Imperio! Como el de Roma, pero más a prisa, aquel régimen extendía sobre el Universo su poderío. Lo único que en aquellos instantes amenazaba la dicha de la criolla era el no sentir agitarse en su seno el germen de un soberano del mundo; pero eran tales los tiempos y tales las circunstancias, Teresa, que tú lo sabes: si la criolla hubiese soñado para el hijo de su primer matrimonio la diadema imperial, nadie creería que eran locas ilusiones de la grandeza. ¡Miseria de miserias el poder! ¡Teresa! ¿Verdad que no vale la pena de ofender a Dios ni de agitarse en los crueles brazos del remordimiento una corona? Si fueseis capaces de haber aprendido algo con las lecciones de la historia, eso sería, y tú jamás hubieses prevaricado, cegada por ambiciones cuya vanidad has visto tan de realce.

Mientras por Europa resonaban trompetas y tambores, clarines y choque de lanzas y corazas; mientras se bordaba con abejas de oro un manto imperial de púrpura, destinado a adornar los redondos hombros y el talle todavía fino de la criolla, he aquí cómo vivía tu hermano; he aquí el palacio que le servía de morada, y los cortesanos respetuosos y solícitos que acudían a su llamamiento, a servir su mesa y a poblar sus salones, atentos a las menores órdenes que saliesen de sus labios.

Lee, Teresa, lee... ¡y que tu espíritu se incline ante las venganzas inexorables de lo alto!

Cuando salté del coche, al pie de la vetusta y recia fortaleza, hiciéronme entrar por una poterna blindada de hierro y cruzar tres puertas, y después dar vueltas y revueltas por un largo pasillo de muros elevados, grises y húmedos. Bajamos una escalera; encontramos otro pasadizo; los soldados me acompañaban; el carcelero alumbraba con una linterna sorda. Al extremo del pasadizo abrieron una puerta también chapeada; me empujaron, cerraron con llave y cerrojos y me quedé solo y a oscuras en una mazmorra, especie de in pace donde no existía ventana. Era el calabozo conocido por el agujero negro, antesala de la sepultura, que no se diferencia de ella sino en que encierra un cuerpo vivo, capaz de sufrimiento.

Allí quedé anonadado. No me atrevía a rebullirme, porque temía que mi encierro contuviese un pozo o un precipicio, al cual infaliblemente me despeñaría si no permaneciese inmóvil. El silencio era completo; sólo oía yo el latir apresurado de mis arterias y el golpe irregular de mi corazón, que el miedo a veces paralizaba. Al cabo de un tiempo que me pareció interminable rechinaron los cerrojos y entró en el calabozo un hombre -mi carcelero-. Era un tuerto, de fisonomía inmóvil y brutal; llevaba colgada del cuello la linterna y en la mano un plato de comida, de esa repugnante bazofia carcelaria con la cual ¡ay de mí!, ya me encontraba familiarizado. Mi primer mirada fue para la prisión: no contenía pozo alguno; era una reducida tumba, negra y verdosa de humedad; un poco de paja en un rincón, una sucia manta, un banco, un cántaro; una argolla con una cadena y sus esposas, fija en la pared en una esquina: he aquí los muebles. ¡Vulgar decoración de las prisiones de Estado, que ya ni aun despierta sentimientos de compasión! Mi segunda ojeada se fijó en el carcelero. Su rostro revelaba estúpida indiferencia; su roja barba, al reflejo de la linterna, parecía rodearle la cara de una aureola de sangre. Me mandó comer por señas; obedecí. Mi temor -no hay mal que no pueda ser más grande- era que me echase la cadena a los puños o al tobillo. No lo hizo. Sin duda, viéndome joven, resignado y obediente, no apeló a aquel recurso, destinado a amansar a los presos que sufren accesos de furor y pueden hasta atentar a la vida de sus guardianes.

Extenuado, agotadas mis fuerzas, disipado el recelo de caerme al pozo, me eché en el rincón y me dormí profundamente. La naturaleza tiene de estos supremos consuelos: concede el sueño al miserable sobre su paja podrida como al rey sobre sus sábanas de holán. Mi esperanza era el amanecer; juzgaba imposible que me hubiesen metido en un calabozo enteramente sin luz, y soñaba verla entrar por algún tragaluz o ventanillo; con esto sólo me contentaba. ¡Un rayo de luz... y disuelta en él la santa resignación!

Al despertar y encontrarme cercado de la misma sombra creí haber dormido un día entero. El carcelero volvió con su linterna, siempre silencioso; en vez de traerme el mal rancho que mi hambre anhelaba, dejó sobre el banco un pan redondo, un cántaro lleno de agua, llevose el vacío y retirose. Empecé el pan, bebí un sorbo de agua y me dormí otra vez amodorrado. Creo que me despertó la debilidad; me levanté, y a tientas me dirigí al banco. Con asombro noté que el pan había desaparecido.

Es imposible que yo diga lo que sentí. Fue una mezcla de asombro y horror frío, un erizamiento del pelo, un estremecimiento de la carne toda. ¿Quién estaba allí, quién me acompañaba en mi tumba? ¿Cómo el pan, traído por el carcelero, del cual sólo había yo cortado un mendrugo, podía haber sido arrebatado durante un sueño? ¿Compartía alguien mi prisión? Después he comprendido todo lo absurdo de esta hipótesis, pero en aquel instante mi debilitado cerebro no la repugnaba. Me parecía que el alguien era un ser sin cuerpo, maligno y fantástico como los duendes. El terror también el hambre me tuvieron, no sólo despierto, sino en estado de singular excitación, hasta que otra vez se presentó el carcelero con su característico chirrido de llaves cerrojos, siniestro no obstante consolador para el infeliz que se halla recluido en el fondo de una cámara sepulcral. Me traía pan y agua, siempre con el mismo extraño silencio.

Le pregunté si sabía quién se había llevado mi pan. No obtuve respuesta alguna. Devoré la mitad del pan, bebí el agua y me eché otra vez sobre la paja fétida. ¿Qué hacer en las tinieblas? Mi único anhelo era dormir, dormir sin interrupción, huir de mí mismo en la transitoria muerte del sueño.

Por desgracia no se duerme siempre. Al abrir los ojos sentí de nuevo las torturas del hambre. Busqué mi pan: tampoco estaba allí. Renováronse las sensaciones de espanto. Ruidos singulares, inexplicables, se producían a mi alrededor. Entonces resolví averiguar -no lo sospechaba todavía- quién me robaba el sustento. Así que tuve pan lo escondí entre la paja y me acosté encima, fingiéndome dormido. Apenas simulé la quietud y la respiración igual, volví a escuchar los ruidos: eran carreritas menudas, chillidos agudísimos, la agitación turbulenta de una hueste de gnomos entre la sombra. De pronto, un cuerpo peludo pasó sobre mi cara; alargué instintivamente la mano para defenderme, y lancé un grito: dos dientes acababan de atarazar mi dedo de parte a parte.

Frío sudor mojó mis sienes. Mis ojos se dilataron. ¡Ya comprendía... tiempo era!... Ningún ser invisible, ningún brujo me arrebataba el alimento, no; era un ejército de inmundas y feroces ratas el que me acompañaba en mi mausoleo.

Teresa, entre las reminiscencias de la niñez, que deben de estar presentes en tu memoria, acaso se cuente la repulsión que nos infundía el solo nombre de estos asquerosos animalejos. Jamás se nos acercó ninguno; en el mismo torreón que sirvió de prisión a nuestros padres, ¿te acuerdas de cómo te asustaste, qué gritos diste porque saltó a los pies de nuestra madre un rantoncillo? Era aquel un inofensivo bichejo que huía asustado de nosotros.

Ahora yo, en un espacio de doce pies, sin luz, tenía que sufrir el contacto y las mordeduras de cientos de enormes ratas. Las sentía trepar por mi cuerpo, compartir mi lecho, deslizarse bajo mi cabeza rebuscando el pan, mi única comida; percibía en las mejillas, marcadas aún por el cruel suplicio de las agujas, el roce frío de su cola, parecida a la de un reptil, o el asqueroso calor de su piel espesa; oía sus gruñidos de satisfacción al zamparse las migajas de mi alimento y sus agrios chillidos al disputárselas, y de vez en cuando, en medio del sueño febril a que se rendía mi exhausto organismo, los dientes menudos y penetrantes me desvelaban, hincándose en mis pies o agarrándose a mis orejas, anunciándome que corría el peligro de morir devorado...

Créelo o no lo creas, hasta aquel instante, aun en medio de los dolores de mi primer cautividad, no había llegado más que a desear ardientemente morir; pero ante la nueva espantosa situación pensé en otra cosa: pensé en que podría yo mismo... ¡Dios misericordioso, perdóname! No poseía allí en mi poder ni un cuchillo, ni un trozo de vidrio aguzado siquiera, para abrirme las venas o seccionarme el cuello, pero tenía la cadena sujeta a la pared. Rodeándomela a la garganta, dando vueltas sobre mí mismo... loco, furioso de terror y de repugnancia, intenté realizar el crimen. No lo conseguí. La cadena me lastimaba, pero no llegaba a asfixiarme.

Gimiendo, espumando, caí al suelo, y un río de lágrimas brotó de mis ojos. Una voz parecida a la de mi madre, a la tuya, a la de María, resonó en mis oídos -voz sin cuerpo, voz de mi fantasía exaltada-. La voz murmuraba:

-¡Valor! ¡Paciencia!».




ArribaAbajo- VIII -

Fusilamiento


«¡Paciencia! Debía la voz añadir: ‘Expiación’. Sí, Teresa; yo expiaba... Pero ¡oh insondable Providencia! ¿Por qué fui yo, yo precisamente, el designado para expiar? ¿Quién guió tu mano, oh arcángel vengador, cuando la apoyaste sobre mi cuna abrasándola como el rayo? Tú habrás oído decir, Teresa, que sufrimos mucho, que fuimos mártires. ¡Mártires! No; víctimas rescatadoras. No bastó el suplicio cruel de nuestros padres: era poco -perdóname si blasfemo-. Padecieron, murieron; pero al cabo habían reinado, habían vivido, habían conocido los goces que son la sal y el sabor gustoso de la existencia. Yo, Teresa, yo, ¿qué hice, qué disfruté, cuándo ni cómo delinquí? Esto confunde la razón. ¿Qué inmensas iniquidades fueron las que pagué con un inconcebible martirio?

En la obscuridad de mi tumba, mientras esperaba el pedazo de pan duro y el cántaro -sostén de mis fuerzas ya exhaustas-, ¡qué mundo moral se me reveló, Teresa! La historia me abrió un libro de bronce, y en él vi patentes las leyes de esa compensación total que demuestra la acción reparadora de una justicia tremenda. ¡Sábelo: ante la mirada del Eterno, no son reos solamente aquellos a quienes sentencian los jueces, a quienes el Código prende en sus mallas; lo son en mayor grado, porque gozan inmunidad y se apoderan libremente del fruto del crimen, los grandes de la tierra, los que hacen padecer a sus semejantes opresión, humillación, despojo, obligándoles a dudar de esa misma justicia que debiera regir los actos humanos!

En aquel in pace donde yo sentía que mi alma se anegaba en desesperación insensata, en aquel agujero negro, ¿fui acaso el primer cautivo? ¿No me habían precedido otros, hombres igualmente, hombres nacidos de mujer? ¿No respiraba yo en el aire el vapor de sus lentas lágrimas? Y aquella prisión de Estado, ¿era la única? ¿No existían otras innumerables en mi patria, fuera de ella, donde muertos vivos se consumían en ataúdes que ni aún garantizaban la paz y el reposo del más allá, la calma de la muerte en fin? Pagando la deuda de mis antecesores, yo me retorcía en un infierno que era invención y obra de los de mi raza. Había llegado la hora del vencimiento. Dios presentaba las cuentas atrasadas y quería cobrarse, cobrarse en mí... ¡Ah! No sólo en mí... Voy a referirte un episodio extraño, que parece dispuesto por un hábil dramaturgo.

Según corrían iguales, sombríos, los días y las noches de mi cautiverio, mis sentidos -el hombre es animal de costumbre- iban adaptándose a las condiciones de aquella mazmorra subterránea, cuyos muros formaban parte del escarpe del foso. De día, por las grietas de las piedras donde faltaba el cemento, discernían ya mis ojos claridad vaga y confusa: primero conseguí ver mis manos, y no sabré decir qué júbilo me entró ante aquel poco de blancura después de tan impenetrable sombra. Dilatada ya mi pupila como la de las aves nocturnas fui poco a poco naciendo, viéndome, distinguiendo mi cuerpo -divisando la luz cual filtrada a través de una botella de agua sucia-. A compás de la vista se adaptó el oído, y cruzando el sudario de piedra en que me envolvían las graníticas murallas, oía yo a gran distancia los pasos del carcelero, el tilinteo de sus llaves, el alerta de los centinelas, y como lejano trueno, el redoble del tambor, los pasos de la patrulla. Ahora bien; una noche primaveral -hallándome desvelado, a las altas horas en que ya el tambor calla y en que sólo los centinelas ocupan su puesto y se llaman y responden- escuché distintamente a la parte exterior, opuesta a la puerta, en el foso, voces de hombres, y luego, azadonazos. Una voz dijo: ‘Más hondo y más ancho, que si no no va a caber el cuerpo’. Los azadones prosiguieron su tarea. Mi sangre dio un vuelco... Era evidente que cavaban una fosa. Apliqué el oído a la pared, escuché con ansia, con angustia. Los pasos del pelotón, acompasados, se dejaron sentir; sobre el suelo cayeron las culatas de los fusiles. ¡Se trataba de una ejecución!

Estaban allí, enteramente contra el grueso muro que me aislaba de los vivientes sin impedir que llegasen hasta mí los ruidos de la vida. ¿De la vida? En esta ocasión, lo que escuché fue la lectura de una sentencia capital... La voz ronca y dura que la leía, con cierta timidez avergonzada, resonaba fúnebre y solemne... El nombre del sentenciado me hizo creer a mí si estaría siendo juguete de pesadilla infernal: ‘Luis Antonio Enrique de Borbón Conde’... Era nuestra sangre la que iba a salpicar aquellos muros construidos por nuestros abuelos... Otra voz sonó entera y dulce. Era el reo el que hablaba por última vez. Suplicaba a un oficial entregándole algo. ‘Para la princesa de Rohan’... Después he sabido que era pelo, una sortija, una carta... El oficial dijo: ‘No será fácil acertar para apuntar... Colgadle del cuello esa linterna’. Siguió un minuto eterno, cruel... y después... la formación del pelotón, las espaciadas voces de mando, el pavoroso eco de las descargas cuyas balas vinieron a rebotar contra el muro, casi contra mi oído; el ruido sordo y mate de la caída de un cuerpo; luego pasos, órdenes, exclamaciones, juramentos, comentarios ahogados; después, los azadones resonaron de nuevo en la abierta fosa; oí cómo depositaban el cadáver, cómo le echaban encima paletadas y paletadas de tierra. Apisonaron; el pelotón se alejó. Haciéndome eterna compañía, sepultado lo mismo que yo... estaba allí, pared por medio, mi primo el duque de Enghien...

Aquella escena que sin verla reconstruí temblando en todos sus pormenores me dejó como hundido en un abismo de terror y de locura. A cada instante me despertaba bañado en sudor frío, dando diente con diente, oyendo el estampido de los fusiles, el caer de la tierra sobre la fosa. A esta miseria moral se unió la miseria física más absoluta. No me daban ropa; pronto la mía se convirtió en asquerosos andrajos. Tiritando, me pasaba las horas envuelto en la agujereada manta de mi cama. A la rabia, al furor, a la desesperación que me impulsaban al suicidio, había reemplazado una especie de embrutecimiento; me convertía en piedra. Mi cabello, que no podía cortar, crecía enredado en largos bucles; y habiendo entrado imberbe en la prisión, tocaba atónito una barba poblada que me cubría ahora el rostro. Mis uñas habían crecido tanto que se rompían a pedazos; para evitar el dolor, las roía con los dientes. Así iba desarrollándose, entre aquellas paredes, mi interminable agonía.

Cuando pienso en esta época de mi vida -¿vida puede llamarse?- sólo un asombro me queda: el de que se resista un estado semejante sin caer hecho trizas. Los febriles sueños calenturientos, cruzados por visiones horrendas, próximas al delirio; la vigilia con estupor invencible o accesos frenéticos que en vano quería reprimir; la gradual petrificación del cerebro que se opone a funcionar, porque la razón es un clavo que se hinca en el alma; el ansia de la disolución de mi ser, ansia infinita como mis tormentos, cosas son que se resisten a la pluma. Ignoraba el tiempo transcurrido; ¿cómo contarlo? Había entrado en el primer albor de la juventud, sentía que estaba gastando allí la flor de la edad, los días que para todo ser humano deben tener algo de sonrientes y venturosos. Acordábame de María, y llamándola con sollozos la pedía que me llevase a su lado, sacándome de aquel horrible agujero negro -tal es, en la historia del dolor humano, el nombre espantoso de mi mazmorra-. Y entre estos sentimientos sobresalía uno extrañísimo, que no acertaba a desterrar: la envidia, una envidia tenaz e invencible que me inspiraba el fusilado. Él dormía tranquilo, a mis pies, bajo la tierra del glacis. ¡Dichosa suerte!

A fuerza de pensar en él, en aquel pariente a quien no conocía, o mejor dicho no recordaba, pues acaso le hubiese visto en mi niñez; a fuerza de sentir y volver a sentir la impresión de su tragedia, los pormenores de sus últimos instantes, el eco de su voz sonora y tranquila momentos antes de caer traspasado por las balas; a fuerza de meditar en su último novelesco encargo: ‘Para la princesa de Rohan’ -aquel encargo que hablaba de amor y de felicidades infinitas que a mí me vedaba el aciago destino-, caí en el desvarío más extraño, pero que teniendo en cuenta todo lo que me había sucedido se explica. Di en creer que el fusilado era yo; que me había despertado en el otro mundo, y que estaba purgando mis culpas y las de los míos en un purgatorio especial, construido sólo para mí. En mi cabeza y en mi pecho creía percibir los agujeros de las balas; en mi cuerpo, la frialdad de la muerte: ‘Compasión, Señor’, repetía, pidiendo salir del lugar en que se cumplía mi condena. ‘Ya me han fusilado. Ya he muerto. ¿No es bastante? ¿Para qué más?’

Así, cuando el tuerto entraba con el pan y el cántaro, empecé a decirle que su labor era inútil; que a los fusilados, a los difuntos no se les trae comida; y al aferrarme a esta idea comprendí que no debía comer, y rehusé todo alimento: acurrucado en la paja, dejábame morir poco a poco. Tres días llevaba así cuando sentí descorrerse a hora desacostumbrada, un rato después de haberme traído el pan, los cerrojos, y el tuerto entró a prisa, balanceando la linterna, locuaz por primera vez acaso. ‘Arriba -me dijo rompiendo su silencio habitual y despreciativo-, y fuera de aquí’. En vez de saltar, de lanzarme en su seguimiento por la escalera, me quedé inmóvil: no concebía que a mí se dirigiese el mandato. ¿No era yo un cadáver? Tuvo que sacudirme el carcelero, levantarme a viva fuerza, y ayudarme por bajo el sobaco para subir la escalera. Entonces conocí que vivía, pero supuse que iban a fusilarme al fin, y sentí una paz profunda, un bienestar inmenso, algo que se derramaba como una onda de consuelo por todo mi ser. Arrastrándome crucé pasillos, subí un sinnúmero de escaleras, y a cada instante me hubiese caído si no me sostiene rudamente aquel hombre. La claridad me cegaba, el aire me sofocaba y aturdía como un licor fuerte, y cuando el carcelero abrió una puerta y me dijo: ‘aquí’, caí redondo, presa de un síncope».



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