Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice

Mística pagana y teratología gauchesca

Rafael Arce

«Aballay» es el primer relato de Antonio Di Benedetto que dialoga de modo directo con la tradición literaria argentina. Lo hace recurriendo a un personaje típico, una figura, un símbolo: el gaucho. El mito insiste en la literatura argentina, a pesar de las reiteradas afirmaciones acerca de su perennidad. Ya «El fin» de Borges (Ficciones, 1944), se decía, cerraba el ciclo (Sarlo, 1995, p. 89), pero la fructífera descendencia hasta la literatura contemporánea, incluso más allá del sistema de la argentina (no hay más que pensar en los gauchos de Roberto Bolaño), mostró lo apresurado de este juicio. En sentido estricto, la poesía gauchesca se clausuró con La vuelta de Martín Fierro de José Hernández (Rama: XXII-XXIII). Después, no hubo más gauchesca, porque como género fue histórico y estuvo vinculado a determinadas condiciones que solo pudieron darse durante el siglo XIX. Lo que sobrevivió fue el imaginario gauchesco.

Esta interrogación de Di Benedetto por la tradición es tanto más llamativa por cuanto aparece tardíamente (Premat, 2006, p. 77). Hasta que se publicó «Aballay» en Absurdos (1978), la narrativa de Di Benedetto había oscilado entre: a) la reapropiación del género fantástico y la alusión al imaginario animal kafkiano en Mundo animal (1953) (Varela, 2005, pp. 279-296; Arce, 2016, pp. 125-144); b) la experimentación vanguardista radical en El pentágono (1955) y en Declinación y Ángel (1958) (Varela, 2007, pp. 111); c) la impugnación de la novela histórica en Zama (1956) (Álvarez, 1996, pp. 37-47); la revisión del realismo literario y, en menor medida, del fantástico, en Cuentos claros (1957) y en El cariño de los tontos (1961) (Mauro, 1992, pp. 423-498; Premat, 2009, p. 10); d) la relectura latinoamericana del existencialismo en El silenciero (1964) y en Los suicidas (1969) (Espejo Cala, 1991, pp. 276-413; Néspolo, 2004, pp. 177-186; Bracamonte, 2015, pp. 98-100).

El problema de la tradición argentina no parecía una preocupación del narrador mendocino: más aún, su inicial filiación con el programa antirrealista borgiano-macedoniano lo ubicaban más bien como un escritor cosmopolita, poco provinciano (escribió en la ciudad de Mendoza), ajeno tanto al regionalismo de su zona como a la preocupación por el pasado del XIX típica de los escritores porteños (Prieto, 2006, pp. 350-353). La circunstancia de que los cuentos de Absurdos hayan sido escritos en la cárcel, durante su detención bajo la dictadura militar, atiza en la crítica la pregunta por esta interrogación tardía, como si el pasado de la Argentina, con su mito de origen de violencia y exterminio, se le apareciera al escritor, encerrado y torturado, como un problema repentinamente acuciante (Gelós, 2011, p. 74).

En este contexto, la lectura crítica no tardó en integrar al gaucho dibenedettiano en el resto de su obra. Parece imposible leer «Aballay» sin pasar por el problema de la tradición. La ya consolidada obra del autor echaba luz sobre su versión del gaucho, lo integraba a su angustioso mundo:

Símbolo de la culpa y la redención, Aballay es, como puede verse, un gaucho expiatorio. Es decir un gaucho responsable de una muerte causada en un duelo (como lo era Martín Fierro), pero torturado por la culpa. Es un gaucho que integra, entonces, la dimensión ética que a menudo Borges comentó en su lectura del poema de Hernández, señalando que la figura elegida como antepasado colectivo de los argentinos era un asesino. Aballay es un Martín Fierro culpable (es decir, un Martín Fierro leído por Borges), pero consciente de la culpa e inscrito en una perspectiva de redención.

(Premat, 2006, p. 79)



En torno al problema de la culpabilidad, las lecturas en clave moral o religiosa se han vuelto tópicos críticos que cristalizaron en una aproximación «humanista» a la obra del autor (Varela, 2007). «Aballay», como relectura de la tradición, puede integrarse sin dificultad con estas claves. El absurdo mundo dibenedettiano, en donde los personajes deambulan angustiados, torturados por padecimientos inescapables, llenos de remordimientos y abrumados por culpas inexpiables, aloja y transforma al gaucho argentino del siglo XIX (Espejo Cala, 1991, pp. 564-565).

¿Puede leerse «Aballay» sustrayéndose a la problemática del humanismo, que comparten tanto la clave moral como la religiosa? ¿Es el cuento un nuevo avatar del tópico gauchesco, transformado por la imaginación dibenedettiana? La lectura está trazada por una doble determinación: el peso de la tradición y el de la obra ya procesada. Gaucho y pampa son lexemas saturados de connotación: con ellos solo puede operarse multiplicando las significaciones. Pareciera que al crítico solo le queda preguntarse por qué Aballay es un gaucho singular, en qué se distingue de los demás o, dicho de otro modo, qué dice el cuento sobre la tradición argentina. Sin embargo, se trata siempre de una pluralización del símbolo. Lo extremamente connotado encierra el texto en la hermenéutica.

Ensayaremos entonces un rodeo. Encarar de frente el relato no puede llevarnos más que a la hermenéutica, porque la proliferación de símbolos invita especialmente a la lectura profunda. Estas lecturas son válidas y necesarias. Algunas de ellas, como la de Premat, son elocuentes y persuasivas. «Aballay» es un cuento perfecto: parece concebido para que sea desentrañado de modo cabal. Seguir su pista no puede más que llevarnos a una interpretación que lo descifre. Ahora bien, ¿no operan el símbolo y la tradición también como obturadores del relato? Lo extremadamente connotado de los materiales con los que trabaja, ¿no jalona la lectura en un sentido en el que la pregunta por la tradición parece obligatoria y determina, en última instancia, el sentido, por más plural que este pueda ser?

Nuestro rodeo consistirá en empezar por un episodio lateral. En uno de sus vagabundeos por el desierto, Aballay se encuentra con cuatro indios. No hay descripción alguna, solo se dice que son pacíficos. Le ofrecen pescado, sumándose a la pléyade de auxiliadores con los que se cruza a lo largo de su derrotero. Como de costumbre, el gaucho se niega a bajar del caballo, puesto que ha elegido esa penitencia para expiar un asesinato que cometió. Entre las poblaciones blancas, Aballay ya ha adquirido fama de santurrón a causa de su extraño comportamiento. El sentido religioso de este, aunque interpretado equívocamente, es captado por los criollos creyentes o simplemente supersticiosos. Sin embargo, los indios carecen de esa clave interpretativa. Mientras comen, uno de ellos lo mira con insistencia. Deduce que el desconocido no es que no quiera, sino que no puede bajar de los lomos de su animal. Comparte con los otros indios, entonces, una preocupada conclusión: «Hombre-caballo» (p. 324).

El relato está estructurado en breves episodios, separados por tres asteriscos. El encuentro con los indios es uno de los más breves y se interrumpe con esa frase lacónica. ¿Es correcta la deducción del indio? ¿Por qué esa conclusión lo preocupa? Los criollos que cruzan a Aballay, al que ya conocen por sus famas, entienden que no quiere bajarse del caballo. El indio entiende que no puede. Su conclusión deriva de la mera observación. Hay un obstáculo físico, corporal, por el que el hombre no se apea: forma, con su animal, un solo cuerpo, como si fuera un centauro. Al carecer de la clave cultural, el indio puede captar lo que el esfuerzo de Aballay tiene de ejercicio físico. No superpone a la observación una interpretación que obtura el dolor corporal: capta directamente el aspecto material de la cuestión. El indio piensa que Aballay y su caballo forman un solo cuerpo: hasta el centauro, aunque imaginario, constituiría una especie, pero este hombre-caballo es único en la pampa, por lo que está más cerca de lo teratológico. Esta deducción puede parecer «mágica» o «ingenua y animista» (Mauro, 1992, p. 618) para el punto de vista civilizado, pero restituye un sentido que la interpretación de los criollos escamotea: el de lo sagrado.

Ensayaremos entonces un desvío en la interpretación de Premat: «Aballay» es un Martín Fierro leído por Borges. ¿Qué puede interesarle, presumiblemente, al universo dibenedettiano de la versión borgiana del poema de Hernández? Si seguimos al grueso de la crítica, la perspectiva moral y humanista. Ahora bien, el relato le debe a Borges otra cosa, mucho menos visible: el procedimiento del que es resultado. Sobre el arte de narrar borgiano se ha escrito mucho. Algunas de las sugerencias borgianas se han vuelto marcas características de lo que entendemos por su estilo: la economía, la alusión, la elipse, la brevedad. Hay, no obstante, un procedimiento que permite expandir la forma breve, incluso hasta la novela: partir de un núcleo problemático y sacar las consecuencias de esa situación inicial. El ejemplo favorito de Borges es El hombre invisible de Wells: la novela es el despliegue de todas las consecuencias de un solo problema, la invisibilidad (Borges, 2008, pp. 257-258). Si hacemos el ejercicio de deshacernos momentáneamente de todos los elementos temáticos, imaginarios, intertextuales, pulsionales, incluso si ponemos entre paréntesis otros procedimientos, comprobaremos que «Aballay» está concebido a partir de esta premisa borgiana: la historia es el despliegue de un solo problema, la imposibilidad de bajarse del caballo.

No es que consideremos las lecturas críticas que empiezan por la gauchesca o por el imaginario de la pampa como inválidas. El problema es que soslayan el procedimiento del que sale, con toda pulcritud, el relato. No se trata, sin embargo, de una tentativa formalista. Por el contrario, la eficacia en el uso del procedimiento borgiano radica en que hace depender todos los elementos simbólicos y temáticos de esa primera elección. El núcleo del relato ni siquiera es gauchesco: es el hombre-caballo. Su forma embrionaria podría aludir al comienzo de los relatos maravillosos: «Había una vez un hombre-caballo...». Las elecciones posteriores se desprenden de ahí: espacio, tiempo, personajes. El relato está en condiciones de servirse de la tradición para dar contenido a ese esquema: si es un caballo, que sea un gaucho; si es un gaucho, debe ser situado en la pampa (aunque no queda del todo claro si se trata de la pampa); si está situado en la pampa, que sea en el siglo XIX (pero, ¿cuándo?; ¿antes o después de la muerte de Facundo Quiroga?). La abstinencia de Aballay, su acción en principio negativa, engendra la ficción, no solamente su «historia» y sus «famas», sino el relato mismo que leemos.

El hombre-caballo es la fábula dibenedettiana. No casualmente es el tema de su primer libro, Mundo animal. En estos cuentos abundan los pasajes entre lo humano y lo animal, pero no específicamente el caballo, que aparece recién en un relato de El cariño de los tontos (1961), «Caballo en el salitral», caracterizado por la ausencia de protagonismo humano. Mundo animal ha sido relacionado con el universo de Kafka. La imaginación animal atraviesa toda la narrativa dibenedettiana. También la kafkiana deja su huella: personajes que se definen por su imposibilidad de actuar, itinerarios laberínticos y circulares, «percepción onírica del mundo» (Premat, 2009, p. 19).

La idea borgiana del núcleo argumental puede pensarse en dos direcciones: si se la considera desde el punto de vista del escritor, se trata de expandir ese núcleo. Si, en cambio, la perspectiva es la del lector, se trata de «destilar argumentos» en un proceso de abstracción (Stratta, 2004, p. 51). Hemos dado dos pasos en esa dirección: de «Aballay» al hombre-caballo y de ahí al monstruo. Puede irse más lejos aún: el hombre que no se podía bajar. Es la historia de «El artista del trapecio» de Kafka. En los relatos de Di Benedetto, como en los del checo, siempre se trata de una situación suspendida: de esperas, de asedios, de merodeos, de renuncias, de procrastinaciones. Se trata de cómo hacer para no hacer. Esa es la historia de Zama. El modelo del personaje dibenedettiano podría ser Bartleby, el escribiente de Melville, no casualmente considerado por Borges un precursor de Kafka (Borges, 2009, pp. 580-581): ante la demanda de acción, el extraño Bartleby responde siempre I would prefer no to.

Aballay decide su acción (su inacción) a partir de una incomprensión y un asombro: la historia de los estilitas narrada por un cura de campaña. Se trataba de anacoretas que vivían en penitencia toda su vida en lo alto de una columna, resto pagano del mundo antiguo. El gaucho interroga al cura acerca de una serie de detalles de esa vida sorprendente. En el diálogo, el cura, entusiasmado con el éxito de su misa, explica una serie de cosas acerca del sentido espiritual de esa vida retirada en la contemplación de Dios. Cuando dice «contemplación», Aballay toma la palabra en su sentido concreto de visibilidad. Su interrogación apunta a los detalles materiales: de qué se alimentaban, cómo realizaban sus necesidades, cómo soportaban las inclemencias del clima. Mientras el párroco intenta explicar el sentido espiritual de la vida retirada, Aballay pone atención en los detalles que hacen al cuerpo del anacoreta. Cuando el cura dice que montaban en una columna, Aballay puede desconocer el sentido figurado del verbo y tomarlo de modo literal.

Si avanzamos con nuestra hipótesis acerca del procedimiento, el hombre que no puede bajarse del caballo demanda una causa que vuelva verosímil su accionar (o su falta de accionar). Esa causa es la penitencia. Lo religioso se da por añadidura: es una consecuencia de una serie de elecciones previas. No es seguro que Aballay busque sustraerse a su determinismo bárbaro y telúrico elevándose a la espiritualidad en la cultura de un mito occidental (Premat, 2006, p. 79). Tal interpretación es admisible en la medida en que se sitúa en la dimensión simbólica del relato y, por supuesto, desconoce legítimamente el punto de vista del personaje. No nos interesa tanto restituir el análisis psicológico como ensayar no despejar de entrada el sentido nebuloso o ambiguo de las acciones del protagonista. Aballay no decide de entrada su penitencia. Primero piensa en la imposibilidad de imitar a los estilitas, debido a la falta de columnas en la llanura. Recuerda que para huir de las disciplinas de su madre trepaba a un árbol. Discute consigo mismo y descarta esa opción, pero lo interesante es que primero considere que está escapando de su culpa, no enfrentándola. Más aún: el sentimiento no es el abstracto que remite a un concepto, sino el concreto de recordar la mirada del niño cuyo padre asesinó.

Ese momento enfático en el que el cura utiliza la palabra «montar» tiende quizás a hacer olvidar que un poco antes, casi como al pasar, ha mencionado también que los anacoretas eran hombres que habían decidido vivir apartados y que, como mucho, «mantenían la compañía de algún animal fiel» (p. 317). Aunque no sabemos nada del pasado de Aballay, comprobamos que él ya lleva esa vida. La soledad es una de las condiciones del gaucho, que apenas corrige con la compañía infaltable del caballo, como lo dice Martín Fierro: «Siempre el gaucho necesita / un pingo pa fiarle el pucho» (Hernández, 1977, p. 201). «Su esperanza es el coraje, / su guardia es la precaución / su pingo es la salvación» (Hernández, 1977, p. 226).

De modo que Aballay ya es, sin saberlo, un anacoreta. No un santo, como lo confundirán, sometiéndolo a un código al que es ajeno, sino una especie de místico pagano: «La experiencia mística puede ser definida como sentimiento de independencia absoluta. La mística queda así contrapuesta a la religión que, de acuerdo con la famosa definición de Schleiermacher, es sentimiento de absoluta dependencia» (Fatone, 2009, p. 36).

Examinaremos minuciosamente en qué sentido podemos pensar lo místico en Aballay. Por lo pronto, la definición subraya otro rasgo que connota al mito gaucho: su independencia absoluta1. Aballay vive apartado, nómade, no se sabe de dónde viene, allí donde lo encontramos es siempre un forastero, incluso cuando después se produzca su «regreso», pues ese retorno será al lugar en el que, se nos dijo al principio, tampoco pertenece.

La primera jornada de su penitencia, Aballay realiza un ayuno voluntario. La segunda, ya atormentado por el hambre, decide darlo por terminado. No obstante, ese inicio penitente no es experimentado como un sufrimiento: «Gozó de aquélla. Privarse un día da pureza a la sangre, se argumentó como consuelo» (p. 320). Ese gozo, ¿es moral? ¿Por qué se sirve de un argumento para consolarse, si se supone que fue una experiencia gozosa? Lo nebuloso de la frase vuelve experimentable una ambigüedad que será característica del vagabundeo de Aballay: si puede gozarse del sufrimiento, ¿cuál es el sentido de la penitencia? Esas primeras jornadas describen las dificultades prácticas que deben resolverse en orden a satisfacer las necesidades básicas, es decir, animales.

Esas primeras jornadas no describen, entonces, una experiencia de martirio espiritual, sino la restitución del gaucho a una vida espesa y carnal. El sentido del hombre-caballo, tal como aparece ante la mirada ingenua del indio, dista de ser metafórico. Cuando el hambre lo acosa, el humo de un asado lo orienta: es decir, como un animal, se guía por el olfato. «No hizo falta que pidiera» (p. 320), pues le alcanzan un pedazo de carne ensartado en su propio cuchillo. Solo llama la atención que no quiera apearse. Aunque el narrador no lo aclare, podemos imaginar que Aballay ni siquiera pronuncia palabra: el laconismo campesino, tan mitificado por los textos del XIX, dota a la escena, presumiblemente silenciosa, de toda su verosimilitud. En el episodio posterior de la mayorala, se describirá con profusión la casi prescindencia de palabras de Aballay para comunicarse. El hombre-caballo siente hambre, ventea el aroma de la carne, se acerca, es alimentado. Más aún: al alimento se lo ensartan en su propio cuchillo. Pero, ¿no es el cuchillo del gaucho parte de su cuerpo? Así lo dice Sarmiento: «El cuchillo, a más de un arma, es un instrumento que le sirve para todas sus ocupaciones: no puede vivir sin él. Es como la trompa del elefante, su brazo, su mano, su dedo, su todo» (Sarmiento, 1967, pp. 55-56). No puede más que llamar la atención que Sarmiento anteponga a la comparación del cuchillo con una extremidad el símil de la trompa del elefante. No solamente el cuchillo deja de ser un objeto fabricado y se convierte en una parte del cuerpo, sino que además esa transformación, lejos de tecnificar al gaucho, lo animaliza.

Ahora bien, desde el minucioso interrogatorio, en el que el sentido espiritual de la experiencia es soslayado en favor de los problemas prácticos, la conciencia de Aballay se enfoca en inventar recursos para resolver los obstáculos que se le presentan. La invención de esos recursos es también la de la ficción: al relato le es dado continuar en la medida en que la imaginación fabula soluciones para las dificultades que amenazan con detener la historia. La premisa misma es paradójica: «Pero él no podría quedarse quieto en su remordimiento. Él tiene que andar» (p. 319). Por un lado, detenerse en la penitencia; por el otro, moverse, escaparse del sufrimiento, del fantasma. La invención de la abstinencia (no bajarse del caballo) permite a Aballay mantener las dos riendas contradictorias: sufrir la imposición y gozar del obstáculo sorteado, hacer la penitencia y disfrutar de la aventura, moverse sin moverse, andar permaneciendo quieto. Hacer de la abstinencia un ejercicio acrobático (de nuevo, el artista del trapecio kafkiano): «Habilidoso fue siempre para las suertes sobre el estribo o colgado de las cinchas, con lo que le vino a resultar sencillo recoger agua en el jarro o, por probarse destreza, beberla aplicando directamente los labios» (p. 320). ¿No subraya el narrador el sentido deportivo que los obstáculos presentan para Aballay? Si la dimensión de la penitencia fuera exclusiva, la prescindencia del jarro tendría el sentido de aumentar la dificultad y, en consecuencia, el esfuerzo, el sacrificio. Sin embargo, en las primeras jornadas como hombre-caballo, Aballay se prueba para disfrutar el vencimiento del obstáculo. De modo que el sentido de la abstinencia como expiación está suplementado desde el comienzo por uno acrobático que conlleva un placer. Este suplemento es también el del devenir animal (Deleuze y Guattari, 2002, pp. 240-307): yendo más allá de su propia imposición, Aballay se abreva sin mediación instrumental, como lo hacen los caballos. De modo que ese extraño gozo del hambre, una vez que nos desembarazamos de su sentido penitencial, es la experiencia dolorosa de sentirse vivo.

Por su parte, lo acrobático, lo deportivo, implican la reducción de la experiencia al esfuerzo corporal en orden a satisfacer las necesidades básicas, pero suplementándolas con un plus de energía en el que el hombre-caballo prueba sus propios límites, desbordándolos, sin ningún motivo racional o utilidad alguna. El goce del hambre, el placer que encuentra en la destreza de abrevar como un caballo, no obedecen ni a la satisfacción de las necesidades ni a las mortificaciones espirituales. Simplemente restituyen en Aballay una exuberancia que es la de la vida: «lo sagrado quiere decir la vida más intensa, más audaz» (Bataille, 2008a, pp. 166).

Mucho antes de que corra el rumor de que hay un gaucho que no se baja nunca del caballo, la fama de Aballay surge de un malentendido. En el patio de una pulpería, gana una apuesta y el perdedor arroja las monedas en el suelo, de modo despectivo. Aballay no quiere humillarse pidiendo a alguien que se las alcance, ni quiere ejercitar su acrobacia deslizándose por la panza del animal, porque «daría risa, y tendría que pelear» (p. 322). No sin esfuerzo, Aballay se va sin recoger las monedas: «Desde entonces, por ese gesto, para los testigos nada fácil de descifrar y que tendría relación con el desprendimiento, a Aballay le nacen famas» (p. 322). Es decir que el primer sentido que se atribuye a su acción no es religioso, sino ético: el desprendimiento implica un desinterés por el bienestar material, una decisión respecto de un modo de vida. Esta ética imprime un giro al sentido social que tuvo originalmente el poema de Hernández: la denuncia de las condiciones sociales miserables a las cuales el Estado sometía al gaucho. La pobreza económica es un elemento que definió esa condición. Cuando, más tarde, unos hombres le proponen trabajo como peón de estancia (el modo de integración que tendrá el gaucho en el salto modernizador de Argentina hacia 1880), Aballay duda: «Pretencioso el gaucho» (p. 333) opina uno de los peones. Ante la pregunta por su identidad, Aballay contesta: «Un pobre» (p. 333). Es la segunda y última vez que aparece la palabra «gaucho». Es significativa la autodefinición de su condición con el atributo de la pobreza. Este desprendimiento trasciende lo económico y se vuelve un atributo ontológico del hombre-caballo. Pues en los dos episodios, Aballay comprende que los obstáculos más arduos para su ejercicio no son los materiales, sino los culturales. Cuando recuerda la escena infantil del árbol al que trepaba escapando del castigo materno, considera la posibilidad de que sea un ombú lo que reemplace la columna: «Sería descubierto, sería apedreado, aunque no supieran la verdadera causa, solamente por portarse de una manera extraña» (p. 319). Aquello con lo que Aballay debe lidiar es con la falta de sentido que sus acciones tienen para los demás.

En este cuento no se trata, como en Martín Fierro, del enfrentamiento entre la ley estatal y la justicia consuetudinaria del campo (Ludmer, 1988, p. 16). Se trata de la sustracción de las acciones a la sanción del sentido que las vuelven inteligibles en determinado mundo. Podemos llamarlo profano, en el sentido que es el mundo de la razón y de la utilidad (Bataille, 2008b, p. 25). Josefina Ludmer ha hecho una homologación entre la utilización del cuerpo del gaucho para la guerra por parte del Estado y la utilización de su voz por parte de la cultura letrada: sujeción del individuo en la administración del cuerpo social y sujeción de la voz en la elaboración de una poesía nacional. Resulta significativo que Aballay no cante y que, como veremos, apenas piense: más bien su acción es la contemplación, aunque no haya entendido lo que dijo el cura cuando usó la palabra. Precisamente, es esa misma incomprensión lo que le permite una vida contemplativa. El hombre-caballo sustrae el cuerpo al orden profano, es decir, el orden de la utilización razonable y significante. Incluso a ese orden profano que es la organización institucional de la religión: alejarse de la tierra para contemplar a Dios. Aballay restituye la contemplación de las cosas en su inmanencia: se desprende, porque en verdad nunca la comprende, como tal vez no la comprendieron los pueblos originarios (Aballay es un nombre aborigen), de toda noción de trascendencia. Lo divino no pertenece a otro orden, sino que imanta las cosas: es este mismo mundo vuelto otro.

Como Fierro, Aballay va al desierto, a la «pampa bruta» (p. 325), por amenaza de la milicia. No obstante, incluso este signo es equívoco: «Por los indicios entiende que no es el polvo del viento, sino de la caballada, y no montaraz, sino caballería de tropa armada» (p. 325). El problema de la provisión de alimento se vuelve a presentar. Retoma, entonces, el relato del cura, cuyos santos comían víboras y arañas en el desierto. Realiza, como Borges, la traducción correspondiente: aprende a cazar piches sin bajarse del caballo. Aprende a sacrificarlos y a cocinarlos. Dice Néspolo (2004) que el viaje de Aballay «postula el continuo despojo de todo lo material y humano como única forma de resistencia, de purificación y de conocimiento del sujeto» (p. 292). Para nosotros, en cambio, más bien restituye a cierta espiritualidad una experiencia terrenal en la que el acto de provisión para alimentarse es aprendido desde cero: el hombre-caballo no sabe cómo cazar en el desierto, debe fracasar, hacer ensayo, prueba y error, para lograr el sustento. El ejercicio de «traducción» no es verbal ni simbólico: es una trasmutación de la idea en obra, la materialización de un acervo espiritual.

Al considerar la dimensión religiosa, y no la sagrada, del ejercicio de Aballay, la crítica insiste en leer una elevación espiritual: «[...] el gaucho Aballay se va desprendiendo de toda materialidad en un camino purificador que inicia para liberarse de la culpa» (Mauro, 1992, p. 614). Por el contrario, nuestra lectura pretende demostrar que la atención de Aballay se dirige especialmente a lo bajo-material, pero esa materialidad no es «bruta» sino que va adquiriendo un aura espiritual. Lo divino no está más allá (trascendencia), sino más acá, alrededor, en las cosas: es la inmanencia (Bataille, 2008b, p. 25).

Como Fierro, Aballay también «vuelve», aunque nunca se sabe bien a dónde, puesto que, como lo vimos, es un forastero en ese lugar indeterminado. Como con Zama, la crítica ha discutido el lugar-tiempo de una acción que recoge un imaginario de la historiografía romántica (Mauro, 1992, pp. 615-616). En efecto, se habla de la pampa, pero también algunas referencias (los feligreses que vienen de Jáchal), podrían precisar el espacio en torno a la geografía regional del escritor: Mendoza, San Juan o, incluso, el límite entre San Juan y La Rioja (Mauro, 1992, p. 616). También se comenta, al comienzo, una acción memorable de Facundo Quiroga, enseguida contradicha por la pregunta acerca de su muerte ya lejana en el tiempo. De modo que el narrador confunde las referencias, haciendo de la pampa un lugar impreciso y abstracto, un desierto inubicable, en un tiempo mítico, puesto que el modo en el que se habla de Quiroga es más propio de la leyenda que de la historiografía.

Sea como fuere, pareciera que la función narrativa de la vuelta por el desierto obedece a una especie de rito de iniciación: Aballay regresa siendo «otro», habiendo realizado un pasaje. La transformación se comprueba en las miradas que le dedican, pues las leyendas lo han modificado en la percepción de la gente. De nuevo, el sentido figurado, metafórico, es traducido a su sentido literal, concreto. Aballay escucha la frase «Lleva su cruz» (p. 326). Él piensa que justamente no tiene una. De modo que se fabrica una cruz, con dos pedazos de madera que corta y entrelaza: arranca, entonces, a la naturaleza la materia con la que erige su símbolo, pero lo hace obedeciendo a la escucha de esa frase, desentendiéndose de nuevo del sentido (religioso), otorgándole sin darse cuenta un sentido sagrado espiritualizando la materia inerte. La cruz se convierte en signo de identidad y Aballay ya no necesita explicarse: la sociedad reduce la extrañeza a su modo, dándole un oscuro significado esotérico al hombre-caballo y desde entonces se comportan con reverencia. Se convierte en un místico del desierto, alguien dotado de un aura sagrada que sin embargo desborda la comprensión religiosa de la sociedad en la que se mueve: «Van ellos, entonces, a rendir su ofrenda -pan y vino, como principio- a ese peregrino extraño que, según decires, no se baja nunca del caballo» (p. 327).

Para Bataille, los modos de acceso a lo sagrado, en un mundo que se ha vuelto esencialmente profano, son varios, aunque limitados: el erotismo, la risa, la mística, el sacrificio, la poesía. El misticismo de Aballay restituye a las acciones más cotidianas y banales su dimensión sagrada. Al sustraerse al orden de las razones del mundo profano, Aballay se abre a la inmanencia: la pampa deviene espacio sagrado. El acto más pequeño implica entonces una espiritualización del mundo material. El gaucho accede a una existencia contemplativa, más acá de la cultura y del pensamiento, pero también más allá de la mera vida biológica o bárbara: «Sorbe, con dilatadas pausas, de la labrada bombilla de metal plateado. Se absorbe, Aballay, no en pensamientos, quizás, sino simplemente en la parsimoniosa mística del zumo verde y cálido» (p. 323). Aballay sorbe el mate y se absorbe en la contemplación: entre el acto físico y la parsimoniosa mística, no hay mediación conceptual (cultural) del pensamiento, hay una continuidad espiritual. A la vuelta del desierto, cuando se fabrica su propia cruz, está sucio y desarrapado: «Busca el arroyo y se sumerge en prolijas abluciones» (p. 326). Antes su duda respecto a la realización de sus necesidades implicaba la higiene de su cuerpo como un correlato de la limpieza de su alma: Aballay no concibe una sin la otra. Realiza cada vez este pasaje de lo abstracto a lo concreto, de lo metafórico a lo literal, que implican ciertas palabras, y que articula su experiencia de inmediatez con las cosas.

En este plano, la muerte aparece como una posibilidad de continuidad en la fatal discontinuidad que son los seres: «Intentaré mostrar ahora que para nosotros, que somos seres discontinuos, la muerte tiene el sentido de la continuidad del ser» (Bataille, 1997, p. 17). Ya el devenir de Aballay es una posibilidad de romper el abismo entre lo humano y lo animal. Es en este sentido que decimos que el mundo de Aballay es sagrado, pues se experimenta como una pérdida de su discontinuidad en favor de una continuidad: «Lo sagrado es justamente la continuidad del ser» (Bataille, 1997, p. 17). En consecuencia, la muerte carece de sentido trágico o amenazante. Con la llegada del invierno, Aballay puede experimentarlo: «No intentaba movimiento y lo ganaba una benigna modorra. / Mucho rato duró el letargo, ese orillar una muerte dulce, más atinó a reaccionar su sangre a las primeras tibiezas de la atmósfera» (p. 327). Consciente del riesgo que ha corrido, Aballay se pregunta: «Si muriera encima de un caballo, ¿quién me despegaría de él?» (p. 327). La muerte perfeccionaría la interrupción en la discontinuidad del cuerpo, lo enlazaría a la totalidad del ser de modo definitivo: «El mundo sagrado es un mundo de comunicación o de contagio, donde nada está separado» (Bataille, 2008a, p. 158).

Subrayemos que los episodios se suceden en un tiempo cíclico que es el de las estaciones. Aballay comienza su penitencia en verano y es la llegada del frío la que trae complicaciones mayores. Después de cumplido el ciclo, el relato avanzará a través de los años en pocas páginas. De modo que el tiempo es el que el cuerpo de Aballay experimenta en carne propia. En ese primer invierno, el gaucho encuentra una carreta varada en un pantano, conducido por una mujer aguerrida, la mayorala. La ayuda del gaucho es indispensable para la liberación del carro, en el que viajan una mujer, un hombre y tres niñas. Aballay nunca sabrá el parentesco ni las relaciones, pero de nuevo la primera impresión que tiene es de sorpresa: antes que los problemas del carruaje, lo que llama su atención es que el mando lo lleve una mujer. Habíamos dicho más arriba que la invención penitencial de Aballay tenía su origen en un asombro. La «mística parsimoniosa» tiñe el mundo que percibe de una maravilla tenue y el narrador no deja de subrayarlo: al obstáculo físico, práctico y material, suceden los incidentes en el borde de lo mágico y lo inusual. El hombre-caballo porta el misterio, el enigma, el secreto (¿cuál será su cruz?; ¿es un santo?; ¿un monstruo?). De modo correlativo, su ejercicio abstinente le permite detenerse en la contemplación fascinada de lo visible, restituyéndole al mundo conocido su extrañeza originaria.

Gracias a la ayuda que les presta, y a la simpatía de la mayorala, que respeta sus hábitos sin indagatorias, Aballay se les une en un errático viaje. Una vez más, el hombre-caballo ha encontrado solución a la inclemencia de los elementos, puesto que el abrigo de la carreta y la seguridad de la comida resultan indispensables para soportar la penitencia en invierno. A cambio, Aballay presta ayuda y servicios. Sin embargo, el problema que se le presenta es, significativamente, el equilibrio (de nuevo el artista del trapecio): la simpatía de la mujer, que asegura ayudarlo porque le recuerda a un hijo que tuvo, y la rutina establecida, van dándole a Aballay una comodidad que cuestiona el sentido de su penitencia. No obstante, su esporádica pertenencia a esta comunidad nómade (no se sabe a dónde van, no se entiende bien qué relaciones los unen, aunque parecen ser una familia) es clave para la supervivencia: el encuentro salvador se produce después de que el frío invernal haga experimentar al gaucho la sensación de muerte. Se trata, por lo tanto, de un equilibrio difícil de sostener, y es aquí donde lo literal se vuelve figurado, de tal modo que provoca en Aballay sus primeros pensamientos sobre la cuestión: tiene que sostener la penitencia, pero el rigor no debe amenazar la vida. Conservar la vida, sin embargo, no debe hacerlo sentir demasiado cómodo. El mismo gaucho lo piensa en términos vitales:

La llamaba «vida de balde» y sabía que eso era como «vivir de regalo», pero también sospechaba que fuera vivir en vano.

Pensó, una vez, ir al encuentro del cura o de otro hombre mayor e instruido con quien aconsejarse.

A sus dudas, como de una tiniebla, le venía la réplica, casi parecida a una justificación: vivir para pagar una culpa no era vivir en vano.

(p. 331)



Despojado de nociones previas, Aballay aprende no solo a sobrevivir biológicamente, sino también a pensar por sí mismo. Sus dudas pasan por frases hechas que figuran representaciones culturales («vivir de balde», «vivir de regalo»), mientras que sus sospechas, que no puede formular con claridad (las palabras sin comillas pertenecen al narrador), derivan de su ejercicio, de su práctica. Ya la cultura letrada no le sirve (el cura, el hombre instruido): la réplica le viene «como de una tiniebla». Esa respuesta es la que le ha dado su práctica, es la respuesta que ha podido encontrar haciendo el camino entero desde la vida más elemental a una vida que se interroga por su sentido. Podemos imaginar que antes de su crimen y la persecución de esos ojos infantiles, Aballay vivía sin saber de sí, como un gaucho más. La transgresión, la culpa, la penitencia, el devenir animal, lo llevaron a tener conciencia de sí y de lo otro, a comprender oscuramente (eso es la «tiniebla»: una compresión no conceptual, un saber práctico) que puede vivirse una vida despersonalizada, no necesariamente humana, una vida que encuentra su potencia más allá de los límites que le imponen la conciencia y el orden social (el mundo profano)2. Incluso el origen de la culpa es ambiguo: se diría que sin el encuentro con la mirada del niño no habría podido tener lugar. Esa mirada, en cierto modo la de un animal, lo persigue precisamente porque es inocente: hay una intuición del sufrimiento que no necesita mediaciones, el encuentro con la mirada despojada del niño (ese cachorro que presencia la muerte del padre) provoca una dilata respuesta que es la transformación de su propia mirada en la de un animal. Lo contemplativo, la maravilla, la inocencia, todos modos de lo sagrado.

Aunque la lectura del gaucho expiatorio es aceptable, puede también pensarse que el despojamiento de Aballay reduce lo gaucho al devenir caballo y al ejercicio acrobático. De nuevo, la mediación es el ensayo de Borges, pero no solamente la tesis acerca del carácter criminal de Fierro. ¿No es esa, en definitiva, una de las provocaciones borgianas tácticas, destinada solo a desmantelar la lectura lugoniana? Hemos examinado el «asombro» de Aballay, leído en clave batailleana de restitución de la inmanencia de las cosas. Pero esa maravilla, esa magia parcial, también es borgiana, en la medida en que devuelve al «contenido» de lo gauchesco la dinámica de un proceso:

Las guerras de la Independencia, la guerra del Brasil, las guerras anárquicas, hicieron que hombres de cultura civil se compenetraran con el gauchaje; de la azarosa conjunción de esos dos estilos vitales, del asombro que uno produjo en el otro, nació la literatura gauchesca.

(Borges, 2008, pp. 207-208)



Esos «estilos vitales» permiten establecer una relación con lo que hemos leído en clave de modo de vida. No es casual que Borges diga posteriormente que la ética del criollo está en el relato. Sutilmente, pasa del argumento moral (que le sirve para desmantelar la epopeya) al de la ética entendida como modo de vida (Deleuze, 1999, pp. 261-262). Borges describe así esta ética: «la que presume que la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar» (p. 227). En efecto, a Aballay le ocurrió matar y esa sangre no habría sido memorable de no haber intercedido la mirada animal del niño. ¿Cuál es ese estilo vital del gaucho? El de un místico pagano de la llanura. Aballay vive en un mundo sagrado. Ese estilo de vida es la consecuencia de una experiencia excesiva, una apertura a lo ilimitado que es el ejercicio imposible que se ha impuesto.

El hombre-caballo no es más que la fabulación hiperbólica de un devenir que está inscrito en el habitante de la llanura antes de que la cultura letrada lo categorice como gaucho. Dijimos que son dos los momentos en los cuales Aballay es interpelado con la palabra. En ninguno de los dos se reconoce en la denominación. La palabra es para él ajena, posee un sentido peyorativo. ¿Y si los elementos temáticos con los que el cuento crea su verosímil espaciotemporal fueran una suerte de anzuelo? Ya vimos que ni el espacio ni el tiempo son seguros. Tampoco su condición de gaucho lo es. Como Zama, Aballay parece estar suspendido entre dos temporalidades: ya no son los míticos tiempos del gaucho patriota que participó en las guerras de la Independencia y que cantan los primeros gauchescos; y todavía están lejos los tiempos del gaucho peón rural. Es probablemente el tiempo de las guerras civiles, de la leva forzada, del Estado incipiente, pero en el cuento esa amenaza no es más que un montón de polvo que se levanta en la lejanía, algo que parece más una conclusión apresurada. Incluso cuando lo citan por sospecha de abigeato (Aballay debe ir reemplazando los caballos que se le van muriendo), la policía, retratada como cruel y sin miramientos en el poema de Hernández, cede también al influjo de la leyenda y lo trata con consideración.

Aballay está más allá de la barbarie y de la civilización: evita tanto la captura moderna como la mitificación heroica. Sustrae su cuerpo a la guerra y al trabajo, los dos modos de sujeción del siglo XIX: pero, mediante un ejercicio de ascesis extremo, se arranca a su vez del estado de animalidad, se transforma en un ser contemplativo que vuelve a inventar el pensamiento. Cuando enferma, las mujeres lo auxilian, aunque piensan que debería guardar cama, sin atreverse a sugerírselo. Tampoco consideran rezar por él, porque creen que es un alma piadosa que vive en oración:

No es tanto así, como creen las mujeres. Sin embargo, Aballay reza, a su manera, y no para implorar por su salud. Su rezo es como un pensamiento, que continúa después que ha dicho las frases de la doctrina. Nunca hizo de la plegaria una queja.

(p. 335)



Esa plegaria comparada al pensamiento, que no se reduce a la queja ni al ruego, es como una especulación de la que participa la naturaleza de lo sagrado. No es un pensamiento claro y distinto, no es lógico ni dialéctico, pero es un pensamiento: es oscuro, como una «tiniebla».

La experiencia de la mística, dice Fatone, no excluye el pensamiento: de ella deriva, justamente, la teología negativa, en general soslayada por la historia de la filosofía (Fatone, 2009, p. 36). Dijimos que Aballay, en cierto modo, en el salto que conlleva su devenir animal, rehace desde el comienzo el camino que lo lleva a sí mismo: al formar con su caballo un solo cuerpo, se disuelve como sujeto, se somete a la materialidad de los elementos. También rehace el camino del pensamiento: la animalidad, el rito de iniciación en el desierto, el despojamiento de las categorías ajenas y el trabajoso esfuerzo de una búsqueda de respuestas que no sean las que le ofrece el mundo dado.

Cuando examina el pensamiento místico, Fatone lo coloca como el cuarto momento de una serie: el momento pre-lógico, el formal y el dialéctico. El momento pre-lógico corresponde al pensamiento primitivo y al del sueño: es pura afirmación. El devenir-animal, la excursión al desierto, los sueños que tiene de «los empilados», sumergen a Aballay en el pensamiento pre-lógico: la imaginación, el ejercicio, la acción inmediata sobre las cosas, la fantasía. El segundo momento, formal, corresponde al descubrimiento de la negación: es lo que le sucede a Aballay cuando retorna a la «civilización», alterna la afirmación con la negación, y en su severo laconismo podría incluso decirse que su comunicación se limita a afirmar y a negar. El tercer momento, dialéctico, es el de la contradicción, en donde la afirmación y la negación no se alternan, sino que trabajan juntas: son los problemas que a Aballay se le presentan como dilemas, las aporías que la continuación de su ejercicio le presenta a lo largo de su derrotero.

Ahora bien, acerca del momento místico dice Fatone:

El momento místico tiene que consistir en la negación del momento dialéctico, y consiste en ello, como cada uno de los otros era negación del momento anterior. Así se instaura la teología negativa, la lógica apofática propia de la mística: negando aquel no quiere y quiere para convertirlo en esto otro: ni quiere ni no quiere [...]. El principio no es pasible de afirmación ni de negación: ambas deben ser negadas, y en este sentido el principio es la negación de toda afirmación y de toda negación.

(2009, p. 41)



Así como el mundo profano de la utilidad se opone al mundo sagrado de la inmanencia, así también la lógica formal y la dialéctica (esto es, la razón) se oponen al pensamiento místico. Pero este cuarto momento no es simplemente la exaltación de lo irracional o lo pulsional (como a menudo se afirma de los personajes dibenedettianos), sino la suspensión de la razón dialéctica siguiendo el juego de las afirmaciones y las negaciones hasta llegar a la nada de la experiencia3: la totalidad concreta de las cosas en que consiste el mundo sagrado. Nótese que la fórmula que acuña Fatone para describir el pensamiento místico, ni quiere ni no quiere, traduce adecuadamente el ejercicio de Aballay. Con lo cual volvemos a la pregunta que se hacía el indio, pero considerada ahora en términos de voluntad, no de obligación. A la invitación a apearse del caballo que cada uno de los encuentros le depara, Aballay podría contestar con la fórmula mística: Ni quiero ni no quiero. Podría ser también la respuesta del asesor letrado Diego de Zama, el más famoso de los personajes de Di Benedetto, cuya extraña conducta ha sido tan asediada hermenéuticamente. Finalmente, podría ser otro modo de la célebre respuesta de Bartleby.

Por supuesto, estos momentos, progresivos, no se dan de modo uniforme en el relato. El desenlace trágico es la consecuencia de la imposibilidad de que Aballay arribe a un pensamiento místico acorde con su práctica. Podría decirse que el gaucho es incapaz de superar la contradicción. Sus dilemas se sintetizan en esa elección primigenia: determinados episodios lo colocan en la alternativa de tener que bajar del caballo o permanecer en su penitencia. Siempre se abstiene, salvo cuando cae por accidente.

En el último apartado, Aballay se encuentra con ese niño cuya mirada lo persiguió durante toda su aventura: ya es un adulto y vuelve para vengar la muerte de su padre. ¿Debe bajar del caballo para el duelo? Como vacila, el joven, que también lo conoce por su leyenda, le propone un duelo montado. Aballay, como no quiere matarlo, decide pelear con una caña que arranca de la naturaleza. Se enfrentan los dos hombres-caballos y, en el entrevero, el cuchillo del joven corta la caña, que se vuelve una punta afilada. Sin proponérselo, Aballay lo hiere y su rival cae del caballo. Entonces baja a auxiliarlo, sin pensarlo: solo cuando está en el suelo lo gana la contradicción. Duda un instante y, por primera vez, decide que la ocasión amerita la transgresión de la penitencia. Ese momento de vacilación es fatal: el joven herido, desde el suelo, le hunde el cuchillo en el vientre. Esta es la última línea del texto: «Aballay, tendido en el polvo, se está muriendo, con una dolorida sonrisa en los labios» (p. 339).

El lector encuentra congruente esa dolorosa sonrisa: Aballay cierra su castigo muriendo a manos del vengador. No obstante, según nuestra lectura, los que chocan en este duelo son el mundo sagrado y el mundo profano. A este pertenecen las contradicciones. Aballay, como gaucho asesino, debe morir en el mundo profano, pero, como penitente en un mundo sagrado, debe exacerbar esa continuidad que el ejercicio impuso a su cuerpo y que la muerte, como vimos, continúa. Esta interpretación puede parecer rebuscada, como parece obvia la lectura filtrada rápidamente por el tamiz de la gauchesca: Aballay muere como un gaucho, respondiendo a la tradición. No obstante, esta obviedad resulta de ese gran peso que constituye lo simbólico y al cual nos hemos referido al comienzo. Atendamos, por el contrario, a este detalle extraño: el momento de la vacilación. El dilema de Aballay puede parecer descabellado, puesto que es la culpa la que lo ha convertido en hombre-caballo y la herida mortal involuntaria al otrora niño debería cambiar de inmediato las reglas de juego. En efecto, si la penitencia tenía ese origen, ¿no es razonable abandonarla en el momento trágico en que sus consecuencias han sido contrarias a su cometido4? ¿Qué sentido tiene el castigo si desemboca en otra muerte, relacionada con la anterior, que demandaría un castigo suplementario? Es como si Aballay, en su simpleza, se mostrara terco, ciego, a tal punto fiel a su regla que fuera incapaz de toda casuística. Sin embargo, esa tozudez aparente encierra una sutil lucidez: la del sentido místico de lo sagrado. En efecto, su ejercicio lo ha abierto a la inmanencia y, para el sentido moral o racional, aunque fuere el de la justicia consuetudinaria de la campaña, su penitencia carece de validez en el momento del duelo. Por eso su vacilación es legítima, incluso podríamos decir que Aballay no debería haber bajado del caballo ni siquiera en ese momento, pues el sentido de su ascesis ha desbordado ampliamente la lógica del mundo profano, aunque fuere el bárbaro de la pampa.

La lectura humanista y moralista puede considerar con antipatía esa vacilación, interpretarla como idiotez o ingenuidad del gaucho bárbaro, entender que el abandono de la penitencia responde en ese momento a la misma culpa que la engendró. En cambio, para nuestra lectura, esa vacilación es la que lo mata, puesto que es incapaz de pensar que su ejercicio le dio un acceso sin retorno a un mundo heterogéneo al de las razones. Tal vez su vengador, al sacrificarlo (ese joven hunde su cuchillo en el vientre del extraño, del legendario, hombre-caballo: ¿qué pensaría la gente de ese crimen?), está consumando un resto de sagrado que permanece en el mundo profano de la pampa decimonónica. Finalmente, el hombre-caballo es sacrificado, con lo cual su destino puede tener un sentido, oscuro, pero innegable.

Referencias

  • ÁLVAREZ, B., «Zama: ¿posible refutación de la novela histórica?», en AAVV, Historia, ficción y metaficción en la novela latinoamericana contemporánea, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1996, pp. 37-47.
  • ARCE, R., «Del símbolo a la metonimia vía Kafka. Mundo animal de Antonio Di Benedetto», Acta Literaria, Concepción, Chile, n.º 52 (2016), pp. 125-144. URL: <https://scielo.conicyt.cl/pdf/actalit/n52/art_07.pdf>.
  • BATAILLE, G., El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1997.
  • BATAILLE, G., La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008a.
  • BATAILLE, G., La religión surrealista. Conferencias (1947-1948), Buenos Aires, Las cuarenta, 2008b.
  • BATAILLE, G., La experiencia interior. Suma ateológica I, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2016.
  • BORGES, J. L., «La poesía gauchesca» y «La postulación de la realidad», en Obras Completas. Tomo I, Buenos Aires, Emecé, 2008.
  • BORGES, J. L., «Adolfo Bioy Casares: La invención de Morel» y «Herman Melville: Benito Cereno. Billy Budd. Bartleby, el escribiente», en Obras Completas. Tomo II, Buenos Aires, Emecé, 2009.
  • BRACAMONTE, J., «Cuestiones existencialistas desde obras de Cortázar, Pla y Di Benedetto», El hilo de la fábula, Santa Fe, vol. 15, n.º 13 (2015), pp. 91-102. URL: <https://bibliotecavirtual.unl.edu.ar/publicaciones/index.php/HilodelaFabula/article/view/5028/7672>.
  • DELEUZE, G., Spinoza y el problema de la expresión, Barcelona, Muchnik, 1999.
  • DELEUZE, G. y GUATTARI, F., Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 2002.
  • DI BENEDETTO, A., «Aballay», en Cuentos completos, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009.
  • DI BENEDETTO, A., Zama, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2014.
  • ESPEJO CALA, C., Víctimas de la espera. Antonio Di Benedetto: claves narrativas, Tesis doctoral, Universidad de Sevilla, 1991. URL: <https://idus.us.es/handle/11441/24150>.
  • FATONE, V., Mística y religión, Buenos Aires, Las cuarenta, 2009.
  • GELÓS, N., Antonio Di Benedetto. Periodista, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2011.
  • HERNÁNDEZ, J., El gaucho Martín Fierro, Caracas, Ayacucho, 1977.
  • LUDMER, J., El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana, 1988.
  • MAURO, T., La narrativa de Antonio Di Benedetto, Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 1992. URL: <https://webs.ucm.es/BUCM/tesis//fll/ucm-t17686.pdf>
  • NÉSPOLO, J., Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di Benedetto, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004.
  • PREMAT, J., «El escritor, un gaucho sin atributos. Un estudio de "Aballay" de Antonio Di Benedetto», Cahiers de LIRICO. Littératures contemporaines du Río de la Plata, n.º 1 (2006), pp. 77-91.
  • PREMAT, J., «Lo breve, lo extraño, lo ajeno», Prólogo a DI BENEDETTO, A., Cuentos completos, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009.
  • PRIETO, M., Breve historia de la literatura argentina, Buenos Aires, Taurus, 2006.
  • RAMA, Á., «El sistema literario de la poesía gauchesca», Prólogo a AAVV, Poesía gauchesca, Caracas, Ayacucho, 1977.
  • SARLO, B., Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Seix Barral, 1995.
  • SARMIENTO, D. F., Facundo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967.
  • STRATTA, I., «Documentos para una poética del relato», en JITRIK, N. (dir.), Historia Crítica de la Literatura Argentina. Tomo 9: El oficio se afirma, Buenos Aires, Emecé, 2004.
  • VARELA, F., «Cuerpos invadidos. Cuerpo y corporalidad en algunos relatos de Antonio Di Benedetto», Revista de Literaturas Modernas, n.º 37 (2005), pp. 209-228.
  • VARELA, F., «Antonio Di Benedetto: una poética ética y humanística», en AAVV, Poéticas de autor en la literatura argentina: desde 1950, Buenos Aires, Corregidor, 2007, pp. 105-141.
Indice