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Mito, historia y autofiguración en «Margarita, está linda la mar» de Sergio Ramírez

Diana Irma Moro





El nuevo imaginario teórico en el campo de los estudios de la cultura y la sociedad1 -sobre todo en el marco de los procesos, mecanismos y dispositivos de la globalización- sedimentado en las últimas décadas, «relaciona identidad mucho menos con mismidades y esencias y mucho más con narraciones, con relatos. Contar es tanto narrar historias como ser tenidos en cuenta por los otros», expresa Jesús Martín Barbero2. La polisemia del verbo contar que Jesús Martín Barbero explota en su expresión constituye un punto de partida para establecer la relación entre Nicaragua y América Latina a través de una novela de Sergio Ramírez (1942), Margarita, está linda la mar (1998).

La novela, en particular, constituye un espacio privilegiado para analizar cómo se configura el universo simbólico de una comunidad, porque el discurso literario, en tanto formador de sentido, elige quiénes son sus destinatarios y, como texto heterogéneo y heteroestructural, también elige qué voces integra y cuáles deja fuera.

El análisis de Margarita... intentará establecer los vínculos necesarios entre las siguientes nociones: historia / mito / símbolo / memoria / identidad nacional y latinoamericana. En relación con las cuatro primeras he de servirme del concepto lotmaniano de texto porque este enfoque le asigna al texto artístico la capacidad de restaurar el recuerdo a la vez que constituye una matriz explicativa adecuada acerca de cómo opera el mito en la literatura moderna, a través de la simbolización de ciertos signos. Para ello, Iuri Lotman (1996) compara los textos con las semillas de las plantas capaces de conservar y reproducir el recuerdo de estructuras precedentes. En este sentido, esos textos tienden a la simbolización. Los símbolos adquieren autonomía de su contexto y podrían viajar (como una semilla) de un corte sincrónico a otro, entran en diálogo con otros auditorios, con otros textos, con otros contextos. La generación de sentido se produce en un continuum, en una cadena, en el vínculo del texto con otro(s) texto(s). Así el origen está perdido. Ello explicaría la recurrencia al mito3. La novela de Ramírez se presenta, según esta lectura, con una estructura textual de trama mítica. La restitución de la memoria se articula en el discurso novelesco a través de la recuperación del mitologema4 clásico del Destino y la Muerte y, sobre todo, a través de una poética narrativa en la cual el sistema de correlatos de las formas del tiempo, el narrador, los personajes, los registros se configuran cronotópicamente como un mito. Este modo de restituir la memoria tiene dos consecuencias. Por un lado -además de la utilización del recurso al mitologema clásico- se eleva a categoría de mito la figura de Rubén Darío, justamente a través de la manera descripta de construcción de la poética narrativa y, por otro, aparece clara la tensión entre mito e historia.

Para explicar la primera consecuencia vuelvo a Lotman (1996: 190) quien señala que «la correlación entre la literatura escrita y la mitología [...] constituye una de las características fundamentales de todo tipo de cultura. El trato constante entre estos dos dominios [...] puede ocurrir de manera directa, en la forma de "trasvase" del mito a la literatura (menos estudiado, y sin embargo indiscutible, es el proceso inverso -la penetración de la literatura en la mitología)». En Margarita se producen los dos procedimientos. El primero se percibe en la inclusión de intertextos procedentes de la literatura mítica griega; el más significativo, el mito clásico de las Moiras. El segundo -el que el semiótico de la Escuela de Tartu pone entre paréntesis- permite arriesgar que Rubén Darío constituye todo un mito en Nicaragua, en el sentido de aquello que circula en una comunidad en forma oral, no reglado por la letra y Sergio Ramírez se encarga de incorporarlo en su novela, como un elemento identificatorio que se constituye como parte de la memoria colectiva de la comunidad.

Respecto de la segunda consecuencia -la tensión entre mito e historia- surge en la confrontación entre esa estructura mítica y el carácter comprobable de los hechos narrados en Margarita...: la muerte del viejo Somoza en manos del poeta y periodista Rigoberto López Pérez y el regreso de Rubén Darío a Nicaragua. Esos acontecimientos han ocurrido efectivamente, en las fechas indicadas en la propia novela; si bien su puesta en texto es ficcional. En relación con esta tensión, tomo algunas premisas teóricas que Françoise Pérus (1999) desarrolla respecto a la elaboración artística del imaginario hispanoamericano. Ella señala que «más allá de las diferencias, el mito y la historia comparten el hecho de ser ambos, formas específicas de narración que, cualquiera sea su origen, contribuyen juntas a la configuración del imaginario hispanoamericano» (436) y que «no constituyen alternativas excluyentes, sino modalidades conjuntas de organización de los relatos» (473).

Desde esta perspectiva, leo en Ramírez el intento de desestabilizar la frontera entre dos categorías que se han visto, desde el positivismo, como antagónicas. Más aún, la cientificidad de la historia ha sido el manto con que las elites decimonónicas y de comienzos del siglo XX han operado para legitimar un universo simbólico funcional a su proyecto de poder. La acción desestabilizadora, sin embargo, no deja de ser histórica, por dos motivos: en primer lugar, porque todo escritor, al producir literatura, se halla situado en su tiempo; en segundo lugar, y más específicamente, Ramírez forma parte de la elite gobernante en el período en que coincide su participación política -como vicepresidente, primero y como legislador, después- con el proceso de escritura de Margarita5; por lo tanto, esta narración -en tanto pasa a formar parte de la institución literaria (consagración, divulgación, consumo)- se transforma en un relato orientado al devenir y por lo tanto histórico.


Organización de la novela en clave mítica

Margarita... integra -como he señalado- dos relatos paralelos que se entrecruzan: uno, refiere la planificación y ejecución de la muerte de Anastasio Somoza García por parte de un grupo de patriotas6. El otro relata el regreso de Rubén Darío a Nicaragua en 1907, su permanencia y despedida; continúa con el retorno definitivo en 1916, las circunstancias de la muerte y sus exequias.

La primera línea argumental adopta, en la construcción de la poética narrativa, el modo de trasvase de elementos míticos. Uno de ellos consiste en la ciclicidad temporal y espacial. Una marca de ese modo de construcción se percibe en el inicio de cada uno de los capítulos impares7: todos comienzan en el mismo sitio en que había comenzado el capítulo primero. Ese lugar es el balcón de la «Casa Prío» -«atalaya», «observatorio»- desde el cual uno de los personajes, el Capitán Agustín Prío observa la plaza Jerez, en León. Somoza ha llegado a la ciudad y ese es el escenario de los distintos actos oficiales. La subordinación al tiempo cíclico, a lo largo de toda la novela, en los capítulos impares, permite mostrar cómo se prepara la conspiración para dar muerte al dictador. El despliegue narrativo se realiza desde un lugar y abarca el lapso de un día; sin embargo, el avance de los sucesos que desembocan en el acto de la muerte no están ordenados cronológicamente, más bien da la idea en un movimiento en espiral. Lo que sí se marca es el tempo narrativo, en el sentido de que la tensión narrativa va in creccendo desde el tercer capítulo de la primera parte hasta el capítulo final. Ese aumento en la tensión del relato se marca con frases evaluativas en que se incluyen las referencias a las tejedoras / zurcidoras, mitemas8 que remiten al mito clásico de las Moiras9.

El trato que realiza Ramírez con la literatura griega clásica se presenta al lector desde el epígrafe de la novela: un fragmento de Las aves de Aristófanes10. El tópico de ese fragmento consiste en una proclama que promete una recompensa a quien mate al tirano y una mejor a quien lo capture vivo. El contenido del epígrafe tiene, como puede verse, una vinculación directa con una de las dos líneas argumentales de la novela. El intertexto del mito de las moiras refuerza ese trato, no sólo porque -en la cosmovisión de la antigüedad clásica- representaban la parte, el lote asignado a cada quien (persona humana o divina), sino porque su inclusión articula el punto de vista del narrador, aspecto al que volveré inmediatamente.

Sin bien esas referencias a las tejedoras / zurcidoras aparecen nítidas en la segunda parte de la novela, en la primera parte, se menciona que alguien -«discretas manos»- ha tejido de «espinas» el chaleco antibalas (regalo de Eisenhower). El chaleco antibalas, tejido de acero -cuya descripción precisa había aparecido en el primer capítulo-, se configura, hacia el final, en el símbolo del destino fatal. El mitologema se abre y se cierra con el mismo tópico -el del chaleco-, de manera cíclica.

[...] hubiera ordenado cortar por lo menos a la mitad aquel mamotreto zurcido por distintas manos.


(Idem: 121)                


[...] metido, para colmo de males, dentro del chaleco antibalas, que a esta hora le parece tejido de espinas, dejen que vuelva yo a utilizarlas para hacer volar ante ustedes las hojas del calendario.


(Idem: 125)                


Se irá Somoza sin chaleco antibalas a la fiesta, así lo ha tramado una de las hermanas que se divierte con las sorpresas. Ojerosa y macilenta, corta ese hilo de la urdimbre con el filo de sus dientes porque el ruido de las tijeras herrumbradas no llame la atención de las otras que canturrean, mientras zurcen en la oscurana. Pero esas otras dos se han concertado desde antes para jugarle una mala pasada a la bromista, de este modo suelen divertirse entre ellas las hijas de la noche: [...]


(Idem: 330)                


La imagen de las «zurcidoras» / «tejedoras» que se percibe en la última cita coincide con la construida en los relatos clásicos y con las fuentes de mayor circulación en la actualidad11. Algunos elementos coincidentes: aunque no se las nombra, se habla de ellas en plural y las llama «hermanas». El mitema de las tijeras corresponde a Átropo, encargada de determinar el momento de la muerte. «Hijas de la noche» (Nix) es la genealogía asignada por Hesíodo en su Teogonía.

Otro elemento que se vincula con la trama mítica es la focalización narrativa y que, como anticipé, está vinculado con la presencia de estos personajes mitológicos. Una voz narrativa en tercera persona describe al Capitán Prío en su observatorio y desde allí, cuenta lo que el personaje ve: lo que ocurre en la plaza y sus alrededores -en el atrio de la catedral, en el ingreso al teatro González-, cómo se prepara, en la plaza de León, el acto de recibimiento a Somoza.

Y lo último que el Capitán vio desde su atalaya fue el relumbrar de los flashes porque ahora la comitiva avanzaba por el pasillo central de la nave desierta vigilada en cada palmo por los soldados.


(Ramírez, 1998: 16)                


La focalización narrativa desde las alturas se mantiene, aunque por momentos, la tercera persona se devela en primera: «Pero presumo, Capitán, que no estaría recordándole al marido que quien reposa bajo el peso del león doliente fue despojado de su cerebro...». Esa primera persona se encarga de establecer los nexos narrativos entre los distintos momentos del relato, enlaza prolepsis y analepsis; se encarga de incluir las historias personales de los distintos personajes y de pasar de una línea argumental a otra.

A partir de la inclusión de las Moiras en el tercer capítulo de la segunda parte, que tejen el destino en relación con el suceso de la conspiración y ejecución de la muerte de Somoza, la focalización narrativa se asimila a la mirada de estas, nuevamente desde las alturas, no ya altura física sino metafísica, es decir, el Destino permite que los sucesos ocurran de esa manera. Esa ubicación de las Moiras evoca otro texto clásico antiguo: «Escuchad, Moiras, vosotras que, sentadas junto al trono de Zeus más cerca que ninguno de los dioses, tejéis con vuestras lanzaderas de acero santos e inesquivables pensamientos con toda clase de secretos»12. Interesa aquí el modo en que el narrador en primera persona se presenta sabedor de todos los secretos. En ese sentido, digo, asimila su mirada a la mirada de las Moiras. Así como ellas son las que conocen el destino y construyen su trama, esa primera persona sabe y puede construir la trama del texto.

El narrador, en primera persona, juega -al igual que las Moiras lo hacen con el destino- con el tiempo del relato. Esa primera persona, de manera explícita, se manifiesta como la encargada de dar las puntadas necesarias que tejen el entramado textual. Es quien convoca a los personajes desde los cuales focaliza, además de hacer volar ante los lectores las hojas del calendario o de cambiar de sitio como si fuese una video-cámara que busca la imagen propicia para demostrar su argumento.

Y si quieren escuchar qué le dice, acérquense conmigo a ese oído, y también usted aguce el suyo en su atalaya, Capitán, y ustedes, las hermanas remendonas, despierten es tiempo ya de poner atención y alistar los hilos de su labor: [...]


(Idem: 229)                


El recurso de la incorporación de la segunda persona dirigida al lector aparece en reiteradas oportunidades, en varias de las cuales funciona como enlace entre una línea argumental y otra. Por ejemplo, en el primer capítulo se presentan las dos historias, ubicadas en dos épocas: 1956 y 1907. El traslado de un tiempo a otro y de una historia a otra se realiza mediante la inclusión de la primera persona que se encarga de recordar cuando la esposa del dictador era una niña de diez años y Rubén Darío le regaló unos versos.

[...] que se vea sentada en la barca mecida por el oleaje, donde una parte de ustedes debe apresurarse en buscar lugar. Es la mañana del 27 de octubre de 1907 y de lejos se avizora ya el Pacific Mail, a cuya cubierta harían bien en subir, pues allí llega aquel que yace bajo el león de cemento, en su retorno a la tierra natal: [...]


(Idem: 18)                


La inclusión en el relato de la situación de enunciación: una primera persona que despliega explícitamente el modo de contar la historia y una segunda persona que, de manera clara, se dirige al lector permite pensar en la construcción de la imagen de autor en el propio texto y en el tejido como símbolo de la escritura.

El recurso a la mitología como modo de organización del relato abre la tensión entre mito e Historia. A través de esa forma cuestiona la linealidad causal de la historia y la idea de regularidad de los procesos13. El propio Ramírez expresa: «lo que estoy narrando en este libro que estoy escribiendo es cómo cuatro o cinco muchachos muy inexpertos, muy alegres, muy amantes de la vida idearon un complot para terminar con la vida del fundador de la dinastía, yo diría con gran desenfado, con una gran irresponsabilidad en sus propios planes; un plan por el cual nadie daba un centavo de que fuera a resultar... Resultó, ésa es la gran contradicción que yo quiero poner ahí» (Rufinelli y Corral, 1991, 5). La ficción literaria construye una posible explicación de esa contradicción; abordaje vedado para la historia. En cambio, es absolutamente legítimo para la literatura porque la ficción, justamente, pone de relieve «lo casual»; así se desestabiliza la frontera entre la historia y la ficción. La recurrencia al mito permite dar paso a lo casual, al destino caprichoso, a aquello que no tiene explicación razonable / causal, tal la explicación que buscaría la historia. Las remendonas -ciegas14- se equivocan, bromean, juegan entre ellas y, de ese modo, se explica cómo «el plan por el que nadie daba un centavo, resultó».

El mitologema clásico de las Moiras tiene una función paródica15. En este caso, el objeto de la parodia no es el texto parodiado -el texto mítico- y su inclusión no es descalificadora, ni ridícula; sí constituye un vehículo de significación que solicita, requiere de la complicidad y del acuerdo del lector para la inversión de sentido, es decir, para que, en el contexto de la novela, ese texto se lea de otro modo. El texto mítico incluido es desprendido de la episteme original, en este caso, de las estructuras mentales propias de la Grecia clásica, pero el autor se sirve de ellas y así permite que su sentido se vea invertido, que exponga el reverso del discurso causal propio de la historia. En la tradición clásica, Sófocles por ejemplo, asignaba a las figuras femeninas la función de ser instrumentos del destino, la función de restituir la transgresión del orden, de modo que la estructura masculina de la Grecia clásica no se viera afectada16. Ramírez toma esa tradición pero esos personajes femeninos, lejos de restituir el orden establecido, provocan una fisura. También atribuye a esas figuras femeninas, al actuar en el contexto moderno de escritura, la capacidad de dar cuenta de las dos caras -como una cinta de Moebius- del sistema patriarcal que encarna Somoza, porque simbolizan la Muerte, la personifican. En el contexto moderno, las figuras femeninas ya no refieren al orden cósmico, sino al real, histórico. Lo excluido del sistema constituye el germen de su destrucción. Ramírez, mediante la poética narrativa estructurada como un mito y la resignificación paródica del mitologema clásico, deconstruye el modo oficial (somocista) de contar la historia.




Los mediadores

El mediador en la frontera entre mito e historia es la figura del poeta y periodista Rigoberto López Pérez. Personaje, como muchos otros, de existencia real -histórico- investiga y escribe los sucesos referidos a los dos últimos retornos de Rubén Darío a Nicaragua; discute y comenta su versión de la historia con los parroquianos de la Casa Prío -los integrantes de «la mesa maldita»- al mismo tiempo que protagoniza la otra historia: planifica y ejecuta la muerte del dictador, momento en que muere bajo los tiros de la guardia somocista. En tanto protagonista de una y escritor de la otra, se constituye, también, en el mediador entre las dos tramas novelescas.

Rigoberto es, además, uno de los personajes dobles17. Aparecen, en la novela, varios personajes con su respectivo doble, dos de ellos: Rigoberto López Pérez / Bienvenido Granda; Cordelio Selva / Josías Arburola Reina (Pastor protestante). En el primer capítulo se lee la descripción de Rigoberto: «ese muchacho moreno, espigadito, pelo ensortijado y bigote tupido encima de los labios carnosos, que ha estado comiendo sorbete de tuti frutti [...]» (Ramírez, 32). En el segundo, las mismas características se le asignan a Bienvenido Granda, cantante popular. La doble identidad de ambos personajes se expresa en el disfraz que les permite el regreso a la patria en forma clandestina. En un barco procedente de El Salvador, Rigoberto asume la identidad de cantante de música tropical: «un muchacho moreno de bigote frondoso y labios gruesos [...] ¡Bienvenido Granda en persona, el bigote que canta!» (Idem, 41). Cordelio Selva, reconocido militante opositor a Somoza, también debe ocultar su identidad bajo la figura de un pastor protestante para no ser reconocido por la Guardia. Asumen así, características de héroes míticos, evocan la figura de Odiseo en su regreso a Ítaca, que se disfraza de mendigo para recuperar su esposa y sus bienes.

Algunos personajes aparecen con apodos o apelativos, que aluden a mitos clásicos (en algunos, el nombre real suele elidirse; en otros, aparece en segundo plano). Es el caso de El león de Nemea quien recibe ese seudónimo por su cabellera abundante y desprolija, va siempre con el torso desnudo y se dedica a la lucha libre; en carácter de tal, colabora en una kermesse por la causa de los conspiradores. Luego se devela que se trata de un espía de la guardia somocista. Otros apodos remiten a mitos modernos construidos por los medios masivos, Jorge Negrete y su esposa María Félix, por ejemplo. Sin embargo, el nombre propio que más interesa para esta lectura es Quirón, apodado el Centauro. La descripción inicial de este personaje aparece en el primer capítulo y forma parte del relato de Rigoberto -una especie de biografía novelada de Rubén Darío.

¿Quirón? -la asombrada interrogación de Rubén queda vibrando en el ambiente caluroso.

¿Recuerdas la edición de Prosas profanas que me enviaste desde París? -le pregunta el obispo Simeón.


(Ramírez, 28)                


El obispo explica cuál ha sido la razón de la elección del nombre: «me maravillé por primera vez con tu Coloquio de los Centauros. Y así nació Quirón, con tu poema y con el siglo [...]» (28). No sólo interesa su nombre por esa vinculación, sino porque el personaje se constituye en otro mediador entre las dos historias. Quirón nace en 1900. Niño de siete años cuando llega Rubén Darío a Nicaragua, porta la bandera nacional en la fiesta de bienvenida; nacido en un excusado por ser hijo del obispo; sirve en la casa del Sabio Debayle -amigo de Rubén Darío y suegro de Somoza-; analfabeto, Rubén Darío le enseña a leer y con un apretón en la cabeza le traslada «el numen» (29). Es un personaje marginal, no habla dado que perdió esa capacidad luego de una paliza que le dieron los marines durante la ocupación yanqui, cuando tenía quince años. Compite con el capitán Prío por el puesto de observación, pues siempre está montado en el frontispicio de la catedral, leyendo.

Su mediación se resuelve por dos vías: en primer lugar, representa la linealidad del tiempo cronológico: vive los dos momentos y, por lo tanto, la historia completa: «Quirón lo oye siempre todo, para eso tiene el oído sideral de los Centauros» (61). En segundo lugar, recupera el frasco con el cerebro de Darío -extirpado por el Sabio Debayle para medirlo y estudiarlo, según las teorías frenológicas de la época- de manos del mayor Appleton, comandante de policía de León18. Al final de la novela, mediante una operación similar -«Aguardó. Ya está viejo, pero sabe que tiene que correr otra vez» (368)- arrebata el frasco con los testículos de Rigoberto, de la oficina de la Guardia Nacional. Ambos, el cerebro y los testículos, se elevan, así, a categoría de símbolos. Ello se consolida con la mención a los «testículos descomunales» de Sandino. El Sabio Debayle deseaba hacer «la descripción anatómica del portento. Quería tomarles la medida, sopesarlos. Pero el héroe se negó» (219) por el mismo interés científico que había pesado el cerebro de Rubén Darío y comprobado que pesaba más que el de Victor Hugo.

Como puede observarse, Quirón y Rigoberto, configuran mediaciones diferentes; sin embargo, los dos se elevan a la categoría de personajes míticos. Al primero se le asigna una característica mitológica: «tiene el oído sideral de los centauros» al tiempo que se lo ubica socialmente como marginal. Alguien que consciente o no de su marginación social, sí sabe que su función es la de recuperar ciertos símbolos: el cerebro de Darío, antes y luego, los testículos de Rigoberto, para preservarlos. Metáforas de la preservación del recuerdo, de aquello que no ha de olvidarse.

El segundo, Rigoberto -poeta, periodista- es el adjudicatario de «un talento» porque ha matado al tirano, según el epígrafe tomado de Aristófanes. La construcción como personaje corresponde al héroe trágico: muere en el mismo acto de cumplir con su empresa. Esa configuración heroica y el modo en que se narra la ejecución del dictador -en un baile, al compás de La múcura a ritmo de mambo- transmite la potencia y la voluntad libertaria de ese personaje.

El despliegue lineal de lo cíclico deviene en carnaval, en el sentido bajtiniano de suspensión temporal del orden jerárquico, normativo y de control19. Durante el baile se produce un paréntesis en la tensión controladora y represiva: liberan la entrada a la fiesta. La Guardia -porque supone que ha pasado el peligro de un atentado- no pide identificaciones a quienes ingresan al baile. Todos pueden entrar, no hacen falta las tarjetas de invitación; las jerarquías quedan suspendidas. Para dar cuenta de ese clima de fiesta, alegría, se recurre a la canción popular:

[...] y sin dejar de sonreír a la muchacha que baila fijándose en el trabajo de sus propios pies mientras masca chicle muchacha quien te rompió tu mucurita de barro, la toma del talle invitándola a ladear el torso como él mismo lo hace, se vuelve en un giro que lo deja de cara a la mesa de honor y eleva las manos como si agitara dos maracas. San Pedro que me ayudó pa' qué me hiciste llamarlo, las baja y las lleva al pecho, se arrodilla abriendo las piernas la múcura está en el suelo mamá no puedo con ella, y es Moralitos el que se adelanta asustado, lo ha visto meter la mano bajo el saco es que no puedo con ella, el pequeño revolver ya de pronto apuntando, el animalito negro que va a morder tu mucurita de barro, un vómito encendido, zarpazos deslumbrantes [...]»


(Ramírez, 1998: 340)                


Al trato con la literatura «culta», recogida de la tradición griega clásica, se suma el trato con la «literatura popular»20, en este caso, una canción popular tomada de la música tropical. La construcción del relato con intercalaciones de la letra de la canción le imprime un ritmo que requiere del conocimiento de parte del lector de la melodía de La múcura; requiere de la familiaridad, de la complicidad del lector a la que había apelado durante el transcurrir de la novela mediante la apelación materializada en el uso de la segunda persona.




Rubén Darío: mito nacional

El trabajo textual que despliega Ramírez con la mitología clásica, como expresé antes, constituye uno de los modos de trato entre el mito y la literatura. El otro modo, la penetración de la literatura en la mitología se percibe a través de la construcción del relato que tiene como protagonista a Rubén Darío, al tiempo que muestra cómo el poeta y su obra forman parte de la memoria popular. Abundan en el texto novelesco voces que dan cuenta de ello, por ejemplo, un personaje humilde cuyo oficio consiste en la explosión de pirotecnia en las celebraciones, desea conocer al «príncipe», «El que ha venido de lejos, vencedor de la muerte [...] El que desfila en su carroza bajo los arcos triunfales». Los integrantes de «la mesa maldita» debaten acerca de la circulación de la obra de Darío en el país:

-Todo eso es porque se le adoraba como a un santo. Nicaragua entera se sabía de memoria sus poesías de tanto leerlas -dijo el capitán Prío.

-Casi no las había leído, vea qué extraño -le dijo Rigoberto buscando en su cuaderno-. Los libros importados en 1906, según los registros de la aduana, fueron mil trescientos veinte en total. ¿Cuántos de ésos eran de Rubén? No se sabe. Tal vez ni cincuenta y aquí no se imprimió ninguno.

-Lo adoraban los demás borrachos -dijo Erwin-. Un país de analfabetos no se preocupa de la poesía.


(Ramírez, 1998, 280)                


La cita refiere, por un lado, el conocimiento popular oral de la poesía dariana; por otro, la recuperación -también popular- de la figura de Rubén Darío como borracho. Esto también puede verse en el segundo capítulo: en el mismo barco en el que Rigoberto, de incógnito, regresa a Nicaragua, viaja una estatua del tamaño de un niño cuya imagen esculpida es la de Darío. La pieza había deambulado en distintos puertos y destinos por error de los cargadores y uno de los pasajeros, «Presidente de la Guardia de Honor», había logrado rescatarla -con ayuda de Rigoberto-, para ser ubicada en «el parquecito de pocas bancas y escasos árboles, frente a la iglesia de San Francisco, en León, donde Rubén Darío oía misa de niño» (Ramírez, 43). Tanto en la voz narradora como en la voz de los personajes, se percibe la toma de distancia de la imagen fija, anquilosada, mediante el recurso a la ironía con sesgos humorísticos:

-¡Rubén Darío! ¿Qué iba a saber yo que eras vos, viéndote tan chiquito? ¡Semejante gigante! [...]


(41)                


De saberlo jamás me hubiera atrevido a ofrecerle trago [...] Quien quita y agarra de nuevo una de aquellas papalinas de París, cuando aparecía dormido en las aceras de los majestuosos boulevares.

-¡No le da pena repetir esos embustes del vulgo sobre Rubén Darío! [...]

-Usted conoce bien, doctor, mi devoción dariana [...] Pero que bebía Rubén para inspirarse quién lo va a negar.


(42)                


Al mismo tiempo que se ironiza sobre Darío, se lo humaniza y se lo aleja del bronce -borracho, un tanto misógino: se lo muestra atraído por las mujeres, pero despreciándolas-, se recupera su producción poética. Esto se percibe en el relato de Rigoberto quien expone, con detalles minuciosos hasta la insignificancia, en una prosa impregnada de la retórica modernista, los episodios protagonizados por el propio Rubén Darío, las circunstancias de su muerte, los funerales, etc.

Canéforas de túnica de gasa y sandalias doradas, las bocas pintadas de bermellón abrían la marcha formadas en dos filas, y regaban rosas de los cestos de mimbre que cargaban al hombro. El cadáver, vestido de peplo blanco y coronado de mirtos iba conducido en andas [...] bajo la seda azul del palio episcopal de flecos de oro alzado sobre las varas del plata que los alumnos de derecho, medicina y farmacia se turnaban para sostener.


(Idem: 315)                


Resulta evidente que Ramírez se apropia de ese mito: Darío, su vida, su obra constituyen los referentes del discurso que involucra, que religa a la comunidad. Las formas de apropiación que a su vez se consolidan en el texto artístico como «lenguaje de segundo grado», en el sentido que le da Lotman al concepto, es lo que Ramírez pone en entredicho. Recupera el modo popular de apropiación y se distancia, como se ve en las citas, de la forma estática, consolidada del bronce. Otro modo de ejemplificar esta cuestión podría ser la disputa por la apropiación de la nacionalidad de Darío, que aparece en la novela en las voces de los personajes; por otra parte, constituye un clásico modo de intento de apropiación de los héroes populares21.

-¡El poeta andaluz más grande de este siglo y los venideros, gloria de la madre patria! -se oyó decir a Juan Legido [...]

-¿La madre patria? -el Doctor Baltasar Cisne agitó los cortos brazos [...]- ¡No les bastó con el oro de la conquista, ahora también quieren robarse a Rubén!

-Pues sí, Señor, Rubén Darío nació en Sevilla, Plaza de la Santa Cruz, para más señas -insistió Juan Legido [...]

[El León de Nemea] Desnudo de la cintura para arriba, la hirsuta cabellera le daba un aspecto terrible. Y más terrible aún, una navaja de barbero que relampagueaba en su mano.

-Repita conmigo -le ordenó a Juan Legido-: «Rubén Darío nació en el humilde poblado de Metapa, después Chocoyos y hoy Ciudad Darío, Departamento de Metagalpa, República de Nicaragua, el 18 de enero de 1867. Fueron sus padres don Domingo García y doña Rosa Sarmiento»...


(Ramírez, 1998: 46)                





Modelo de escritor

El tono y la retórica modernista que atraviesan el discurso, en particular, del narrador personaje -el poeta Rigoberto López Pérez- permite pensar en la legitimación de la poética dariana como modo de instalarse -Ramírez-escritor- en el continuador de Darío y a través de él, colocarse en el espacio de la cultura occidental; consciente de las convenciones de la institución literaria, trabaja y reelabora la tradición clásica: la mitología en tanto materia de las formas escritas. Además, incluye, a modo de intertextos, la tradición europea no española22 decimonónica: Victor Hugo, Henrik Johan Ibsen (Quirón constituye una clara referencia a Quasimodo, el jorobado de Notre-Dame de París; un parlamento de Ella Rentheim, personaje de Juan Gabriel Borkman aparece como la última lectura de Darío en su lecho de enfermo). Este sería un primer mecanismo de inclusión; otro, está vinculado con la presencia de la situación de enunciación dentro del lenguaje novelesco -considerado antes en esta exposición-: un gesto de autofiguración, mediante el recurso de la metaficción. El escritor despliega y muestra sus procedimientos narrativos, de ese modo, pragmáticamente, expone su legitimidad para contar aquello que considera válido de recordar, de asumir como propio. La figura misma de Rigoberto -escritor de una biografía de Rubén Darío, de una biografía selectiva pues sólo recoge, minuciosamente sí, los datos que los habitantes de León, testigos de la escasa presencia del poeta en la ciudad, saben y recuerdan- constituye un modelo de escritor.

La imagen autofigurada encuentra ese y otros ecos en un ensayo de Sergio Ramírez: «El escritor frente a su modelo»23 (1994). En ese texto, Rubén Darío constituye la figura desde la cual parte para definirse como escritor y político. Describe el regreso del poeta en 1907 a la ciudad de León, con una prosa casi idéntica a la adjudicada a Rigoberto en Margarita... «Subió en volandas al carruaje que le esperaba, el tiro de caballos fue desuncido y el carruaje fue arrastrado a pulso por obreros y artesanos por las calles alfombradas de flores y adornadas con arcos triunfales» (139). Además de ubicar a Darío como el fundador de la poesía nicaragüense -«El fundador de la poesía en un país de poetas» (152)- el ensayo construye una especie de genealogía de la literatura latinoamericana según el criterio de la vinculación entre literatura y política, a lo largo del siglo XX. Ese derrotero es iniciado por Rubén Darío. Señala que en América Latina, los escritores han cumplido una misión «profética»: «Desde el propio Rubén Darío, frente al surgimiento de Estados Unidos como potencia imperial, interrogaba a los cisnes [...] ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?». Sostiene que no se debe creer a ningún escritor que se proclame apolítico; en ese caso, está asumiendo alguna posición política. Considera que los escritores latinoamericanos de la década del cincuenta -Ricardo Güiraldes, José María Arguedas, José Eustasio Rivera, Miguel Ángel Asturias, Ciro Alegría, Mariano Azuela- han llenado todos los vacíos de la sociología y la política. Para cerrar su genealogía, que he expuesto en apretada síntesis, expresa: «Algunos de nuestros escritores latinoamericanos contemporáneos comenzaron defendiendo su independencia crítica, lejos de los partidos de izquierda o de derecha, para terminar pisando el terreno minado de la política practicante» (142) y nombra entre los contemporáneos a Mario Vargas Llosa, no sin tomar distancia de su perspectiva política. Respecto de la doble función, político y artista, considera que la suya es una «experiencia poco común» y argumenta que «la revolución debía defender un legado cultural, ese legado que es patrimonio de la nación, y que comienza con la obra transformadora de Rubén Darío en la lengua castellana» (150). Se consolida en ese ensayo una autoimagen de escritor revolucionario, uno de los temas de debate en la agenda sesentista -aspecto que retomaré enseguida-; sin embargo, el aporte no constituye un rezago si se considera el espacio social de enunciación de Ramírez24 porque esa autoimagen se construye desde una historia personal reciente de participación política en un lugar central del poder en el marco de una experiencia revolucionaria.

Como se ve, su autofiguración como continuador de Rubén Darío es clara; además, se dice contemporáneo de Mario Vargas Llosa. La contemporaneidad señalada con este escritor constituye un síntoma de cómo se ubica Ramírez en el concierto de voces literarias de América Latina. Otro es su definición acerca de la literatura latinoamericana: «Surge la necesidad de dejar testimonio, de dejar relación de que verdaderamente ocurrió, y es de ahí de donde surge la belleza literaria del texto, porque más que de la habilidad del escritor que pone a elaborar su memoria, es la verdad la que surge con belleza literaria muchas veces, por la fuerza que los hechos mismos tienen» (Corral, Ruffinelli, 1991: 8). No se escapa, en esas consideraciones, la correspondencia ideológica tanto con Gabriel García Márquez como con Alejo Carpentier25 cuando ambos, en distintas circunstancias, abordaron esa definición.

Otra arista, ya desde el punto de vista de la lectura, que merece mencionarse respecto de la vinculación de este escritor con América Latina, es la recurrencia del espacio novelesco. Tiempo de fulgor (197026), Castigo divino (1988), Margarita, está linda la mar (1998) transcurren en León. León representa metonímicamente a Nicaragua, en tanto que allí fue sepultado Rubén Darío. Allí fue ajusticiado el iniciador de la dictadura que sometió al país por más de cuarenta años. Allí, tuvieron lugar, en 1822, los levantamientos populares contra el anexionismo al imperio mexicano de Iturbide27. Del mismo modo, el tránsito de personajes de una novela a otra: El Capitán Prío y los contertulios de «la mesa maldita», en Margarita... son los continuadores de «la mesa maldita» de Castigo divino. Rosalío Usulutlán, el periodista que investiga los crímenes del envenenador Oliverio Castañeda en Castigo divino, aparece mencionado en Margarita... Esa recurrencia de espacios y personajes constituye un recurso similar al empleado por Gabriel García Márquez, también por Juan Carlos Onetti, entre otros. Un aspecto más, también en el plano de la recepción, es el gesto faulkneriano en el nombre propio del personaje encargado de la seguridad de Somoza, en Margarita...: Sartorius Van Wynckle remite irremediablemente al Coronel Sartoris. La recuperación de Sartoris / Sartorius como nombre del «experto que mandaron los gringos para que se haga cargo de la Seguridad de Somoza», paradójicamente, no deja de constituirse en un gesto político: Sartoris representa, como sabemos, en Faulkner, lo atávico, lo viejo, aquello carente de futuro.

Ambos aspectos establecen un lazo de hermandad literaria con la «familia literaria latinoamericana28» que, en la década del sesenta29, construyó la nueva narrativa mediante las lecturas de James Joyce, William Faulkner, Ezra Pound, etc. Esa época estuvo presidida por un ethos alternativo respecto a la década anterior30; la literatura de la región fue protagonista de su propio desarrollo histórico y cultural y de su inserción en el ámbito internacional y puede afirmarse que durante ese período comienza a configurarse el campo intelectual latinoamericano. Claudia Gilman (2003) se ocupa de señalar los lazos de vinculación entre escritores del período acotado a la década de 1960 e inicios de 1970. Esos vínculos se asentaron en la convicción de una identidad latinoamericana común; una voluntad asociativa y una sociabilidad concreta entre escritores y críticos de distintos países del subcontinente31; el reconocimiento, por lo menos durante un primer momento, de La Habana como epicentro político, cultural y artístico; una agenda común, en la cual uno de los temas recurrentes era el compromiso del escritor, del intelectual con el cambio social y político. Ramírez no formó parte, en términos concretos, de ese movimiento vincular32; sin embargo, constituye un caso particular por cuanto con atraso, vuelve a ese núcleo de escritores que, si bien fueron su conciencia de lectura en su juventud33, hoy el contexto cultural no posibilita agrupamientos como sí lo permitía el contexto del sesenta. Por otra parte, aquellos escritores tampoco son hegemónicos en el sistema literario latinoamericano de hoy, aunque sí forman parte del canon. Puede verse, entonces, un intento de pertenecer a esa tradición literaria -se asume como «contemporáneo» de ellos-; también, una identificación en cuanto a la construcción simbólica de un espacio de pertenencia. No obstante, esa relación de inclusión / exclusión es una relación tensa, no sólo por tardía, sino -y esto es lo más interesante- debido al modo en que Sergio Ramírez construye su propio hacer literario. Como se pudo observar, aparecen marcas en su escritura que se vislumbran deudoras del grupo consolidado en los sesenta, sin embargo el recurso al testimonio34, por ejemplo, y su literaturización no expresan una deuda.

La lectura que propongo es que esta novela configura un modo de contar la nación35. El caso específico de Ramírez, en tanto político y escritor, permite pensar en la simultaneidad del decir (literario) y el hacer (político)36; no obstante, el propio acto de decir / escribir hace / narra la nación. Homi Bhabha (2002), proporciona un modo probable de comprender ese acto: «Los jirones, remiendos y harapos de la vida diaria deben transformarse repetidamente en signos de una cultura nacional coherente [...] En la producción de la nación como narración hay una escisión entre la temporalidad continuista, acumulativa, de lo pedagógico, y la estrategia repetitiva, recursiva, de lo performativo. Es mediante este proceso de escisión que la ambivalencia conceptual de la sociedad moderna se vuelve el sitio para escribir la nación» (itálicas en el original) (182). La acción de contar / hacer la nación se realiza de un modo disruptivo y «disyuntivo» -en el sentido que usa Homi Bhabha (198) la expresión- porque su acción discursiva se realiza desde los márgenes de la modernidad -Nicaragua como país se halla en esa situación, geopolítica y culturalmente- y porque legitima la memoria de lo cotidiano; lo cotidiano transformado en mito. Ese dispositivo operado en el texto para la recuperación de la memoria se opone, desestabiliza más bien, el modo tradicional, positivista de contar la Historia. El rescate de lo cotidiano, de la pequeña historia, de los decires populares, como acción «performativa» -realizada por el sujeto de la enunciación- pretende, a través de la heroicidad, además, ubicarlos en el gran relato latinoamericano. Con ello y a través de los gestos de vinculación con la «familia intelectual latinoamericana» sesentista, no sólo se literaturiza el espacio local nicaragüense sino el espacio mayor: América Latina. La heroicidad cuenta / suma a propósito de que Nicaragua también tiene figuras históricas fundantes que aportar: Sandino, Rigoberto López Pérez y, por supuesto, Rubén Darío. Esas figuras heroicas se pretenden antecesoras de los protagonistas de la revolución cuya potencialidad libertaria no podría haber tenido lugar sin la letra literaria.

De esta manera, el propio Sergio Ramírez se ubica en el escenario intelectual -y de mercado- tanto latinoamericano como europeo. En ese sentido, cobra especial relevancia la expresión de Jesús Martín Barbero que evocaba al principio: «Contar es tanto narrar historias como ser tenidos en cuenta por los otros». Configurar simbólicamente a Nicaragua como una nación constituiría un requisito para pertenecer a Latinoamérica, movimiento simbólico que se manifiesta simultáneo y reversible: pareciera que no se puede pensar América sin pensar la propia nación, ni configurar literariamente la nación sin incluirla / incluirse en un linaje latinoamericano.








Bibliografía

  • Barbero, Jesús Martín. «Colombia: entre la retórica política y el silencio de los guerreros. Políticas culturales de nación en tiempos de globalización». Revista Número 31, Bogotá, 2002, 29-12-06.
  • Bhabha, Homi, K. El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial, 2002.
  • Gilman, Claudia. Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina. Buenos Aires: Siglo XXI, 2003.
  • Lotman, Iuri M. La estructura del texto artístico. México: Istmo, 1988.
  • Lotman, Iuri M. La semiosfera I. Semiótica de la cultura y del texto. Madrid: Cátedra, 1996.
  • Lotman, Iuri M. La semiosfera II. Semiótica de la cultura, del texto, de la conducta y del espacio. Madrid: Cátedra, 1998.
  • Pérus, Françoise. «Mito e historia: "grandes" y "pequeños" relatos», en Revista canadiense de Estudios Hispánicos. Vol. XXIII, 3. Primavera, 1999. pp. 435-443.
  • Ramírez, Sergio. Margarita está linda la mar. Madrid: Alfaguara, 1998.
  • Ramírez, Sergio. Estás en Nicaragua. Barcelona: Muchnik editores, 1985.
  • Ramírez, Sergio. Oficios compartidos. México: Siglo XXI, 1994.
  • Rufinelli, Jorge y Wilfredo Corral. «Conversaciones con Sergio Ramírez Mercado: política y literatura en una época de cambios», en Nuevo texto crítico. Vol. IV, N.º 8 segundo semestre de 1991, pp. 3-13.


 
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