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ArribaAbajoSección 3.ª

Transición


Aquel siglo, tan enaltecido en Francia por la gran figura de Carlomagno, escaso lucimiento podía dar a los míseros estados restauradores de Asturias y Galicia, Aragón y Cataluña. El traje sin embargo, prescindiendo de sus grados de riqueza, sigue como el arte y otras manifestaciones de la humana especulación, una ley general que forzosamente circunscribe cada época a las graduales expansiones de aquélla. He aquí por qué el sincronismo histórico entre naciones que obedecen a un mismo influjo civilizador, como son las europeas meridionales desde su trasformación románica, ofrece ubicuidad en todos los sucesivos grados de su despliegue moral, intelectual, político, artístico, literario, etc. He aquí por qué el traje, salvos ligeros accidentes de localidad y circunstancias, viene girando en la órbita de sus condiciones elementales periódicas, que al paso de facilitar su noción, permiten generalizaciones determinantes de cada siglo, y por consiguiente aplicables a todos.

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ArribaAbajoSiglo VIII

Éste pues, señalando un período de gran oscuridad para las artes, que sucumbieron y hubieron de renacer como lo demás, sin la luz de una estética racional, no pudo menos de dar a sus trajes igual rudeza y heterogeneidad, igual incongruencia de formas, vacilación de líneas e indecisión de ornato, que califican a sus monumentos, según cabe argüir de vagas memorias y escasísimos restos. La humilde corte Asturiana-Leonesa seguiría probablemente en indumentaria el precedente ser visigodo, conforme le siguió en instituciones, armas y otras bases de organismo. Baste pues recordar el estado del siglo precedente, para hacerse idea de cómo vestirían nuestros primeros reyes y sus vasallos. Por su lado, los montañeses vascos, segorbianos o pirenaicos, hijos exclusivos de la guerra, y obligados a sostenerla con toda su fiereza, apenas tenían otro abrigo que pieles de osos, sus agrestes compañeros, con los cuales más de una vez fueron equiparados por sus infieles enemigos.

Para hallar el tipo indumentario corriente, hay que buscarlo entre los francos, que ya a la sazón, por testimonio de Ermoldo Nigelo, daban tono al lujo, ayudando a ello seguramente el prestigio de su monarca. Y no obstante, el gran Carlos seguía costumbres moderadísimas, y el traje, entre otras cosas, recobró bajo su mando la sencillez primitiva. Él mismo, al decir de sus cronistas,   —73→   vestía a fuer de buen franco, camisa y calzoncillos de tela, perpunte o sayo ceñido con cinturón de seda, y clámide, a que agregaba en invierno una pelliza de marta o nutria, cubriéndose la cabeza con morterete, y las piernas con largas lazadas, dichas fasciolas. No por esto, en ocasiones solemnes, desdeñaba el traje ceremonial a la romana, compuesto de ropón y manto rico, acompañados de diadema y cetro, broches, cinturones, etc. A sus cortesanos, danles los referidos cronistas tunicela gris o verde, y capa doble cuadrangular blanca o azul, larga al dorso hasta los zancajos y abreviada lateralmente; una ancha espada les colgaba del tahalí, y por encima de sus calzones de lino, de variado color, lazaban sus sandalias, añadiendo las indicadas fasciolas o correas doradas, cruzadas a la pierna. La capa corta prohibiola una ordenanza, en el supuesto de que ni cubría ni abrigaba.

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Las expediciones de Carlos y de Pepino a Italia, desarrollaron en la nobleza y alta prelacía una jactancia que bien pronto dio nuevo carácter al traje, en novedades de túnicas recamadas, o cicladas aforradas de pieles, sayas de Frisia, mantos de veros, brazaletes y collares valiosos. Allí, al predominio de los godos siguió el de los Lombardos. Este pueblo, al parecer, conservaba su traje originario, compuesto de túnicas anchas como las de los anglo-sajones, las más de lienzo o lino, y las mejores con vistosos entretejidos y ricas orlas; calzado abierto, atado con pequeñas correas, o las fasciolas de la época, añadido para cabalgar el tubruco español o una botina llamada hosa, que desde entonces hizo gran papel; dejábanse crecer el pelo en el anteciput, peinándolo sobre la frente, y también criaban barba. Las doncellas vestían unas túnicas a manera de camisas ceñidas al talle, y andaban en cabello o con la cabellera tendida hasta contraer matrimonio. La verdadera camisa tuvo uso desde fines de este siglo, con sus variantes de sarcilos y camisiles. Cubríanse las piernas con femorales, calzas largas, de colores diversos, y bragas, que eran muy anchas en Aquitania, confundiéndose a menudo con las calzas. Poco a poco la túnica breve de los septentrionales prevaleció sobre la románica, larga o talar, de la cual nacieron la gonna   —75→   o gona, después gonel, gonela, gonella; la stica, especie de sotana común a laicos y clérigos, y el sayal, matto o manto en Italia; siendo túnicas breves la saya o sagum germánico, ya sencillo, ya doble, rayado de Frisia, etc., la pelliza forrada o adornada de pieles, muy utilizada por las altas clases, como ropa de distinción y comodidad para uno y otro sexo, aunque a veces era corpiño, y otras paletina o trascol de manto. No utilizaron menos la ciclade, ropón orbicular franjeado de vendillas, y hecho las más veces de telas preciadas, como el ciclatón a que dio origen, celebrado en todos los poemas romancescos hasta el siglo XIII. En el VIII y IX hácese ya numerosa indicación de los paños y ropas con que empezaba a insinuarse el lujo: púrpuras o blattas, fundatos o cendales, brocados, crisoclavos y auroclavos; jametes, amitos, dimitos, diaspros, diarhodinos, etc. Elaborábanse ropas de lana llamadas saya, camelote, capsutas, fustanes de algodón, cendales y tafetanes en Palermo y otras ciudades italianas, y mastrucas, hechas de pieles de animales raros. Una ropa o abrigo, el roco, solía estar forrado de martas o nutrias, y servía con frecuencia de mantelete regio, siendo a una vez civil, eclesiástico y militar. En el poema de Carlomagno et Leone papa, háblase con encarecimiento de mantos, clámides, amículos y otros   —76→   abrigos, que contribuían a las pompas cortesanas por la elegancia de su corte, la variedad de sus colores o la riqueza de su ornamento. Las mujeres valíanse del manto para cubrirse, y del orale como toca, apuntada mediante un rico alfiler. Las españolas comenzaron a aficionarse a los arabescos almaizares y alfaremes, tocas cerradas, toquillas ligeras, fazalejas, etc., sin dejar el caramiello asturiano, que venía a ser un turbantillo plano, hecho de multitud de vendillas entrelazadas y sujetas por detrás, a favor de otra venda que se rodeaba a la barba. Los hombres libres ceñían en general, suspendida de lujoso tahalí, una espada larga y ancha, con empuñadura de hierro, la vaina de madera y cuero, cubierta de lienzo blanco encerado. También se introdujo colgar del cinto la bolsa, de uso general en los siglos siguientes, con nombre de limosnera o escarcela, la pera peregrinalis aurea de Carlomagno, scripp en inglés, pung (punga) en Sajón, mantica en los documentos. Al tono de este siglo alcanzaron los guantes (manicas, vantos), galones y bordaduras, unos bastones de paseo con puño de metal, y acicates fijados en los talones.

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Respecto al clero, si bien el secular vistió los trajes populares, en su mayor sencillez de forma y colorido, el regular fue distinguiéndose por los hábitos marcados en sus respectivas reglas, esencialmente sayales, cogullas y escapularios, añadido el melotes para monjes y la pelliza de abrigo para ancianos; las religiosas, toca cerrada, con velo. Antiguas escrituras de nuestro país señalan como traje ritual, mantos procesionales, casullas, capas y dalmáticas de palio (paño), sirgo o brocado, estolas y manípulos de lo mismo, con bordados y otros realces, baltheos ornamentados, o bien cíngulos a la romana.



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ArribaAbajoSiglo IX

El arte tan decaído en occidente, conservaba su filiación en el imperio oriental, lo que explica el sabor clásico de los bizantinos en su suntuaria e indumentaria, aun al través de la persecución iconoclástica que tan ruinosamente se suscitó en los tiempos de León. Sin embargo, las aulas regias de Alemania, Francia, Inglaterra, etc., guardaban resabios del antiguo aparato, y todavía las haces de armas, las togas y los campagos ayudaban al prestigio de las nuevas monarquías. De Ludovico Pío, francote y sencillo, dícese que en actos de corte aparecía con túnica laboreada, manto cuajado o bordado de oro y piedras, calzas galoneadas, botas en los pies, espada al cinto, largo cetro en la mano y corona en la cabeza, monda ésta, cortadas la antigua cabellera y la barba. A sus leudos teníales prohibido toda clase de fausto, de modo que ni en la corte ni en la hueste osaban presentarse más que con las armas necesarias y vestidos muy desairados. Haroldo el danés, en una antigua miniatura, lleva clámide purpúrea recamada de oro y piedras, y su mujer, acompañada de la reina Judith, también reviste manto y túnica, con rica diadema y collar. Nuestros reyes, mejorada algún tanto su situación política, volvieron a acudir al prestigio suntuoso, y si Alfonso Magno restauró en su corte el prolijo ceremonial de la de Recaredo, el segundo Alfonso, al establecerla en Oviedo, hizo prodigios para devolver al trono y   —78→   a la iglesia su antigua y renombrada prestancia. Infiérese de escasos monumentos, ser a la sazón el traje español de lo más simple y menos aparatoso, predominando los sayales largos, las cerradas tocaduras y los negligentes abrigos entre toda clase de personas.

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Las novedades del hábito conocido, redujéronse a meros detalles; en calzas entró la moda de adornarlas con bordados a tiras longitudinales; tendieron las gonas a reducirse algo, señalándose por menudas plegaduras en faldar y en el antebrazo; las damas se pusieron sobretúnicas muy lucidas, de manga abierta o media manga, todas ellas ornadas de ribetes y guarniciones en collar, orlas y tira pectoral, e inventaron el brial, que era un vestido con cisuras a los lados o al dorso, con trenza de cordones para ajustar la ropa. El cinturón masculino con bolsa y   —79→   puñal, aparente en unos casos, ocultábase en otros bajo rebosaduras del vestido, y el femenil daba dos vueltas, una mamilar y otra umbilical. Los donceles sujetaban su clámide con fíbula de oro, pero los sujetos más graves ostentaban su diploide o doble capa cuadrada, aforrada de veros o armiños. Seguían en las piernas vendas crurales amosaicadas y doradas, y por calzado botas o el campago romano, siendo para mujeres, negro o realzado con losanges y rosáceas. Muceta o capucho penulado, gorros al estilo frigio, bonetes, frontales, diademas, velos y mantos mujeriles, dichos dominicales, que se tendían por la espalda y se prendían a la cabeza con una aguja de marfil llamada risile; he aquí las cuberturas en boga. Abbon, en su poema del sitio de París, lamentábase del exceso de ropas purpúreas, clámides doradas, broches de oro, ceñidores engastados de pedrería y otros abusos, a que atribuye los males de su patria; achaque común a los declamadores de todo tiempo, que sólo aciertan a ver en ello un abuso de la desigualdad social, o un despilfarro de la riqueza pública. Sugieren además los textos, en calidad de novedades, unas tunicelas de lienzo fino llamadas glizos o camisiles; unos calzoncillos dichos lumbares; la braga entretallada y solada, y las medias calzas o calcetines de fieltro; la   —80→   túnica con denominación de sago o sayo, y su generación la cota, túnica más vistosa, que a su vez produjo en adelante el cote y la sobrecota, algo confundida con el gonel y sobregonel, derivaciones de la gona. Unas sotanas o túnicas de sarzil o lana, habían nombre de sariciles, y la pelliza se llama pelica en escrituras catalanas. Usaba el vulgo francés un capotón o gabán que parece variante del birro antiguo, con nombre de bero; el manto generó el mantel (mantellum), abrigo de gala, generalizado en las centurias sucesivas. Dos importantes cuberturas tomaron origen, una del cucullo romano, denominada chapirón o capirote, y otra del anfímalo o armilausa (antiguo sayo militar) que fue la almuza, chapirón de hombros, con forro, peculiar después del clero y singularmente de los canónigos. La guimpa mujeril o toca de impla, solía sujetarse con precioso broche debajo de la barba, novedad peculiar del siglo IX. Fuelo también la mitra episcopal   —81→   en su forma abonetada. El clero, por demás ignorante de aquel tiempo, abusó no poco del lujo, permitiéndose vanidades ajenas a su carácter, y entre otras cosas, inventó las capas de lluvia, que después entraron en el rito con magnificencia y nombre de pluviales.

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Traje de guerra, armas.- En España siguió la tradición visigótica; en Francia y en otras partes la germano-bizantina, siendo sus armas generalmente las que reseña el Fuero juzgo: loriga, perpunte y escudo como defensivas, y como ofensivas, espada y lanza, arco y saetas, hacha, maza, guadaña, venablo y honda. A principio del siglo VIII, cada jefe seguía aún su capricho; Carlos Martel regularizó algo la infantería, dándole lorigas, cascos triangulares de planchas cruzadas y claveteadas, largas lanzas, espadas recias, broqueles de punta, etc., y luego Pepino aumentó y mejoró la caballería. Las tropas dichas   —82→   romanas, oriundas de los antiguos galos, se distinguieron por sus sayos rayados, reminiscencia del bardocúculo. Carlomagno solía armarse con un coselete de fojas sobrepuestas, siendo armas corrientes de los francos, espada corta con vaina blanca, pendiente de correas, escudo de cuero y mimbres, pintado de vistosos colores, con punta saliente o umbo, pesado chafarote, jabalina, maza de armas, y poco antes de la batalla de Fontenai, en 841, se restablecieron el arco y las flechas. Cascos, escudos y espadas, vinieron afectando hechuras antojadizas, de procedencia germánica, y el resto del traje semejaba bastante al de las tropas del imperio, por insignias, bestias feroces y otros caprichos; sin embargo Pelayo adoptó la cruz, y el rey Clovis la llamada Capa de San Martín. En decir de un cronista árabe, los soldados de Alfonso el Católico, cántabros, astures, euskeras, galaicos y godos, vestían extrañamente, tendida la cabellera, guarnecida la testa con un casquete de red de hierro, que se afianzaba al cogote mediante una correa, siendo sus armas de combate, venablo arrojadizo, largo de tres pies, hoz o guadaña, rejón para luchas de cuerpo a cuerpo, la segur de los leñadores, chuzo y honda, en cuyo manejo eran muy diestros; esgrimían también el bidente, arma terrible contra la caballería.

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La loriga o zaba, tenía gran semejanza con la romana; el perpunte venía a ser una cota provista de manguillas,   —83→   hecha de cuero o correas trenzadas, y sobrepuestas a ella escamas o planchuelas de metal. Había además la brunia, loriga breve, rejillada o argollada de hierro sobre su piel. El siglo IX vio nacer el alsebergo, cota de malla de hierro, que luego llevó capilla de lo mismo o almófar, que se calaba a la cabeza, ya sola, ya debajo del casco o yelmo. También nacieron por entonces las bambergas o canijeras, para defensa de la antepierna. Varios documentos prueban que algunos reyes tenían para sí una guardia escogida, afectando sin duda para mayor solemnidad, el armamento romano, si bien falseado por un gusto bárbaro. A su vez los árabes, armados ligeramente, sin broquel ni coraza, no llevaban más resguardo que su turbante, y para ofensa lanza y alfanje, sin perjuicio del arco, ballesta y sable, que la caballería jugaba con suma destreza. Numerosos ingenios, imitados de los antiguos, servían para defensa y ataque de plazas.

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ArribaAbajoSiglo X

En la primera mitad de este siglo, notables logros de Ordoño y Ramiro II, y la instalación de la corte Leonesa, valieron a la España restauradora algún brillo beneficioso para sus artes, que prosperaron relativamente, manifestándose en remarcables edificios y templos, de que todavía quedan algunos; en cambio la segunda mitad fue desastrosa así en la España cristiana como en otras naciones, por efecto de turbulencias generales, de calamidades comunes, y de la preocupación sobre la fin del mundo, asignada para el año mil, que indujo a muchos a abandonar los intereses seculares y entregarse en brazos de la iglesia.

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A pesar de esto, los trajes hacían carrera, modificándolos insensiblemente cada país; fastuosos unos, modestos o groseros otros, arbitrarios en la España occidental, y ya influidos algo por el gusto muslímico. Los códices de Baena y Gerona (Comentarios de San Beato), ofrecen verdaderos tipos arabescos en arquitectura y trajes, guerreros, santones, mujeres veladas, hombres con turbantillo, al lado de personajes más del tiempo, con sus sayos y manteletes o abrigos copiosos, y largos ropajes, bonetillos, gorros a la frigia, botinas, etc. Esos y otros documentos, ofrecen innovaciones raras; hay quien lleva por cubertura una toca a semejanza de larga funda; otros dan a las mangas de su túnica una prolongación desmesurada; vense faldas recogidas a modo de calzones bombachos,   —85→   especialmente para montar a caballo, y una especie de botas altas hasta la rodilla, que podrían ser medias o tubrucos. En capiteles de los claustros de San Benito de Baiges, obsérvanse originales indumentos eclesiásticos, no muy lejanos de la sotana y manteo modernos, incluso el collete ajustado; observándose asimismo dos variantes de casulla, una holgada como era entonces, y otra ya recortada, de supuesta invención posterior. No son menos originales los del códice Albendense, con sus roquetes de ancha manga, sus mantos revueltos sobre el hombro izquierdo, y sus largas estolas; viéndose otros con túnica ceñida y manto echado, y obispos con mitra piramidal. Curiosísimas imágenes de los reyes visigodos figura toscamente el otro Códice llamado Vigilano, ya por la forma de sus coronas trianguladas, ya por sus amplias túnicas, cruzadas sobre el pecho y rebosadas a   —86→   la cintura, ya por la posición del manto, prendido sólo por una punta al hombro derecho, y ceñido después al cuerpo en rara disposición; viéndose entre dichas imágenes la de la reina doña Urraca, cuyo traje no discrepa del masculino, señalándose sólo por una especie de gorro alto con dos velos flotantes, diversos en colores, y un abanico que lleva en la mano, parecido a los de caña y papel que todavía sirven de juego a los chiquillos. El calzado de todos, consiste en unos botitos boquiabiertos, cuyos cuarteles posteriores se diferencian del empeine.

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Lotario de Francia, en la portada de unos Evangelios que él mismo regaló a la iglesia de San Martín de Tours, lleva pelo corto, corona con dos extremidades de encaje, a ambos lados de su base, túnica y manto, que solía ser de grana como entre los romanos, y campago, con fasciolas por calzado; empuña un cetro en figura de asta,   —87→   y va acompañado de dos escuderos, también de túnica y manto, con cascos parecidos a los del siglo anterior. Una estatua de Carlos el Calvo de fines de éste, le da vestido de triple túnica y manto corto, preso al hombro, todo recamado de bordados y pedrería; de las túnicas una tiene manga justa, y las otras anchas, y su calzado se encierra en una redecilla, moda que prevaleció en adelante. Pepino es otra figura de la época, con manto ajustado a mitad del pecho, orlado de rica franja; túnica de manga estrecha, reunida por lujoso ceñidor, y zapato abotinado. El traje mujeril reducíase generalmente a tocas de varias clases, o simples toquillas, pelo partido, túnicas ligeras, ya desprendidas, ya apabellonadas lateralmente; a veces túnica y sobretúnica, o cota, con doble manga, una justa y otra ancha, cayendo en punta desde   —88→   el codo; franjas o bordados en las extremidades, en la gola, y a menudo a través del pecho, de los muñones del brazo y a la altura del muslo. Ceñían también de ordinario, zona simple o doble, y zapato cerrado, de punta, con adornos. El corte elegante de sus vestidos, recordaba los de griegos y romanos, y su brial solía ser tan ajustado, que dibujaba el talle con toda su elegancia. La frivolidad y modas ligeras de algunos cortesanos provenzales, cuando vinieron acompañando a la mujer del rey Roberto, causaron en París verdadero escándalo al espirar el siglo, pero sirvieron de base a un gusto nuevo, que modificó sucesivamente la índole anticuada y las formas talares de la indumentaria. Las barbas resucitaron; nuestros reyes van representados con ellas, y asimismo en Francia Lotario, al igual que sus sucesores; y si bien la iglesia condenó esta moda como indecorosa para cristianos, el clero la seguía a su vez.

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En documentos háblase de calzas largas y cortas, medias calzas o tibrucos, gonas o gugnapiés y cotas, crusnas, propiamente cotas de armas; sayales, cicladas, briales o brisales, ropas de manga postiza, y los abrigos ya conocidos, a que se agrega el curcibaldo; para cabeza capillos y píleos, una cofia femenil guarnecida de randas, como pudiera echársela la más acicalada griseta moderna, que hizo juego hasta medio siglo XIII, con implas o tocas cerradas, izares, ligaduras de velos, frontaleras, etc. Por accesorios utilizábanse bolsas, guantes, pañuelos ricamente bordados, y alhajas variadas; collares, anillos,   —89→   pendientes, nuscas o prendedores; agujas o spinlas. Conocíanse además muchas suertes de paños de blanqueta, bruneta, persete, diaspros, bysinios, con listas y orifreses, empezando los forros de pieles, etc.

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El clero catalán lucía en su ministerio albas paramentadas, capas con sus colgajos (perpéndulos), pellizas y sobrepellices, estolas con campanillas (schillis), fanones o manípulos, casullas o planedas greciscas, palios de seda de varios colores, recamados de oro, suscintas o ceñidores labrados, cáligas, sandalias, guantes. Según estatutos de la Reforma Cluniacense, cada religioso benedictino tenía por hábito, estameñas (camisas), gona y ropones de reserva en invierno, cogullas, capillas, gorro de piel, calzoncillos y bragas, escarpines, sandalias y correas de piel cervuna. Las órdenes rivales de San Basilio y San Agustín, reformándose a su vez, adoptaron el traje blanco, y los Cistercienses el gris. Su calzado al terminar el siglo, consistía en una suela de madera cubierta de cuero, que se ataba al pie.