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ArribaAbajo- VII -

Al caer la tarde


Durante algunos días nada de extraordinario ocurrió en «Tres Ombués», siguiendo las cosas en un estado análogo a lo descripto. Socorrióse a los huéspedes con el celo que al principio; el herido entraba en convalecencia y hacía sus pequeños paseos por la tarde frente a su vivienda; y sus dos compañeros, el indio y el negro, se afanaban en contribuir a las tareas del campo, con una pericia y actividad tales, que habían llenado de sorpresa al señor Robledo.

Al habla con ellos, pudo persuadirse de que el charrúa había perdido en la forma las crudezas primitivas de la tribu, de la que vivía alejado hacía más de quince años; explicándose así su ductilidad para todo género de faenas y los medios ingeniosos de que se valía para simplificar el trabajo. Por otra parte, no tenía malos hábitos; se expresaba bien; y siempre con la sonrisa en los labios, parecía de una índole suave y templada.

En cuanto a Esteban, bien echó él de ver en el acto que había sido educado desde muy pequeño en permanente actividad laboriosa. Tan hábil campero y domador como el indígena Cuaró, puso de relieve al hacendado en breves días la insuficiencia de su peonaje; insuficiencia que en   —90→   realidad don Luciano no podía hacía tiempo subsanar, a causa de las guerras y persecuciones10 continuas, y del estado del país. Los mocetones robustos habían emigrado a lejanos pagos de la otra banda; o tenían por única morada el corazón de los bosques. Éstos, que el acaso le había deparado por corto término, y cuyo concurso inesperado debía propiamente a su siembra de buenas acciones, colocáronle el establecimiento en condiciones insuperables para una próspera marcha. Casi todo el ganado arisco y «orejano» fue lanzado del interior del monte, en masa considerable, campeado y sujeto a radio; hiciéronse grandes rodeos y apartes; se domó, diose caza al ñandú, formóse acopio de cerdas y de plumas; trajéronse varias veces a encierro enormes manadas de yeguas, que no conocían la «manguera»; esquilóse una última y pequeña majada; y sujetáronse algunas vacas al palenque. Cierto es que, como por encanto, y a una invitación de Cuaró, surgieron del monte diez o doce mozos de melena y botas de potro; los que, rozagantes y alegres, hablando de «acordarse de sus tiempos» como si éstos muy atrás hubiesen quedado, emprendieron la faena con ahínco, tomándola en cuenta de diversión, para ellos prohibida por el rigor de los dominadores.

Aunque por esos campos el tráfico no era mucho, defendidos por un lado con una valla de bosques, los mocetones volvían a ciertas horas a sus guaridas, evitando en lo posible todo encuentro desventajoso con las partidas brasileras o con las del «Brigadeiro» Frutos que solían cruzar por la carretera, de allí distante dos leguas.

Por entonces, la riqueza pecuaria del país empezaba a ser objeto de latrocinios por parte de los dominadores, en la vasta zona del norte; y si bien no había llegado allí el sistema de la confiscación y del despojo, no debía demorar en hacerse sentir de la manera más irritante e inicua. Era cuestión de tiempo y oportunidad. El desfile de esas partidas importaba una previa exploración.

Si el señor Robledo se sentía contento y satisfecho, no lo estaba menos que el buen criollo, el viejo Don Anacleto. Pocas palabras hallaba en su misma verbosidad y jerga   —91→   campesina para ponderar el servicio de los mozos; y todo cuanto tenía era poco también para obsequiarlos y tenerlos alegres.

Había cobrado grande afecto a Cuaró y a Esteban, y admiraba en el primero la destreza en el tiro de bolas, diciendo: «nunca vide acollaradas tres Marías que silbasen más lindo y con provecho, de 'retobo' de cuero de lagarto; y hasta el toro mesmo se duebla con sólo la música en las guampas.»

Del negro agregaba que, para echar un «pial» o un nudo «potriador», o para afirmársele en los lomos a un potro de los que muerden el aire o se «costalean» de puro gusto, no había quién pudiera pisarle una hilacha del «cribao».

De esta suerte, la estancia era un centro de jolgorio. Resonaban con frecuencia las guitarras, y aun a veces, en concierto con éstas los acordeones; cántigas patrióticas, trovas y serenatas; muchas voces y risas, ruido constante de espuelas de hierro, con más pinchos que una corona de espinas; trotes y carreras; y en ciertas noches, acentos simpáticos modulando aires de la tierra, a lo lejos en la soledad de los campos. Algunas de esas voces, de un timbre puro y vibrante, atravesaban la distancia como ecos melancólicos de sacrificios ignorados, que adquirían mayor encanto confundidos con los ruidos y estridulaciones misteriosas del desierto. Pero, en otros días, un silencio profundo denunciaba la ausencia de aquel espíritu juvenil y entusiasta, que tenía el don de animar las «casas» y el llano con su savia poderosa de buen humor y de vida.

Estas novedades distraían bastante el ánimo de las dos hermanas, que veían «remozado» a su padre, cuyo nombre pronunciaban todos los «matreros» con cariño y respeto. Por eso, algo echaban de menos en las noches silenciosas.

Don Luciano había ido varias veces al rancho de los asilados, y remitido diversos útiles y objetos a Cuaró. Con todo, nada de nuevo les había dicho, salvo que el herido seguía siempre arribando, sin otros remedios que el lavado sencillo y el vigor exuberante de su juventud. No les era   —92→   esto suficiente; porque ya la curiosidad del primer día, podía bien calificarse ahora de interés. Los datos que conocían inclinábanlas a pensar, aparte de lo que naturalmente preocupan ciertas proximidades. Al principio se condolieron; después desearon apreciar el objeto de su aflicción más de cerca, mirarle y recrearse en su buena obra. Con instinto propio de mujer, presentían que esto debía sobrevenir; y no se equivocaron en el cálculo.

Jineteaba Estaban una tarde en un redomón de pelaje muy negro; tan negro, que el jinete bien podía decirse que formaba con el solípedo una sola masa, por no asemejarlo a un centauro retinto, no soñado por la fantasía helénica. Tal vez, a esta circunstancia especial o a este detalle poco común, debíase el interés con que le miraban desde las «casas»; pues muy próximo a ellas, en un declive suave y extenso cuyo límite marcaba una «sombra de toro» era dónde el diestro esclavo ponía a prueba su habilidad y sus músculos de acero.

La cincha ajustada al medio, marcaba bien la presión en el vientre del cuadrúpedo, formándole a los lados dos curvas abultadas, por lo que antes de la corveta y el corcovo -el brioso animal insistía a cada instante en el arqueo del lomo para sacudirse la carga con la cabeza entre los remos delanteros, en cuya posición lanzaba relinchos ahogados que parecían estertores de fiera.

El negro estaba descalzo, sin otro estribo que un palito de madera dura colgante horizontalmente de una guasca «sobada», y la espuela sobre el rancajo desnudo. Tenía las riendas en una mano, y en la otra el «maneador». Afirmábase con los dos dedos mayores del pie en su singular estribo, oprimiendo entre ellos la soguilla. Don Anacleto lo ayudaba por detrás, en el castigo, descargando sendos golpes de «lonja» sobre los cuartos del oscuro.

El animal se precipitaba y revolvía sudoroso, cubierto de ampollas de espuma, boca, cuello y corvejones -blancas   —93→   como algodón- las crines revueltas, las narices dilatadas, el copete húmedo, los ojos enrojecidos de una expresión indómita pero triste, cual si ya se sintiese humillado y a punto de ser vencido. Sus grandes saltos, -elegantes botes de admirable gimnasia, -sus paradas súbitas sobre los pies traseros y manotadas en el vacío, sacudiendo la airosa cabeza A la vez que todo el largo de la médula para lanzar a su tirano; sus gritos casi feroces al aplomarse en ágil columpio y refregar los labios llenos de sanguinolentas burbujas en los pastos duros, al mismo tiempo que levantaba sus miembros posteriores hiriendo con los cascos el aire con increíble rabia, -fueron poco a poco limitándose a ligeros brincos y ahogados ronquidos, cuya expansión hacía forzosa la fatiga. Temblábanle los miembros como si a lo largo de ellos chorrease agua hirviendo, hundíansele y se le ensanchaban los hijares lo mismo que un fuelle de fragua, y solía erguir la cabeza para mirar desesperado hacia la loma en que corría la yeguada en alboroto, lanzando un relincho que en su mitad estrangulaba el estertor. El rebenque del domador parecía remojado, y su espuela nazarena había aglomerado en cada punza buen número de pelos amasados con sudor y sangre. Esta prueba de domesticación, tan distinta a la domadura por el copete, o por método científico, obligaba también al jinete a tomarse alientos semi-aturdido, a pesar de su agilidad y destreza -por los vaivenes y balanceos del potro.

Don Luciano lo observaba todo desde los «ombúes», a cuya sombra agradable se habían agrupado sus hijas con Guadalupe.

Nereo y Calderón, acompañados de otros, de pie junto a la enramada y con los «mates» en las manos, aplaudían a voces los quiebros del negro sobre los lomos, acercándose de vez en cuando para examinar en detalle el cuerpo del oscuro que hipaba sin descanso, y hacer alguna observación pericial acerca del estado del «recado» o de las piernas y la boca mismas del potro, a fin de prevenir «no quedase mañero», ya fuese por «manquera», ya por «blandura».

Al final estaba Esteban de su faena, y muy entretenidos   —94→   todos en mirarlo, cuando un joven jinete apeándose a un flanco de la huerta, adelantóse con buen talante y aire desenvuelto a saludar a don Luciano; quien, al divisarle, dijo con su proverbial sencillez:

-Ahí viene el amigo Berón.

¿Cómo va esa lisiada?... Ya lo veo caminando firme y de lindo color. Alléguese... Aquí estamos que no perdemos ojo en ese potrillo que jinete a su negro...

Acercóse el joven, sonriéndose, y dio la mano afectuoso al hacendado.

-Cada vez mejor, señor Robledo -contestó-. Agradezco...

-Estas son mis hijas, que usted ve, Natalia y Dorila...

Saludólas Berón con un gesto expresivo, que parecía significar: ya sé, y algo les debo.

Guadalupe puso en blanco los ojos, recostándose en el ancho tronco del segundo ombú. Relamíase los pulposos labios, en silencio.

Las hermanas mostráronse atentas. Bien se vislumbraba sin embargo, que una y otra, -cada una según su temperamento-, había experimentado algo de sorpresa o de emoción, a la vista del forastero.

Hablóse poco, a medias palabras, sobre el incidente de la herida, sobre el ardor de fuego de ese y de otros días, sobre la habilidad de Esteban y sobre lo hermoso que estaba el campo.

Sucedíanse pausas de silencio, por parte de las jóvenes.

Don Luciano conversaba y reía, dirigiéndose a veces a gritos al capataz hacerle para objeto de alguna pulla inofensiva, sabiendo hasta qué extremos iba el amor propio de su viejo servidor. No se quedaba sin la réplica; que en eso, don Anacleto era infalible, aunque contestase una cosa descomunal.

Luis María, colocado a cierta distancia, con la cabeza erguida para recibir mejor las caricias del viento, solía mirar de soslayo el interesante grupo, sin dejar de proseguir con el ganadero sus diálogos, cortados por las ocurrencias de aparte de este último. Su mirar discreto, no carecía de extrañeza; a su vez, parecía sorprendido. Las   —95→   hermanas, muy sobre sí, con ese aire propio de las mujeres que se interesan en ocultar lo que sienten al propio tiempo que los defectos que constituyen un relieve de su personalidad, tenían los ojos fijos en la pradera; pero, en realidad, lo estaban examinando en todos sus rasgos y perfiles. No privaba eso que entre ellas cambiasen frases sobre cosas indiferentes, medidas y circunspectas. De la observación de Berón, resultaba esto: no son zafias. De la de ellas, esta síntesis: este hombre no es como esos otros. Guadalupe muy tiesa, con su vestido de percal, a pintas moradas y su pañuelo de algodón floreado sobre el pecho, contemplaba con fruición la escena. Quizás sabía a qué atenerse, respecto a estas novedades que rompían por completo con los monotonía de los últimos tiempos.

Luis María Berón era un mancebo de veinte y cuatro años, alto, delgado, de rostro fino, cabello rubio en ondas, frente amplia ojos azules, nariz bien delineada, boca de labios muy rojos con un bigotillo dorado, cuello robusto y pecho saliente. Cualquiera habría supuesto a poco de observar su busto apolino, que aquellas guedejas sedosas y enruladas que le caían hasta los hombros habían crecido por primera vez entre las breñas; que aquellos ojos claros no habían tenido poco antes la mancha violácea que los rodeaba como un disco negro; y que aquel aspecto de dureza que daba rigidez a sus facciones sólo podía atribuirse al influjo de un contacto violento con la vida semi-bárbara. En realidad, todo este organismo, sin apartarse mucho de la corrección de formas de los gauchos, -tipos admirablemente modelados para la lucha y graciosamente embellecidos por el clima-, aventajábales en su naturaleza selecta, en nada afeminada, pero sin perfiles ni detalles roseros. Aunque endurecidas por ejercicios diarios de fuerza, las manos eran pequeñas, como el pie; y realzaba en cierto modo su semblante el rastro casi indeleble dejado por el beso ardiente de esa querida romántica de los seres vagabundos que se llama soledad.

Notábase a primer golpe de vista que este joven, en medio de los azares de su vida errante, cuidaba con singular esmero de su persona. Llevaba bien peinada la cabellera,   —96→   a través de cuyos mechones lustrosos descubríase la piel blanca del cráneo; no usaba largas las uñas -lo que era un detalle original-, ni adornaban sortijas sus dedos callosos, pero sin vello ni pecas; su cuerpo esbelto cubierto por una camiseta azul, resaltaba más en gentileza con el «vichará» terciado sobre el hombro izquierdo; y un sombrero negro de alas cortas que usaba algo caído sobre el lado derecho, dábanle en conjunto un aspecto de «payador» hermoso de daga y guitarra, en cuyos labios de guinda pareciera tremular la trova melancólica, en tanto se retrataban en sus pupilas los paisajes del desierto. El ceño duro, el velo parpebral algo caído, los labios finos y apretados daban a su semblante una expresión enérgica que se acentuaba aún más en ciertos momentos por la fuerza extraña de sus ojos.

Sus calidades físicas y el aire de distinción de su figura, sus maneras y el modo de expresarse, eran en este sujeto aparecido de súbito, causas suficientes para que las jóvenes se sintieran sorprendidas -como en realidad lo estaban. No les cabía tampoco duda, de que no era otro que aquel cuyo rostro vieron entre el ramaje de «canelones» y «mataojos», la tarde de la aventura de la «lechiguana»; llegando en sus preocupaciones a inferir que el panal había sido enviado por él y puesto en la huerta, a las pocas horas del hecho.

Con todo esto, aventuráronse a interesarse por conocer en sus detalles el incidente desgraciado que había compelido al joven a guardar lecho. Algo dijo él, correspondiendo a ese interés.

El episodio era sencillo; hecha irrupción en un potrero pequeño del monte, por una vacada arisca, que suponían de propiedad del señor Robledo, él y sus compañeros pusieron empeño por lanzarla a campo raso, lo que lograron en mucha parte; pero, encerrado él entre las arboledas y el ganado, que pugnaba por entrarse al corazón del bosque, fue cogido en una pierna por un novillo bravo, y aun su caballo, que recibió heridas mortales. Debía su vida a los compañeros, que acudieron en el acto al socorro...

Escucháronle las dos hermanas con atención, cada vez   —97→   más admiradas del lenguaje usado en el relato, tan distinto al que estaban acostumbradas a oír a las gentes del campo.

En tanto, Estaban había concluido su faena fatigosa y dura. La tarde avanzaba, y en gigantescos pasos la sombra iba cubriendo la pequeña zona cubierta por «las casas». Don Luciano se manifestaba placentero, las jóvenes reían, y Berón parecía participar del general contento. Los diálogos llegaron a tomar mayor animación; y Dora se permitió indicar que en el declive que daba al estero se respiraba un aire más fresco que el de aquel sitio.

Desasosegada e intranquila, moviéndose de aquí para allá con cualquier pretexto, su proposición lanzada como un mero dicho, fue acogida; y todos se dirigieron a la ladera cercana, a excepción del hacendado, quien, según él -al excusarse- «era viejo para cabrero».

Desde la loma, el espectáculo se presentaba encantador. El cielo estaba azul; pero en el horizonte del poniente, una gruesa valla o barrera de nubes color plomo interrumpía la luz solar, dibujando en el espacio de un lado una cordillera con vistosos picos y morros, y del otro enormes superficies planas o mesetas de vapores inmóviles y nutridos. En una como montaña, la más enhiesta de la aérea cordillera, la refracción formaba en los contornos sinuosos una ancha franja de oro de un brillo incomparable y por detrás se alzaban a varios rumbos diversas fajas o hebras de cabellera no ígnea sino azulada, en tanto caía de la vecina falda, lo mismo que baja serpenteando de las cumbres al valle un gran curso de agua, una cascada de fuego que desaparecía en la boca negra de un abismo. Uno que otro rayo se escapaba a través de aquella masa condensada, casi horizontalmente, y venía a atravesar los montes que festonaban el río convirtiéndose en el pasaje en un diluvio de aristas luminosas.

-¡Mira, que lindo! -exclamó Dora, alborozada-. El sol nos está guiñando un ojo...

Nata se rió, añadiendo:

-Ahora pestañea...

La negra sin preocuparse poco ni mucho del paisaje, se   —98→   puso a correr como una gama atrás de un chivo que andaba a saltos entre unas piedras del declive.

Berón se mantenía discreto y atento, algo tímido en su actitud y no menos preocupado, al verse solo con aquellas dos primaveras. Causábanle una impresión dulce, halagadora, despertando en su espíritu confusas reminiscencias; sus palabras, sin embargo, al hablar con ellas, carecían de ardor y no denotaban nada de lo que parecía sentir íntimamente.

También las jóvenes se mostraron reservadas.

El momento de recreo fue muy corto; casi de la misma duración que el panorama del poniente.

Cuando regresaban, Nata y Dora venían del brazo, cambiándose miradas, cada vez que lograban fijar alguna en el acompañante que venía al lado -a paso grave y medido.

-Haremos mañana el paseo a la isleta, -decía Dora;- pues, ya no hay motivo... Tengo allí en las acacias tres nidos de jilgueros con cinco pichones. Se les van poniendo negras las cabecitas.

-Sí, iremos -contestaba Natalia, sin fuerzas para negarse en presencia de aquel testigo.

Él por su parte, añadía con reposo:

-Conozco el sitio. Es muy alegre, de mucha sombra, y tiene el canal por delante, -de gran hondura.

-Una vez se ahogaron algunos animales ariscos en el remanso, -proseguía Dora con aire austero. Don Anacleto miraba desde la orilla a caballo, sin saber por dónde bajar...

Nata se llevaba la mano a la boca, con ímpetus de risa al oír ésta y otras ocurrencias irónicas de su hermana; y así llegaron a los «ombúes», paso a paso, cuando ya el sol se había escondido, pero no sin dejar como un rescoldo el suelo y más que tibio el aire.

A las ramas de unos de los «ombúes» habíanse ya trepado las aves caseras, en filas y esponjadas; y un gallo criollo de cresta muy roja y gruesos espolines en sus zanquituertas iba saltando el último, de verruga en verruga del tronco, y de la horcadura central a los gajos,   —99→   alborotado y cacareando, con la barbada temblorosa y el ojo alerta, por si faltaba alguna de la gran familia. Y, cerciorado de que no, parábase de vez en cuando en alguna rama endeble muy altivo, lanzaba una nota estridente y bamboleándose estiraba bien el ala frotándola en uno de los espolines, ufano y orgulloso.

En presencia del cuadro, Dora sintió como un ansia, y Nata se sonrió. Era que, una de las diversiones predilectas de aquélla, consistía en acechar la oportunidad en que el gallo batía sus alas para cantar; y, en haciéndolo, arrojábale entonces con cualquier objeto inofensivo a la cabeza o al esponjado cuello, a fin de que se «atorase», según su expresión pintoresca, y en vez de un canto, saliese como un grito despavorido cuyo eco repitieran en coro todos los emplumados.

Nata se reía, al pensar que a la presencia de Berón, debía el pobre sultán de los gallináceos el no haber recibido una andanada de Dora en medio de su alborozo.

En cambio, comprimiendo a su vez la risa, y con cierto aire de amenaza, Dorila dijo, con pueril vivacidad:

-¡Engreído el cantor!...

Algunos momentos se detuvieron conversando de cosas campestres bajo los «ombúes»; y de allí se despidió Luis María, manifestando que le sería muy agradable el permiso de venir todos los días a saludarlas, mientras permaneciera en el campo.

Algo oyó el balbucear a las dos, cuyo sentido no pudo alcanzar de un modo claro; pero, debió interpretar la respuesta favorablemente, porque se fue satisfecho y contento.

Perdíase ya en la sombra su silueta, y las dos hermanas seguíanla todavía con mirada atenta, calladas y en suspenso. Después volvieron los ojos, dieron algunos pasos sin objeto, lamentóse Dora de que se le hubiese «escapado el batará de una sorpresa», murmuró Nata palabras vagas; calláronse de nuevo, y por último, se miraron de frente la una a la otra...

Parecieron preguntarse: «¿Quién es?» «¿De dónde viene?».

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Tenemos nosotros que decirlo, antes de proseguir el relato. Luis María tenía su odisea interesante, y por lo mismo digna de que la narremos desde su origen. En su corta historia, solo había ensueños e infortunios, -patrimonio de los héroes ignorados.



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ArribaAbajo- VIII -

Hogar de antaño


Algunos años antes de que se fundase la escuela gratuita establecida en el Fuerte, bajo los auspicios de la sociedad lancasteriana, y cuando aún primaba en materia de educación el viejo sistema conventual, Luís María oía en San Francisco, sentado cinco horas al día en dura banqueta o banquillo, las lecciones y consejos de los maestros de sandalia y rosario.

Aparte de los rudimentos, inoculados a vigor de disciplinas, los buenos frailes le habían enseñado un poco de latín, poniéndolo en relación aunque lejana y fría como toda la que se entabla con los muertos de otras razas y otros siglos, con Horacio, Ovidio y Virgilio. Educada en esa forma su memoria -porque todo procedimiento era por entonces mnemónico- recitaba él en cualquier momento trozos clásicos enteros, desde el iam quiescebant voces hominumque canumdel poeta melancólico, hasta el arma virumque... del cantor de Dido.

En otro género de estudios, Luis María no era menos adelantado. Había recibido lecciones de Larrañaga sobre botánica y zoología, al punto de serle casi familiar la flora y la fauna rioplatense. De más está el decir que no era lego en teología, siquiera se tratase de las nociones principales;   —102→   y que había ayudado al servicio divino, cuando la campana del convento era la única que llamaba a misa y se utilizaba hasta el atrio para celebrarla en los días de gran afluencia de fieles. El boqui-rubio de sobrepelliz e incensario en la mano, que difundía aromas al pie del altar, atrayéndose las miradas de las devotas con su aspecto de querubín inocente y sus grandes ojos azules de una precoz tristeza serena, había merecido algunas veces sin embargo, de sus maestros, castigos severos. La letra con sangre entra -se decía entonces. El niño tenía bajo su apariencia dulce e inofensiva un genio duro y fuerte que no doblegaba la penitencia; reacio siempre al castigo, indócil a la reconvención brutal y altivo ante la amenaza disciplinaria.

Los conventuales lo distinguían a pesar de todo, no sólo por sus bellas dotes intelectuales sino también por la respetabilidad social de la familia a que pertenecía.

Tal vez, con conciencia de esto, el niño solía llevar al extremo la violencia de sus arrebatos; y fue así cómo una vez, después de una reprimenda, y hallándose de penitencia en la celda del padre guardián, cogió la caja de carey con incrustaciones de oro y aditamento musical, en que aquel guardaba su polvillo de lujo, y la lanzó contra el muro convirtiéndola en cien fragmentos. Después de este ímpetu colérico, escaló la tapia y se fue.

Contaba ya trece años.

Inútil fue todo esfuerzo por volverlo a la escuela del claustro. Rebelóse contra las prácticas rígidas y austeras de su misma familia; -aquellas prácticas españolas que no permitían la menor réplica u observación a las reglas domésticas, ni a los fueros de la patria potestad-, y hubo que ceder así mismo para evitarse mayores desazones. El mancebo había ya recibido por otra parte, la instrucción necesaria, y convenía emplear su actividad en otras tareas. Dedicósele al comercio, en la misma casa de su padre, que era hombre de negocios y rico propietario; nueva condición a que se sometió el joven sin resistencia alguna, pero sin abandonar sus libros que leía con avidez creciente, como una prueba de que no había sido la falta de amor al estudio lo que lo había inducido a romper con las reglas   —103→   colegiales del convento, sino sus severísimas prácticas internas, ante las cuales aparecían de color de rosa las costumbres austeras del hogar.

En el seno de su familia, con arreglo a estas austeridades, se profesaba la religión del rey y rendíase culto al derecho divino, no viéndose otra autoridad respetable más allá de su augusta persona; y a partir de esta especie de superstición o fanatismo irreductible, todos y cada uno de los sacudimientos armados de las campañas y la revolución de Mayo en primera línea, constituían rebeldías criminales que debían castigarse de un modo inexorable. Los caudillos se encontraban fuera de toda ley. Prohibido estaba el hablar de Artigas en ningún momento, sino era para celebrar sus desastres. El señor Berón había sido miembro de la logia «Los Empecinados», uno de sus más conspicuos intransigentes, del consejo privado del virrey Elío, y luego del círculo familiar de Vigodet -de cuyas tertulias era personaje obligado para la malilla y el solo, el tresillo, las damas o el ajedrez. En la carpeta o el tablero tenía pocos rivales tratándose de una bola natural o de un jaque-mate de sorpresa; y como era franco, abierto, algo mani-rota, de voz recia y carácter firme, la tertulia se animaba a su sola presencia, cundían los habanos y cajas de rapé y concluíase siempre por reconocer que muy pocos comerciantes llevaban tan bien como él los calzones de tres botones. Sus ideas eran radicales y extremas en toda cuestión. Artigas era un cuatrero con presillas de coronel; y figurábase a los hombres de algún valer que le rodearon, con las piernas desnudas para anclar mejor en los charcos y pantanos, sombreros altos de felpa, fracs con botonadura dorada y «boleadoras» ceñidas a la cintura. -¡Al fin tupamaros! -argüía colérico, como expresión sintética de sus razonamientos de sectario convencido-. Por lo demás, el señor Berón tenía fama de ser un excelente sujeto, amo de bastantes negros, concurrente asiduo a la iglesia del convento y protector de desvalidos.

Su esposa, dama ya madura, de espíritu tolerante y sosegado, pulcra, hacendosa y sencilla, si bien no trataba a Luis María con el aire adusto de su padre, mostrabásele   —104→   seca por temperamento, aunque como aquél lo amase en el fondo de una manera entrañable. Esta buena señora llevaba consigo en todo tiempo al costado un rosario «bendito» de cuentas de porcelana, y una cajita de plata llena de polvo blanquillo, que sorbía con frecuencia en medio de sus faenas domésticas. El pañuelo de algodón a cuadros rojos y amarillos, era el complemento de estos avíos.

Aunque retraído y sobrio en demostraciones de cariño por la educación recibida y por su dureza de carácter, el hijo tenía siempre para la madre un beso o una sonrisa, y amoldábase casi indiferente a los usos del hogar sin demostrar nunca en sus menores actos que él se apercibiese que se le consideraba niño todavía cuando ya había dejado de serlo.

Ciertas lecturas llegaron a acentuar las predisposiciones naturales de su espíritu, nutriéndolo de ideas nuevas a la vez que exaltaban sus sentimientos en favor de causas extrañas a las viejas preocupaciones sociales y políticas, imperantes en su familia. Al principio oyó decir que los contrabandistas y facinerosos en alianza con los «charrúas» se habían alzado contra la autoridad del rey, y que cometían crímenes sin nombre en las campañas, sin que los tercios pudiesen dar con ellos por junto para exterminarlos completamente. Niño aún, aquellos sucesos no pudieron atraer su atención. Pero, los años pasaron, y la lucha seguía sin tregua. Entonces, a medida que él fue avanzando en edad y en madurez de juicio, empezó a examinar y a formarse en sus adentros un criterio distinto a aquel que dominaba de antaño en el recinto amurallado, y bajo el techo de sus padres. ¿Por qué peleaban con tanto brío aquellos hombres? Parecíanle extraordinarios. A los mismos frailes de San Francisco les había oído decir cosas que ahora se le presentaban claras, al pedir materiales a la memoria; y esos elementos de juicio iluminaban su razón despertando en su corazón virgen los anhelos vagos, al comienzo, después ardientes de coparticipar de las emociones   —105→   y peligros de los que luchaban más allá del muro artillado; -espacio para él desconocido, lleno del misterioso encanto que le daban las proezas del valor, poblado tal vez de paladines semejantes a los de la leyenda antigua, consagrados por entero a la patria y pródigos en morir. Desde que llegó a sentir estas impresiones -verdaderos asaltos del instinto nativo, -este amor secreto a los criollos sus hermanos, este vértigo por la aventura que solía nublarle el cerebro-, se hizo más reservado, casi óseo, cual si temiese que en su frente se reflejaran los ensueños juveniles con las sombras de un delito.

En ese ensimismamiento fijóse la madre más de una vez, sin lograr satisfacción cumplida. ¿Serían acaso los monótonos hábitos domésticos, aparte de la fatiga del trabajo diario, los que iban cambiando el carácter del joven al punto de arrebatarle toda alegría? Para estas dudas mediaban razones. Luis María salía en muy rara ocasión de su casa. Concluidas sus tareas encerrábase en su cuarto y leía, hasta la hora de la cena. En la mesa se hacía el rezo, comíase frugalmente y antes de levantarse los manteles el hijo pedía la bendición a sus padres y volvíase de nuevo a su retraimiento silencioso y sombrío. Muy de mañana estaba de pie, y en su sitio de labor, que era un escritorio colocado detrás de una compuerta, con banco alto y vistas a la plaza de la Matriz. Desde ese sitio complacíase en los momentos de ocio en ver llegar a los hombres de campo que venían a proveerse en el establecimiento, apearse junto a la vereda resguardada en su cordón por cadenas de hierro sujetas a postes de ñandubay o de algarrobo, echar la manea a sus caballos enjaezados con el mejor «apero» y entrarse luego a la casa balanceándose sobre sus talles, con aire altivo, al ruido de sus espuelas prendidas al rancajo sobre «botas de potro» abiertas en los dedos, camisa limpia con un pañuelo en triángulo sobre el omóplato y anudado al cuello en vez de corbata, chaqueta burda, chiripá de bayeta y calzoncillo de cribo, sombrero de ala blanda al flanco, larga la cabellera flotante sobre los hombros, el poncho de estación a medio caer en el brazo, muchas sortijas raras ensartadas de a cuatro y cinco en los índices y   —106→   anulares, la cola del cigarro encima del pabellón de la oreja, y el barboquejo trazando un arco a media barba; el mirar desconfiado, la palabra tardía y el regateo en la paga con el codo en el mostrador y los ojos en el pingo coscojero que amenazaba pisar una rienda o hundirse en el lodazal de la calle hasta los corvejones. Luis María abandonaba su escritorio, los observaba con interés, interrogábalos sobre ciertas cosas, complacíalos en algunas de sus exigencias, y concluía por estrecharles fraternalmente la mano cuando ellos se despedían. Después de estas escenas, que eran frecuentes, volvía él a sus meditaciones, fijas las pupilas en aquella plaza desnuda de árboles y en aquellos muros de ladrillo colorado de la Matriz que se alzaban al frente, tristes, con sus mechinales llenos de murciélagos y lechuzas. Al toque de oraciones, íbase a su soledad.

Así fue creciendo, y pasaron meses y años. Diez y siete contaba de edad. En un lapso no muy largo de tiempo, habíanse arriado diversos pabellones en la ciudadela: a los españoles vencidos para siempre, habíanse sucedido los argentinos y luego los orientales o «artiguistas», en pos de combates y disturbios, acontecimientos inesperados, transformaciones violentas, gobiernos de un mes y represalias implacables. Los ánimos habían quedado aturdidos ante aquel drama de acción permanente. Su padre no hablaba ya de política con el ardor de otros días, y vivía recogido en el hogar, en cuyo secreto se permitía él únicamente confiar en que todo volvería a su quicio así que España se reconstituyese; para lo cual con cuatro batallones del Fijo y dos regimientos de Albuera el real de San Felipe quedaría obligado a la vieja lealtad. Acordábase con enojo de la batalla del Cardal en que se encontró; y contaba al hijo como se habían acostado boca abajo los batallones de rifleros ingleses detrás de los maizales -para abrasar viva la columna española a quema-ropa, como en efecto lo hicieron, introduciendo el desorden en las filas; de qué modo huyó el virrey Sobremonte de infeliz memoria, arrastrando   —107→   la caballería, y en qué forma regresaron los vencidos al Real después de la dura pelea dejando tendidos en el lugar nefasto centenares de valientes. Y luego, la defensa de Montevideo por el noble y pundonoroso Ruiz Huidobro tan digno de mandar como de ser obedecido, soldado de grande aliento y español de la mejor sangre, bajo cuyas órdenes sucumbieron contentos los veteranos junto a sus banquetas y frente a la brecha abierta por la lluvia de hierro de ciento cincuenta cañones, y a cuyas arengas las simples milicias igualaron el heroísmo de los tercios enardecidos por el ejemplo. «¡Si vieras, muchacho -exclamaba el señor Berón en este punto de sus recuerdos- cómo se amontonaba la carne humana delante de la metralla en la brecha! ¡Eso era morir, por Santiago! Aquí en el brazo recibí una onza de plomo, y en la pantorrilla tengo la huella de un casco que me llevó buena cantidad de pulpa.» Repetía después sus historias de la época de Elio y del tiempo de Vigodet, para caer al fin en tristezas profundas. Tenía del General Alvear un concepto muy desfavorable, desde el día de la famosa capitulación. «Con sus charreteras, -decía fosco-, es todavía y será siempre un alférez de carabineros desleal, desequilibrado y travieso, que deberá siempre al acaso sus victorias y a sus farsas de comedia su prestigio efímero.» -Luis María oía todas estas cosas callado, con respeto; pero, en su interior, deducía que su padre soñaba cuando afirmaba, persuadido formalmente, que la vieja metrópoli volvería a recuperar sus dominios.

Respecto a juicios de otra índole, el joven pensaba y con razón en cierto modo, que el anciano era más realista que el rey.

La época no se presentaba a esos cálculos y devaneos. Hora tras hora, los horizontes se ponían más oscuros, frustrando planes y combinaciones, y subvirtiendo por completo el orden de las ideas coloniales.

Cierto día, las pequeñas fuerzas del país que guarnecían la plaza bajo las órdenes del delegado Barreiro, la evacuaron en silencio, para reincorporarse a Artigas. La vieja ciudad fuerte quedóse así sin hombres de armas, como un armazón dentro de una coraza, vacía la ciudadela, sin centinelas   —108→   las formidables murallas, ni ruidos de tambores en los cuarteles.

Parecía pesar en el ambiente una capa de plomo.

En medio de ese silencio solemne repercutía en los oídos de muchos el eco fatídico de rápidas y ruidosas victorias... eco que era para algunos, el precursor feliz de una paz perpetua y de una prosperidad envidiable.

Y otro día ardiente, a principios del año XVII, echadas a vuelo las campanas, vio entrar Luis María numerosos soldados en compactos regimientos vestidos con trajes azules y amarillos, carteras negras para enseres, correaje blanco en bandas y altos morriones de cono invertido. Estos nuevos tercios armados de carabinas y sables -alfanjes los de a caballo, y los de a pie con fusiles de cazoleta y pedernal, pesados y deformes, luciendo en sus vestuarios el celeste y anaranjado, y chocando con sus bridones de guerra de orejas partidas y rabos desnudos, las lujosas sillas de arzón, porta-pliegos y pistoleras acharoladas de los jefes, capitanes y tenientes, desfilaban por un flanco de la plaza al son de los clarines y trompetas, al aire los estandartes de quinas y bordadas guías, con rumoroso estrépito de armones y piezas de campaña.

Eran las tropas portuguesas -vencedoras de India Muerta- que habían recibido horas antes frente al portón de San Pedro las llaves del viejo Real en bandeja de plata, de manos de los cabildantes; y cuyo jefe, bajo el palio, escoltado por el clero, marchaba al frente muy orgulloso de sus fáciles triunfos.

Aquella columna ordenada con vistosos uniformes, las banderas enhiestas, el choque de los sables, el sordo rodar de los cañones, el paso ruidoso de la caballería, las notas vibrantes de las cornetas y de la charanga, el batir de los badajos y el vocerío confuso de la gente -atraída de una manera vigorosa, allí como en todas partes, por el prestigio del éxito- no aturdieron a Luis María, que experimentó ante semejante espectáculo un sentimiento de repulsión invencible mezclado de desprecio.

No valían más en su concepto los que rodeaban al vencedor, que el vencedor mismo; la «patria» que él se había   —109→   forjado en sus adentros y cuya imagen rara guardaba como un ensueño dulce y querido, no estaba allí dentro de muros, entre los hombres de negocio que atesoraban tras una larga labor honesta, cierto era, el peso fuerte y el cuartillo, -las negras pasteleras y los pescadores de palancas. Los verdaderos hálitos de vida de esa «patria», los ecos enérgicos de sus sublimes rabias mal domadas venían de afuera, de sitios que no conocía, quizás de campiñas llenas de sol y de pampero cruzadas por escuadrones casi desnudos y deshechos que iban derramando sangre a lo largo del camino, por el placer de verterla en holocausto a una pasión indomable, de cuyos himnos selváticos nadie hablaba, para cuya bandera no había laureles, y de cuyos sacrificios anónimos y héroes ignorados nada diría la historia. Esos hálitos, esos rumores lejanos de oscuros combates a muerte, esos duelos de uno contra ocho tierra adentro junto al bosque, en el llano, en la sierra, sin pólvora, sin balas, a lanza y sable y toque de degüello, sin auxilio ni mano protectora, reemplazándolo todo la bravura del instinto y el fanatismo de pago, eran sucesos y ruidos que llegaban tardíos para desvanecerse al pie de las murallas como últimas ráfagas de un viento tempestuoso. ¡Cuánta abnegación sin embargo, en el fondo de esos amores terribles y de esos odios implacables! Era en ese fondo casi insondable que el joven vislumbraba la débil lumbre que había de alimentar nuevos incendios, mejor tal vez que las brasas cubiertas por la ceniza sobre las cuales y al acaso una mano arroja poderosos combustibles; -fondo preñado de savia como el de la tierra que esconde el germen arrastrado por el huracán, y que ha caído en el hoyo al azar, recubriéndolo el mismo viento de borrasca y librándolo al crecimiento espontáneo de todas las incubaciones misteriosas.

Así pensando, a medida que los hechos le suministraban día a día nuevos elementos de juicio, él no podía mirar con indiferencia la entrada triunfal en Montevideo de las tropas portuguesas; las que, a título de «pacificadoras» habían humedecido y seguían bañando con sangre de criollos el suelo de la provincia.

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En confirmación de sus suspicacias sucediéronse bien pronto actos de dominio y de opresión de un significado claro y evidente: impusiéronse diezmos, cambióse la moneda, púsose fuera de la ley a los que luchaban, y hasta arrancóse a la debilidad del Cabildo una fracción de territorio en cambio de un préstamo exiguo de dinero para un faro en las costas del Este. La bandera de las quinas parecía afirmar más su astil en los gloriosos bastiones del recinto; y el prestigio del blasón arrancaba aplausos a quienes debían sellar sus labios. Verdad era que los que de este modo procedían no conocían la clase de huéspedes que habían alojado en su casa, y que cedían casi inconscientes al impulso de la novedad dorada por el éxito. Ésta había herido profundamente los sentidos de una sociabilidad desvinculada y en completo desequilibrio. Nuevos hombres, nuevas banderas, ejército disciplinado, otros programas, esperanzas de orden detrás de la anarquía ¿qué más podía desearse? Hacía poco tiempo que Torgués amenazaba domar la soberbia española con espuelas, como si se dijera, jinetear en el lomo del león y gobernarlo con una mano por la melena; y menos tiempo hacía que se había visto salir de la plaza, al anuncio de grandes derrotas, sin formación, en descompuestos escalones, desgreñados y siniestros, con los dedos del pie encajados en un solo estribo de madera, ciñendo sables rotos y empuñando tercerolas sin pedernal ni baqueta, abollados los sombreros de «panza de burro», luengas las barbas, harapientos, -a unos hombres que se decían soldados o dragones de Artigas. ¿Cómo podían compararse estos dragones que así marchaban en la hora de prueba, silbando entre dientes algún «pericón» salvaje, con aquellas brillantes tropas que vestían de amarillo y celeste y traían colgando al flanco enormes carteras negras, como si cada número encerrase en la suya, el secreto de civilizar y de resolver problemas?

Ante este criterio, Luis María sentía lástima por los creyentes, y admiración por las míseras huestes nativas; porque   —111→   le era imposible hallar grandeza de ánimo fuera del sacrificio- que es donde el ánimo brilla y se impone, aunque se lleven andrajos y se canten trovas alegres en medio del infortunio, y hasta en la víspera de la pelea sin perdón.

En rigor, no era él solo el que dudaba de las promesas de don Carlos Federico Lecor, aun cuando éste astuto político y soldado procurase convencer por medio de manifiestos que venía a «pacificar», aplicando a su conducta y persona, en descargo, conceptos semejantes a los de los versos de Camõens: Mettido tenho a mam na consciencia, -e non fallo se nom verdades puras.

Algunos querían una patria grande, aunque fuese brasilera.

Otros, y eran estos los más, suspiraban por una patria pequeña, pero libre y rica.

La clase privilegiada en la que brillaba el talento con los títulos académicos, los honores oficiales, las condecoraciones ostentosas y la soberbia de las desigualdades sociales, constituía el apoyo y sostén moral del principio de absorción absoluta y adherencia a la corona; sin que, a pesar de serle exigible la iniciativa como elemento pensador llamado a encaminar las ideas y a domar por medios hábiles las pasiones en lucha, hubiese en ningún momento hecho trascender planes, proyectos o combinaciones de orden político e institucional que denunciasen un propósito fijo y deliberado respecto a la nueva suerte de la tierra nativa, con proyecciones calculadas o ciertas, y un sistema dado de reformas que garantiese su régimen interno y local en lo futuro. De los procederes incorrectos, por no decir incoherentes y desacertados de estos hombres inteligentes, aristócratas por casualidad, inferíase a todas luces que tan sólo el odio a la obra del caudillo era el móvil determinante de su actitud, móvil individualista que los había aunado para buscar más allá de las fronteras el poder fuerte que debía ahogar en su desarrollo embrionario el sentimiento democrático con el de autonomía propia, desviando aunque por breve tiempo de su cauce la corriente natural, a imitación de los prohombres que en la ribera opuesta pugnaban   —112→   de todos modos por adaptar a la forma monárquica una sociabilidad transformada ya por esos «hijos del pampero» llamados caudillos. Pretendían desde luego, sustraer a la vieja organización del virreinato la zona oriental, rompiendo los vínculos tradicionales y de familia, inyectando otra sangre en sus venas exangües, sustituyendo con otras costumbres y otro idioma el lenguaje y los usos consagrados por los siglos; sin advertir que la historia, la naturaleza, el clima, los instintos peculiares de raza y de índole etnológica, adobados por el hábito constante de la pelea y del sacrificio, hacían inconciliables esos propósitos con el espíritu local y eran fuerzas tan temibles como las de aquel gigante mitológico que las renovaba con mayor vigor en cada caída. Podría pues, esta clase privilegiada representar la inteligencia, la riqueza, la cultura y hasta la «sangre azul»; pero no el buen sentido práctico que al acertar con las soluciones convenientes dirime los conflictos sin herir los grandes intereses vitales de la comunidad, en sus mismos principios conservadores.

La clase humilde, la de los amores profundos al pago y por extensión a la provincia, en cuyas filas oscuras no se distribuían órdenes del Cruzeiro, ni hábitos de Cristo, ni baronatos con terruño, ni grados militares más o menos honoríficos; que soportaba el peso de todos los tributos ominosos, alcabalas, diezmos, servicios obligatorios, trabajo esclavo; que había combatido largos años sin quejarse de su suerte mezclando a los laureles zarzas de martirio, y a sus nobles sufrimientos la gran virtud de la altivez en la derrota, -esa clase no abdicaba de sus pretensiones al predominio absoluto de la tierra que amaba con pasión indígena, representándosela dentro de sus grandes ríos y océano, con sus cerros, sus montes, sus «cuchillas», sus estancias llenas de millones de animales, sus vírgenes florestas y campos de eterno verdor, sus pajonales inmensos con criaderos de tigres, sus arroyos de aguas transparentes y arenas sembradas de chispas de oro, sus valles fértiles poblados de venados y ñandúes, sus praderas de costra mineral luciendo al sol en prismas caprichosos piedras admirables, sus serranías abruptas con enormes morriones de   —113→   granito y caudales de agua en sus abismos festonados por una vegetación arbórea lujuriante, sus vastos terrenos arables en donde el grano engorda y se yergue maciza la dorada espiga a salvo de huracanes y ciclones, sus puertos privilegiados, y sus riberas bañadas por las olas marinas, -como una tierra tan hermosa y opulenta que bien merecía concluir peleando en ella la vida errante, porque ninguna patria habría después de ella que endulzara siquiera la amargura de perderla. -De esta pasión común a todos los pagos, en todos imperante y ardiente, resultaba un culto rudo y fanático que servía de lazo de unión a los espíritus, reunía a los hombres de distintas zonas con más facilidad que la disciplina social con sus duras reglas, y al difundir en la masa inquieta el soplo del instinto sublevado predisponía al combate permanente la soberanía del número.

Entre los cálculos pues, del talento y la diplomacia, y las suspicacias de la astucia apoyada por las proezas del músculo, oscilaba la suerte de la cisplatina; y era el tiempo el que debería poner en evidencia si la razón estaba o no de parte de los humildes, y sí «los últimos serían los primeros».



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ArribaAbajo- IX -

En pos de la aventura


Tal era el medio-ambiente en la reducida sociedad de su país, cuando Luis María, formada ya su conciencia de hombre, y trabajado por las insinuaciones y ruegos de su madre, propúsose modificar en parte sus hábitos de vida dándose a sí mismo una libertad que nunca había gozado.

Empezó a frecuentar algunos centros con violencia al principio, por predominar en ellos el espíritu de anexión que tanto le mortificaba; violencia que él llegó a reprimir en el interés de imponerse de los trabajos ocultos, aparentemente encauzado en la corriente de las ideas de entonces. Sentía un vivísimo anhelo por oír y orientarse en la cosa pública. Ni el teatro iluminado con candilejas, ni los bailes suntuosos de la casa de gobierno, a los que asistían las mujeres más bellas de la clase aristocrática, atraían su atención. De una gravedad precoz y de un carácter tan estoico y firme, cuanto eran de dúctiles y maleables los de aquellos que primaban en esos centros, el joven rehuía todo entretenimiento fútil, pasaba casi inapercibido para los que se creían hombres de observación y sagacidad, y era inabordable para los necios y los tontos. De ahí que por aquéllos se le mirase por encima del hombro; y por éstos, con esa prevención hija del rencor y nieta de la envidia,   —116→   así capaz de inventar la calumnia en cualquier momento, como de escupir al mérito por exceso de imbecilidad. Luis María ponía oídos sordos a esas animosidades, buscando siempre informarse en las mejores fuentes acerca de la marcha futura de los sucesos y de la actitud que asumirían ciertos personajes en un instante dado.

Llegó así a enterarse bien de lo que ocurría, corriendo el año de 1823. Una logia de patriotas, en combinación con el General don Alvaro de Costa que mandaba los Voluntarios Reales, venía gestionando el auxilio del gobierno de Buenos Aires, a fin de que éste, a la vez que socorriera con buques suficientes a Costa para trasladarse con sus batallones a Europa, prestase a los criollos apoyo moral y material contra Lecor que vivaqueaba en Canelones, como adicto a Don Pedro I proclamado Emperador, y al frente desde luego de las tropas regulares del Brasil y de las auxiliares orientales que mandaba el «Brigadeiro» don Fructuoso Rivera. El gobierno argentino, a pesar de la opinión que empezaba a formarse en favor de la provincia, rehusóse a un rompimiento con el Imperio, y a cualesquiera iniciativa de hostilidad, hasta tanto no llegase contestación explícita sobre instrucciones enviadas a su representante en la corte fluminense. Viose en esto un pretexto más o menos simulado; y decayendo los buenos en sus esperanzas, resolvieron dirigirse a las provincias del litoral en donde ejercía valimiento el General Mansilla -militar de talentos, hombre culto y corazón americano-, pidiendo apoyo.

El comandante en jefe de las fuerzas portuguesas, no obstante esas y otras negociaciones de un móvil sano y patriótico, había aventurado una sorpresa sobre las tropas del general Lecor en la esperanza de dominar las campañas, obtenido el éxito. Aunque era hábil el plan, no consiguió aquel por circunstancias imprevistas; limitándose en esa su ofensiva a un choque sangriento de vanguardias, cuyo triunfo parcial se debió al denuedo del capitán Don Manuel Oribe.

Los patriotas que en el fondo suspiraban por la independencia y que habían hecho fervientes votos por la victoria   —117→   completa de los aliados, que les proporcionara la suerte, miraron con pena el regreso de los Voluntarios dentro de murallas.

La desmoralización fue entonces en aumento. El peligro arreciaba, y era difícil el conjurarlo. Portugueses dentro, brasileros en el campo, un rey y un emperador -padre e hijo- disputándose por medio de sus ejércitos la preponderancia exclusiva del país; los orientales divididos entre realistas e imperiales, con proyección de vistas algunos, los otros por conveniencia; el gobierno de Buenos-Aires neutral -pero en realidad al acecho;- falta de recursos, resistencias obstinadas de los pesimistas, vacilaciones en las cabezas directoras: tal era el estado de las cosas y de los espíritus cuando Luis María llegó a darse cuenta exacta de los factores en acción, y a condolerse de la bajeza de unos pocos y de la abnegación estéril de los más.

Entre estos últimos, el bravo criollo Leonardo Álvarez de Olivera en la impaciencia del patriotismo, se había alzado en armas en la zona del Este reuniendo en un solo regimiento aquellos mocetones del Iguá y del Alférez, que doce años antes habían visto partir a sus padres con la hueste de Manuel Francisco Artigas para batirse en las Piedras y tras recias vicisitudes, ir a sembrar con sus huesos los campos de Sipe-Sipe. Desde el primer momento se mostraron ellos dignos de sus progenitores, librando varios combates en los que cedieron a su empuje las fuerzas enemigas, que arrastraron a su vez en el repliegue todas las guarniciones que quedaban aisladas en puestos diversos del distrito, a las órdenes del Coronel Felisberto.

Este incidente o detalle del cuadro de la época, impresionó a Luis María Berón de una manera singular.

¿Sería acaso, porque aquellos hombres se batían solos, sin aliados, aunque los tenían en Montevideo, por la conciencia de su valer y de su derecho a la tierra, lo mismo que lo hicieron un lustro antes bajo las órdenes de otros caudillos? Tal vez. Esos combatientes habían seguido a Frutos11 hasta el año XX y recogídose a sus hogares después   —118→   del desastre del Catalán, dónde el rudo y valeroso soldado Andrés de Latorre quemó los últimos cartuchos de la resistencia regular dejando al vencedor dentro de una charca de sangre. Ahora, «Frutos» levantaba su tienda cerca de la de Lecor, fraternizando con los mismos que fueron sus adversarios; y, ellos, lejos de ampararse a su prestigio y a su bandera incolora, peleaban por su cuenta, incluyendo al caudillo en el número de los que «vivían sobre el país».

Entonces, aquel alzamiento parcial era consciente, espontáneo, efecto de propensiones y tendencias propias, cuyo objetivo no se simbolizaba en una personalidad más o menos prepotente, y cuya iniciativa era anónima como las que surgen del conjunto e improvisan jefes por la esencia misma de su virtud....

Así pensaba Luis María una noche, en que oyó elogios sobre Álvarez de Olivera; a extremo de que, al retirarse para su casa meditabundo, figurábaselo en su imaginación como un adalid de poema; siendo lástima en su sentir que no llevase casco con cimera para poetizar mejor la hermosura de su causa. Estaba peleando. Había vencido dos o tres veces sin contar el número, obligando el resto a la fuga por el escarmiento; y agregaban que todo había sido a botes de lanza con desprecio del plomo, sin aguardar que le buscasen, enderezando al peligro como en los cuentos de los lances caballerescos.

Ante estos sucesos sentía él cierto rubor que le enardecía el rostro, pues que siendo ya un hombre nada había hecho todavía que lo acreditase como tal, cuando otros desde niños llevaban espada a la cintura y se habían distinguido por su decisión y su valor. Forjábase entonces la   —119→   ilusión de que ese don Leonardo, que tanto de león tenía, bien podía enseñarle a batirse y a merecer los dictados que a otros se daban, a partir de que, como decía su padre haciendo suya una frase de Cervantes «ningún hombre vale más que otro, si no hace más que otro hombre».

Luis María se acostó un poco febril; y soñó esa noche con batallas y matanzas, llenas de ecos de clarines y músicas marciales, percibiendo entre densas humaredas estandartes, penachos y morriones, y bajo sus pies que el suelo temblaba al peso de los regimientos en la carga como empujados por el grande aliento del honor y de la gloria, bajo el sol brillante de su tierra tan bella y tan amada como la madre cariñosa, especialmente en esos días de dolor y de quebranto. Soñó también que él se perdía en el tumulto como uno de tantos, cuando creía haber dado pruebas de heroísmo; y que en medio de la lucha cruenta los más humildes, riendo le decían: «Aún no hiciste tu deber, pobre vanidoso, mira nuestra piel por donde resuellan veinte heridas y sabrás lo que es valor». Y luego, otros que estaban cansados de matar, cubiertos de sangre, clavaban en tierra el cuento de sus lanzas de hojas de tijera, y mirándolo con lástima exclamaban: «¡Llegaste tarde! Ya hicimos por ti y por otros, y harto pagos si agradecen».

Cuando despertó, estaba empapado en sudor; y hubo de tentarse y encender la bujía para persuadirse de que había soñado. Así que llegó a cerciorarse de ello, sintió alivio. Calmóse y se dijo: « Si voy a la guerra alguna vez, trataré que me estimen esos hombres fieros que provocan la muerte y la reciben como un rayo de sol».

El día siguiente, por la noche, Luis María salía de su casa situada en la calle de San Fernando, para seguir por la de San Carlos hasta la de San Benito12. Muy oscuro   —120→   estaba el cielo, y aunque soplaba un sudoeste silbador, habíanse provisto de sus respectivas velas de sebo los faroles de pescante en ciertos sitios, siquiera fuese para evitar a los transeúntes retrasados serias caídas en zanjas y pantanos. Verdad que las fuertes rachas las habían apagado en cerca de un tercio; pero, otras resistían valerosamente dentro de sus recios vidrios, brillando de trecho en trecho en las tinieblas como lamparillas de cementerio rojizas y agonizantes. A pesar de todo, estas luces valían más que el candil y reemplazaban con alguna ventaja las linternas de mano, muy en uso años atrás, cuando cada uno velaba por su persona y andaba Dios por el mundo.

Esas damas de flamantes vestidos de valiosa tela y macizos adornos en orejas, pecho y manos, cuyas enormes piedras preciosas fulguraban en la sombra, peinadas primorosamente de rodete y largos bucles a los lados con su accesorio de flores de borla de oro o de taco de la reina, salían con sus caballeros, padres o esposos del teatro de San Felipe, en cuya escena actuaba una compañía de cómicos de la legua. Luis María, que se había apoyado en un cañón de hierro colocado de poste en la esquina, bajo un farol cuya luz apenas surgía de en medio de una gran pavesa, violas desfilar por su lado, comunicándose en voz alta las impresiones de la comedia.

Una de ellas que se detuvo un instante cerca, y a quien solía encontrar él a su paso sin haberse tomado nunca la pena de averiguar su nombre, le miró con atención marcada.

Ya había la mujer desaparecido con otras en la sombra, cuando ocurriósele a él pensar que era muy hermosa y que estaba en todo el brillo y lozanía de juventud. Un impulso de curiosidad o de amor propio complacido hubo de arrastrarlo a seguir sus pasos; pero, recordando en el acto que tenía un plan resuelto y adoptado, apresuróse a continuar su camino con mayor decisión, que horas antes, de realizar aquel en la medida de sus deseos.

  —121→  

De allí a la calle de San Benito había apenas una cuadra. Traspuso esa distancia en un minuto, y volviendo sobre su izquierda encaminóse hacia la costa. La calle aparecía más negra que un crespón de duelo. La muralla que se alzaba en el fondo de ella alta y maciza, contribuía a hacerla realmente tenebrosa, así como las casuchas y cobertizos de los flancos que se erguían deformes en la oscuridad, sin un ruido y sin una lumbre en su interior. De atrás de la muralla venía el sordo rumor producido por los tumbos de las olas en las peñas, al soplo poderoso de un viento de borrasca.

Luis María se entró en aquella boca con paso firme, sin preocuparse de uno que otro hombre de espada que pasaba por su lado confundido con las tinieblas; y, a poco andar, se detuvo frente a la puerta de una vivienda baja y hendida de techo de teja, llamando a ella con el puño de su bastón fuertemente. Esa casucha era una de tantas propiedades de su padre, que tenía al fondo un buen espacio libre para vehículos de carga y caballerías. Unos y otras estaban al cuidado de varios negros de confianza, buenos carreros y jinetes criollos en su mayor parte, esclavos de «flor y nata», uno de los cuales -Esteban- era propiedad exclusiva del joven Berón.

Como si esperaran su venida, la puerta se abrió inmediatamente, y volvió a cerrarse así que él entró.

Era Esteban el que había abierto. Berón lo detuvo en el corredor oscuro, cogiéndole del brazo; y díjole en voz baja:

-Mañana temprano irás a recoger todos los útiles de «apero» que nos son precisos, sin olvidar ni una pieza.

-Sí, señor.

-También los ponchos de invierno, rebenques y espuelas. En las maletas pondrás lo que convenga; ropa blanca en abundancia. Me esperarás al caer la tarde, con los caballos listos, en la quinta que está de este lado del Cardal...

Ya sabes que desde hoy eres liberto. ¡No lo olvides!

-¡No señor! Conforme amanezca, todo estará listo como su merced manda.

  —122→  

-¡Así espero, y calla!... Hemos crecido juntos, negro; y así como fuistes mi compañero de infancia y de juegos, vas a serlo ahora en otras diversiones más peligrosas. No te acuerdes de los cachetes que te daba, cuando chicos, porque tú también solías aporrearme.

-¡Oh, no era adrede, niño!...

-Vas a ser mi camarada, y deseo de ti la mayor fidelidad si en algo me estimas.

¡Ahora, dame fuego!

El negro dio en el acto lumbre a un yesquero, que presentó todo conmovido a su joven señor.

Encendió éste un cigarro, y sin añadir más palabra, hízose abrir la puerta con una seña, y fuese.

En muy breve tiempo recorrió el trayecto que le separaba de su casa, sin accidente alguno, lo que era raro entonces, pues las calles ofrecían motivos sobrados para ello con sus zanjas y grandes desniveles. Por otra parte, una lluvia menuda que empezaba a caer lo había obligado a precipitar la marcha.

Apenas entró, pudo oír a su padre que hablaba en voz muy alta en el comedor, donde como de costumbre sin duda, había hecho su partida a las damas con la excelente compañera.

Parecía excitado, violento.

Meses hacía que se le habían calmado un poco sus arrebatos geniales, al punto de que sus mismos contrincantes podían escucharlo sin acritud; de ahí que Luis María sintiese cierta desazón al percibir el ronco murmullo que venía del interior, y que denunciaba un arranque apasionado.

Aproximóse al comedor en puntas de pies, y púsose a escuchar, recogiendo entre muchas, pocas frases completas. Su padre decía:

-Se «despañolizan» todos. ¡Ya acabó el amor al rey!... Hace poco la lealtad rayaba en veneración y no se veía honor y reputación bien puesta sino en el respeto a la majestad soberana... Vinieron luego los «fidalgos» con más rumbos que un cuadrante, ellos que tanto a España debían, y se colaron aquí de rondón porque no estaban   —123→   los tercios por delante; desde entonces la gente de la muy «leal y reconquistadora» se enamoró de la orden del «Cruzeiro» pensionada, y, ¡adiós recuerdos!... Esas quinas famosas ¿que serían sin España? ¡Por Santiago!... Si Morillo no se va a esos malditos llanos de Venezuela nada de esto habríamos presenciado. ¡Gran yerro, yerro increíble!... Mañana entrarán aquí los brasileros, porque no hay que esperar otra cosa; a partir de que ese General De Costa no mira más que a la costa para entregarse aunque sea a los vientos del demonio, con tal de salir de su ratonera. Y verás entonces mujer, cómo vuelve Lecor bajo el palio a caballo, y caminan al nivel de su bota larga y rozándose con sus espuelas los mismos que ahora le hacen fuerza... ¡Ya verás!...

¿Qué ha sido del orden? ¿Qué de la sumisión? ¿Qué de las costumbres severas del antiguo régimen?... Todo se va evaporando. Mira, mujer: hasta nuestro hijo va alzando el gallo y por ahí se anda con sus humos de libertad, el muy mequetrefe, a fuerza de pasarse, de turbio en turbio en la lectura de esos libros franceses que tiene en el estante y que no sé cómo no he echado al fuego antes de ahora.

A esto, algo arguyó la madre en voz baja y dulce, que Luis María aunque atento, no llegó a percibir claro.

Sin duda lo defendía del reproche amargo, porque su padre siguió diciendo, siempre en tono recio:

-¡Bueno!... ¡Todo está bien! Pero tú ignoras esas cosillas de que hablo, esas lecturas continuas, a que quizás lo has sustraído en parte alejándolo siquiera un poco de tus «polleras» y tus mimos... Verdad que se estaba él en la crianza todavía a fuerza de caricias, siempre junto al rescoldo y a las comodidades, sin procurarse fuera con algunas alegrías, algunas penas, para aprender algo de la vida... ¡Ya sabría él lo que era bueno, si hubiese peleado como su padre en la milicia tres días con sus noches sin comer bien y durmiendo peor en la banqueta, cuando los ingleses nos cogieron por traición! Erraron la brecha aquellos malditos y los quemamos vivos a los de 40º regimiento; pero el sueño que es el mayor enemigo del soldado, emborrachó a la gente de la muralla al sud, y por ese sitio se nos metieron   —124→   antes de rayar el día como una ola en noche de tormenta en que no se siente más que el borbollón y el ruido de la espuma... Las bocas de los rifles formaban como una culebra roja, de arriba a abajo, por el frente, por los flancos, mientras que los fusileros echando a la espalda el peso, maniobraban a cuchillo en las banquetas. Una traidora peladilla me alcanzó en el brazo derecho, haciéndome caer el arma: -¡todo en defensa del Rey y por el nombre de España, canejo!... Dime ahora ¿qué saben de estos sacrificios y de esta causa gloriosa los jóvenes que se forman entre portugueses y brasileros, dividiendo por partes iguales sus afecciones sin acordarse para nada de sus progenitores, de su idioma y de sus tradiciones nacionales? ¿Qué saben? Maldecir y renegar, pordioseando un poco de libertad a los que nunca hicieron nada por ellos y vienen a despojarlos de honra e intereses. ¡Hermosa perspectiva, por Santiago!... ¡Y creerán que eso es digno! ¡En vez de rebelarse y vender cara la vida tan ruin y miserable en estos tiempos, cuanto son ellos de corrompidos!...

Luis María no oyó más, y fuese caviloso a su aposento.

Había escuchado lo bastante.

Las palabras duras de su padre podían aplicársele, pues él nada había hecho en su aislamiento y pasado egoísmo, que mereciese otros epítetos. En esa tierra ardiente en que naciera, y en que se meció su cuna al fragor de los combates, los lustros venían sucediéndose sembrados de batallas; y, recién ahora sentía él el hervor de la sangre, después que tantos la habían derramado sin queja en holocausto a una causa superior a la de los viejos servilismos coloniales. ¡Razón sobraba al honrado peninsular en lo del sacrificio personal, ya que no en lo atingente con la justicia de esa causa! Las ideas que marchan, que perduran, eran los anhelos fervientes de su juventud. Las del pasado se le aparecían pálidas, sin luz clara, a semejanza de antorchas moribundas en las ruinas -compañeras del vacío y del silencio.

Bajo estas y análogas impresiones, el joven se acostó.

  —125→  

Inquieto y desasosegado estuvo temprano de pie, cuando el gallo criollo sacudiendo sus alas en el corral, cantaba alegre al columbrar la aurora.

Casualmente tal vez, la señora de Berón se le había anticipado ese día, y cruzaba el patio ya en sus faenas activas.

Estaba él en la puerta; y al verle, se detuvo ella al pasar para dirigirle una frase de cariño.

Esa madrugada más que otras veces, parecióle a Luis María su madre muy hermosa; y acercándose la besó en la mejilla y en la frente. Llevaba la señora una flor de regadera en la mano que dejó caer, para abrazarle con ternura. Luego sorprendiéndole la expresión del rostro de su hijo, preguntóle con interés:

-¿Qué tienes?

-Nada madre; no he dormido bien...

-Estás enfermo, y me lo ocultas.

-No... Pero te diré con franqueza que necesito pasar uno o dos días en la chacra en donde me entretendré en la caza de perdices... Me acompañará Esteban.

-No me parece mal, hijo, y es muy justo que te des ese descanso. Sin embargo, parece que algo te reservaras...

-Puedes creer que no es así.

-Te prepararé entonces lo necesario. Dime la hora en que piensas salir.

-No lo hagas, madre, pues Esteban te ha ahorrado ya ese trabajo.

¡-Qué sabe el negro! Déjame a mí hacer...

Luis María calló, separándose de su madre después de besarla otra vez.

¿Cómo decirla que él se iba por mucho tiempo?

Se sentía sin fuerzas para hablarla y convencerla de que el suyo era un proyecto madurado, que amaba el peligro y que le era preciso arrancarse a la vida sedentaria que le hacían insufrible sus ensueños patrióticos y sus entusiasmos juveniles. ¿Y su padre? Si se le acercase con ese objeto sobrevendría un conflicto, porque el señor Berón era   —126→   duro e inflexible. Le escribiría una carta, pidiéndole disculpa por su paso con una bendición absolutoria...

Sin reflexionar más, entróse de nuevo en su aposento y púsose a escribir esa carta a su padre, en términos respetuosos, sin orgullo ni altivez, procurando persuadirlo que seguía su honroso ejemplo al dar este paso en obsequio a sus convicciones y que al proceder de esa manera confiaba en que no dejaría de ser digno de su aprecio y paternal cariño. Suplicábale también que comunicase su resolución a su buena madre y no consintiera que ella dudase de su amor...

Después de escribir así, invirtiendo en ello cerca de una hora, sintió algún consuelo.

Enseguida arreglóse el traje de abrigo -pues se estaba a principios de invierno;- calzóse largas botas de montar, y cubriéndose la cabeza con un chambergo de a la corta, guardóse la carta después de cerrarla y lacrarla y salióse a la calle, dirigiéndose al portón de San Pedro.

Una bruma densa se cernía sobre aquellas murallas, de ocho metros de altura y de quince y veinte pies de espesor según los sitios; obra ciclópea de hábiles ingenieros españoles que emplearon el gneis y el granito de varias canteras para guarecer los tercios de la conquista contra las acechanzas de enemigos temibles sin excluir los avances del charrúa. Ahora no se veían en sus plataformas los centinelas del Fijo con sus largas coletas sobre casaca azul-oscuro, sino los del cuerpo de Voluntarios Reales con vueltas amarillas y morrión de cono invertido.

Ya por esa época los formidables muros, altos y negros, presentaban grandes destrozos en distintos sitios, huecos que aparecían cubiertos de un boscaje de yerbas de vicioso crecimiento, como lo estaban los enormes lienzos de musgo13 y borraja, de la contra-escarpa a los bordes, llenos de grietas profundas propicias a los hongos, perpetuamente nutridos por una humedad que goteaba a hilos sobre la curva maciza de los cimientos. La ciudadela con sus ángulos y bastiones formaba como un vientre deforme en el medio, hacia el este, con sus dos cúpulas achatadas, verdosas y sombrías -bajo cuyas bóvedas resonaba el redoble de   —127→   los tambores o el eco de las trompas para recordar en cada hora a las gentes el imperio exclusivo de la ordenanza. El foso de sesenta pies de anchura por cuarenta y cinco de profundidad, aparecía cegado en muchas partes por escombros y residuos, lo mismo que el cauce seco a donde refluyen constantes aluviones; principio de aplanamiento por la mano del tiempo, que en todo el armazón gigante había ya impreso el signo de completa decadencia. Delante de ese foso se extendía el campo, casi desolado a tiro de cañón. El trayecto desde la muralla hasta más allá del Cardal14, era del dominio de las balas todavía: los proyectiles se habían enseñoreado de esa porción de tierra y de ese espacio de aire y de luz por la razón brutal de las plazas fuertes: terreno limpio, para la proyección del tiro rápido y la parábola del mortero, y distancia sin obstáculos para las largas del cuarto de culebrina y el falconete. Ya sin embargo, pocas bocas coronaban los baluartes, y esas mismas estaban poco seguras en sus afustes. Empezaba a pasar el tiempo de los fosos, de los puentes levadizos y del cañón de hierro, cuya cureña disparaba produciendo el destrinque de las piezas en los días de fogueo y lanzaba rodando a la explanada artillero, atacador, y taco ardido, como aviso prudente de que era llegado el momento de su reemplazo.

A un flanco de la ciudadela, hacia el norte, existía una arcada estrecha con una puerta pesada en el fondo que daba salida al campo, y cerca una construcción maciza que servía de albergue a un piquete. Muy próximo se alzaba un edificio regular, en donde solían reunirse por la mañana algunos jefes y oficiales de la guarnición para departir sobre los sucesos del día anterior y novedades supervinientes.

Era aquel el portón de San Pedro; y fue ante la entrada de esa casa donde Luis María se detuvo, indagando si se encontraba allí el capitán Don Manuel Oribe.

  —128→  

Como le contestasen afirmativamente, entróse sin vacilar. El oficial que buscaba, así que le vio, vino a su encuentro y estrechóle en silencio la mano, con esa deferencia que se dispensa siempre a la gente bien nacida.

-¿Resolución hecha? -preguntóle con acento breve e incisivo.

-Inquebrantable, señor. Vengo en busca del pase para el comandante Álvarez de Olivera.

-Aquí está, otorgado por el superior.

El oficial sacó con el papel un pliego cerrado, y fijando su mirada fuerte en el joven, añadió:

-También este oficio para el jefe a cuyo encuentro va usted, con recomendación de que no caiga en manos del enemigo.

-Así será, capitán -respondió Berón fríamente, al recibir pase y nota.

-¿Lleva usted baqueano?

-Lo es un negro a quien he dado libertad. Mi padre lo ha ocupado estos últimos años con otros esclavos en las faenas de campo en Maldonado, y conoce bien el distrito.

-La campaña será cruda -observó el oficial; y usted va a exponerse...

Luis María lo miró sereno, sin susceptibilidad herida.

El capitán Manuel Oribe era un joven apuesto y bizarro, nervioso, esbelto, de aire distinguido y modales cultos, ojos pardos de expresión enérgica, cabello negro, cabeza erguida y busto vigoroso, la mano blanca y larga, el vestir correcto desde el corbatín hasta la espuela corta de bronce. Sus hechos valerosos le habían dado justo renombre, y aparte de combates ganados en buena ley -el último de los cuales había sido la derrota de la vanguardia del General Lecor- contábanse de él algunos episodios que acreditaban intrepidez heroica, a la vez que táctica sesuda de militar de escuela. De ahí que el joven le hablara y mirase con respeto.

-Si me expongo, mejor -dijo: -quiero rendir mis pruebas.

-Bien resuelto, aunque el horizonte no aparezca claro. ¡Sea usted feliz!

  —129→  

Luis María, comprendiendo que no te era dado investigar nada, movió la cabeza en silencio, despidióse y se marchó.

Después de lo dicho y oído, no había que pensar en retroceder; era preciso afrontar la aventura con entereza. Se sentía con fuerzas para ello. La idea del peligro ponía su sangre en ebullición, y las esperanzas patrióticas daban temple a su fibra empujándolo hacia adelante sin permitirle tener en cuenta esos afecto; profundos del hogar que perduran, -tan gratos después a la memoria en la hora de prueba, y que en el frío de la soledad producen la ilusión de una dicha verdadera por el hecho de no gozarla. ¿Qué sabía él de eso? Se consideraba útil y capaz; de contribuir con sus esfuerzos a la realización del ensueño de los fuertes, pues que era joven, inteligente y brioso; y no había que vacilar, so pena de pasárselo años enteros en la casa de comercio de su padre midiendo géneros y pesando granos. Fuera de muros, al sol y al aire libre, tenían que ensanchársele los pulmones, endurecérsele los músculos y crecerle recias las barbas, que así darían aspecto más varonil a sus facciones finas. Envidiaba al capitán Oribe la tostadura que produce el calor del vivac y la expresión enérgica que graba en el semblante la costumbre del peligro. Delicado había sido sin duda como él, de ojos melancólicos y epidermis de doncella; pero, ahora tenía los perfiles severos, mucha fuerza en la pupila y el aire duro del soldado de empresa.

Seré soldado también, -se dijo Luis María.

Y siguió su camino con paso firme.

Ya en su casa, el joven hizo sus últimos aprestos, reuniendo todos los objetos que él creía necesarios en unas maletas de cuero. Su buena madre habíale colocado junto al lecho en una mesa diversas cosas, a fin de que nada de conveniente le faltase «en su estadía en la quinta». Agrególas, un tanto emocionado, a su equipaje; el que, sin ser muy abultado, llevaba más de lo preciso. Teniendo en   —130→   cuenta lo que había reunido Esteban, suprimió algunas piezas, limitándolo a la ropa blanca, camisetas y cobertores.

Una hora después, el negro se hacía cargo de todo, agregando por su parte cuanto pudo ocurrírsele como hombre campero y criollo de vicios. El tabaco, la yerba-mate, la sal en un saquito de lona y la caña en una gran cantimplora de azófar figuraban en su lista particular.

-No olvides alguna cosa de comer, por si acaso -díjole al despedirlo Luis María.

El liberto había guiñado el ojo, y salídose muy taimado.

Durante el almuerzo, el joven mostróse con su padre más afable que otras veces. El señor Berón estuvo comunicativo y afluente, disertando sobre las cosas del día y la gravedad de las circunstancias; aunque, cuando trataba de estos asuntos serios, lo hacía sin mirar a su hijo ni esperar sus aprobaciones, con los ojos en el plato o en el techo, cual si se dirigiese a un auditorio respetable, o a los co-tertulianos del tiempo de Elio y Vigodet.

-¡Ahora están lucidos estos «fidalgos»! -decía riéndose de una manera bronca y estrepitosa. Dentro de la jaula, sin puerta de salida; pues por la parte de la tierra se darían de narices con Lecor, y por la del mar, no cuentan ni un casco viejo que pueda hamacarlos nueve mil millas... Me imagino sin embargo que a la postre, no han de recibir de la otra banda socorro alguno, como quiera que allí no están muy seguros, mientras las armas del Rey sigan maniobrando en el Perú y ganen terreno sus bravos generales... Lo que harán estos en definitiva será entregar las llaves del Real a los de afuera, como que son de la misma camada, y por aquello de que, en tratándose de adjudicar prendas, más cerca está de la carne la camisa que el jubón... ¡No os figuréis, por Santiago! que ellos han de dar Montevideo a otros que no hablen su idioma. ¡Todo ha de quedar en familia! Se Deu non fora Deu, santo Anton sería Deu. Y de ahí no los sacaréis a estos intrusos acaparadores de lo ajeno, capaces de abrumarnos con sus impuestos, pero sin mucho ánimo para salir a arrojar lejos a los imperiales dueños de casi todo el territorio... No podían venir   —131→   mejor las cosas para la causa del rey. Ya verán pronto lo que es bueno... ¡Si siquiera viniesen aquí con Valdez o con Canterac los batallones aquellos de Burgos o de Gerona y los dragones de Moquehúa, por Dios y en mi ánima!... En pocas horas cesaban estas ignominias. Ordóñez que fuese; aquel Ordóñez de Cancha-Rayada que hubiese ganado después la acción en Maypu si no es una torpeza de Osorío, como Muesas aquí hubiera ganado la del Cerrito si no es una cobarde peladilla que lo derriba en la falda en mitad de la pelea cuando ya tenía cogido el laurel para España; ¿quién de estos baronetes de la Laguna o del Pantano, se le habría puesto al alcance que no lo descalabrara en menos que se dice un responso, y lo llevase hasta la frontera chamuscándole los riñones como a un condenado? ¿Quién? Yo quiero saberlo...

No me habléis de Vigodet, que fue vilmente engañado por ese Alvearzillo que figuró de carabinero allá en la península... El Real no era bocado para él, que antes tenía que echar colmillos de león; y si no, ved que sacáis de limpio de la pringue15 gruesa y sucia de su parte, después de lo dicho en su manifiesto por Vigodet. ¡Exprimid, y saldrá la felonía a chorros! ¿Así se rinden fortalezas y se hace arriar una bandera sin mancha, para emporcarla luego que desfilan los tercios veteranos con sólo cuatro falconetes y forman en batalla frente al caserío de los negros?... Esos negros habrían sido más leales... ¡Y si no decidme, por Belzebú! ¿Era para rendirse en esas condiciones una plaza fuerte con cinturón de murallas, ciudadela, cubos, flancos, ángulos y bastiones defendidos por cuatrocientas bocas de fuego, sin contar las doscientas de la armada, entre cañones, obuses, morteros, carronadas y todo tubo de hierro y bronce que vomitase metralla -servidos por artillería veterana, y bisoña? ¿Y qué me decís de los seis mil hombres próximamente que se escudaban con el muro inexpugnable, con cerca de cuatrocientos jefes y oficiales a la cabeza -entre los primeros dos mariscales de flor y nata que valían por cuarenta y cinco y más caudillejos insurrectos?... ¡No! Y contad señores míos con el Lorca y el América, capaces de cargar a la bayoneta a diez mil   —132→   charrúas con sólo mandarles que calasen la de tres canales; y después la infantería de la provincia y la de marina, sufridas y valientes, los dragones y los blandengues, el Madrid, los trozos gloriosos del Sevilla y del Albuera, los jinetes de Chain y los negros fieles... ¡No olvidéis el batallón Distinguidos del Comercio, en cuyas filas yo revistaba en calidad de teniente; bizarro cuerpo, a fe de mi nombre!...

Mientras así se expresaba el señor Berón, levantando en alto el puño con gesto ceñudo y entonación épica, su esposa seguía sirviendo tranquila el puchero, y Luis María pálido unas veces y en otras sonrosado limitábase a mover afirmativamente la cabeza, sin atreverse a desplegar los labios.

Cinco segundos de silencio a lo sumo, ponía entre párrafo y período el viejo peninsular; y, atento al recogimiento del auditorio, sorbía un trago de Jerez legítimo, y continuaba:

-Por encima de lo dicho, poned si gustáis a retaguardia de las filas, en zótanos y casernas, como moco de pavo, diez mil cartuchos de cañón listos a bala y metralla, casi un millón de fusil y tercerola, seiscientos quintales de pólvora, un centenar de embarcaciones de todos tamaños en la rada con poderosa artillería -más de doscientas piezas, repito- provistas de considerables cantidades de artículos de guerra; agregad lo mucho que el parque contenía, el entusiasmo de la milicia, la esperanza de auxilio a la larga, -y decid -vuelvo a preguntar- ¿no era bastante ese poder para reducir a polvo la tropa insurgente con sólo venir a las manos, al grito de Santiago y cierra España?...

¿Qué opinas tú, muchacho?

Al dirigirse a su hijo en esa forma, el señor Betón tenía el rostro encendido y la mirada colérica, y temblábanle las manos bajo una profunda excitación nerviosa. Estas ráfagas eran en él frecuentes.

El joven contestó con calma:

-Nada, padre. Entonces yo era niño.

-Verdad. ¡Qué sabes tú de esas cosas! Tenías la leche todavía en la boca y crecías entre ruidos de cañonazos y   —133→   escopeteos como un pichón de paloma debajo del campanario...

-Pues, -observó la madre- estudiaba en San Francisco sus latines y religión, ¿no te acuerdas?

-Teología será, mujer; y lo otro, se me antoja que serían latinajos.

-¡Tanto da! -repuso la señora alegremente.

Luis María se sonrió, y sin preocuparse de tales recuerdos, dijo a su padre que lo miraba de soslayo:

-He puesto ya todos los libros de la casa al día, y arreglado bien los cuadernos de apuntes...

-¿Y a qué viene eso?

-Quería que usted lo supiese, porque deseo pasar esta noche y el día de mañana en la quinta del Cardal, si no hay inconveniente...

-No, ninguno. Ya te veo en traje: puedes ir. Pero mucho cuidado con apartarse lejos de aquí, de las Piedras para arriba, si no quieres caer en manos de los imperiales.

El joven se estremeció; más que por ese temor imaginario, a la idea de que el señor Berón algo hubiese sospechado acerca de sus planes.

Bien luego parecióle sin embargo infundada su duda; pues su padre, recapacitando, siguió en su peroración con menos brío a medida que ensartaba en ella todo género de reminiscencias y no encontraba oposición a sus opiniones.

De esta suerte, acontecíale adormecerse en pos de la propia excitación, y en concluir con suspiros o bostezos lo que había empezado con voces estentóreas y salidas de tono, acompañadas de una mímica violenta.

Luis María se levantaba respetuosamente, y la madre proseguía sus quehaceres domésticos, en lucha perpetua con los negrillos y mulatillos que se ocupaban más de sí mismos que de los deberes para con sus amos.

Sucedió igual cosa esta vez; y, cuando el señor Berón se retiró del comedor para prepararse a su siesta ordinaria e ineludible, el joven fuese a su vez a su aposento a dar la última mano a los preparativos de viaje.

Pasóse en él largo rato, concluida esta diligencia. Después echó en una cartera que llevaba sujeta al cinto una   —134→   buena suma de dinero; y puso sobre la mesa debajo de un libro pequeño, la carta que había escrito para su padre.

Enseguida salió a la calle lleno de resolución; y a los pocos minutos trasponía la puerta de San Pedro, con las manos en las faltriqueras y el aire tranquilo, silbando una «vidalita» al compás de la marcha -entre malezas y barrancos.

Aparte de algunas construcciones dispersas, del horno de Viana, el matadero de Sierra, el cuartel de Blandengues, el de los indios y los corrales de Silva, de Pérez y de Martínez, toda esa zona al frente y lados aparecía agreste e inculta.

Luis María la cruzó a paso rápido en corto espacio de tiempo, sin novedad alguna.

Esperábale Esteban en la quinta del Cardal con los caballos prontos. No16 faltaba avío alguno a los «recados»; los ponchos de invierno estaban bien ceñidos en rollo con «tientos» en la parte posterior del lomillo, los «lazos» de trenza nueva sujetos en el mismo sitio sobre las ancas, los «mancadores» en el pescuezo y las «maneas» en el «fiador». El bayo de Luis tenía cruzada debajo de la carona una espada, y en una funda de lana que cubría el cojinillo, una pistola de caballería. El liberto había cargado por su parte su cabalgadura con las maletas en forma de árganas; y en cuanto a las armas echádose a la espalda una carabina y prendídose a la cintura un sable-corvo a más de la cuchilla mangorrera.

Apenas hubo llegado al sitio, que estaba a veinte cuadras de las baterías, el joven montó ágilmente en el bayo, y dijo a Esteban:

-Ven junto a mí, y guía por el rumbo de Pan de Azúcar. ¿Conoces bien ese camino?

-Sí, señor. Lo he andado muchas veces, y a ese rumbo está la gente alzada...

-Pues en busca de ella vamos, para ser del número de los que pelean.

-¡Mejor, señor! Ya verá su merced como a campo libre la pólvora hace poca humareda y se alborotan los mancarrones por «sancochos» que sean... Lo que sí que   —135→   las fatigas son grandes y hay que caminar a ocasiones hasta de noche con ojos de gato.

-Caminaremos, negro. ¿Te asusta, eso?

-¡De donde, señor! He pasado ya muchas «lobas» a lomo pelado y antes se cansó el «matungo»... Ahora tenemos que ir a este costado de donde sale el sol.

Y Esteban tendió el brazo hacia la parte de la costa.

-No ha de faltar «rastrillada» de carretas y encajaduras tamañas como zanjas... A trechos la huella se borra, pero ganada la loma enderezamos a la sierra. En los bajos hay muchos pajonales donde se meten los «matreros» sin que naide pueda dar con la guarida.

-Eso nos conviene. ¡En marcha!

Los dos jinetes se dirigieron al camino al galope, perdiéndose bien pronto de vista detrás de las ondulaciones del terreno.



  —137→  

ArribaAbajo- X -

Rulos y nazarenas


El joven voluntario no tenía la práctica constante de los hombres camperos, y desde luego sus recursos ingeniosos para sobrellevar con paciencia los azares y amarguras de la vida de sacrificios. Las horas se hacen tardías y las jornadas abrumadoras, cuando la actividad se ejercita en campo raso y el peligro puede asomar por cualquier horizonte, sin minuto de descanso para el músculo aterido y sin instante de resuello para el caballo fatigado. Esas jornadas suelen ser insufribles al mismo jinete duro, según las contingencias de la marcha.

Durante el día, bajo la lluvia incesante y menuda que destempla las fibras y convierte los campos en un charco, desbordándose arroyos y «cañadas»; o llevando de frente el viento que ha levantado la helada de las vísperas, y que hiere como un látigo las carnes; por la noche, el suelo y la leña húmedos en la «cuchilla» desierta o a la orilla del bosque casi en esqueleto, el hielo que cubre poco a poco con su manto implacable todos los objetos hasta formar sobre ellos una costra dura semejante al vidrio ahumado, el lecho de caronas y de cojinillos tendido sobre la hierba mientras que el hombre en él dormido, bajo el poncho, se agita a cada instante sobresaltado al sentir que tiembla el suelo al tropel de una yeguada arisca, o que gruñen   —138→   enconados los «carpinchos» disputándose entre el barro de la orilla sus amores.

Después, la aurora pálida con sus nieblas frías o su aura cruel. Cielos plomizos, tierra mojada, soledad siniestra detrás, delante, por todas partes. Y así el ánimo, en cuerpo desfallecido; muchos dolores extraños en el tronco y en los miembros, sed intensa, apetito voraz -efectos de la fatiga que el mismo ejercicio cura con ayuda del oxígeno de los campos, del alimento sano y de las aguas puras, como si el clima modelara o completase el tipo, haciéndolo al fin apto para la lucha sin tregua. Añádanse las vicisitudes de la jornada y las emociones del peligro que al principio dan un tinte sombrío a la aventura, y que al final solazan a las almas fuertes.

Por estos trances rudos debía pasar el joven patriota; y desde las primeras horas empezó a experimentarlos, sin arrepentirse de haberse sometido a las pruebas de los hombres robustos y viriles. ¿Cómo arredrarse ante la odisea que él había soñado?

En la tarde del segundo día de marcha cayó una lluvia fina y helada, cuya impresión bastaban a atenuar apenas los ponchos de paño azul forrados con bayeta roja, cuyas haldas caían hasta cubrir las rodillas y por las que se deslizaba a gruesos hilos el agua sobre las cañas de las botas. Los caballos con la sangre ardiendo confundían con aquella sus sudores y el vapor de sus narices, pegados los extremos del copete y de las crines a la piel lustrosa, y hecha pincel la cola que batía barriosa los corvejones al compás del trote inseguro sobre un terreno resbaladizo.

Luis María, que empezaba a sentir a consecuencia de la fatiga como punzadas de aguja en los omóplatos, opresión al pecho, ardor en los riñones, parálisis en las extremidades y en el semblante un enfriamiento de piedra, pensó en el descanso y el abrigo, y preguntó a Esteban:

-¿En dónde haremos noche?... Ya no puedo más.

-Está al caer, -dijo el negro. -Para acampar es bueno aquel montecito que se ve en el bajo.

-Vamos allí y haremos fuego, porque la sangre se me hace hielo.

  —139→  

-Fogón no conviene, señor. El tizón se ve de lejos y entrega a los hombres dormidos... Si encendemos leña ha de ser abajo de tierra con una capa de troncos por arriba; pero, no hay carne fresca que asar, y es mejor taparse con los ponchos en lo escurito...

-Yo bien sabía que no eras ni medio bozal, negro... ¿Entonces nos acostaremos como los gallos, hasta que llegue el alba?

-Sí, señor, y dormiremos también.

-Pues endereza al sitio.

Empezaba a oscurecer. Seguía cayendo el agua mansa, cuyos velos formaban como una cerrazón en el horizonte, aumentando el tinte sombrío del paisaje y envolviendo en densas telas de niebla el montecillo del declive -verdadera orla de «talas» de la cuenca de un arroyo que crecía por momentos.

Estaban, que se había adelantado al galope, echó pie a tierra junto a los árboles; e incontinenti, después de escoger aquí y allá, cortó una rama larga y gruesa con su cuchilla mangorrera. De esta rama despojada de sus pinchos y dividida por mitad, hizo dos estacas afilándoles los extremos.

-Para asegurar los caballos, -dijo-, aunque este palo sea quebradizo, señor.

-¡Qué hacerle, a falta de otro! -observó Luis María que acababa de apearse con las piernas entumecidas. -¿Y ese tronco?

-Es la maceta para clavar las estacas... Ataremos los caballos en aquel albardón porque aquí no hay más que «cola de zorro».

-¡Bueno, despacha pronto, que estoy yerto!

El activo negro, campero hábil, bajó en un instante los «recados», pasó el lomo de la cuchilla por el de los caballos, desenfrenólos, ciñó al «fiador» de cada uno el respectivo «maneador», hízolos marchar en pos de él; y, tanteando en diversos sitios el terreno más firme de modo que no aflojasen fácilmente las estaquillas, hundiólas al fin distantes doce o quince varas una de la otra, donde la gramilla abundase más que el trébol.

  —140→  

Luis María estuvo observando todas estas diligencias muy atentamente a pesar de los escozores de la jornada; y, concluido el maceteo del liberto, púsose callado a arreglar el duro lecho sobre la tierra mojada, bien cerca de los árboles.

-En esta lomadita es mejor, señor -dijo Esteban. -Unas cuantas ramitas de sauce abajo, y después las caronas encima...

El negro corrió enseguida diligente, trajo las ramas y aderezó a su manera las camas, colocando los lomillos de cabeceras, los cojinillos de colchón, y los ponchos y cobertores de abrigo.

-No hay que hacer ranchos, porque estamos muy al descampado y andamos solos.

-Tampoco llovizna ya, -repuso Berón, metiéndose debajo del poncho. Dame una galleta para entretener estos dientes, que se me están chocando.

El liberto recurrió a las maletas que había guardado cuidadosamente, trajo lo pedido, y sacando el tapón a su cantimplora, la acercó a los labios del joven, diciendo:

-¡Un trago de esto da calor!

Luis María sorbió, y cubrióse la cabeza.

Esteban púsole la pistola junto al lomillo, al alcance de la mano; hizo lo mismo en su lecho con la tercerola y el sable; miró con mucha atención a todos los contornos, por si algo sospechoso se percibía; y, contento de su inspección, empinóse dos veces el botijo, echó una última mirada a los caballos que al triscar las hierbas hacían oír claro su crujir de dientes, y se arrolló bajo el poncho con extrema velocidad, quedándose inmóvil y a poco dormido.

Había cerrado la noche, sin viento ni lluvia, y empezaba a helar.

Al poco tiempo, todo aparecía de un color blanquecino, hierbas, árboles, lomas y declives. Hasta los duros lechos y ponchos cubiertos por la helada, confundíanse, sin saltantes relieves, con los demás objetos del suelo; blancos y tiesos los «maneadores», perdíanse como las estacas entre los pastos cortos, a su vez endurecidos bajo una manta vidriosa. Las ramas inmóviles con sus hojaldres de cristal,   —141→   especialmente las de las copas semejantes a cabezas calvas, daban a los árboles un aspecto triste y desolado en medio de las tinieblas. Los caballos que habían cesado de pacer, piafaban de vez en cuando como ateridos; el pato salvaje sacudía las alas alborozado a la orilla del arroyo, y el «chajá» autero hería el aire con sus gritos en la laguna como si todo un regimiento hubiese acampado en la loma al toque de clarines.

A las cinco de la mañana, el negro que había dormido intranquilo, se levantó sin pereza, y púsose a examinar los alrededores.

Todo estaba en calma. Aún no soplaba la brisa que había de levantar al hielo en sus alas para rozar con ellas implacable la carne viva.

Llevó los caballos a abrevar al arroyo, aderezó el suyo en breves momentos y despertó a Luis María, diciéndole muy bajo, después de sacudirlo un poco:

-¡Señor! Ya es hora de marchar.

El joven que estaba inmóvil como una piedra, revolvióse en su «recado» pronunciando algunas palabras ininteligibles, encogióse y volvióse a quedar dormido.

Por dos y tres veces volvió el liberto, hasta conseguir al fin que se pusiese de pie.

Al hacerlo de mala voluntad, Luis María sintió doloridos todos sus miembros, empujó con el pie el poncho cubierto por la helada y apartóse del lecho como un sonámbulo, acercándose a traspiés hasta la orilla del monte.

La impresión de un aire extremadamente frío, que acabó de despertarlo de veras, púsolo ágil y activo. Abrigóse con su poncho, cuya bayeta se conservaba casi seca y caliente; y, a fin de dar calor a las manos agarrotadas, propúsose ensillar por sí mismo su caballo. Al efecto, muy listo, aproximóse al «recado», y echó mano a la carona, haciendo saltar todas las prendas que encima estaban, inclusive el lomillo en que había posado la cabeza. En el mismo instante, una culebra verde con pintas rojas que   —142→   bajo la comba de aquel dormía muy arrollada, puso en juego sus anillos y dio un silbido, arrastrándose veloz hacia el arroyo.

Luis María se quedó quieto con la carona en la mano, siguiendo con la vista el reptil hasta que desapareció entre los juncos del ribazo.

El liberto, que se mordía tentado de la risa su labio de esponja, se apresuró a decir:

-Es mansita, señor; les gusta mucho el rescoldo a esos bichos...

Miróle el joven con cierto aire de asombro, procurando con todo dominar su sorpresa; y, sin pronunciar una palabra acercóse muy lentamente al manso lobuno; mas, al coger el «maneador» duro con el hielo, que había que extirpar con los dedos corriendo en la diestra la soga, renunció a la tentativa mal humorado, diciendo a Esteban:

-¡Ensilla tú, con mil demonios!

En tanto el negro empezaba la operación, y se reía a solas, el joven dirigióse a la orilla y se lavó la cara, -hundiendo sus largas botas en el terreno húmedo hasta más arriba del tobillo.

Recomenzaba a llover; el agua caía en forma de niebla, tan finas eran sus gotas.

No era ésta razón suficiente, para que los pajarillos no gorjearan a su gusto en coro suave y armonioso, saludando el alba; y justo es decir que lo hacían tan bien, en medio de la misma confusión de trinos, píos y quejas, que Luis María no pudo menos de alzar la mirada al ramaje, y murmurar con ironía al sentir cómo se escurría sobre su cabeza y hombros la lluvia mezclada al hielo:

-¡Oh, poetas!... Venid como yo ahora a oír cantar a las castas avecillas en la rama al cuajar el día, y decirse amor besándose con los piquillos al rescoldo del nido. ¡Sí, venid, bardos soñadores que cantáis como esos pájaros!... Aquí está la selva umbría y el arroyo susurrante y la tórtola que arrulla, todos esos eternos idilios de que nos habláis sin lluvias mansas, sin lodos que salpiquen, sin heladas que agarroten, sin suelo húmedo y duro como lecho... ¡Venid a pasar una noche como yo, y ya veréis lo que vale   —143→   el poema, bellacos!... Os había de preguntar si era bella esta alborada, si grato el concierto de los seres alados, si hospitalaria la sombra de los árboles, si cristalinas y transparentes las gotas que de las hojas caen como menudos topacios, y si muelle el verde césped donde la culebra se agita y busca el calor del que duerme con toda la confianza de una compañera cariñosa... Y habíais de responder, estoy seguro, sin pasar por la experiencia, que este gran sudario que por ahí se extiende era manto de suave armiño y que eran preciosas filigranas de alabastro las agujas de hielo y muy bellas las urracas y calandrias desplumadas y lodosas que saltan de la rama al charco, y manso por extremo el reptil frío de estrías de esmeralda y de coral que en busca de calor se mete en el hueco del lomillo bajo la cabeza del que duerme, y allí se está, hasta que uno se levanta y le da con el pie para que se vaya a su cueva... ¡Ya os diría yo de misas, visionarios!

Esto murmurando, retiró con tanto esfuerzo como enojo sus pies del lodo, secándose el rostro con el anverso de la manga; y encaminóse a su caballo, inquieto con el cierzo, cuyos pelos aparecían erizados afeando de veras su pinta.

Montó con alguna torpeza, porque sentía un dolor mortificante en los muslos y las corvas, así como el del que se ejercita por primera vez en la esgrima del sable. También en otras partes le dolía; y por ello sentía él mucha pena. Con tanta fuerza de voluntad, -se dijo- se pierde sin embargo un equilibrio necesario, y hasta el rumbo, que una navecilla afirma con su timón y un ave con su cola...

-¡Vamos! -agregó luego en voz alta con cólera, descargando el rebenque en las ancas.

El negro adelantóse por un flanco para guiar, muy tranquilo con su carguero y una tagarnina en la boca.

En silencio marcharon por algún tiempo al trote largo, sufriendo el rigor del vientecillo de cara y de la lluvia que a intervalos caía densa.

Dejado habían detrás el empinado morro de Pan de   —144→   Azúcar, e internádose en un terreno escabroso, cuando Esteban desvióse del rumbo, dirigiéndose a un rancho humilde que en mitad de una ladera dejaba ver únicamente su techumbre de paja brava.

Tomó allí lenguas de una mujer; y supo que el comandante Álvarez de Olivera había pasado por aquellos sitios el día anterior y acampado de allí a dos leguas, según los informes de uno de sus soldados que del rancho había salido esa madrugada para reincorporarse a la fuerza.

Continuaron entonces la marcha largo rato, siempre azotados por el agua y el viento.

Llegados al arroyo, sólo encontraron vestigios de campamento, armazones de ramas, vivacs en cenizas y huesos frescos de animales vacunos. Cinco o seis caballos escuálidos y lastimados en los lomos hasta mostrar la carne viva, y a los cuales hacían compañía algunos tordos voraces parados en los mismos espinazos, sin que ellos tuviesen fuerza en las colas para espantarlos, pacían distantes unos de otros, triscando apenas, como buscando prolongar por unas horas más la vida.

El liberto observó todo con atención; y, luego dijo:

-La fuerza no ha de ir lejos, señor.

-¿Por qué?

-Estos «bichocos» de marcha tienen la «rosa» fresca...

-¿Y que hay con eso?

-Que les han volcado el «apero» cuando más hace una hora... También fíjese el señor que los troncos de los fogones tienen brasas, y se han prendido una nada...

-¿Crees entonces que no irán lejos?

-Sí, señor -repuso el negro, con los ojos fijos en el suelo, y después en la loma, como siguiendo una huella bien perceptible para él.

-¡La «rastrillada» va por allí! -agregó luego, señalando la loma de la derecha. El paso de la caballería está bien marcado en lo blando y hasta hay surcos de resbalones en la cuesta...

-¡Pues adelante! -dijo Luis María.

Abandonaron el sitio a trote firme.

La zona en que habían penetrado era ardua y pedregosa,   —145→   con uno que otro pequeño llano feraz a los flancos o lagunas rodeadas de espesas masiegas. En los horizontes brumosos de un color de plomo destacábanse hacia el oriente en masas azuladas y compactas, abruptas serranías y riscosos morros cubiertos de mantos de nieblas, de cuyas faldas caían las fuertes corrientes que engrosaban los cauces de los valles hasta rebasar sus niveles. Los arbustos de espinas que buscan su savia en los barrancos y entre las anchas grietas de los peñascos, montaban aquellas faldas y estribaderos en audaces escalones como nutridos regimientos que escalasen atropellándose el desfiladero en pintoresca confusión de guías, penachos y morriones puntiagudos. En los recodos de piedra desnuda alzábanse por las bases las malezas, formando un boscaje verdi-negro matizado de cardos secos, sobre el que desfilaba a chorros espumosos el agua de las mesetas. En lo alto, columpiándose sobre los riscos en lento vuelo y confundiendo con la llovizna vaporosa el color ceniciento de sus alas, las gaviotas y cormoranes17 dispersos a grupos se dirigían entre roncas notas hacia los litorales del Cabo, sin dejar de abatirse de vez en cuando en los charcos y bañados, alargar el pico y coger la presa para proseguir su rumbo solazándose en las nieblas de la tormenta.

Avanzaba el día sin que asomara el sol, y disponíanse los viajeros a hacer alto junto a unas grandes piedras, cuando de improviso el eco no lejano de un clarín les indicó la proximidad de una fuerza que era sin duda la que buscaban.

El clarín tocaba marcha.

Pusiéronse los dos al galope con ardor.

Traspuestas algunas «cuchillas» y al coronar una loma sujetaron riendas, y pudieron ver entonces una columna de caballería que marchaba al paso por el extremo opuesto del valle sin insignias visibles ni estandarte, de a cinco en fondo y regular formación. Luis María calculó en doscientos el número de aquellos jinetes, pues alcanzaban a cuarenta las filas que culebreaban al marchar de flanco en las ondulaciones y quebradas del terreno. Todos iban de lanza, algunas con banderolas; muchos con sombreros de   —146→   ala blanda y emponchados, otros sin ellos, con una simple «vincha» o un pañuelo grueso en la cabeza y alguna piel de carnero a las espaldas, ceñida en sus extremos por delante. A retaguardia y a uno de los flancos, varios hombres arreaban las «tropillas» de caballos, que bien pasaban de mil, guardando conveniente distancia de la columna.

-Aquel debe ser Álvarez de Olivera -dijo Berón, apenas observó la tropa.

El negro que había estado muy atento, con la [...]18 en el llano y el cuerpo erguido sobre el recado, con todo el aire curioso y avizor de un avestruz tieso en la altura, movió afirmativamente la cabeza, contestando:

-Sí, señor. Es la gente del Iguá y del Alférez.

Sin añadir palabra más, reiniciaron el galope, alcanzando en pocos momentos la columna, cuando su cabeza penetraba en un vallecico encajonado y estrecho.

Agobiados bajo los ponchos, silenciosos y graves, sin otro ruido que el producido por los cascos de los caballos sobre el suelo húmedo, unos fumando al abrigo de los cuellos con la vista clavada en el crucero de sus cabalgaduras, otros cabeceando somnolientos, pocos pararon en ellos su atención; y de esos pocos, uno dijo, bostezando:

-Ahí se allega un pueblero, con un retinto.

Incorporados ya, Luis María que miraba todo con viva curiosidad, pudo observar que casi todos aquellos hombres iban vestidos con andrajos fuera de los ponchos o de las pieles: chiripaes deshilachados sobre piernas desnudas, botas de potro rotas y enlodadas, espuelas de hierro viejo atadas con «tientos», recados pobres de simple lomillo y carona algunos, un solo estribo de madera y riendas con bocado de «lonja»; muy contados eran los que lucían prendas de valor, y entre estos mismos varios carecían de sombreros, más interesados tal vez en aderezar mejor a sus pingos que a sus personas. En cambio, cubrían sus cabezas y sujetaban sus largas cabelleras con pañuelos de colores atados por detrás, de modo que colgasen las puntas. No faltaban quienes llevasen el poncho o la piel de carnero sobre las carnes, las piernas al aire, las barbas luengas hasta el pecho y los rulos del cabello por abajo de   —147→   los hombros. En cuanto a las armas, las hojas de tijeras de esquila y los clavos cuadrangulares constituían las moharras de la mayor parte de las lanzas de aquellos caballeros errantes. Algunos las llevaban de acero bruñido en forma acanalada, o serpentina, con media-luna doble o cuádruple según la importancia del rejón y la bizarría de sus dueños. La pistola, el trabuco, la tercerola de piedra de chispa, la daga o facón y el sable-corvo complementaban el arreo ofensivo, produciendo el conjunto en la marcha con las calderas viejas, una que otra olla de cocinar puchero, el roce de las guascas, el trinar de las «lloronas», el ludimiento de las vainas de metal, el resoplido de los redomones, el tascar de las coscojas y el chapoteo de mil cascos en el suelo barrioso un ruido tan singular, siniestro y bravío, que sólo podría compararse con el que hicieran muchas garras en un gran pellejo lleno de viento, clavos y cadenillas de hierro que rodara como una peonza sobre lecho de guijarros.

Advirtió también Luis María que, en medio de aquellas filas, las razas, variedades o sub-géneros estaban todas bien representadas por caracteres típicos, desde el charrúa color bronce oxidado, y el blanco de puro origen y el negro de tez rayada, hasta el zambo fornido y el cambujo color de tabaco de mucho vientre, mejillas mofletudas y manos cortas de dorso negruzco19 y palmas de roedor. Y a poco que él fue examinando los detalles, caras pálidas, ojos hermosos u ojillos de coatí, cabelleras negras o doradas junto a greñas bastas y racimillos de saúco, narices perfiladas y trompas con hornallas en vez de fosas, bocas cubiertas por bigotes finos y otras muy anchas con tres pelos por adorno y dentadura de niño, cuerpos delgados y flexibles cuanto eran de macizos y rechonchos los que a su lado se agitaban, no pudo menos de preguntarse en medio de su mismo aturdimiento: ¿qué obra extraña saldrá de este montón de instintos?

Como se hubiesen ya aproximado bien a la columna y desfilasen hacia la cabeza, aquellos centauros empezaron a fijarse en ellos; y, uno de chambergo de «panza de burro» agujereado y ya incoloro por el uso, cuyo barboquejo   —148→   se le perdía por debajo de la nariz entre el boscaje de las barbas, al ver cruzar al liberto con sus maletas repletas, todo de nuevo, y bien plantado en los lomos, sintióse tentado a gritarle con voz ronca:

-¿De adónde venís cuervo, tan cirimonioso?

-¡Veánlo! -exclamó otro-, con las «motas» muy peinadas y las maletas que revientan...

-¡Alcanzá un poco de azúcar, jetudo! -barbató un tercero empinándose en el estribo-, que no ha de ser todo para tu trompa...

Otro, que no poseía sino un «chifle» de media guampa, al observar que el liberto llevaba una cantimplora de azófar, alzó su lanza, vociferando:

-¡Alargá un «taco» de ginebra, fruto de higuerón!

-¡Lindo para sacarle las botas al mono! -agregó un lancero que iba de alpargatas y miraba codicioso el calzado flamante del negro.

-¡Miren al marqués del Mazacote! -arguyó alguno agraviado a retaguardia. ¡Muy de lujo, y púas de bronce!

Una voz formidable dominando todas las otras, se elevó de pronto, rugiendo:

-¡Parate cimarrón y tirame con diez patacas limpias!

El liberto que no había perdido la calma volvió la cabeza a esta voz; y al reconocer a un antiguo compañero, rióse hasta mostrar las muelas, y dijo retozante:

-¡Adiós, hermano!...

Esta réplica cayó en la hueste lo mismo que un moscardón en una colmena. Las últimas filas se agitaron con gran vocinglería; una carcajada homérica retumbó de escalón en escalón, y hasta los mismos que iban durmiéndose tomaron parte en la «loba» sin saber de que se trataba.

Esteban siguió muy tieso en pos de su amo, que marchaba al galope a alcanzar la cabeza de la columna.

Pero, la acogida no había aún terminado para él, puesto que a su flanco izquierdo, por donde arreábase un trozo de «caballada», una criolla bien puesta a horcajadas en un cebruno quisquilloso y saltarín cuyas cerdas nada perdían en la comparación con las guedejas de la que parecía llevar los cascos a la gineta, -gritóle con aire de camorra:

  —149→  

-¡Quién lo ve a Juan Catinga hecho un morro, todo limpio y con carguío!... ¿Donde habrá robado tantas «pilchas», ese hollín?

-¡Calláte comadreja -replicó el negro al pasar-, porque no he de complacerte!...

-¡Oigan al chumbo! Motoso... Rabudo...

Esteban continuó al galope, silbando. Moviánsele las maletas de lienzo como dos alones esponjados, dando idea de su valioso contenido; y a su paso levantábanse nuevos chillidos, semejantes a los que lanza una banda de gavilanes sorprendidos por una presa inesperada.

A todo puso él oídos sordos, y fue a detener su carrera casi encima del frente de la columna, cuando ya Luis María conversaba con el jefe.

Al verle tan bien aderezado y lleno de humillos de asistente de rico, el alférez de la segunda fila, que iba todo andrajoso, mojado hasta los huesos y de mal talante, díjole con rabia:

-¡Apartate, negro... o te bajo de un guantón!

Esteban se sonrió sin muestras de enojo, y golpeó con la diestra por debajo del poncho.

-Emprestáme un poco el «chifle», -añadió entonces el alférez con tono dulce.

El liberto sacó su hermosa cantimplora, llena hasta más de la mitad de anís legítimo; y en tanto los jinetes más cercanos se relamían en silencio los labios, pasósela al oficial, que en el acto extrajo el tapón y se la empinó con deleite.

-¡Linda ubre, moreno: da consuelo! -exclamó al devolvérsela. Cuando acampemos, mongoneá por el fogón que siempre hay «churrascos» gordos...

-Gracias, mi alférez.

-Si te perdés, chiflame... Ofertale a tu patrón hacer rancho juntos... Siempre hay algo: algún asadito con cuero, un guiso de «achuras»...

-Le he de decir, señor.

Y mientras hablaba el alférez, el liberto dio un largo beso a la cantimplora, con gran envidia de muchos de los que lo miraban.

  —150→  

-¡No hacértese vinagre en el gañote! -dijo uno a media voz.

-¡Ganas tengo de ensartarle el botijo en la media-luna!

-¡Tan pelechado el trompudo! -añadió otro con encono.

El negro alcanzó una galleta al alférez muy orondo, y enseguida gritó con imperio:

-¡Callense la boca!...

Los milicianos rompieron a reír estrepitosamente.

En ese instante la columna hizo alto.

El jefe se había apartado algunos pasos con Luis María, y echado pie a tierra junto a unas rocas, para guarecerse un tanto de la lluvia. Parecía interesarle de veras la llegada del joven, pues prestaba mucha atención a sus palabras.

Era el caudillo Leonardo Álvarez un hombre de continente altivo, mucho músculo, igual suma de osadía y espíritu rebelde al freno, como el de todos los hijos del Pampero. Oía con reposo y miraba fuerte. Vestía de chaqueta y «bombachas», botas hasta la rodilla de cuero de lobo, y chambergo de ala corta. Calzaba bien las espuelas y ceñía con gracia el sable. Era fama que con la lanza inspiraba respeto en la pelea; que mataba con su propia mano, al nivel del soldado; y que sólo dirigía la vista atrás para avergonzar a los flojos. Absorbíalo todo, un amor profundo a la tierra; ese amor -tal vez único- que se crece en la lucha y se agiganta en la desgracia como solo ideal perdurable.

Verdad es, que Luis María no vio en él más que un hombre reservado, adusto y duro, de pupilas muy fijas y aire de mando; pero, todo eso denunciaba la fibra del valor. Consolóse en parte, de que el jefe fuese más discreto que la hueste.

Olivera lo había recibido bien, y pedídole le leyese la comunicación de que era portador.

Indicábasele en ella un punto determinado del litoral del Cabo para recibir pertrechos de guerra; y encomiábase su conducta en términos lisonjeros.

Impuesto de esa nota, pidió otras noticias y datos.

  —151→  

El joven se los proporcionó sin omitir detalle, ni exagerar el estado de las cosas. La situación se presentaba muy grave.

-En la ciudad -dijo- el elemento patriota cuenta con el apoyo de los Voluntarios Reales, y el entusiasmo cunde. Pero, en la campaña, Lecor dispone de fuerzas importantes gracias al concurso personal y a la influencia del Brigadier Rivera; siendo usted el único que con su denuedo mantiene la esperanza de un alzamiento considerable...

Don Leonardo con la vista vaga en el horizonte, movió a estas palabras lentamente la cabeza, y luego repuso encogiéndose de hombros:

-Se hace lo que se puede... La cosa no da para más, amigo. Cuánto, cuánto he sacado de sus ranchos a la gente del pago, y ya la hice refregar fuerte, dejando algunos pobres tendidos por el valle... ¡Somos un grupito!... La «muchidumbre» se está quieta, por miedo a Frutos, de la parte allá del Canelón, como si el hombre fuese más que Artigas. Seguiremos... ¡Pelearlos, los voy a pelear! -agregó con firmeza, sacudiéndose y avanzando dos o tres pasos con la vista siempre en las quebradas; -pero, no sé hasta dónde aguantarán los muchachos viéndose solos... ¡Ya veremos!

Un momento de silencio siguióse a estas palabras, dichas con excitación creciente.

Después, bajando el tono, el caudillo encaróse con Luis María, añadiendo:

-En cuanto a usted, venga a mi lado como ayudante. Va a pasar algunas penalidades, pero las partirá conmigo.

-Agradezco mucho ese honor, mi jefe. Venía dispuesto a servir como simple soldado.

-No, mi amigo; todos lo somos cuando llega la hora de ponerse a prueba... ¡Creálo! Lo mismo va a estar usted a la cabeza que a retaguardia, porque en la carga se hace un solo entrevero.

Enseguida, cogióse con la izquierda a las crines de su caballo, y echó una mirada a fondo a la columna.

Algunos, que habíanse desmontado cubriendo las «pilchas» con un halda del poncho, y que comentaban entre   —152→   risas la acogida hecha a Esteban, se apresuraron a entrar en formación, sin voz de mando, ni toque de clarín.

Olivera montó de un salto, y tras de él Luis María, que en el acto buscó su colocación junto a otros dos ayudantes.

El baqueano, que se encontraba algunas varas a vanguardia rompió la marcha, y en pos se movió la columna, en momentos que la lluvia arreciando caía a plomo como una cascada ruidosa y espumante.



  —153→  

ArribaAbajo- XI -

Cuaró


La fuerza, efectuando lentamente una contramarcha de flanco, tomó rumbos hacia el litoral del Cabo. La jornada prometía ser muy dura, al trote largo, mientras no se encontrasen escabrosidades al frente.

Sólo obstáculos naturales o imprevistos obligaban a moderar el paso: ya un terreno pedregoso cuyos riscos despeaban a los animales -según la expresión del gaucho, ya un valle cubierto de lagunas y pantanos, tremedales y ciénagas, ahora arroyos salidos de cauce por la fuerza de la creciente y que era preciso atravesar a nado sobre los lomos del caballo, o cogido de las crines sin desnudarse arrollado el poncho al pescuezo; y cuando no sucedía esto había que oblicuar la marcha para despuntarlo en sus nacientes, prolongando desmesuradamente el camino por comarcas donde no existían puentes ni se conocía otros vehículos que las carretas tiradas por bueyes como única manifestación de la industria de transportes, y el caballo considerado como artículo de guerra.

Luis María no se había hecho idea de estas contrariedades y sinsabores, y empezaba su aprendizaje en días aciagos, sin esperanza de triunfo.

Aquella organización rara de la hueste, vestida de andrajos,   —154→   y la manera más extraña aun de imponer su voluntad el caudillo; la pasión entusiasta del valor en esos hombres, muchos de ellos tan valientes como su jefe, y dóciles al mando en medio de su falta de disciplina de escuela; aquel amor romántico por la aventura y el peligro, olvidados de sus miserias y desnudeces, para exponer viriles la vida en el primer encuentro; ese andar abrumador sobre el caballo horas interminables, cual si fuesen clavados en las monturas, en lucha con los elementos confundidos en una sola cruel inclemencia, alegres, activos, ruidosos a través del desierto; aquella resolución intrépida para arrojarse al agua honda que puede absorberlos en su seno y arrastrarlos en su curso violento, y que ellos salvan ágiles adheridos casi siempre a sus cabalgaduras con las que parecen constituir una sola pieza; ese vigor extraordinario para soportar el hambre y resistir al sueño, y esa facilidad para dormirse sobre los lomos sin perder estribos ni rumbo, como si velase en ellos un sexto sentido vigilante; aquella conformidad triste pero firme con su suerte sin protestas agrias, buscando a cada paso y por cualquier motivo aunque fuese fútil reírse de todo, hasta del dolor reumático o de la llaga viva; esa resistencia dura al cansancio, a veces del naciente al poniente, con el cuerpo tieso apenas inclinado hacia el cuello del caballo, sólo comparable a la de este noble bruto, pequeño con relación al de raza pura, y criado a la intemperie sin celo ni cuidados, pero de un «aguante» incuestionablemente superior; aquella sobriedad por último de limitar sus apetitos durante dos y tres días, cuando es necesario, a algunos «mates cimarrones» -es decir, al simple brebaje de yerba sin azúcar-, a varios cigarros de tabaco fuerte y a pocos tragos de anís o de caña, si la hay, constituían un cúmulo de circunstancias nada comunes y una existencia original tan ruda y agreste que el joven voluntario veía ir en aumento su asombro a medida que el rigor del tiempo, las dolencias y las privaciones descarnaban los instintos y ponían de relieve la fiereza de las almas.

Los mismos detalles insignificantes eran para él motivos de interés, y observábalos con afanosa curiosidad, sintiéndose   —155→   como se sentía con fuerzas para amoldarse a aquella vida militante extraña, cuya conclusión podía ser tardía. Entonces tenía que serle útil una experiencia que otros desdeñan y que luego echan de menos a solas con las fuerzas de la naturaleza, con el peligro diario en el bosque y la acechanza permanente en el llano.

En medio de paisajes monótonos regados por doquiera, y allá junto a un boscaje sombrío de arbustos espinosos que bordaba riscosos estribaderos, después de una marcha de todo el día, cuando bajaba la sombra envuelta en frías brumas, el escuadrón se debía detener, según la orden que Luis María oyó transmitir al baqueano.

Y allí acampó, sin mayores ruidos ni confusión alguna.

Imposible parecía que en aquel lugar desolado hubiese leña, y que pudieran acomodarse bien para dormir los hombres -en aquel suelo empapado y cubierto a trechos de costras de gneis. Luis María vio sin embargo, en pocos instantes, lucir la llama de algunos fogones, luego de muchos, y agruparse en redor de ellos los soldados y por otra parte, improvisarse «ranchejos» con varas y juncos de una laguna, que se cubrían con ponchos, sin más espacio en su interior que el necesario al cuerpo de un hombre y donde se tendían las piezas del recado útiles para el arreglo del lecho. Al calor vivificante de los vivacs cuyos troncos chisporroteaban difundiendo la alegría a pesar de la llovizna; y de los mates que circulaban de mano en mano transmitiéndolo a los estómagos vacíos, la animación cundió a todos los extremos, coloreáronse los rostros y las risas ruidosas reemplazaron a las frases concisas y apagadas voces de un momento antes. Parecióle entonces al joven que la soledad lúgubre se había transformado en risueña aldea llena de iluminaciones y fogatas como en una noche de San Juan, recordándole las lanzas clavadas en tierra con sus banderolas húmedas y ajadas, los gallardetes en paralelas a los flancos de los arcos de los juegos de sortija. El grueso vapor que se desprendía de las ropas mojadas, el humo espeso de las ramas húmedas a su vez, y del tabaco usado en grandes dosis, formaban una nube sobre cada vivac que clareaba de vez en cuando algún soplo   —156→   de aire helado. No todos se encontraban junto a la llama. Muchos se habían ya guarecido bajo sus ranchejos o madrigueras a estilo charrúa, escurriéndose a lo largo lo mismo que los zorros en sus cuevas, más ansiosos de ganar algunas horas de sueño aunque fuese sobre una jerga empapada que de estarse entumecidos al amor de una lumbre que producía en las extremidades de los miembros agudos escozores, si no se tenía la paciencia de aproximarlos poco a poco a las brasas para evitar los efectos de una reacción violenta. Entre los que circuían estrechamente los fogones al punto de no dejar claro alguno por donde pudiese penetrar una lagartija, por lo que al mover las cabezas sólo se percibían barbas erizadas y narices color de remolacha entre un resplandor rojizo, uno que otro «churrasco» jugoso y caliente retemplaba los ánimos, alternando con el mate o el jarro pequeño de «lata» provisto de «bombilla», y alguna bota de «caña» o «chifle» de cuerno las libaciones prolongadas de cada grupo. Si por acaso se acercaba a esos centros o tertulias alguno que no se había preocupado de su cocina, con intención de calentarse siquiera los dedos ateridos, cesaba de súbito en el núcleo la plática sabrosa; volvíanse todos para mirar de soslayo al zángano al ruido de sus pasos o de las espuelas, y apretábanse más unos contra otros siempre en círculo medido, de manera que entre ellos no quedase el menor hueco. Guiñábanse los ojos sombreados por el ala del sombrero y lucientes al calor, haciánse los boquituertos retozando en silencio con esas risas que no acaban de estallar bajo los pelos y que tanto se asemejan a gruñidos de mamoncillos, escondían el «mate» bajo el poncho o volcaban la caldera para disculparse con la falta de agua, y al apartarse del sitio el importuno visitante recomenzaba el bullicio sazonado con el comentario, -ora de las vueltas que el hombre dio para meter por una hendija cualquiera las manos, ya del gesto que puso cuando alcanzó a ver que el asador de espinillo no tenía ya más que el rezago del «churrasco», y que la caldera estaba muy tiesa con la boca para abajo. Renovábanse luego las ocurrencias sobre la llegada de Luis María y de Esteban -la novedad del   —157→   día, -pues el tema se prestaba para ellos a inagotables variantes.

-El macaco se descolgó con botas de vaqueta -decía uno.

-¡Muy tieso chafando a los pobres!

-¡Y con poncho verdevejiga! -argüía otro, a quien le humeaba la lana de piel de carnero echada en parte hacia adelante, para que le llegase bien el calor.

-Muy de celeste el negro, y uno todo rotoso y «bichoco» -murmuraba un paisano algo obeso, al apretar con la uña la brasa del cigarro.

-¡La purita verdad, hermano! - replicábale el vecino, sacándose el barro de la bota de potro con el lomo de la daga. Al que nace barrigón es al ñudo que lo cinchen.

Una hora larga llevaban estos y diálogos parecidos, cuando el clarín sonando de súbito, lanzó tras la de atención, la nota prolongada de silencio, cuyo eco repercutió sonoro a la distancia en el llano y muy próximo en las concavidades de las rocas.

La gente empezó a moverse en torno de los fogones entre voces altisonantes, risas nerviosas y roncos bostezos. Pronto raleáronse los núcleos, buscando cada uno su acomodo para dormir del mejor modo posible: -«a lo sapo» -según unos-, «a lo gallo» -según otros-, a lo «teru-teru»- según el de más allá-. ¿Qué hiciste de mi manta, hermano? -gritaba desde un extremo una voz impaciente-. ¡Preguntáselo a Ciriaco! -respondía sin duda, alguno que no era el interpelado, envolviéndose en su poncho hecho criba. -¡Habló el buey! No te envideo las guampas! -replicaba con voz de trueno y la bayeta en la boca, otro entrometido.

Pocos instantes después, retirábanse los pocos que habían quedado secándose las botas junto a las brasas. Éstas, acosadas sin tregua por la llovizna menuda que en   —158→   forma de densa bruma seguía cayendo, concluyeron por apagarse antes de cubrirse por la ceniza en parte hecha lodo; y la oscuridad profunda volvió a enseñorearse del sitio en medio de un silencio sólo perturbado por una que otra exclamación de sonámbulos y muy sonoros ronquidos. En la falda de una loma, al amparo de unas piedras y a dos o tres cuadras del campamento, percibíase como un ligero resplandor la luz vacilante del único vivac que persistía, y que era el de la guardia avanzada.

Por su parte, Berón se había encontrado al dejar a su jefe, y muy cerca de su «rancho», con otro amplio y cómodo construido esmeradamente por Esteban con gajos ramosos. Había tenido el liberto la precaución de escoger para ello un lugar abrigado, junto a una enorme peña gastada en forma ovoidal en su centro por los lomos de los toros que en ella venían diariamente a rascarse hasta clarear su pelaje. Brasas de gruesos troncos, a un lado de la entrada, confortaban algo aquella choza de dorso empinado como el de un dromedario.

Luis María escurrióse en el acto, abrigándose bien: pero, apenas lo había efectuado con ansias de dormir, cuando un bulto inclinóse a la entrada del ranchejo y deslizándose ágil a cuatro manos hasta el interior, tomó posición junto a él con mucha confianza.

Boca abajo, y fumando, el intruso díjole con una voz suave y tranquila:

-Mirá, amigo... Tú no has dicho al negro que tenga ojo abierto, porque si lo cierra, de firme te va a hacer humo los maneadores y bozalejos la gente del «Iguá», que es de más maña que el zorro...

El joven, reincorporándose sorprendido, reconoció en quien le hablaba tan familiarmente al teniente Cuaró, ayudante del jefe, con el que había trabado relación por la mañana.

-Pero, estate tranquilo, porque, yo mandé al asistente que bombease por si rondaban los hombres de uña...

-Gracias, compañero -dijo Luis María, pero me asombra que entre amigos suceda eso...

-Son buenos los mozos. No más que roban cojinillos...

  —159→  

También te aviso que hay que dormir poco, por si acaso se le antoja al enemigo meterse en el campo con el lucero.

-Si al lucero esperan, van lucidos teniente, porque nunca vi noche más negra y lluviosa.

-Es temporal -repuso Cuaró-, y se ha de correr si sopla por la mañanita viento del río, como acontece... No te engañés amigo, con estas cosas... ¡Me está chiflando la barriga de frío!

Por ahí cerca está la cantimplora, teniente. Beba un trago de anís.

Cuaró que la había ya cogido, empinósela diciendo:

-Por no hacer desaire...

El beso fue un poco largo. Relamióse los labios, y añadió:

-Muy temprano se ha de carnear, y comiendo la gente se pone alegre.

Después, marchamos.

Nos pondremos en la costa en el día aunque revienten los mancarrones... Yo tengo un caballo lindo que te voy a regalar si se aplasta tu lobuno que está medio «aguachado» con la vida de pueblo... Es un overo nuevito que bolee en la sierra adentro, gordo y de estribar sin recelo, con un capullo blanco en el copete y la cola que barre... Verás que te gusta.

-Así ha de ser, y agradezco mucho... Pero, ¿usted no tiene sueño, teniente?

-Me hormiguea un poco por el cuerpo.

-Pues hay que aprovechar entonces... Si se encuentra usted cómodo puede dormir ahí. ¡Lo que es yo, no puedo más!

-Por no perder la costumbre, voy a descansar un rato, amigo...

Sin decir palabra más diose vuelta sobre su derecha, echándose con indolencia su poncho mojado sobre el vientre y piernas.

Minutos después, uno y otro dormían profundamente.

  —160→  

El teniente Cuaró, de raza indígena pura, era un mocetón de veinte y cinco años, de talla bien conformada y miembros musculosos en extremo, terminados en unos pies pequeños y en unas manos de dedos cortos y duros capaces tal vez de quebrar entre sus falanges un pedazo de hueso sólido y resistente. En su cara ancha, de frente regular y pómulos saltantes, poco vello se veía, apenas algunos pelillos negros, lustrosos, tiesos encima del labio, y en la barba casi angular, dos o tres como único adorno. El cabello corto y cerdudo pero ralo, cubría un cráneo vigoroso de temporales hundidos, occipucio saliente, que caía a plomo sobre el tronco atlético.

Cuando hablaba bajo y suave, animábase este semblante de hombre macizo con la expresión brillante de unos ojos chicos, negros y elongados de velo palpebral20 caído y casi siempre trémulo como el ala de un murciélago.

Parecióle a Luis María, la primera vez que le vio, que por aquellas pupilas asomaba el reflejo de un borbollón de energías indómitas anidadas en sosiego bajo la índole apática del tipo de raza, apartado hacía mucho tiempo de los toldos, sin haber perdido por eso los instintos del aduar ni la crudeza de la fibra.

Sin darse una idea clara del motivo, cayóle en gracia su compañero color de aceituna. Lo halló grave, circunspecto, reposado, sin penas ni alegrías en la apariencia, obediente y activo al menor mandato de su jefe, y tan bien sentado en el caballo, que el generoso bruto debía sin duda estre mecerse al sentir el roce de sus rodillas o el trino de las espuelas.

Recordó entonces lo que tantas veces oyera decir acerca de los aborígenes, con relación a los informes de viajeros que afirmaron haber examinado concienzudamente los usos y costumbres de la tribu avasalladora, bajo cuya soberbia habían caído «bohanes», «yaroes» y «chanaes».

De los juicios absolutos de esos viajeros, descendiendo a los detalles, tentó escudriñar en el rostro del indígena las   —161→   huellas de ciertas prácticas bárbaras, que se atribuían a sus congéneres. Aparte de dos o tres líneas irregulares de tinte azul oscuro que enseñaba en la frente y mejillas, hechas sin duda por medio de un punzón de espina, hierro o madera recia, semejantes a las que dejan los granos de pólvora debajo de la piel tras de un disparo sin bala sobre carne viva, ningún otro rastro de las costumbres salvajes se descubría en el rostro de Cuaró. Su labio inferior delgado, casi terso y recogido, no presentaba cicatriz alguna a raíz de los dientes que denunciase haber sido horadado para uso de la «barbota»21. Verdad era que habían pasado algunos años desde aquel en que Cuaró dejara de usar el moño con plumas de ñandú, el «quiapí» y la aljaba de flechas de «urunday» y «coronilla» para incorporarse a gentes, de mejor vivir que la de los toldos; con todo, a pesar del tiempo transcurrido, hubiese conservado como esa, considerada indeleble. Según las noticias difundidas, el joven creía muy arraigada en los charrúas aquella costumbre cruel, análoga a la de otros indios del continente que empleaban una doble rodela de madera perfectamente circular, no sólo en el labio inferior, sino también en el extremo carnudo del pabellón de la oreja.

En el rostro de Cuaró no vio él ningún indicio de la que, indudablemente, fue costumbre de «Botocudos», indígenas del Brasil; no de charrúas. Cuaró tenía intactos labios y orejas; y, apenas las estrías azuladas hechas a punzón sobre los arcos de las cuencas y debajo de los pómulos, huellas casi borradas, denunciaban el uso primitivo de una tintura desconocida inyectada en la piel para formar rayas o signos, por medios más rudimentarios que los empleados por los marineros para dibujarse navecillas y anclotes, indeleblemente, junto a la arteria humeral. Llegó entonces a que la «barbota» en el charrúa, era una superchería,   —162→   efecto natural de las suspicacias de los sabios muy dados por lo común a aplicar reglas por analogía, tratándose de razas que difieren por hábitos y origen, aunque concuerden en rasgos físicos y en desnudez. Reservábase sin embargo, confirmar esta opinión en la primera oportunidad. Por el momento, sólo vio en Cuaró un hombre fuerte, sufrido y enérgico como pocos, aun de otras razas, vestido con decencia en medio de las mayores privaciones, y de una índole simpática a pesar de sus resabios y talmonias.

Como ejemplar de raza pura, en estas condiciones, encontró en él un grado de superioridad incuestionable sobre el cambujo y el zambo, en cuanto a raras virtudes de sufrimiento y perseverancia. Ante su actitud grave e impasible y su estoica firmeza para soportar todo género de contrariedades, figuróselo en verdad de una sola pieza. La sangre y el carácter debían hacerlo apto para cualquier empresa ardua, y aun para cualquier esfuerzo constante y riguroso, previa una educación disciplinaria conveniente. Pero, en la vida de la hueste, no sujeta a reglas calculadas y severas para domeñar soberbias y sofocar la expansión de instintos fieros, dándose rumbo cierto al esfuerzo colectivo con la rigidez de la organización sólida y del método, gozaban de las mismas licencias tanto el «tupamaro» o mestizo y el cuarterón, el zambo y el cambujo, como el indio y el negro, confundiéndose así en un solo espíritu de insubordinación y de desorden todas las tendencias morales discrepantes y propensiones más o menos aviesas del número. Una inclinación instintiva irreductible, por decirlo así, mezcla de espíritu independiente y de amor al pago y por extensión, a la tierra común, constituía la cohesión necesaria para la lucha en la masa; a la vez obediente hasta ciertos límites a la autoridad del caudillo, nacida del prestigio individual y del «hechizo del músculo» antes que del asentimiento unánime y consciente de todos los factores en acción. Los vicios propios a cada raza o variedad, o inherentes por lo menos a su estado respectivo de cultura, formaban un compuesto adverso al deber militar, al mismo tiempo que una suma de energías coherentes en el propósito   —163→   de resistencia obstinada al opresor. Mas, en medio de ese extraño conjunto de fuerzas vivas reacias a la disciplina regular distinguíase el indígena por su conducta siempre igual y su voluntad pasiva trabajada por las influencias del médium, lejos ya de la barbarie cruda de los toldos.

Por eso era que Cuaró, tipo selecto, había despertado desde el primer instante interés tan vivo en el joven.

En aquella reducida caballería de guerra, la única que por entonces se había atrevido a levantar en el país la bandera de insurrección, y que se agitaba de aquí para allá febriciente bajo la lluvia y el hielo, confiada en el poder de sus lanzas y en el denuedo de su caudillo y convencida tal vez de que en sus filas vivía robusto el espíritu de los pagos y brillaba pura la gloria de su tierra, Luis María se había visto delante de un cuadro histórico en pequeño, donde nada faltaba sin embargo, para ofrecer una idea acabada y real de la calidad de los elementos de una sociabilidad singular llamada a reproducirse y perpetuarse en el tiempo y en el espacio, hasta perder en evoluciones sucesivas sus tintes dorados y sombríos de piel de tigre.

De todos los sub-géneros y clases allí reunidos, la que más lo sedujo fue la raza aborigen, que era la menos representada. ¿Por qué? No se lo explicaba él mismo, claramente. Quizás descubrió en sus pocos ejemplares una entereza bravía propia de leyenda, que en algo aventajaba al valor romántico de la prole mestiza, crecida entre vértigos y torbellinos bajo las alas poderosas del Pampero.

Cuaró era un tipo interesante de su raza. También lo era su corta historia, y de ésta algo debemos decir, siquiera sea para dar a conocer el origen y las vicisitudes de la vida del charrúa. Circunstancias extraordinarias rodearon su nacimiento, y otras no menos singulares lo apartaron de los toldos.

Un día de estío ardiente, la tribu indomable levantando su campamento a orillas del Tacuarembó, anduvo errante algunas horas, con sus mujeres y sus carguíos informes,   —164→   hasta dar con una pradera feraz regada por un arroyo de límpidas aguas que afluían al caudaloso Negro, y en la cual se apacentaban numerosos ganados.

El sitio era bueno. Había gramilla exuberante para los caballos, monte espeso, ramajes flexibles, grandes masiegas de paja brava y carne gorda, formando el campo escogido para el aduar como una herradura inmensa con la curva de los bosques.

Los caciques clavaron en tierra sus lanzas de rejón largo y la tribu se detuvo.

El espectáculo era tan pintoresco como excepcional.

Llevaban casi todos los hombres plumeros de colores en el cráneo, e iban armados de lanzas y aljabas.

En la edad de piedra de esta raza valiente, hace más de tres siglos, cuando el hierro les era desconocido, usaban los charrúas flechas de pedernal en forma de hoja de laurel, rodeada de dientes agudos en dirección opuesta al arpón. Sustituido el pedernal por el hierro, muchos años después, sirviéronse principalmente de arcos de barriles para su uso, fabricando lanzas; las que, con el arco y el carcaj, constituían sus instrumentos de guerra.

En la época en que los exhibimos, pocos eran los que llevaban flechas.

Las mujeres usaban de medios especiales para cargar con su prole; siendo de notar que pecaban por exceso su sentimiento de cariño. El del pudor se revelaba completo en uno y otro sexo, dado el medio ambiente en que vivían. Muchas de las mujeres no se contentaban con el «quiapí» que cubría el cuerpo en gran parte; y fabricaban con un género análogo una especie de camisones sin mangas, con aberturas para los brazos, con los que aparecían vestidas. Los hijos pequeños iban colgados a la espalda dentro de una jerga, cuyas cuatro puntas se ataban por delante; en ésta, como bolsa, metían una o dos criaturas con la cabeza para afuera.

La que tenía tres hijos, había colocado el tercero montado adelante; y la que contaba cuatro, al mayor de ellos en las ancas. Otras, traían los más pequeños pendientes detrás, y los más grandes iban de a dos o tres montados en   —165→   caballos, que ellas mismas conducían del diestro o ronzal, silenciosas y pacientes. Las plumas de «chajá», de loro y en más abundancia las de ñandú figuraban por mucho en los detalles, sin excluir los cabos de las flechas y la parte inferior de las moharras de las lanzas vistosamente adornadas.

Pocas eran las mujeres que iban cubiertas con jergas sencillas, o «quiapíes» sujetos a la altura del hombro derecho con un nudo grosero; si bien eran muchos los pequeñuelos que arrastraban retazos de telas incoloras o guiñapos de bayeta inservible.

«Gualiche» los había obligado a abandonar la vieja «ranchería», a causa de una fiebre epidémica; proveniente tal vez de las miasmas que exhalaban multitud de despojos y osamentas de animales vacunos y yeguares acumulados poco a poco en las cercanías del aduar, y, aun de reses que los flecheros solían aprovechar únicamente por la parte de arriba, dejando intacta la otra, -costumbre del yaguareté-, por no tomarse la pena de darlas vuelta.

Instalóse la tribu; y, en tanto que las mujeres clavaban ramas en el suelo en forma de arcos y reunían paja para construir sus ranchos de dos o tres varas de largo por una y media de ancho, -los mocetones, sueltos ya sus caballos, agrupábanse alegres siempre, pero sin algazaras ni estrépito alguno, en cierto sitio llano del terreno por ellos escogido expresamente para encajar una estaca de un tercio apenas a flor de tierra, que les sirviese de blanco en el tiro de «boleadoras» de dos ramales, a treinta pasos. Era éste, su juego favorito, y en él vencía el que lograba enredar aquellas en la estaca.

Apostaban todo lo que tenían -«quiapíes», géneros ordinarios, tabaco, jergas y aun los caballos- sin que por éste, u otros motivos, se suscitasen entre ellos reyertas ni pendencias desagradables. En caso de producirse, intervenía uno de los caciques y conciliaba fácilmente todas las pretensiones. Muy rara vez sucedía esto. Los mocetones en grupo, a la distancia prefijada, en silencio aunque risueños, arrojaban uno tras otro sus «boleadoras»; las que, o pasaban por arriba, o daban con una piedra o un   —166→   ramal en la estaca, o se ceñían a ella. Sólo en este caso se consideraba válido el tiro, lo que era bastante difícil que acaeciera por grande que fuese la habilidad del jugador.

No dejaba de ser curioso el cuadro que presentaban aquellos hombres casi desnudos, de alta estatura y ancho pecho, miembros nervudos y flexibles en todos sus movimientos, descubiertas sus cabezas y ceñidas las frentes con una tira de género cualquiera; que apenas abrían la boca para hablar y para reír, aun cuando se sintiese ruido continuo de carcajadas, -el que producían inflando las mejillas y mostrando un poco sus dientes blancos y pequeños. No eran menos singulares los que se exhibían en detalle, cerca del grupo que se ejercitaba en el manejo del arma arrojadiza. Por una parte, cinco o seis flecheros sentados sobre el pasto crecido de modo que quedaban casi ocultos bajo los penachos de la «cola de zorro», cubiertas sus cabezas con una jerga o con guiñapos de «vichará», procuraban en lo posible absorber toda el humo de los cigarros que tenían encendidos, hasta quedarse atontados: en otro sitio, algunos habían formado rueda dejando el fogón en medio, pasándose de mano en mano como brebaje delicioso un aspa de toro -semejante a un «porongo» o calabaza, lleno de yerba-mate y agua, del que cada uno tomaba un sorbo introduciéndose en la boca la mayor cantidad de yerba, que masticaban incansables como los rumiantes, hasta dejarla sosa e incolora; más allá una vieja curandera aplicaba remedios a dos enfermos engrasando prolijamente las espaldas de uno de ellos y frotándole esa parte enseguida con un pedazo de piel vacuna por el lado del pelaje, a dos manos, y hecho el cuero un rodillo, en tanto pedía se le reservase la ceniza ardiente de un fogón que allí próximo se veía para tender sobre ella al doliente hasta quitarle el daño; y en un terreno llano a que el monte daba alguna sombra, varios mocetones en fila, bien sentados en sus caballos, en pelos como acostumbraban andar, y una sola rienda por único gobierno ceñida a un bocado afirmado a su vez detrás de los molares, se aprestaban -diestrísimos como lo eran- a probar la ligereza de los corceles criollos en carreras de a dos   —167→   o de a cuatro hasta un límite que marcaban con una rama, a trescientas o más varas del punto de partida.

Pero, de todos estos detalles, el más interesante era sin duda alguna el que presentaba una joven india que no era «guaynita» ni «cuñatay», sino «cuña-caray» como diría un «tape»22; la que, arrastrándose apenas por debajo de los árboles parecía buscar un sitio de reposo, lejos de los ranchos y toldos, allí a la sombra de algún «guayabo» o de un «quebracho» corpulento. Primero de pie, y luego de rodillas apoyándose en las manos, habíase ido apartando cierta distancia; hasta que, llegándole a faltar las fuerzas -pues algo de grave la afligía- tendióse bajo un árbol ramoso y sombrío que parecía ofrecer dulce amparo al menesteroso de sosiego.

Al pie de aquel árbol, fuerte y resignada, dio ella a luz un varón, fruto de sus amores con el cacique Naygú.

Después del trance, acometióla un sueño profundo; uno de esos sueños parecidos al sopor o al letargo, de los cuales no fácilmente se despierta...

Las mujeres ancianas recogieron al vástago; y sin tocar a la dormida, se alejaron veloces.

Era que, la pobre madre, no debía ya despertar.

Habíase guarecido del sol ardiente bajo un árbol fatal, el «ahué», o sea el árbol malo, cuya sombra intoxica y mata, según la tradición indígena. Este árbol misterioso, de elevadas proporciones, madera blanca y nutrida y espeso ramaje, -propio del clima del norte, aunque no muy común- ejercía influencia tan maléfica, en concepto de los charrúas, sobre todas las plantas que brotaban en sus contornos que las aniquilaba al nacer al igual del «yatay». Tronco preferido de «Gualiche», los que a su pie dormían no despertaban más en las horas pesadas de la siesta; y los que sobrevivían por acaso, arrancándose-al peligro que en torno esparcía su sombra maldita, era para sufrir por largo tiempo los crueles efectos de su sutil veneno. El indígena creía que era en la corteza del «ahué» donde las víboras   —168→   untaban sus dientes, y donde el yaguareté afilaba sus garras.

Fue así como, a la sombra del árbol malo, nació Cuaró; lo mismo que un engendro de alimaña, en un ardiente día estival, lanzando sus primeros vagidos junto a su madre muerta y absorbiendo en sus tiernos pulmones todas las inhalaciones selváticas y fuertes efluvios del desierto, de igual modo que todos los de su tribu; entre los que llegó más tarde a distinguirse con el mote de, «Ahué», preferido al de Cuaró por su mismo bravío genitor el cacique Naygú.

Cuaró se hizo hombre creciendo casi desnudo, a caballo sin cesar, con las «boleadoras» a la cintura, la «vincha» en la frente y la lanza en la mano. La tribu no reconocía señor, y andaba de aquí a acullá campando por sus respetos, sin temor a ningún poder en este mundo; porque sus guerreros creyeron en todo tiempo que ellos eran los valientes sin parecido y que solo el número podría doblegarlos y vencerlos.

Pero, estalló de pronto el movimiento revolucionario de 1811, consecuencia del de 25 de Mayo de 1810; y, como aceros atraídos por imán poderoso las huestes charrúas fueron atraídas por la corriente o, tal vez, arrastradas fueron por propio instinto o habitud de pelea de que daban testimonio trescientos años de duras y cruentas guerras.

Vino después un pacto amistoso o alianza ofensiva con Artigas, en 1812; alianza que subsistió hasta la desaparición del caudillo de la escena.

Tenían los charrúas por Artigas un gran respeto adunado a un sentimiento de estimación sincera, nunca desmentido, como si en realidad hubiese llegado hasta ellos la fuerza de su prestigio o la fama de su bravura.

Resueltos pues, a acompañarlo con lealtad en todas sus luchas formidables, sin reservas para su presente y futuro, el cacique principal los reunió un día, hízoles formar en ala, según su costumbre antigua cuando iban a la guerra; y dirigióles con brío su proclama o arenga recordándoles en ella las viejas hazañas de la tribu, y sus propias proezas   —169→   personales. Mientras él los arengaba y blandía con vigor la lanza, las mujeres escalonadas algunos metros a retaguardia cantaban un himno extraño, y un ruidoso clamoreo recorría la línea como un alarido de reconcentrados odios...

Marcharon animosos.

Durante largos años, junto a las milicias, rodaron como una tromba de extremo a extremo del territorio, siempre montaraces y bravíos, temibles en refriegas y sorpresas, acampando apartados a los flancos de la columna con la mirada atenta al peligro, lo mismo que una manada de pumas errantes, echada en los pajonales al acecho.

Fue entonces cuando Cuaró, ya en su mocedad -extraviado en una de esas marchas de la tribu y herido de bala en un encuentro oscuro-, dio con la división del coronel Andrés de Latorre -quién, descubriendo en el indígena ciertas cualidades sobresalientes le retuvo a su lado, estimulándolo en la carrera con el grado de alférez de caballería.

Cuaró se distinguió en varios combates sangrientos; recibió en Corumbé tres heridas, y una lanzada feroz en Aguapey. Pero, no fueron estas lesiones de mayor importancia para su tronco de hierro.

En el desastre del Catalán, después de una reñida pelea, y cuando ya el enemigo aguerrido y numeroso se avanzaba sobre el grupo que rodeaba como único resto al bravo Latorre, quemando impasible sus últimos cartuchos, -viósele con unos pocos jinetes cargar y «recargar» como un toro a la caballería lusitana, y quedarse luego a retaguardia de su jefe en retirada- siempre agresivo y rugiente, hasta que cerró la noche y con ella acabó la persecución implacable. En esa noche triste fue ascendido a teniente, y enseñaba con orgullo en su tostada piel cinco heridas de lanza y sable.

Tal era el origen, y esa, la breve historia de Cuaró.

Luis María, a pesar de su sueño profundo, lo vio vagar en su fantasía excitada; pero al despertar, no lo sintió ya a su lado.

El clarín tocaba diana.