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Nietzsche (en) «De sobremesa». Modernidad y decadencia en la novela de José Asunción Silva

Walter Bruno Berg






Silva y el espiritualismo

Los estudios sobre la narrativa de José Asunción Silva no abundan. Si la fama del poeta -desde la publicación del famoso «Nocturno»- es incontestable y duradera, el mérito que se otorga al novelista en cambio es controvertido. Al referirse a la novela del autor colombiano, Eduardo Camacho Guizado opina que «la obra está llena de defectos, de fallos literarios en todos sus aspectos»1. Camacho no expresa sino una opinión común de la crítica que le reprocha a la obra su aparente incoherencia2 debida al hecho de que

«la novela de Silva es, al parecer, un intento apresurado y poco riguroso de reconstrucción, por parte de su autor, de un original perdido en un naufragio que sufrió el barco en que viajaba el poeta desde Venezuela hasta Colombia en 1895 [...]»3.



Frente a ese biografismo fácil y poco convincente, el estudio presentado por la especialista norteamericana Sonya A. Ingwersen4 constituye un gran paso adelante. A lo largo de un análisis notable, que combina la erudición con la atención rigurosa al texto, la autora pone a descubierto un nivel semántico de gran coherencia, destacable -sobre todo- en el plano de la acción. Se trata de la adherencia que demuestra el protagonista, a través de las páginas de su diario, al pensamiento ocultista y esotérico, o sea, a ese conjunto de creencias heterodoxas mejor conocidas bajo la denominación de «espiritualismo». La figura de proa de éste, en el siglo XIX, fue el filósofo francés Allan Kardec. Ahora bien, según Ingwersen, el espiritualismo de Kardec no es otra cosa que ese «system of thought that provides the only truly meaningful unity that De sobremesa possesses»5.

Por convincente que sea, el análisis de Ingwersen peca -por decirlo así- por demasía de coherencia. Si es cierto que el espiritualismo es una de las claves para entender el comportamiento del protagonista en De sobremesa, no es menos cierto que existen otras -entre ellas, la clave Nietzsche. En efecto, el discurso nietzscheano -como vamos a ver a continuación- es un elemento valorativo tan esencial al texto como lo es, a su manera también, el espiritualismo de Kardec. No es otro que ese conflicto permanente entre dos escalas de valores opuestas en que consiste el interés principal y -por supuesto- modernista de la novela.




Silva, lector de Nietzsche

La recepción de Nietzsche por un autor latinoamericano, a principios de los años 90 del siglo pasado, es un hecho sorprendente que merece una pequeña digresión. ¿Cómo llegó Silva al conocimiento del autor? No es -como puede suponerse- su viaje a París de 1885 que lo puso en contacto con los escritos de Nietzsche6. En aquel entonces el filósofo alemán, para el público francés, todavía era persona desconocida por completo. No es sino en 1891 que aparece la primera presentación general de su obra en Francia: «Frédéric Nietzsche, le dernier métaphysicien», artículo firmado por Téodor de Wyzéwa en la Revue Bleue7. Es justamente el artículo de Wyzéwa gracias al cual, al parecer, llega Silva a conocer al filósofo8.

Para los jóvenes intelectuales bogotanos de entonces, Nietzsche, más que una simple moda, es un punto de referencia y de orientación general. Al mismo Silva -según el testimonio de Sanín Cano- le bastan algunos aforismos de Jenseits von Gut und Böse -para compenetrarse profundamente con el pensamiento del filósofo:

«[...] volvamos a Silva. En sus últimos días no nos veíamos con frecuencia. A veces nos juntaba la casualidad. A veces solíamos buscarnos. En noches tranquilas, lejos de los penosos oficios a que los dos estábamos uncidos por un burlón determinismo, solíamos comentar lecturas, sucesos; asesinar esperanzas; analizar hombres y tiempos con la libertad que dan el silencio y la confianza. Nietzsche nos ayudaba en estas funciones. El espíritu libérrimo y audaz del que se llamó a sí mismo "el crucificado" y el transvaluador de todos los valores, sumistraba contenido y base para nuestras innocuas especulaciones de rebeldía. Me sorprendió que en adelante, sin conocer de Nietzsche más que esas lecturas fragmentarias, hiciera sobre la obra general del solitario pensador observaciones profundas y sobre todo acertadísimas»9.


La nota de Sanín Cano es instructiva porque señala un rasgo característico de la recepción de Nietzsche por Silva que volvemos a encontrar en su novela: No es una recepción «filosófica» en el sentido estricto de la palabra, tal como se encuentra en el artículo -ya citado- de Wyzéwa10. El acercamiento de Silva a Nietzsche no es «crítico» sino «intuitivo». Lo que le interesa es -por decirlo así- «todo Nietzsche», no sólo una parte de su pensamiento que se acepta en detrimento de otra. Rápida e intuitivamente Silva, por eso, capta los grandes temas del filósofo cuyo descubrimiento -si hoy día nos aparece poco menos que lo que llamaríamos los «clichés» nietzscheanos- en 1891, por el contrario, fue un acto creador. Veamos, por de pronto, cómo Silva introduce esos temas:

El primero de ellos -sin lugar a duda- es el tema de la «vida». Ya aparece en el «proemio», es decir la tertulia de los amigos del protagonista que sirve de marco para la lectura del diario del poeta protagonista José Fernández. Uno de los contertulianos -el médico Óscar Sáenz- pregunta al protagonista por qué ha dejado de escribir. Ahora bien, el abandono de la poesía por parte de José Fernández -esa es la respuesta provisional que se encuentra en el proemio- en cierta medida obedece a un exceso de vida al que aspira el poeta:

«¡Ah! vivir la vida... eso es lo que quiero, sentir todo lo que se puede sentir, saber todo lo que se puede saber, poder todo lo que se puede... [...]11 ¡Ah, vivir la vida! emborracharse de ella, mezclar todas sus palpitaciones con las palpitaciones de nuestro corazón antes de que él se convierta en ceniza helada; sentirla en todas sus formas, en la gritería del meeting donde el alma confusa del populacho se agita y se desborda, en el perfume acre de la flor extraña que se abre, fantásticamente abigarrada, entre la atmósfera tibia del invernáculo; [...] Díme, Sáenz, ¿son todas esas experiencias opuestas y las visiones encontradas del Universo que me procuran, todo eso es lo que quieres que deje para ponerme a escribir redondillas y a cincelar sonetos?».


(De Sobremesa: 115)                


Otro concepto clave de la filosofía de Nietzsche -estrechamente ligado al primero- es el «Übermensch». Óscar Sáenz, en su réplica al discurso del amigo, no deja de señalarlo. Según él, no es otra cosa que el programa desaforado del «Übermensch» que le impide ser poeta:

«¡Dios mío, si hay un hombre capaz de coordinar todo eso, ese hombre, aplicado a una sola cosa, será una enormidad! Pero no, eso está fuera de lo humano...».


(De sobremesa: 112)                


Acostumbrado a juzgar la vida por su lado práctico, el médico tampoco deja de prever las consecuencias fatales de esa actitud, es decir la locura12:

«Te dispersarás inútilmente. No sólo te dispersarás, sino que esos diez caminos que quieres seguir al tiempo, se te juntarán, si los sigues, en uno solo. -¿Qué lleva al Asilo de Locos? -preguntó Fernández, sonriéndose con una sonrisa de desdén... ¡No lo creas... Yo creí eso en un tiempo. Hoy no lo creo».


(De sobremesa: 112)                


En el diario mismo, el concepto vuelve a aparecer en un pasaje largo cuyo tema es el significado histórico de la filosofía nietzscheana -mensaje que se dirige al «obrero» (De sobremesa: 209; véase la cita y nuestro comentario al respecto, más abajo). Casi al final del diario, el concepto aparece por tercera vez. Le toca a «la rubia baronesa alemana» (De sobremesa: 230) con la que «frenéticamente» (Ibid.) ha hecho el amor, atribuirlo al poeta:

«Lo que me ha fascinado en usted, decía al salir de la casa, es su desprecio por la moral corriente. Los dos nacimos para entendernos. Usted es el sobrenombre [sic], el Uebermensch con que soñaba».


(Ibid.)                


El vitalismo del superhombre, sin embargo, no se ejerce impunemente. El conflicto con «la moral corriente» aplaudido por la baronesa le es inherente. El despliegue de la vida en todos sus aspectos -en que José Fernández está pensando- supone, pues, «el reavalúo de todos los valores» (De sobremesa: 209). He aquí otro concepto clave -quizá el más importante- de la filosofía nietzscheana.

Falta todavía -por decirlo así- la piedra angular de la filosofía del «Übermensch», es decir el concepto de la «muerte de Dios»: Un vitalismo cuya meta es el superhombre alcanzable mediante la revalorización de todos los valores, equivale, necesariamente, a la crítica radical de los valores del cristianismo, crítica, por ende, de lo que puede considerarse como una de las bases de la cultura en Occidente. Se trata de una argumentación cuya lógica implacable Silva seguramente ha entendido. Sin embargo, su propia actitud al respecto muestra cierta ambigüedad. Si, por un lado, el hablar de la «muerte de Dios» implica la constatación de un simple hecho histórico13, la aceptación de ese hecho por parte del individuo, parece ser una consecuencia que Silva propone sólo en forma interrogativa:

«¿[...] en qué creerás, alma mía, alma melancólica y ardiente, si los hombres son ese miserable tropel que se agita, cometiendo infamias, buscando el oro, engañando a las mujeres, burlándose de lo grande, y si ya murieron los dioses?».


(De sobremesa: 226; la cursiva es nuestra)                





Espiritualismo versus nietzscheanismo

El vitalismo del protagonista, su aspiración al ideal del superhombre, la puesta en tela de juicio de los valores tradicionales incluso los del cristianismo -he aquí los elementos principales del discurso nietzscheano que aparece en De sobremesa. Veamos ahora la función que desempeña ese discurso dentro del sistema narrativo de la novela14.

Parece, por de pronto, que en la primera parte de la novela, aparte de las alusiones breves del proemio, el discurso nietzscheano está ausente. No es sino en la larga nota del 14 de abril que el nombre del filósofo, por primera vez, es mencionado explícitamente. Ahora bien, es cierto que la nota del 14 de abril es un hiato importante cuya función se explicará más tarde (véase, p. 11, ss.). Por otra parte, Nietzsche ya está presente -aunque en forma alusiva solamente- desde la primera nota del diario, es decir la nota del 3 de junio. El protagonista resume sus impresiones de dos libros que acaba de leer:

«La lectura de dos libros que son como una perfecta antítesis de comprensión intuitiva y de incomprensión sistemática del Arte y de la vida, me ha absorbido en estos días: forman el primero mil páginas de pedantescas elucubraciones seudo-científicas, que intituló Degeneración un doctor alemán, Max Nordau, y el segundo, los dos volúmenes del diario, del alma escrita de María Bashkirtseff, la dulcísima rusa muerta en París, de genio y de tisis, a los veinticuatro años, en un hotel de la calle de Prony».


(De sobremesa: 120)                


El pasaje es un ejemplo temprano por una estructura narrativa que con Lucien Dällenbach llamamos «mise en abyme»15. La «mise en abyme» es la repetición en forma imbricada de una de las estructuras significativas dentro de un texto narrativo. Por su parentesco con el fenómeno de los espejos, Dällenbach habla también de «récit spéculaire». Filosóficamente -claro está- la «mise en abyme» no es otra cosa que la subversión de lo estético por algo que tradicionalmente se considera serle ajeno, es decir la reflexión16.

Ahora bien, la función de la primera nota cuyo tema es la lectura del diario (!) de la Bashkirtseff, es evidente: No se trata sino de un espejo, o sea, una anticipación de la experiencia espiritualista del protagonista que él mismo no deja de reconocer17. También es cierto, sin embargo, que el diarista está hablando de una «perfecta antítesis». ¿Cuál es el sentido de esa antítesis?

Digamos por de pronto que la antítesis, en un primer plano por lo menos, no tiene nada de misterioso. Su función parece limitarse a un mero efecto retórico. Nordau no es sino el fondo negro que da realce a la blancura de la Bashkirtseff:

«Como un esquimal miope por un museo de mármoles griegos, lleno de Apolos gloriosos y de Venus inmortalmente bellas, Nordau se pasea por entre las obras maestras que ha producido el espíritu humano en los últimos cincuenta años. Lleva sobre los ojos gruesos lentes de vidrio negro y en la mano una caja llena de tiquetes con los nombres de todas las manías clasificadas y enumeradas por los alienistas modernos».


(De sobremesa: 120)                


Hay otra significación de la antítesis, sin embargo, que va más lejos. Para apreciarla hay que explicar quién es el mencionado Nordau: Max Nordau (1849-1921), judío alemán que vive, desde 1880 en París, no es sólo -junto con Theodor Herzl- uno de los fundadores del sionismo internacional, sino también un escritor fecundo. Su obra más conocida es un vasto ensayo en dos tomos18 que trata de demostrar, apoyándose en lo más crudo del materialismo positivista, que todo ese grupo de escritores y filósofos contemporáneos que suelen llamarse a sí mismo «decadentes», efectivamente no son sino eso -biológica y, por ende, espiritualmente unos «degenerados»19.

Nordau, pues, no es sólo la figura antitética del espiritualismo à la Bashkirtseff20, sino la antítesis por antonomasia que se opone al grupo en su totalidad, a todos los que representan -en modo alguno- la modernidad del espíritu decadente. Ahora bien, la figura más importante del grupo, sin lugar a duda, no es Bashkirtseff sino Nietzsche. Silva, en este punto -aunque por razones ideológicamente contrarias-, está de acuerdo con Nordau que le dedica al filósofo el capítulo más extenso de su libro: En ese sentido, Nordau -para Silva- no sería sino un pretexto-ex contrario para hablar de Nietzsche, la verdadera antítesis al espiritualismo de Bashkirtseff.

La revelación del sentido profundo de la antítesis, sin embargo, no es sino el producto de un desarrollo paulatino en el plano de la acción: José Fernández -fascinado por la lectura del diario de Bashkirtseff, captado luego por la aparición misteriosa de Helena, una hermosa joven que encuentra en un hotel de Ginebra- por de pronto sigue fielmente el camino espiritualista. Helena le parece ser la prueba de que al ideal trascendente del que habla el texto de Bashkirtseff le corresponde, en la realidad, una figura de carne y hueso. No es sino el desengaño paulatino de esa esperanza -hasta encontrarse el protagonista al final con la tumba de la querida joven- que determina el desarrollo de la acción en la segunda parte de la novela. Ahora bien, es cierto que la frustración continua de la esperanza también es el motivo de la progresiva degradación física de que José Fernández se siente víctima y que lo obliga a buscar asistencia médica. Al final, pues, lo que está en juego no es nada menos que la vida misma del protagonista21. Queda, pues, por demostrado -en términos nietzscheanos- que la búsqueda espiritualista, en última instancia, es «hostil a la vida». Para sobrevivir -en el sentido más concreto de la palabra- ya no vale la pena, pues, confiarse a los consejos de la ciencia positivista, sino que hay que recurrir a un medio más potente. El medio se llama -desde ahora- «reavalúo de todos los valores». De ahí en adelante, por eso, ya no se menciona ni siquiera el nombre de Nordau. Tiene la palabra el que en el texto que acabamos de citar antonomásticamente es llamado «el más ilustre de sus detractores» de la sociedad contemporánea que no es otro, por supuesto, que el propio Nietzsche.

Ahora bien, el nietzscheanismo en De sobremesa se manifiesta en dos planos diferentes -primero, en un plano teórico y general; segundo, en el plano práctico, es decir de las acciones propiamente dichas de José Fernández cuyo testimonio también se encuentra en el diario que leemos.




«Reavalúo de todos los valores» (plano teórico)

El texto más importante en cuanto al primer aspecto es la larga nota del 14 de abril, una síntesis extraordinaria de la filosofía nietzscheana cuyo interés principal consiste en dar alcance al significado histórico del filósofo: El texto se abre con la mención de dos acontecimientos aptos para arrojar una luz significativa sobre las circunstancias actuales: la destrucción de un edificio por un atentado terrorista y la representación, «en un teatro del boulevard», de La Casa de Muñecas del dramaturgo noruego Henrik Ibsen22 (cf. De sobremesa: 208). Revolución por dentro y revolución en la calle -para el diarista se trata de dos caras del mismo fenómeno:

«Así a estallidos de melinita en las bases de los palacios y a golpes de zapa en lo más profundo de sus cimientos morales, que eran las antiguas creencias, marcha la humanidad hacia el reino ideal de la justicia, que creyó Renán entrever en el fin de los tiempos. Ibsen y Ravachol le ayudan, cada cual a su modo [...]».


(De sobremesa: 208)                


El lema en que se conjugan los dos acontecimientos, pues, se llama «progreso». Sin embargo, no se trata del progreso en que cree la burguesía ilustrada del siglo XIX -progreso que se realice automáticamente como las leyes de la naturaleza; no se trata, tampoco, del progreso en que creyó todavía Victor Hugo- progreso metafísico que se realiza según las leyes de la historia enunciadas por el poeta inspirado. Ni la ciencia ni la poesía -en la época presente, es decir bajo los auspicios del llamado «positivismo»- siguen siendo expresiones auténticas de la «verdad»; más bien:

«Tórnase el arte en medio de propaganda antisocial, síntoma curioso que coincide con la tendencia negadora de la ciencia falsa, la única al alcance de las multitudes».


(Ibid.)                


Concluye el diarista esta introducción al dirigirse directamente al gran poeta francés:

«Moriste a tiempo, Hugo, padre de la lírica moderna; si hubieras vivido quince años más, habrías oído las carcajadas con que se acompaña la lectura de tus poemas animados de un enorme soplo de fraternidad optimista; moriste a tiempo; hoy la poesía es un entretenimiento de mandarines enervados, una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana».


(De sobremesa: 209)                


El que murió «a tiempo» -podríamos añadir- no sólo fue Hugo (en 1885, año en que Silva viene a París), sino también Karl Marx (en 1883), el último de los grandes filósofos del siglo XIX que creyó todavía -con tal, sin embargo, que se iniciase la «Revolución»- en la realización histórica de los valores del «humanismo». Ahora bien, llama la atención el que un texto escrito en 1894, al enumerar las condiciones de la modernidad histórica del momento, pasa por alto la época de los socialismos -que en aquel entonces todavía estaba por iniciarse- para trasladarse de un golpe, por decirlo así, al ambiente ambiguo de la posmodernidad. Es cierto que la ambigüedad no podría ser más pronunciada porque, si la condenación, por parte del diarista, de la «la asquerosa utopía socialista»23 es inapelable, de ninguna manera, por eso, cae en el otro extremo, es decir en una posición de conformismo social. Al contrario, «la voz terrible de Nietzche [sic (De sobremesa: 209) -la única que todavía se oye- es una voz que se dirige directamente al proletariado mismo:

«Oye, obrero que pasas tu vida doblado en dos, cuyos músculos se empobrecen con el rudo trabajo y la alimentación deficiente, pero cuyas encallecidas manos hacen todavía la señal de la cruz, obrero que doblas la rodilla para pedirle al cielo por los dueños de la fábrica donde te envenenas con los vapores de las mezclas explosivas, oye, obrero, ¿nada evocan en tu rudimentario cerebro las rudas sílabas de ese nombre germano, Nietzche, cuando vibran en tus oídos?...».


(Ibid.)                


La conclusión, pues, que del «reavalúo de todos los valores» (Ibid.) hay que sacar, no es la equiparación absurda de todos los valores sino un mensaje francamente revolucionario, es decir la necesidad de una crítica fundamental de los valores falsos que nos han sido transmitidos y cuya función principal consiste en estabilizar un sistema social igualmente falso. De este modo el principio del «reavalúo de todos los valores» implica una posición que está muy cerca de lo que los marxistas suelen llamar «crítica de las ideologías» cuyo principio base es -como se sabe- la crítica de la religión. Son esos los términos en que el diarista sigue dirigiéndose a su auditorio proletario:

«¿Tú no sabías nada de eso, obrero que con las manos encallecidas por el trabajo haces todavía la señal de la cruz [...]? Pues sábelo, y regenerado por la enseñanza de Zaratustra, profesa la moral de los amos; vive más allá del bien y del mal. Si la conciencia son las garras con que te lastimas y con que puedes destrozar lo que se te presente y coger tu parte de botín en la victoria, no te las hundas en la carne, vuélvelas hacia afuera; sé el sobrenombre [sic]24, el Uebermensch libre de todo prejuicio, y con las encallecidas manos con que haces todavía, estúpido, la señal de la cruz, recoge un poco de las mezclas explosivas que te envenenan al respirar sus vapores, y haz que salte en pedazos, al estallido del fulminante picrato, la fastuosa vivienda del rico que te explota. Muertos los amos serán los esclavos los dueños y profesarán la moral verdadera en que son virtudes la lujuria, el asesinato y la violencia. ¿Entiendes, obrero?...».


(De sobremesa: 210)                


Ahora bien, el nietzscheanismo que hemos visto hasta ahora, es un nietzscheanismo filosófico25. Su expresión más nítida es la nota del 14 de abril donde casi se transforma en ensayo. Para terminar, veamos todavía el papel del nietzscheanismo en el plano de la acción.




«Reavalúo de todos los valores» (plano práctico)

Ahora bien, ya hemos visto que la búsqueda «espiritualista» al que se dedica el protagonista a partir de su encuentro misterioso del 11 de agosto, no es sólo un engaño permanente sino que va a transformarse también en una amenaza grave para su salud. De sobremesa, en ese sentido, debe algo al concepto de la «novela experimental» de Zola: Se trata de poner a prueba dos conceptos contradictorios de la vida, es decir la antítesis -antes mencionada- entre espiritualismo y nietzscheanismo. A ese respecto, es cierto que la larga nota del 14 de abril es un hiato que divide la acción en dos partes: la primera que es la búsqueda espiritualista propiamente dicha; la segunda que se anuncia por

«una oleada poderosa de sensualismo [que] me corre [dice el protagonista] por todo el cuerpo, enciende mi sangre, entona mis músculos, da en mi cerebro relieve y color a las más desteñidas imágenes y hace vibrar interminablemente mis nervios al contacto de las más leves impresiones gratas».


(De sobremesa: 212)                


La nota es del 15 de abril -día siguiente del «ensayo» nietzscheano. Al principio, el punto de referencia- por decirlo así -del nuevo sentimiento de la vida que lo está recorriendo sigue siendo la unio mystica con la querida ausente:

«¡Helena, Helena! ¡Tengo sed de todo tu ser y no quiero manchar los labios que no se posan en una boca de mujer desde que la sonrisa de los tuyos iluminó mi vida, ni las manos, impolutas de todo contacto femenino, desde que recogieron el ramo de rosas arrojado por tus manos! ¡Helena! Ven, surge, aparécete, bésame y apacigua con tu presencia la fiebre sensual que me está devorando!».


(Ibid.)                


Cuatro días más tarde, sin embargo, ya se inicia toda una serie de experiencias contrarias al «espiritualismo». Se trata de cuatro aventuras amorosas cuyo carácter común consiste en ser opuestas a «la moral corriente» (De sobremesa: 230). El adulterio, sin embargo, sólo es la superficie convencional de estas aventuras. Lo que está en juego no es sólo la moral conyugal, sino la moral en general. En ese sentido, ya la primera de las aventuras es un ejemplo perfecto de lo que en la nota del 14 de abril se ha llamado «reavalúo de todos los valores». Su protagonista es la Nelly: Nelly es norteamericana, de ninguna manera una desgraciada, una persona inmoral, anhelante -más bien- de piedras preciosas cuyo valor simbólico por la búsqueda espiritualista ha sido subrayado con razón por S. A. Ingwersen26. Nelly, además de ser una belleza admirable, tiene sensibilidad estética. Le gustan las palabras -al igual que las piedras preciosas... Veamos, pues, en qué consiste la revalorización de los valores de que hablamos:

«[...] el profundo filósofo encontró una piedra de toque en qué ensayar las ideas como se ensayan las monedas para saber el oro que contienen [cursiva mía]. Eso es lo que se llama reavaluar todos los valores».


(De sobremesa: 209; cursiva en el texto)                


La forma, pues, en que el «reavalúo» se pratica en la primera aventura consiste en la demostración de que los valores, en efecto, se comportan como «monedas», es decir que son intercambiables. Cueste lo que cueste, José Fernández está «ensayando las ideas», o sea los «valores»:

El primer intercambio -claro está- todavía es de orden económico. José Fernández le compra el collar. Por supuesto, el objeto que desea no son las piedras preciosas sino el cuerpo de la Nelly. Sería deshonesto, sin embargo, decírselo directamente. Es el honor que protege el intercambio de los cuerpos...

Anterior al cuerpo, pues, es el honor. Éste, sin embargo, no se compra con monedas. Lo que equivale al honor, sólo es el honor mismo. Por consiguiente, José Fernández tiene que demostrar su honradez. Lo que se necesita, al respecto, es un «objeto» capaz de demostrar el honor del pretendiente. Es ahora que intervienen las «palabras». Es la poesía -en la que el poeta mismo ya no cree- que desempeña, en los ojos de Nelly, la función:

«-¡Cómo! ¿Usted es el señor Fernández, don José Fernández, el autor de los "Poemas Paganos" que tradujo Murray? -dijo, sentada ya y alzando los ojos de la diminuta hoja de papel bristol... -Y yo que no lo había reconocido... [...] Siéntese usted, señor Fernández; va usted a tomar el té conmigo y vamos a hablar de sus versos. Así olvidaremos la estúpida historia del collar...».


(De sobremesa: 218)                


La poesía, pues, «vale» el collar. Explícitamente, Nelly acepta el collar «en cambio» de la poesía. José Fernández ha ganado una primera victoria. El prestigio del poeta, sin embargo, todavía no «equi»-vale al valor de fondo -el honor. Ahora bien, hemos visto que el único valor que equivale al honor es el honor mismo. El medio al que el pretendiente recurre para demostrar su honradez consiste en un gesto de (falsa) generosidad: Declara que renuncia. Ahora bien, de aquí hasta la victoria definitiva, sólo hay un paso: Nelly acepta el trato; también ella está hablando ahora en términos de «intercambio»:

«-Me llevo el collar. ¿Qué me pides en cambio? -dijo soltando los brazos y sujetándome las manos con las suyas-. ¿Qué me pides en cambio?... -Yo nada; lo que quiero es que seas feliz un minuto y que te acuerdes de mí. Dime que lo guardarás siempre y me iré dichoso sin darte un solo beso. -¿Conque quieres hacerme feliz e irte?... El collar es mío... ¿Aceptas un regalo que voy a hacerte?... -me dijo al oído con una expresión de triunfo... -Yo también te voy a hacer un regalo, pero inverosímil, digno de ti que eres poeta; un regalo que tú mismo vas a creer que es un sueño. Yo también quiero hacerte feliz siendo feliz. Quiero ser feliz una noche. No lo he sido nunca».


(De sobremesa: 222)                


Ahora bien, la demostración no podría ser más perfecta: El «reavalúo» de los valores -en la aventura con Nelly- equivale al reconocimiento de que los valores -tal la moneda- en efecto son intercambiables: piedras preciosas por palabras; poesía por honor; verdad por simulación. El proceso de intercambio, sin embargo, no es total, pues hay un valor que ambos reconocen -la felicidad. Es significativo que Nelly, al hablar de ese valor, se remite explícitamente a su país de origen:

«Odio el tiempo. El tiempo es una cosa estúpida, a stupid thing!... que sólo existe para el cuerpo -añadió mirándome con la cara inspirada, como la de una pitonisa-. En mi tierra queremos suprimirlo con la electricidad, con el vapor, con la inteligencia».


(Ibid.)                


Nelly es norteamericana. El lenguaje, pues, que habla es el lenguaje del «progreso». No cabe duda que el principio de la intercambiabilidad universal de los valores -el principio, pues, del mercado liberal- es una forma auténtica del «reavalúo» de los valores, un medio para realizar la felicidad, una felicidad, sin embargo, que todavía está lejos de este «reino ideal de la justicia» (véase supra, De sobremesa: 208) al que se refiere la nota del 14 de abril. Si, pues, hubo felicidad, el «dilirio de goce» (De sobremesa: 223) que ambos acaban de experimentar, es poco duradero, resulta ser, pues, engañoso:

«Fue un estímulo apenas la noche de delicias pasada con Nelly, una gota de licor para el que agoniza de sed, sed non satiata! Me excitó, bebimos, me emborraché, y ahora, tengo en el alma el dejo que queda en el cuerpo después de una borrachera».


(De sobremesa: 223, ss.)                


Lo que aparece, pues, al cabo de las aventuras, no es el goce permanente del superhombre, sino apenas un recuerdo, una

«fina silueta envuelta en el largo sobretodo gris de viaje, y la palpitación del pañuelito blanco que agitaba al irse alejando el barco sobre las olas gris verdosas del Atlántico, bajo un cielo nublado, plomizo y sombrío»


(De sobremesa: 223)                


en fin, «como una alma llena de remordimientos» (Ibid.).

El desengaño al que la experiencia nietzscheana -igual que la experiencia espiritualista- llega al final, no se refiere, sin embargo, a la «idea», sino a la «praxis» nietzscheana. Hemos visto en el análisis de la nota del 14 de abril que el nietzscheanismo de José Fernández en tanto que «idea» es un discurso revolucionario dirigido al «obrero». Ahora bien, la puesta en práctica del mismo no es sino una transcripción fiel -por decirlo así- del nietzscheanismo teórico a las condiciones socioeconómicas de la alta burguesía adinerada a la que el protagonista pertenece. En este sentido, el «reavalúo» de los valores -preconizado en la nota del 14 de abril- consiste en realidad en practicar el intercambio universal de los valores, principio que corresponde exactamente a las leyes de la economía del mercado capitalista internacional en cuyo juego la burguesía latinoamericana del fin de siglo reconoce su papel. Es evidente que esta forma de practicar el nietzscheanismo ni llega a realizar la utopía del «Übermensch» (De sobremesa: 230) -en la que sueña «la rubia baronesa alemana» (Ibid.)- ni tampoco es capaz de aportar a los sentidos y los nervios del protagonista la satisfacción duradera que está buscando. En esta perspectiva, el fin de la novela, si a primera vista no es sino una vuelta al romanticismo más convencional27, en realidad, es la afirmación de la ambivalencia profunda entre teoría y práxis, «emancipación» y conservadurismo, o sea, modernidad y decadencia que no sólo es característica de gran parte de las expresiones culturales del llamado modernismo sino que sigue siendo -hasta nuestros días- una de las constantes de la cultura latinoamericana en general.





 
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