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Abajo

Nona

Novela póstuma

José Selgas y Carrasco



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ArribaAbajoPrólogo

A Selgas, como escritor, no hay para qué recomendarle al público. Abeja literaria de aquellas para quienes se dijo Sic vos non vobis melleficatis apes, los editores de sus libros los han esparcido con tal profusión, que todo el mundo le conoce. Además, hay buenas firmas, de gran arraigo y responsabilidad en la república de las letras, que han garantizado el mérito sobresaliente de las obras de tan peregrino ingenio: Tamayo, Cañete, Alarcón, Pidal, nombres de sólido crédito, responden de que Selgas es una gloria nacional literaria; no se debe, pues, recusar la garantía de fiadores tan ilustres.

  —VIII→  

Pero la preciosa novela que con el título de Nona sale hoy a la luz pública, requiere un prólogo, siquiera haya de ser muy breve. Se trata de una nueva joya legada a la posteridad por autor tan esclarecido, y es bien que los lectores sepan, cuando menos, que Nona es obra póstuma, y que en ella resplandecen todas las eminentes cualidades de Selgas, sana intención, agudo ingenio, lenguaje puro y castizo, forma galana, espíritu penetrante de observación, y la fuerza descriptiva propia de quien, sabiendo pintar, estudiaba muy a fondo las costumbres.

Importa añadir que Nona ha sido hallada sin terminar entre los papeles de su autor, y que, si bien por estar en el secreto un amigo suyo, el desenlace de la novela es el mismo que Selgas tenía pensado, ha sido necesario escribir para darla a la estampa el último capítulo. Habiéndose distinguido Selgas, entre otras cosas, por su conciencia literaria, sería casi una mala acción exponerle a que se le imputen pecados ajenos.

Al frente de este libro quizás debiera ir el nombre del EXCMO. SR. MARQUÉS DE VALLEJO;   —IX→   el autor indicó en vida más de una vez su propósito de dedicárselo, y su intención de dirigirle en la Dedicatoria frases dictadas por un noble sentimiento. La muerte ha impedido a Selgas realizar aquel propósito; y como las efusiones de su corazón nadie sino él sabría expresarlas, habrán de suplir estas breves líneas lo que no está en nuestra mano hacer de otro modo para satisfacer su deseo.

Selgas ya no existe. Su talento, que tenía la facultad de enseñar y corregir deleitando, no puede ya producir nuevos libros que aumenten su gloria. Dotado de un afabilísimo carácter, no menos estimable y singular que su talento, derramaba en la intimidad, con la profusión de quien, por lo inagotable de su caudal, no piensa en hacer economías, chistes y pensamientos profundos que, recogidos en un tomo, harían amenísima su lectura. Descanse en paz.

Para quien ha consumido sus días, como Selgas, enriqueciendo las bellas letras y defendiendo el orden social con sus escritos; para quien, habiendo sido dechado de honradez, luchaba incesantemente por medio del trabajo contra las   —X→   dificultades materiales de la vida, la muerte es un triunfo, y al propio tiempo la tranquilidad y el reposo. Por algo ha dejado dicho en uno de sus inmortales tercetos al siglo XIX:


«Y a tal punto las cosas han llegado,
que hasta en la humilde casa en que se esconde,
tiembla el hombre de bien de ser honrado.»


E. G.                






  —1→  

ArribaAbajoCapítulo I

Puerilidades


Doña María de la Paz Pacheco y su buen esposo D. Martín, último barón de la ilustre casa de los Cañizares, jamás fueron los amantes de Teruel, ni Julieta y Romeo, ni siquiera Pablo y Virginia.

Ella había visto a Martín desde los primeros años de su vida como la cosa más natural del mundo, ni más ni menos que como se veía a sí misma, sin que advirtiese prodigio ni portento alguno en que hubiese venido al mundo como es costumbre entre los mortales. Martín, por su   —2→   parte, no distinguía en María de la Paz más que ojos bastante perspicaces para descubrir la primera manzana que maduraba en el árbol, y boca expedita para comérsela, porque, como buena hija de Eva, la manzana era su fruta predilecta.

Ambos se encontraron en el camino de la vida a poco de haber nacido, y ningún género de admiración y asombro se causaron al verse por primera vez; más bien pudiera creerse que se habían conocido antes de llegar a conocerse, que se habían visto muchas veces antes de verse por la vez primera. Juntos pasaron los primeros años de la vida, juntos corrían en las eras, juntos saltaban las acequias por donde el agua acude a regar los fecundos surcos de las huertas, y unas veces ella y otras veces él, según las circunstancias del caso, trepaban a lo más alto de los árboles en busca de los nidos que los pájaros esconden en lo más espeso de las hojas.

Eso sí, se daban sus citas, y es preciso convenir en que eran puntuales, sobre todo en esas hermosas tardes de primavera en que el cielo y la tierra se visten de gala para solemnizar la fiesta de la naturaleza con todo el esplendor que Dios ha concedido a los climas meridionales.

En esas tardes, apenas Martín volvía de la escuela y soltaba el libro en que empezaba a deletrear, provisto de una gran rebanada de pan   —3→   moreno amasado en la casa y de buena ración de queso de la misma fábrica, salía como pájaro escapado de la jaula, y en cuatro saltos, entre bocado de pan y bocado de queso, se ponía en la misma esquina en que se doblaba la tapia del gran parador que formaba la parte posterior de la casa donde habitaban los padres de María de la Paz, y allí fruncía los labios de un modo particular, dejando escapar un silbido que cortaba el aire como una flecha. Y no caía en saco roto, porque a los dos minutos el postigo de la gran puerta del parador rechinaba bruscamente, y María de la Paz asomaba su cara risueña, veía a Martín apostado en la esquina, y se chupaba los dedos.

Debe advertirse que no era Martín el dulce motivo que ponía a María de la Paz en el caso de chuparse los dedos. Era que traía entre manos una soberbia rebanada de pan, también moreno y amasado en la casa, cubierta de abundante capa de miel amarilla como el oro, cogida en las colmenas de los juncales, antigua propiedad de los señores de Pacheco, situada en la falda del monte, donde las abejas tenían romeros a manta de Dios, y tomillos a qué quieres boca.

Una vez juntos, emprendían el camino de la Huerta, la cual se encontraba a doscientos pasos,   —4→   al otro lado de las casas y tocando las tapias del pueblo. Allí aparecían una detrás de otra dos heredades, resguardadas por cerca de adobes sobre las que levantaban sus copas los árboles frutales, y asomaban sus ramos en revuelto desorden los rosales de cien hojas, los jazmineros dobles, las espesas pasionarias y las impacientes enredaderas, formando oleajes de todos colores. Estas dos heredades no eran más que dos huertos, dos canastillos de frutas cubiertos de flores, con sus altas palmeras que tendían en el aire las inquietas palmas, a modo de alas, como si quisieran volar, Dios sabe dónde.

El primer huerto pertenecía a los Cañizares, el segundo a los Pachecos, de manera que Martín y María de la Paz entraban en ellos como en su casa. Antes que llegaran, los perros del contorno salían a la vereda a recibirlos, ante todo porque el perro es amigo del hombre, y después porque olían el queso de Martín a media legua y el pan de María de la Paz a legua y media.

Así entraban, ya en uno, ya en otro huerto, y la primera operación de María de la Paz era coger la rosa más fresca, más grande y más encarnada que veían sus ojos, y prenderla de cualquier modo en su cabeza, sobre cuyos rizos negros llameaba la rosa como los relámpagos en las nubes en esas noches oscuras como boca   —5→   de lobo que no se ven los dedos de las manos; luego cogía una pasionaria, que sujetaba en el doblez del pañuelo entre la garganta y la cintura, algo inclinada hacia el lado izquierdo, y corría en busca de su compañero; pero Martín no reparaba ni en la pasionaria ni en la rosa, porque las flores le importaban tres pitos. Además, toda su atención la absorbían los frutales, porque andaba buscando una fruta que se atreviera a decir «comedme».

Mas en punto a descubrir la más madura, María de la Paz se pintaba sola, y bien podía esconderse bajo siete estados de hojas, porque daba con ella en menos que canta un gallo. Sus ojos las descubrían, y las manos de Martín las alcanzaban, y una detrás de otra se las comían conforme las iban cogiendo. Cuando tropezaban con algún melocotón fugitivo, redondo como luna llena, encaramado en lo alto de las ramas, donde no era posible llegar, siempre encontraba María de la Paz una piedra, que ni hecha de molde, y que, puesta en las manos de Martín, iba derecha al grano, y el melocotón caía por su propio peso, como un pájaro herido en el aire. A esto le llamaban ellos «cazar al vuelo».

No era todo miel sobre hojuelas en las relaciones de estos dos personajes, pues solía haber entre ellos sus dimes y diretes, su dale que dale, y   —6→   su erre que erre; y a dos menos tres andaban a la greña por guinda de más o guinda de menos. Mas no llegaba la sangre al río, en razón a que ella se ablandaba luego que veía el asunto mal parado, y él, después de haberse salido con la suya, cedía siempre; de modo que los dos quedaban contentos, él orgulloso del triunfo de su fuerza, ella satisfecha de obtener lo que deseaba; y la guinda o la manzana origen de la disputa pasaba al fin de las manos del uno a las manos de la otra.

Martín se la daba, diciéndole:

-¡Anda... fea!

Y María la tomaba con una mano, y limpiándose los ojos con el revés de la otra, se sonreía, contestándole a su vez:

-¡Hum!... ¡Tonto!

Después de esta borrasca, se serenaba el cielo, echaban pelillos a la mar, y vuelta a las andadas.

Así trascurrieron algunos años, sin que el tiempo se detuviera ni un momento a contemplar estas escenas infantiles, y ambos avanzaban en la senda de la vida en una misma dirección, aunque por distintos caminos; ella iba a ser mujer, y él empezaba a ser hombre.

Leía Martín con bastante desparpajo, y, según el maestro de primeras letras, leía en el filo de   —7→   una espada. En cuanto a escribir, se lo encontraba hecho, y sus planas servían de muestra en la escuela. Por lo que hace a contar, tenía en la uña las cuatro reglas de la aritmética, y a mayor abundamiento era muy capaz de contarle los pelos al diablo.

No paraban aquí los progresos de su primera educación, porque el Sr. Cura, grande amigo de la casa de los Cañizares, lo había tomado por su cuenta, y quieras que no quieras, le metía en la cabeza velis nolis los elementos de la lengua latina, cierta tintura de geografía y algunas ideas generales, que, según el mismo Sr. Cura, no daban en piedra, de forma que el muchacho estaba en camino de llegar a ser casi un pozo de ciencia, tanto más, cuanto que había empezado a cobrarle afición a algunos libros de los que componían la biblioteca del Sr. Cura.

Por lo demás, saltaba como un corzo, corría como una liebre, montaba en pelo la yegua de su padre, y, en fin, donde ponía el ojo ponía la piedra. Martín se hallaba ya en esa edad crítica en que la voz indecisa entre el niño y el hombre no sabe a qué carta quedarse, y prorrumpe en notas desacordadas, como si el niño y el hombre hablaran a un mismo tiempo por la misma boca. Coincidían estas desafinaciones de la voz con esa primera sombra con que el bozo se anuncia.   —8→   El hombre, pues, hecho y derecho estaba a la vuelta de un dado.

Para María de la Paz tampoco pasaba el tiempo a humo de pajas, pues sólo en un año había crecido los imposibles; y aunque la señora de Pacheco no era un portento de estatura, el caso es que la hija estaba ya tan alta como la madre, y como quien no quiere la cosa, hoy por mí y mañana por ti, uno por otro, María de la Paz iba presentando en su persona todo aquel conjunto de detalles que ocasionó en su día la perdición del mundo.

Aquella tez siempre tostada por el sol, empezaba a adquirir la blancura mate de los jazmines, empeñada en hacer resaltar lo negro de las cejas, de las pestañas y de los ojos; la boca se había recogido, como si adivinara que ya era preciso medir las palabras, y los labios, encarnados como dos cerezas, parecían como avergonzados de lo que callaban. Subía de vez en cuando a sus mejillas un ligero color de rosa, y casi siempre que esto le sucedía bajaba los ojos.

Un domingo que salían juntas de misa la señora de Cañizares y la señora de Pacheco, decía esta última:

-Hija mía, la vida es un soplo: no se sabe cómo se pasa el tiempo. Ahí tienes a María de la Paz: ayer jugando en los huertos como una   —9→   chicuela, hoy mujer hecha y derecha. ¿Querrás creer que ya le está pequeño de todo el corpiño que le hice para la feria? Nos echan del mundo. Yo, ya casi abuela. Ya ves: ¡para lo que falta!

-¿Y vienes a mí con esas (dijo la señora de Cañizares), cuando el varal de Martín no se sabe dónde va a parar? ¡Parece mentira! Como el invierno se nos echa encima, le he achicado una capa de su padre; pues mira tú: no he tenido que cortarle ni un dedo.

Las excursiones a los huertos se fueron disminuyendo poco a poco, hasta que se acabaron del todo, porque María de la Paz no salía, ocupada cerca de su madre en los quehaceres de la casa, y Martín iba a paseo con su padre y con el señor Cura, o cogía la escopeta y andaba a tiros con las perdices del monte, o sacaba la yegua y corría la Ceca y la Meca.

Pero algunos días de fiesta las familias de entrambos pasaban la tarde, ya en un huerto, ya en otro, y allí volvían a encontrarse Martín y María de la Paz.

En una de esas tardes, Martín descubrió en lo alto de un peral un nido.

-¡María! -gritó desde el pie del árbol.

-¡Qué! -contestó ella.

-Ven... Un nido.

-¿De qué? -preguntó.

  —10→  

-De jilgueros.

-¡Ah! (exclamó ella, llegando al peral.) ¡Jilgueros!... ¡Yo que ando muerta por uno!...

Y olvidándose en aquel momento la niña de la mujer, se abalanzó al árbol, y comenzó a trepar, valiéndose de todos los recursos gimnásticos que los muchachos emplean en estos casos. No necesitó grandes esfuerzos para encaramarse sobre la cruz que formaban los dos brazos en que se partía el tronco del peral; mas no era eso todo lo que se necesitaba para cantar victoria, porque el nido estaba mucho más alto, y era preciso escalar uno de los brazos para poder cogerlo con la mano.

Martín contemplaba la agilidad de su compañera, sin interés y sin curiosidad: ¡Ya se ve!: la había visto tantas veces trepar a las copas más altas, que el espectáculo que presenciaba no le ofrecía novedad ninguna. En cuanto al éxito, era seguro; el nido caería en sus manos.

María de la Paz no se acordaba en aquel momento de que Martín estaba al pie del árbol siguiendo con ojos atentos todos los accidentes de la ascensión. Además, ¿qué podía importarle? ¡La había visto tantas veces subirse a los árboles, que su presencia allí no era ninguna cosa extraordinaria! Mas es lo cierto que ella no veía más que el nido, el nido a dos palmos sobre   —11→   su cabeza, medio cubierto por las hojas, dentro del que aleteaban los polluelos, como si creyeran que era su madre la que se acercaba.

María, pues, sin encomendarse a Dios ni al diablo, tiró sus líneas, recogió un poco la saya que embarazaba sus movimientos, y puso el pie sobre el nudo de un vástago, elevándose como en el aire. Era el momento supremo, puesto que sus dedos casi tocaban al nido; pero momento en que a Martín, que no quitaba ojo, le entró tal tentación de risa, que, sin poderse contener, soltó la carcajada.

La muchacha volvió la cabeza sorprendida, y viendo a Martín que se reía como un descosido, se puso encarnada como una amapola, y sujetando la saya como Dios le dio a entender, se echó abajo de un solo salto. Martín seguía riéndose, haciendo a la vez muchos visajes: cualquiera hubiera creído que había visto el cielo abierto.

Ella, cada vez más encendida, lo miró con enojo, diciéndole:

-Martín... ¡Vaya una gracia!

Y dejándolo con la risa en la boca, echó a correr, abandonando el nido de los jilgueros que tan locamente había deseado.



  —13→  

ArribaAbajoCapítulo II

Cañizares y pachecos


No hay que darle vueltas: donde quiera que haya dos hombres, uno será más que otro, y, si no lo es, querrá serlo; y si no alcanza a conseguirlo, tratará por lo menos de aparentarlo. Tal es el origen de todas las aristocracias, y esta propensión es tan propia de la naturaleza humana, que serán inútiles cuantos sacrificios se hagan por destruirla.

Los Cañizares provenían de muy ilustre ascendencia. Oriundos de Andalucía, no desmintieron nunca su linaje, peleando en los tiempos de la Reconquista, unas veces contra el rey moro de Granada, otras veces contra el rey cristiano de Aragón, según caían las pesas, pero siempre con gran gloria de su nombre y crédito de sus hazañas. Descienden nada menos que del   —14→   famoso Lope Cañizares, insigne andaluz que fue alcaide de la torre de Cartagena, en Algeciras, en los tiempos ¡friolera! del rey D. Pedro de Castilla, el Cruel según unos, y según otros el Justiciero.

Sobre la gran puerta del caserón de los Cañizares se ve aún el escudo de piedra toscamente labrado, y son sus armas un campo de gules con ocho aspas de oro por orla. Calcúlese ahora si la familia de Martín tendría puestos sus cinco sentidos en el abolengo de la casa, y si en punto a pergaminos se las mantendría tiesas al lucero del alba.

Remachaba el clavo de sus humos nobiliarios una circunstancia tradicional en la familia, que consistía en que nunca había contraído vínculos de parentescos matrimoniales más que con familias de noble linaje. Así se ve en el árbol genealógico sucederse la descendencia, propagándose por medio de alianzas siempre dignas de su alta alcurnia, unas veces con la casa de Rocamora, otras con la de Aroca, después con la de Ponce de León, luego con la de Montijo, más tarde con la de López de Moratalla, y por último con la de Pérez Monte y con la de Almela, todas nobles por los cuatro costados.

Es verdad que los Cañizares habían venido a menos por lo que hace a bienes de fortuna, por   —15→   causas que no es del caso relatar en este momento, y que, reducidos al beneficio de no muy pingües rentas, vivían apartados de las grandezas del mundo casi en el último rincón de la tierra, pegados al terruño, para conservar, junto con el honor de la familia, la poca hacienda que había quedado de su antigua opulencia. Eran, pues, labradores, y vivían entre el cielo y la tierra, ejerciendo la más noble, la más generosa, la más antigua de las industrias humanas, pero sin olvidar ni un momento que eran Cañizares.

Martín formaba a la sazón el último anillo de tan ilustre abolengo, y se hallaba ya en la edad en que urgía pensar seriamente en la mujer que debía encargarse de prolongar la gloria de la estirpe, facilitando a la casa nuevos sucesores. La señora de Cañizares habría dado un dedo de la mano porque su hijo abrazara la carrera eclesiástica, y se le hacía la boca agua pensando en verlo canónigo, y se chupaba los dedos ante la idea de oírle un sermón, uno sólo, en cambio siquiera de tantos como ella le echaba todos los días. Pero el sueño de su ambición se desvanecía ante la necesidad de perpetuar el nombre de la casa, idea fija, inamovible del señor de Cañizares; y ¡ya se ve!: como Martín era hijo único, y la buena señora estaba ya fuera de combate, la   —16→   puerta se cerraba a toda esperanza, a no ser que Dios hiciese un milagro semejante al que hizo con Sara. La idea, pues, del canónigo sólo se presentaba a su imaginación como un bello imposible.

No obstante, le sonreía cierta dificultad que se ofrecía al matrimonio de su hijo con mujer digna del caso; porque ¡vaya V. a buscarle novia al último de los Cañizares en un pueblo de cuatro casas, ni en veinte leguas a la redonda! Y no era cosa de correr el mundo en busca de una madre ilustre, cuyos hijos no habían nacido todavía. Mas eran cuentas galanas, porque con la obcecación propia de todos los deseos tenaces, la señora de Cañizares no contaba con la huéspeda, y la huéspeda le estaba sacando los ojos.

Allí, a dos dedos de su propia casa, dos calles por medio, casi en sus barbas; más aún: en la intimidad de su trato, estaba la familia de los Pachecos,   —17→   tan linajuda como la de los Cañizares, y tan en ello, que no daban su brazo a torcer en punto a pergaminos ni al más pintado. El mismo señor de Cañizares, que tenía al dedillo la antiquísima alcurnia de los Pachecos, solía decir alguna vez, aunque en voz baja, que un Pacheco valía tanto como un Cañizares.

Nada menos que en tiempo de Julio César era ya noble y principal la familia de los Pachecos. Su primer ascendiente, Junio Pacheco, fue enviado por César contra los hijos de Pompeyo que sitiaban a Ula, hoy Úbeda, por ser buen caballero, natural de aquella tierra y muy respetado en toda ella, de forma que su alcurnia empieza, digámoslo así, saliendo por los cerros de Úbeda. La estirpe apareció luego en Portugal, donde los descendientes de Junio Pacheco fueron ricos hombres y señores de Ferreira. Un Pacheco se crió con el rey D. Alfonso de Portugal, y fue de los que por mandato del Rey hicieron matar a doña Inés de Castro, casada en secreto con el infante D. Pedro, hazaña cuyo honor no he podido averiguar todavía.

En fin: los Pachecos fueron Maestres de Santiago, Alcaides, Gobernadores, Regidores, Capitanes de Guerra, Procuradores, cuanto había que ser; y los restos de la familia, lo mismo que los de los Cañizares, ostentaban sobre la puerta principal de la casa el escudo de su preclara nobleza en campo de plata con dos calderos jaquelados de rojo y dos órdenes de escaques también rojos. Así constaba en la ejecutoria, pues el escudo puesto sobre la puerta de la casa era de yeso ennegrecido por la intemperie, sin más color que el que da el tiempo, desportillado en muchas partes, sobre el que flotaban como cortinas rasgadas finísimas telas de arañas, siendo   —18→   el hueco del casco casa solariega de una larga generación de gorriones, que la heredaban de padres a hijos.

Como se ve, los Pachecos podían escupir por el colmillo y mirar frente a frente a los Cañizares, cosa que al padre de Martín le parecía de perlas, y como hombre que no se duerme en las pajas, había resuelto a sorbo callado emparentar con los Pachecos, llevando in péctore la futura novia de su hijo; y he aquí la huéspeda con que no contaba la madre del canónigo.

El buen Cañizares vio acercarse el momento oportuno de tirar la manta y descubrir el pastel de su intento, y aunque no cejaba nunca en sus propósitos, consultaba con su mujer hasta los asuntos más arduos, porque los Cañizares habían sido siempre corteses con las damas:

-Juana (le dijo un día): estos cincuenta y ocho años que llevo encima no han caído en saco roto.

-No tanto (le contestó ella, mirándolo atentamente); porque aún se te ríen los huesos y no te faltan chicoleos para las mozas cuando llega el caso.

-¡Mal año! (exclamó el señor de Cañizares.) Mucha mies y poco trigo. Pero vamos al grano: el muchacho ya es hombre, y hay que pensar en casarlo.

  —19→  

-¡Ave María! (exclamó a su vez ella santiguándose.) No lo corren moros. ¿Y qué sabe él de eso? Mejor lo vería canónigo. ¡Vaya una prisa! Déjalo que vea mundo.

-¡Mundo! Ahí está el quid, Juana.

-¿Y cuál es el quid, Diego?

-El quid es siempre el mismo. Si ve mundo, se me encalabrinará con la primera que le guiñe los ojos, y tendremos a Periquillo hecho fraile.

-Fraile no (replicó la señora de Cañizares). ¿No sabe latín? Pues bien: que sea canónigo.

-Muy bien, señora (dijo Diego Cañizares). Pero entonces, ¿a dónde voy yo a buscar la descendencia de mi casa? ¿Quién, después de Martín, va a llevar el nombre de la familia? Juana, has pensado muy tarde en tener un hijo canónigo, puesto que no tenemos más que un solo hijo.

Juana se mordió los labios, sin duda por no decir lo que tenía en la punta de la lengua. Sabía muy bien la buena señora que no era suya la culpa.

-Bueno (dijo al fin); cásalo. Pero dime: ¿te ha caído la novia por la chimenea?

-Sí. Hace tiempo que la tengo escogida en la casa de los Pachecos.

-¡Una Pacheca! -exclamó la madre de Martín.

-Justo (insistió su marido). Familia ilustre, con escudo de armas y ejecutoria. ¡Pachecos!,   —20→   ¿eh? ¡Cuántos quisieran! ¡Es una novia de cajón, y el matrimonio se cae de su peso! A mí me gusta el llanto sobre el difunto; así es que te vas a echar el manto, y un pie detrás de otro, vas a ir a la casa de la viuda de Pacheco, y lisa y llanamente le pides la mano de María de la Paz para el último descendiente de la casa de los Cañizares.

Antes de que la madre de Martín tuviese tiempo para replicar, el padre había desaparecido, dejando como una orden terminante sus últimas palabras, orden que se hacía preciso cumplir al punto y al pie de la letra, porque D. Diego era así, condescendiente, bonachón, pero testarudo, y, sobre todo, ejecutivo.

Mientras la buena mujer se echaba encima la basquiña de alepín de los días que repican recio y el manto de las grandes solemnidades, un mundo de inconvenientes se levantaba en su imaginación, porque ella era también así, humilde, bondadosa, pero viva de genio, y, sobre todo, tenaz como la gota de agua que taladra la piedra.

La primera dificultad que se le ofrecía era que la viuda de Pacheco torciera el gesto y la echara de gran señora, porque al fin la hacienda de los Cañizares no era ninguna cosa del otro mundo, y la Pacheca podía muy bien pensar   —21→   para su hija en algún príncipe destronado, y eso que entonces la especie no se hallaba tan propagada como ahora; pero ¡vaya V. a ponerle puertas al campo! La segunda dificultad consistía en que a María de la Paz se le hubiese puesto en el moño otro matrimonio, y, por último, quedaba el recurso de que Martín se hiciera de pencas, y a lo menos se ganaría tiempo.

Dando vueltas a estos pensamientos, llegó a la casa de la viuda, encontrándose las puertas de par en par abiertas, como si estuvieran esperando su visita. Subió uno a uno los anchos peldaños de la escalera, y al llegar al último, se encontró manos a boca con la viuda, que también parecía que la estaba esperando, aunque de toda confianza, porque la Pacheca llevaba ceñido a su ancha cintura un delantal de los que llaman allí de dos azules, y las mangas del vestido remangadas hasta el codo, y un manojo de llaves en la mano, que ni las de San Pedro.

-¡Válgame Dios, Juana! (dijo la Pacheca.) ¡Tú por aquí!... Y mira cómo me encuentras. ¡Ya se ve!: las amas de casa no tenemos más remedio que estar sobre un pie, porque si no, todo se haría sal y agua, y el ojo del amo engorda al caballo. Aquí me tienes que acaban de llegar los cuatro labradores que tenemos en el campo; vienen por simiente, porque dicen que la tierra la   —22→   está pidiendo a gritos, y ha sido preciso abrir el granero y la despensa, porque esos hombres algo han de cenar. Y comen que es una bendición. ¡Qué bocas!...: no tienen suelo. ¡Pobrecillos!; trabajan mucho, y quieras que no quieras, he tenido que empezar el último jamón de este año. Pero, ¿qué aires te traen tan de tiros largos?...

-Tenemos que hablar a solas -le dijo la de Cañizares.

-Entra, entra (añadió la viuda, abriendo una puerta que tenía a la mano). Aquí hablaremos lo temporal y lo eterno sin que lo entienda la tierra.

Las dos entraron. Era el cuarto que servía de despacho a la Pacheca. Una mesa, un armario, cuatro sillas, todo de pino, y un gran tintero, era todo el menaje del cuarto. Allí despachaba la señora de Pacheco los asuntos de su casa; allí recibía a sus labradores, hacía sus ajustes, tomaba sus notas y llevaba sus cuentas.

-Vamos (siguió diciendo). Siéntate, y habla; desembucha, porque me tienes en brasas.

-La cosa es muy seria (dijo la señora de Cañizares). Hazte cuenta que a Diego se le ha metido en la cabeza la idea de casar a Martín.

-Muy bien pensado (añadió la viuda), porque al fin no se ha de quedar para vestir imágenes.

  —23→  

-Y me envía (continuó Juana), a pedirte la mano de María de la Paz para su hijo.

La señora de Cañizares se dejó caer sobre el respaldo de la silla, como quien descansa de penosa tarea, y al mismo tiempo la Pacheca se irguió cuanto pudo, frunció ligeramente la boca como quien medita, entornó ligeramente el ojo derecho como si se dijera algo a sí misma, echó sobre la mesa el manojo de llaves que tenía en la mano, y comenzó a bajarse las mangas del corpiño que conservaba remangadas; después cruzó las manos sobre su abundante cintura, y volviéndose a su amiga, le dijo:

-Malo es que a tu marido se le haya metido eso en la cabeza, y si es así, casorio tendremos. ¡Qué vamos a hacerle! Mi María le da media vuelta a la casa en menos que canta un gallo, y sabe sacar jugo de una piedra. Martín no bailó en Belén, y entrará por el aro. Los dos son nobles hasta la pared de enfrente; pan no ha de faltarles, conque... a la iglesia, y santas pascuas. Éste es el mundo.

-Sí (replicó la madre de Martín, mordiéndose los labios). Pero, ¡ya ves!, ¡son tan jóvenes!

-Miren qué falta les puso... Pues qué, ¿no han de casarse hasta que tengan nietos?

-Bueno (insistió Juana); pero no se ha de   —24→   matar al sastre en una hora. Dejemos que se traten, que se conozcan.

-¡Ave María Purísima! (exclamó la Pacheca.) Pues, mira, hija mía, si ya no se conocen de pe a pa, no sé cuándo diablos van a conocerse.

Era pleito perdido, o más bien matrimonio hecho, y la señora de Cañizares salió de la casa despidiéndose para siempre de la tenaz imagen de su soñado canónigo. El tonto de Martín se casaría como un borrego, y María de la Paz, ¡qué había de hacer más que casarse! ¿Saben hacer otra cosa las mujeres?

Mas no era todo oro y azul en el asunto, porque el demonio, que no duerme, había cogido la ocasión por un cabello, y andaba haciendo de las suyas. Era el caso que desde la intempestiva risa de Martín al pie del peral, en el momento en que María de la Paz iba a coger el nido de jilgueros, ésta había calado el capote, y no le pasaba Martín de los dientes adentro. Huía de él cielos y tierra, y de seguro allá en su pensamiento le hacía la cruz, ni más ni menos que si viera al demonio en persona.

Daba la fatalidad de que Martín desde aquella misma tarde no veía a María de la Paz una vez sin que, viniera o no a cuento, dejara de soltar la misma carcajada, y la muchacha volvía a ponerse   —26→   encarnada como rosa de mayo, y aunque bajaba los ojos, como si quisiera echar un velo sobre su alma, bien claro dejaba ver que la procesión andaba por dentro. Y esta ojeriza iba subiendo de punto, porque Martín, una vez tentado de la risa, andaba siempre tras de María de la Paz, sin dejarla ni a sol ni a sombra, sin más fin que el de echarle la vista encima y soltar la carcajada. Siempre que se veían ocurría lo mismo; él echaba a vuelo las campanas de sus risotadas, y ella, como si acabara de bajarse del peral, se le encendía el rostro y se mordía los labios, como si quisiera coserse la boca.

Como se ve, había entre los dos poco menos que un abismo, y era muy de temer que María de la Paz se pusiera en lo firme y contestara a la petición de los Cañizares con unas calabazas como templos. Si la Pacheca advirtió alguna vez la aversión de su hija al último vástago de los Cañizares, no debió darle importancia, porque al día siguiente de la petición llamó a María, y como la cosa más natural del mundo, le dijo:

-Muchacha, vas a casarte.

-¿Con quién, madre? -preguntó.

-Con Martín Cañizares -le contestó la señora de Pacheco.

María de la Paz se puso encarnada al oír el nombre del que se le destinaba para marido;   —26→   pero en vez de morderse los labios, los dejó sonreírse.

-Bueno (dijo). Me casaré con Martín.

Esta resolución inesperada, ¿fue pura obediencia o propósito de antemano concebido? Jamás se supo. Ello es que la noticia se esparció por el pueblo, corrió por la huerta, y llegó hasta los últimos límites del campo, sonando de boca en boca como el anuncio de un fausto suceso. Porque, ¡ya se ve!; la unión de las familias habría de celebrarse con toda la pompa propia del caso: Cañizares y Pachecos echarían la casa por la ventana, y habría pan largo para todos los pobres. Así como así, la cosecha había sido a pedir de boca, y los graneros estaban reventando de trigo.

Cada uno quería llevar a la fiesta el óbolo de su alegría, y en la casa de los Cañizares, como en la casa de los Pachecos, no se daba abasto a recibir presentes. Corderos recentales, cabritos mamones, cántaras de aceite, de vino y de leche, orzas de aceitunas adobadas con limón, hinojo y sal, ollas reventando de arrope espeso y oloroso, tortas amasadas con manteca y escarchadas de azúcar, o bañadas en miel; pasas sazonadas en racimos a la sombra de los parrales, higos curados al sol y al aire como Dios cría las flores. Y a todo esto, en los corrales de   —27→   una y otra casa entraban, como Pedro por su calle, las gallinas que todo lo escarban, los pollos que todo lo pican, los gallos que todo lo cantan; pavos impasibles, conejos del campo y perdices del monte. Aquello era el fin del mundo.

Los labradores y los colonos de una y otra familia se habían dado de ojo y echaban el resto.

La boda no se hizo esperar: al amanecer ya estaban los novios en la iglesia; allí confesaron y comulgaron, el cura les echó la bendición, y quedaron unidos para siempre. Desde allí pasó la comitiva a la casa de los Pachecos; la comitiva era todo el pueblo. Mesa en el parador, mesa en la cocina, mesa en la sala principal de la casa; no faltó cubierto para nadie, porque cuando la viuda de Pacheco abría la mano, había para todos.

Con el fin de hacer más popular la boda de su hija, dispuso que ésta vistiera un vistoso traje de aldeana. Así es que la reina de la fiesta estaba hecha un ascua de oro, y se llevaba detrás, primero los ojos y después las voluntades. Y la cosa no era para menos, porque lucía un zagalejo de color de naranja, bordado en terciopelo, que después de ceñir la estrecha cintura, dejando adivinar los contornos de la cadera, bajaba en   —28→   copiosos pliegues hasta el tobillo, para que pudiera verse un pie pequeño, encerrado primero en una media de seda calada y luego en un zapato de raso blanco, desde donde los ojos podían remontarse a las más locas conjeturas. El talle se descubría íntegro encerrado en un corpicho de terciopelo, abrochado con botones de plata, dentro del que el pecho oprimido hacía esfuerzos inútiles por escaparse. Las mangas, ajustadas hasta la muñeca, no disimulaban ni uno siquiera de los bellos contornos del brazo. Añada V. a esto un pequeño pañuelo de crespón bordado en oro, intentando cubrir la garganta, dos grandes arracadas de plata con diamantes, alhaja inmemorial de la familia de los Pachecos, dos grandes rizos negros como el ébano sobre las dos sienes y una gran trenza doblada y sujeta sobre la cabeza, cuya parte inferior caía sobre la espalda, como cae la noche sobre el día; y añada V. un par de ojos meridionales, dos cejas que ni pintadas, y una boca como un clavel que empieza a abrirse, sobre una cara blanca, blanquísima, como Dios hizo la nieve, y dígaseme si la novia no estaba en punto de caramelo.

Sentada en la parte principal de la sala, mirando a hurtadillas, sonriendo con media boca, y hablando en voz baja, con la cabeza ligeramente   —29→   inclinada sobre el pecho, se la veía como quien espera; mientras Martín iba y venía, entraba y salía, subía y bajaba, como quien busca.

Llegó el momento en que, según costumbre antigua en el pueblo, los convidados hacen sus regalos, depositándolos en la falda de la novia. Allí se echa de todo, dulces, flores, abanicos, pañuelos, dinero, todo... El cura empezó, echando un pañuelo de seda de muchos colores, que llevaba atada a una de sus puntas la friolera de una onza de oro. Hecha la recolección de los regalos, empezaron los bailes; baile en el parador, baile en la cocina, baile en la sala; las guitarras, las bandurrias y las castañuelas sonaban a la vez en las tres partes: el mundo se venía abajo; de allí a la gloria.

No se sabe cómo los novios desaparecieron, cosa bien natural, puesto que estaban de pie desde el primer canto del gallo, y ya era tarde, y a Martín se le caía el cuerpo a pedazos.

Al otro día por la mañana, María de la Paz Pacheco de Cañizares se levantó temprano, dejando a Martín dormido como un gusano de seda. La cara de la novia, de suyo pálida, apareció ligeramente sonrosada, los ojos como nunca brillantes y la boca risueña como nunca. Mientras Martín dormía, ella tomó posesión del manejo de la casa. Ya muy entrado el día, apareció   —30→   Martín restregándose los ojos con los puños, tropezando con los quicios de las puertas, y arrastrando los pies como si cada uno le pesara una arroba. María de la Paz lo vio, y acudió a él, le quitó las manos de la cara, y mirándolo fijamente, le dijo:

-Ahora, Martín, ya puedes reírte todo lo que quieras.



  —31→  

ArribaAbajoCapítulo III

Las dos hermanas


De la manera que sucintamente queda relatada, se unieron en las personas de Martín y María de la Paz las ilustres familias de Cañizares y Pacheco. Y no se dirá que tan ruidosa boda vino a ser el término de un drama interesante, ni siquiera de un tierno idilio. No hubo entre ellos más promesas que las que mutuamente se hicieron al pie del altar, y puede decirse que no fueron novios más que el día de la boda. Después de haber pasado la vida juntos, se encontraban al volver la esquina del matrimonio como si nunca se hubieran visto, como dos pájaros en el aire, como dos nubecillas en el cielo, como dos flores en un mismo tallo.   —32→   Nada tenían que confiarse de la vida pasada; ni deseos ni esperanzas, ni celos ni desdenes. El amor empezaba en ellos precisamente donde tantas veces acaba; empezaba en el mismo día de la boda.

Ningún esfuerzo tuvieron que hacer aquellos corazones para acercarse y para unirse; vírgenes uno y otro, nada tenían que descubrirse ni nada que ocultarse; el último Cañizares y la última Pacheca se encontraban sin haberse buscado; nunca pensaron en casarse; pero una vez unidos por el vínculo del matrimonio, se hallaban como el pez en el agua, y se veían como hechos el uno para el otro, sin haber caído antes en la cuenta. La poesía enfermiza, escéptica, llorona y patibularia de nuestros tiempos pasaría junto a esta pareja sin advertirla, porque la estética trascendental que nos domina necesita como primera materia algún crimen que justificar, alguna pasión desordenada que enaltecer, algún vicio siquiera que redimir, ni más ni menos que si las deformidades morales fuesen ya el único objeto del arte y el único encanto del genio.

Como no hay en el mundo dicha cumplida, antes de que terminara el año de la boda, la madre de Martín cayó enferma; y aunque la dolencia no presentó síntomas alarmantes, ella   —33→   se dio por muerta, y aprovechando una ocasión oportuna, atrajo hacia sí a María de la Paz, que no se separaba de la cama, y le dijo:

-Mira, hija mía; éste es el mundo: hoy uno y mañana otro. Óyeme: tú eres buena, y Martín es un cordero; yo lo quería para canónigo; pero Dios ha dispuesto otra cosa, y está en buenas manos. A ti te lo encomiendo; eres su mujer; sé también su madre, porque los hombres no acaban nunca de ser niños. Háblale de mí todos los días para que no me olvide..., y guarda esas lágrimas, porque empiezas a vivir ahora, y ya verás si tienes en qué emplearlas. Ahora, con mucho disimulo, le dices al señor cura que entre, y nos dejas solos.

Cuando el buen Cañizares se enteró de que su mujer estaba resuelta a morirse, se llevó las manos a la cabeza, exclamando:

-¡Malo!... ¡Malo! La conozco, y si se le ha metido en la cabeza, lo hará. Lo de siempre...: hay que engañarla.

Y, dicho y hecho, se entró de sopetón en el aposento de la enferma, diciendo:

-¡Válgame Dios, Juana! ¿Qué prisa es ésta? ¿Te parece a ti que no hay más que decir ahí te quedas, mundo amargo? Espérate; pronto vamos a ser abuelos, y yo no me he de quedar aquí para simiente. Vamos, di: ¿qué locura es ésta?

  —34→  

Juana alzó los párpados que la muerte empezaba a cerrar, y miró a su marido con triste sonrisa: la afligía dejarlo, y al mismo tiempo se alegraba su alma al ver en los ojos del Sr. de Cañizares dos lágrimas como dos garbanzos: aquel sentimiento era su consuelo. Así, hasta el último momento de la vida, suelen acompañarnos la alegría y la pena.

Sin duda comprendió la enferma que debía abreviar tan doloroso trance, y oprimiendo ligeramente la mano de su marido, que tenía asida, cerró los ojos para siempre.

-¡La Unción! -dijo el señor Cura.

Y todos los circunstantes rodearon la cama, cayendo de rodillas.

Salió el duelo de la casa, y se extendió por el pueblo, y el luto se esparció por toda la comarca, pues los colonos y labradores de las dos familias pusieron en sus vestidos negras señales de tristeza.

-¡Ha muerto! -decían unos.

-Sí (contestaban otros); pero ha muerto como una santa.

Cañizares sollozaba como un chiquillo, y siempre decía lo mismo:

-¡Terca! ¡Terca! (exclamaba.) Es la primera jugarreta que me ha hecho en veinticinco años de matrimonio... No ha querido esperarme...   —35→   Bien; quiere decir que yo apretaré el paso. ¡Qué he de hacer yo solo en este valle de lágrimas! ¡Parece mentira!: es la única vez que no he podido engañarla.

Todas las tardes daba su vuelta por el cementerio, unas veces solo, otras con el señor Cura, otras con su hijo y con el señor Cura. A los tres, vestidos de negro, se les veía al oscurecer salir del campo santo, lo mismo que tres sombras. Se había advertido que el viudo iba muy deprisa y volvía muy despacio; y el pueblo, que encuentra siempre el nombre propio de las cosas, le había puesto el novio de la muerte.

Y, en efecto, Cañizares iba deprisa hacia el cementerio; en su genio pronto y ejecutivo no cabían dilaciones; había dicho que apretaría el paso, y lo apretaba. Nada hacía para no vivir, solamente esperaba a la muerte, y como no llegaba pronto, él iba a buscarla todas las tardes.

Un día llamó a su hijo, y poniéndole las manos sobre los hombros, lo miró fijamente, diciéndole:

-Martín, no olvides nunca que eres Cañizares. Ese nombre que honradamente recibí de mis padres y honradamente te confío, te obliga a ser mejor que los demás hombres. Eres noble por los cuatro costados; pero ten siempre presente que los pobres son tus hermanos. El que tiene   —36→   hambre tiene tanto derecho como tú al pan que te comes. Ésa es la ley que Dios nos ha impuesto. No adules al poderoso, porque te envileces; no ultrajes al desvalido, porque te infamas. Los que labran tus tierras, y vendimian tus viñas, y trillan tus mieses, son, como tú, hijos del que todo lo ha creado; no los oprimas, no los estreches, no los angusties, porque sus brazos son tu sustento. Los despilfarros arruinan; pero la avaricia será siempre odiosa. Eres fuerte, te sobran puños y no te falta corazón; ayuda al que trabaja, y ampara al menesteroso. La ley divina nos obliga más que las leyes humanas; primero Dios, y luego el Rey, porque antes has sido hombre que súbdito. Respeta para ser respetado. No imites jamás el ejemplo de esa nobleza opulenta que se degrada en las disipaciones de las grandes ciudades; es árbol seco que no da ya ni sombra; es la plebe de la antigua nobleza. Si deshonras mi nombre, te maldeciré, sea donde quiera donde me encuentre, y tu madre no será bastante a taparme la boca. Cañizares siempre, nunca palaciego.

Dicho esto, abrazó a su hijo y le volvió la espalda, limpiándose los ojos con el revés de la mano.

La muerte, que se había llevado a Juana, vino al fin por Cañizares, y ella, que los había separado,   —37→   los unió de nuevo en el cementerio bajo la humilde bóveda de una misma sepultura.

Y el caso es que a la Pacheca le entró también la nostalgia de la otra vida; y aunque aseguraba que estaba resuelta a vivir hasta el último día de su vida, siempre andaba a vueltas con el otro mundo. Alguna vez se desprendían de sus ojos lágrimas como cuentas de rosario; pero la habitual jovialidad de su semblante no se alteraba, ni su apetito disminuía, ni su salud daba señales de tener con la vida resentimiento alguno.

En esto María de la Paz dejó entender que un ser desconocido y nunca visto, que hacía nueve meses llevaba ella en su pensamiento, llamaba con cierta prisa a las puertas del mundo, y cate V. a la casa toda puesta en movimiento. Unos suben, otros bajan, entran y salen, van y vienen. Los amigos llegan, los vecinos acuden. Cada uno trae su receta, su amuleto, su reliquia; la vela de San Ramón arde delante de una estampa del Santo; y en medio de dudas, de temores, de esperanzas, todos se miran y todos esperan.

-¿Cómo va? -pregunta una vecina que llega.

-A escape -le contesta otra vecina que sale.

-¡Silencio! -dicen de repente.

Y en medio del silencio se oye un gemido, el   —38→   gemido de un esfuerzo supremo; y después resuena distintamente el llanto de un niño. Todos respiran.

-¿Qué es? -preguntan desde fuera.

-¿Qué ha de ser? (contestan desde dentro.) Una niña como un ternero.

La ansiedad se convierte en gozo, en plácemes, en bendiciones y en alegría: sólo el que nace llora.

El bautizo se hizo sin fiesta, porque las casas de los Cañizares y de los Pachecos estaban de luto; pero tan triste circunstancia no impidió que la iglesia se llenara de gente. La madrina levantaba el velo que cubría a la recién nacida, y las mujeres se arremolinaban alrededor por verla, y se santiguaban llenas de asombro, porque jamás habían visto una criatura más hermosa.

Tenía los grandes ojos negros de su madre, una boca como un madroño, y una blancura que excedía a la de la misma nieve.

-Es muy hermosa (decía una mujer del pueblo contemplándola). Dios la bendiga; pero está muy seria. No parece que ha venido al mundo muy contenta.

-Yo de su madre (añadía otra), hubiera hecho hincapié en que fuese muchacho.

-¡Toma, toma! (replicó una tercera.) Al que   —39→   le dan no escoge; y todo se andará, que en buenas manos está el pandero.

Por lo que hace a la viuda de Pacheco, reventaba de satisfacción, y no ocultaba su alegría, diciendo a boca llena a todos los que querían oírla:

-Aquí me tienen Vds.; ya soy abuela.

Desde este momento, se puede decir que la viuda desapareció del siglo; entregó a su hija las llaves de los graneros, de las despensas, todo el pequeño archivo de sus cuentas domésticas y de sus apuntes caseros, y renunciando a la actividad previsora de ama de casa, que había sido la única vanidad de su vida, se consagró al cariño y al cuidado de la recién nacida. Abdicó en su hija para no pensar más que en su nieta.

Muchas veces, sentada junto a la cuna y meciendo a la niña dormida, hablaba sola y se decía a sí misma:

-¡Vaya V. a entender estas cosas! Un ángel del cielo deteniendo a una pobre mujer en la tierra. Porque, eche V. por donde quiera, yo me encontraría muy a mis anchas a la hora presente descansando de la barahúnda de este mundo; pero, ¿quién se muere cuando esta cara de serafín me sale al camino y me corta el paso? ¡Vamos!: sea lo que Dios quiera; no hay más remedio que seguir viviendo.

  —40→  

En rigor no puede decirse que la abuela se rejuveneciese por la especial virtud del nacimiento de la nieta; pero era indudable que había retrocedido muchos años en su vida, y que, sin perder las señales exteriores que el paso del tiempo iba marcando en su persona, bien dejaba traslucir que había vuelto a la primera edad. El alma, sobreponiéndose a los deterioros del cuerpo, parecía también que acababa de venir al mundo; todos sus pensamientos eran infantiles; habría dado la mitad de su hacienda por un juguete, y la mitad de su vida por una sonrisa de aquella niña, que, avara de sus gracias, sonreía muy pocas veces. Pasaba las horas muertas meciéndola en su anchuroso regazo, enseñándole con incansable paciencia el pon, pon, o cantándole los cuatro lobitos. Sus conversaciones con la nieta eran interminables. ¡Qué cosas le decía! ¡Qué cosas le contaba! Y para hacerse entender más fácilmente, le hablaba en esa media lengua con que los niños balbucean las primeras palabras. Adivinaba sus deseos, y se anticipaba a sus caprichos. Eran dos niñas, una que empezaba a envejecer y otra que empezaba a vivir. De esta manera se unían la mañana que despunta y la tarde que cae, la infancia que florece y la ancianidad que se deshoja, la cuna y el sepulcro. La niña se llamaba Aurora; Cruz la anciana.

  —41→  

La munificencia de la abuela no conocía límites: le otorgaba a manos llenas las más altas jerarquías, los más grandes honores, los títulos más retumbantes. Era ángel de gloria, estrella de la mañana, reina, princesa, emperatriz, grano de oro, rayo de sol, mañana de abril, botón de rosa... Y si el entusiasmo subía de punto, añadía unas veces madre del cielo, y otras, hija del Obispo. La niña atraía ciertamente las miradas con su belleza y los corazones con su inocencia; pero la pasión de la abuela por la nieta se imponía a todas las voluntades, y no había más remedio que adorarla, complacerla y bendecirla. Aún no hablaba, y ya era el oráculo de la familia, porque todos estaban pendientes de sus sonrisas o de sus lágrimas; aún no tenía deseos, y ya ejercía el imperio de sus caprichos. La niña lo resumía todo; no había otra cosa de que hablar en la casa, ni otra cosa que ver en el pueblo; traía al mundo revuelto; desde que había nacido, nadie vivía.

Martín dirigía la doble hacienda de las dos casas, reunidas en una misma familia; y María de la Paz, puesta al frente de los quehaceres domésticos, era a la vez madre de familia y ama de llaves. El último descendiente de la ilustre casa de los Cañizares no se desdeñaba de presenciar las faenas del campo, de ayudar con sus   —42→   propias manos a los trabajadores, de sentarse a la mesa de sus colonos, de partir con ellos el pan, la fatiga y el descanso. Era el padrino nato de todos los bautizos y de todos los matrimonios de sus labradores; dirimía sus contiendas, apaciguaba sus enemistades, socorría a los enfermos y acompañaba a los muertos hasta dejarlos en la sepultura. María de la Paz, por su parte, hacía más que todo eso: le quitaba el pecho a su hija para dárselo al primer pequeñuelo que lloraba en la cuna lejos de su madre; así es que les seguían por todas partes cariño, bendiciones, respeto y alabanzas. Eran los señores feudales de aquellos corazones sencillos; reinaban, en fin, por un derecho, cuya legitimidad no será jamás discutida.

A los dos años de haber nacido Aurora, según decía la abuela, ya estaba otra vez la pelota en el tejado; y si María de la Paz no daba un cuarto al pregonero, tampoco hacía empeño en ocultar que, en efecto, había moros en la costa. Fue preciso despechar a Aurora, que aún mamaba; la abuela no podía llevar con paciencia esta usurpación, y hablando con la nieta, le decía:

-¡Qué padres tienes, hija! ¡Qué padres! ¡Vaya una prisa de traer a la casa quien te quite el pan de la boca!

  —43→  

La noticia de que iba a aumentarse la familia no sorprendió a nadie; la cosa se caía de su peso, y se esperaba; solamente la abuela no contaba con que había de venir un nuevo vástago a disputarle a Aurora el privilegio de ser única, y llamaba a su hija madrastra precisamente porque iba a ser dos veces madre.

¿Qué sería? En este punto se hallaban conformes todos los deseos, y había unanimidad de pareceres. Un Cañizares era lo que hacía falta en la casa; después de una niña, un niño; ¿qué cosa más natural? Eso se ve todos los días; y, ¡es claro!: los hombres van siempre detrás de las mujeres. Era un niño sin duda ninguna; las doctoras en esta materia habían descubierto señales inequívocas, y una gitana, viendo a María de la Paz, había dicho: «Buena estrella; el sol nace después de la aurora.» Con semejantes datos se tenía por cosa segura que sería niño el huésped que se esperaba. A Martín le sonreía la idea de un muchacho sano, fuerte y robusto a quien legar su nombre; María de la Paz se gozaba en su interior pensando en un pequeño Cañizares, que había de ser forzosamente el vivo retrato de su padre; hasta la misma abuela, visto lo inevitable del caso, prefería que su preciosa nieta tuviese un hermano más bien que una hermana.

  —44→  

De tejas abajo estaba decidido que el segundo fruto de este matrimonio había de ser varón; ninguna ley de la naturaleza se oponía a ello, y lo era ya por aclamación. Aún no había nacido, y ya se buscaba el nombre con que había de ser conocido en el mundo; y como lo que se busca con más afán no es lo que más pronto se encuentra, se repasó muchas veces el almanaque, sin que se diera con un nombre a gusto de todos.

De repente corrió por la casa la fausta noticia. «Ya está ahí», dijo uno, y «ahí está», repitieron todos.

En efecto: los gemidos de un llanto sin consuelo anunciaron que un nuevo ser acababa de entrar en el mundo.

Pero ¡qué desencanto!... No era varón; ¡era otra niña!... Martín se encogió de hombros, como quien dice «¡paciencia!»; María de la Paz la acogió en su regazo y la aplicó a su pecho, como diciendo: «¡Bah!... También es mi hija.» Y en aquel momento, oyendo la abuela llorar a Aurora, salió en su busca; y rodeándola con sus brazos, como si quisiera defenderla de alguna desgracia, la besó, diciéndole:

-No, hija mía, no llores; tú sola eres mi nieta.

A las gentes de la casa parecía que se les había   —45→   caído el alma a los pies. Experimentaban el desaliento que origina el desengaño. «¡Otra niña! ¡Ni al demonio se le ocurre!... Esto va a ser un convento de monjas.»

-¿Qué nombre se le pone a la recién nacida?

-¡Nombre! Uno.

-¿Cuál?

-Uno cualquiera. ¿Qué más da un nombre que otro?

Se consultó al Almanaque; había nacido en el día de San Bernardo, y se la bautizó con el nombre de María Bernarda.

Es verdad que la segunda hija de Cañizares no era tan hermosa como la primera; en este punto la ventaja de Aurora resultaba incontestable, y la abuela se complacía en hacer ver la diferencia a todo el mundo. ¡Pobre niña! ¿Qué daño había hecho para ser recibida con tanto despego? ¿Comprendía ella algo del efecto que causaba su presencia? Seguramente no; pero es el caso que su boca sonrosada sonreía a todo el que la miraba. Las sonrisas que su hermana escaseaba tanto, ella las tenía siempre en la boca.

Un día, la niñera encargada del cuidado de Bernarda la acercó a Aurora, que jugaba sobre las rodillas de su abuela. Las dos hermanas se encontraron frente a frente, y la menor tendió los brazos como si quisiera abrazar a su hermana,   —46→   sonriendo con la más dulce sonrisa de su boca. Aurora la miró fijamente, frunció su infantil entrecejo, y, tendiendo la mano, agarró la mejilla de su hermana, clavando en ella sus uñas diminutas. Bernarda hizo un puchero, y rompió en amargos sollozos: la niñera la apartó bruscamente, diciendo sin poder contenerse:

-Niña mala... ¡Mire V. qué gracia! ¡Lástima de azotes!

-¡Hola! (exclamó la abuela.) ¡Cómo se entiende! Tú tienes la culpa, por haberla acercado. ¿Qué sabe ella lo que se hace?

Aurora miró a su abuela, y señalando a su hermana, dijo en su media lengua:

-Nona, Nona.

-Sí, princesa (añadió la abuela). Llora, llora: es una niña muy llorona.

Desde entonces siempre que Aurora veía a su hermana la señalaba con el dedo, diciendo: «Nona, Nona»; y esta palabra, muchas veces repetida, llegó a ser un nombre, dejando Bernarda de ser Bernarda para ser Nona. ¡Desventurada criatura! Parecía que la abandonaba hasta el Santo de su nombre.



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ArribaAbajoCapítulo IV

La abuela


Digámoslo sabiamente: no hay solución de continuidad. El género humano se empalma por generaciones, y no acaba una sin que esté ya en el mundo la que ha de sucederle, y aquí se halla el único orden que los hombres no han podido trastornar todavía, sin que se haga uso, para conservarlo, de más fuerza que la fuerza de una ley que es inviolable, pura y simplemente porque es indiscutible. De la cuna al sepulcro: he ahí todo el camino que ha andado la especie humana en el corto espacio de seis mil años.

Por lo tanto, no es posible andar mucho tiempo por el camino de la vida sin tropezar una   —48→   vez, y caer para siempre. Por triste que nos parezca el caso, ello es que la sepultura abierta va siempre delante de nosotros, como un asilo que, más tarde o más temprano, ha de recibirnos. No hay manera de salvar ese pequeño abismo; y, échese por donde se quiera, siempre vendremos a parar en la muerte.

La abuela de Aurora no se hallaba exenta de esta contingencia; pues si bien la hermosa nieta había podido contenerla por algún tiempo en las inquietudes de la vida, es lo cierto que no poseía el singular privilegio de eternizarla sobre la tierra. Es muy posible que, sin abandonar del todo la idea del otro mundo, la buena Pacheca hubiera aplazado el tránsito inevitable para una época más lejana, a lo menos para la época en que Aurora, adornada con todas las galas de la juventud y de la belleza, pudiese contraer un matrimonio digno de su ilustre ascendencia. En tal caso, sólo habría pedido una corta prórroga, la necesaria para recibir en sus brazos al primer hijo de su adorada nieta.

Pero, ¡ya se ve!, el cuerpo se cansa también de la asidua tarea de la vida; y como no le es permitido suspender el trabajo continuo de vivir, ni por un momento, para cobrar nuevas fuerzas, llega un día en que desfallece, la sangre comienza a circular lentamente por las venas,   —49→   los músculos pierden la elasticidad que es su fuerza, los ligamentos se aflojan, los jugos, manantiales misteriosos de la vida orgánica, se agotan, late el corazón más despacio, como si no quisiera llegar tan pronto al término del viaje, las principales funciones de la máquina se entorpecen; y como si se hubiese aumentado poderosamente la atracción del centro de gravedad, los pies se arrastran, las manos pesan, las rodillas vacilan, el cuerpo se encorva y la casa amenaza ruina.

No se hallaba la Pacheca en este extremo que marca una edad avanzada; pero desde el nacimiento de Aurora había abandonado la actividad de la mujer casera. Aquel subir y bajar de la despensa al granero, del parador a la cocina; aquella tarea continua de los quehaceres domésticos era su vida, y al recluirse cerca de la cuna de la nieta, parecía que había renunciado voluntariamente a seguir viviendo. Para la Pacheca, el mundo era su casa, el reposo era la muerte.

La inacción en que vivía minó poco a poco el edificio de su salud; empezó a experimentar la pesadez del cuerpo que pierde fuerza, y quieras que no quieras, se fue apoderando de ella esa postración que viene a ser la muerte sin acabar de perder la vida, esa especie de intervalo que   —50→   suele establecerse entre morir y ser enterrado. En aquel cuerpo, cada vez más inerte, se había reconcentrado la vida en un solo sentimiento. Aurora: he ahí la gota de aceite que mantenía aún viva la llama en la lámpara de su vida.

Pero ¡qué diablura! Aurora había cumplido ya seis años, su corazón y su entendimiento empezaban a agitarse dentro de su ser, y, ¡vamos!, no era la viuda el objeto especial de su pensamiento. Por un instinto cruel de la vida, huía de su abuela, como si hubiese advertido en ella las primeras sombras de la muerte. Semejante al pájaro que ha probado la ligereza de sus alas, abandonaba el árbol inmóvil que lo había acogido, dejándole en memoria el triste recuerdo del nido vacío.

La Pacheca, en vez de quejarse, la disculpaba; la seguía con su corazón y se resignaba a no verla más que en su pensamiento, porque la nieta, ligera como una mariposa, se escapaba siempre de las pesadas manos de su abuela, lo mismo que los pájaros se escapan de las jaulas. No se ocultaba a su ciego cariño el fruncido entrecejo de Aurora cuando pretendía retenerla algunos momentos a su lado, y al besarla tomaba la precaución de cerrar los ojos para no ver a la nieta limpiarse apresuradamente la mejilla donde se había estampado el beso de la abuela.

  —51→  

Esta ingratitud, digámoslo a la moderna, inconsciente, era como echar leña al fuego, porque servía de pábulo al cariño de la Pacheca, por ese nuevo atractivo que adquieren a nuestros ojos las cosas que nos abandonan.

Ella decía:

-¡Qué ha de hacer!... ¿Se ha de convertir a los seis años en Hermana de la Caridad? ¿Qué culpa tiene de que yo no pueda correr y saltar como ella corre y salta? ¡No faltaba más, sino que al cabo de mis años me hiciera yo verdugo de esa hermosa criatura que empieza a vivir!

Reflexionaba así a sus solas, como si dijéramos de puertas adentro, queriendo convencerse a sí misma de la razón de sus propias palabras. Algo sentía en el fondo de su corazón que le hacía hablar de esa manera; alguna voz oiría resonar en lo íntimo de su alma que la obligaba a salir a la defensa de Aurora. Y hablaba así con enojo, con toda la cólera de que era capaz su alegre y pacífica naturaleza.

María de la Paz pasaba junto a su madre las horas que las ocupaciones de la casa la dejaban libres, y solía echar de menos a Aurora, y preguntaba por ella.

-Déjala (le decía la abuela). Estará regando las macetas de la terraza, es su juego favorito.   —52→   Le gusta estar sola: ¡ya se ve!; como que no tiene compañera.

-No es cariñosa (advertía la madre): es más bien arisca. Tengo ese sentimiento. No juega con las niñas de su edad, como hemos hecho todas.

-¡Dale! (replicaba la abuela.) Es formal; sabe más que la justicia; no se le escapa nada. ¿Qué quieres? ¿Que se pase el día desgreñada por esas calles de Dios apedreando perros con los muchachos de la vecindad, hecha un marimacho? Tú, como has sido de la piel del demonio, crees que no se pueden tener pocos años sin andar encaramada en los perales cogiendo nidos. No te rías ahí a sorbo callado, ni te pongas colorada, porque eso es lo que has hecho toda tu vida.

-Bueno (insistía María de la Paz). Eso está muy bien; pero ¿cuántas veces ha entrado hoy a verla a V.?

-Ciento y la madre (se apresuraba a decir la abuela). ¡Ya lo creo! No deja la ida por la venida.

María de la Paz movía entonces la cabeza en señal de duda, y la abuela añadía enojada:

-¡Cómo! ¿No sé yo lo que me pesco? ¡Cuidado con decirle una palabra más alta que otra! Yo soy la que la echa de aquí, la que le prohíbe que venga; es dócil, y obedece: si el pájaro   —53→   vuela, es porque yo misma le abro la jaula.

La excelente mujer del difunto Pacheco no había mentido en su vida, porque aquel corazón, sano como una manzana, nada tuvo jamás que ocultar a nadie; pero entonces mentía, en razón a que se pasaban los días enteros sin que Aurora apareciera por el cuarto de su abuela.

En cambio no se echaba de ver que Nona, en cuanto ponía los pies en el suelo, corría a ver a la madre Cruz, se acercaba a la cama, y empinándose sobre las puntas de los pies, presentaba las mejillas y recibía en su boca siempre risueña un beso indiferente, casi inadvertido, un beso de cajón, uno de esos besos que quieren decir: «Bueno; está bien; hasta mañana.» Tampoco se advertía que la pequeña Nona se deslizaba por el cuarto de la madre Cruz, se sentaba en el suelo al pie de la cama o al pie del balcón, y allí se pasaba las horas enteras haciendo y deshaciendo muñecas con los trapos inútiles que recogía en la casa, hablando sola en voz tan baja, que nadie la oía, como si se la hubiese impuesto el más riguroso silencio. Y cuando la abuela se quejaba al hacer algún movimiento, Bernarda abandonaba sus muñecas, y salía a todo correr, diciendo: «Madre Cruz no duerme.»

Nadie hacía alto en estos pormenores, ni la   —54→   abuela misma reparaba en ellos, pues nunca los puso en boca. ¡Y quién sabe si los inocentes cuidados de Nona la mortificaban, haciendo resaltar, no precisamente la ingratitud, pero sí el desvío de Aurora! El cariño no suele ser ciego porque no ve, sino porque cierra los ojos para no ver. ¡Quién sabe si la buena Pacheca veía en la presencia asidua de Bernarda una acusación contra Aurora!... Mas no penetremos en estos abismos del corazón humano.

Ello es que la viuda partía su vida entre la cama y el gran sillón de vaqueta que arrastrado junto al balcón del aposento le dejaba ver el cielo que se perdía a lo lejos por detrás de los tejados de las casas vecinas, al otro lado de las huertas coronadas de árboles que se extendían por la llanura y más allá todavía, sobre los contornos de la sierra que en airosas ondulaciones cortaban la bóveda azul del horizonte. Desde allí distinguía la señora de Pacheco, en medio de la vida de la naturaleza, las cuatro paredes del cementerio, dentro de las que se levantaban las cruces de las sepulturas con los brazos abiertos en señal de redención y de misericordia, al mismo tiempo que los cipreses erguían sus copas solitarias, como dedos fantásticos, señalando en la inmensidad de los cielos la eternidad de la vida. Allí acudían, saltando   —55→   en incesante movimiento, los astutos gorriones que anidaban en los aleros de los tejados de toda la vecindad, atraídos por las migajas de pan que la abuela les echaba sobre el piso del balcón. Antes de la hora acostumbrada para estas diarias prodigalidades, el balcón se cubría de pájaros, y unos subían y otros bajaban, iban, venían, y piando como quien llama, parece que querían decir: «¡Eh, abuela; ya estamos aquí!» Pronto se estableció entre la enferma y los pájaros la más íntima familiaridad. Ella los maltrataba diciéndoles: «Pícaros, que no dejáis flor a vida, ni fruta sana, ni sementero en paz, ni granero tranquilo. Tomad, hambrones: ¡lástima de gracia de Dios que os metéis en el buche!» Ellos no replicaban; pero si los dedos torpes de la madre Cruz tardaban en desmenuzar el pan, los más audaces solían picarlo al vuelo en sus propias manos.

Medio oculta detrás del sillón, con los ojos de par en par, y la boca risueña, solía Nona presenciar estas escenas, muda e inmóvil para no espantar a los pájaros que la miraban con recelo, como quien no las tiene todas consigo, porque estos diablillos emplumados, como les llamaba la abuela, no sabían distinguir bien la diferencia que existe entre un gato y un niño.

Así pasó la primavera de aquel año, llevándose   —56→   el secreto con que da vida a tantas generaciones de flores, y llegó el verano con sus mieses doradas a fuego por el ardiente sol que ilumina el cielo de los climas meridionales. Y comienza la siega, y mientras las espigadoras buscan las espigas abandonadas en los surcos del rastrojo, la mies, cargada en carros, que rechinan sobre las cansadas ruedas, es conducida a la era. Los pares dispuestos para esta faena relinchan, la parva se tiende y la moza más resuelta se planta en el trillo, derecha y firme como una estatua, lanzando sus yeguas impacientes sobre las ondas de la mies extendida. Aquello es verla y no verla; da vueltas incesantes con rapidez fantástica: se creería la aparición de una hada, si el aire que hace flotar su zagalejo de rayas azules no descubriera de vez en cuando el contorno de una pierna desnuda, redonda y maciza, asegurando que allí no hay más que una mujer de carne y hueso. Sus ojos brillan animados por la rapidez de la carrera, su boca sonríe como una granada que se abre, su voz canta, su mano tostada por el sol hace crujir el látigo, y pasa arrebatada por la circunferencia de la era lo mismo que una flecha.

Los mozos han enganchado también sus trillos y se arrojan en su seguimiento; la buscan, la envuelven, la rodean, la estrechan, pero   —57→   ¡bah!, todo es inútil: ella se escapa por el ojo de una aguja. No hay manera de cortarle el paso, porque se revuelve como un torbellino, y en el momento supremo les vuelve la espalda, dejándolos burlados; entonces se ríe a carcajadas, y con la mayor inocencia del mundo canta una copla que es toda malicia. ¡Vamos!, no pueden con ella. Y el caso es que cuando no la siguen, los incita, y cuando no la buscan, los provoca, porque lo mismo sobre un trillo y a la intemperie, que sobre ricas alfombras y bajo el artesonado de los salones, la mujer es siempre Eva. Y entre tanto su voz es la que mejor canta, su látigo el que más cruje, y su trillo el que más vuela. Y a todo esto el sol abrasa, el aire quema, y el grano, libre de la cárcel de la espiga, se esconde presuroso bajo la paja despedazada.

También pasó el verano, y el cielo comenzó a coronarse con las primeras nubes del otoño. A la siega siguió la cogida de la aceituna, que ya empezaba a caerse de los olivos, y a la trilla siguió la vendimia; la vida de las eras se trasladó a las almazaras y a los lagares, y al mismo tiempo la reja del arado surcaba la tierra, preparándola para la siembra. Martín no tenía un momento de reposo. Presenciaba todas estas faenas, y estaba a la vez en todas partes. La gente apetecía su presencia, porque significaba   —58→   siempre más pan en las meriendas, más vino en las comidas, más vida en los bailes. A su vez, María de la Paz no se estaba mano sobre mano. Con su pañuelo de seda de vivos colores rodeado a la cabeza, con los brazos desnudos hasta más arriba del codo, con un delantal blanco como la nieve, con su cara risueña, con sus pies ligeros, ya aparece en el granero, ya en la despensa, ya en la bodega. Ella misma amasa el pan que han de comerse sus labradores, y la ilustre descendiente de Junio Pacheco no se desdeña de servirles la comida y escanciarles el vino. Recibe a los que llegan con una nube de preguntas, y despacha a los que se van con un diluvio de encargos.

-¡Hola, Melchor!; ¿y tu hija?-Periquillo, entra el carro.-¿Cocea aún la Torda? ¿Cuándo te casas?-Aquí está Bartolo hecho una bola: ¿qué buena vida, eh?-Tío Bellido, ¿ponen mucho las gallinas?-Juanote, ¿conque te guiña el ojo la Tuerta? ¿Se come bien? ¿Se baila mucho?-¿Cuándo se hace dos la Roja?

Al despedirlos les dice:

-Mira, los del lagar que se laven bien antes de pisar la uva.-Toma estos bollos para los muchachos; esa torta de manteca para la viuda del Cano.-Dadle este hato a la Roja para lo que nazca.-A la tía Receta que le den una fanega   —59→   de trigo, que es pobre y está vieja.-Oye, Benito: que me rieguen el huerto.-Al amo que se cuide, que no duerma al relente, ni al sol, ni a la sombra de las higueras, que da dolor de cabeza.

Ella está en todo, y lleva sus cuentas; lo que recibe lo apunta, y lo que da lo olvida.

¡Ah!: también pasó el otoño. La madre Cruz, sentada junto al balcón en su gran sillón de vaqueta, lo había visto pasar llevándose las últimas hojas de los árboles. En medio de la naturaleza desnuda de sus pomposas galas, sólo los cipreses del cementerio conservaban su vestido, como quien espera; la lluvia, empujada por ráfagas de aire pasajeras, golpeaba los vidrios del balcón como quien llama; y la sombra del invierno, que se venía con sus nubes cenicientas y su sol desmayado, parecía reflejarse en el semblante de la Pacheca: su cuerpo se hacía cada vez más pesado. Se le había sorprendido al médico un gesto y una palabra. Frunciendo las cejas, se había dicho a sí mismo: «Ya están aquí los estancamientos.» Su plan curativo consistía en dar a la enferma todo el movimiento posible; así es que había hecho poner ruedas al sillón para poder moverla más fácilmente.

Llegó un día en que costó más trabajo vestirla, mucho más trabajo colocarla en el sillón de vaqueta, y en que el movimiento al trasladarla   —60→   desde el pie de la cama al pie del balcón, le produjo congojas, desvanecimientos, angustias. La muerte está de tal manera en nuestra pobre naturaleza humana, que a cualquier accidente, a cualquiera dolencia aparece retratada en el semblante. María de la Paz vio la muerte en el rostro de su madre; pero no era mujer que se abandonaba fácilmente al desconsuelo y a las lágrimas. Para ella lo primero era socorrerla con el último esfuerzo, y después le quedaba toda la vida para llorarla.

-¡El médico!... ¡El médico!...

La urgencia con que fue repetida esta palabra esparció la consternación en la casa. El médico llegó: ya nada tenía que hacer, y, no obstante, hizo algo. Después del médico llegó el cura, que lo hizo todo. Donde acaba la ciencia, empieza la fe; Dios es el último refugio, la última esperanza, el último consuelo, el último remedio. Arrancar a Dios de nuestro corazón es abandonarnos a las horrorosas soledades de la muerte. No conozco un crimen semejante.

María de la Paz, de rodillas delante de su madre, asida a una de sus manos que besaba dulcemente, seguía con mirada atónita el curso tranquilo de aquella pacífica agonía. Detrás de María de la Paz estaba Martín, con los ojos hinchados y las manos cruzadas. La gente de la   —61→   casa, agrupada junto a la enferma, contemplaba con silenciosa aflicción la dolorosa escena. ¿Y Nona? Nona se encontraba allí medio oculta por el respaldo del sillón; miraba alternativamente a su abuela y a su madre, y el llanto inundaba sus mejillas: su boca era un gemido mudo; lloraba sin sollozos.

Los ojos de la moribunda buscaban la puerta que daba entrada a la habitación; esta puerta entornada se abrió lentamente, y apareció Aurora. Adelantó su preciosa cabeza coronada de rizos negros, y miró con asombro infantil el cuadro que tenía delante. El dolor embargaba los ánimos, y por primera vez, en los seis años de su vida, nadie reparó en ella. Entonces su boca hizo un gesto incomprensible, y retrocedió, desapareciendo detrás de la puerta.

La moribunda la siguió con los ojos, movió los labios queriendo pronunciar alguna palabra, pero no pudo pronunciarla. La vida hizo el último esfuerzo, y la muerte cerró para siempre los párpados de la enferma, dejando en ellos dos lágrimas como únicos restos de la vida. Aquellos ojos tan alegres, se cerraron por última vez llorando.

Todos de rodillas, con voces ahogadas por los sollozos, rezaron delante del cadáver la oración de los difuntos.

María de la Paz amortajó a su madre.



  —63→  

ArribaAbajoCapítulo V

El relicario


Siempre será un misterio impenetrable ese último pensamiento que el moribundo se lleva al pasar de esta vida a la otra. Algo queda por decir en ese momento solemne, que la muerte impide que se diga. En vano se ha pretendido encontrar en los yertos ojos del cadáver la última imagen que se ha reflejado en ellos. Inútilmente se interroga a la muerta expresión del rostro inanimado, buscando el rastro del último pensamiento que ha pasado por el alma del que acaba de morir. El arcano es siempre impenetrable, porque si la vida es así, frívola, ligera, inconstante, que a lo mejor nos vuelve la espalda, dejándonos con la palabra   —64→   en la boca, la muerte, mil veces más seria que la vida, guarda acerca del secreto del último instante eterna reserva.

Este punto psicológico, digámoslo así, se ventilaba en la cocina de la casa de Cañizares entre la gente de escalera abajo. La vieja Marta, antigua cocinera de la Pacheca, jubilada ya en razón de su edad y sus achaques; Prisca, cocinera a la sazón, sin rival en el arroz con pollo y en el jamón frito con tomate; la Gila, niñera y moza de trabajo, de cara mofletuda y carnes apretadas, dispuesta siempre lo mismo para un fregado que para un barrido; el tío Ginés, mayoral de la casa, cachazudo como un poste, fiel como un perro, duro como la piedra; y, en fin, el mozo de mulas conocido por Chucho en toda la comarca por su habilidad en imitar el ladrido de los perros, discurrían de esta manera:

-¡Lástima de ama!... (exclamaba Marta.) ¡Más buena que el pan!

-¡Toma! (añadía el tío Ginés arqueando las cejas.) Como que era la madre de los pobres.

-Ya se ve que sí (decía Prisca). Y no hay quien me quite de la cabeza que algo se ha llevado al otro mundo entre pecho y espalda.

Gila confirmaba el parecer de la cocinera, diciendo:

-Yo no le quité ojo, y no se me olvidará   —65→   mientras viva la cara que puso después de muerta... ¡Qué dolor tan grande!

Chucho echaba también su cuarto a espadas, decía, rascándose la cabeza con las dos manos:

-Cuando se murió la Valerosa, que en paz descanse, partía el alma verla. Se le iban los ojos detrás del pienso de la yegua, y miraba como una persona al rincón de la cuadra donde están los collerones. No le faltaba más que lengua para decir: «¡Válgame Dios!, ¡ya no tiraré yo más del carro!»

Aquí el mayoral dejó caer su sentencia favorita:

-Los animales (dijo), mejorando lo presente, son también de carne y hueso.

-Ése es mi tema, tío Ginés (añadió Chucho). Si los animales hablaran como los cristianos, no se hubiera ido la Valerosa a la otra banda sin decirle a alma viviente sus sentimientos.

-¡No seas bestia, Chucho! (gritó Marta.) Los demonios tienes en el cuerpo sacando a relucir a la Valerosa cuando hablamos de la muerte del ama.

-Él se explica (advirtió Gila); y si yerra...

Prisca la interrumpió con estas palabras:

-Ya salió la defensora. Dejadla, que ella te dará un cuarto al pregonero.

-Tío Ginés (dijo Chucho); sea V. testigo de   —66→   que yo no quise agraviar a ninguna de las difuntas que pudren tierra.

-Bueno (contestó el tío Ginés). El vivo en su casa, y el muerto en la sepultura; pero el ama se fue al otro barrio llevándose algo en el buche. Yo también tengo eso entre ceja y ceja. Ahí está la cara de la difunta que no me dejará mentir. No se reía del mundo como hacen los muertos en cuanto cierran el ojo. Yo la vi cuando la llevamos al campo santo, y decía con la cabeza no, no, no. Su boca no chistaba, porque la procesión iba por dentro.

Chucho oía al tío Ginés con ojos atónitos, y cuando acabó, dejó escapar un gruñido que hizo erizar el lomo de los gatos que andaban merodeando por la cocina. Ese gruñido era la expresión de su entusiasmo: quería decir en el lenguaje de los perros: «¡Oh, cuánto sabe!» Prisca metió su cucharada, diciendo filosóficamente:

-Sí, tío Ginés: los difuntos hablan también después de muertos, aunque sea mala comparación, como las personas; solamente que hay que estudiar con el diablo para entenderlos.

-No tanto (replicó el mayoral). El demonio es el padre de la mentira, y el que estudie con él, nunca irá a derechas. A más que cuando Dios quiere, con todos los aires llueve. El ama   —67→   se murió: ¡Dios la tenga en su gloria y por allá nos espere muchos años! En vida no se mordía la lengua, porque llevaba siempre el corazón en la boca... Pues... vino la nieta, y le cogió el pan debajo del brazo, y ahí está el busilis.

-¿Qué busilis? -preguntó Marta con cierta mezcla de curiosidad, de interés y de asombro.

-¡Toma! (contestó el tío Ginés.) Vengo de la viña: si aciertas lo que traigo, te doy un racimo. ¡Qué busilis ha de ser, tía Marta! El busilis de la cosa.

-No hable en latín (dijo Prisca, torciendo la boca), porque nos vamos a quedar en ayunas.

Aquí el mayoral no pudo contener la sonrisa de suficiencia satisfecha que hormigueaba en sus labios. Ni la vieja Marta con su experiencia, ni Prisca con su malicia, ni Gila que canta en la mano, ni Chucho que interpreta a los animales, lo entendían. ¿Qué más pudiera apetecer la vanidad de su entendimiento? ¿Acaso no consiste en la ignorancia del vulgo el triunfo de muchos filósofos y el éxito de muchos sabios? En realidad, ¿no es lo que más se aplaude aquello que menos se entiende?

No era el tío Ginés hombre del todo indiferente a la satisfacción de las glorias humanas, pues si bien estaba seguro de no haber sido el   —68→   que inventó la pólvora, allá en los estrechos límites de la comarca, entre las gentes sencillas del campo, aspiraba buenamente a pasar por hombre que veía crecer la hierba.

-Vamos (dijo, después de saborear la curiosa expectación de su auditorio). No se necesita mucho pesquis para ponerse al cabo de la calle. Se murió la difunta; yo mismo ayudé a meterla en la sepultura con estas manos que se ha de comer la tierra; pero entre unas y otras se nos fue sin hacer testamento.

-¿Qué testamento? -preguntó Marta.

El tío Ginés la miró, asombrado de tanta ignorancia, y le contestó al golpe:

-Testamento es el papel que hace el escribano, donde el difunto dice esto quiero, esto no quiero.

-¡Y bien! ¡Qué!... -insistió Marta.

-Que como no hubo testamento, porque al ama se le quedó en el tintero, la nieta ha perdido de una mano a otra la mejora del tercio y quinto: y ahí está con sus pelos y señales lo que la muerta se llevó al otro mundo, sin poder decir esta boca es mía, porque cuando pensó en ello, la boca del ama estaba ya con los difuntos. Por eso iba diciendo por el camino: «No, no, no...; otra me queda dentro.»

La tía Marta se limpió los ojos con la punta   —69→   del pañuelo de luto que cubría su cabeza, y dando al aire un gran suspiro, dijo:

-Tío Ginés, está V. en Babia.

-Puede (replicó el mayoral), que de menos nos hizo Dios; pero si la muerta no le dijo a V. al oído lo que le escarabajeaba en sus adentros, lo que yo digo está bien dicho.

Marta hizo un movimiento de impaciencia, pues a pesar de los años y los achaques conservaba la viveza de su genio pronto; y su fisonomía, triste por el luto del ama y arrugada ya por sesenta navidades, no había perdido las líneas expresivas que daban a sus gestos poderosa elocuencia. En el momento en que estamos tomó el misterioso aspecto de las grandes revelaciones. Sin duda alguna iba a confundir al Mayoral con razones nunca oídas. Algo sabía; pero se contuvo, reprimió el primer impulso, bajó los ojos y no pronunció ni una palabra.

-Hable V., tía Marta (le dijo Prisca), para que el tío Ginés, que todo lo escarba, sepa que aquí no comulgamos con ruedas de molino.

-No hablaré (le contestó). No quiero hablar. Los secretos de los muertos no son de este pícaro mundo, y nadie debe meterse en averiguar la vida de los que cubre la tierra. Así como así, hace más de cuarenta años que como el pan de la casa, y no dirá la santa que está en el   —70→   hoyo que se le han ido los pies a la lengua de la tía Marta. Lo que hay, Dios lo sabe.

La sonrisa burlona del Mayoral daba a entender bien a las claras que ponía muy en cuarentena las palabras de la tía Marta. Entonces ella, por un movimiento que no pudo contener, se llevó la mano al pecho, e introduciéndola profundamente por debajo del pañuelo, sacó un relicario que pendía de su cuello por medio de un cordón de seda, y presentándolo en la palma de la mano, dijo:

-Aquí está el secreto. Aquí hay todo lo que Dios ha querido que haya. De aquí puede salir la voz de la difunta el día menos pensado.

El relicario, de forma ovalada, no ofrecía mayor diámetro que el de medio duro; era de plata sobredorada, y detrás del cristal que cubría una de las caras se veía una pequeña cruz de ébano.

Todos eran ojos: Prisca lo contemplaba con curiosidad, Gila con sorpresa, el Mayoral con calma, Chucho con asombro.

Este último no pudo reprimir los impulsos de su admiración, y alargó la mano para cogerlo.

-¡No lo toques! -le gritó la tía Marta.

Y el pobre muchacho, aturdido por la vehemencia de aquel mandato, retiró el brazo con la misma precipitación que si hubiese ido a tocar la cabeza de una serpiente.

  —71→  

-Bien (dijo Prisca). Es un relicario; pero ¿qué quiere decir ese relicario?

-¿No lo has oído? (le replicó Gila.) Hace hablar a los muertos.

-Sí (afirmó Marta): este relicario puede hacer que algún día hable la difunta.

Chucho miró al tío Ginés fijamente, como quien consulta un libro; pero el tío Ginés tenía la boca fruncida, reflexionaba, y no se reía.

Realmente el caso era digno de la expectación que causaba. La tía Marta habría sido alegre en su juventud, porque los pocos años son siempre alegres, y aún conservaba la fama de haber cantado como una calandria, y en cuanto a bailar, ninguna moza de su tiempo pudo ponerle la ceniza en la frente; los mozos se perdían por bailar con ella, porque se zarandeaba con toda la sal del mundo, y las castañuelas en sus manos sonaban a gloria, y aquel repiqueteo era como tocar a rebato.

Pero todo había pasado como un torbellino, y a los cuarenta años la tía Marta no movía los pies más que para andar, ni cantaba más que a sus solas en los quehaceres de la cocina. A los sesenta era una mujer seria, verdaderamente seria; su formalidad estaba reconocida por todo el pueblo. Jamás mentía, y en este punto tenía muy bien sentada la baza, pues era   —72→   público y notorio que no se había casado con un buen partido, siendo ya talluda, por no mentir. Tampoco le faltaba entendimiento para poner las cosas en su punto, y no le estorbaba lo negro, porque sabía leer y aun escribir, lo cual para las mozas del pueblo no tenía gracia ninguna, en razón a que era hija de un maestro de escuela, que murió a lo mejor, dejándola huérfana.

El relicario brillaba en la palma de su mano, atrayendo las miradas atónitas de los cuatro personajes que ya conocemos, y cada uno se hacía cruces interiormente, sin acertar a explicarse la razón de aquel prodigio.

El tío Ginés fue el primero que rompió el silencio. Antes se rascó la oreja derecha, tosió después para aclarar la voz de suyo algo parda, se limpió luego la boca con el revés de la mano, y por último arqueó las cejas, diciendo:

-Si no se me ha traspuesto la memoria, ese relicario lo he visto yo puesto al cuello de la difunta cuando estaba de cuerpo presente.

-Júrelo V., tío Ginés (dijo Marta), porque yo misma, con estas manos que Dios me conserve, se lo puse antes de espirar para descanso de su alma.

Gila exclamó santiguándose:

-¡Y la enterraron con el relicario puesto!

  —73→  

-No (contestó Marta). Volvió a mis manos antes de que el ama fuese enterrada.

-¿Cómo? -preguntó Prisca.

-Yo misma (le dijo) lo saqué del cuello de la difunta y lo guardé en mi pecho.

En esta especie de interrogatorio le tocó su vez al mayoral, y preguntó, diciendo:

-Bueno, tía Marta; V. le puso el relicario y V. se lo quitó. Para ese viaje no se necesitan alforjas. Pero hablemos a palmos: si era del ama, ¿por qué lo guarda V. ahora como cosa suya?

Un relámpago de cólera pasó por los ojos de Marta, relámpago pasajero, puesto que el rayo pronto a estallar se detuvo en su boca.

-Lo guardo (dijo tranquilamente, ocultando de nuevo el relicario en su pecho), porque así me lo encargó la difunta.

-¡La muerta!... -exclamó Chucho en el colmo del espanto.

-¿Y para qué (insistió Prisca) le hizo a V. ese encargo el ama difunta?

-Ése es el secreto que quisierais saber para ir por toda la vecindad con conversaciones de puerta de calle, echando las campanas a vuelo; pero dais en piedra, porque la hija de mi madre se arrancará la lengua antes de que se le escape una palabra: mi boca será una sepultura.

La conversación que estamos oyendo se había   —74→   entablado de sobremesa entre los personajes que intervienen en ella. Todavía, sin embargo, las manos de Chucho y de Gila no dejaban la ida por la venida, picando, ya en las aceitunas partidas, ya en los higos secos, ya en las almendras mollares tostadas en el horno de la casa, que eran los postres de la comida durante el invierno. Luego que la tía Marta pronunció las palabras que le hemos oído, cruzó las manos sobre la mesa, rezó la oración de gracias, y aplicó un Padrenuestro por el eterno descanso del ama difunta.

Al tío Ginés, a pesar de su calma, no se le cocía el pan con aquel embrollo del relicario; no sabía a qué carta quedarse, y se le hacía la masa vinagre por coger aunque no fuese más que un hilo de aquel enredo.

-Tía Marta (dijo); eso está muy bien; en boca cerrada no entran moscas; pero nadie lleva la vida en la faja, y cuando menos uno se piensa, cate V. a Periquillo hecho fraile. Su Divina Majestad puede enviarle a V. un torozón que se la lleve a mejor vida sin poder decir ¡Jesús me valga! Y entonces, ¿qué nos hacemos aquí con el relicario?

Los ojos de la tía Marta, pardos y grandes, se iluminaron con resplandor repentino; dio a su semblante toda la expresión de su natural   —75→   energía; y poniéndose de pie, dijo con voz segura, con la voz del más íntimo convencimiento:

-No, tío Ginés, no. Mientras yo lleve sobre mi corazón el secreto que guarda este relicario, no puedo morir, y no moriré.

Dicho esto, abandonó la mesa; y erguida y con paso firme, como si de pronto hubiese adquirido la juventud pasada y la salud perdida, salió de la cocina, dejándolos con la boca abierta.

Prisca se encogió de hombros, arrimó a la pared la mesa en que habían comido, guardando en el cajón el pan y los postres que quedaban sobre el mantel. Después acudió a soplar la lumbre del fogón, porque era ya más de media tarde, y detrás de la comida venía la cena. Interiormente exclamaba:

-¡Un relicario!... ¡Y de oro!...

A Gila le tocaba barrer la cocina y fregar los platos; y absorta en esta faena, se preguntaba a sí misma muchas veces:

-¿Qué demonios habrá dentro de ese bendito relicario?

Por lo que hace al tío Ginés, tomó la puerta que daba al parador, pensando en lo mismo y sacando por consecuencia de sus razonamientos estas dos conclusiones:

-O el relicario es una brujería, o la tía Marta se ha vuelto loca.

  —76→  

Pero el mayor asombro donde se encontraba era en la cabeza de Chucho. No habiendo en ella capacidad para contener más de una imagen, la del relicario llenaba todo su entendimiento, y repetía una y otra vez el nombre del maravilloso enigma con la terquedad de una idea fija, y con la inutilidad del que golpea una puerta que no quiere abrirse.

Así entró en la cuadra; y encarándose con el macho que había sustituido a la Valerosa, le dio una gran palmada en el lomo, gritándole:

-¡Ceja atrás... relicario!...



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ArribaAbajoCapítulo VI

La sombra de la difunta


Sin duda alguna es cosa muy natural que la madre muera antes que la hija, aunque ocurra con frecuencia todo lo contrario; mas es lo cierto que las cosas más naturales no suelen ser las más consoladoras. Así es que María de la Paz, que no había contado nunca con el privilegio de conservar eternamente sobre la tierra a la madre Cruz, no encontró en su corazón lágrimas bastantes para llorar su muerte. Esta desgracia esperada no fue por eso menos sentida, porque el temor no nos acostumbra a la realidad de lo que tememos, y no hay nadie que al ver morir a una persona querida   —78→   no crea firmemente que aún tenía días en que vivir. Eso de no tener la muerte plazo fijo, la hará siempre a nuestros ojos intempestiva.

No vaya a creerse que María de la Paz andaba hecha una Magdalena, ostentando a la faz del mundo el desconsuelo de un llanto inagotable. Lloraba, sí, señor; pero lloraba a solas. Escondía sus lágrimas en los rincones de la casa por no afligir el corazón de su marido con el espectáculo continuo de su dolor; más aún: sonreía dulcemente, siempre que venía a cuento, para alegrar (si es posible decirlo así) a los ojos de Martín el luto que oscurecía su alma.

Su pena no era nube de verano que se deshacía en lágrimas y se desvanecía en sollozos; antes bien, era tan justa, tan legítima, tan verdadera, que no la derrochaba malgastándola en lloriqueos inútiles, más propios de la sensibilidad momentáneamente excitada que del sentimiento permanente.

Su dolor era más activo que pasivo, y en la sencilla piedad que formaba el fondo de su alma había encontrado manera de acercarse a su madre, a pesar de la muerte, abriendo entre la madre y la hija estrechas comunicaciones. Aún más: había conseguido hacer vivir a la viuda después de muerta, perpetuando en la memoria de la familia y en el orden de la casa sus gustos,   —79→   sus costumbres, sus deseos. Sí, la Pacheca vivía después de enterrada.

A María de la Paz nunca se le habían pegado las sábanas; los primeros rayos del sol la encontraban siempre despierta; pero desde la muerte de su madre, después de trascurridos los nueve días del duelo oficial, se levantaba todas las mañanas antes de amanecer, y envuelta en su manto negro salía de casa, y paso tras paso se encaminaba a la iglesia, cuyas puertas el Sacristán soñoliento acababa de abrir bostezando, demasiado temprano para el sueño del Sacristán; pero ¡qué había de suceder!: el bolsillo de Cañizares se abría de vez en cuando, y los sacristanes necesitan para vivir, como los demás mortales, hacer por la vida.

No se hacía esperar el sacerdote, y en el altar de la Virgen de la Aurora se decía una misa en sufragio por el alma de la Pacheca, misa que la hija oía entera de rodillas. Este acto piadoso venía a ser una cita con su madre. Allí hablaba con ella, le comunicaba sus inquietudes, le daba cuenta de sus esperanzas, le pedía consejo y reclamaba su auxilio; y sin que ninguna voz humana llegara a su oído, sin que ninguna señal externa hablara a sus ojos, dentro de sí misma, en el fondo tranquilo de su alma sencilla, encontraba respuesta a sus temores, aliento a sus   —80→   esperanzas, consejo a sus dudas y auxilio en sus inquietudes; y contento su corazón, bendiciendo al Dios que humilla y ensalza, que aflige y consuela, que castiga y perdona; al Dios de la suprema justicia y de la inmensa misericordia, se volvía a su casa, saliendo a recibirla a las mismas puertas de la iglesia la mañana iluminada con los primeros rayos del sol, el movimiento del pueblo que despertaba y el ruido de la vida.

Siempre que salimos de la iglesia, si hemos meditado, si hemos orado al pie de los altares donde la fe venera al Dios vivo, encontramos el cielo más esplendoroso, la naturaleza más rica, el ambiente más puro, la vida menos triste y las gentes más buenas. Sacamos de allí algo en nuestro corazón que todo lo embellece, que todo lo purifica, que todo lo ama. El templo es la casa de Dios, y por lo tanto el único hospedaje digno del hombre. Cerradnos esa puerta augusta por donde el mundo se comunica con la eternidad, y no tendremos refugio a que acogernos en nuestras adversidades, en nuestros desconsuelos, en nuestras tribulaciones, ni en nuestros triunfos, ni en nuestras alegrías.

María de la Paz entraba en su casa con el alma tranquila; y los quehaceres domésticos distraían su ánimo y dulcificaban su tristeza, pues jamás   —81→   hizo de las penas excusa de los deberes. Lo primero que encontraba era a Nona, vestida de luto, con su boca risueña y sus ojos alegres, que le salía al encuentro presentando la cara, como el pobre la mano, esperando la limosna de un beso. María de la Paz la besaba, y seguía adelante. Aurora estaba aún en la cama; dormía, y nadie se hubiera atrevido a despertarla: ése era encargo de su madre. ¡Cuántas veces ésta se detenía delante de la cama de su hija, contemplando envanecida la singular belleza de su rostro! ¡Cuántas veces retrocedía silenciosa por no interrumpir su sueño! Pero no entraba en sus costumbres semejante condescendencia. Recordaba entonces que su madre la obligaba a madrugar desde muy pequeña, y volvía a acercarse a la cama con firme propósito de despertarla.

Un beso estampado en la frente de la niña dormida y un «hija mía» pronunciado con blanda dulzura eran los medios que adoptaba la severidad de la madre para sacar a la hija de la pereza del sueño. Aurora abría sus ojos negros, grandes y hermosos, echando a su alrededor esa mirada de disgusto y de fastidio con que miramos al que nos despierta en lo mejor de nuestro sueño; después dejaba caer los párpados, coronados de largas, negras y espesas pestañas.

-Vamos, hija (le decía María de la Paz).   —82→   Ya es tarde, y hace un día muy hermoso: las flores de las macetas preguntan por ti; los pájaros te llaman desde el amanecer, y no sabes cuántas mariposas vuelan por la terraza.

La niña fruncía el gracioso entrecejo, se restregaba los ojos con impaciencia, y bostezaba. Quería decir sencillamente:

-¡Ay, qué impertinencia!...

Entonces María de la Paz acercaba a la cama las prendas del vestido de Aurora, y ella misma empezaba a vestirla: los caprichos de la hija ponían a prueba la paciencia de la madre: «Esas medias no; quiero las otras.» «Esos zapatos son viejos, no me gustan, no me los pongo.» «El pañuelo de algodón es feo; yo quiero el pañuelo de seda.» La madre no oponía resistencia; había de ceder; ¿a qué resistirse? ¡Era tan hermosa!...; además, ¡estaba tan profundamente dormida!... ¡Ya se ve! ¿Qué niño no tiene caprichos?...

Entre tanto Nona había hecho su habitual residencia de la habitación de la abuela. Estaba el sillón de vaqueta cerca del balcón, en el mismo sitio en que se hallaba cuando espiró la madre Cruz. La urna del niño Jesús, colocada sobre la cómoda, se veía adornada con flores frescas, renovadas todos los días, porque allí la naturaleza da flores todo el año sin auxilio de estufas ni de   —83→   invernaderos. La cama se encontraba hecha, intacta, y por debajo de la guarnición blanca y plegada que adornaba la cubierta de percal azul adamascada, asomaban los zapatos de orillo de la difunta Pacheca. El cuadro de los Dolores en que el corazón de la Virgen se ve atravesado por siete espadas, se destacaba sobre la pared; a su pie la mesa de nogal que desde muy antiguo servía de altar al cuadro, y sobre la mesa la lámpara, siempre encendida, con que la viuda de Pacheco tributaba el homenaje de su devoción a la Madre de los pecadores.

Todo estaba en su sitio, todo de la misma manera en que se hallaba antes que pasara por allí la muerte; sólo faltaba la que no pertenecía al mundo de los vivos; pero andaba por allí su sombra; parecía que se escuchaba el ruido ahogado y lento de sus pasos; no se podía mirar a la puerta sin creer que iba a entrar. María de la Paz había hecho del nombre de su madre la autoridad definitiva en todas las cosas; todo se había de hacer como lo hacía su madre; todo debía estar lo mismo que cuando su madre vivía; los labradores preferidos eran aquellos a quienes su madre mostró preferencia. A Marta se la consideraba como a persona de la familia, porque había sido la criada de su íntima confianza. Había muerto, es verdad; pero vivía, estaba allí,   —84→   se sentía en todo su mano invisible, y se encontraba a la vez en todas partes.

Mas el cariño de la hija no se contentaba con mantener viva la memoria de su madre dentro de los límites de la familia; quería además perpetuarla fuera de la casa, para lo que dobló el valor de las limosnas, de cuyas resultas se aumentó el número de los pobres que diariamente acudían en busca de socorro. Ninguna desgracia llamaba a la puerta que no fuese remediada. Los pobres eran socorridos en nombre de la difunta, de manera que salían de la casa bendiciendo la memoria de la Pacheca, que aun después de muerta tenía manos para ponerles el pan en la boca. Dios había venido a verlos llevándose a mejor vida a la viuda de Pacheco, porque aquella caridad póstuma era el pan nuestro de cada día de todos los que no tenían sobre qué caerse muertos.

Un detalle verdaderamente pueril se había escapado a la solicitud de María de la Paz. Consistía este detalle en la costumbre que tenía la difunta de echar migajas de pan a los pájaros que acudían al balcón espesos como los dedos de las manos. Mas no había caído del todo en saco roto; porque para eso estaba allí Nona: cabalmente era su juego favorito.

Ya he dicho que pasaba la mayor parte del día en el cuarto de la abuela, y allí, sin más   —85→   compañía que la de sus risueños pensamientos, alegres mariposas de la primavera de la vida, repasaba la cartilla, en la que empezaba a conocer las letras, o armada de su aguja cosía los vestidos de las muñecas, como mujer hacendosa, a punto largo. Por privilegio especial, sólo concedido a la infancia, cuanto había a su alrededor se animaba, formando ese mundo particular que únicamente cabe en la cabeza de los niños. Hablaba con los muebles, le sonreía al cuadro de la Virgen, le enviaba besos al niño Jesús de la urna, llamándole «pequeño de la casa», acariciaba a las muñecas, y solía enfadarse con el hilo que se escapaba de la aguja. Alguna vez, repasando la cartilla, decía: «A... A... ¿Por qué será A?...»

Después de comer traía su gran miga de pan, la desmenuzaba entre los dedos, y entonces era ella, porque los gorriones se deshacían saltando sobre los hierros del balcón y piando como si gritaran «a mí», «a mí», «a mí». Las migajas del pan desaparecían en cuanto llegaban al suelo, y saltando tras de ellas llegaban los pájaros más atrevidos hasta picar los pies de Nona; ella se reía con toda su alma, pero se reía en silencio, para no espantarlos. Cuando los más audaces despojaban a los demás de la parte que les correspondía, se enojaba con ellos. Había uno más   —86→   pardo que los otros, con el bozo más negro, la cabeza más gorda y el pico más duro: miraba de soslayo, moviendo a uno y otro lado la cabeza, con la insolencia del camorrista; listo, ágil, impetuoso, era el jaque de la compañía, el matón de la cuadrilla; en una palabra: era el que cobraba el barato. Nona le distinguía entre todos, y lo señalaba con el dedo, diciendo: «Ése es el malo.»

Como vamos viendo por el conjunto de pormenores que se nos va presentando, el recuerdo de la difunta viuda se hacía cada vez más inolvidable: si es posible sobrevivirse, la Pacheca sobrevivía. Mas, aún tributaba otro culto María de la Paz a la memoria de su madre. Ya sabemos que Aurora fue, desde el momento mismo de nacer, el ídolo de su abuela, de modo que la preciosa niña venía a ser como el testamento vivo que contenía la última, la única voluntad de la madre Cruz. Contrariar los gustos de Aurora, torcer sus caprichos, corregir sus inclinaciones, equivalía a mortificar el alma de aquella que estaba ya fuera de las tristezas del mundo.

Y he aquí que María de la Paz añadió a su natural cariño de madre la sagrada herencia del ciego cariño que la abuela profesaba a la nieta: aquel cariño constituía un mandato, y la severidad de la madre se convertía toda en dulzura   —87→   cuando se trataba de Aurora, porque detrás de la nieta estaba siempre la sombra protectora de la abuela. Así es que Aurora continuaba siendo el ojo derecho de la casa y el objeto especial de todos los cariños de la familia.

La naturaleza le había concedido una hermosura realmente admirable y atractiva; pero había algo de aridez en su alma, algo de impenetrable en su carácter, algo de sombra que se reflejaba en su semblante iluminado por el pleno resplandor de la belleza. La extremada blancura de su tez aparecía bañada por un fulgor luminoso semejante al brillo de las estrellas en las noches serenas; su boca siempre seria dejaba admirar la pureza de su perfecto dibujo; los ojos contenían miradas insondables. Bien comprendía su madre que era imperiosa, poco indulgente y muy amiga de sus caprichos; pero eso era la niña; la mujer sería otra cosa.-¡Se cambia tanto!-¡Quién le había de decir a ella cuando cogía manzanas en los huertos y nidos de pájaros en los árboles, que a la vuelta de unos cuantos años había de ser la mujer de su marido, el ama de su casa y la madre de sus hijos! Poco a poco iría trasformándose el carácter de Aurora; su genio díscolo se ablandaría, porque al fin el mundo doma mucho; la vida es una lima sorda que va gastando las inclinaciones y los   —88→   resabios. Y Aurora tiene talento, perspicacia, penetración. Ahora no es más que una niña.

De esta manera discurría la madre pensando en la hija y pensando en la abuela, y se prometía ir suavizando insensiblemente aquellos defectos tan propios de los pocos años, y que los años mismos corrigen. Ella habría empleado la severidad maternal propia del caso; pero se trataba de Aurora, de su primera hija, de la que había sido la gloria, el amor y el orgullo de la abuela, y empleaba toda la dulzura de su cariño de madre. Y por ese movimiento natural de los contrastes, conforme los defectos de carácter se iban acentuando en Aurora, María de la Paz iba siendo cada vez más dulce, más condescendiente, más débil. De modo que, para Aurora, la madre Cruz no había muerto.

Esto lo veía la gente de la casa como la cosa más natural del mundo. Solamente Marta movía la cabeza, dando a entender que no se conformaba; sin embargo, comprimía los labios, y su boca era una piedra. Nona pasaba la vida como hemos visto: bien pudiera presumirse que su instinto de niña la hacía traslucir que no se la echaba de menos en ninguna parte, y se ocultaba. En el cuadro de la familia asomaba su faz siempre risueña, desapareciendo detrás de su hermana.

  —89→  

El invierno era crudo, las escarchas se sucedían, blanqueando las desnudas ramas de los árboles, las pendientes de los tejados y los surcos de los sementeros: las cumbres de la sierra de Espuña aparecían nevadas. Bajo la influencia de este frío imprevisto, se desarrolló en la población una verdadera epidemia de constipados; en las calles tosían hasta las esquinas, en las casas hasta las puertas y en las iglesias hasta los Santos. María de la Paz cogió también el suyo, pues había uno para cada vecino, y el médico ordenó un día de cama. Sí; ¡un día de cama!, ¡que si quieres!: la buena madre de familia no tiene tiempo para estar constipada. Martín apeló al recurso de ponerse serio, y no hubo más remedio que doblar la cabeza.

La naturaleza de la mujer de Cañizares era fuerte, y por lo mismo dócil: le habían mandado que sudara, y sudaba sin consuelo. El balcón que daba a la calle, la ventana que caía al parador y la puerta, se hallaban cuidadosamente entornadas, cubriendo la habitación de sombras silenciosas; porque cuando hace mucho frío parece que la oscuridad abriga.

María de la Paz no dormía; con la imaginación estaba en todas las cosas de la casa; pensaba en su madre, en su marido, en Aurora, en   —90→   la despensa, en el granero, en la cocina. Estaba en todo. De repente gimieron los goznes de la puerta. Era Nona que entraba sigilosamente, andando sobre las puntas de los pies. Su madre no distinguía bien la pequeña sombra que se acercaba a la cama, y preguntó:

-¿Eres tú, hija mía?

Nona se detuvo; y con ese dulce timbre que Dios ha puesto en la voz de los niños como recuerdo de la voz de los ángeles, contestó diciendo:

-No, madre; soy yo.

María de la Paz se sentó en la cama, permaneciendo algunos instantes muda y pensativa; después pasó los extremos de los dedos por los párpados, porque sentía los ojos cuajados de lágrimas.



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ArribaAbajoCapítulo VII

El alma de la casa


Hablando Martín Cañizares con el Cura, se explicaba de esta manera:

-Le digo a V., Padre Capellán, que hay que besar por donde ella pisa. Sí, señor; es una santa, muy capaz de contarle los pelos al diablo. Cuando muchacha era de la piel del demonio; lo mismo se encaramaba en los árboles que los gatos. Me acuerdo un día, y ya era moza, que apareció un nido de jilgueros en el peral grande del huerto de abajo, y sin encomendarse a Dios ni a Santa María, trepó a lo alto como una enredadera. Yo estaba al pie del tronco, y ella arriba... ¿Se hace V. cargo? Me parece que la estoy viendo. Pero aquello fue ver   —92→   y no ver, porque cayó en la cuenta, y aunque yo era todo ojos, saltó furiosa del árbol, y me dejó con un palmo de narices. Y me la guardó hasta que nos casamos.

Aquí se detuvo para reírse, haciendo después con la boca el movimiento necesario para dejar entender que se chupaba mentalmente los dedos. Y es el caso, que el señor Cura también se sonreía. Pagado este tributo a aquel pícaro recuerdo, siguió diciendo:

-Pues bien: ahí la tiene V.; no duerme, ni descansa; se está matando. Desde la muerte de su madre, ¡tres años hace!, parece que le han agujereado las manos: ya la fanega de trigo, ya el celemín de harina, ya el saco de arroz; aquí el puñado de garbanzos, allá el puñado de judías. «Estas pasas para los hijos de la vecina.» «Aquellos higos para la hermana del ciego.» «¡Eh!: la gallina para la pobre enferma.» «El pedazo de jamón para la infeliz viuda.» Por aquí medio pan, por allí un pan entero... En mi ropa es un saqueo continuo. «Eso ya no te sirve.» «Esto está ya muy viejo.» Y allá van mis pantalones, mis chalecos, mis camisas... Un día me encuentro sin capa que ponerme. ¿Y cree V. que gastamos más de lo que gastábamos antes? No, señor; yo echo mis cuentas, y, talán balán, a fin de año salimos lo mismo. ¿De   —93→   dónde lo saca? Yo se lo pregunto, y ¿sabe V. lo que me contesta? Me sacude con el dedo en la punta de la nariz, y me dice: «¡Calla, tonto, que Dios da ciento por uno!»; y hay que dejarla que tire la casa por la ventana.

-Doña María de la Paz (dijo el señor Cura) es un alma buena, y la bendición de Dios la acompaña por todas partes.

-Pues oiga V. (continuó Cañizares). Con los labradores es una risa. No me gusta que se retrasen en el pago de las rentas, porque, en vez de hacerles un favor, es perderlos, y yo sigo a mi padre, que en paz descanse, al pie de la letra. Cuando el año es malo, abiertos tienen mis graneros y mi bolsillo; pero cuando la tierra responde, la formalidad es antes que todo. Yo aprieto, el labrador se resiste, ella interviene, y se trampea la cosa. Si me pongo en lo firme, entonces ella, sin que yo lo sepa, les facilita el dinero para que me paguen; después se entiende con ellos, y nunca pierde. De lo cual resulta que yo soy el tirano y ella el paño de lágrimas. A mí, sí, señor, me quieren, me respetan; pero a ella la bendicen.

Al señor Cura no le cogía de nuevas lo que estaba oyendo, pero escuchaba complacido.

-¿Qué dirá V. (siguió diciendo Cañizares) que ha descubierto ahora? No se le escapa nada.   —94→   Ha descubierto que mi pobrecilla Nona es también hija nuestra, que es humilde como una malva y buena como el pan bendito; y dice muy formalmente que no debe haber diferencia ninguna entre las dos hermanas.

-Y dice muy bien -añadió el señor Cura.

-Por supuesto; pero a Aurora no le hace gracia el descubrimiento. Yo en esas cosas ni entro ni salgo. Si fuesen muchachos, me entendería con ellos, y andarían derechos como pinos. Han tenido la ocurrencia de ser chicas las dos, ¡qué hemos de hacerle!... A la madre es a la que le toca bregar con ellas. ¿No es esto, Padre Cura?

-Eso mismo, Sr. D. Martín.

-Además, yo me paso la mayor parte del año en el campo. Hace poco que vine del Juncar Hondo, que está al pie de la sierra, donde he plantado unos almendros que van a estar allí como en su casa, y ya la escarda me está llamando a voz en grito. Las escarchas han tenido a la simiente encerrada en la tierra; pero en cuanto el tiempo ha empezado a abonar, se han desatado los sementeros, y están que da gozo verlos.

-¿Buena cosecha, ¡eh!, Sr. Cañizares?

-Buena, Padre Cura, buena. Si Dios no envía una plaga que nos deje con la miel en los   —95→   labios, no ha de faltar pan para el invierno.-En cambio doña María de la Paz (añadió irguiendo la cabeza y ahuecando la voz) es una Pacheca que honra la casa de los Cañizares.

-Así es (dijo el señor Cura). Y me parece (añadió, mirando al cielo por los vidrios del balcón) que nuestro paseo se aguó esta tarde.

-¡Cómo! (preguntó Cañizares): ¿va a llover?

-¡Quia! No se ve una nube por un ojo de la cara. Lo que quiero decir es que ya va el sol de capa caída, y que a esta hora salta el cierzo que viene de la sierra.

-No se ha perdido gran cosa (añadió Cañizares): casualmente cuando hace frío, en ninguna parte se está mejor que al amor de la lumbre. Media vida es la candela...

Hablando así, echó en el gran hueco de la chimenea ramas de olivo y sarmientos secos que avivaron la lumbre, y siguió diciendo:

-Ahora que nos entre el cierzo. Y no es eso todo. Tenemos en la casa (añadió en tono confidencial) un chocolate capaz de resucitar a un muerto, y toda la tarde estoy oliendo como a tortas con manteca. De seguro esta mañana han salido del horno, y estarán diciendo «comedme». Vamos a probarlas.

En la cara redonda y apacible del señor Cura se vio claramente que le era agradable lo que   —96→   acababa de oír, y restregándose las manos y encogiéndose de hombros, se acercó a la chimenea, mientras Cañizares abría la puerta y sacaba la cabeza, haciendo resonar su voz por el largo corredor de la casa con estas palabras;

-¡Prisca!... ¡Gila!... ¡Marta!...

Después fue a sentarse frente a frente del señor cura al amor de la lumbre.

Marta acudió la primera, y entró diciendo:

-Buenas tardes, señor Cura.

-¡Hola, buena Marta! ¿Cómo andan esas fuerzas?

-Padre Capellán, muy firmes; estoy hecha un roble; aquellos alifafes volavérunt, y no puede conmigo un terremoto.

-¡Bravo!

-Es preciso vivir, Padre Cura; porque cuando una tiene algo que hacer en el mundo, hay que decirle a la muerte que se espere...

-Eso está muy bien (dijo Cañizares), y por mi parte, te doy desde ahora licencia para que vivas hasta el día del juicio. Entre tanto, lo que importa es que le digas al ama que hay aquí dos amigos dispuestos a matar el tiempo tomando chocolate. ¡Eh! espera: chocolate con tortas de manteca... ¡Oye! Si viene alguna rodaja del salchichón que aquí usamos, no le haremos ascos. ¡Escucha! Agua de la fuente, y ¡mira!, para   —97→   el agua bizcochos blancos de los que mandan las monjas. ¡Aguarda! Al Padre Capellán le gusta el chocolate espeso.

Marta salió con paso ligero y ágil. Se le habían quitado diez años de encima lo menos desde la última vez que la vimos. El señor Cura se arrellanó en el sillón en que estaba sentado, y cruzando las manos, dijo:

-Soy nuevo, como V. sabe, en este curato; mas, por lo que voy viendo, el pueblo debe ser rico.

-Debía serlo (añadió Cañizares); pero las sequías nos matan. Bien pudiéramos disfrutar el beneficio de aguas seguras y constantes si las obras no fuesen tan costosas: aquí no hay capitales para emprenderlas; y ¿quién se acuerda de este rincón del mundo?

-Dígame V., Sr. D. Martín (preguntó el Cura): ¿V. no ha sido nunca alcalde?

-Ni Dios lo permita (le contestó). No se puede ser hombre de bien y alcalde al mismo tiempo.

-¡Pero, hombre! (exclamó el señor Cura.) ¿No son Vds. electores? ¿No eligen Vds. los diputados?...

-¡Eligen! (repitió Cañizares, arqueando las cejas.) No, señor; a nosotros, pobres contribuyentes, no se nos deja más elección, que la del árbol en que hemos de ahorcarnos. Los gobernadores   —98→   son bajaes de tres colas; no quiero nada con ellos. Yo me arreglo con mis labradores muy sencillamente. Cuando llega el caso, averiguo quién es el candidato, y les digo: «Ése es un tunante», y no lo votan; o les digo: «Éste me parece un hombre regular», y entonces votan. Muchas veces me veo obligado a decirles: «No lo conozco; no sé de dónde ha salido este hombre.» Y ellos echan sus cuentas, y votan o no, según les parece. No se puede hacer otra cosa. Nos han vuelto la espalda, y así anda el mundo.

No sé qué habría contestado el Cura que oía atentamente al Sr. Cañizares, si en aquel momento no hubiese entrado Marta, sosteniendo entre ambas manos gran bandeja de antiguo uso, sobre la que humeaban dos enormes jícaras de chocolate, blancas y resplandecientes, que formaban parte de la mejor vajilla de la casa, dos vasos anchos y hondos, rebosando de agua más trasparente que el cristal en que se hallaba contenida, un platillo con rodajas de salchichón por cuya masa apretada asomaban granos enteros de pimienta, bollos calientes amasados con manteca, ansiosos del chocolate que hervía en las jícaras, y bizcochos blancos, esponjosos, sedientos del agua contenida en los vasos. Además, traía la bandeja dos rebanadas de pan moreno   —99→   heñido aquel mismo día por las manos de María de la Paz y cocido en el horno del Parador, caldeado con haces de oloroso romero recién traído del monte, donde ya empezaba a florecer. Al entrar la bandeja se perfumó la estancia.

-Aquí (dijo Cañizares, acercando una silla a la chimenea): aquí.

Marta colocó la bandeja donde su amo le indicaba, no sin recelo de alguna catástrofe, porque el asiento de la silla no ofrecía bastante espacio para contenerla.

-Ya tenemos aquí el gaudeamus, Padre Cura (exclamó Cañizares). Ahora vamos a dar de él la debida cuenta.

-¡Todo sea por Dios!-añadió sencillamente el Cura, desdoblando su servilleta, mientras el autor del gaudeamus hacía lo mismo con la suya.

Las servilletas resplandecían de puro blancas, olían a limpio y eran grandes como manteles. Estaban hechas de lino cogido en los bancales del Juncar, hilado en la casa y curado al sol y al sereno, tejido a conciencia, formando esa labor menuda que llaman allí granillo de trigo; dos listas azules marcaban en los extremos la anchura de la urdimbre, y en los ángulos contrapuestos había pequeñas iniciales bordadas al traspaso con hilo encarnado: en uno se leía M. C., y en el otro M. P.: Martín Cañizares y María Pacheco eran   —100→   inseparables; sus nombres andaban juntos por todas partes. El doble escudo de la casa estampado sobre aquella tela un poco brusca, pero limpia y sana, habría hecho muy buen efecto; pero ¡qué diablo!, no les había ocurrido semejante cosa.

Los dos amigos empezaron a matar el tiempo tendiendo sobre las rodillas sus respectivas e inmensas servilletas.

-Muy mal andan las cosas, -dijo el señor Cura, hundiendo un bollo en las profundidades de la jícara.

-Muy mal andan, -añadió Cañizares, sepultando en su boca otro bollo entero bien calado de chocolate.

Marta, de pie, gallardamente plantada, con los brazos cruzados y a cierta respetuosa distancia, seguía atentamente los movimientos de las manos, que saliendo de las jícaras iban siempre a parar a las bocas. Mataban el tiempo, ¡cosa bien singular!, haciendo por la vida.

En esto apareció en la puerta que Marta se había dejado abierta el risueño semblante de Nona.

-¡Hola! (exclamó el señor Cura viéndola.) Muy bien venida. Entra, hija mía, entra.

Nona entró, dirigiéndose al Cura, a la vez que éste decía:

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-Ahí tiene V.: las moscas acuden a la miel y los niños a las tortas de manteca.

Y cogiendo un bollo de la bandeja, se lo dio a Nona, que al tomarlo le besó la mano, y él le dijo:

-Dios te haga una santa.

A la vez apareció en la puerta María de la Paz, y con ella Aurora; pero Aurora, en la que los primeros indicios de la mujer empezaban a contornear las formas de la niña. Aurora impaciente, todavía crisálida, que, ansiosa de volar, no sé por qué jardines imaginarios, hace tentativas por convertirse en mariposa; movimiento misterioso en el que la naturaleza, anticipándose a la edad, anuncia la llegada de la juventud antes de haber terminado la infancia. Pudiéramos decir: el boceto que quiere ser cuadro; el botón que pretende ser rosa. Y, no hay por qué ocultarlo, esta trasformación tímida, indecisa, pudorosa, comenzaba a insinuarse por medio de las más bellas indicaciones. Nunca el nombre de Aurora le había caído más propiamente, pues era, en efecto, el primer resplandor de la mañana que amanece, o, lo que viene a ser lo mismo, la mujer clareando entre las últimas sombras de la inocencia; Eva un momento antes de consumarse la perdición del género humano.

En cuanto el Cura vio a la Pacheca asomar   —102→   por la puerta de la habitación, intentó ponerse de pie para recibirla dignamente; pero el plato que tenía en una mano, el bollo que tenía en la otra, la jícara que estaba sobre el plato, y la servilleta que cubría sus rodillas, embarazaban de tal modo sus movimientos, que no acertaba a levantarse. Notando Cañizares la dificultad en que se veía, lo detuvo, diciéndole:

-Quieto, señor Cura, quieto. Doña María de la Paz no ha sido nunca en esta casa persona de cumplimiento.

-Ya se ve que no (añadió María de la Paz, con la boca llena de risa). El señor Cura sabe que está en su casa, y que aquí se le recibe siempre con los brazos abiertos.

-Ahora, Padre Capellán (dijo Cañizares), corresponda V. a ese agasajo del ama de la casa poniendo las tortas en las nubes.

-¡Oh!... -exclamó el Padre Cura levantando los ojos al cielo. Quería decir: «¡De aquí a la gloria!»

Aún podía recoger la satisfacción de María de la Paz un testimonio no menos fehaciente, que consistía en que el plato en que habían ido las tortas estaba vacío.

-¡Vaya! (dijo con ingenua alegría): creí que se me había ido la mano en la manteca; pero, gracias a Dios, han salido buenas.

  —103→  

Hasta entonces el señor Cura no había reparado en Aurora; mas de pronto fijó en ella sus miradas apacibles con ingenuo asombro.

-¡Ah! (exclamó.) ¡Qué alta está! A esta niña se la ve crecer. ¡Y es hermosa como un lucero!

Sostuvo Aurora con terca firmeza la mirada benévola del señor Cura, y como si fuese inaccesible hasta a las alabanzas, permaneció muda, seria e inmóvil como una estatua que se contempla a sí misma. Sus pequeños pies se apoyaban graciosamente sobre el suelo como los del resto de los mortales, y, sin embargo, debía creerse elevada sobre no sé qué pedestal, desde donde todo lo miraba por encima del hombro. Nona se acercó a su hermana ofreciéndole el bollo que le había dado el señor Cura y que conservaba entero. Aurora lo rechazó bruscamente, y el bollo, desprendido de las manos de Nona, rodó por el suelo, mientras ella decía: «No lo quiero.»

-¡Hola! (exclamó Cañizares con acento enojado.) ¿Qué es esto?

Nona se encogió de hombros, como si hubiese querido esconderse en el centro de la tierra, a la vez que Aurora se irguió como si pretendiera hacer frente a las palabras de su padre. Éste, más asombrado que colérico, añadió:

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-¡Coja V. ese bollo que ha hecho caer de las manos de su hermana!

Aurora permaneció inmóvil, y Nona se apresuró a coger el bollo que había caído a sus pies. Cañizares paseó por la habitación la mirada atónita; la expresión airada de sus facciones indicaba que apenas podía contener el enojo. Nunca María de la Paz había visto aquella cara en su marido.

-¡Calla! (le dijo éste.) No hables; no la defiendas. Si un Cañizares se hubiera atrevido a desobedecer a su padre, no habría tardado el cielo en hundirse y aplastarlo. ¡Ahí tienes los mimos de la abuela!

-¡Por Dios, Martín! (exclamó María de la Paz.) ¡No digas eso!

Martín se puso de pie, y se dirigió a su hija, diciéndole:

-¡De rodillas!

Un ligero temblor invadió el cuerpo de Aurora; pero permaneció sin moverse. María de la Paz se acercó a su hija como para protegerla; el señor Cura presenciaba la escena con la boca abierta; Marta hacía expresivos visajes en que nadie reparaba, y Nona miraba a su padre con ojos despavoridos reventando de lágrimas. Hubo un momento de silencio, de inmovilidad y de angustia: el momento de la tempestad en que parece que va a estallar el rayo.

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No hay fuerza semejante a la de la debilidad. Toda la energía del padre se estrellaba ante la resistencia de la hija. Nada más fácil que hacer doblar aquellas rodillas rebeldes bajo el peso de la fuerza bruta; pero es innoble poner las manos sobre los seres débiles; además, no habría sido la obediencia, sino la violencia. Cañizares hubiera querido tener delante un león sobre que arrojarse, y se encontraba ante la voluntad de una niña, y no podía aplastarla.

-Llevadla de aquí (dijo con acento imperioso). Que no vuelva a ponerse en mi presencia. Los hijos desobedientes no tienen padres. No volverá a ver la sonrisa en mis labios. ¡Fuera! (gritó.) ¡Fuera pronto!

Su cólera buscaba alguna contradicción; pero no la obtuvo; porque María de la Paz empujó a su hija hacia la puerta, y salió de allí con las manos cruzadas y el semblante desolado.

-Un convento, señor Cura; un convento, murmuraba Cañizares.

Marta, con la mano en el pecho sujetando el relicario que llevaba al cuello, hacía con la cabeza signos afirmativos.

Era la primera tempestad que nublaba el cielo de aquella casa.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Una fiesta popular


Si queréis medir con exactitud el verdadero progreso humano de nuestros días comparado con el progreso de la antigüedad, tomad este punto de partida: Moisés, gran legislador del pueblo hebreo y del mundo entero; Licurgo y Solón, legisladores de Grecia; Numa Pompilio primero, y mucho después Justiniano, legisladores de Roma; D. Alfonso el Sabio, legislador de España; los Concilios fueron a la vez legisladores de la Iglesia y de los pueblos. Pues bien; legislador es hoy cualquiera.

La cualidad de legislador no es hoy una aptitud, es un derecho; para ser legislador basta ser ciudadano. Como quiera que las leyes se   —108→   hacen para los pueblos, hemos sacado por consecuencia que los Pueblos deben ser sus propios legisladores. Ahora bien: aquí tenéis un hombre oscuro; su nombre no lo habéis oído pronunciar todavía en ninguna parte; os es permitido dudar si la cédula de vecindad que presenta es auténtica. ¿Suficiencia? Se desconoce. ¿Virtudes? Se ignoran. ¿Méritos? Ninguno. ¿Títulos? Cero. ¿Qué representa? Nada. ¿Es contribuyente? Ni eso. He ahí un legislador. Y no así como se quiera, sino un legislador inviolable en el ejercicio de sus funciones legislativas.

El rincón de la tierra teatro de las escenas que vamos refiriendo, se hallaba conmovido; y a pesar de que el semblante de las gentes que se dirigían apresuradas a la Plaza de la Villa no mostraba el mayor regocijo, otras señales dejaban entender que el motivo de la agitación pertenecía al orden de los sucesos faustos.

Por de pronto los tres balcones del caserón del Ayuntamiento aparecían engalanados con colgaduras de percalina amarilla y encarnada. Aunque no correctos, iguales y graciosos, arcos vestidos de follaje decoraban la plaza; el Sacristán batallaba desde el amanecer con una legión de muchachos que se habían encaramado en la torre de la iglesia, noticiosos de que se iban a echar las campanas a vuelo. Delante del gran portalón   —109→   de la casa municipal esperaba una galera inmensa con toldo de lona, enganchada a dos mulas enormes que, so pretexto de las moscas, coceaban y cabeceaban luciendo quitapones encarnados, y haciendo sonar las campanillas de los ruidosos collares; el mulero, vestido de gala, con su chaleco de percal con más ramos que el último domingo de Cuaresma, abrochado con botones de plata gordos como nueces, con su faja de estambre de color de sangre de toro, sentado en el pescante bajo la sombra de la extensa ala de su sombrero de copa cónica, con las ramaleras en una mano, el látigo en la otra y el cigarro en la boca, hablaba tranquilamente con las mulas, lo mismo que pudiera hablar con su familia; y es el caso que las mulas lo entendían a media palabra.

En un rincón de la plaza se organizaba la música, alma de toda fiesta, voz de todo regocijo. Un licenciado del ejército que había sido requinto de regimiento llevaba la voz cantante por medio de un clarinete de acentos desgarradores, a los que añadía el organista de la parroquia las notas dulces de la trompa, como quien echa azúcar en vinagre; cuatro instrumentos más, de latón, que no entraban nunca a tiempo, entre los que sobresalía la voz siempre intempestiva del cornetín, formaban el total de la   —110→   banda. En el ángulo opuesto la pólvora alternaba con la música, y de vez en cuando salía bufando un cohete rabioso, que iba a estallar en las nubes, después de dejar en el aire rastros de humo; todos los ojos seguían el curso del cohete en el espacio, y todas las bocas quedaban abiertas al estallar el trueno.

A la vez la multitud corría, atropellándose en las calles que desembocaban en la plaza; las mujeres con sus pañuelos a la cabeza de extraños dibujos y vivos colores, llevando muchas de ellas las crías en brazos; los hombres en mangas de camisa, envueltos en sus fajas; los muchachos unos medio vestidos, otros menos vestidos todavía, muchos sin nada a la cabeza, bastantes descalzos. Desde la plaza, donde la gente formaba remanso, salía una corriente que se dirigía por la Calle Larga hasta detenerse en las últimas casas donde comenzaba el camino que conducía a la capital. Los vendedores ambulantes de rosquillas, almendras, avellanas y naranjas iban y venían, pregonando entre la concurrencia a grito pelado lo exquisito de sus mercancías, como en los días de gran fiesta.

A todo esto el Ayuntamiento se hallaba reunido en la sala consistorial, de la que habían desaparecido la mesa presidencial y los cuatro bancos en que tenían asiento los miembros de   —111→   la corporación, para dejar espacio a otra mesa larga, cubierta con un mantel y adornada con variedad de frutas y de flores. El Alcalde era todo actividad; nunca su levita tradicional había faldoneado tanto como aquel día; sus zapatos de becerro blanco no podían estarse quietos ni un instante; el hongo de color de tierra que cubría su cabeza se multiplicaba; en una palabra: el bastón de la autoridad estaba a la vez en todas partes. Los demás individuos del Municipio esperaban en la sala de sesiones, unos vestidos con sus trajes de labradores, y otros con sus trajes de artesanos.

Entre los primeros se hacía notar el Síndico, hombre de cuarenta años, fornido, cejijunto, de expresión dura, de mirada fija y serena, frente estrecha y cabeza voluminosa. Había corrido mucho mundo, trayendo algunos cuartos ahorrados, de cuyas resultas era propietario de una viña, a media legua del pueblo, camino de la sierra, viña en la que construyó su pequeña casa con buen hogar y buena cuadra, donde vivía solo, sin más compañía que la de un mastín rojo y formidable y la de una escopeta fina y segura que tenía siempre junto a la cama. Porque, ¡ya se ve!, se ayudaba a vivir con la caza, y todo era necesario para guardar la viña. Nunca quiso casarse; la gente del pueblo le llamaba   —112→   el Ermitaño. En honor de la verdad, el aspecto de su persona y la dureza de su fisonomía no lo recomendaban; pero su vida era ejemplar, e intachables sus costumbres: jamás bebía, y nunca se le vio en la taberna. Él solo se bastaba para cultivar su viña, y solía pasar días enteros en la sierra, detrás de las perdices. Éste era el Síndico.

De repente el alguacil del Ayuntamiento, con el sombrero echado atrás, la respiración anhelosa y cubierto de polvo, entró en la sala de sesiones, gritando:

-¡El coche! ¡El coche!

Al mismo tiempo sonó en la torre la señal de un repique general de campanas, un cohete más rabioso que los anteriores bramó en el aire y estalló en las nubes, el clarinete del licenciado exhaló tres notas preventivas, y la banda prorrumpió desaforadamente en el himno de Riego.

¡Era natural!: en aquel país de tierras abrasadas por la sequía, el himno de Riego debía ser un himno de esperanza.

-¡Ea! (dijo el Alcalde): no hay tiempo que perder; el coche se ha adelantado media hora. Vamos, hay que cogerle en el camino antes de que llegue.

El Ayuntamiento en masa, dirigido por el Alcalde, bajó la ancha escalera de las Casas Consistoriales,   —113→   y uno a uno los individuos de la municipalidad fueron tomando asiento en la galera; el alguacil se acomodó como pudo en el estribo, y las mulas partieron, permítaseme decirlo así, al gran trote; recorrieron como en triunfo la Calle Larga, y orgullosas de arrastrar en su carrera a todo un municipio constitucional, subieron a escape la primera cuesta del camino.

¿Qué ocurría? ¿Qué fausto suceso alteraba la tranquilidad habitual del pueblo? No se sacaba en limpio gran cosa de las conversaciones de las gentes que esperaban en la plaza el momento supremo de la fiesta. Aquí se decía: «Ya está ahí.» Más allá: «Ahora llega.» Más lejos: «Va de paso.» Más cerca: «Viene deprisa.» Algunos que llegaban a todo correr del último ventorrillo de la carretera, añadían varios pormenores. «Es alto» (decían). «Es joven.» «Trae a la cintura una cadena de oro muy grande.» «Lleva en la mano un anillo que relumbra lo mismo que un lucero.» No pasaban de aquí las averiguaciones hechas. Indudablemente se trataba de una persona, y de una persona nunca vista ni oída en el pueblo, cuyo nombre debía ser completamente ignorado, en atención a que nadie lo pronunciaba.

En medio de los murmullos con que se agitaba la impaciencia de la expectación pública, se oyeron retumbar las pesadas ruedas de la galera,   —114→   se oyó crujir el chasquido del látigo, y se percibió distintamente el retintín de las campanillas. Poco después las mulas desaladas penetraron en la plaza: hábilmente dirigidas, dieron una vuelta majestuosa, yendo a detenerse delante de la puerta de la casa municipal como puestas con la mano. La multitud se arremolinó en el acto alrededor de la galera, y el Ayuntamiento comenzó a apearse. Uno a uno fueron saliendo los individuos que lo componían, y como en procesión fueron entrando, digámoslo así, en el vestíbulo del Hôtel de Ville, colocándose en dos filas al pie de la escalera.

Detrás del Ayuntamiento se apeó un nuevo personaje, y en él se fijaron todas las miradas. «Ése, ése es», se decían unos a otros, y muchas manos lo señalaban con el dedo; él, por su parte, saltó graciosamente desde el estribo, saludando con afable sonrisa, mientras el Alcalde echaba a su vez pie a tierra, ayudado por el alguacil, al que le guiñó el ojo confidencialmente; éste, que era además pregonero de la villa, se adelantó hasta la mitad de la plaza, y lanzando al aire el sombrero, gritó con toda la fuerza de sus ejercitados pulmones:

-¡Viva nuestro Diputao!

La respuesta a esta aclamación no pudo oírse, porque en el acto mismo prorrumpieron las   —115→   campanas en un repique desesperado, bramó la música en el rincón de la plaza, y silbó un ramillete de cohetes que se elevó sobre las cabezas de la muchedumbre, abriéndose en el aire como una palmera al estallar en entusiastas detonaciones.

Cuatro compadres apoyados en sus largas varas de fresno, comentaban el suceso con estas palabras.

Uno decía:

-¡Es el Diputao!...

-Eso dicen que es -contestaba otro.

El tercero arqueó las cejas diciendo:

-Es pájaro de cuenta... ¡Tiene mucha mano!

-¡Que si tiene! (exclamó el cuarto.) ¡Vayas si tiene mano! (Y señalando con dos dedos el negro de una uña, añadió:) No le falta más que tanto así para ser Rey.

De pronto apareció el Alcalde en el balcón del Ayuntamiento con semblante a la vez serio y risueño, serio porque así convenía a la dignidad del cargo, risueño porque así lo exigía la solemnidad del regocijo. Agitó los brazos imponiendo silencio, y luego que lo obtuvo, apoyó el estómago sobre el pasamano de hierro, y echando, por decirlo así, el cuerpo fuera, con la voz de los grandes momentos, habló de esta manera:

  —116→  

-Conciudadanos...

Las apiñadas caras de la multitud se miraron unas a otras, porque aquellas gentes sencillas jamás se habían oído llamar con semejante nombre.

-Conciudadanos... (siguió diciendo.) Ha llegado el día...

Aquí se detuvo para echar un vistazo sobre la cuartilla de papel que tenía en la mano; pero el enemigo encargado de oscurecer la gloria de los alcaldes hizo que una ráfaga de viento se llevara la cuartilla de papel, haciéndola volar sobre las cabezas del auditorio.

-Conciudadanos (volvió a repetir). Ha llegado el día de que todos os deis con un canto en el pecho, porque... quieras que no quieras, gracias a vuestro Ayuntamiento que no se duerme en las pajas, el Diputado que hemos elegido está entre vosotros... No lo conocéis... Nosotros tampoco lo conocíamos; pero no hay más que echarle la vista encima para decir que es un hombre cumplido. Conciudadanos: se acabó eso de andar con la lengua por el suelo a causa de las sequías... Tendréis agua, agua hasta la pared de enfrente... Sí, vais a estar con el agua al cuello. Bajará por la sierra como Pedro por su casa... Tendréis carretera por la mitad del pueblo, puente en la rambla y un canal...   —117→   ¿Sabéis lo que es un canal? ¿Sabéis lo que son canales? Son conductos de agua con los que se riega a toca teja... Son los tesoros del mundo, los tesoros... de un tal... Creso... de que hablan las historias antiguas. Eso os promete nuestro digno Diputado, y lo cumplirá, porque tiene agallas para cumplirlo, y donde él habla, firma el Rey... Esperad, que aún me queda otra: En la taberna de la Manca y en el ventorrillo del Tuerto tenéis cuenta abierta; podéis beber a cuartillo por barba. Nuestro Diputado paga, y vuestro Alcalde os recomienda la mayor alegría. Conciudadanos: no confundáis la libertad con las contribuciones. La patria es la patria, y hay que soltar la mosca. Vuestra primera autoridad hará la vista gorda a muchas cosas, pero será inexorable con los remolones.-¡Conciudadanos... vivan las libertades públicas!... ¡Viva nuestro Diputado!...

El estrépito de las campanas, los mugidos de la música y el bufar de los cohetes, ahogaron otra vez las aclamaciones del entusiasmo popular. Solamente Chucho, que se hallaba en primera fila, consiguió dominar el tumulto, dejando oír un aullido auténtico, que hizo ladrar a todos los perros de las cercanías.

Después del Alcalde apareció en el balcón el Diputado. Lo hemos visto muy a la ligera, y no   —118→   faltará algún lector que quiera conocerlo más despacio, porque la curiosidad es siempre impaciente. Vamos a examinarlo un momento.

Por de pronto, resulta del total de su persona que es menos joven de lo que debiera ser, pues si bien se descubren fácilmente los treinta años de su vida, se advierte a la vez que el culto de los placeres le ha anticipado a buena cuenta diez años más. El esmero de su vestido demuestra que el principal pensamiento que le domina es él mismo, y la exageración de la moda en todos los pormenores de su traje dice bien claramente que es un hombre que vive al día. Sí puede observarse cierta elegancia en su persona; pero lo que más le distingue es esa soltura de modales particulares que facilita la educación que se recibe en los casinos.

Ya sabemos que es alto, y debemos añadir que es flexible: el pantalón gris oscuro cae admirablemente diseñando los contornos de la pierna ágil, derecha y nerviosa; no oculta el chaleco del mismo color y de la misma tela, que es hombre de pecho ancho, y la cazadora correspondiente se encarga por su parte de marcar la rectitud de la espalda y lo bien puesto de los hombros. Una desproporción se nota, que consiste en que los brazos son demasiado largos, y el mismo exceso se advierte en los dedos   —119→   de sus manos blancas, bien cuidadas, pero huesudas. Está a punto de ser rubio: pero se ha detenido en un castaño claro, que no sienta mal a su semblante naturalmente pálido. Mira con ojos grandes de pupila cenicienta, ojos algo adormecidos, algo apagados, en los que brillan alguna vez relámpagos de audacia. La nariz es vulgar, la boca movible, astuta, la sonrisa burlona, la barba fina. Si se lee atentamente en su fisonomía, se encontrarán más señales de malicia que de inteligencia. Posee un repertorio escogido de cuentos sumamente verdes, con lo que ha empezado a hacer las delicias del Ayuntamiento. En los salones de la buena sociedad sería un joven simpático, entre las gentes de los cafés un hombre de mundo, en las salas consistoriales en que lo encontramos es un oráculo.

Su sola presencia en el balcón impuso silencio, y sin abandonar la burlona sonrisa que constituía el estado habitual de su boca, dijo con soberano desparpajo:

-¡Electores! Poco tengo que añadir al elocuente discurso que acaba de pronunciar en el día de hoy y en este mismo sitio el insigne Alcalde de este pueblo ilustre. Me habéis elegido, me habéis elevado con vuestros sufragios a la alta esfera de representante del pueblo, y yo os declaro, en medio del entusiasmo popular que   —120→   me rodea, yo os prometo, yo os juro que desde hoy vuestros intereses me pertenecen. Habéis puesto en mis manos vuestra riqueza, vuestra prosperidad... ¿qué menos puedo hacer yo que tomarlas como cosa mía? Yo levantaré en el seno del Parlamento la voz de vuestros derechos, y desde Ceuta al Pirineo, desde las playas del Mediterráneo a las costas del mar Cantábrico, el mundo os hará justicia. ¡Electores!: estad seguros de que nunca os pagaré lo que os debo. Al encontrarme entre vosotros, me parece que estoy en mi casa...: ya os conozco. ¿Llegaréis vosotros a conocerme?... Desde este balcón monumental, tribuna del pueblo y baluarte de las libertades patrias, yo os reconozco, yo os admiro, yo os saludo, yo os abrazo. ¡Electores! ¡Vivan las elecciones populares! ¡Viva el Ayuntamiento!

Esta vez las aclamaciones del auditorio se anticiparon a la música, a los cohetes y a las campanas, y el orador, rodeado de la corporación municipal, abandonó el balcón entre los plácemes de los concejales. En honor de la verdad, el Diputado celebraba ingenuamente su triunfo, pues recibía las manifestaciones del entusiasmo público, no con la burla de su constante sonrisa, sino con el abandono de las más francas carcajadas.

  —121→  

A nadie sorprendía la impasibilidad del Síndico ante la animación entusiasta de los circunstantes, porque ya se sabía que el Ermitaño era hombre de muy pocos cumplimientos; y no obstante, una observación fina y atenta habría podido advertir que las miradas del Diputado y del Síndico solían cruzarse, no se sabe si impulsadas por mutua curiosidad o movidas por mutua inteligencia.

Inmediatamente después de los discursos se dio principio al banquete; el héroe de la fiesta ocupó el sitio principal de la mesa, y después de haber hecho por la patria empezaron a hacer por la vida.

El Ayuntamiento se había propuesto echar la casa por la ventana; por consiguiente, el almuerzo iba a ser opíparo, espléndido, suntuoso. A los fondos municipales no suelen dolerles prendas en estas ocasiones; la fiesta era popular, y el pueblo la pagaba.

El primer plato que se puso sobre la mesa fue un cabrito, a la vez que la multitud vitoreaba desde la calle entre los bramidos de la música, el estruendo de las campanas y los silbidos de los cohetes.



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ArribaAbajoCapítulo IX

La mordedura de la serpiente


Claro está que el Diputado electo no había de pasar por la cabeza de su distrito como un rayo desprendido de las nubes. Era la primera vez que pisaba aquella comarca, y parecía natural que se enterara por sus propios ojos de las necesidades del pueblo y de la mejor manera de remediarlas. Además, había objetos dignos de la culta curiosidad de un viajero ilustrado. Aún podían verse, formando el primitivo recinto de la población, cimientos medio desenterrados de muros romanos: allí está la iglesia mayor, de origen gótico, destruida y profanada por los árabes y reedificada en tiempo de D. Alfonso XI, con todo el exceso de adornos y detalles   —124→   del gusto bizantino; fuera del pueblo, a corta distancia de las últimas casas, se descubren todavía las ruinas de una mezquita, cuyas paredes desgarradas parece que lloran su pasado dominio y su extinguida gloria; más allá, sobre una pequeña colina, mordido por el tiempo y surcado por la intemperie, aún se levanta el rollo, suplicio permanente, que atestigua la antigua jurisdicción de la villa, columna miliaria que señala el tránsito de toda una época; rebuscando en los pedregales y en los derrumbaderos próximos, se pueden encontrar restos de mosaicos despedazados, tiestos de ánforas rotas y monedas gastadas, que sólo pasan en el mercado de los anticuarios más especialmente dedicados a la numismática.

Mas si el Diputado electo vive tan deprisa que no tiene tiempo para detenerse a contemplar esos despojos de lo pasado, la naturaleza, más antigua que la historia y más artista que el hombre, le ofrece lugares pintorescos, sitios caprichosos, perspectivas inagotables, eterna desesperación de los paisajistas. Allí está el Juncar de los Cañizares, con su hilo de agua que baja del monte, con sus pequeños huertos escalonados, con sus colmenas formadas en línea, con su majada que humea al caer de la tarde, cuando el rebaño vuelve de pastar en las laderas vecinas. Detrás,   —125→   más arriba, como colgada en la pendiente de la sierra, está la Gruta milagrosa. En ella, buscando los reconquistadores agua con que apagar la sed que los devoraba, encontraron tres tesoros: una imagen de la Virgen toscamente tallada en piedra oscura, un cofre de hierro que contenía collares de perlas, brazaletes de oro y una diadema cuajada de piedras preciosas, y cavando más en el fondo de la gruta, tropezaron con una vena de agua, que saltó sobre sus rostros, escapándose entre las grietas de los peñascos. La piedad erigió una capilla bajo la advocación de la Virgen de los Remedios, y la más viva devoción, heredada de padres a hijos, cubrió las paredes de la ermita de milagros de cera y el altar de sencillas y fervorosas ofrendas.

Desde este lugar, consagrado por la tradición y la fe, refugio de las esperanzas humanas, consuelo de las desdichas y remedio de los males, se extiende como en inmenso anfiteatro un paisaje cuyos límites se confunden con el horizonte. La tierra se humilla ante el pórtico de la Ermita y desciende hasta la llanura en cañadas bordadas de sementeros y festoneadas por largas hileras de naranjos, almendros, olivos y granados; lentiscos, tomillos y romeros rodean el santuario como en perpetua ofrenda, y el pinar trepa hasta la cumbre de la sierra, como si quisiera   —126→   formar sobre la Ermita un dosel siempre verde.

Desde este lugar, digo, parece que la tierra se hunde y que el cielo se acerca. Al pie se ve el pueblo recostado sobre una pequeña eminencia como rebaño que sestea, y los viñedos, los olivares y los sembrados se empujan unos a otros, dejando a su paso sobre la llanura viviendas aisladas, rústicas alquerías y majadas solitarias.

Pero bien podía el Diputado electo ser insensible a los encantos del paisaje, y aun podemos darlo por seguro, pues nada revelaba en él inclinaciones contemplativas. Mas, en tal caso, todavía le ofrecía el pueblo el atractivo de un nuevo recreo. Los pinares de la sierra, salvados hasta entonces de la devastación universal, ofrecían caza abundante. Mas el Alcalde estaba en todo, y tenía ya dispuesto el orden de los festejos.

Ante todo, era preciso recorrer oficialmente las principales calles del pueblo, y de paso visitar a los primeros contribuyentes. Un vistazo a la iglesia mayor, donde había curiosidades que ver, era de cajón; un día siquiera de gira a la ermita de los Remedios, se caía de su peso; y tres días, aunque no fuesen más que tres, de jolgorio en la sierra, venían de molde. Cabalmente se estaba en la época de la caza del macho,   —127→   y entraban las perdices a manojos. Más aún: se había presentado en la sierra un lobo, que hacía grandes destrozos en la comarca, sin que se hubiera podido darle alcance, de modo que un ojeo con el representante del pueblo a la cabeza, y de allí a la gloria. Tal era el programa del Ayuntamiento.

Hay una vanidad muy susceptible, y es la vanidad local: todo el mundo pone en las nubes el lugar en que ha nacido, aunque ese lugar se halle en el último rincón de la tierra. El Diputado no podía sustraerse a estos obsequios, en que estaba empeñada la vanidad de sus electores. No había más remedio que someterse. Hay agasajos crueles... cierto: pero el héroe de la fiesta no podía negarse a ellos sin comprometer el éxito que desde el primer momento había obtenido su presencia. Éxito loco, porque la familiaridad de su trato, la franca soltura de sus modales, el abandono de sus conversaciones y la malicia de sus cuentos, los tenían a todos con la boca abierta; jamás habían visto un hombre más divertido. ¡Vamos!: se los llevaba de calle.

Hablaba de todo con esa erudición superficial con que el mundo ilustra a los hombres, sin necesidad de que abran ni cierren ningún libro, y con ese desenfado con que el vulgo culto sorprende a la ignorancia de las gentes sencillas.   —128→   El hecho es que había caído de pie en medio de sus electores, que jamás pensaron en elegirle, y que ya se disputaban el honor de haberlo elegido. ¿Qué había de hacer?... Era preciso entregarse a los inconvenientes de su posición. Por otra parte, el entusiasmo que inspiraba le debía ser muy lisonjero. Además, lo trataban a cuerpo de Rey. Y, por último, después... ¡Después!... ¡Cuándo volverían a echarle la vista encima!

La comitiva salió de las Casas consistoriales; el cuerpo municipal íntegro formaba el acompañamiento, y los más curiosos y los chiquillos desarrapados, que en todas partes se encuentran, componían la escolta. Justo es decirlo: a su paso se entreabrían las ventanas, se abrían los balcones y se descorrían las cortinas, dejando ver caras morenas, de ojos negros y labios encendidos, unas curiosas, otras afables, otras serias: era una ovación a la que el Diputado correspondía dignamente.

El Alcalde le iba haciendo notar las circunstancias locales más curiosas.

-Vea V. (le decía); aquel caserón donde entra ahora el carro de los Jiménez fue antes Casa de Ayuntamiento, y este esquinazo que dejamos a la derecha fue el Pósito. Yo le compré por cuatro cuartos, y me he hecho una almazara...   —129→   Mire V.: ¿ve V. esta piedra que está empotrada en la pared?... Pues ahí debió darse una batalla muy antigua. Dicen que es la losa de un sepulcro, y puede que sea, porque tiene letras. Repare V... C... M... Quiere decir: cayó muerto. Lo demás está en latín... Creo que era el general de los romanos.

Siguieron adelante; y al volver la primera esquina, el Alcalde se detuvo, diciendo:

-¿Ve V. aquella casa que cierra la calle? Es la casa de los Pachecos; y aquel escudo que se divisa debajo del balcón es el escudo de la familia. ¡Casa muy noble! Pacheco no tuvo más que una hija, que se casó con Martín Cañizares, que vive en la casa de su padre. También tiene otra hija; pero de mi flor...: ya la verá V., porque ahora entraremos en su casa. Es gente de muchos pergaminos.

Así cruzaron algunas calles, sin que hubiese que observar nada notable, hasta que llegaron a una callejuela que dejaron a la izquierda, y entonces dijo el Alcalde:

-Ahí fue donde el perro del tío Pelendengue le mordió al muchacho de la tía Roncas, y se armó una en el pueblo, que ardía Troya.

-¿Sí, eh? -preguntó el Diputado.

-Eche V. la cuenta... Como que el perro estaba rabiando.

  —130→  

-¿Y murió el muchacho?

-¡Ya lo creo!: murió como un perro.

-Sigamos derecho (dijo uno de los concejales), porque por ahí vamos a salir a las eras.

-Por aquí, por aquí (replicó el Alcalde). Daremos la vuelta por la calle del Barranco. Quiero que vea el señor Diputado, nuestro digno representante, la cruz de Mindolo.

Y adelantándose a la comitiva, echó por un callejón tan pendiente, que parecía un derrumbadero. Bajaron uno detrás de otro, siguiendo la dirección del Alcalde, hundiendo los pies en el terregal que formaba la pendiente de la calle, al fin de la que el Presidente del Ayuntamiento se detuvo, señalando con la vara de la justicia administrativa la desconchada pared de la última casa, al mismo tiempo que decía:

-Aquí acabó Mindolo. Ésta es la cruz, y ahí están para perpetua memoria las señales de las balas.

En efecto: se veían las señales que el Alcalde indicaba, y una cruz de madera unida a la pared, y cogida con yeso sobre un poste de ladrillo.

Uno de los concejales de la clase de artesanos hizo esta advertencia:

-Todos los años hay que renovar el poste de la cruz, porque no se sabe quién se entretiene en echarlo por tierra.

  —131→  

-¿Quién?... (exclamó otro concejal de la clase de labradores.) ¿Quién ha de ser? Mindolo está en los profundos infiernos, y no se empareja bien con la cruz, y faja con ella.

-Eso debe ser (dijo el Diputado, enseñando algo incorrectos pero blancos los dientes que descubría su eterna sonrisa). Y bien (preguntó): ¿quién era Mindolo?

Mindolo!... (exclamó el Alcalde admirado.) ¿No ha oído V. hablar nunca de Mindolo?... Pues ha sido el ladrón más famoso que se ha paseado en tierra de cristianos. Era el terror de estos contornos. Tenía su guarida en la sierra, y no se le podía meter mano. Era muy hombre, mucho corazón, muchos puños y muchas piernas. Desbalijaba a todo el mundo en veinte leguas a la redonda: lo mismo estaba aquí que allí, que en todas partes: era el amo de los cortijos y de las alquerías; lo mismo era decir Mindolo, no había hombre que no se echara boca abajo.

-¿Quién le dio caza? -preguntó el Diputado.

-¿Quién? (le contestó.) Una mujer: la Pastora; la moza más cabal que ha nacido de madre.

-¿Y cómo fue eso?

-Fue de esta manera: a la caída de una tarde estaba la Pastora en el cortijo de la Hondonada, que había ido a cuidar a una tía suya que   —132→   estaba enferma, y que murió de resultas, cuando sin ser visto ni oído, cátese V. allí a Mindolo. Aquello fue un relámpago; cogió a la Pastora por la cintura, se la echó al hombro, y se metió en la sierra. ¡Hágase V. cargo! Al otro día apareció ella en el pueblo; venía como si tal cosa; no se la pudo sacar palabra, y se metió aquí en esta misma casucha, donde vivía su madre, que era viuda de un pastor de cabras. Verá V.: la gente, que todo lo huele, dio en decir que la muchacha iba de noche a la sierra, porque la habían visto venir por el camino de la Hondonada una vez al romper el día, y las malas lenguas no le dejaban hueso sano. Y el caso es que la Pastora tenía un novio, el menor de los Vigiles, que eran dos hermanos de pelo en pecho; pero desde el lance del Cortijo el novio no aportaba por la casa de la Pastora. Y aquí tiene V. que una noche corrió el rum rum de que Mindolo estaba en el pueblo, durmiendo en casa de la Pastora. Los Vigiles iban de puerta en puerta dando la noticia, armados los dos con carabinas. Las mujeres se encerraron en los últimos rincones de las casas, y los hombres más valientes, unos con escopetas, otros con chuzos, otros con hachas, otros con palos, se fueron acercando a la puerta de la casa que da a la otra calle; pero ninguno se determinaba a   —133→   ser el primero. En esto se abrió con mucho tiento esa ventana que ve V. encima de la cruz, y asomó una cabeza. En la calle no había alma viviente, porque en la confesión no se había ocurrido que por aquí podía escaparse. Dicho y hecho: Mindolo echó el cuerpo fuera, se escurrió por la pared y saltó en tierra.

-¡Bien por Mindolo! -exclamó el Diputado, que oía atentamente el relato del Alcalde.

-Espere V. (le dijo éste); porque lo mismo fue caer en tierra, le descerrajaron dos balazos que lo dejaron seco al pie de la ventana. Fueron los Vigiles, que, conchabados con la Pastora, estaban ocultos detrás de la esquina.

-De manera (dijo el Diputado) que ella lo vendió...

-Como a un chino (añadió el Alcalde). Se la guardó hasta que pudo vengarse. Pero no fue coser y cantar... porque Mindolo se comió la partida, y antes de tomar soleta la remató de una sola puñalada.

A todo esto, durante la excursión por las calles del pueblo la comitiva salía de una casa y entraba en otra, porque era preciso visitar a las principales familias y cumplir con este deber electoral, siquiera con los primeros contribuyentes. En todas partes se le recibía con las mayores muestras de admiración, y en cada una   —134→   de ellas encontraba el indispensable agasajo de un piscolabis. Una mesa, sobre la mesa una bandeja, sobre la bandeja tortas, bizcochos y dulces; alrededor algunas botellas de vino de la última cosecha: he ahí el buffet obligado en todas las casas. Y no había más remedio que hacer los honores a tan señalado obsequio; pues desairarlo habría sido una falta imperdonable. Así es que al llegar al sitio de la catástrofe de Mindolo, la comitiva llevaba tomadas ya diez veces las once.

Como a su tiempo indicó el Alcalde, dieron la vuelta por la calle del Barranco, viniendo a desembocar en la plazuela de los Cañizares, frente a frente de la casa de Martín. Entraron en ella, y subieron la escalera con la solemne lentitud que el caso requería. Marta los condujo a la sala principal, amueblada con sillas de nogal de asientos de paja, formando el estrado un sofá de la misma especie que las sillas, una consola colocada entre los dos balcones y sostenida por cuatro columnas salomónicas, contenía dos floreros, cubiertos con sus respectivos fanales; en medio una mesa, donde se veía la efigie de la Virgen de los Remedios; sobre la urna el cuadro pintado con vivos colores, en que se ostentaba el doble escudo de las dos familias; seis retratos de antepasados de una y otra casa de muy dudosa semejanza, y más respetables por la antigüedad   —135→   que por el mérito, decoraban las paredes. No había mesa, ni bandeja, ni tortas, ni bizcochos, ni dulces, ni copas, ni botellas: así es que el Diputado respiró como quien saca la cabeza del agua.

La visita tuvo que esperar un momento, al cabo del que entró en la sala Martín Cañizares con su cara tostada por el sol del campo, en la que empezaban a marcarse las líneas de la edad, pues habían caído sobre su persona ocho años más de vida desde la última vez que lo vimos. El Alcalde era naturalmente el introductor de embajadores, y se adelantó diciendo:

-Sr. D. Martín: aquí hemos venido a que conozca V. a nuestro Diputado.

-Bien hecho (contestó Cañizares restregándose las manos). Esta casa está siempre abierta para todo el mundo.

-Yo (añadió el Diputado electo) cumplo con un deber dando las gracias a los electores por la confianza que me han dispensado.

-Nada de eso (replicó Cañizares). A mí no me debe V. gracias ningunas, porque yo no lo he votado; y en cuanto a los dependientes de la casa, nunca se matan por acudir a las elecciones. Ésas son cosas que arreglan los gobernadores con los Ayuntamientos; los demás no llevamos vela en ese entierro.

  —136→  

-De todas maneras (dijo el Diputado electo), es para mí una satisfacción estrechar la mano del ilustre descendiente de los Cañizares.

-Y lo será mía (replicó Martín), si el señor Diputado le hace entender al Gobierno que hay aquí unos cuantos españoles que también viven en el mundo. Pero, ¡vamos!, yo soy franco, y me temo que al fin nos hará V. la trastada... Perdone V. mi rudeza; lo digo, porque eso es lo que hacen todos.

El Diputado se mordió los labios; el Alcalde se deshacía en señas, que Cañizares no veía, o no quería ver. Al fin echó por medio, diciendo:

-El Sr. D. Martín siempre el mismo. ¡Y bien! ¿la familia, buena?... Ya aquí, quisiéramos saludarla.

-No hay inconveniente (dijo Cañizares; y acercándose a la puerta, gritó, haciendo bocina de la mano): ¡María!... ¡Nona!... ¡Aurora!...

No se hicieron esperar. Primero entró María de la Paz seguida de Nona, y saludó con su habitual agrado, mientras abotonaba a sus muñecas las bocamangas del corpiño. La presencia del elegido del pueblo no le causó ni admiración, ni asombro, ni extrañeza. Luego, con paso de reina, dejando admirar las graciosas ondulaciones   —137→   de su talle, entró Aurora en la sala, y todos los ojos se volvieron a ella, porque atraía las miradas como la luz atrae a las mariposas.

Nuestro Diputado se quedó atónito; desapareció la expresión burlona que daba animación a su fisonomía, y no pudo ocultar el desvanecimiento repentino de que se sentía poseído. Aurora, por su parte, clavó en él la tenaz mirada de sus altivos ojos; mas poco a poco se fue suavizando la dureza habitual de su rostro, se desató el nudo de su entrecejo, sus labios se entreabrieron, y envió al elegido del pueblo la más dulce sonrisa de su escaso repertorio.

Después de los cumplimientos para estos casos establecidos, la comitiva comenzó a despedirse. Entonces el Alcalde se dirigió a María de la Paz, diciéndole:

-El lunes tenemos gira en la Gruta. Va medio pueblo... Conque allí nos veremos.

-Sí (dijo Aurora); allí nos veremos.

-Sí (repitió María de la Paz); iremos, porque para visitar a la Virgen siempre estamos dispuestas.

Martín Cañizares acompañó al Ayuntamiento hasta la escalera. El Diputado la bajó asido al pasamano, porque experimentaba flojedad en las piernas y aturdimiento en la cabeza. Una vez en la calle, alzó los ojos; Aurora estaba en el balcón,   —138→   y otra vez volvieron a cruzarse sus miradas.

Ella sonreía; él se llevó la mano al corazón, como si hubiese recibido en él un golpe inesperado. Sentía en el fondo de su ser un dolor desconocido, algo semejante a la mordedura de una serpiente.



  —139→  

ArribaAbajoCapítulo X

El cofre de hierro


Tenemos, pues, que el héroe del entusiasmo popular que acabamos de conocer no pudo dormir en toda la noche; y debe saberse que no eran las satisfacciones del triunfo las que ahuyentaban el sueño de sus párpados, porque con el triunfo contaba como César con la fortuna, y lo que agitaba su espíritu era para él enteramente nuevo, no anotado en el libro de sus previsiones.

En primer lugar, la tragedia de Mindolo preocupaba su ánimo con tenacidad impertinente; la traición de la Pastora le causaba extraña sorpresa; en segundo lugar, la ruda franqueza del señor de Cañizares mortificaba su amor propio.   —140→   Aquel patán se había permitido mirarle por encima del hombro en medio de la plenitud de su gloria, y, lo que es más, se había atrevido a leer en su pensamiento; y, por último y sobre todo, Aurora resultaba dueña de su ser; desde el primer momento se sintió dominado por el singular encanto de su belleza, y luego aquella mirada imperiosa y aquella sonrisa acariciadora parecían decirle «adórame»; y él se sentía arrebatado por la ardiente idea de adorarla.

No pudo dormir en toda la noche, porque la vengativa Pastora, el brutal Cañizares y la irresistible imagen de Aurora daban vueltas alrededor de su pensamiento como un torbellino; y no se sabe por qué misteriosa ilación de las ideas se enlazaban en su memoria esos tres recuerdos, avivados por la actividad incansable de la imaginación excitada por el insomnio: su situación venía a ser la del hombre que sueña despierto.

En vano buscó la postura más cómoda, pues las probó todas inútilmente. En vano invocó los recuerdos más risueños de su vida pasada, de sus más felices aventuras, y en vano, en fin, intentó huir de su pensamiento fijo fabricando en los espacios de lo porvenir los castillos en el aire con que nos anticipamos la vida, vida que, después de todo, nunca llega.

  —141→  

Cansado de dar vueltas, saltó de la cama y abrió el balcón precisamente en el momento en que empezaba a rayar el día. ¡Qué tenacidad de pensamiento!... La aurora le salía al paso; decididamente Aurora era ya su destino.

El fresco de la mañana y la luz del día calmaron la agitación de su espíritu, y la realidad palpable de las cosas disipó las sombras fantásticas del insomnio. Entonces casi llegó a reírse de sí mismo, porque ya no veía en la Pastora más que una venganza estúpida, menos aún: una ingratitud vulgar, porque al fin el bruto de Mindolo no había hecho más que quererla con todas sus fuerzas; en Cañizares sólo veía un salvaje, un palurdo sin trato de gentes, sin mundo y sin modales; y lo que es en Aurora, veía nada menos que el cielo abierto, un nuevo triunfo que se le venía a la mano, la fruta más delicada del Paraíso que se le ponía en la boca: ¿qué había de hacer más que comerla?

Empezaba el pueblo a despertarse, y aquí se entreabría una ventana, más allá una puerta; los pares de labranza salían de los paradores arrastrando la pértiga del arado, cuya reja, bruñida por la tierra de los surcos, resplandecía como una hoja de plata iluminada por la primera claridad de la mañana. Los labradores que guiaban las yuntas, caballeros sobre una de las   —142→   mulas, iban cantando, porque el día es la alegría de los que trabajan, y el trabajo la esperanza de los pobres. Al mismo tiempo entraban en el pueblo cargas de hortalizas, frutas y legumbres, unas en sarrias o corvos sobre el lomo de machos perezosos o de borricos macilentos; otras llegaban sobre las encorvadas espaldas de los mismos hortelanos.

A las mujeres del campo y de la huerta tampoco se les pegaban las sábanas, pues entraban en el pueblo trayendo, ya cestas de huevos colgadas en el brazo; ya pares de gallinas atadas por los pies y cogidas con las manos; ya cántaros de leche apoyados en las caderas; ya bultos de lino rastrillado o de madejas hiladas, balanceándose sobre las cabezas, sostenidas a la vez por cuellos morenos redondos y fuertes, tal cual adornado con sartas de espesas cuentas de cristal blanco o de negro azabache. Toda esta variedad de vendedoras entraba en la Plaza Mayor y tomaba punto, vociferando la venta en toda clase de tonos. Andaban a las vueltas chicos desarrapados, que al amanecer se encontraban tan vestidos como al acostarse, y que, una manzana aquí, una naranja más allá, mal que bien siempre encontraban algo con que desayunarse. Éste era el pan de cada día.

Nuestro Diputado, echado de brazos sobre el   —143→   pasamanos del balcón, seguía el movimiento del pueblo que despertaba, encontrándose en las ventanas entreabiertas y en las puertas entornadas con bocas que bostezaban y ojos que sonreían. Ya era otro hombre; la vida del pueblo lo volvía a la realidad de la vida, y la luz del sol, iluminando el cielo y la tierra, consiguió sacarlo de las lobregueces de su pensamiento.

Como fácilmente se comprenderá, el Alcalde había disputado al pueblo entero el honor de hospedarle, y lo tenía instalado en la mejor habitación de la casa. Entre los muebles puestos a su servicio, echó de ver un gran sofá de roble con almohadones de vaqueta; y sintiendo que el sueño, ¡a buena hora!, empezaba a hormiguearle en los ojos, abandonó el balcón, miró con desprecio la ingratitud de la cama, revuelta por las inquietudes del insomnio, y fue a recostarse sobre los almohadones del sofá; y dicho y hecho: se dejó caer, y se quedó dormido.

Al despertarse halló la puerta de su estancia de par en par abierta, y a dos pasos de su inviolable persona al síndico, que de pie contemplaba su sueño.

-¡Hola! -exclamó restregándose los ojos.

-Parece que se madruga -dijo el Ermitaño.

-No tal (contestó), puesto que estaba durmiendo.

  —144→  

-Durmiendo, sí (replicó el síndico); pero vestido.

-Eso quiere decir que me visto antes de despertarme.

-Yo (añadió el respetable concejal) vine al romper el día a dar una vuelta por la plaza, para que haya orden y no se cometan abusos.

-Muy bien, señor síndico, muy bien (dijo el Diputado). Hay que velar por los intereses del pueblo, y así se cumple con los deberes municipales. No nos eligen para que dejemos que todo vaya manga por hombro.

Después preguntó:

-¿Quién hay en la antesala?

-El Ayuntamiento (contestó el Ermitaño). Estamos esperando al Alcalde, que ha ido a decirle al Cura que después de almorzar iremos a ver la iglesia.

-¡La iglesia!...: perfectamente. ¿Y qué hay que ver en la iglesia?...

-Hay que ver pilastras, arcos, capillas, retablos, santos y lámparas.

-¿Nada más?

-Sí, se pueden ver las casullas de seda bordadas en oro, los cálices de plata sobredorada, los ciriales de almendro plateado, y...

-Bien (dijo como quien se resigna); iremos a la iglesia.

  —145→  

-También son de ver (añadió el síndico) las alhajas de la Virgen. Dicen las gentes que son de mucha riqueza, y el pueblo las tiene como un tesoro. Creo que vienen de muy antiguo.

En esto entró el Alcalde a poner su autoridad a las órdenes del Diputado, anunciando de paso que el almuerzo estaba en la mesa. Pronto arregló su toilette el ilustre huésped, y seguido del Ayuntamiento, que esperaba en la antesala, entró en el comedor a hacer por la vida.

Con tres cuentos de primer orden, verdes como una primavera, amenizó el almuerzo, haciendo desternillar de risa a todo el cuerpo municipal, y hasta a la misma alcaldesa, que retorcía la boca para no disimular la risa que le retozaba por dentro, pues habría tenido por grave desatención permanecer seria, y sobre todo caer en la tontería de ponerse encarnada.

Levantáronse los manteles, y la comitiva salió de la casa, bulliciosa como una fiesta y alegre como unas castañuelas. Atravesó la plaza, y se halló delante de la iglesia, que se elevaba frente a frente de las Casas consistoriales, mirándose ambos edificios cara a cara, lo mismo que dos antiguas amigas que se encuentran, de las que la segunda todo se lo debe a la primera, pues nació a su sombra y se crió en su regazo.

  —146→  

Tiene la iglesia su atrio cercado de un muro de dos metros de altura, y se entra subiendo tres escalones de piedra. Cuatro álamos forman, por decirlo así, una calle que conduce a la puerta principal del templo. La portada, medio oculta por las copas de los álamos, es de dos cuerpos, severa de líneas y sobria de dibujo, pero excesivamente recargada de adornos, y hace el efecto que haría el canto llano si lo oyéramos expresar con toda suerte de ejecuciones de garganta.

En el atrio estaba el señor Cura, con su cara de siempre, redonda y apacible, y su mejor sotana: ¡quizá no tuviese otra! Detrás del señor Cura aparecía el Sacristán, de cara enjuta y nariz larga, hábil cazador, que se sabía la sierra de memoria; hombre solo, sin mujer, sin hijos, sin familia.

Dirigida por el Cura, la comitiva entró en la iglesia, y, en efecto, el Diputado no vio más que frisos, pilastras, arcos, capillas, santos y lámparas, a pesar de que el señor Cura le iba explicando la historia del templo y las joyas artísticas que contenía.

-El retablo del altar mayor (le decía), ya lo habrá V. conocido: es dórico, aunque no puro; según los inteligentes, descubre algo de la solidez y de la severidad propias del gusto griego;   —147→   pero dicen que participa del gusto romano en la profusión de los detalles y alargamiento de las proporciones.

-Sí, sí (exclamaba el Diputado). Es dórico, no cabe duda que es dórico...; todo él está dorado.

-En cambio (siguió diciendo el Cura), los dos altares laterales son jónicos. Estilo más ligero, pero no menos bello... Aquel San Jerónimo no es de Rivera; debe ser de algún discípulo... Este Cristo es de Montañés: a lo menos yo le tengo por auténtico. A V., ¿qué le parece?

-Me parece lo mismo... Sí, señor... Los montañeses son capaces de todo.

El señor Cura lo miró con ojos estupefactos, y él siguió diciendo:

-Le confesaré a V. que tributo al arte el más profundo respeto; pero, en verdad, no es mi fuerte. Otros estudios más serios y más positivos me preocupan. Sin embargo, no soy completamente extraño a la belleza, y he acreditado alguna vez ser hombre de gusto. Vea V.: ese altar me encanta; un frontispicio sobre dos columnas salomónicas... Convengamos en que Salomón lo entendía: la sencillez es la sublimidad.

Dicho esto, dio media vuelta, y se dirigió majestuosamente hacia el altar mayor, deteniéndose delante del presbiterio. El Cura, que lo seguía,   —148→   observó que contemplaba alternativamente las dos grandes lámparas que, sostenidas por dos ángeles, colgaban a uno y a otro lado del altar, y acercándose le dijo:

-Mucho adorno, muchas figuras, mucha hojarasca... Son platerescas.

-¡Tan grandes (exclamó), y de plata!

-¡Ah!..., no, señor (le contestó el Cura). Son de madera.

Desde allí pasaron a la sacristía, formada de una pequeña sala que caía a espaldas del altar mayor, e iluminaban dos ventanas altas, cruzadas de barrotes de hierro, que daban a la calle; por debajo de estas ventanas se extendían las cajoneras en toda la longitud de la sala. A la derecha se abría una puerta de roble, fuerte y vigorosamente asegurada en los goznes, que comunicaba con un huerto que no pasaría de un celemín de tierra, al que daba sombra la extensa copa de una higuera inmemorial. Por este huerto se pasaba a la habitación del Sacristán, y un muro de mampostería, elevado a la altura de las ventanas de la sacristía, cerraba toda comunicación con la calle. En fin: enfrente de la puerta de comunicación con el huerto se abría otra igual que daba paso a la casa del Cura.

Aquí fue el Sacristán el encargado de enseñar los ornamentos, y no tardó mucho en colocar   —149→   sobre el ancho tablero de las cajoneras los ternos de más valor por su riqueza o por su antigüedad, y el Diputado electo los admiraba, exclamando con frecuencia: «¡Precioso! ¡Magnífico! ¡Soberbio!», sin poner realmente gran atención en lo que veía. El Sacristán, por su parte, hacía brevemente la historia de cada una de aquellas sagradas vestiduras, en tanto que el Ayuntamiento, formado en corro alrededor del Diputado, se regocijaba del asombro que causaban las ricas telas, los armoniosos matices y los exquisitos bordados de las casullas, de las dalmáticas, de las capas pluviales y de las albas guarnecidas de encajes.

-¡Esta iglesia es opulenta! -dijo el Diputado.

-No, señor (le contestó el Cura). La iglesia está pobre: lo que V. ve es un legado antiguo, que nos ha dejado la piedad de nuestros padres. Hoy, apenas tenemos para las primeras necesidades del culto.

-El lujo (añadió el elegido del pueblo) es una necesidad del hombre civilizado; pero entendámonos, el lujo reproductivo. La ciencia moderna ha puesto los puntos sobre las íes, y aquí tiene V. un gran capital amortizado, extraído de la circulación de la riqueza pública.-¡Contrastes de las épocas!

  —150→  

-Cierto (replicó el señor Cura afablemente): contrastes de las épocas. Yo, por mi parte, entiendo que el lujo consiste en lo que es superfluo, y éste es el tributo más justo que puede pagar el hombre, porque a Dios se lo debemos todo.

-Ahora (dijo el Alcalde) vamos al trueno gordo. Nos quedan que ver las alhajas de la Virgen.

-¡Oh! (exclamó el Diputado.) En punto a alhajas, debo anticipar a Vds. que nada puede sorprenderme: he visto las mejores del mundo, y hoy se trabaja en ese ramo maravillosamente.

Mientras hablaba así, el Cura y el Alcalde hacían salir de la parte superior de la cajonera, en la mitad de su longitud, a los pies del Crucifijo sostenido en la pared, delante del que se revestían los sacerdotes, un cajón pequeño, perfectamente ajustado a su hueco, y cuyo fondo vacío no pasaba de dos pulgadas de ancho. El espacio a que el cajón se ajustaba aparecía cortado interiormente por un tablero de madera. El Cura y el Alcalde introdujeron a la vez las manos, e hicieron saltar dos cuñas laterales, estrechamente adheridas a sus respectivas mortajas, y entonces el tablero se inclinó hacia adelante, descubriendo un segundo fondo: de allí sacaron el cofre de hierro.

  —151→  

Era una caja de poco más de un palmo en cuadro por otro palmo de altura, hallándose la tapa desprendida de los pasadores con que debió quedar sujeta antes de ser enterrada en la Gruta, y bien se advertía que habían sido limados los pasadores para poder abrirla: no tenía cerradura. Dentro de ella se escondía otra caja de cedro pulimentado. En el momento en que esta segunda caja iba a abrirse, se estrechó el medio círculo formado por los circunstantes, y las cabezas se apiñaron alrededor del señor Cura y del Alcalde.

Un relámpago de luces de todos colores invadió los ojos del Diputado, y su asombro habría sido advertido, si todas las miradas no hubiesen estado fijas en el fondo resplandeciente de la caja que acababa de abrirse. Solamente el síndico, extraño a todo menos a su viña, a sus deberes municipales y a sus cacerías en la sierra, se paseaba, alejado del grupo, a lo largo de la sacristía, contemplando, ya uno, ya otro, los cuadros de Santos que decoraban las paredes, o entretenía su indiferencia desde la puerta que daba al huerto, viendo a los gorriones saltar de la higuera a la tapia.

-Aquí tiene V. (dijo el Alcalde) las alhajas de la Virgen.

-Parecen ricas (contestó el Diputado, procurando   —152→   sonreírse). ¿Están Vds. seguros de que toda esa pedrería no es falsa? Porque la industria hace prodigios, y ahora se imitan las piedras preciosas de un modo maravilloso.

-Estamos seguros (le replicó el Cura). Basta advertir que en los tiempos a que se remonta el hallazgo de estas joyas no se conocía el modo de falsificarlas. Vea V. los arabescos que forman las piedras preciosas, las esmeraldas que unen las hojas de la diadema, la forma de tiara que ésta semeja, las argollas de oro macizo rodeadas de un cordón de rubíes, las pulseras en forma de rosas rociadas de diamantes, y, en fin, esas sartas de perlas de todos tamaños descubren el gusto y el lujo oriental de estas joyas. ¿Quién pudo enterrarlas en la gruta? Hay que presumirlo, pues no se sabe. Lo que consta por documento auténtico es que los reconquistadores que las encontraron las cedieron en honor y obsequio de la Santa Virgen, y así vienen de generación en generación. El proceso de este milagroso hallazgo se encuentra en el archivo de la parroquia. Como V. ve, la tradición y la gloria de este pueblo se hallan vinculadas en la devoción a la Virgen. ¿En qué manos mejores podía ponerla?

-No me opongo (dijo el Diputado), porque yo respeto todas las opiniones, y llevo mi tolerancia hasta las preocupaciones.

  —153→  

Sólo el Cura comprendió todo el valor de esas palabras, y siguió diciendo:

-Antes se guardaba el cofre de hierro en la gruta, en el mismo camarín de Nuestra Señora; mas la aparición de un famoso bandolero -Mindolo, intercaló el Alcalde- hicieron temer un robo sacrílego, y desde entonces se guarda aquí, como V. ha visto, bajo dos llaves, una que tiene el señor Alcalde y otra el Cura de la feligresía.

Dicho esto, metió la caja de madera en la caja de hierro, y una dentro de otra las ocultó en el hueco abierto por el cajón, encajó el tablero en sus ranuras, las cuñas volvieron a ajustarse en sus mortajas, y el cajón entró en su sitio. El Alcalde y el Cura dieron una vuelta entera a cada una de las cerraduras, guardándose uno y otro sus respectivas llaves.

-¡Qué hermosura de perlas!... exclamó un concejal, todavía admirado de haberlas visto.

-Mucho (añadió el elegido); pero en punto a perlas, la más célebre es la Perla de Rafael.

El señor Cura se echó a reír. Si era chiste, porque tenía gracia; si era ignorancia, porque no dejaba de ser chistosa.

Salieron de la sacristía por la puerta que daba   —154→   a la casa del Párroco, y el síndico se acercó al Diputado, preguntándole:

-¿Todo se ha visto, eh?

-Todo -le contestó.

-¿Y el cofre?

-¡Oh! Sí (exclamó). También he visto el cofre de hierro.



  —155→  

ArribaAbajoCapítulo XI

El paraíso


Hasta ahora no hemos hecho más que ver la parte exterior del personaje elegido por el voto popular, y podemos decir que aún no lo conocemos, puesto que todavía no sabemos su nombre. No hay que extrañar una falta que tan fácilmente puede subsanarse, y que, a mayor abundamiento, tiene sus razones. Primera: que la mayor parte de los electores del pueblo se encuentran en la misma ignorancia. Segunda: que una vez designado por todos con el título de Diputado, no necesita, en realidad, otro nombre para abrirse paso en el mundo, y ser conocido.

¿Acaso es tan ignorada esa nueva planta, y   —156→   tan oscura la vida de esa especie espontánea, que no acertemos a distinguir los rasgos característicos de la familia en toda la variedad de sus ejemplares? Cabalmente, por punto general, vienen al mundo lo mismo que los simples mortales, sin ser conocidos de aquellos a quienes se atribuye la facultad de darles el ser. No nacen a la vida ordinaria, a la vida particular que vivimos los demás hombres; nacen a la vida pública; y como el secreto de las fecundaciones no se ha descubierto todavía, salen al mundo público incubados en el misterio perpetuamente impenetrable de las urnas electorales. El recién nacido puede ser joven, puede ser viejo; mas, de cualquier modo que sea, desde el punto mismo de su nacimiento corre de su cuenta el hacerse hombre. Es una generación nueva, mejor dicho, es la tendencia, el modo de ser dominante en la nueva generación. ¿Qué más quiere saberse?

Muy bien; pero somos curiosos, nos gustan las cosas con pelos y señales, y tenemos derecho a saber su nombre y apellido. ¿Y para qué? Ahí está el acta de su elección, porque las papeletas de la candidatura depositadas en la urna fueron quemadas inmediatamente después del escrutinio. Mas ¿qué nos importa su nombre? Désele uno cualquiera. ¡Hay tantos que poderle dar!   —157→   Contentémonos con saber que es Diputado. Su naturaleza, después de todo, era la naturaleza humana; su vecindad, dudosa, porque activo, movible, impaciente, no acierta a estarse quieto en ninguna parte, viniendo a resultar que casi no tiene domicilio fijo; su casa siempre es la mejor fonda, con lo cual consigue tener buen hospedaje en todas las capitales del mundo; su profesión, se ignora; sus bienes de fortuna no constan anotados en ningún registro de la propiedad; pero indudablemente es hombre que sabe, porque habla de todo; y debe ser rico, porque gasta como un potentado. En cuanto a su familia, es seguro que ha de andar reñido con ella, pues nunca la nombra. ¿Se quieren más detalles? Vamos a darlos.

Si se tiene en cuenta el ligero ceceo con que pronuncia las palabras, el desparpajo de sus chistes, la prontitud de sus respuestas y la soltura de su lengua, hay que tomarlo por andaluz; mas no debe perderse de vista que anima el relato de sus cuentos, siempre que el caso lo requiere, imitando al pie de la letra el áspero acento de los catalanes, el dejo sobón de los aragoneses, la desabrida modulación de los valencianos y la cadencia llorona de los gallegos. En este género de imitaciones era un prodigio.

Suele haber días que amanece más temprano,   —150→   y son aquellos en que la primera luz de la mañana nos trae algún acontecimiento extraordinario, que el temor o el deseo nos anticipan, porque acontece que el temor y el deseo no nos dejan dormir tranquilos, y nos despiertan antes que las dudosas claridades del alba anuncien la proximidad del nuevo día. Ése debía ser el motivo que ocasionaba el movimiento interior que se advertía en las principales casas del pueblo en la madrugada del día siete de marzo de mil ochocientos y tantos.

En medio de la oscuridad con que la noche envolvía la antigua villa, llamémosla así, de los Remedios, en el tranquilo silencio de sus calles desiertas, se echaba de ver que no todas las familias del pueblo dormían a pierna suelta, como era costumbre en las madrugadas de los días ordinarios, porque a través de los postigos entornados se escapaban rayos de luz que iban a reflejarse en las paredes de enfrente, o se desvanecían en las sombras a lo largo de las calles.

Dentro de las casas se percibía ese ruido sordo que produce el movimiento de una familia que despierta a deshora; rumor confuso de pasos que van y vienen, de voces que llaman, que disponen, que advierten; de murmullo de conversaciones íntimas y de risas, que bien daban a entender lo alegre del suceso. En los paradores   —159→   la animación no era menos activa; el candil clásico iba de una parte a otra, como si ufano de sus rojos resplandores quisiera disputarle al sol el privilegio de iluminarlo todo; las mulas hacían resonar los clavos de las herraduras sobre el empedrado de las cuadras, y ya medio aparejadas sacudían las campanillas de los collares, relinchando, ni más ni menos que si exclamaran: «¡Qué demonios de tempranera es ésta!» Y empinaban a la vez las orejas, moviéndolas de un lado a otro, en atención a que andaban por allí los muleros echando por aquellas bocas sapos y culebras.

A todo esto, los carros y las galeras con sus toldos de lona, ellos descansando sobre las varas apoyadas en el suelo y ellas con las lanzas tendidas señalando el camino, con sus dobles bocas abiertas, parecía que esperaban el momento de tragarse a toda la familia; pero entre tanto, las mozas de la casa, peinadas de fiesta y vestidas de gala, bajaban cestos y canastas cubiertos con manteles, que se iban colocando en las aguaderas atadas en los varales de las galeras y de los carros.

Y sobre el fondo confuso del sordo tumulto de voces, pasos, risas, conversaciones, gritos, coces, relinchos y estrépito de campanillas, se destacaba el cacareo de las gallinas que empezaban   —160→   a desperezarse, el canto triunfante de los gallos que anunciaban la próxima llegada del día desde el fondo de sus escarbados dominios, encerrados dentro de las tapias de los corrales, y los ladridos de los perros que sonaban aquí, luego allá, luego más allá, luego más lejos, lo mismo que si fuesen centinelas apostados de distancia en distancia que se dan la voz de alerta.

En cuanto a los pájaros, sabían perfectamente que no era todavía hora de echar a volar; pero sorprendidos por la algazara de la casa, se revolvían en los nidos, temerosos de que se les jugara alguna mala partida, y aleteaban como quien se viste deprisa, y asomando las movibles cabezas por debajo de las tejas, se miraban unos a otros piando, con lo cual querían decir claramente: «¡Vecino!... ¿qué pasa?»

Más madrugador que el día, el aire mensajero de la mañana volaba bullicioso, metiéndose por todas partes, lo mismo por las junturas de las ventanas, que por debajo de las puertas, que por los vidrios rotos de los postigos, y aquí me entro, allí me salgo, alzaba las cortinas, ponía en movimiento los papeles sueltos que hallaba sobre las mesas, y hacía vacilar la llama de las luces sobre los mecheros de los velones, y sin más cumplimientos soplaba muy frescamente sobre el rostro de los que le salían al paso, diciendo   —161→   a unos y a otros: «¡No saben Vds. el frío que hace por ahí fuera!»

Al fin clareó en el horizonte el primer reflejo del día; las estrellas, avergonzadas, empezaron a ocultarse en la profundidad de los cielos, al paso que las nubes, formando dibujos imposibles, acudían presurosas a presenciar el nacimiento de la mañana. Allí, formadas en grupos movibles, cambiando a cada momento de tonos y de contornos, comenzaron a ataviarse deprisa y corriendo con sus más ricas galas; y eche V. encajes de los más caprichosos bordados, bandas magníficas de brocado de oro, y mantos espléndidos de soberbia púrpura. Allí, escalonadas unas sobre otras, parecían dispuestas a detener el paso de la mañana; pero de repente brotó un rayo de sol del fondo aterciopelado de sus lujosas vestiduras, lo mismo que brota entre los peñascos un chorro de agua.

El cielo, cada vez más azul, sonreía, los árboles sacudían sus hojas cuajadas de perlas, el agua saltaba cubriendo el aire de diamantes... Era el día que iluminaba el cielo, llenando la tierra de regocijo. El día precisamente señalado en el programa del Ayuntamiento para la gira en la Gruta milagrosa.

En el camino que, subiendo y bajando, conduce del pueblo a la Ermita, se veía hormiguear,   —162→   en diversidad de colores, un cordón de gente: unos a pie, otros a caballo sobre mulos recelosos o sobre pacientes borricos; todos en larga caravana, de vez en cuando interrumpida, se dirigían al santuario, que blanqueaba a lo lejos en el centro de la ancha cuenca formada por la sierra, mientras la campana suspendida sobre el pórtico de la capilla llenaba el aire de alegres sonidos, clamando: «¡Aquí!» «¡Aquí!» «¡Aquí!» A lo mejor una nube de polvo anunciaba el paso de una galera, detrás iba un carro, detrás una tartana; conforme el día adelantaba, crecía el movimiento.

La galera del señor Alcalde retumbó en el camino, atestada con todo el personal del Ayuntamiento. En el sitio de preferencia, detrás del mulero, asomaba la cabeza del Diputado. Delante, muy delante, corría una tartana, dejándose atrás lo que encontraba al paso.

-¿Quién va allí? -preguntó.

-Aquella (le dijeron) es la tartana de Cañizares.

-Corre bien (añadió): mulero, vamos a cogerla.

-¡Hala! -gritó el mulero, haciendo crujir el látigo sobre las orejas de las mulas.

Pronto la galera alcanzó a la tartana, en la que iban María de la Paz y Nona, Aurora y   —163→   Marta. Cuando la penúltima vio que aquel carruaje se les echaba encima, se volvió con viveza, diciendo:

-Chucho, que no nos alcance la galera del Alcalde.

Chucho, clavado en el asiento de varas, se aseguró el sombrero en la cabeza, torció la boca y ladró mil veces mejor que un mastín, y el macho, que lo entendía como si lo hubiese parido, salió lo mismo que una centella. La tartana volaba, y la galera la seguía como un torbellino.

Entre el polvo que levantaban las ruedas y bajo los pabellones encarnados que adornaban la boca de la tartana, el Diputado veía resplandecer el rostro de Aurora y chispear las miradas en la negra profundidad de sus ojos soberbiamente rasgados. Él había agitado su sombrero para saludarla; ella, después de llevarse el pañuelo a la boca, lo sacudió en el aire contestando al saludo. Se miraban y se sonreían, y un pensamiento mutuo, siempre el mismo, iba de la galera a la tartana y volvía de la tartana a la galera, como lanzadera impalpable que traía y llevaba el hilo invisible de mudas comunicaciones. Y aquellas miradas, y aquellas sonrisas, y aquella carrera, tenían algo de vértigo.

  —164→  

Al fin la tartana se detuvo al pie de la cuesta que subía a la Ermita, y detrás de la tartana se paró la galera, al mismo tiempo que el Diputado saltaba ágilmente por encima del pescante, llegando a la boca de la tartana de Cañizares en el momento en que Aurora salía como el sol entre nubes. Casualmente la falda del vestido, detenida dentro del carruaje, descubría todo el pie de Aurora puesto sobre el estribo, pie que, dicho sea de paso, habría besado el elegido del pueblo, si la estrecha cara del zapato, cubierta con un gran madroño de seda, ofreciera espacio bastante para un beso; pero nuestro hombre no era de los que pierden el tiempo, y puesto que le daban el pie se tomó la mano, ofreciendo la suya a la hermosa hija de Cañizares, que no vaciló en aceptar el obsequio.

-No ha podido V. cogerme -le dijo, riendo a carcajadas.

-¡Cómo no! (exclamó él, oprimiendo la mano de Aurora.) Me parece que la tengo a V. cogida.

-¡Toma!... (replicó ella, apoyándose en la mano del Diputado para saltar del estribo.) Entonces también puedo yo decir que le tengo a V. cogido.

-¡Eh!, ¡eh!, ¡niñas! (gritó María de la Paz, asomando la cabeza por la boca de la tartana.)   —165→   No hay que perderse por esos vericuetos; lo primero es ir a rezarle a la Virgen.

Aurora echó delante, y comenzó a subir la cuesta seguida del héroe de aquella fiesta popular; detrás subían María de la Paz, Nona y Marta, y cerraba la marcha el Ayuntamiento, formando la escolta.

El aspecto que presentaban los alrededores del Santuario no podía ser ni más animado ni más vistoso. Las familias se albergaban, según iban llegando, al pie de los árboles que cubrían las vertientes a uno y a otro lado de la cuesta; las enredadas ramas de las higueras, la sombra de los olivos y las copas de los castaños servían de techos hospitalarios, y las mantas encarnadas, amarillas y negras, o blancas y azules, extendidas de un árbol a otro, coloreaban sobre el fondo oscuro del monte como tiendas de campaña. Con cuatro piedras escogidas a propósito se construía el hogar, y los tornillos, y los romeros, y los lentiscos humeaban en aquellas cocinas improvisadas. Aquí se comía, allí se cantaba, más allá mozos y mozas se deshacían en las más vivas contorsiones del baile; y el rasguear de las guitarras y el puntear de las bandurrias, y el repiqueteo de las castañuelas, y los acentos, ya alegres hasta hacer saltar los pies, ya melancólicos hasta hacer saltar las lágrimas,   —166→   de los cantos populares, resonaban por todas partes.

A lo lejos, viniendo del pueblo, la multitud acampaba en las laderas del monte. Parecía un torrente formando cascadas, en que se agitaban revueltos todos los colores del arco iris. Arriba la Ermita, inmóvil como el que espera; abajo la multitud, bulliciosa como quien llega; la cruz que se eleva, el pueblo que sube: en lo alto la esperanza; al pie la alegría.

En las ciudades la vida es solitaria; cada uno va encerrado en el egoísmo de su pensamiento; nadie piensa más que en sí mismo; los hombres se miran con indiferencia, con desdén o con recelo; las formas exteriores del trato no son más que aspectos convenidos, detrás de los que se oculta el interés, la animadversión, el engaño, la envidia, y ¡cuántas veces el odio! La sinceridad, esa gran puerta del alma, nunca se encuentra abierta.

En el campo ya es otra cosa: la naturaleza es más comunicativa, más espontánea que la sociedad; el paisaje es más alegre que la población; la sombra de los árboles es más risueña, más afable, más hospitalaria que la sombra de los palacios. Los hombres se ven, se conocen, se saludan y se hablan; las familias se mezclan, se confunden; las diferencias desaparecen ante la   —167→   realidad de que es una misma la tierra que a todos los sustenta y uno mismo el cielo que a todos los cobija. En la ciudad, la casa se cierra, el dinero se esconde, la felicidad se finge. En el campo, se parte el hogar, se parte el pan, se parte la alegría. En la ciudad todo es de uno, de dos, de tres; en el campo todo es de todos. En fin: las grandes poblaciones apenas tienen cielo; en el campo todo es horizonte.

Desde el pie de la cuesta hasta el atrio de la Ermita el paso de nuestro héroe fue una carrera triunfal; la gente se agolpaba a las orillas del camino para verlo de cerca, los jóvenes lo miraban con curiosidad y con admiración, los ancianos con respeto. De vez en cuando salían de los grupos de aquellas gentes sencillas voces que lo vitoreaban; pero donde obtenía el verdadero éxito, el verdadero triunfo, era entre las mujeres, sobre todo entre las mujeres de las familias más acomodadas, entre aquellas que por sus bienes de fortuna, por lo antiguo del abolengo y por la novedad de la belleza se consideraban con derecho a matrimonios ventajosos. ¡Cuántas pretensiones le salían al paso bajo el aspecto de insinuantes miradas y de incitadoras sonrisas!...

Y lo curioso del caso es que las muchachas más frescas cuchicheaban entre sí al verlo, se   —168→   llevaban los pañuelos a la boca como queriendo contener las carcajadas que bullían en sus labios, y se encendían las mejillas como las nubes cuando el sol amanece, y los párpados se entornaban como las puertas detrás de las que queremos ver sin ser vistos, porque las mujeres del Mediodía, cuando abren la boca cierran los ojos, ni más ni menos que el que tira la piedra y esconde la mano.

Y todo ello consistía en que los cuentos, siempre verdes, del Diputado, no se sabe cómo, corrían entre ellas de boca en boca y de oído en oído, y no podían verlo sin celebrarlos con las mejillas encendidas, los ojos a media luz y las bocas reventando de risa.

No hay que decir si tan dichoso mortal recogería con satisfacción los laureles de su triunfo; mas hay que advertir que los recibía sin vanagloria, más bien con la natural soltura del hombre que agradece la generosidad del deudor que le paga lo que le debe.

Aurora marchaba delante con aire victorioso; aquel triunfo era su triunfo: las miradas iban detrás del Diputado, y el Diputado iba detrás de ella.

Llegaron al atrio de la Ermita, y María de la Paz, Nona, Aurora y Marta se dirigieron al templo, desapareciendo envueltas en la doble corriente   —169→   que formaban los que entraban y los que salían. Nuestro Diputado se detuvo contemplando el extenso paisaje que se extendía hasta el horizonte. Poco después apareció Aurora en la puerta de la Ermita; y dando vueltas a una de las esquinas del santuario, se ocultó detrás del edificio; él la vio salir y doblar la esquina; y tomando el camino contrario, se perdió detrás del ángulo opuesto, y ¡qué demonio!, a los pocos pasos los dos se encontraron, ¡vaya una casualidad!, detrás de la iglesia.

Ni uno ni otro mostraron sorpresa al encontrarse...: ¡era tan natural el encuentro!

A la espalda de la Ermita se abre un valle, cubierto de espesa arboleda, sombreado por la altura de la sierra que lo resguarda de los ardores del sol, y defendido de los vientos del Norte por la alta colina en que está asentada la Ermita; se goza en él de una primavera casi perpetua: cultivado en pequeños huertos, se halla cruzado por senderos que serpentean en las desigualdades del terreno, apareciendo y desapareciendo bajo la sombra de los frutales; hilos de agua, escapados del manantial de la gruta, se precipitan en estrechas regaderas, murmurando como quien va deprisa y habla solo; los pájaros anidan sobre las ramas cargadas de frutos, porque las familias previsoras deben tener el hogar junto   —170→   a la despensa, y cantan con toda la alegría de los que viven a mesa puesta; al través del ramaje entrelazado penetran los rayos del sol como polvo de oro cernido por las hojas, y el viento silba dulcemente bajo las bóvedas formadas por las copas de los árboles, imponiendo silencio al gorjeo de los pájaros y a los murmullos del agua.

-¡Precioso valle! -exclamó el Diputado.

-¡Vaya! (replicó Aurora.) ¡Precioso! Es el Paraíso. Lo llamamos así en el pueblo, porque aquí siempre es primavera: hay rosas todo el año. ¡Ah!... Estoy viendo una que empieza a abrirse; allá abajo...: es de cien hojas, de las que más me gustan, y voy a cogerla.

Diciendo así, mostró su más deliciosa sonrisa, chispearon sus ojos entornados, se abrió su arrogante entrecejo como un regazo que espera; y dejando flotar el pañuelo amarillo de casimir de la India que cubría sus hombros, semejante a una mariposa que se escapa de entre las manos, se lanzó por la pendiente del sendero que bajaba al valle.

Siguiola el Diputado guiñándose el ojo, y diciéndose a sí mismo:

-¡El Paraíso!... ¡Oh!... ¡Magnífico!... Entremos en el Paraíso.



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