Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —171→  

ArribaAbajoCapítulo XII

Adán y Eva


Medio escondida entre las ramas y las hojas entrelazadas, la rosa a medio abrir se veía como solemos ver la faz medio temerosa medio risueña de una monja al través de las dobles rejas del locutorio.

Aurora forzó fácilmente la clausura, y la sacó de la oscuridad del claustro en que el rosal la tenía cogida, para que brillara en el mundo de su cabeza sobre la negra sombra de sus cuantiosos rizos.

Fue dicho y hecho, pues cuando llegó nuestro hombre ya la rosa, prendida con toda la gracia del mundo, sonreía por sus cien hojas, satisfecha de adornar tan gallarda cabeza.

Él saboreaba interiormente las delicias de la predilección que obtenía, y, semejante al gato   —172→   que deja correr delante de sus ojos al ratón indefenso, seguro de alcanzarlo, devoraba en muda contemplación los encantos que la juventud y la belleza le ofrecían en impremeditado abandono.

Porque Aurora, sin darse cuenta de ello, no omitía ninguno de los detalles con que la mujer se complace en realzar las seducciones de su persona, y ya el pie bullicioso asomaba y se escondía bajo las ondas del vestido, ya la mano, palpando la oscura abundancia de los rizos, hacía resaltar lo correcto del dibujo y la blancura sonrosada de los dedos, ya el pañuelo, recogido airosamente sobre un hombro o sobre otro, descubría a medias, para mayor atractivo, las ondulaciones del talle y los contornos del brazo. Y tan armonioso conjunto resultaba animado por sonrisas rápidas, por miradas brillantes y fugitivas, a la vez que las movibles ventanas de su nariz recta y graciosa se dilataban, como si el alma dentro de aquel cuerpo contenida respirara con ansia el aire silencioso de todos los deseos.

Al Diputado le faltaban ojos para seguir el inventario de tantas perfecciones, y comprendía con halagüeña claridad que en la urna escondida de aquel corazón de dieciocho años había sido elegido por unanimidad, y contaba y recontaba   —173→   todas aquellas demostraciones que el empeño de agradar inspira a las mujeres como votos favorables. Hacía el escrutinio de esta segunda elección, y se erguía triunfante, lo mismo que si tuviera el acta en el bolsillo.

La coquetería no es ciertamente el amor, pero convengamos en que es la antesala de todos los amores.

Hasta el momento a que hemos llegado, la conversación no había podido salir de frases insignificantes y de monosílabos sin importancia, hilos sueltos que no podían atarse para formar la urdimbre en que la palabra teje la tela matizada de las conversaciones.

Andaban sin dirección fija, con lentitud indiferente, lo cual no impedía que mutuamente se observasen. Así penetraron en lo más espeso del valle, donde los senderos, embovedados por las ramas de los árboles, les ofrecían a cada paso continuas tentaciones de perderse en el laberinto de caminos ocultos que se abría a su paso. Allí llegaba el rumor del pueblo, que bullía en la pendiente opuesta de la colina, y al través del ramaje se le veía hormiguear alrededor del Santuario.

Nada convida tanto el abandono de las mutuas confidencias como la soledad, la sombra y el silencio; pero es el caso que Aurora guardaba   —174→   la reserva incitadora con que nos detienen y nos atraen las puertas entornadas; al mismo tiempo que el insigne Diputado se encerraba en ese silencio estratégico, comparable a la inmovilidad de la araña que espera a la mosca.

Ella se paró de pronto, miró al Diputado entornando los ojos, y le dijo:

-Ya hemos visto el valle; ahora subiremos a la Ermita por la senda de los olivos.

Eacute;l replicó al golpe:

-Me parece que todavía no hemos pecado, para que se nos eche tan pronto del Paraíso.

Con toda la sencilla naturalidad con que Eva debió ofrecer a Adán el fruto vedado, la hermosa hija de Cañizares soltó el trapo a reír, al mismo tiempo que decía:

-Sí; pero no hemos de pasar aquí toda la mañana. Ya empieza la gente a salir de la Ermita.

Adán se aproximó a Eva, e inclinándose para acercar la voz al oído, pronunció estas palabras:

-Yo viviría eternamente en este paraíso.

Movió ella la cabeza con risueño desdén; dejó que sus rizos flotaran un momento sobre las mejillas del Diputado, y después le dijo:

-¡Eternamente!... ¡Bah!... Este paraíso es muy pequeño para tanto tiempo.

Positivamente no esperaba él tan singular   —175→   salida; pero no se detuvo, y preguntó admirado:

-¿Qué cosa más grande hay en el mundo?...

Mirolo Eva de alto a bajo, se encogió de hombros, y contestó sencillamente:

-El mundo.

-Cierto (se apresuró a decir él, mientras aspiraba con ansia el perfume de la rosa prendida en la cabeza de Aurora); cierto: nada hay en el mundo más grande que el mundo.

-Es mi sueño (añadió ella). Nunca lo he visto; pero yo no sé quién me cuenta de él tantas maravillas, que quiero verlo. Aquí es la vida muy sosa. Todos los días iguales, las mismas caras siempre, siempre las mismas gentes, siempre las mismas conversaciones; la siega, la siembra, la vendimia; el año se pasa mirando al cielo por si llueve o si no llueve, y no hay que hablar de otra cosa. Mi padre tan brusco; mi madre tan gorda; Nona tan santa...

Caían estas palabras de los labios de Aurora con el natural abandono con que caen de las ramas de los árboles los frutos maduros, y el Diputado los saboreaba antes de probarlos; y como quien va a tiro hecho, torció el ala del sombrero sobre la ceja derecha, para dar más gracia a su fisonomía, cogió al paso la mano de Aurora, y la oprimió, diciendo:

-Lo comprendo todo: con dos ojos como   —176→   dos soles, con una boca que dice «comedme», y con un talle que se lleva detrás todas las miradas, las cuatro casas de un pueblo escondido en el último rincón de la tierra, no ofrecen, en verdad, encanto alguno para seducir a nadie.

-¡Pues! (añadió Aurora.) Yo me desespero, y duermo por desquitarme; sueño muchas locuras; pero llega el día, el ruido de la casa me despierta, abro los ojos, y quisiera morirme; porque al fin, ¿no estoy ya enterrada?

-¡Enterrada! -exclamó el Diputado.

-Y no es eso lo peor (siguió diciendo), sino que al fin me casarán...

Casarán! -repitió él con particular extrañeza.

-Ni más ni menos (dijo Aurora). Ya está arreglada la boda; el día menos pensado me llevarán a la iglesia, y cruz y cuadro.

-¿Con quién? -preguntó.

-¡Toma! (le contestó.) Con un pariente nuestro, a quien no hemos visto nunca, que vive en otro pueblo más feo que éste, al otro extremo de la sierra, adonde no se puede ir más que a caballo, subiendo y bajando, porque no hay camino carretero, y se tarda día y medio. Dicen que es un pueblo donde la gente aúlla.

-¡Con un patán! (exclamó el Diputado.) Un destripaterrones, un majagranzas, con barba   —177→   de ocho días, manos ásperas y pies sucios, rudo como piedra berroqueña, probablemente viejo, y de seguro feo.

-No, no (se apresuró a decir Aurora). Es joven, y los que lo han visto dicen que es hermoso.

-¿Qué saben esas pobres gentes (replicó el Diputado) de juventud ni de belleza?... Lo estoy viendo chato, curtido, velloso..., una fiera salvaje.

-Mi padre (añadió ella dulcemente) nos lee sus cartas, que no están mal puestas, y se le va el santo al cielo con ellas.

-¡Psh! Cartas que le escribirá el Cura, como si lo viera.

-Pues bien: me casarán -dijo ella suspirando.

-¡Imposible! -exclamó él, estrechando más, como accidente retórico, la mano de Aurora, que conservaba entre las suyas.

La seducción es siempre la misma; no ha pasado todavía de sus tres recursos elementales y únicos: la promesa, la dádiva y la amenaza; y ésos son los escollos en que naufragan tantas mujeres. Por lo visto, no hay necesidad de aguzar el ingenio, en atención a que en la mayor parte de los casos se encuentra la mitad del camino hecho.

  —178→  

El Diputado siguió diciendo:

-Soy libre; veré al Sr. Cañizares, y le pediré la mano de su hija.

-Eso es machacar en hierro frío. A mi padre, terco como un guardacantón, se le ha metido en la cabeza el pariente, y no se le saca ni a tres tirones.

Atrayéndola él hacia sí, como para defenderla de la tiranía paterna, rodeole suavemente la cintura, diciendo:

-Cederá.

-No (dijo Aurora); los Cañizares no ceden nunca.

Entonces apretó el nudo en que sus brazos la sujetaban, dispuesto a disputársela a todos los Cañizares juntos.

-Miel sobre hojuelas (replicó). Así como así, no me paro nunca en barras... No se suelta fácilmente el tesoro que se tiene entre las manos. Vengan Cañizares... jugaremos la última partida. Un rapto...

-¡Robarme! -exclamó Aurora, medio risueña, medio asustada.

-No, no se roba lo que ya nos pertenece -le contestó, añadiendo una vuelta más al tornillo de sus brazos.

El demonio de la casualidad los había rodeado de todas las complicidades. Sin darse cuenta   —179→   de ello, se hallaban en el centro de un círculo de árboles, cuyos troncos parecían complacerse en cerrarles el paso, a la vez que las ramas, entrelazadas sobre sus cabezas, se interponían maliciosamente entre el cielo y la tierra, dejando que los rayos del sol penetrasen al través de las hojas. Por su parte, el silencio, con el dedo invisible puesto sobre su boca nunca vista, espiaba los más ligeros rumores, ansioso de recoger hasta el último suspiro. Llegaba el aire en ondas mudas y suavísimas, llevando como en ofrenda el polen perfumado de los azahares, el polvo impalpable de las azucenas y el aliento amoroso de los rosales. Para que nada faltase al conjunto del cuadro, mariposas de diversos matices hacían allí el papel de inquietos amorcillos que, revoloteando alrededor de la enamorada pareja, la estrechaban en continuos círculos, y parecía que al encontrarse en la incesante movilidad de sus vuelos, se decían unos a otros: «¡Eh!: que no se escapen.» Huía el agua por los estrechos cauces de las regaderas hablando sola, porque su castidad, alarmada, había comprendido de una sola ojeada que el fuego se acercaba a la estopa, y corría murmurando, y tal vez se hacía cruces interiormente, diciéndose a sí misma: «¡Qué mundo! ¡Qué mundo éste!...»

En resumen: la ocasión traidora, la soledad   —180→   alevosa y la naturaleza propicia se confabulaban para el éxito completo de un caso de amor como otro cualquiera, en que las cosas se hallaban dispuestas de modo que no eran necesarias tantas complicidades.

Aurora levantó los ojos, a la vez que su boca entreabierta parecía como que intentaba sonreírse. Lo que decía aquella mirada y lo que decía aquella sonrisa, son conceptos que no tienen traducción en ninguna lengua; pero el orden establecido en el abandono de las amorosas intimidades rara vez se interrumpe; así es que detrás de la mirada está siempre la sonrisa, y detrás de la sonrisa el beso.

Ello es que había llegado el momento crítico, el momento oportuno: antes habría sido demasiado temprano; después sería demasiado tarde, porque todas las cosas tienen su sazón, y ¡vaya V. a contener el fruto completamente sazonado que se empeña en caer del árbol!

El Diputado recogió con la suya la mirada de Aurora. Muy bien; pero ¿cómo recoger la sonrisa que le ofrecían los frescos y a la vez encendidos labios de la hermosa hija de Cañizares? Lo de siempre; porque, échese por donde se quiera, la flaqueza humana, que tantas variedades presenta, no ha encontrado todavía más que un solo camino. Inclinose el Diputado victorioso   —181→   sobre la boca que le sonreía con el afán con que la sed se acerca al agua... Pero... ¡oh capricho de la naturaleza humana! Ella, más ligera que el deseo que inspiraba, se desprendió de los brazos que la oprimían, echó atrás su graciosa cabeza, y frunciendo vigorosamente el entrecejo, dijo con resuelta firmeza:

-No; eso nunca.

¿Habéis visto alguna vez la actitud y el semblante del niño a quien se le escapa el pájaro que tiene entre las manos? Pues así, confuso, indeciso, aturdido, se quedó el Diputado, inmóvil delante de Aurora. Jamás le había ocurrido cosa más inesperada.

Poseía como talento toda la malicia del mundo; pero ¡cuán inocente debía entonces parecerle su propia malicia!

-¡Ya la tenemos! (exclamó Aurora mirando al través de las ramas de los árboles.) Marta baja. Viene a buscarme.

Luego miró al Diputado sin ceño, sin enojo, y arrancando de sus rizos la rosa que llevaba prendida en ellos, se la arrojó, diciéndole:

-Señor Diputado..., me llaman...: hasta luego.

Antes de llegar al pie de la cuesta que sube a la Ermita, encontró a Marta, y le dijo:

-¡Ya estás aquí...: eres mi sombra!

  —182→  

-Sí (replicó Marta); tu sombra, porque tienes los demonios dentro del cuerpo.

-Mejor -le contestó.

-¡Mejor!..., y te has salido de la iglesia antes y con antes, y te has venido sola con ese enemigo de hombre, que me representa a Lucifer siempre que lo veo. Vas a meter el infierno en la casa. Si tu padre se entera, vamos a tener el día del juicio.

-Yo le quiero -dijo Aurora.

-¡Que le quieres!... ¿Cómo puedes querer a un hombre que no conoces?

-Me gusta (replicó), y es lo mismo.

-No será lo mismo, porque, ya lo sabes, no te dejaré de la mano; siempre me tendrás encima.

-Bueno (contestó); pero hoy has llegado tarde.

-¡Tarde! (exclamó Marta, llevándose las manos a la cabeza.) ¡Qué has hecho!... ¡Infeliz! ¡Qué has hecho!

Aurora soltó una carcajada, y de un brinco acabó de subir la cuesta.

A todo esto el Diputado no acertaba a salir de su aturdimiento. Tenía en sus manos la rosa que Aurora le había arrojado como se arroja un hueso a un perro, y la besaba furioso, jurándose a sí mismo todo lo que en semejantes casos se jura un hombre chasqueado.

  —183→  

La Eva de aquel paraíso le había puesto en los labios el fruto prohibido; pero más cruel que la madre primitiva del género humano, lo había apartado de su boca en el momento mismo en que iba a morderlo.

Sumergido en el abismo de su pensamiento, veía a Aurora mil veces más hermosa que nunca, por lo mismo que la contemplaba huyendo de sus brazos; y la idea del rapto, empleada como un recurso del momento, iba tomando en su imaginación las proporciones de un proyecto decisivo.

Tan absorto se hallaba, que no reparó en dos ojos fijos, atentos, que a muy corta distancia espiaban todos sus movimientos bajo la sombra de un árbol cercano.

De repente se encontró con aquella mirada fría, penetrante, que brillaba en la oscuridad con esa luz amarilla con que suelen brillar los ojos de los gatos. En el momento mismo se trasformó su fisonomía, alzó los párpados como quien despierta de un sueño, e intentando sonreírse, dijo:

-¡Hola, señor síndico! ¿Qué tenemos de nuevo?

-De nuevo, nada (contestó el Ermitaño), porque las mujeres son la perdición de los hombres desde el principio del mundo.

  —184→  

En esto asomó el Alcalde por lo alto de la cuesta, y el síndico lo vio, y dijo:

-El Ayuntamiento tiene ya gana de almorzar... Por este sendero de la izquierda se llega más pronto a la Ermita; yo voy a dar la vuelta al valle, y subiré por el atajo.

Y diciendo y haciendo, se escurrió bajo la sombra de los árboles, perdiéndose en lo más espeso de los senderos.

El Diputado, pensativo, cabizbajo, llevando delante de los ojos la imagen de la hermosa Eva que había encendido su deseo, salió del valle como debió salir Adán del Paraíso.



  —185→  

ArribaAbajoCapítulo XIII

Plan de campaña


Quedaba por cumplir en el programa de las fiestas, acordado por el Ayuntamiento como homenaje rendido a la popularidad del Diputado, la gran cacería, destinada a ser memorable en los fastos venatorios de la villa de los Remedios.

Al interés natural de la fiesta se añadía la circunstancia de un ojeo que pusiera término a las fechorías del lobo que a la sazón ensangrentaba los rebaños que pacían en toda la comarca contigua a la sierra. La fiera tenía amedrentados a los perros, y penetraba de noche en los rediles, escogiendo a su gusto la presa más regalada. Demasiado astuto para caer en   —186→   las trampas armadas por los pastores, era señor de horca y cuchillo en todos aquellos contornos.

Preso el lobo en la red de un ojeo bien dirigido, vendría a ser una gloria más añadida a la popularidad del Diputado: así es que el Alcalde no perdonaba medio alguno que pudiese hacer más eficaz la batida.

Desde luego contó con tres elementos indispensables para el éxito seguro de la empresa, y estos tres elementos eran: el primero de los tres serenos de la villa, que tenía a su cargo la vigilancia nocturna del centro de la población, y que, en punto a cazar, daba la hora; el Sacristán de la iglesia mayor, cazador hábil, concienzudo, de buen ojo, que no gastaba la pólvora en salvas, que había recibido la afición a la caza como una herencia, pues venía en la familia desde muy antiguo de padres a hijos; y el síndico, hombre que conocía al dedillo todos los escondrijos de la sierra, las más ocultas emboscadas de los pinares, y las trochas más escondidas del monte bajo.

-Síndico (le decía el Alcalde); hay que echar el resto.

-Lo echaremos, -contestaba el Ermitaño.

-Tú, apagaluces (añadía, dirigiéndose al Sacristán). Vamos a ver cómo te portas. Si tu   —187→   padre viviera, ya estaría el lobo en el otro mundo.

-Como le eche la vista encima (contestó el Sacristán), es hombre muerto.

-Oye (le advirtió el Alcalde): ya sabes que el señor Diputado es el que ha de matar a la fiera. ¿Lo entiendes? Lo ha acordado así el Ayuntamiento.

Luego, volviéndose al sereno, le dijo:

-Juan Pito, no vayas a dormirte en el monte, como te duermes en el pueblo en los portales de las casas.

-No pego ojo, señor Alcalde (replicó el sereno); y lo que es en el monte, no se me han de pegar las sábanas.

Hablaban así reunidos en la sala capitular, donde habían sido convocados por el Presidente del Ayuntamiento, el que, hechas las advertencias que hemos visto, los abandonó, diciéndoles:

-Ahí os quedáis; arreglad bien la cosa, de manera que la fiesta sea completa.

Los tres directores de la batida comenzaron a ordenar el plan de campaña necesario para rendir a tan terrible enemigo.

-El lobo caza de noche -dijo el Ermitaño.

-De noche caza (afirmó el Sacristán), porque de día nadie le ha visto el pelo.

  —188→  

-Eso quiere decir (añadió el sereno) que hay que buscarle las cosquillas de día claro. Sacristán, ¿no es esto?

-Eso mismo. El lobo saldrá de su guarida al caer de la noche, y bajará, o por el Barranco de las cabras, o por el Cortado de los lentiscos. Hay que dejar que vuelva con su presa para empezar el ojeo, y lo cogemos cansado y harto.

-Se nos puede escapar por la Garganta del pozo que da al otro lado de la sierra -observó el Ermitaño.

-Y si por ahí toma soleta (añadió el sereno), échenle galgos.

-Yo me encargo de la Garganta (dijo el Sacristán). Tú, Pito, te sitúas sobre el Barranco, y el Ermitaño se coloca sobre el Cortado. Si a alguno le acomoda cambiar de sitio, yo cedo el mío.

-Es lo mismo uno que otro (dijo el síndico). Cada uno en su sitio pasará la noche atisbando la vuelta del lobo. ¿No es esto?

-¿Y la gente? -preguntó Juan Pito.

-La gente (contestó el Sacristán) se hará tres grupos: uno para el Barranco, otro para el Cortado y otro para la Garganta.

El concejal movió la cabeza con aire de duda, y el sereno entornó los ojos y torció la boca como quien no ve del todo claro.

  —189→  

-¿Qué dificultad tiene esto? -preguntó el Sacristán.

-Una (le contestó el Ermitaño). El lobo es viejo y astuto, la gente hace ruido, y si llega a oler el queso, nos deja plantados.

-No (replicó el Sacristán); porque la gente pasará la noche repartida; un grupo en el Cortijo nuevo, al pie de la sierra, a la derecha del Cortado; otro en la Almazara del Olivar, a la parte allá del Barranco, y el otro dormirá en Casasola, a la caída de la Garganta.

Con el codo sobre la mesa y la barba en el hueco de la mano, el síndico escuchaba atentamente, y el sereno, de pie por respeto al sitio en que se veía, no pestañeaba.

-Al amanecer (siguió diciendo el Sacristán) se pone la gente en movimiento; llegan ya muy de día a los sitios en que nosotros estamos; se extiende a derecha e izquierda, y a una señal, que será un escopetazo que yo soltaré desde la Garganta, y al que vosotros me contestaréis con otro, empezaremos el ojeo, y si el lobo está dentro no se escapa.

-De fijo (afirmó el síndico), no puede escaparse. Señor Sacristán, el plan es de mano maestra; y si se guarda mucho silencio durante la noche para que no se escame, la cosa es hecha, y vengan lobos.

  —190→  

-¿Y para qué (preguntó Juan Pito) hemos de pasar nosotros la noche en vela?

El síndico se apresuró a contestarle:

-¡Ah, sereno, sereno!... El sueño ha de ser tu perdición. ¿Te parece que estará de más tener, al empezar el ojeo, algún relámpago de que está el lobo dentro?

-Soy un bestia (dijo el sereno): mil veces me lo he dicho: «Juan, no hables delante de la gente, porque siempre enseñas la oreja.»

Como acabamos de ver, el plan consistía en formar un triángulo, cuyos tres ángulos habían de estar vigilados durante la noche por el Ermitaño, el Sacristán y el sereno, encerrando en el centro la parte más agreste y montaraz de la sierra, donde todas las señales indicaban que debía tener la fiera su guarida. Los ojeadores se extenderían a la vez desde los tres puntos indicados, formando los tres lados del triángulo, e irían estrechando gradualmente las distancias en el curso de la batida.

Según el síndico, el lobo no tendría escape, y con el entusiasmo propio del hombre que lo entiende, felicitaba al Sacristán, diciéndole:

-Compañero, va a ser un golpe maestro.

-Nada de perros (advertía el Sacristán), porque si ventean la caza, ladrarán, y somos perdidos. Yo sí llevaré a Minerva, porque mi   —191→   perra no chistará, aunque tenga el lobo a boca de jarro.

Como debe suponerse, en el pueblo no se hablaba de otra cosa: cabalmente los últimos destrozos hechos por el lobo tenían los ánimos soliviantados, y ya era preciso acabar de una vez con aquella fiera, que no dejaba cordero a vida. Así es que la gente de escopeta y morral acudía presurosa al Ayuntamiento, dispuesta a apuntarse para tomar parte en la batida.

Todo estuvo dispuesto para el día 9 de marzo, y a la caída de la tarde se fueron reuniendo, a la salida del pueblo por la parte que mira a la sierra, los ojeadores, que iban de mano armada a decirle al lobo cuántas son cinco.

Allí se despedían las madres de los hijos, abrazándolos como si fuesen a emprender un viaje a las Indias, y las mujeres abrazaban también a sus maridos, ni más ni menos que si los viesen en la misma boca del lobo. En cuanto a las mozas, no se puede decir que abrazaban a sus novios, pero no habría de faltar algún pellizco perdido o algún apretón llovido del cielo, y en las miradas, detrás de las que se les iban los ojos, bien dejaban traslucir que cada hija de su madre se quedaba con veinte abrazos dentro del cuerpo.

Llegó la hora de la última despedida, y todo   —192→   fue encargos, recomendaciones, advertencias, consejos y algunas lágrimas; parecía que ya le estaban viendo las orejas al lobo.

A las órdenes del Sacristán marchó delante el grupo que debía ocupar el punto más distante, a saber, Casasola, que caía al otro lado de la Garganta. Después se puso en marcha, capitaneado por el sereno, el segundo grupo, que había de ocupar la Almazara a la salida del Barranco; y, por último, tomó el camino el tercer grupo, que debía pasar la noche en el Cortijo nuevo antes de llegar al Cortado. De los tres puntos estratégicos, éste era el más inmediato al pueblo, y lo dirigía el síndico.

Luego que el último grupo se perdió en las curvas del camino, salió la galera del Alcalde ocupada por el Ayuntamiento, en la que llevaban al Diputado en triunfo, y él por su parte no encubría la emoción que la empresa le causaba, tanto, que se advertía más movilidad en sus ojos, más inquietud en sus ademanes, más palidez en su semblante. Se reía mucho, sí, pero no con la espontaneidad de otras veces.

Los concejales lo miraban a hurtadillas, y se daban con los codos, diciéndose al oído unos a otros:

-Vamos a tener Diputado para toda la vida.

  —193→  

-Sí; la Cañizara le ha cogido el pan bajo el sobaco.

Alguna vez se quedaba como pensativo; pero pronto se desembarazaba de la tenacidad de su pensamiento, y cuento va, cuento viene, el camino se pasó como un soplo.

La noche cayó tristemente sobre la población; las puertas de las casas se cerraron temprano; las familias se recogieron al toque de ánimas, y las mozas más dispuestas a pelar la pava tuvieron que entregarse en brazos del sueño, huyendo de la soledad de las calles. Porque... ¡ya se ve!, la flor y nata de la villa estaba en la sierra, y no había que esperar embozados solitarios en las esquinas, ni pensar en ventaneos silenciosos a las altas horas de la noche, ni en guitarras enamoradas al pie de los balcones.

La noche era oscura... ¡Lástima de noche!; pero no había más remedio que meterse en la cama y dormir a pierna suelta.

Entre tanto los ojeadores, dirigidos por el síndico, el Sacristán y el sereno, tomaban posiciones, marcando los tres puntos del triángulo en que el lobo había de caer al día siguiente.

El Ermitaño instaló su gente en el Cortijo nuevo, encargando silencio y descanso; silencio para no alarmar a la fiera, y descanso para poder   —194→   soportar la fatiga, que empezaría a los primeros albores de la mañana.

En el mismo Cortijo se albergaban el Diputado y el Ayuntamiento. Se cenó temprano, se cenó bien y se bebió bastante, porque el elegido del pueblo hacía correr con frecuencia entre los ojeadores la bota siempre llena. El síndico hizo alarde de su habitual sobriedad, cenó poco y no bebió nada, y en vano el Diputado quiso con repetida insistencia hacerle romper el rigor de su templanza, pues no consiguió ni una vez siquiera ver el vaso en sus labios.

Antes que terminara la cena, el Ermitaño cogió su escopeta y su manta, y salió cautelosamente del Cortijo. La vereda que conducía a lo alto del Cortado se le puso delante, y comenzó a subir sondeando la oscuridad y sin perder de vista la senda que blanqueaba delante de sus pies. Subiendo, subiendo, acabó por perderse entre los chaparros que por aquella parte cubrían la falda del monte.

Poco después no se oía en el Cortijo ni el vuelo de una mosca. Solamente de vez en cuando los perros encerrados en el corral ladraban, contestando a los ladridos lejanos de otros perros. Así fue trascurriendo la noche.

Comenzó a clarear el día, y la gente encerrada en el Cortijo nuevo no daba señales de vida.   —195→   El Diputado fue el primero que abrió los ojos, y viendo que la luz del alba penetraba al través de las junturas de las maderas, saltó de la cama y puso la casa en movimiento.

A los pocos momentos el grupo de ojeadores emprendió la marcha en dirección al Cortado. El héroe de la fiesta iba delante; quería llegar pronto y empezar el ojeo. La trocha por que caminaba lo condujo al fin a lo alto del Cortado. Llegó al sitio en que debía estar el Ermitaño, pero no estaba. Registró con mirada inquieta los chaparros que en grandes manchas cubrían el terreno, y nada vio. La palidez de la mañana aumentaba la palidez de su rostro. De pronto un silbido sordo, semejante al de la culebra, le hizo volver los ojos hacia el ramaje de una encina, que se levantaba perezosa a diez pasos de distancia. Allí estaba el Ermitaño.

-¡Hola, señor síndico! (gritó.) ¿Qué tal se ha pasado la noche?

-Bien (dijo saltando de la encina). Todo está hecho. El lobo ha pasado antes de amanecer por la parte baja del Cortado; debía llevar presa. Veamos.

En esto llegó el grupo de los ojeadores; era ya completamente de día, y la claridad permitía examinar minuciosamente el terreno. En efecto: enredados en las zarzas se veían algunos   —196→   vellones de lana, y gotas de sangre en las piedras marcaban el paso del lobo arrastrando a su presa. El rastro era seguro, y no cabía duda; la fiera estaba dentro.

-Ahora (dijo el síndico), oído a la señal.

Y volviéndose al Diputado, añadió:

-La pieza es nuestra.

Dicho y hecho: una detonación lejana resonó por la parte alta de la sierra; en el momento mismo disparó el Ermitaño su escopeta, y a los seis minutos, un tercer escopetazo, que estalló por la parte de la derecha, completó la señal convenida para dar principio al ojeo. La gente se extendió por uno y otro lado; llegaron a encontrarse los extremos de las líneas, y adelantando todos hacia el centro, el triángulo se convirtió en círculo.

De todos los puntos del bloqueo, y de vez en cuando, salían gritos convenidos para advertir unos a otros el camino que llevaban, pues lo rudo del monte, cada vez más agreste, las salvajes asperezas del terreno, casi inaccesible, los chaparros que cortaban el paso, los lentiscos retorcidos que cubrían las trochas, y el pinar a cada momento más espeso y sombrío, ocultaban a los ojeadores unos de otros.

El Diputado, el síndico y el Alcalde marchaban delante de la línea, venciendo todas las dificultades   —197→   del paso, con las escopetas preparadas, el oído atento y la mirada pronta.

La fiera que se perseguía era temible por lo feroz y por lo astuta, y viéndose estrechada y sin salida, trataría de forzar el paso acometiendo. Sería un milagro que no hubiese que lamentar alguna desgracia. Entre tantos ojeadores, ¿cuál sería la víctima? El peligro era igual para todos: un descuido podía costar la vida; a lo mejor, la fiera, agazapada en los matorrales, podía saltar de improviso sobre el cazador desprevenido. Conforme se iban acercando al centro de la batida, el peligro iba creciendo, los corazones palpitaban con más violencia, las bocas se contraían y los ojos se agrandaban. Una piedra que rueda, una rama que se mueve, una liebre que salta, todo hacía estremecer a los ojeadores.

Ante el peligro no hay disimulo: es la ocasión en que más fácilmente se descubre el carácter del hombre. El síndico se adelantaba con paso seguro y rostro sereno; el Diputado llevaba la inquietud en los ojos y la indiferencia en la sonrisa, y el Alcalde, todo ojos y todo oídos, no veía más que lobos.

Llegaron a una especie de explanada rodeada de pinos y cubierta de maleza, en la que dos grandes peñascos, separados por la base y apoyados uno en otro por la parte superior, formaban   —198→   una especie de cueva sombreada por la ancha copa de un pino desgajado.

El Ermitaño detuvo con la mano a sus compañeros y les señaló con el dedo la boca de la madriguera; luego se acercó muy cautelosamente y examinó la entrada de la cueva, registrando con la mirada la oscuridad del fondo, y volviéndose, les dijo a media voz:

-Es la guarida, pero no está el lobo.

En aquel momento estalló en la parte alta del monte, por encima de la cueva, furiosa gritería, y sonó un tiro, y luego otro, cuyas balas silbaron por la derecha. Enseguida la maleza se agitó delante de sus ojos, a treinta pasos de distancia, y poco después oyeron por la izquierda un grito terrible y dos nuevos disparos.

Antes que tomaran determinación alguna, crujió el monte bajo por el lado en que se había oído el grito, y de repente, por medio de un salto vigoroso, el lobo, acosado, se plantó delante de ellos.

Era enorme; el pelo gris leonado se erizaba sobre el lomo; las rayas negras de sus patas delanteras atestiguaban que era ya viejo en el oficio de devorar reses; los ojos, oblicuos, lanzaban llamaradas amarillas; la cola, derecha, indicaba la actividad de su fiereza, y el hocico, agudo, descubría amenazadores los duros colmillos.

  —199→  

Afortunadamente, sorprendido por la presencia de los tres cazadores, se detuvo indeciso, sin saber qué partido tomar. Habría preferido huir, pero el instinto le advertía que los caminos estaban cerrados, y fijo en los tres adversarios que le cortaban el paso, parecía recoger todas sus fuerzas, resuelto a vender cara la vida.

La presencia de la fiera produjo en los cazadores súbita sorpresa: el síndico permaneció inmóvil, el Diputado se echó la escopeta a la cara, y el Alcalde retrocedió. Se hallaba el lobo a diez pasos de ellos, delante de la entrada de la madriguera, como quien defiende su casa. El Diputado hizo fuego, y la fiera cayó sobre él como un rayo, derribándolo en tierra.

El momento era crítico y supremo; el Diputado se encontraba bajo las uñas del lobo que desgarraban su pecho, y los dientes de la fiera, que rugía de cólera, comenzaban a hundirse en su garganta; en vano al caer había interpuesto entre los colmillos del lobo y su cuello el cañón de su escopeta... Estaba perdido: un minuto más, y la villa de los Remedios tendría que elegir un nuevo representante.

A seis pasos de la catástrofe, el Ermitaño seguía con ávidos ojos los rápidos incidentes de aquella lucha mano a mano entablada entre el   —200→   lobo y el hombre. Poco a poco fue alzando la escopeta hasta colocarla a la altura de sus ojos; entonces apuntó, hizo fuego, y el hombre y el lobo rodaron por la maleza: el señor Alcalde había desaparecido.



  —201→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

La caza del lobo


Continuas noticias del suceso llegaban al pueblo desde el amanecer, propagándose de boca en boca y llevando la inquietud y la zozobra de casa en casa. Desde las primeras horas de la mañana corrió la voz de que el lobo, encerrado dentro de la batida, se defendía furiosamente contra las asechanzas de los ojeadores, y de puerta a puerta y de ventana a ventana se comentaba el caso, despertando la ansiedad de las mujeres, que no esperaban nada bueno de aquella cacería.

Poco después se esparció un rumor pavoroso: se decía que el lobo era formidable; que medía tres varas de largo y cerca de dos varas de alto;   —202→   que tenía melena como los leones; que echaba fuego por los ojos, y que cada colmillo venía a ser, poco más o menos, como una reja de arado. La ansiedad se convirtió en lamentos, y de puerta en puerta y de familia en familia, se extendió la noticia, llenando los ánimos de desolación y de espanto.

Nuevos datos vinieron a aumentar la consternación de que el pueblo se hallaba poseído. Acababan de llegar de la sierra dos fugitivos, asegurando que el lobo destrozaba cuanto se le ponía por delante; que las balas se aplastaban en su piel como en una plancha de hierro, y que iban ya muchos muertos y heridos; y para que no faltara nada al horror que infundía semejante relato, un pobre viejo, antiguo cazador de trampas, que vivía de limosna, arrastrando por las calles del pueblo sus piernas inútiles, al oír a los fugitivos, había movido la cabeza, frunciendo los labios y arqueando las cejas.

-¿Qué es, tío Benito? -le preguntaron a la vez veinte bocas.

-¿Qué ha de ser? (contestó.) Bien lo dije; para esas fieras montaraces no hay más que las trampas, porque las escopetas sólo sirven para espantar pájaros. Ya podéis rezar Padres Nuestros.

-¿Por qué, tío Benito? -volvieron a preguntarle.

  —203→  

-¡Por qué!... (les dijo), porque todas las señales son de que ese lobo rabia.

No fue menester más. Semejante a un relámpago se esparció por todas partes la voz de que el lobo rabiaba, y la desolación llegó a su colmo. Gritos, lamentos, lágrimas, promesas, oraciones, y a la vez se invocaban los nombres de todos los Santos del cielo.

Una viuda que tenía dos hijos en la sierra, exclamaba llena de angustia:

-¡Virgen de los Remedios, no me dejéis huérfana!

Más allá otra buena mujer, recién casada, besaba una estampa, exclamando:

-¡Madre mía, guardadlo, que es mi único marido!

Al volver la esquina, otra más joven, que iba a casarse, rezaba a media voz, diciendo:

-Señora... defendedlo del lobo, porque ya sabéis que es un cordero.

Y todo eran voces, gemidos, sollozos, súplicas, ofertas, lamentaciones, sustos, esperanzas, temores, confusión y espanto. Las familias afligidas abandonaban las casas, formando en las calles grupos desolados.

De pronto sonó por las avenidas del pueblo el grito de ¡el lobo, el lobo!, y allí fue el correr de unos, el cerrar puertas de otros y la   —204→   tribulación de todos. En un momento quedaron las calles desiertas y las puertas cerradas: los muchachos sorprendidos lejos de sus casas se abalanzaron a las rejas, trepando hasta los balcones.

Era el caso que se había visto venir por el camino de la sierra una nube de polvo que avanzaba rápidamente; después se distinguió un bulto negro que seguía avanzando, y luego el bulto negro tomó en la imaginación de los que observaban el caso terribles proporciones. Uno dijo de repente:

-Es el lobo escapado de la sierra.

Y todos corrieron gritando:

-¡El lobo!... ¡El lobo!

Pero el lobo no pasaba de ser una mula que venía a todo correr, aguijoneada por el jinete que llevaba encima. Era otro cazador fugitivo, que traía las últimas noticias de la sierra. Las puertas de las casas volvieron a abrirse, aunque no del todo: los más valientes salieron a las calles, muchas cabezas asomaron a los balcones, y caras afligidas aparecieron detrás de las ventanas. La consternación cedió un momento ante la curiosidad, y el que acababa de llegar, detenido aquí, allí, allá, más allá, en todas partes se veía asediado por las mismas preguntas: ¿Qué es? ¿Qué hay? ¿Cuántos quedan vivos?

  —205→  

El hombre, sin apearse de la mula, recorría las calles, diciendo a voz en grito, como un pregonero:

-El señor Diputado ha caído en poder del lobo, que lo ha hecho añicos; lo sé de boca del Alcalde, que se ha escapado por el ojo de una aguja, gritando: «¡Sálvese el que pueda!»

Llegó la noticia a la casa de Cañizares en ocasión en que María de la Paz despachaba un emisario a saber de Martín, que estaba en el Juncar. Nona rezaba en el cuarto de su abuela, arrodillada delante de la urna del niño Jesús, y Aurora se desesperaba con Gila, que no acertaba aquel día a peinarla a su gusto... ¡Ya lo creo!: como que tenía el novio en la batida.

Marta entró, diciendo:

-Ya la tenemos.

-¿Qué tenemos? -preguntó Gila atribulada.

-Que el lobo ha hecho presa en ese hombre que ha traído el infierno a casa, y a la hora presente, Dios lo haya perdonado, el pedazo más grande de su cuerpo es como un real de plata.

-¡Qué dices! -exclamó Aurora abriendo los ojos desmesuradamente.

-Lo que oyes. El alguacil ha venido a todo escape de la sierra a traer la noticia. En la plaza hay mil almas. Dicen que el lobo cayó sobre él como un rayo, y no dijo Jesús me valga...   —206→   Más vale que haya sido él que no otro. ¡Qué se le ha de hacer!... Ahora se le reza, lo entierran y santas pascuas.

Aurora, trémula, y echando hacia atrás los rizos que cubrían su frente, dijo:

-Es lo mismo; porque, ya lo sabes, no me casaré...: diré que no mil veces, aunque el mundo se hunda.

Y como una leona herida, apartó a Gila, atropelló a Marta y salió de la estancia.

Las dos mujeres se santiguaron, mirándose atónitas, y Marta cruzó las manos, diciendo:

-¡Está loca!... ¡Está loca!... ¡Por dónde se le habrá metido en el cuerpo ese demonio de hombre!

Gila no hizo más que mover la cabeza con indulgente lástima, porque, como ya he dicho, la pobre muchacha también tenía en la sierra un pedazo de su corazón, y estaba que podían ahogarla con un cabello.

Y a todo esto, ¿qué ocurría?... Vamos a ver si podemos averiguarlo.

Como ya hemos visto, al disparo del síndico el Diputado y el lobo rodaron por la maleza. El cazador se detuvo contemplando los efectos de su puntería, mientras el otro, pálido y ensangrentado, se puso de pie, vio al lobo tendido e inmóvil, y clavando sus ojos en el síndico como dos garfios, le dijo:

  —207→  

-¡Aún vivo!...

-Sí -contestó el Ermitaño.

Los dos hicieron a la vez el mismo movimiento, empuñando sus escopetas. Frente a frente uno de otro, con las miradas fijas como dos espadas que se cruzan, se medían de alto a bajo, espiándose mutuamente... Cualquiera habría creído que iban a acometerse.

Oyéronse a lo lejos las voces de algunos cazadores que más atrevidos acudían al lugar de la escena, y entonces el Diputado cambió de actitud y de fisonomía, se encogió de hombros con filosófica indiferencia, y dijo:

-Bueno... El lobo ha intentado quedarse con toda la presa entre las uñas...

Llegaron los cazadores, y encontraron al lobo muerto y al Diputado vivo, y del Diputado al lobo y del lobo al Diputado, iban y venían haciéndose cruces, como si no diesen crédito al testimonio de sus propios ojos.

-Vive de milagro (les decía el síndico). La fiera se le echó encima de pronto, y si tardo un segundo más en echarme la escopeta a la cara, era muerto.

Atraídos por las voces de sus compañeros, fueron llegando los demás ojeadores, detrás de los que apareció el Alcalde con el sombrero echado atrás y la escopeta preparada, apartando   —208→   a los que le cerraban el paso. Al ver al lobo se detuvo.

-¡Hola! (exclamó.) No me fío; estas fieras suelen hacerse las muertas.

El Sacristán dio con la punta del pie en la cabeza del lobo, diciendo:

-Hable V. más alto, que le ha entrado la bala por la oreja derecha, y está sordo como una tapia.

Aunque sin abandonar ciertas precauciones, se acercó a la fiera y la midió desde el extremo del hocico hasta la punta de la cola, exclamando:

-¡Dos varas de lobo muy bien cumplidas! La piel se guardará en el Ayuntamiento para perpetua memoria...

Luego examinó la herida, añadiendo:

-Con esta gente no hay razones que valgan; las balas les entran por un oído y le salen por otro.

Movíase sin descanso, entraba y salía en los corros formados por los cazadores, arqueaba las cejas, y prorrumpía en continuas exclamaciones; necesitaba toda su actividad para darse testimonio de que aún vivía. Por todas partes iba diciendo: «Le debemos la vida al síndico.»

El Diputado electo, por su parte, se reía del suceso, a la vez que se limpiaba la sangre de   —209→   que tenía salpicado el rostro y arreglaba la pechera de su camisa, desgarrada por las uñas de la fiera, que habían llegado hasta arañarle el pecho. Hecha esta operación, atravesó el círculo de cazadores que lo rodeaban, y dirigiéndose al Ermitaño, que acababa de entrar en el corro, le puso las manos sobre los hombros, y con fisonomía franca, risueña y burlona, le dijo:

-Señor síndico, no hay más remedio; tenemos que partir entre los dos la gloria de esta hazaña memorable; y yo, por mi parte, no cedo nada de lo que me corresponde. La fiera iba a su negocio; quería quedarse con toda la presa entre los dientes; pero una bala demasiado ligera se interpuso, y adiós mi dinero. Señores (añadió, volviéndose a los circunstantes): juro que mi gratitud será eterna, y propongo una corona de laurel para la escopeta del síndico.

-¡Bravo! -exclamaron los cazadores.

Apoyado en el cañón de su retaco, el Sacristán, siempre grave y serio, oía las palabras del Diputado con atención respetuosa, mientras que Minerva olfateaba las polainas del Ermitaño como si hubiera descubierto en ellas un rastro, a la vez que el síndico, ufano de su triunfo, se reía como nunca lo habían visto reírse.

A todo esto el Alcalde había hecho formar con ramas de encina una especie de angarillas,   —210→   sobre las que hizo colocar al lobo muerto, que aún conservaba el lomo erizado, mostrando los colmillos amenazadores.

Cuatro ojeadores cargaron con las angarillas, llevándolas a hombro, y el lobo sobre ellas movía la cabeza, al compás de los pasos; parecía que iba diciendo: «En buena me he metido.»

Detrás del sangriento trofeo de tan señalada victoria, iba el Diputado seguido del Ayuntamiento, y cerraban la marcha los grupos de cazadores que habían tomado parte en la batida. De esta manera bajaron por la pendiente del Cortado, dirigiéndose hacia el Cortijo nuevo, que blanqueaba a los pies de la sierra. Sobre las tejas amarillas iluminadas por el sol se empinaba la chimenea, y sobre la chimenea flotaba como una pluma el humo del hogar, anunciando al despierto apetito de los cazadores el almuerzo del siglo, porque ése es el mundo: a lobo muerto, cordero asado.

Las gentes de todas aquellas cercanías les salían al encuentro vitoreando a los vencedores, y los rebaños que pastaban en las laderas vecinas se detenían balando a lo lejos, como si quisieran añadir sus tristes lamentos a la gritería del regocijo.

¿Se asociaban al triunfo de los cazadores? Hay que dudarlo, porque no deben ignorar que para   —211→   ellos no hay diferencia entre un lobo y un hombre, pues en el orden de la justicia natural hay un delito imperdonable ante el tribunal de los hombres y de los lobos: el delito de nacer cordero.

A la caída de la tarde se hizo la entrada triunfal en el pueblo, y el lobo fue paseado por las calles en medio de las más vivas aclamaciones. Se ponía en las nubes el arrojo del Diputado; las gentes se hacían lenguas de la puntería del síndico; se admiraba la serenidad del Alcalde, que había tenido resolución para volver pies atrás, y algo se hablaba del plan del ojeo, debido a la estrategia del Sacristán. El peligro en que se había visto el Diputado realzaba su figura a los ojos de sus electores.

Se celebraba la muerte del lobo, poco más o menos como Roma celebró la muerte de Julio César; solamente que, como entonces, al pueblo no se le ocurrió gritar: «¡Al Tíber los asesinos!»

Al pasar por delante de la casa de Cañizares, el Diputado vio a Aurora en el balcón. Sus miradas, buscándose, se encontraron, y, encontrándose, se confundieron, del mismo modo que se confunden dos manos que se estrechan; pero de pronto se oscureció la fisonomía del Diputado, y una mirada rencorosa brotó del fondo de sus pupilas. Aurora detuvo la sonrisa que asomaba   —212→   a sus labios, bajó los ojos, y se encogió de hombros.

¿Qué veía el héroe principal de aquella fiesta para pasar tan repentinamente del amor al odio? Veía detrás de la cabeza de Aurora otra cabeza bien modelada, cabeza joven, de frente serena y líneas enérgicas, que miraba el espectáculo que cubría la calle con ojos indiferentes. Desde luego comprendió que aquella cabeza pertenecía al hombre que ya aborrecía sin conocerlo, y la actitud resignada de Aurora le dejó comprender que tenía delante al que estaba solemnemente prometida su mano.

El rival anunciado aparecía inesperadamente, en una pieza, hecho y derecho, y dispuesto a disputarle al más pintado el honor de ser preferido. Y no había que dormirse sobre los laureles, que el mozo no era saco de paja, y quieras que no quieras, la belleza de Aurora acabaría por encender su corazón, y los rasgos varoniles de aquella fisonomía, entonces tranquila, atestiguaban que no se detendría ante ningún obstáculo.

Así discurría, jurándose a sí mismo llevarlo todo a sangre y fuego, cuando llegó al pie del balcón en que se hallaba Aurora.

-¡Ahora! -dijo ésta imperiosamente al que tenía a la espalda; y él obedeció al punto, presentando   —213→   en el balcón una gran bandeja llena de hojas de rosas, que empezaron a caer formando una nube sobre la cabeza del Diputado, atrayendo las miradas de la concurrencia que llenaba la calle.

La malicia es agorera y supersticiosa, y los maliciosos pudieron restregarse las manos de gusto, porque el cuadro que se ofrecía a sus ojos era el siguiente: el Diputado recibía aquella lluvia de rosas que lo inundaba; Aurora las arrojaba desde el balcón con sus propias manos, y el futuro marido de la hija de Cañizares tenía la bandeja.



  —215→  

ArribaAbajoCapítulo XV

Fermín


El pariente a quien Cañizares tenía prometida la mano de su hija acababa de llegar a la villa de los Remedios. No se le esperaba, porque, queriendo sorprender a la familia, había omitido todo aviso que pudiera anunciar su presencia. Se apeó en la puerta del parador en ocasión en que María de la Paz despachaba a Chucho con orden expresa de traerle noticias de Martín, que estaba en el Juncar. No se conocían, por la sencilla razón de que nunca se habían visto; pero en cuanto María de la Paz le echó la vista encima, hizo primero un gesto de sorpresa, y luego se le llenó la cara de alegría, y exclamó, diciendo:

-¡Fermín!... ¡Ah, sí; tú eres Fermín!... ¡Válgame   —216→   Dios qué alto estás!... Abrázame... hijo mío... Así... ¿Sabes que eres un buen mozo? Y... ¡qué demonio de muchacho! Tiene toda la cara de su madre. ¡Jesús mil veces!... Me parece que la estoy viendo... Mira, me lleva cuatro años: pero hemos diableado mucho juntas, porque éramos uña y carne, hasta que se casó con el santo varón de tu padre, que se la llevó; lloramos más que Jeremías, y no hemos vuelto a vernos. Vamos, dime: ¿cómo están por allá?

-Por allá (contestó Fermín), todos comen de la olla grande. Solamente mi padre cerdea; está ya achacoso, y desde la muerte de mi hermano José se le ha venido el mundo encima. Era sus pies y sus manos; manejaba la hacienda como el mejor labrador de la comarca, y al buen señor se le caía la baba viendo crecer los intereses de la casa en manos de su hijo. Yo he tenido que abandonar mi carrera después de concluida para sustituirle; pero mi pobre José valía mucho.

-¿Tu carrera? -preguntó María de la Paz.

-Sí (le contestó). Soy jurisconsulto.

-¿Juris... qué? ¡Vaya qué cosas tan raras sois los hombres! Y bien: ¿qué es eso que dices que eres?

-Digo, tía Paz, que soy abogado; que no he perdido ni un año siquiera, y que tengo mi   —217→   título de licenciado en leyes por la Universidad de Valencia.

-Ya... ya lo entiendo...: eres de esos que arman un pleito en el filo de una espada, que dan la razón al que la compra, que indisponen a las familias y arruinan las casas. ¡Déjate tú de leyes!: la ley de Dios; ésa es la ley; las demás son embusterías de los hombres. La tierra, hijo mío; la tierra, que es la que nos da el pan, y como está siempre mirando al cielo, no es ingrata como las gentes, que no miran más que a su negocio.

-Tiene V. razón, tía, mucha razón; ¡pero a mí me gusta tanto lo criminal!

-¡Qué dices, criatura!... Con esa cara de ángel, ¿cómo te ha de gustar a ti semejante cosa?...

-Quiero decir (replicó Fermín sonriéndose), que me indigna el crimen, que me gusta sorprender la astucia de los malvados. Descubrir al culpable y defender al inocente es obligación precisa de toda conciencia honrada, porque la justicia es el primer derecho de la sociedad y el primer deber del hombre.

-Vaya que sí (dijo María de la Paz): y hablas como un libro. Pero cuéntame: ¿qué dice la pícara de tu madre?

-Mi madre me ha encargado muy particularmente   —218→   que le diga a V. que está deseando que sea V. abuela.

-Como si la oyera... ¡Siempre la misma! Lo que es por ella, el mundo no se acabaría nunca... Pero, ¡Dios mío!, con la alegría no sé más que charlar, y estamos aquí hechos unos pasmarotes, y traerás un hambre... ¡ya lo creo!... ¡Marta!, ¡Prisca!, ¡Gila!... Jamón del pernil grande... huevos fritos, de los del día, aceitunas de las enteras, salchichón, miel... queso... pronto, pronto. Ahora tomarás ese tentempié, y luego cenarás a tus anchas. Vamos arriba, y verás a tu prima, que es también una real moza. A tu tío Martín se le va a volver el juicio en cuanto te vea.

Diciendo esto, cogió la mano de Fermín, y se lo llevó escaleras arriba, gritando:

-¡Eh!... ¡Aquí está este hombre llovido del cielo!

Al paso encontraron a Marta, que se apartó para dejarles libre la escalera. Siguiolos con los ojos, y cuando acabaron de subir, se mordió suavemente el labio inferior, exclamando:

-¡Dios lo bendiga!

-Entremos aquí (dijo María de la Paz). Es el cuarto donde murió mi madre: entrarte aquí es lo mismo que entrarte en mi corazón.

Sin dejar de sonreírse, enjugó con las puntas   —219→   de los dedos dos lágrimas que aparecieron en sus ojos, y empujó la puerta.

-Mira (añadió, haciendo entrar a Fermín en la habitación): aquí tienes a ésta, siempre en el cuarto de su abuela. ¡Pobre hija mía!... ¡Qué buena eres! (y estampó un beso en sus mejillas, y siguió diciéndole:) Dale conversación a tu primo, que acaba de llegar como agua de mayo: cuéntale lo del lobo, y dale noticia de todas las cosas del pueblo, mientras yo voy a disponer lo necesario. Pero antes abrázalo... así... ¡Bueno!... Voy a echar hacia acá a la otra.

Los dos primos se encontraron solos en el cuarto en que había muerto la abuela, solos, de pie y frente a frente. Ella, de resultas del abrazo, encarnada como una amapola, con los ojos bajos y retorciendo entre los dedos las puntas del delantal; él mirándola con atención ingenua, solícita y complacida.

No se sabe el tiempo que habrían permanecido de esa manera, si ella, con voz a la vez tímida y dulce, no le hubiese dicho:

-Primo, vendrás muy cansado, siéntate.

Fermín se sentó en el sillón de vaqueta en que había muerto la abuela, al mismo tiempo que decía:

-No me canso yo tan fácilmente, ni es posible cansarse viniendo a esta casa; pero voy a   —220→   sentarme, porque, prima, tienes una voz que no hay más que obedecerla. Vamos, siéntate tú también, y dime qué es eso del lobo.

La prima no fue menos obediente, y se sentó en una silla delante del primo, dando frente al balcón, cuya luz iluminaba de lleno su semblante. Al sentarse levantó la cabeza, y miró atentamente a Fermín. ¿Por qué no? Era su primo, acababa de llegar, y no lo había visto bien todavía.

-Prima... (dijo él), tienes los ojos de mi madre.

-¡Yo!... -preguntó ella admirada.

-Tú... Ojos pardos, claros, hermosos, detrás de los que se ve el alma. Y mira tú qué disparate. Te he visto muchas veces antes de verte por primera vez. ¿Qué te parece eso?

La prima se echó a reír a carcajada tendida, descubriendo a los ojos de Fermín la boca húmeda y fresca como una granada; y él añadió, viéndola reírse:

-¡Precioso contraste!... Tu mirada es algo triste, y tu risa es la alegría misma. Cuando bajas los ojos, parece que va a anochecer, y cuando te ríes amanece. Tienes mirada de mujer y risa de niña: cualquiera diría que tus ojos han nacido antes que tu boca.

-¡Válgame Dios, primo, qué cosas dices!

-Lo que oyes... Yo soy así; tengo el corazón   —221→   detrás de la lengua. No sé mentir... ¿Quieres que te diga todo lo que pienso?

-Sí -contestó con ingenua espontaneidad; mas luego se mordió los labios, como si hubiese querido advertirles la precipitación con que habían contestado.

-¡Ah, prima! (añadió.) Tampoco hay mucha distancia de tu corazón a tu lengua. En un solo momento has querido dos cosas contrarias. Quieres que te diga lo que pienso, y al mismo tiempo no quieres que te lo diga, y eso que no adivinas lo que voy a decirte. Óyeme: pienso que no eres tan hermosa como me han dicho.

Al oír estas palabras se quedó suspensa; miró a un lado y a otro, como quien busca algo que no encuentra; pero de pronto sus ojos se iluminaron, y pudiendo apenas contener la risa, suspiró diciendo:

-¡Ay, primo, cómo te equivocas!

-¡Mire V. qué vanidosa!... (exclamó Fermín.) ¿Me equivoco, eh?... ¿No quieres ceder nada de la belleza que la fama te atribuye? ¡Bueno!: quiere decir que eres una mujer como todas, prendada de ti misma, porque Dios ha querido darte ojos dulces, boca risueña y mejillas redondas. Ahora todo va perfectamente... Te miras al espejo, y el mundo es tuyo; pero ¿y luego? Porque has de saber que todo eso es lo mismo   —222→   que escribir en el agua... La hermosura es flor de un día, y desaparece como el humo que se lleva el viento; y ¿qué queda?... Pero me estás engañando, porque no veo en ti nada que me descubra la pueril vanidad de las mujeres que se creen hermosas; no encuentro en ti ese aliño esmerado o caprichoso con que el deseo de agradar os saca de quicio. Esos dos rizos que cubren tus sienes no se despepitan por embellecerte; el pañuelo en que ocultas tu cabeza, oscurece la morena tez de tu semblante; ese corpiño ceñido a la buena de Dios, desfigura tu talle; tus pies son mucho más pequeños que tus zapatos... A ti hay que buscarte, porque te escondes... ¿A qué quieres engañarme?

-No te engaño (le contestó ella plegando entre los dedos la tela del delantal). Y, ¡vaya! ¿Quieres que yo también te diga lo que pienso?

-Sí; vas a decirme todo lo que piensas.

-Pues, mira (le dijo, mirándolo con cariñosa alegría); me estoy riendo de ti como una tonta, porque tú mismo eres el que te engañas... ¡Dios mío! (añadió, cruzando las manos y riéndose a carcajadas.) ¡Qué chasco se va a llevar!... Cuando mi padre nos leía tus cartas, se le iba el santo al cielo y no hacía más que decir: «¡Buen muchacho! ¡Qué corazón! ¡Qué juicio! ¡De estos novios entran pocos en libra!» Te pone en las   —223→   nubes, y ahí tienes que estábamos deseando que vinieras...; yo contaba los días, y Marta contaba las horas. ¡Bueno!: ya estás aquí; has caído por la chimenea, y ¿sabes lo que resulta? Que eres un loco.

Fermín escuchaba a su prima sin pestañear, viendo el movimiento de sus labios y las inflexiones de su voz. Luego se cruzó de brazos, diciéndole:

-¡Conque soy un loco!... Bien: ¿y por qué?

-Porque sí. Pronto lo verás por tus propios ojos, y te reirás de ti mismo; pero ¡no vayas a enojarte conmigo!... ¿Qué culpa tengo yo de que hayas tomado el rábano por las hojas?... Espera... espera -dijo, poniéndole la mano delante de la boca para imponerle silencio, a la vez que inclinaba la cabeza hacia la puerta, en ademán de quien escucha.

Algo oía, pues se llevó el dedo a los labios, poniéndose también silencio a sí misma.

En esta actitud se presentaba a la contemplación del primo medio de perfil; el pañuelo que cubría su cabeza recortaba el contorno del semblante, precisando las suaves líneas de su fisonomía viva, risueña y candorosa, la boca entreabierta dejaba admirar el color encendido de los labios, realzando la blancura de los dientes; el   —224→   movimiento de los párpados parecía empeñado en aumentar la profusión de las pestañas, y el dibujo graciosamente incorrecto de su rostro resultaba iluminado por la luz de la tarde, que acudía a reflejarse en su frente como si quisiera decir: «¡Vean Vds. qué cara ésta!»

Y, en verdad, la actitud en que se encontraba no podía ser más expresiva, ni más natural el movimiento de las líneas que modelaban el conjunto de su figura... Lo primero que un pintor habría advertido en ella hubiera sido la franqueza de los rasgos con que aparecía diseñada.

Contemplábala su primo, esperando en qué vendría a parar tanto misterio, cuando Aurora, empujando la puerta, entró en la habitación en que se hallaban. Fermín, al verla, no pudo contener un movimiento de admiración, y casi se escapó de su garganta un grito de sorpresa. Nona los miró alternativamente, y bajó la cabeza, ocultando que se mordía los labios para reprimir la risa que hormigueaba en ellos. Aurora, por su parte, entornó ligeramente los ojos, como si quisiera recoger en un solo punto de vista todos los detalles que componían la totalidad de la persona de su primo, diciendo al mismo tiempo:

-¡Hola, Fermín! Marta anda pregonando   —225→   por la casa que has llegado. ¡Vaya un capricho!... No te esperábamos tan pronto.

Nada contestó Fermín a las palabras con que su prima lo saludaba; parecía deslumbrado ante el resplandor repentino de tanta belleza; era todo ojos, y su boca entreabierta permanecía muda. Aurora se inclinó hacia Nona, preguntándole:

-¿Es sordo?...

-No (contestó Nona). Es que... como no te ha visto hasta ahora...

Enseguida tocó familiarmente con la mano la rodilla de Fermín, diciéndole:

-¡Primo!... Ésta es Aurora...: yo soy... su hermana.

Al oír la voz de su prima, Fermín respiró como quien despierta de un sueño, y pasando las miradas de una a otra, dijo:

-Sí... sí... ya lo comprendo... Ésta es Aurora... ¡ajajá!, y tú eres Bernarda...

-Nona -añadió ella.

-Eso es (siguió diciendo). Os he confundido.

-¡Me has confundido con Nona! (exclamó Aurora soltando una carcajada.) ¡Qué disparate!

La franca expresión que animaba el semblante de Fermín se oscureció de repente; mas, por lo visto, no era el primo hombre que se dejaba dominar por pensamientos enfadosos; pues   —226→   pronto recobró su natural franqueza, diciendo:

-¡Disparate! ¡Ya lo creo!, ¡como que es imposible confundiros!: solamente que yo no os conocía. Perdóname, Aurora, que no te haya adivinado, y tú, Bernarda, ríete de mí... No me enfado, porque yo también me río...

En esto se oyó en la plaza algazara de voces y ruido de gente, y los tres se abalanzaron al balcón. Era que había llegado de la sierra la noticia del éxito feliz de la cacería, y el anuncio de que el lobo muerto iba a ser paseado en triunfo por todas las calles del pueblo, para que, grabándose en la memoria de todos, se hiciese perpetuo el recuerdo de tan formidable victoria. La voz pública aclamaba al Diputado y vitoreaba al síndico, verdaderos héroes de la hazaña. Enterada Aurora del suceso, abandonó el balcón bruscamente, y corrió hacia el interior de la casa. Encontrose con Marta que la detuvo, diciéndole:

-¿Adónde vas hecha una loca?... ¡Hum!: no me lo digas, porque lo sé: has visto al primo, y te ha sorbido el seso... ¡Ya se ve!: como que es un mozo, que ni soñado.

Aurora la apartó para abrirse paso, y arqueando la boca, siguió adelante sin contestarle.

Ya bien entrada la noche llegó Martín Cañizares, que volvía del Juncar, y entró en el parador,   —227→   caballero sobre su mula de paso. De un salto se puso en tierra, y entró en la casa alborotando el cotarro con estas voces:

-¡Dónde está ese hombre que me trae a uña de caballo! Vamos a ver si llega el momento de que yo le eche la vista encima.

La familia acudió a la escalera, y el señor Cañizares subió de dos en dos los escalones.

-¡Ah, pícaro Fermín! (dijo abrazando a su sobrino, y mirándolo después de arriba abajo.) Esto es... ¿lo veis?: lo mismo que yo me lo imaginaba: alto, fuerte, sano, robusto... Y ahí tiene V., doña María de la Paz, ahí tiene V. lo que son las cosas: es preciso que los parientes nos presten un hijo, en vista de que V., señora mía...

-Calla, Martín, porque sé lo que vas a decir, y es un desatino.

-Bueno; doblemos la hoja... Así como así, por más doblada no doy un cuarto... ¿Y qué?... ¿No se cena en esta casa?

La mesa estaba dispuesta, y María de la Paz echó delante, detrás Aurora, y luego Nona. Cañizares puso la mano sobre el hombro de su sobrino, y lo detuvo, diciéndole al oído:

-Ayúdame, Fermín, porque ya soy viejo, y empiezan a pesarme las piernas. (Y bajando la voz, añadió confidencialmente:) Ahora oye un   —228→   consejo: no me llenes la casa de chiquillas: un muchacho ha de ser lo primero; un muchacho que alegre los últimos años de mi vida.

La cena humeaba sobre la mesa, y el pan moreno amasado en la casa aumentaba la blancura del mantel: dos velones con los cuatro mecheros encendidos iluminaban la trasparencia del agua que llenaba los vasos, chispeando en el vino que cubría el borde de las copas.

Acababan de sentarse a la mesa, cuando se sintieron pasos precipitados, sollozos y lamentos, y de golpe y porrazo se presentó ante la familia atónita el señor Cura, con la sotana desgarrada, sin manteo y sin sombrero, pálido como la cera, trémulo como un azogado.

-¿Qué ocurre, señor Cura? -preguntó Cañizares.

-¡Ah, señor D. Martín! (exclamó el señor Cura con acento desfallecido.) ¡Qué desgracia tan grande! ¡Qué crimen tan abominable! ¡Qué sacrilegio tan espantoso!

-Serénese V., señor Cura (dijo D. Martín). ¡Ea!: dadle un sorbo de agua y vino, que se tranquilice... Vamos a ver: ¿qué pasa?

Con voz ahogada por los suspiros y por las lágrimas, y juntando las manos como quien pide misericordia, el señor Cura, casi aniquilado, medio muerto, sollozó estas palabras:

  —229→  

-Sr. D. Martín, ¡las alhajas de la Virgen han sido robadas!...

No pudo más; vaciló, y hubiera caído en tierra, si Fermín no le hubiese sostenido en sus brazos. El espanto anudó la voz de todos los que se hallaban presentes.



  —231→  

ArribaAbajoCapítulo XVI

El sumario


Ni el terremoto de Orán causó más sorpresa ni más espanto en la ciudad asolada, que el robo de las alhajas de la Virgen produjo en la villa de los Remedios. Ojos afligidos que se elevaban al cielo, manos cruzadas sobre el pecho, semblantes atónitos que miraban a una y a otra parte, no acertando a dar crédito a lo que oían; tal era, poco más o menos, el cuadro que en las calles, en los portales de las viviendas y en el interior de las casas ofrecían los habitantes de aquel pueblo escondido en el último rincón del mundo.

¡Robadas las alhajas de la Virgen!... Pero...   —232→   ¡cuándo!..., ¡cómo!..., ¡quién!... ¿Cuándo?... Durante la noche de la batida, en que medio pueblo se hallaba en la sierra. ¿Cómo? Escalando el muro que cerraba el huerto de la iglesia, abriendo con llave segura la puerta que comunicaba con la sacristía, y forzando la doble cerradura de la cajonera que contenía el cofre de hierro... ¿Quién?... Aquí hacían alto todas las sospechas, porque las conjeturas más suspicaces se detenían ante los nombres de las tres personas que el suceso hacía acudir a la memoria.

El señor Cura..., el Sacristán..., el Alcalde... El señor Cura, que vivía en la casa rectoral de la iglesia; el Sacristán, que habitaba en su pequeña casa del huerto junto a la sacristía, y el Alcalde, que tenía una de las llaves que guardaban las alhajas. Pero la veneración que inspiraba el señor Cura lo ponía a cubierto de toda sospecha: su sobriedad, su amor a la pobreza, su caridad, todo hablaba en su favor; el Sacristán, hombre sin necesidades, sin familia, pegado a la iglesia como la hiedra al tronco, y que además había pasado la noche en la sierra, no podía ser objeto de la suspicaz malicia de la gente; y, en fin, el señor Alcalde, ligero de cascos, farolón, mete-sillas y saca-muertos, tiranuelo de monterilla, muy a propósito para cualquier enjuague municipal, no era, sin embargo, capaz de   —233→   tener arte ni parte en la ejecución de tan escandaloso sacrilegio.

Además, el señor Cura parecía alelado por la impresión del suceso; lloraba como un niño, y en su rostro de paz se dibujaba fielmente la desolación de su alma; el Sacristán, por su parte, parecía herido por un rayo: sus ojos desencajados iban de una parte a otra como buscando con ansia desesperada el rastro del crimen, y de vez en cuando comprimía convulsivamente los labios y apretaba los puños para contener el furor interior de que se hallaba poseído; y, en fin, el Alcalde semejaba a un loco, yendo y viniendo, entrando y saliendo, subiendo y bajando, multiplicándose por todas partes, dispuesto a meter en el último calabozo de la cárcel hasta a los santos de la iglesia. Realmente participaba de la indignación y del espanto del pueblo.

Y la cosa era que no se conocía en el vecindario persona alguna capaz de tanta maldad, de tanta audacia y de tanta astucia; porque los más señalados con el dedo, ladrones, digámoslo así, de tres al cuarto, no ofrecían en la hoja de sus fechorías méritos bastantes para que pudiese atribuírseles valor y medios proporcionados a la magnitud de la empresa.

¿A qué punto volver los ojos de las presunciones   —234→   en busca de las huellas del crimen? ¿De dónde había venido un golpe tan seguro, tan sigilosamente concertado, con tanta habilidad dispuesto, sin dejar por ninguna parte señales de su paso? ¿Adónde habían ido a parar aquellas alhajas sagradas, rico patrimonio de la piedad, y honor de la tradición del pueblo? La sospecha pública andaba a ciegas, sin poder penetrar en las sombras del misterio; se hallaba suspensa, al mismo tiempo que la indignación crecía en los ánimos conforme se iba aumentando la densidad de las tinieblas; y en medio de tanta oscuridad, échele V. un galgo.

Pero bien: la justicia oficial suele ser perspicaz algunas veces, y lo que no ven los aturdidos ojos de la multitud, puede verlo, y hay casos, el encargado de inquirir los secretos de la perversidad y de dar a cada uno su merecido. En ese recurso fundaba el pueblo su esperanza de que al fin serían descubiertos los culpables, y, sea como quiera, hay que convenir en que era al fin una esperanza.

En efecto: el Juez acudió desde el primer momento, personándose en la sacristía teatro del suceso, donde constituyó el juzgado para practicar las primeras diligencias del sumario. Detrás del Juez se hallaba el Escribano, esa sombra, al parecer inevitable, de la justicia humana.

  —235→  

Diose principio a la indagación de los hechos por la declaración del Sacristán, de la que resultaba lo siguiente:

«Que al salir para la batida cerró con dos vueltas la puerta de la sacristía que comunica con el huerto; que guardó la llave como siempre en el cajón de su mesa; que del mismo modo cerró la puerta de la casa, llevándose la llave en el bolsillo, como también la de la puerta interior de la torre, que es por donde su casa se comunica con la calle; que al volver de la sierra encontró dichas puertas cerradas como las había dejado, y la llave de la sacristía en el mismo sitio en que la puso al irse, sin notar en ninguna parte señal de violencia; pero que al abrir la puerta de la sacristía advirtió que el pestillo no tenía más que una vuelta, cuando estaba seguro y podía jurar que le había echado las dos vueltas a la llave, como acostumbraba a hacerlo siempre; que entonces reparó en Minerva...»

Aquí el Juez le interrumpió para preguntarle:

-¿Quién es Minerva?

-Minerva (contestó), es mi perra de caza, conocida en todo el pueblo, más fina que el oro.

-Adelante -dijo el Juez.

«Que Minerva, desde que entró en el huerto, se plantó al pie de la higuera y levantó el hocico, como hace cuando toma vientos en el monte;   —236→   que, olfateando la tierra, llegó al pie del muro que separa el huerto de la calle, y se empinó, oliendo las piedras de la pared como si quisiera comérselas; que desde allí, rastreando, se fue a la puerta de la sacristía, y escarbó con las manos, y gruñó lo mismo que cuando se le pierde el rastro en la madriguera; que en cuanto el que habla abrió la puerta, Minerva se precipitó dentro, y con la nariz pegada al suelo, corrió hasta la mitad de la sacristía, y se paró delante de la cajonera, en el mismo sitio en que se reviste el sacerdote para decir Misa, y que allí olfateó el aire y se puso de manos oliendo el cajón en que estaban encerradas las alhajas; que entonces el declarante lo examinó, sin encontrar al pronto nada que le llamara la atención, hasta que, fijándose más atentamente, pudo observar que alguien había intentado forzar el cajón, y le dio un vuelco la sangre al ver desunida la juntura superior y manifiestas las señales del instrumento introducido en la juntura para desunirla; que sin saber qué hacer ni qué pensar, se quedó medio muerto delante de la cajonera; que entonces entró en la sacristía el señor Cura, y le hizo ver lo que acababa de observar, y atribulados, llamaron al señor Alcalde, que acudió en el acto, y se trajeron las llaves, que no eran necesarias; porque el cajón estaba abierto, y   —237→   dentro encontraron el cofre de hierro vacío.» Tal era, en sustancia, la declaración del Sacristán. La del señor Cura se reducía a que la noche anterior, después del rosario, como al oscurecer, lo mismo que todos los días, se registró la iglesia capilla por capilla, y se cerraron las puertas, asegurándose de que quedaban bien cerradas; que lo mismo se hizo en la sacristía, más por costumbre de hacerlo así que por temor de tan grave sacrilegio. Que al día siguiente se levantó al amanecer, y dijo la Misa del alba, sin advertir nada hasta el momento en que el Sacristán le hizo ver el estado en que el cajón se hallaba, y se llamó al señor Alcalde, y se descubrió todo.

El señor Alcalde confirmó cuanto a él se refería; y evacuadas las citas de testigos producidas por las anteriores declaraciones, nada más pudo averiguarse. Quedaba que examinar a los vecinos inmediatos a la iglesia, y todos dijeron lo mismo; nada habían oído durante la noche: ni pasos en la calle, ni ruidos sospechosos, ni siquiera el ladrido de un perro.

-El sereno (dijo el Juez de pronto): que venga inmediatamente el sereno del barrio.

Y Juan Pito, conducido por el alguacil, compareció con asombrados ojos, sin saber qué podía querer la justicia de su humilde persona.

  —238→  

Juró decir verdad en todo lo que supiese y fuere preguntado; pero ¿qué podía saber, si había pasado la noche en la sierra, sobre lo alto del Barranco, esperando al lobo? Juan Pito salió a la calle con semblante airado, rechinando los dientes y amenazándose a sí mismo con ambos puños. Cercole la gente, que, estacionada alrededor de la iglesia, esperaba el resultado de las indagaciones judiciales, comiéndoselo a preguntas; pero su boca era una piedra, y sólo contestaba encogiendo los hombros y arqueando las cejas.

Hizo el Juez prodigios en la investigación: echó a un lado el camino legal que tanto favorece a los criminales en los Códigos modernos; aguzó las preguntas, sorprendió a los testigos con observaciones inesperadas; agotó, en fin, todos los recursos de su discreción, y nada pudo sacar en limpio. La verdad obtenida en el sumario echaba un velo impenetrable sobre el delito. Todos habían dicho la verdad, y la verdad no daba luz ninguna.

Acto continuo se procedió al examen minucioso y pericial del sitio en que se había cometido el robo, del cual resultó que el muro, a pesar de su altura, debió ser escalado por medio de un garfio sujeto a una cuerda, porque en lo alto de la tapia se veían las señales sobre las piedras   —239→   arañadas por el hierro, y a uno y otro lado de la pared manifiestos indicios de haberse apoyado en ella los pies para elevarse por la cuerda pendiente del garfio.

En la tierra movediza del huerto, al pie del muro, se veían dos huellas profundamente grabadas en dirección a la pared, impresas por el peso del cuerpo al caer desprendido de la cuerda. Estas huellas volvían sobre sí mismas, dirigiéndose, confusamente señaladas, hacia la puerta de la sacristía. La cerradura de la puerta no ofrecía indicio alguno de violencia; pero examinada la parte interior, se observó que había sido profusamente bañada con aceite para que la llave entrara fácilmente en la cerradura, lo cual inducía al cerrajero a creer que la puerta no se había abierto con su propia llave; y lo confirmaba en ello la circunstancia de que la llave guardada por el Sacristán entraba holguera, y los dientes, gastados por el uso, no agarraban las guardas del pestillo sino haciendo un esfuerzo particular, que sólo el Sacristán conocía, porque él sólo usaba aquella llave.

Examinado el cajón que contenía las alhajas, se vio que había sido abierto por medio de una palanqueta, quedando después del robo aparentemente cerrado.

Sin pérdida de tiempo se expidieron exhortos   —240→   en todas direcciones, se dieron órdenes reservadas a la Guardia civil, y quedó terminado el sumario, o por lo menos suspenso ante la oscuridad que ocultaba a los culpables.

Mordía el escribano el extremo de la pluma, guiñando ya un ojo, ya otro, como si pasara de una conjetura a otra, mientras el Juez daba vueltas al bastón que tenía entre sus manos, con semblante confuso, pensativo y ceñudo, cuando entró el Alcalde, diciendo:

-Vamos a ver, señor Juez: ¿a quién prendemos? Esto no puede quedar así; hay que prender a alguien, uno a lo menos, sea quien sea.

Por toda respuesta el Juez tomó el sombrero, y seguido del escribano que llevaba el rollo de los autos debajo del brazo, salió de la sacristía. La gente, agolpada a la puerta de la iglesia, abrió paso a la justicia, que se adelantó silenciosa y cabizbaja, andando con la lentitud de quien no sabe por dónde anda.

Detrás apareció el Alcalde; cercáronle los más curiosos, y les dijo:

-Nada se sabe; pero estamos sobre la pista, y no se puede descubrir el secreto del sumario: caerán, ¡vaya si caerán!, y no se han de escapar ni las ratas: como que tenemos la sartén del mango, y ahí está el Diputado, que nos ha prometido no salir del pueblo hasta que no se averigüe   —241→   todo y sean castigados los culpables. Calma y orden... La autoridad no duerme, y ahora mismo voy a registrar el pueblo, casa por casa... ¡Ea!; seguidme, y veréis cómo no dejo piedra sobre piedra.



  —243→  

ArribaAbajoCapítulo XVII

La velada


Allí está María de la Paz, empeñada en desenredar la madeja, hilada en la casa y curada al sol y al aire, que, extendida alrededor de las devanaderas de cañas, parece resuelta a que por el hilo se saque el ovillo. Mas a fuerza de paciencia, tira de aquí, tira de allí, consigue María de la Paz deshacer el enredo; las devanaderas dan unas cuantas vueltas sobre la barra de hierro que las sostienen, y de pronto vacilan, la hebra se resiste, y ya tenemos otra vez a Periquillo hecho fraile; vuelta a empezar; nuevo enredo y nuevo desenredo. El hilo de la madeja parece el hilo de la vida; apenas se desenreda, cuando vuelve a enredarse; pero en buenas   —244→   manos está el pandero, y quieras que no quieras, la madeja poco a poco va enflaqueciendo, y el ovillo engruesa en las manos de la Pacheca.

Sentada delante de su madre, junto a la mesa cuadrada que, cubierta con una manta de lana y enriquecida con diversos dibujos y variados colores, sostiene el gran velón sombreado por doble pantalla, se entretiene Nona en retorcer entre sus redondos dedos, formando cordoncillos, la urdimbre suelta de las toallas que aquella misma tarde han salido del telar para entrar al servicio de la familia.

Al otro lado de la mesa, Aurora, inclinada sobre un periódico de modas, de fecha atrasada, verdadera serpiente tentadora de todas las Evas del nuevo paraíso, y que le había prestado la Jueza, no precisamente la mujer del Juez, sino la hija, repasa los dibujos y los figurines que tiene delante con la atención de quien ve entreabiertas las puertas de un mundo soñado y desconocido.

D. Martín Cañizares se pasea de un extremo a otro de la habitación; tose con frecuencia y se suena las narices estrepitosamente, como si quisiera desahogar el pecho de impertinentes opresiones y descargar la cabeza de algún peso molesto.

  —245→  

También está allí Fermín, con los codos apoyados en la mesa, y, digámoslo así, con la cabeza sumergida entre las manos. No se sabe a ciencia cierta si duerme o medita.

Por último: a respetuosa distancia, amparada por la sombra de una de las pantallas, se ve a Marta, sentada en una silla que no levanta medio palmo del suelo, con la rueca atravesada en la cinta del delantal, hila que te hila.

Sobre la mesa hay un tomo del Año Cristiano, cuya pasta gastada advierte que se abre con frecuencia, y junto al libro descansa un rosario de cuentas gordas, del que penden medallas milagrosas y cruces benditas.

-¡Ave María! (exclamó de pronto la Pacheca.) ¡Qué silencio tan triste! Parece que os han dado cañazo, y cualquiera diría que no pensáis cosa buena cuando no acertáis a decir ni una palabra.

Nona miró a su madre, como siempre, con la risa en los labios; Aurora arqueó la boca; Fermín abrió los ojos y los clavó en su tía; a Marta se le cayó el huso de las manos, y don Martín tosió con más violencia, se sonó con mayor ímpetu, y dijo:

-El demonio del robo de las alhajas no me deja ni a sol ni a sombra. Cuando lo pienso, se me oprime el alma, y cuantas más vueltas le   —246→   doy, más peso siento en la cabeza. Ya hace tres días que nos han deshonrado, y nada se descubre. Fermín, no hay que devanarse los sesos; el ladrón no es del pueblo; ni el mismo Mindolo se hubiese atrevido a robar a la Virgen... ¿Pero de dónde nos ha venido este golpe?... Aquí es donde yo me tiro de los pelos.

-Y el caso es (añadió María de la Paz) que al señor Cura le va a costar la vida.

-¿Pues y el Sacristán? (dijo Nona.) Se está quedando en los huesos. Esta mañana en Misa parecía una sombra.

Miró Fermín por algunos instantes a Aurora, que seguía absorta en la contemplación de los figurines; se dirigió luego a Nona, que bajó los ojos al sentir la mirada de su primo, y después dijo:

-He hablado extensamente con el Juez, y están bien apreciadas todas las circunstancias. El hecho se ha consumado con gran astucia, y la cacería, en que medio pueblo se hallaba en la sierra, ha sido la ocasión propicia: la cosa estaba muy de antemano preparada, pues hay por medio una llave misteriosa hecha ad hoc Dios sabe dónde. Un solo ladrón ha penetrado en la sacristía, porque las huellas estampadas en el huerto responden a una misma medida.

-Hasta ahí ya estamos (replicó Cañizares),   —247→   y si no habéis descubierto más que eso, nuestro gozo en un pozo.

-Hay más: hay un testigo incapaz de mentir, del que al pronto no se ha hecho caso, y que indudablemente está en el secreto.

-¿Quién? -preguntaron todos.

-Minerva -contestó Fermín.

Minerva! ¡La perra del Sacristán!...

-La misma.

-¿Y ha hablado?

-Como una cotorra.

-¡Jesús mil veces!... (exclamó María de la Paz.) ¡Qué demonios ha podido decir la perra!

-Minerva es una alhaja. La hemos puesto en la calle por donde ha sido escalada la tapia, y ha hecho maravillas. Olfateó primero la pared por el sitio en que se encuentran las señales del escalamiento, empinándose como si quisiera trepar por el muro; luego, con el hocico pegado a la tierra, rastreó de un lado a otro. «Busca, Minerva, busca», le decíamos nosotros: y el animal se deshacía yendo y viniendo. De repente se detuvo, oliendo con ansia, y como siguiendo el rastro, corrió a lo largo de la pared. Seguímosla, animándola con nuestras palabras; y después de muchas vueltas, perdiendo unas veces la pista, recobrándola de nuevo, nos llevó al fin delante de la puerta de una casa, aulló,   —248→   nos miró con ojos inteligentes, y se plantó de muestra.

-¿Y qué? -preguntó Cañizares.

-Nada: el Juez, el Sacristán y yo nos miramos; ellos con asombro, y yo diciéndoles con aire triunfante: «Aquí está el nido.» Recogimos a Minerva, y nos volvimos sin hablar más palabra.

-¿La casa habrá sido registrada inmediatamente?

-No.

-¿Estarán ya presas las personas que la habitan?

-Tampoco.

-¡Demonio!... ¿Pues en qué estáis pensando?

-Calma, tío, calma: no hay que precipitar las cosas, que ellas vendrán por sus pasos contados. Estamos sobre la pista, y una imprudencia puede cerrarnos el camino. Aún nos queda que hacer con Minerva otra prueba, y ésa será definitiva.

-Y la casa que dices, ¿está dentro del pueblo?

-Psh... -contestó Fermín.

-Vamos, ¿quién la habita?

-No puedo decirlo.

-¡Ni a mí!

-A nadie.

  —249→  

-Bien hecho (dijo María de la Paz). No seas curioso. ¿A qué meternos en las cosas de la Justicia?

Aurora levantó la cabeza, diciendo:

-Vamos a tener robo para muchos días. ¡Ya se ve!: aquí es una cosa extraordinaria, y, por lo que dice el primo, ya hablan de ella hasta los perros.

-Pues Dios quiera (dijo Nona) que se descubra, porque en la vida se ha visto una picardía más grande.

-Lo descubriremos, prima; yo te prometo que lo descubriremos; pero dice bien tu hermana: no se debe hablar tanto del asunto. Lo que yo he dicho es un secreto que ha de quedarse entre nosotros. Nadie se ha enterado de la revelación que nos ha hecho Minerva. Y ella no ha de ir a contarlo.

-¿Lo oís? (exclamó Cañizares.) Punto en boca.

-Ahora los dejo a Vds.; tengo cita con el Juez; volveré pronto.

-Vuelve a la hora que quieras (le dijo su tía). Chucho te esperará al pie de la escalera hasta la consumación de los siglos.

Luego la campana de la iglesia sonó tristemente, y el eco fue de casa en casa, diciendo: «Las diez de la noche.» Era la hora en que se recogía la familia.

  —250→  

Detrás de la alcoba en que dormía el matrimonio se hallaban los cuartos de Aurora, Nona y Marta, que se comunicaban entre sí, y tenían salida al gran corredor de la casa. Marta era, si puedo decirlo así, aya de las dos hijas de Cañizares, y no se acostaba ninguna noche sin dejarlas en la cama, todo bien cerrado, muy bien tapadas y casi dormidas. Luego echaba tres bendiciones sobre cada una de ellas, y se recogía, moviendo los labios como quien reza, y todas las noches, antes de dejar caer la cabeza sobre la almohada, besaba el relicario pendiente de su cuello, y renovaba la promesa hecha a la difunta abuela de velar sin descanso por Aurora, pidiéndole a Dios de todas veras que la casara pronto con su primo, que haría de ella una santa.

Acabando María de la Paz de devanar una madeja, miró a su marido mientras tiraba del hilo, preguntándole:

-Dime, Martín, ahora que estamos solos: ¿qué casa será esa que Fermín nos ha dicho?

-Mira, mujer: o yo vengo de arar, o la casa no está en el pueblo.

-¿Te lo ha dicho tu sobrino?

-No.

-Pues entonces, ¿cómo lo sabes?

-¡Ah, doña María, doña María!... No es   —251→   tan ciego el que ve por tela de cedazo, y ya sabes tú que a mí no se me escapa nada. ¿Te acuerdas del nido de jilgueros en el peral grande?

-Calla, hombre, que ya no te pegan esas cosas. ¡Vaya un recuerdo con que sales ahora!... ¡El demonio del nido!... Y, ¡válgame Dios cómo se pasa el tiempo! ¡Parece que fue ayer!... Mira, hablemos del robo de las alhajas.

-Pues oye: si has reparado en Fermín, habrás echado de ver que traía polvo hasta en las orejas, polvo rojizo, del que hay a manta de Dios en la rambla por el Paso de los gavilanes. ¿Qué quiere decir cristiano? Quiere decir que la perra los ha llevado al otro lado de la rambla.

-¿Y qué casas hay por allí, Martín?

-A eso le estoy dando vueltas... Por allí... No hay mucho que pensar; a la derecha, siguiendo la senda de los Cañares, se encuentra el cortijo de la Brenca; a la izquierda, metiéndose en el Salador, vamos a caer a la Olla de los Jiménez; y de frente, tomando derecho por los atajos, camino de la sierra, se va a la viña del Ermitaño.

-Y tú, Martín, ¿qué piensas?

-No sé qué pensar; pero eches tú por donde quieras, la casa no está en el pueblo.

-¿Vaya que la perra no da pie con bola?

-Puede; pero Fermín está muy en ello, y es   —252→   listo como una centella, y las coge al vuelo. En cuanto a la perra, tiene una nariz que canta en la mano... Y dime, María: ¿cómo andan los muchachos?

-Bien, hombre, bien. Aurora es orgullosilla; se la ha mimado mucho, y cree que todo se lo merece. Fermín es formalote, no le da mucho el naipe para los requiebros, y ahora, con la trapisonda del robo, no piensa en nada. Ellos acabarán por entenderse; para eso nadie necesita maestro.

-¡Ya lo creo que no!... Tú misma... ¿Te acuerdas, María?...

-No, Martín, no me acuerdo; no quiero acordarme... ¿De qué te ríes? El diablo tienes en la memoria esta noche. ¡Y a buena hora!...

-Corriente; pero es el caso que hay que ir pensando en la boda.

-No los corren moros... ¿A qué atosigarlos? Déjalos que se traten, que se conozcan. Y ahora ya puedes empezar a meterte en la cama, y no me pienses mañana en esas tempraneras que tomas; estás muy constipado, y es preciso que sudes.

Dicho esto recogió los ovillos, arrinconó las devanaderas, dio al paso una afectuosa palmadita en el hombro de su marido, y se entró en la alcoba, donde encendió la capuchina; y de puntillas,   —253→   para no hacer ruido, penetró en los cuartos de sus hijas, las besó suavemente por no despertarlas, y se volvió a la alcoba. D. Martín acababa de meterse en la cama, y María de la Paz lo arropó. Después rezó, se santiguó, dobló pieza por pieza la ropa colocándola sobre una silla, apagó la capuchina, y se deslizó entre las sábanas, diciendo al acostarse:

-¡Válgame Dios, Martín! ¿No podremos saber qué casa es esa que ha descubierto Minerva?

-Sí... María...: debe ser... la casa... de... de...

No dijo más, porque se quedó dormido.

Poco después la Pacheca hacía lo mismo. En medio del silencio se oían las sosegadas respiraciones del matrimonio, y era cosa de exclamar: ¡Cuán hermosamente duermen las conciencias tranquilas!



  —255→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII

Al día siguiente


Cuando Marta se despertó a la mañana siguiente, era ya muy de día; la luz iluminaba las junturas de la ventana; Chucho aullaba desaforadamente en el parador, vaciando en las grandes tinajas del cobertizo los cántaros de agua que, con ayuda del macho, traía de la fuente. Prisca, remangada hasta los hombros, hacía sonar en un lebrillo inmenso rebosando de agua caliente, todos los cachivaches de la cocina, que, a fuerza de puños, quedaban brillantes como el oro; a la vez que atizaba la lumbre del hogar, que no quería acabar de encenderse. Su lengua tampoco estaba ociosa, pues   —256→   unas veces contemplando la cacerola que tenía en las manos, torcía la boca diciendo: «¡Mira qué hermosa te quedas!...: desúñese V. para esto.» Otras veces, viendo rodar un puchero, decía: «Anda, panzón, corre y descrísmate.» Otras, en fin, miraba la lumbre sacudiendo la cabeza, y exclamaba: «¿Te querrás tú encender esta mañana? ¡Vaya, pues no echa pocos humos la señora!»

Por lo que hace a Gila, no estaba mano sobre mano; barría el corredor a grandes rasgos, llevando delante una nube de polvo, y de vez en cuando entonaba una copla con mucho retintín, que iba derecha a Chucho, y le picaba en lo vivo.

Marta abrió los ojos y se sentó en la cama, santiguándose dos veces, una por devoción y otra de asombro: la primera, porque acababa de despertarse, y la segunda, porque era ya muy tarde, y no sabía cómo se le habían pegado las sábanas. Saltó de la cama, y se vistió en un vuelo. Asomó la cabeza al cuarto de Nona, que empezaba a desperezarse, y luego hizo la misma operación en el cuarto de Aurora, que dormía profundamente.

Nuevo asombro: el mantón de lana con que ella misma había abrigado a Aurora, extendiéndolo a los pies de la cama, se hallaba desdoblado y medio caído sobre el respaldo de una silla,   —257→   y advirtió también que las zapatillas no estaban en orden, sino una aquí y otra allí, como si hubiesen sido abandonadas precipitadamente.

¡Se habría puesto mala Aurora durante la noche!... ¡Cómo no había llamado!... Se acercó a la cama con ánimo de preguntarle, porque no se le cocía el pan y la masa se le hacía vinagre, pero la encontró tan dormida, que no quiso despertarla, aunque tosió por si hacía la tos que se despertase, y fue en vano, pues por lo visto había caído en el sueño como en un pozo, y no daba señales de vida. Quedose pensativa, sin acabar de caer en lo que podría significar aquello, y salió de allí dispuesta a emprenderla con la primera que tropezara, y Gila y Chucho pagaron el pato, porque ¿qué hora era aquélla de escandalizar la casa con cantos y aullidos, cuando el niño Fermín se había retirado muy tarde, por asuntos de mucha importancia, y necesitaba dormir tranquilo sin que lo incomodara el vuelo de una mosca?

Gila y Chucho llevaron su correspondiente reprimenda, y también hubo algo para Prisca, pues era desconsideración grande hacer tanto ruido con los cacharros de la cocina, que, ¡vea V.!, caía casi debajo de la habitación en que Fermín se hallaba alojado.

Hecho esto, se fue un pie tras otro a enterarse   —258→   de si Fermín roncaba a pierna suelta; mas ¡cuál no sería su asombro al ver que la luz del día se escapaba por debajo de la puerta! «El demonio, se dijo a sí misma, se ha metido en esta casa... ¿Vaya que se ha acostado con el balcón abierto? Ciertos son los toros... Vendría muerto de sueño, y por cerrar el balcón, cerró los ojos, y allí queda eso. Pero yo vivo aún en el mundo, y entraré sin que lo entienda la tierra, cerraré el balcón a piedra y lodo, y que ronque hasta el día del juicio. No faltaba más sino que una pulmonía nos deshiciese la boda, cuando más falta hace.»

Dicho y hecho: empujó suavemente la puerta, que se abrió sin ruido, y una vez más tuvo que asombrarse. Fermín no dormía, como vulgarmente se dice, a calzón quitado; antes bien, se hallaba fuera de la cama, vestido de pies a cabeza.

-¡Jesús mil veces! (exclamó Marta al verlo.) ¡Tan de mañana! ¡Calla! ¡Y la cama está como si no hubiese dormido en ella ningún cristiano!...

-Volví muy tarde (dijo Fermín); me dejé caer en ese sillón que me esperaba con los brazos abiertos, y he dormido un par de horas.

-¡Qué le parece a V.!... En el sillón, sin desnudarse...: eso no es dormir como Dios manda.   —259→   Pero del mal el menos, porque todavía se puede echar un sueño.

-No (replicó Fermín); me gusta el aire de la mañana.

-¡Vaya, vaya! (dijo Marta.) Esa cara no es la de todos los días. Bien se ve que no ha pegado los ojos en toda la noche... Y ahora caigo en la cuenta: Chucho se ha dormido como un poste al pie de la escalera, y lo ha tenido en la calle las horas muertas. Es tan animal, que no hay quien pueda sacarle punta.

-No (dijo Fermín): Chucho se despertó en cuanto llamé. Además, no todos dormían en la casa.

-¡Milagro! (exclamó Marta); porque ésta parece la casa de los siete durmientes. Y ¿quién, quién era la que estaba despierta?

-No sé; pero al volver yo de casa del Juez, en la callejuela del parador tropecé con un bulto que se hallaba al pie de la reja que está sobre la bodega, y dentro de la reja había otro bulto.

-¡No hay más que decir! (exclamó Marta ahuecando la boca.) ¡Esa pícara Gila, no contenta con traer a Chucho al retortero, anda también en ventaneos!

-No era Gila -dijo Fermín.

-¿Cómo que no? Entonces... como si lo viera: ese demonio de Prisca, con sus treinta y   —260→   cinco años a la cola, es muy capaz de venirse con noviajos a media noche. Y vaya V. a ponerle puertas al campo, si a su edad el amor se le ha metido en el cuerpo.

-Marta; tampoco era Prisca la que estaba en la reja.

-¡Ay, niño Fermín! ¿Se puede creer que yo, que tengo ya un pie en la sepultura, estuviese en la reja pelando la pava?

-Si así fuese (añadió Fermín sonriendo), sería V. mujer de gusto, porque el galán me pareció de perlas, y tenía todo el aire de personaje de campanillas. Al pasar yo se pegó a la reja, como si quisiera tapar lo que había dentro.

Marta, que no era mujer de morderse la lengua, quedose muda, con la boca abierta, los ojos parados y el semblante atónito: cualquiera habría dicho que acababa de experimentar el deslumbramiento que causa la repentina luz del relámpago; y como si fuese así, se santiguó, exclamando:

-¡El dulcísimo nombre de Jesús!... Esto, niño Fermín, es obra del demonio, que no puede estarse quieto... ¡Virgen Santísima! ¡Ella en la reja... a media noche!... ¡Chist!...: que no lo entienda la tierra; porque si su padre llega a saberlo, la mata. ¡Tonta de mí!... Yo tengo la   —261→   culpa... Las dos duermen, se puede decir, junto a mi cama... y estos ojos que pudrirán pronto tierra...

Fermín la interrumpió, preguntándole:

-Vamos a ver: ¿cuál de las dos era la de la reja?

A Marta no se le ocultó la ansiedad con que Fermín hizo la pregunta.

-¡Cuál!... (exclamó, respirando con fuerza.) ¡Psh!... ¿Cuál ha de ser? Me parece que eso se cae de su peso... No es ningún arco de iglesia, porque al fin, cosas de muchachas; desde nuestra madre Eva, que en paz descanse, todas hemos hecho lo mismo.

-Pero, vamos, ¿cuál es? -insistió el sobrino de Cañizares.

-Cuesta trabajo decirlo, porque aunque es una chiquilla, y se cae de inocentona, no es cosa de darle un cuarto al pregonero, porque al fin es Cañizares y Pacheca por los cuatro costados, y las malas lenguas andan muy sueltas en el mundo.

-Yo no he de ir a decírselo a nadie. Vamos, Marta: ¿es Aurora?

-¡Aurora! (exclamó Marta, llevándose las manos a la cabeza.) No hay que pensar en semejante cosa. ¡Ella! ¡Estando para casarse con el real mozo de su primo! ¡Aunque estuviese   —262→   loca!... Me atrevería a poner las manos en el fuego.

-Entonces (dijo Fermín), no cabe duda... Nona es... la... la de la reja.

-¡Por los clavos de Cristo, niño Fermín, que esto no salga de nosotros!: ardería Troya, y sobre mí caerían todas las culpas... Punto en boca, que yo juro por este puñado de cruces que una y no más, señor San Blas. ¡Qué diría su abuela si viviera!...

Diciendo esto, enjugó sus ojos con la punta del delantal, y salió apresuradamente del cuarto de Fermín, porque había oído en el corredor la voz de Nona. A pocos pasos, Marta y Nona se encontraron, y la última dijo:

-¡Válgame Dios, Marta, qué cara traes! ¿Estás mala? ¿Por qué madrugas tanto?

-Más me valiera no haber pegado los ojos en toda la noche. Pero ven... Vamos al pajar, que ayer debieron poner las gallinas a manta de Dios, y estarán allí los huevos muertos de risa... Vamos, vamos; que tengo un peso en el corazón, que no me deja vivir.

Nona siguió a Marta, la cual bajó la escalera que iba al parador, y entró en la cuadra, de donde echó a Chucho con cajas destempladas; y por unos peldaños de madera tosca, sujetos a la pared, de mayor a menor, en un rincón de la   —263→   cuadra, una detrás de otra se encaramaron en el pajar. Una vez arriba, Marta abrazó a Nona, la besó muchas veces, y casi al oído le dijo:

-¡Hija mía! Tú no sabes lo que sucede.

-¿Qué dices, Marta?

-Eso; que el demonio se nos ha metido en la casa.

-¡El demonio! ¡Ave María Purísima! ¿Lo has visto tú?

-Como si lo viera; pero no te asustes, porque el demonio no tiene nada que ver con los ángeles del cielo, como tú eres. ¿Me das palabra de coserte la boca en cuanto oigas lo que voy a decirte?

-Sí, Marta; haré lo que tú me digas; pero habla, habla pronto, porque me tienes en brasas.

-¿Ves este relicario que siempre llevo conmigo?

-Sí -contestó Nona, besando el relicario.

-Me lo dio tu abuela el día antes de su muerte.

-Ya lo sé -añadió volviendo a besarlo.

-Pero no sabes lo que tiene dentro.

-No.

-Tiene un papel... ¿Ves? Así se abre. Este papel está escrito... Toma, léelo.

Nona sacó el papel contenido dentro del relicario, lo desdobló, y exclamó diciendo:

  —264→  

-¡Es letra de mi abuela!...

-Su letra es; lee lo que dice.

Nona leyó: «Marta, me muero pronto: Dios no quiere que enmiende viviendo el daño que con mi ciego cariño he hecho a Aurora. Cúmplase su voluntad santísima. A ti te la encomiendo; sé su ángel de la Guarda. Esa niña puede dar muchos disgustos a sus padres; sálvala de sí misma, y oye: mientras tú vivas, no descubras nada de esto a mi hija, que se moriría de pena. Sírvate este relicario de recuerdo continuo de la promesa que me tienes hecha... Dios os bendiga a todos, como yo os bendigo.»

-Ese escrito (dijo Marta) es la voz de la muerta.

-Sí -contestó Nona apretando el papel contra su pecho.

-¿Te enteras?

-No quisiera enterarme. ¿Por qué me cuentas estas cosas?

-Porque es preciso que las sepas; porque, hija mía, ¿no sabes tú que Su Divina Majestad sufrió muerte y pasión por salvar a los pecadores?

-Marta... ¿Quién no sabe eso?

-Pues bien: oye, que ahora entra lo gordo. ¿Querrás creer que tu primo Fermín?...

-¿Mi primo Fermín, qué?...

-Poca cosa, si me apuras; pero ha hecho el   —265→   diablo que el niño Fermín coja anoche a la loca de tu hermana hablando por la reja...

-¡Mi hermana hablando por la reja!... ¿Con quién?

-¡Toma! ¡Toma! ¿Ahí estamos?... Con ese hombre de Lucifer que nos ha enviado el infierno para la condenación de las almas. ¿No sabes que tu hermana está dejada de la mano de Dios?

-Por Dios, Marta, no digas esas cosas.

-¡Y mira tú qué pícara! Ha pasado por delante de mi cama sin despertarme. Así, a media noche..., por una reja que no levanta tres palmos del suelo, con ese hombre que hará de las suyas, y tomará soleta con diez mil de a caballo, y si te vi no me acuerdo, y ahí te quedas, mundo amargo. Porque, hija, el hombre es fuego, la mujer estopa, llega el diablo, y sopla. Así es desde el principio del mundo, y será hasta la consumación de los siglos. ¿Te parece a ti? Cuando va a casarse, cuando las gentes se hacen lenguas del novio, y todo está en punto de caramelo, y se espera la boda como pan bendito, ¡salir con esta pata de gallo! Si esto se sabe, adiós matrimonio, adiós paz en esta casa... Tu padre... tu madre... las conversaciones de puerta de calle, el retintín de las envidiosas, las chilindrinas... Te aseguro que se nos ha venido el mundo encima.

  —266→  

-¡Ay, Marta!... ¿Y qué dice mi primo?

-Dios aprieta, y no ahoga. Tu primo no sabía a qué carta quedarse.

-¿Cómo?

-¡Claro está!: no sabía si eras tú o Aurora la que estaba en la reja... Yo vi el cielo abierto.

-¿Y qué?

-No había remedio: era preciso cortar por lo sano. ¿Cómo dejábamos a esa criatura en el aire?...

-Di, di.

-¿No te enteras? Pues la cosa salta a la vista. Hemos ido a Roma por todo.

-Acaba, Marta, acaba.

-¡Qué torpe estás esta mañana! Oye: el primo cree que tú eres la de la reja... Ya lo sabes.

-¡Yo!...

-Calla, tonta; ¿a ti qué te importa? ¿Te vas tú a casar con tu primo? Sí que haríais una buena pareja; pero tú no piensas en casorios.

-Pero ¿qué dirá de mí, Dios mío?

-Ni una palabra: su boca será una piedra. ¡Qué ha de decir él, cuando tiene el alma más hermosa que hay en el mundo!

-Sí; pero pensará...

-Tampoco; es hombre, y los hombres no hacen alto en esas cosas como no les toquen muy de cerca. Ahora tú, punto en boca; deja correr   —267→   el mundo, porque lo de anoche, yo te juro que no volverá a suceder. Ellos se casullarán, se irán del pueblo, y santas pascuas.

-Esto es muy terrible, Marta.

-Muy terrible, hija mía. ¡Si vieras qué peso tengo yo en el alma!... ¡Vaya!: no me mires con esos ojazos tan tristes. Ésta es tu cruz, y hay que llevarla. ¿No has leído lo que dice tu abuela? Salvemos a Aurora, que yo me muera tranquila. ¿No quieres tú salvar a tu hermana?

Nona, por toda respuesta, cruzó las manos y bajó los ojos.

En esto la voz de María de la Paz se dejó oír en el parador, y Marta dijo:

-¡Tu madre!

Ambas se apresuraron a salir, y en el parador se encontraron con María de la Paz, que, viendo a Nona que quería esconderse detrás de Marta, la llamó, diciéndole:

-Ven acá, hija mía, ven; no te escondas; ya sé que sales del pajar. Mira: ¿ves? Lo que te tengo dicho: el polvo de la paja es muy malo para la vista, y ya tienes los ojos llorosos. Deja a Gila que recoja los huevos de las gallinas, que ésa es su obligación.

-¡Vaya, menos sermones! (dijo Marta): si ha ido al pajar, ha ido conmigo.

-¡Ea!: ya tenemos aquí al paño de lágrimas.

  —268→  

Pues oye, acércate, y acaba de tender esta ropa, que hoy van los oficios retrasados. Y tú, hija mía, sube, y con agua bien fresca, lávate esos ojos, que se parecen esta mañana a los de Nuestra Señora de las Angustias.

Nona se dirigió a la escalera, y comenzó a subirla con la frente inclinada, y lenta, muy lentamente, como si el mundo entero pesara sobre su cabeza.



  —269→  

ArribaAbajoCapítulo XIX

Una por otra


Marta se había equivocado de medio a medio al decir que los hombres no hacen alto en ciertas cosas de las mujeres, como no les toquen muy de cerca; pues, sin ir más lejos, allí estaba Fermín que daba testimonio de todo lo contrario. Porque es el caso que el futuro marido de la hermosa hija de Cañizares, el novio oficial, auténtico, de la mejor moza del pueblo, que debía casarse de un día a otro, dando ocasión a la boda más ruidosa de aquellas cercanías, daba continuas vueltas en su cabeza al descubrimiento que acababa de hacer. Esta cavilación, mil veces ahuyentada, volvía a cebarse en su imaginación con la tenacidad de la   —270→   mosca, y sacudida aquí, manotazo allá, la hacía irse, pero volvía, y no encontraba medio de deshacerse de tan molesto enemigo.

¡Nona, a media noche, en la reja, burlando la vigilancia de la familia, manos a boca con un hombre desconocido, que pronto abandonaría el pueblo para no volver en su vida! He ahí el punto de partida de su admiración. Mas ¿qué había en ello de extraordinario? Dos amantes más o menos misteriosos, a media noche, con una reja por medio, es un espectáculo que se encuentra a cada paso, en las calles solitarias de los pueblos del Mediodía, durante la noche.

Es verdad que no es el camino más seguro para que las cosas lleguen a buen término; pero las costumbres no son tan severas, y guiñándose el ojo, dejan que ruede la bola. Lo de la reja era, en efecto, moneda corriente; mas lo que a Fermín escarabajeaba es que fuese Nona la de la reja. ¿Y por qué? La casa de Cañizares, ¿era acaso un convento de monjas? ¿Había hecho Nona profesión de consagrar a Dios el resto de sus días? ¿Quién había dicho que por aquellos ojos apacibles como una mañana de mayo no había de entrar un rayo de amor humano, que es al fin el sol de las almas?

A sí mismo se decía Fermín todas estas cosas, revolviendo en su imaginación esas y otras razones;   —271→   y, sin embargo, la imagen de Nona, fingiéndose dormida para burlar la vigilancia de Marta, levantándose silenciosa y descalza, pasando de puntillas por delante de la cama de su guardiana, deslizándose como una sombra por el corredor, bajando a la reja trémula, ansiosa, inquieta, anhelante, enamorada..., le causaba un daño indecible. Y vamos a ver: ¿por qué? ¿Era acaso la primera muchacha irreflexiva que se dejaba guiar por los impulsos de su corazón? Claro está que podía haber puesto a su madre, a Marta siquiera, en el secreto de aquellos amores tan misteriosos; pero, por lo visto, cerraba su boca a toda confidencia el temor de la oposición de su padre, y el señor de Cañizares era hombre muy duro de pelar.

Pensando en esto, decía Fermín: «¿Qué razones puede tener mi tío para oponerse a la elección de su hija? ¿Que el apellido de ese hombre no es ilustre? ¿Y ha de llevar su manía nobiliaria a tanto extremo? Sí, es una persona aquí desconocida, un advenedizo, un cunero; mas, sea como quiera, resulta elegido por el pueblo; es muy suelto de lengua, se encuentra hecho Diputado, ¿por qué no ha de ser mañana ministro? Las gentes políticas medran tan fácilmente, que bien pudiera mi prima alcanzar una brillante posición en el mundo. ¡Ay, Nona!   —272→   (añadía con un profundo suspiro): si yo pudiera convencer a tu padre, no dejarías por mí de ser dichosa.»

Deteníase algunos momentos en esta idea, y luego seguía pensando: «Tenemos que ese hombre ha cautivado su corazón; ¿pero ese hombre la merece? ¿Es para él un pasatiempo que olvidará en cuanto le vuelva la espalda al pueblo? Entonces, ¿qué sería de ella?, ¿qué sería de su corazón tan vilmente engañado? No; Marta la vigila y yo la protejo; estoy en el secreto, y no consentiré que sea burlada. Ese hombre no sabe dónde se ha metido.»

Aquí la energía habitual de sus facciones se acentuaba vigorosamente, y las ventanas de la nariz se dilataban para dar paso al aire que los pulmones aspiraban con violencia.

Tal era, poco más o menos, el oleaje en que se agitaba el mar de sus pensamientos.

Probablemente no se hubiera almorzado en la casa en todo el día si D. Martín, sentado a plomo delante de la mesa, no hubiese hecho resonar su voz no muy dulce ni excesivamente templada, a la familia, a grito pelado, llamando a cada uno por su nombre.

-¡María!... ¡Nona!... ¡Aurora!... ¡Fermín!... Pues, señor, ¿dónde se habrá metido esta gente?... A ver, tú, Prisca... ¿Qué hace   —273→   tu ama? ¿Se han quedado sordas esas muchachas?... ¿Y mi sobrino? ¿Dónde está mi sobrino? ¡Por vida de Sanes, que están al caer las diez de la mañana, y tengo el estómago en los talones! ¡Aunque fuera hoy día de ayuno!

Gracias al auxilio de Prisca, que sin apartarse del hogar gritó como una desesperada, y puso en movimiento a Gila, comenzó a reunirse la familia. La que primeramente entró en el comedor fue Aurora. Venía despeinada y vestida de cualquier modo, como quien acaba de abandonar la cama; mas en ella hasta el desaliño servía para dar más realce a su belleza. Ligeramente pálida, parecía que las últimas sombras del sueño no querían abandonar del todo los suaves contornos de sus mejillas; su tez se mostraba en toda su pureza, los rayos de sus ojos brillaban indiferentes, y el desdén era la expresión de su boca.

Entró, como digo, y fue a sentarse en el sitio de la mesa que habitualmente ocupaba, al mismo tiempo que sus labios se dilataron prorrumpiendo, si puedo decirlo así, en un gran bostezo.

-¡Hola, señorita! (exclamó D. Martín.) ¿Son ésos los buenos días que le das a tu padre?

-Buenos días -dijo Aurora.

-Santos y buenos nos los dé Dios a todos.   —274→   Mira: corta ese pan, a ver si empezamos.

-Ahora -contestó ella, apoyando el codo en el borde de la mesa y la mejilla en el hueco de la mano.

En esto entró Nona; miró tristemente a su hermana, queriendo sonreírse, y fue a quedarse de pie junto a su padre.

-¿Qué quieres tú, muchacha?... ¿Te has vuelto muda? ¡Vamos!, ¿qué quieres?

-La mano -contestó Nona.

-Sí, mujer, sí; tú tienes esa buena costumbre, y yo, cuando tengo hambre, no tengo memoria. Toma, hija, toma la mano, y Dios te haga una santa.

Nona se inclinó y besó la mano de su padre, mientras él decía:

-¿Y vuestro primo? Él es el primero todos los días a la hora del almuerzo, y hoy parece que se lo ha tragado la tierra.

-Ya baja (advirtió Nona); Gila ha ido a avisarle.

D. Martín se dio una gran palmada en la frente, exclamando:

-¡Vaya, se me fue el santo al cielo!... Ya no me acordaba de que ha pasado la noche de parranda con el señor Juez. ¡Qué muchacho! Es la alhaja de toda la parentela... ¿Sabéis vosotras a qué hora vino?

  —275→  

Aurora se encogió de hombros, y Nona contestó:

-No, señor, no lo sabemos.

-A las dos y media (dijo Fermín, entrando en el comedor). Poco más o menos, sería esa hora.

-No encontrarías ni un alma por esas calles de Dios, porque en este pueblo todo el mundo se recoge temprano, y no da señales de vida hasta que raya el día.

Fermín no contestó; pero miró alternativamente a Aurora y a Nona, sin más que mover los ojos de un lado a otro; pues estaba colocado entre las dos hermanas. La primera frunció ligeramente los labios, y miró al techo con profunda indiferencia; la segunda inclinó la cabeza sobre el plato, aún vacío, y bajó los ojos, pálida como una muerta.

D. Martín cogió un pellizco de pan, y se lo metió en la boca, al mismo tiempo que decía:

-Larga fue la conferencia... Hay tela cortada, ¿eh? Bueno; pero precisemos las cosas: ¿estamos ya al cabo de la calle?

-Sí -contestó Fermín.

-¡Demonio, y que tan triste! Cualquiera diría que te pesa en el alma la suerte de haber dado con la pista.

-¡Puede! (replicó Fermín); porque siempre es   —276→   triste encontrarse con que donde menos se espera...

-¿Salta la liebre? No digas más... Eso ya estaba aquí (añadió Cañizares). Mira tú: toda la noche le he estado dando vueltas al asunto; porque a mí no se me escapa nada: ya estaba yo en camino, y con lo que acabas de decir, ciertos son los toros; no tiene pérdida; iría con los ojos vendados. Pero punto en boca; que las mujeres tienen los oídos muy listos y la lengua muy larga; hablan lo suyo y lo ajeno. Si vieras a tu tía, no se le cuece el pan por saber a dónde fue a parar Minerva; todas son chilindrinas; pero yo me hago el sueco.

-¡Qué! (preguntó Fermín.) ¿V. sabe?...

-Sí, hombre, sí. ¿Crees tú que yo he bailado en Belén? No me gusta pensar mal de nadie, porque no hay pecado más malo que el de un falso testimonio. El que mata, mata; mas el que calumnia, deshonra: al muerto se le entierra, y los vivos le rezan; al deshonrado se le entierra vivo, y todo el mundo le vuelve la espalda. Mira, Fermín: prefiero cien mil muertes a la más pequeña deshonra; primero, porque soy Cañizares, y este apellido se lo debo a mi padre, se lo debo a mis hijos, se lo debo a nuestra ilustre familia. Es un depósito que he recibido, y que tengo que devolver limpio como el oro.   —277→   Después, porque soy hombre, y el que no es honrado es una bestia salvaje. Te digo, Fermín, que la más ligera sombra de deshonor en mi nombre, la lavaría con la sangre del mundo entero.

Cañizares hablaba así con la vehemencia que infunden las convicciones profundas, y chispeaban sus ojos lo mismo que una fragua, y su voz sonaba a sorda, como si saliese de lo más hondo de su alma; y sus brazos, agitándose amenazadores, descubrían el vigor varonil de su naturaleza sana y enérgica, lo cual dejaba entender que el ilustre descendiente de los Cañizares cumpliría al pie de la letra todo lo que estaba diciendo.

Nona temblaba oyendo crujir sobre su cabeza la voz de su padre, sin atreverse a levantar los ojos del plato que tenía delante, mientras Aurora, apoyados los codos sobre la mesa, erguido el talle, mondaba muy tranquilamente una manzana. Y su correcta belleza debía parecerse entonces más que nunca a Eva por lo de la manzana, si en efecto fue manzana la fruta del paraíso.

Fermín, por su parte, escuchaba atentamente las palabras de su tío; y, si puedo decirlo así, añadiré que su semblante se abría de par en par para recibirlas, porque en ellas se hallaban contenidos   —278→   sus propios pensamientos. Mas al llegar a la terrible promesa con que Cañizares terminó su discurso, cubrió a Nona con su mirada, como si quisiera defenderla, y haciendo rayas sobre el mantel con el rabo de la cuchara que tenía en la mano, dijo:

-Muy bien, tío. Pero no hay que pensar en eso, porque la casa de los Cañizares no ha de pasar por esa prueba.

-Así sea hasta el día del juicio (añadió don Martín). Por ahora no me asalta temor alguno de que el nombre de mi padre ande en lenguas, ni que alma viviente tenga por qué señalarme con el dedo. Y por lo que hace al día de mañana, tú, Cañizares también, aunque no por línea recta, vas a ser mi hijo en cuanto el señor Cura os eche las bendiciones; tú serás el hombre de la casa, y en buenas manos va a estar el pandero. Y sabes lo que te digo, que ya te ha caído la lotería, porque esta Aurora, que Dios me dio, tiene muchos humos; parece que se ha tragado el asador, y es más terca que todos los Cañizares juntos. Pero quiere decir que tú la irás amansando, porque bríos no han de faltarte para ponerla más blanda que la manteca. Si fuese esta otra, sería coser y cantar. Ahí la tienes, más humilde que una malva; no ha roto un plato en su vida: su madre dice que se hace de ella lo que se quiere,   —279→   y su tía la monja nos está mareando siempre con que es una santa.

Las palabras de D. Martín hicieron sonreír desdeñosamente a Aurora, pusieron el rostro de Nona encendido como la grana, y dejaron a Fermín cabizbajo, taciturno y pensativo.

A todo esto humeaba sobre la mesa una fuente de loza blanca, de la que se exhalaba un olor capaz de resucitar a un muerto. ¡Friolera!... Como que se trataba de una fritada de magras con pimientos y tomates. Pimientos verdes y frescos, tiernos y dulces; primicias tempranas recién cogidas en las matas del huerto de abajo; tomates, los primeros que había coloreado la luna de aquella semana y que habían llegado a la casa frescos, con el rocío de la aurora; magras, ¡ayúdeme V. a sentir!, adobadas con todos sus menesteres por las mismas manos de María de la Paz, que para adobar magras se pintaban solas. Y todo rebosando aceite, aceite limpio de la última cosecha; y, lo que es más, todo ello aderezado por Prisca, que en lo tocante al punto de la sal, tenía la gracia de Dios en los dedos. ¡Vamos!: la fuente decía: «Comedme.»

D. Martín aspiró con ansia aquel ambiente de vida, y dando una palmada en la mesa, dijo:

-¡Dónde se habrá metido esta mujer de mis pecados!...

  —280→  

Y con toda la voz de su impaciente apetito, gritó:

-¡María!... ¿Qué haces?... ¿Dónde estás?... ¿Te has muerto?...

La voz de María de la Paz se dejó oír por la parte del parador, diciendo:

-¡Calla, hombre!... Ahora no puedo ir.

-Lo de siempre (murmuró Cañizares). A la hora de comer, ¡ya se sabe!... Cualquiera diría que no come, y está reventando de gorda. (Luego, alzando la voz, preguntó en octava alta:) Pero, María, ¿almorzamos hoy, o lo dejamos para el año que viene?

-Almorzad vosotros (contestó doña María); que yo almorzaré cuando Dios quiera.

-Mal anda el carro (dijo Cañizares. Y luego añadió a voz en grito:) ¡Vamos a ver!, ¿qué es lo que te sucede?

-¡Nada, hombre! (replicó ella a grito pelado.) ¡Qué ha de suceder! Que no se sabe quién ha dejado abierta la reja del amasador que está encima de la bodega, y se han salido a la calle todas las gallinas.

Aurora miró a Fermín con natural indiferencia; Fermín miró a Nona, y Nona bajó los ojos.

-¡Ea, almorcemos! (dijo D. Martín); mientras Doña María de la Paz recoge las gallinas que se han salido a la calle.

  —281→  

Aurora comió con su habitual apetito; Fermín menos de lo que comía ordinariamente, y Nona casi no probó bocado; en cambio Cañizares se despachó a su gusto, comiendo por cuatro; se cobró en comida lo que le habían hecho perder en tiempo.

Después de las magras puso Prisca sobre la mesa dos pollas asadas, plato indispensable, porque hacía las delicias de D. Martín; y si se exceptúa una empanada de liebre, sobrante de la cena de la noche anterior, algunas ruedas de salchichón, aceitunas partidas, queso, miel y varias frutas entre secas y verdes, el almuerzo de la familia de Cañizares no pasaba de dos platos. Con ese desayuno, nadie volvía a abrir la boca en la casa hasta las dos de la tarde, hora en que se comía.

Luego que Cañizares cerró la intención, bebió su último sorbo de vino, y encarándose con Nona, le dijo:

-Vamos, muchacha; demos gracias.

Y Nona no se hizo esperar, pues cruzando las manos sobre la mesa, apoyó la barba sobre ellas, y rezó a media voz la oración de costumbre, en que se daba gracias a Dios por el sustento del cuerpo y se le pedía el sustento del alma.

-Amén (dijo D. Martín). Y ahora vosotras, a volar. Dejadnos solos.

  —282→  

No esperaron nueva orden, ni la una ni la otra, pues Aurora se levantó majestuosamente con su aire de princesa, y desapareció como una mariposa que se escapa de entre las manos, dejando en los ojos los relámpagos de su belleza, y Nona la siguió silenciosa, poco más o menos del modo que suele seguir la sombra al cuerpo.

Bien almorzado el ilustre descendiente de los Cañizares, se arrellanó en el sillón de vaqueta que ocupaba, como un patriarca, si es que los patriarcas llegaron a usar alguna vez sillones de vaqueta. Desde allí se dirigió a su sobrino, diciéndole:

-Te decía, muchacho, que a mí no me gusta pensar mal de nadie; pero a veces las cosas lo ponen a uno en cuatro caminos, y hay que echar por alguno. Luego hay caras que comprometen a los que las llevan... ¿Me entiendes?... Y miel sobre hojuelas: hace cuatro años que el hombre cayó en el pueblo, y ésta es la bendita hora que no se sabe de dónde ha salido. Traía sus cuartejos, y ahí se acomodó como un cartujo. Eso sí; nadie tiene que decir de él nada. ¿Qué tal?, ¿nos entendemos?

-Sí, tío (contestó Fermín); nos entendemos. Todo eso está ya pasado en cuenta; su sospecha de V. confirma la nuestra. La oscuridad de su vida anterior es un misterio, y ese misterio   —283→   es un indicio. La Justicia tiene que agarrarse a todo.

-¡Y bien!: dime tú ahora: ¿a cuántas estamos?

Fermín bajó la voz, diciendo:

-Anoche despachamos dos inquisitorias confidenciales, que lleva el correo de esta madrugada, a dos personas de toda nuestra confianza, que ejercen autoridad, una en Valencia y otra en Zaragoza, porque tenemos ciertos relámpagos de que el hombre, como V. dice, ha debido residir en épocas determinadas en uno y otro punto.

-¡Y bien! -preguntó D. Martín, dejando caer la cabeza sobre el respaldo del sillón y entornando los ojos.

-Hay que esperar los datos que hemos pedido para no dar un golpe en vago. Entre tanto, todo se vigila con la mayor cautela. El Juez tiene gran conocimiento de los hombres, y posee una astucia admirable.

-Y dime, muchacho (añadió D. Martín, al mismo tiempo que movía la cabeza de un lado a otro para espantar las moscas que le molestaban); dime: ¿el escribano sabe algo de eso?

-No sabe nada más que lo que consta en autos. Ignora que Minerva ha descubierto la casa y que nosotros buscamos al hombre.

-Bien hecho; esos escribas son capaces de   —284→   vender... a su padre. Bien, muy... bien... hecho...

Pronunciando esas palabras entrecortadas, Cañizares acabó de cerrar los ojos, y un ronquido suave y tranquilo dio a entender a Fermín que su tío entraba en la plenitud de la más pacífica de las digestiones. Dejolo profundamente dormido, y salió del comedor, diciéndose entre dientes a sí mismo:

-¡Nona, Nona! ¡Lo estoy viendo con mis propios ojos, y aún me parece mentira!



  —285→  

ArribaAbajoCapítulo XX

Tres al saco


Era de ver la curiosidad con que Chucho volvía la cabeza conforme se iba acercando a la casa de sus amos, colgada al brazo una cesta llena de manzanas. Cualquiera habría dicho que se veía perseguido por algún fantasma, porque nunca los rasgos descompuestos de su fisonomía habían ofrecido señales más visibles de estupidez. La visión, no obstante, se escapaba a la perspicacia de los ojos profanos, pues cabalmente en aquel momento sólo dos simples mortales cruzaban la calle.

El caso es que Chucho, sin dejar de volver la cabeza, salvó de un salto el portal y llegó hasta   —286→   el portón o puerta de enmedio, que de ambas maneras por allí se dice, y se detuvo, tragándose media manzana de un solo bocado, hasta que una figura humana oscureció la claridad de la puerta; figura que tenía algo de sombra, tanto por el reposo de sus movimientos como por lo negro del vestido que traía. Chucho entonces se precipitó dentro de la casa, a tiempo que Gila pasaba por delante de la puerta, y chocaron uno con otro, y saltaron las manzanas fuera de la cesta y rodaron por el suelo.

-¡Ave María! (gritó Gila.) ¡Qué animal eres, y cómo te echas encima!

-¡Calla! -le dijo Chucho.

-¡Cómo que calle! -le replicó.

-Sí, calla. No sabes: ahí detrás viene la Justicia.

-¡La Justicia! -repitió Gila; y tomó escaleras arriba, y tan ciega iba, que no vio a Marta, y ¡allá va!, por poco le hace rodar escaleras abajo.

-¡Bestia! (exclamó Marta.) ¿No tienes ojos en la cara?

-¡Calle V.!...

-¡Cómo que calle!...

-Sí... ¡Que viene la Justicia!

-¡La Justicia! (murmuró Marta.) ¿Qué tiene que hacer aquí la Justicia?

  —287→  

Y sin más investigaciones, se encaramó en lo alto de la escalera, en ocasión en que María de la Paz pasaba con un azafate de mimbre, reventando de ropa planchada; y como estaba de Dios que en aquel día todos habían de ser tropiezos, la cabeza de Marta dio en el azafate, y el azafate en el suelo.

-¡Válgame Dios, Marta! (dijo María de la Paz.) Hoy no te has santiguado.

-Calla, hija (le contestó Marta). Es que ahí tienes a la Justicia.

-¡Acabaras!... (prorrumpió la Pacheca.) Recoge esa ropa que me has echado al suelo, que yo voy a avisarle a tu amo.

Dicho y hecho; con el apresuramiento que en las casas inalterables produce el anuncio de una visita extraordinaria, Doña María de la Paz, diciendo: «¡Martín! ¡Martín!», se abalanzó a la puerta del cuarto de su marido, y empujó con viva urgencia, cabalmente a tiempo en que Cañizares iba a salir, de modo que le dio en las narices al abrirse la hoja de la puerta empujada por la Pacheca.

-¡Allá va eso!... (gritó D. Martín.) Mujer, por poco me dejas chato.

-Calla, hombre (replicó ella): si es que tienes en la casa a la Justicia.

-Bien venida sea (dijo Cañizares, adelantándose   —288→   a recibirla). Bien venida, aunque se diga Justicia, y no por mi casa.

En efecto: la Justicia era el mismo Juez en persona, que subía lentamente la escalera, dando en cada peldaño un golpe con la contera de su bastón jurisdiccional.

Al verlo D. Martín, exclamó diciendo:

-¡Ah, señor Juez! ¿Tanto bueno por esta casa?

-Sí, señor (le contestó el Magistrado). Algún día había yo de venir a pagarle a su buen sobrino las visitas que le debo. ¿Habré venido a molestar, en ocasión en que no está en casa?...

-Molestia, nunca (dijo Cañizares). En cuanto a mi sobrino, no lo he visto hoy en todo el día; pero de seguro está en casa, porque tengo entendido que esta mañana se quejaba de algo, así como de dolor de cabeza; y si no estuviese, se le buscaría en el centro de la tierra... ¡Eh! ¡Familia!... Al niño Fermín, que venga, que tiene aquí una visita que honra la casa de los Cañizares. Por aquí, señor Juez; entremos en mi cuarto, donde no llega el ruido de la familia, porque estas mujeres caseras todo lo traen siempre revuelto.

No tardó Fermín mucho tiempo en presentarse en el cuarto de su tío, y al punto Cañizares   —289→   cerró la puerta; y, a mayor abundamiento, le dio media vuelta a la llave, diciendo:

-Aquí se puede hablar hasta la consumación de los siglos, sin que lo entienda la tierra.

El Juez dirigió a Fermín una mirada inquisitiva, y éste le dijo:

-No hay inconveniente; mi tío se ha puesto al cabo de la calle; sus sospechas coinciden con las nuestras, y su auxilio puede sernos de mucho provecho.

-Así es la verdad (añadió Cañizares). Y si yo puedo servir de algo a la Justicia, aquí estoy con el alma y con la vida.

-Todo auxilio se necesita (advirtió el Magistrado), y hay que tomar la luz de donde Dios nos la envíe, porque el asunto se presenta muy oscuro.

Era el Juez hombre de cincuenta años bien cumplidos; ningún rasgo particular lo distinguía de la masa común de los hombres, si se dejaba aparte cierta sombra de bondadosa tristeza que se descubría en la expresión habitual de su rostro. Podía pasar por el mundo sin que se reparara en su persona. Había hecho su carrera muy lentamente, paso a paso, y después de veinte años de ir y venir de una fiscalía a otra, de uno a otro juzgado, se encontraba de Juez de ascenso en la villa de los Remedios. Su mérito principal   —290→   consistía en eso que se llama tener buen ojo, perspicacia instintiva que solía ponerlo en camino de lo que buscaba. Sabía por razón y experiencia que en la urdimbre de todo delito, por bien tejido que esté, queda siempre un hilo suelto que era preciso buscar, aunque fuese a tientas, y no se fiaba nunca de las primeras apariencias, porque decía que engañaban como las perspectivas. En fin: completaba su carácter profesional un verdadero amor a la Justicia y cierto amor propio en descubrir a los culpables, y eso que había experimentado contrariedades en su carrera por haber puesto alguna vez el dedo en la llaga. A Fermín lo conoció en Valencia, y le profesaba paternal afecto.

A D. Martín no se le cocía el pan, impaciente por meterse de hoz y de coz en aquel complot, urdido a espaldas del proceso, contra los ladrones de las alhajas de la Virgen. Así es que echó por medio, preguntando:

-¿Estorbo?

-No, Sr. D. Martín (le contestó al punto el Juez.) Hemos convenido en que V. nos ayude, y con eso contamos.

-¿Qué hay que hacer? -volvió a preguntar Cañizares.

-Ahora, nada: estamos pendientes de los datos que hemos pedido a Zaragoza y Valencia, y   —291→   por muy felices que sean las investigaciones que han de hacerse, han de pasarse algunos días. ¿No es eso, Fermín?

-Eso mismo.

-Sí (replicó Cañizares); pero se pierde un tiempo precioso.

-Lo importante aquí (dijo Fermín), es que el presunto culpable no sospeche que sospechamos.

A lo que el Juez añadió:

-Pues es el caso que sospecha.

-¿Cómo? -preguntaron a la vez el tío y el sobrino.

-Acaba de ocurrir un hecho, indicio probable de que nuestras secretas averiguaciones han sido descubiertas.

-¿Sí?

-Hay que temerlo: hoy ha aparecido Minerva envenenada.

Fermín y Cañizares se quedaron con la boca abierta, y el Juez siguió diciendo:

-La encontraron revolcándose en la calle estrecha contigua a la iglesia. Se creyó que rabiaba, y la gente huyó despavorida; pero llegó el Sacristán desalado a la noticia de que su perra rabiaba, y el pobre animal, al verlo, se arrastró hasta sus pies, y murió lamiéndole las manos. Cuentan que el Sacristán miró con ojos furiosos a la gente que lo rodeaba, y que luego   —292→   recogió a Minerva muerta, y se fue llorando a lágrima viva.

-Pero ¿cómo (preguntó D. Martín) han envenenado a ese animal, que era el ojo derecho del pueblo?

-Según el albéitar, que me ha referido el caso, la han envenenado con arsénico.

-¿Y quién? -preguntó a su vez Fermín.

-Eso (dijo el Juez) es otro misterio.

-¡Otro misterio! (exclamó Cañizares impetuosamente.) Pues a mí me parece claro como el sol que nos alumbra que han matado a Minerva por miedo o por venganza. Por miedo de que acabase de descubrir el rastro, o en venganza de haberlo descubierto.

-Luego... -añadió el Juez, abriendo paso a la consecuencia.

-Luego (dijo Fermín) Minerva no nos había engañado; ha puesto el dedo en la llaga, y estamos realmente sobre la pista.

-Eso es (continuó el Juez). No debemos discurrir de otra manera. Ese animal era muy sociable, inofensivo, y muy querido en el pueblo; el veneno no es sustancia que anda aquí en manos de las gentes para que pueda atribuirse el caso a un envenenamiento casual. El boticario me ha dicho con toda seguridad que no hay en el pueblo más arsénico que el que se guarda   —293→   en la botica. Además, el misterio es la luz. Nadie da cuenta del hecho, nadie lo ha presenciado, nadie lo ha visto, nadie sabe por quién ni cómo ha sido envenenada Minerva, y claro es que se la ha matado secretamente de intento, porque había grande interés en matarla. El culpable, al ocultarse, se ha descubierto.

-Entonces, esto es coser y cantar (dijo don Martín). No hay más que plantarse en su casa, hacer un reconocimiento minucioso, y meter en chirona a nuestro hombre.

-Eso (advirtió el Juez) sería perderlo todo. Creo que andamos entre gente que sabe el oficio; un registro a ciegas, no nos daría resultado ninguno; acabaríamos de levantar la caza, y nuestro hombre saldría de la cárcel a las setenta y cinco horas más inocente que antes de haber entrado en ella. Nuestro trabajo ahora consiste en desorientarlos acerca de nuestras pesquisas, y estar sobre el rastro.

-Es triste (observó Fermín) tener el convencimiento del nombre del culpable, y no poder llevarlo a los autos.

-Lo que a mí me escarabajea (dijo el Juez, golpeando con la contera del bastón las suelas de sus botas) es quién ha podido advertirle el camino de nuestras indagaciones. Tres únicamente estábamos en el secreto: nosotros dos, y   —294→   el Sacristán. Se dirá que han podido sospecharlo; pero lo posible es el vacío, y sólo se puede aceptar después de agotado lo probable. Ahora bien: ¿qué es lo probable en el caso en que nos encontramos?

Los tres guardaron profundo silencio: no encontraban nada probable, y les costaba mucho trabajo atenerse a lo posible. ¿Adónde dirigir las sospechas de una traición?... El Juez esperó largo rato que Cañizares o Fermín iluminasen la oscuridad con algún rayo de luz, aunque fuese rápido como el relámpago; pero ambos permanecieron silenciosos, buscando alternativamente, ya en el suelo, ya en el techo, la clave del enigma. Al fin el Juez rompió el silencio, diciendo:

-Nosotros estamos seguros de no haber cometido ninguna imprudencia; nuestras pesquisas permanecen ignoradas para todo el mundo. ¿Cómo, pues, el autor o los autores del robo son los únicos que han podido averiguarlas? La noticia no ha llegado a ellos por rumor público; la saben por confidencia. Tenemos al Sacristán en tela de juicio; despojémonos de toda consideración, y juzguemosle. Yo pregunto: ¿Es el Sacristán cómplice de este delito?

Tío y sobrino abrieron desmesuradamente los ojos, y se quedaron mirando de hito en hito la cara del Juez, serena e impasible.

  —295→  

-No (se contestó a sí mismo). Cabalmente el Sacristán fue quien nos sugirió la idea de aprovechar el instinto de Minerva para dar con el rastro; a nosotros no nos había ocurrido semejante cosa; y hay que convenir en que ha sido un medio seguro. No salimos de la oscuridad; estamos en el caos; todo es posible, y no encontramos nada probable. Tenemos, sin embargo, un dato precioso que confirma nuestros indicios; la mano del ladrón es la que ha envenenado a Minerva.

D. Martín Cañizares no había visto jamás a su entendimiento en tan apretado lance, y allá en sus adentros discurría con más fuerza de voluntad que de ingenio, y con más impaciencia que éxito. Así es que se rascaba la cabeza y se mordía las uñas, y ya se tiraba de una oreja, ya de otra; ya ahuecaba el labio inferior sacándolo de quicio y haciendo de su cara una pililla de agua bendita. Mas ni por esas, porque el enigma continuaba impenetrable. Fermín, por el contrario, permanecía inmóvil, mordiéndose los labios en reflexión lenta y profunda. De repente se puso de pie, diose una gran palmada en la frente, miró al Juez primero y después a su tío, retrocedió, y volvió a sentarse sin decir palabra.

-Tú has visto algo (dijo D. Martín). ¿Qué has visto?

  —296→  

-Nada (le contestó). No he visto nada; no puedo ver nada.

Poco después se daba por terminada la conferencia, porque el asunto estaba completamente agotado. Tres al saco, y el saco en tierra.

Al volver a su cuarto, encontró Fermín a Nona en el corredor, y clavó en ella una mirada de tan terrible enojo, que la pobre muchacha se dobló como si el cielo se desplomara sobre su cabeza, y huyó de su primo, y fue a refugiarse en el cuarto de su abuela. Allí cruzó las manos sobre el pecho, y rompió en llorar, exclamando:

-¡Dios mío!... ¡Dios mío!

Pues no era esa la más negra, sino que al mismo tiempo el primo se encerraba en su cuarto, diciendo con furia reconcentrada:

-Sí; Nona ha confiado a ese hombre el secreto de Minerva, que yo tuve la imprudencia de descubrir en la intimidad de la familia, y ese hombre... ¡Mejor!... Le arrancaré la máscara... No, no; no es mejor...; no haré nada... No puedo hacer nada... Ella le quiere... ¡Infeliz criatura!... ¡Infeliz de mí!... ¡Todos infelices!... No me queda más recurso que volverme loco.

Y como se dice en las novelas, cayó desplomado sobre una silla, ocultando el rostro entre las manos.



  —297→  

ArribaAbajoCapítulo XXI

Tragicomedia


Sentado sobre el borde de la cama y a medio vestir, D. Martín Cañizares llamaba a María de la Paz, a voz en grito, con señales visibles de un humor de todos los demonios.

-¿Qué quieres, hombre? (dijo la Pacheca entrando en la alcoba.) Vamos a ver: ¿qué tripa se te ha salido?

-¡Friolera! (exclamó D. Martín.) ¿Te parece poco encontrarme los pantalones sin botón en la pretina? Seis días hace que los llevo así, sin que le haya ocurrido a nadie en esta casa reparar en ello. Pues, mira, me voy hartando ya de que se me caigan los calzones de hombre de bien.

  —298→  

-Trae, hombre, trae. ¿No tenías ahí otros pantalones que ponerte? Y me parece que buena boca tienes para haber dicho desde un principio: «A ver, cosedme este botón.»

-Bueno, señora, bueno. Quiere decir que otra vez que ocurra, cogeré yo una aguja, la enhebraré como Dios me encamine, y de paso me daré un punto en la boca; porque aquí, está visto que no puede uno decir: «Alabado sea Dios», sin que enseguida no le quieran meter el resuello para dentro. ¿No es esto, doña María?

-No es eso, ni por el forro; es que con los años se te ha avinagrado el genio, que siempre le has tenido más de cardo silvestre que de malva-rosa, y hoy aún no has puesto los pies en el suelo, y ya parece que has pisado alguna mala hierba.

-Puede V. hablar, señora Pacheca, cuando no amanece día que no salte V. de la cama tropezando con todo, y me revuelva V. la casa de arriba a abajo, y lleve V. la gente al retortero y no quede títere con cabeza. ¡Pues qué!, ¿estoy yo sordo? ¿No la oigo yo a V. rabiar los palos todos los días con todo bicho viviente? ¡Genio!... ¡Vaya si lo tienes bien puesto! A mí no me engañas: ¿no ves que te conozco desde que te subías a los perales a coger nidos? No he conocido   —299→   una mujer más arisca que tú en todos los días de mi vida.

María de la Paz mordió la seda con que acababa de pegar el botón de los pantalones, se puso de pie, y mirando a su marido de hito en hito, le dijo:

-¡Dios te perdone! Hoy te levantas de muy mala data, y andas buscándome la lengua.

Afanado Cañizares en hacer entrar los pantalones en su sitio, nada tuvo por de pronto que contestar a su mujer; mas a poco se volvió a ella, diciéndole:

-María: ¿te has santiguado esta mañana?

-Martín (le contestó); yo me santiguo todos los días.

-Pues entonces, ¿qué has hecho aquí, que no puedo abrochar esto?

-¿Qué he de haber hecho más que pegar el botón en su sitio?...

-Pues, mujer, ¿en qué consiste?...

-Hombre, consiste en que estás ya muy torpe... Trae aquí, trae... ¿Ves? así...

-¡Eh! (gritó D. Martín.) No aprietes tanto.

-¡Ave María! ¡Aunque fueras de alfeñique! Anda, así se hace. ¿Qué otra cosa se te ocurre? ¡Ay, marido mío, que ya hay que vestirte, y aún echas roncas!

Y así diciendo, la Pacheca comenzó a levantar   —300→   la ropa de la cama y a sacudir los colchones.

-María (dijo D. Martín): algo te escarabajea a ti por tus adentros, porque estás hablando sola.

-No me escarabajea nada (le contestó al golpe), ni hablo sola. Hablo conmigo misma. ¡Ay, Martín, si hubieras dado con otra!

-¡Vaya una salida!... ¿Y tú por qué diste conmigo?

-Porque me buscaste.

-¡Yo!

-Tú. Bien andabas detrás y delante. ¡Pues qué!, ¿estaba yo ciega?

-Y vamos a ver; ¿tú qué hacías, ya que me buscas la lengua?

-¿Yo? Huir cielo y tierra.

-Eso es, para echar más leña al fuego, como quien dice «a ver si me coges.» ¡Vaya una gracia! Eso lo hacen todas las mujeres. ¿Y qué?... Bien pronto dijiste que sí, en cuanto tu madre abrió la boca.

-Te equivocas, que fue la tuya la que vino a pedirme.

-No digo que no; pero has de saber que mi madre, que en paz descanse, quería que yo fuese canónigo.

-¿Sí?... Pues ten en cuenta que yo me encontraba muy retebién en mi casa, y ninguna prisa tenía de casorio.

  —301→  

-¡Es mucho cuento esto! No digo hoy palabra que no me la vuelvas al cuerpo.

-Es que hoy, Martín, ni atas ni trasquilas, y le andas buscando tres pies al gato; pero, hijo mío, das en piedra.

-¡Me gusta la frescura! ¿Pues no eres tú la que te lo dices todo? No sé yo qué mosca te ha picado; pero hoy has amanecido con gana de fiesta.

-¡Yo! Sí. Hace ya tiempo que la procesión va por dentro, y no digo esta boca es mía: siempre voy bailándote el agua delante, aunque no creas que las cosas caen en saco roto. Tú, tú eres el que has puesto la piedra en la cuesta, diciendo esas cosas que dices. ¡Mire V. con qué halagos se viene! Afortunadamente, yo me pudro y callo.

-¡Pues no dice que calla, y está hablando por los codos!...

-¡Que hablo!... (exclamó la Pacheca, arqueando las cejas.) ¡Ay, señor D. Martín, si yo hablase!...

Cañizares apretó los puños, y dijo en voz baja, como hablando consigo mismo:

-¡Señor, no hay para matarla!...

-No te impacientes (le replicó ella); no te impacientes, porque con la vida que llevo no haré muchas navidades.

  —302→  

-¡Por los clavos de Cristo! ¿A que va a decir que la estoy matando?

-No digo eso.

-¡No!...

-No.

-Pues entonces, ¿qué es lo que dices?

-Lo que digo es que el demonio ha metido la pata en esta casa.

-Bueno; ahora lo va a pagar el demonio. Vamos a ver; y ¿por qué?

-Porque la casa tiene sombra.

-¡Otra te pego! Pues, mujer, ¿no está en medio de la calle? ¿No le da el sol todo el día? ¿Dónde quieres que la ponga?

-¡Ya se ve!: tú, como tienes la cabeza a pájaros, no ves lo que pasa.

-Señora Pacheca: ¡por las once mil vírgenes, desembuche V. de una vez! ¿Qué es lo que pasa?

-No lo sé, y ésa es mi pesadilla.

-Y tú la mía -prorrumpió Cañizares sin poder contenerse.

-El caso es (siguió diciendo María de la Paz), que a Marta parece que se le ha ido el santo al cielo; rompe cuanto cae en sus manos, va y viene sin ton ni son; se santigua a cada momento, como si siempre tuviera el enemigo delante, y a lo mejor se le van unos suspiros, que parten el   —303→   alma; y si le preguntas, no te contesta a derechas. Pues déjate a ésa, y toma a las otras dos, que andan todo el día a la greña como dos basiliscos, y todo lo llevan a sangre y fuego. Pues agárrate a Chucho, que ha dado ahora en la gracia de aullar en la cuadra lo mismo que los perros cuando anuncian alguna desgracia.

Al llegar aquí se detuvo, so pretexto de perfeccionar el doblez de la sábana que había extendido sobre los colchones de antemano mullidos, porque a todo esto María de la Paz hacía la cama con el primor de la mujer que sabe hacer las cosas de su casa. D. Martín se rascó la cabeza en señal de que le picaba la impaciencia, y ella siguió diciendo:

-Aurora cada vez más metida en el quinto cielo, mirando por encima del hombro, y sin que se pueda conseguir que entre en los trotes de hacer algo de sus manos. Estos días está como nunca. Fermín es otro hombre de tres días a esta parte; lo veo desconocido, apenas come, apenas habla, y aunque disimula, bien se le conoce que allá en sus adentros se le hace la masa vinagre. ¿Qué más quieres? Hasta Nona, tan alegre siempre, ya no se ríe como antes, ni echa aquellos cantares que eran la alegría de la casa, y llora a sus solas; lo niega con la boca, pero a mí me lo dicen sus ojos. Pues aquí, en sana paz,   —304→   yo te pregunto, Martín: ¿qué mundo es el que se nos viene encima?

-¡Válgame la Santísima Trinidad (exclamó Cañizares), y cuántas cosas has resuelto en un abrir y cerrar de ojos! ¿Será que por tu bella cara ha de andar siempre el mundo alegre como unas castañuelas? Que Marta chochea, que Prisca y Gila riñen, que Chucho aúlla, que Aurora anda por las nubes, que Fermín calla, que Nona llora... ¿Le parece a V. que todo esto no es caso de que un Cañizares, ¡el último de los Cañizares!, se dé a todos los diablos?

Al ver el despego con que D. Martín le contestaba, María de la Paz se quedó inmóvil, con una cabecera entre las manos, contemplando a su marido con la mirada más triste de que eran capaces aquellos ojos siempre dulces y todavía hermosos; y como quien va a Roma por todo, prosiguió su tarea, diciendo:

-Pues, mira, no es ésa la más negra.

-¡Acaba de una vez, antes que a mí se me acabe la paciencia! -gritó D. Martín, al paso que apretaba furiosamente el nudo de su corbata.

-Tú (dijo ella, promediando el tono de la voz entre la queja y la súplica), tú eres la más negra, porque hace tres días que tienes una cara de justo juez, que no hay quien te mire. Parece   —305→   que te deben y no te pagan, cuando si ajustamos cuentas...

-Saldré yo debiendo... ¿no es esto?... Pero, dime: ¿no eres tú la que dispones de los cuatro cuartos que hay en la casa?... ¿No haces y deshaces sin que nadie te vaya a la mano? ¿Quieres decir qué es lo que te falta?

-Lo que no se paga con ningún dinero (contestó ella). ¡Qué mundo éste!... ¡Qué pronto pasan las cosas!... ¡Cómo se olvida todo!

-¡Me estás sacando de tino! -exclamó Cañizares en el colmo del enojo.

-Bueno; ya no hablo más; se acabó... No te enfades... Yo no sé lo que daría por verte siempre contento, y tú... ¡Vamos!, no me hagas caso... Ya te he dicho todo lo que tenía en el alma: ahora, perdóname... Ésa es nuestra suerte.

¿Había dicho, en efecto, todo lo que tenía en el alma? Es posible, porque no volvió a salir palabra de su boca. La cama ya estaba hecha, pero aún le faltaban los últimos perfiles: un pliegue aquí, un doblez más allá, una punta que cuelga más que la otra. Bajo la cubierta de percal rameado, se adivinaba la blandura de los colchones: las fundas de las cabeceras, las puntillas que las adornaban y el doblez de la sábana, parecía que preguntaban a los ojos: «¡Vamos a ver!, ¿quién es más blanco?»

  —306→  

Hecho esto, abrió de par en par la ventana, y el aire, que no esperaba otra cosa, se entró de golpe, como amigo de confianza, revoltoso como siempre y perfumado con las primeras flores de la primavera; al mismo tiempo se coló un rayo de sol, y los claveles dobles, que en dos macetas adornaban la ventana, alargaron sus cabezas rojas y blancas, como diciéndose unos a otros: «Vamos a ver qué pasa por aquí dentro.»

La señora de Cañizares miró a su alrededor buscando algo más que hacer; pero todo estaba en orden, cada cosa en su sitio. De pronto se detuvieron sus ojos en un ángulo de la alcoba, y entonces dijo con mucha dulzura:

-Martín, ¿por qué no quitas de ahí esa escopeta?

-¿También mi escopeta te estorba? (preguntó a su vez Cañizares.) Hace un siglo que está ahí, y hasta hoy no se te ha ocurrido que la quite. Pues, mira, te advierto que no tropieces con ella, María, porque está cargada.

-Por eso lo digo, hombre, porque te la vi cargar el otro día, y temo que suceda alguna desgracia.

-Sí (replicó bruscamente D. Martín). La cargué, porque desde el robo de las alhajas de la Virgen, que no hay quien me lo saque de la cabeza, creo que ya no queda nada seguro en este   —307→   pueblo, y quiero tener la escopeta cargada y a la mano. No me busques más camorra.

-¡Válgame Dios! (dijo María de la Paz.) ¿Por qué has de ser conmigo rencoroso? No volveré a decir nada que te incomode; pero deja que te arregle el nudo de la corbata. Mira: has cogido dentro el cuello de la camisa.

Y diciendo y haciendo, comenzó a perfeccionar el tocado de su marido, mientras éste respiraba con violencia, como queriendo contener los sordos impulsos de su irritada cólera. Ella acercó la boca para deshacer con los dientes el nudo hecho en el pañuelo que servía de corbata, y levantó los ojos: D. Martín reparó en ellos, y allí fue Troya.

-¿Qué es esto? (dijo.) ¿Qué lágrimas son esas con que ahora me vienes? ¡No me faltaba más que verte llorar para que acabaran de llevarme todos los demonios del infierno! ¡Por vida de todos los Santos del cielo! ¿Quién puede ofenderte viviendo yo en el mundo? Mira, María. Tengamos la fiesta en paz; dime todas las desvergüenzas que te dé la gana; dame azotes si quieres, como a un chiquillo de la escuela; pero no me llores, porque no puedo ver lágrimas sin que toda la sangre se me suba a la cabeza.

María de la Paz alzó los brazos y rodeó con ellos el cuello de su marido; se empinó sobre   —308→   las puntas de los pies, y le besó primero una mejilla y luego otra.

-Eso es otra cosa (dijo D. Martín); todo lo que quieras, menos llorarme. Eso, María, no te lo consiento.

-¡Martín!... -exclamó ella.

-Calla (dijo él). Gila viene a decirnos que ya es hora de almorzar...



  —309→  

ArribaAbajoCapítulo XXII

El locutorio


No, no estaba resentida la madre Purificación, porque, digan lo que quieran las vanidades humanas, hay corazones tan apartados de las cosas del mundo, que viven a cubierto hasta de las pequeñas mordeduras del amor propio. Mas, ¡ya se ve!, la buena monja no se hallaba tan desligada de los afectos de la familia, que allá en la paz interior de su alma no sintiese algo, así como cierto escozor que de vez en cuando se le venía a la punta de la lengua, y le hacía exclamar: «Esto es que el Señor me castiga, porque no merezco otra cosa.»

Todo ello consistía en que Fermín, el pícaro Fermín, prometido esposo y futuro marido de Aurora, no había parecido por el convento ni una vez siquiera a ver a la madre Purificación,   —310→   que iba a ser dos veces su tía, aunque tía segunda las dos veces; y es el caso que habían llegado al locutorio las más favorables noticias, pues las gentes se hacían lenguas del muchacho y lo ponían en los cuernos de la luna, y cate V. que a la monja no se le cocía el pan, impaciente por echarle la vista encima; y quieras que no quieras, a la comunidad le sucedía dos cuartos de lo mismo.

Y véase lo que son las cosas: desde que Fermín puso los pies en la casa de Cañizares, todos los días se hablaba de llevarlo en procesión al convento; mas hoy por una cosa, mañana por otra, como en las casas de las mujeres hacendosas hay siempre tanto que hacer, se había ido aplazando la visita al convento; y Dios sabe cuándo habría llegado el día propicio, si una mañana María de la Paz no hubiese visto entrar por las puertas de su casa a la mandadera de las monjas, con una cesta colgada en el brazo izquierdo y una carta en la mano derecha. En cuanto la Pacheca distinguió a la mandadera, exclamó diciendo:

-¡Tienen razón las madres, muchísima razón!... Todos los días estamos yendo, y aún no hemos ido; pues de hoy no pasa que vayamos. Y vea V. qué santas mujeres: en vez de enviarnos quejas, nos envían bizcochos. ¡Ah!, ¡qué hermosa   —311→   gloria les espera! Tú, Marta; toma esta cesta y pon esos bizcochos en la bandeja grande. A ver si se te caen y hacemos tenderete. Mira que son de los que más le gustan a tu amo.

Diciendo así, tomó la carta que la mandadera traía, y abriéndola, leyó lo siguiente:

«Convento de la Santísima Trinidad, día de la Anunciación de Nuestra Señora.

»Mi buena prima: La Comunidad ha hecho esos pocos bizcochos, que gracias a Dios han salido muy buenos, y son de los que más le gustan al goloso de tu marido. No sabes, hija mía, qué rico sale el pan del trigo que nos enviasteis; da gozo verlo. El Señor os lo pague, como nosotras lo agradecemos. Dile al descastado de tu sobrino, que, aunque por la misericordia de Dios no vivimos en el siglo, todavía Nuestro Señor Jesucristo nos tiene en el mundo. No os olvidamos en nuestras oraciones, y le pedimos a Dios que Aurora sea una Santa Mónica y que Nona persevere en su santa vocación y tome el hábito en este convento. Se acerca la Semana de Pasión, y no podréis vernos en algunos días, porque vamos a entrar en ejercicios.

»Tu prima,

»MARÍA DE LA PURIFICACIÓN.

»Abadesa del Convento de la Santísima Trinidad.»



  —312→  

Luego que hubo leído la carta de la Abadesa, llamó a su sobrino y a sus hijas, y dijo al primero:

-Toma, Fermín: lee eso en alta voz, que se enteren bien tus primas, para que vean lo que dice la madre Purificación.

Así que Fermín leyó la carta, añadió la Pacheca:

-¿Veis? Lo que estoy diciendo todos los días. Hay que ir a ver a las monjas; hace un siglo que no hemos parecido por allí; la Comunidad estará deshecha porque no ha visto a Fermín todavía. Y nosotros aquí, dejándolo siempre para mañana. No os culpo a vosotros, sino a mí, que se me pasea el alma por el cuerpo y se me va el tiempo entre los dedos.

-Bueno (advirtió Fermín). Eso fácilmente se remedia; yo voy esta tarde, y cumplo por toda la familia.

-No (le replicó su tía); esta tarde vamos todos en comitiva... ¡No faltaba más! ¿Quién me quita a mí el gusto de presentarte a la Comunidad? ¡Vaya si se celebrará tu visita!... Verás qué hermoso está aquello.

-¡Hermoso! (dijo Aurora.) Lo más triste del mundo... Cuatro tapias cercadas de cipreses; parece un cementerio... ¡y luego las monjas tan preguntonas!... No sé a qué viene esa caminata.

  —313→  

-¡Caminata! (exclamó la Pacheca.) ¡Pues aunque el Convento estuviese en el quinto infierno, cuando lo tenemos a dos pasos de la casa!... Hija mía, le tienes ojeriza a las madres. ¿Qué daño te han hecho? Mira a tu hermana, que se despepita por ir al Convento; así la quieren a ella. No te pongas encarnada, hija, pues querer ser monja no es ningún delito.

-¡Monja! -exclamó Fermín, sin poder contenerse.

-Monja (volvió a decir la Pacheca). ¿Por qué no?

Nona levantó los ojos y los clavó en María de la Paz: aquella mirada era una súplica, que quería decir: «¡Por Dios, madre!»

-¡Ea! (siguió diciendo la Pacheca): a echarse los vestidos y a colgarse las mantillas; yo me arreglo en medio minuto, y, paso entre paso, caemos en el Convento como una bomba... ¡Eh!: tú, Nona, dile a Chucho que apareje el macho Y arree, que va a llevar a las madres dos costales de trigo.

Aurora miró a su hermana con expresión compasiva, y corrió con ademán resuelto a hacer su tocado, en el que puso muy especial esmero. Prendiose un hermoso clavel doble de color de fuego, que llameaba sobre los rizos negros de su altiva cabeza como un sol que se pone entre   —314→   nubes; dio un punto más al cinturón que estrechaba el contorno de su talle; echó atrás la mantilla, como quien se echa el alma a la espalda, y después de recrearse ante el espejo en su propia contemplación, irguió gallardamente la cabeza, complacida de sí misma, y con el gesto más encantador del mundo, dijo entre dientes: «Así; que rabien las monjas.»

En efecto: el Convento de la Santísima Trinidad, de que era Abadesa la madre Purificación, estaba, como quien dice, detrás de la puerta. No había más que cruzar la plaza, bajar la calle de los Desamparados, salir al campo, y tomar la senda de los álamos blancos que termina en el atrio mismo del convento.

Aurora echó delante, porque ella había de ser la primera siempre; siguiola Nona como sigue la noche al día, y Fermín se quedó detrás, acompañando a su tía. Ésta le dijo:

-Anda tú con las muchachas, y diles cuatro chicoleos; yo voy aquí a mi paso, y no necesito a nadie.

Fermín se adelantó, colocándose entre sus dos primas, y Nona se fue rezagando poco a poco hasta encontrarse con su madre.

Las cuatro paredes del convento aparecieron pronto al extremo de la alameda, sombreadas por altos cipreses, como si el pequeño edificio   —315→   descansara en brazos de la oración y del recogimiento a que estaba consagrado. Nada tenían que ver allí ni el arqueólogo ni el artista, porque no encontrarían más antigüedad que la de la fe, ni más poesía que la de la esperanza. La capilla, el claustro y el huerto, o, como diría un espíritu superior, cuatro altares, cuatro celdas y cuatro árboles componían la totalidad de la casa, pequeña en todas sus partes, y tan grande, que cabía en ella la paz que no cabe en el mundo.

Llegó la familia a la portería, y fue inmediatamente introducida en el locutorio. Al través de la oscuridad que ocultaba los objetos al otro lado de la reja, se vio aparecer una sombra blanca que se acercó a los hierros cruzados, diciendo:

-Ave María Purísima.

Obtenida la contestación correspondiente, siguió diciendo:

-Vamos. Bendito sea Dios, que os ha traído a esta santa casa; la Comunidad va a tener un día de regocijo.

-Calla, mujer (1e replicó la Pacheca), porque aquella casa de mis pecados es la vida perdurable, Martín fue hoy a la huerta, porque ha empezado la escarda, y están los sembrados que da gozo verlos.

  —316→  

-Dios los bendiga -contestó la madre Abadesa.

Una detrás de otra fueron entrando las monjas en el locutorio, y después de repetido muchas veces el Ave María Purísima, comenzaron los saludos, las preguntas y las conversaciones: la Comunidad entera asistía a la visita.

Las sombras blancas de las monjas se destacaban en el fondo oscuro del locutorio, y casi lo iluminaban; al través de las rejas se distinguían bocas risueñas, y relampagueaban miradas tímidas y curiosas. Siempre que hablaba la madre Abadesa callaban todas las monjas.

-¡Vaya!, ¡vaya! (dijo): ¿conque éste es Fermín? ¿Éste es el que?... ¡Jesús! Dios lo haga un Santo. ¡Tantos días en el pueblo, y sin venir a vernos!...

Los huecos que formaban los hierros cruzados de las rejas se cubrieron de ojos.

-Sí, tía (contestó Fermín): pero si no estuviese esta reja por medio, vería V. con qué abrazo tan apretado le decía cuánto deseaba verla su sobrino.

-Dios te lo pague, hijo (añadió la Abadesa); porque has de saber que yo no me quedaría corta.

-¡Es una alhaja! (advirtió María de la Paz.) Ahí donde lo ves, sería un hermoso sacerdote...   —317→   ¡Qué sermones, hija, qué sermones!... Os chuparíais los dedos, porque habla como un libro; pero, ¡vamos!, Dios lo llama por otro camino.

-Lo mismo (replicó la Abadesa) se puede servir al Señor en el siglo que en el claustro. El mundo ha de ser mundo.

-Crescite, et multiplicamini, et replete terram, murmuró Fermín entre dientes.

-¡Ay! (exclamó una voz casi infantil al otro lado de la reja del locutorio.) ¡Habla en latín, lo mismo que el señor Cura!...

La Comunidad no pudo contener la risa, y celebró con inocente algazara el texto bíblico, tal vez sin entenderlo, mientras María de la Paz arqueaba las cejas, tan admirada como las monjas.

-¡Aurora! (dijo la madre Abadesa.) Acércate, mujer; que el locutorio no se come a nadie. ¡Si vieras qué paz tan hermosa hay aquí dentro! Mira: el siglo nos lo ha quitado todo; pero nos ha dejado a Dios, y nada nos falta.

-Yo (contestó Aurora irguiendo su gallarda cabeza) no podría vivir dentro de esas cuatro paredes ni un solo instante. ¡Ave María, qué tristeza!...

-¡Triste! (exclamó la monja.) No, hija mía. Es verdad que aquí no hay espejos; pero   —318→   nos vemos unas a otras. Si tuvieras vocación, no dirías eso.

-¡Vocación! ¡Ay, tía; Dios me perdone, pero no tengo ninguna!

-No le hagas caso a esta loca (dijo la Pacheca): tiene la cabeza a pájaros, y no sabe lo que se pesca.

-Sí lo sé (replicó Aurora), y no sería monja por nada en el mundo.

-Su Divina Majestad (añadió dulcemente la Abadesa) te destina a otra cosa; pero si alguna vez te afligen las desdichas del mundo, ríete de cuentos, hija mía, y ven, porque en esta casa, que te parece tan triste, encontrarás mucho consuelo. Y, ¡vamos!, ¿qué nos decís del robo de las alhajas de la Virgen? ¡Habéis visto qué sacrilegio tan grande! Nosotras hemos tenido tres días de rogativa para que el Señor permita que parezcan.

Nona dijo:

-Mi primo asegura que parecerán.

-No aseguro eso (replicó Fermín). No puedo asegurarlo. ¿Quién puede asegurar nada en este mundo?

Nona, como siempre, dobló la cabeza bajo el peso de las palabras pronunciadas por su primo, y apoyó la frente sobre los hierros de la reja.

-¡Hola, Madre Dolorosa! (exclamó la Abadesa,   —319→   dirigiéndose a Nona.) ¿Qué cara es esa tan seria que nos trae V. esta tarde? Levanta la cabeza. ¿Por qué tienes tú que bajarla? Miren, hermanas; miren qué chica ésta, cada día tiene más cara de santica.

-Calla, mujer (replicó María de la Paz). Yo no sé qué lleva por dentro esa criatura; pero hace unos cuantos días que no es ni su sombra. Repárala bien, y verás que parece un cielo nublado.

-Ésa es la vocación, prima (contestó la Abadesa). El claustro la llama. Aquí están sus hermanas esperándola con los brazos abiertos. Ya le tenemos preparada la celda. ¿No? (preguntó, fijando su mirada apacible en los ojos de Nona.) Vaya, tu madre no te entiende, y tú tienes algo que decirme. Las monjas, hija mía, somos muy curiosas, y queremos saberlo todo. Mira tú; al fin hijas de nuestra madre Eva. Entra en el locutorio grande, y verás cuántas cosas hablamos.

El locutorio grande estaba pared por medio, y era cabalmente más pequeño que el otro; pero se le llamaba grande porque las rejas se hallaban más unidas y los hierros mucho más claros, de manera que los interlocutores se encontraban más cerca uno de otro, y la comunicación era más estrecha, más íntima. Nona no tuvo que hacer más que empujar una puerta para entrar   —320→   en el locutorio grande, y cuando llegó al pie de la reja, ya estaba allí la madre Abadesa. La tía y la sobrina se encontraron frente a frente, y aun puedo decir manos a boca.

-¿Por qué no me miras?... -dijo la Abadesa.

Nona alzó los ojos.

-Así (continuó la madre). Vamos a ver: tú tienes algo.

-Sí tengo -contestó Nona.

-Pues bien: cuéntamelo todo.

-¡Todo!... ¿Hay palabras para decirlo todo? ¿Sé yo misma lo que pasa en mi alma?

-¡Hola! ¿Secretos, eh?... Niñerías. Vamos a ver: ¿qué tienes?

-Tengo un nudo en la garganta que me ahoga.

-¡Un nudo, hija mía!

-Sí, madre; y otro nudo en el corazón, que me aprieta mucho.

-Óyeme (le dijo la madre Purificación). Dios ha hecho las lágrimas para que lloremos nuestras culpas. Ábreme tu corazón. ¿Por qué lloras?

-No quisiera llorar, y lloro: le pido a Dios que seque en mis ojos estas lágrimas que salen del alma, y no las seca.

-Eso es. Dios ha de cargar siempre con la cruz de nuestras flaquezas. ¿Te parece a ti que   —321→   su Divina Majestad no tiene otra cosa que hacer mas que venir con sus manos limpias y por tu bella cara, a pasarte el pañuelo por los ojos?...

-No; pero... ¡Si Dios quisiera!...

-Pero ¿qué ha de querer?... ¡Vamos!: dale tus órdenes.

-¡Madre!... Lo diré. Me parece que el mundo se me viene encima.

Movió la monja la cabeza en señal de duda; permaneció un momento pensativa, y luego se echó a reír, diciendo:

-¡Vamos!: lo de siempre... No te aflijas. El Señor no quiere votos a regañadientes, sino votos voluntarios. ¿Lo ves ahí clavado en la Cruz por nuestros pecados? Pues siempre que vengas, lo encontrarás lo mismo: con los brazos abiertos. No temas que yo me enfade. ¿Por qué he de enfadarme?... Mira: a nuestra madre Santa Teresa también le costó trabajo dejar el mundo, y ya ves si fue Santa de campanillas. Yo te diré lo que tienes en el alma, porque lo estoy viendo en tu cara.

-¿Qué tengo? -preguntó Nona con la ansiedad de quien va a leer en las oscuridades de su propio pensamiento.

-Tienes (añadió la monja), que tu vocación se ha entibiado. Tu corazón se encuentra entre el siglo y el claustro. Lloras porque quisieras   —322→   ser monja, y lloras porque no quieres serlo. Es el noviciado de tu alma. ¡Vaya!: no más sollozos. Pongámoslo todo en manos de Dios. ¿Podemos hacer otra cosa?

-No, madre.

-¡Cómo que no!

-No quiero decir eso.

-Bueno, lo que quieres es que ya no piensas en ser monja. Pues bien: no hablemos más de ello.

Nona se asió con ambas manos a los hierros de la reja que la separaba de su tía, y dijo:

-Sí quiero, madre; ahora lo quiero más que nunca.

-Pues entonces (preguntó la Abadesa), ¿a qué vienen esos lagrimones?

-Vienen a que mi madre no va a querer que tome el hábito tan pronto; porque como mi hermana se casa...

-¿Tanta prisa tienes, hija mía?

-¡Oh! Sí; mucha.

-¿Por qué? Vamos a ver: ¿por qué tienes prisa?

-Porque el corazón me dice que su Divina Majestad me llama.

-Pues, mira, su Divina Majestad tendrá paciencia, porque no te corren moros. No creas que el Señor es un mozalbete, que se te va a   —323→   escapar entre los dedos; así como así, es tan misericordioso, que no se cansa nunca de esperarnos. A Dios, hija mía, le gustan las cosas bien hechas, y lo que se hace deprisa sale bien muy pocas veces. Hazte cuenta de que ya eres monja, puesto que lo eres en tu corazón; el hábito y la celda vendrán después, porque ya convenceremos a tu madre. No es tan dura de cascos, que no se venga a razones. ¿Estás contenta?

-Sí.

-No te engañes a ti misma.

-No me engaño: he venido muy triste, y me voy alegre.

-Pues ahora volvámonos al otro locutorio, porque ya es tarde y la comunidad va a entrar en coro.

No pudiendo Nona besar a su tía, besó los hierros de la reja, y salió del locutorio grande. La madre Abadesa la siguió con los ojos, y cuando hubo desaparecido en la sombra de la puerta, se volvió al Cristo crucificado que adornaba la estancia, y cruzando las manos en ademán de súplica, le dijo:

-Señor, proteged su inocencia, porque me parece que el mundo ha clavado en su corazón alguna espina.



  —325→  

ArribaCapítulo XXIII

Drama


Sin la luna, que sabe embellecer los objetos alumbrándolos de modo que se suavicen sus imperfecciones; sin el cielo tachonado de estrellas, que obligan a los ojos de la cara a llenarse de asombro y a los ojos del alma a meterse en honduras; sin el sueño, que, cuando se satisface a pierna suelta, viene a ser un período de vacaciones que se toma el alma, hemos de convenir en que la noche no podría dar muy buena idea de su persona. Cuando ella se envuelve en su manto de color de boca de lobo, y se lanza por esos mundos asida del brazo del dolor, que es su amigo, e imponiendo silencio a casi todas las voces de la naturaleza, el   —326→   ánimo más suelto y retozón se recoge un poco, dentro de sí mismo; las ideas enfadosas que durante el día pasaron no más que rozándole, se fijan en él profundamente, y la imaginación, metiéndose en el abismo de los sinsabores de la vida, si no se perturba hasta el punto de crearse fantasmas o ver visiones, logra cuando menos que el manto de la noche se convierta lisa y llanamente en manto de tristeza.

Algo de esto ocurría en el seno de la familia de Cañizares la noche que sucedió a la tarde en que se había verificado la visita al Convento. Las sombras que habían invadido las calles produciendo una oscuridad densa como el caos, ejercían sin duda su influjo en las gentes de la casa, las cuales, contra su costumbre, se mostraban taciturnas. En el reloj muy respetable de la estancia donde se solía cenar ordinariamente habían sonado las nueve; y el bueno de D. Martín, sentado junto a la gran mesa de nogal dispuesta para recibir la cena, repasaba por tercera vez a la luz del velón, con el ceño fruncido, una carta que temblaba entre sus manos. Aquella carta era un anónimo.

Asombrada María de la Paz de que el reloj hubiera sido más exacto que su marido en dar la hora de la cena, fue a buscarle, diciéndole desde la puerta de la habitación:

  —327→  

-¿Pero qué es esto, Martín, tú sin dar señales de vida?

-Ahí verás, mujer (repuso Cañizares, guardando presuroso la carta, y haciendo un gran esfuerzo para serenar el semblante); estaba leyendo una cuenta que me importa mucho saldar, y se me ha ido la cabeza a pájaros. Pero tienes razón: que avisen a los muchachos para que vengan a cenar, y cenemos.

María de la Paz llamó a Marta para trasmitirle este encargo, y habiendo acudido a los pocos momentos Aurora, Nona y Fermín, toda la familia se sentó a la mesa.

Nunca decae más fácilmente la conversación que cuando se hacen esfuerzos para sostenerla. Aquellos cinco interlocutores, que se habían propuesto hablar y comer con el objeto de ocultarse unos a otros las preocupaciones de su ánimo, ni comían ni hablaban a derechas. María de la Paz, cuya vida conyugal había corrido tranquila en medio de los deberes domésticos, para el cariño y la virtud fáciles y amables, observaba inquieta a su marido, en cuyo semblante, que ella se sabía de memoria, veía algo extraordinario que no acertaba a definir, tal vez porque en aquella casa no se había albergado hasta entonces pasión alguna violenta.

En efecto: las frases que a duras penas hilvanaba   —328→   D. Martín con el propósito de mostrarse jovial, según costumbre, salían de sus labios con voz casi convulsiva. Era la primera vez que en su natural, franco y leal, se hallaban en desacuerdo el corazón y los labios; y como le costaba gran trabajo dominarse, tan pronto como la cena llegó a su fin, dio las buenas noches en ademán de levantarse de la mesa, con asombro de María de la Paz, que le detuvo, diciéndole:

-Martín, ¿te vas sin rezar la oración de gracias?

-Es verdad (repuso Cañizares); se me había ido el santo al cielo.

-Pues, mira, dile a tu santo que vuelva (añadió María de la Paz), porque no parece sino que esta noche te han dado cañazo.

Rezose la oración de gracias; y aunque el sueño no quiso pesar sobre los párpados de nadie, por no cargar con la responsabilidad de la poca animación que había reinado en la mesa, empezó el desfile, y cada cual se retiró a su respectivo aposento.

Fermín, al verse en el suyo a solas con su corazón, que le decía atropelladamente una porción de cosas, no sabía, digámoslo así, a qué palo quedarse. Las figuras de Nona y Aurora alternaban en su imaginación, produciendo ambas   —329→   en ella impresiones distintas, y apareciendo cada una a su vez con distintos colores siempre que pasaban. Nona, sobre todo, era la que más honda y tristemente ocupaba su atención. Revolviendo en su mente algunas circunstancias del proceso sobre las alhajas de la Virgen, su corazón y su inteligencia se sublevaban ante la idea de que Nona hubiera podido aceptar el galanteo del Diputado; en sus libros, en los discretos y honrados libros de Fermín, no se admitía fácilmente la posibilidad de un sentimiento amoroso entre el milano y la paloma. Sin embargo, no le era lícito dudar de que Nona había asistido a una cita desde la reja: además de que Marta lo había dicho claramente, la confusión de Nona cuando se hablaba, aunque sin darle en apariencia importancia, de algo relacionado con la cita, era de ello elocuente prueba.

Estremecíase Fermín al repasar en su imaginación todos estos datos. Y cuando recordaba el envenenamiento de la perra Minerva y sus causas más que probables; cuando de la revelación de aquel secreto, tanto más de guardar cuanto que fue depositado en el seno de la familia, deducía naturalmente hasta qué extremo había llegado la fascinación de Nona, entonces el dolor, la compasión y la ira se disputaban la posesión de su pecho, y el choque de sentimientos   —330→   tan encontrados estaba a punto de volverle loco.

-¡No! (exclamaba en voz alta, hablando consigo mismo); no debo permanecer más tiempo en la inacción; es preciso salvar a mi prima pronto y a todo trance del peligro que la amenaza; su tranquilidad, su decoro, la honra de la familia, que es también mi honra, lo exigen imperiosamente. Y si para ello fuera necesario atropellar toda clase de respetos; si fuera indispensable matar a ese hombre como se mata a un perro rabioso...

Una fuerte detonación de arma de fuego, disparada cerca, muy cerca de la habitación de Fermín, y que venía a ser como el eco de sus propias reflexiones, le embargó el ánimo, dejándole sin acción breves instantes.

Repuesto de su estupor, y aunque no sin sobresalto, porque presentía una desgracia terrible, salió acelerado de su aposento, y fue a parar quizás maquinalmente a la reja de la cita. Asomose a ella con afán angustioso, y a la escasa luz de un candil que temblaba en las manos del pobre Chucho, quien había salido a la callejuela al ruido del disparo, Fermín alcanzó a ver con espantados ojos un hombre tendido en el suelo, frente por frente de una de las ventanas del cuarto de Cañizares, y una mujer envuelta   —331→   en su manto, la cual se alejaba precipitadamente.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de esa desventurada? -exclamó con desesperado acento.

Y al volverse para acudir en auxilio de la fugitiva, se quedó inmóvil y como estático, no acertando a creer lo que estaban viendo sus ojos.

Nona y Marta se dirigían presurosas al sitio donde él se hallaba.

-¡Tú, tú! (gritó Fermín al fijar la vista en su prima.) Pues entonces... (añadió mostrando en el semblante tanta ternura como asombro): ¿quién puede ser?... ¿Quién es la que?... ¡Marta!, ¿qué significa esto?...

-Esto significa (contestó Marta tristemente), que Nona, a instancia mía, se sacrificaba por salvar a su hermana.

Fermín estrechó contra su corazón a Nona, y besando aquella casta frente, repetía con fervor: «¡Bendita seas, bendita seas!», al propio tiempo que Nona, sin desprenderse de los brazos de su primo, y dirigiéndole una intensa mirada, tierna y suplicante, le decía con igual fervor: «¡Sálvala, Fermín; corre a salvarla!»

Fermín se echó inmediatamente a la calle, donde le cerró el paso un grupo de gente que ya rodeaba al herido.

El Diputado, pues era él, bañado en sangre,   —332→   y con indicios seguros en su rostro de ser muy grave la herida, decía con acento sarcástico y dirigiendo su mirada siniestra a la ventana de Cañizares de donde había salido el tiro:

-¡Ah, señor síndico, señor síndico!...: te conozco demasiado, para no estar seguro de que este regalo a ti es a quien lo debo... ¡Vaya si te conozco!...: ni el lobo ni tu escopeta te sirvieron bien y, ¡es claro!, como hombre de recursos, te has valido ahora de mano ajena para librarte de mí y alzarte con el santo y la limosna...

Un vómito de sangre interrumpió al herido, de cuya boca empezaron a salir imprecaciones no menos sangrientas que el vómito, a punto en que llegaba el Juez.

Al verlo, brilló en los ojos del Diputado una alegría feroz, y prosiguió diciendo, como si hablara con el síndico:

-Pero... ahora, como junto a la madriguera del lobo, yo también puedo decirte: «¡Aún vivo!»... Y ahora... como entonces... tampoco te vas a quedar con la carne entre las uñas, porque... porque...

El Diputado presintió que otro vómito de sangre iba a interrumpirle de nuevo, y añadió, dirigiéndose al Juez:

-En confianza: sepa V. que el síndico es un   —333→   buen devoto...: en su casa... están las alhajas de la Virgen...

Estas palabras fueron acogidas por los circunstantes con rumores de indignación; y atónitos se hallaban de haberlas escuchado, cuando se oyó clara y distinta en el interior de la casa de Cañizares la voz de María de la Paz, que gritaba angustiosamente:

-¡Fermín! ¡Nona! ¡Marta! ¡Socorro!... ¡Socorro!

Fermín y el Juez, seguidos de algunas otras personas, penetraron presurosos en la casa; y guiados por la voz desolada de la Pacheca, que seguía pidiendo auxilio, llegaron al aposento de D. Martín, casi al mismo tiempo que Nona y Marta.

D. Martín yacía en el centro de la habitación, con todos los síntomas de un accidente apoplético: María de la Paz, arrodillada junto a él y activa en medio de su dolor, a duras penas sostenía la cabeza de su marido con un brazo, mientras que se valía del otro para desabrocharle la ropa. Nona y Fermín se arrodillaron también, secundando en sus esfuerzos a María de la Paz, y prodigando ellos y todos al enfermo los remedios caseros que en semejantes casos suelen multiplicarse. Al cabo de un rato, D. Martín abrió los ojos, aunque sin fijarlos en ninguna   —334→   parte, y denotando extravío en sus miradas. María de la Paz y Nona lograron con sus ternezas llamar la atención del enfermo, en cuyos ojos fue reapareciendo la razón gradualmente. Pero a medida que ésta se restablecía, D. Martín fruncía el ceño; su semblante tomaba la expresión de concentrado enojo; agitábanse sus miembros con una especie de temblor convulsivo, y moviendo los labios con dificultad, exclamaba balbuceando:

-¡Hija desnaturalizada! ¡Infame!... ¡Ah! Si mi escopeta hubiera tenido más de un tiro...

Y como reparara que María de la Paz hacía ademán de interrumpirle:

-No...; no me hables en favor suyo (añadió violentamente). ¡Es el baldón de la familia!... ¡No quiero verla!... ¡No quiero que vuelva a entrar en esta casa!... La rechazo..., la mal...

-¡Martín, Martín!, ¿qué vas a hacer? (gritó María de la Paz, poniéndole la mano en la boca.) ¡¡¡Es tu hija!!!...

Aquel grito maternal que llevaba en sí la mayor de las elocuencias, paralizó la cólera de don Martín, quien, abriendo los brazos, estrechó fuertemente en ellos a María de la Paz, y se confundieron sus lágrimas y sus sollozos.

A los pocos momentos, María de la Paz, sintiendo que su marido dejaba de estrecharla, se   —335→   desprendió de él para observar su semblante, exhaló un quejido, y ambos cayeron en brazos de Fermín y Nona: él sin vida, María de la Paz postrada por el dolor, y exclamando con los ojos elevados al cielo:

-¡Dios mío, amparadle y amparadme!...

Los circunstantes se postraron de rodillas, y el Juez, abriendo una esquela que acababa de llegar del Convento dirigida al difunto, leyó en voz alta lo que sigue: «Tranquilizaos: Aurora está aquí.»

Aurora, la hermosa y altiva Aurora, que aquella misma tarde casi había hecho befa del claustro, a las pocas horas vio en él su único refugio.

Su soberbia humillada había tenido la suerte de tropezar con la fe, y, véase lo que son las cosas: una ciega era quien la llevaba por buen camino.

Regla general: los corazones duros, cuando la desdicha los coge en sus manos, se ablandan.




 
 
FIN