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ArribaAbajoEl gran poder

A las doce y media, llamó Santiago a la puerta de la taberna.

-¿Quién?

-Madre, soy yo.

Contó lo que sabía. En la calle del León, le detuvieron dos agentes de la secreta; le preguntaron dónde iba, dónde le habían dado el maletín, y adónde lo llevaba. Se burlaron, le amenazaron a Santiago, y éste, dio en la prevención de la calle de las Huertas. Pidió que le dejasen enviar un recado a su casa, y le contestaron:

-Se hará de oficio. Y, nada más.

Después de las doce le llamaron, le dieron la bota, y le dijeron que se fuese en seguida.

Él mismo, Santiago, ayudó a Mariano a encender las luces y a abrir el escaparate y la tienda.

El público asistió, como de costumbre; los mismos policías y la misma gente del mal vivir; pero Muñoz, no fue.

El día siguiente, a las once de la mañana, llegó Muñoz con su hijo; este estrenaba su uniforme de alumno.

Era primer domingo del mes: el muchacho tenía libertad hasta la noche, y el polizonte se acompañaba de su hijo y le presentaba en todas partes, o sea, en la delegación, en la taberna y en el café.

Y aquello no era amor, era orgullo, pero orgullo necio, porque Muñoz creía que, llevando el muchacho aquel uniforme, bien podía el padre llevar el de Maestrante.

Y no era amor, porque Muñoz no amaba a su hijo. Aquella figurilla que crecía, le era tan indiferente, como la madre, planchadora, y la esposa,   —419→   jorobada. Luisito era otro ser a quien se podía explotar, y Muñoz, para explotarle bien, buscaba la manera de hacerle producir pronto y mucho.

En otro tiempo, la disciplina universitaria constaba de dos partes: la disciplina de los profesores, y la disciplina de los alumnos. No recuerdo en qué país.

Los estudiantes estaban obligados a ser monárquicos, a ser católicos y a practicar los respectivos cultos. Además, debían asistir puntualmente a clase, adular a los catedráticos, comprar los libros de texto, aunque fuesen indoctos y costosísimos, y renegar de la historia de la patria, de la región y de la familia. En cambio, no se les obligaba a estudiar, no se les enseñaba nada, y se les aprobaba el examen, si iban recomendados. También se les permitía huir y curarse ocultamente en sus casas, cuando la fuerza pública los diezmaba a tiros y a sablazos.

Los profesores estaban obligados a ser cejijuntos y descorteses; a ser monárquicos o republicanos, católicos o herejes, senadores o diputados, concejales o embajadores, según se lo ordenaba el Gobierno. En cambio, no se les exigía que estudiasen ni que enseñasen, y les era permitido usar de la fuerza pública, para zurrar a los alumnos.

A esta enseñanza, dada por el Estado, era preferible la enseñanza dada por las Comunidades religiosas; porque los agustinos, los escolapios y los jesuitas, tenían el pudor de leer la lección antes de preguntársela al alumno; vivían directamente de los discípulos, y no los mataban en los claustros y en las calles; contrataban la educación y la instrucción con los padres de familia, y cumplían el contrato.

Cuando miles de frailes extranjeros llenaron de escuelas católicas del país; cuando los jóvenes de las sucesivas generaciones fueron ignorantes y beatos; cuando un Presidente del Consejo de Ministros, tuvo la valentía de elogiar ante las Cámaras la enseñanza clerical, lanzaron los liberales contra los conventos todas las calumnias que se pueden imaginar, y todos los insultos que se pueden decir; pero no hubo un espíritu fuerte que restableciese el prestigio de los Institutos oficiales de enseñanza, creando, bajo la más   —420→   estricta justicia y la más severa responsabilidad, una disciplina que obligase a los profesores a enseñar, y a los discípulos a aprender, y no obligase a unos y a otros a ningún convencionalismo grotesco.

Muñoz tenía la seguridad de que Luisito, entregado a los Religiosos, sería bachiller a los quince años y abogado a los veintidós. Y abogado sin vicios, o sin escandalizar con ellos; sano, sin la vejez prematura producida por el estudio o por el hambre; cobarde, como buen beato, y astuto y malo, como buen cobarde. Con estas disposiciones felicísimas, haría gran carrera Luisito, porque Muñoz no pedía nada, no molestaba a nadie; iba acumulando la gratitud que se le debía, y, para cobrarla, esperaba a que Luisito fuese doctor en Derecho.

Un personaje ordenó que se gratificase con tres mil pesetas a Muñoz, por los servicios realizados para conservar el orden público en cierta ocasión. Muñoz dio las gracias a su protector, le entregó el recibo firmado, y recibió quinientas pesetas.

-A usted le será lo mismo, amigo Muñoz, y me saca usted de un apuro.

-¿Necesita vuecencia de estos dos mil reales?

-No tanto, no: muchas gracias; y bien entendido, que las dos mil quinientas pesetas, son un préstamo que usted me hace, y que...

-Creí que vuecencia iba a dispensarme la honra de ser su amigo, y no el oprobio de ser su usurero.

-Amigos, Muñoz; eso es, buenos amigos.

Y aquel otro gran señor, que acuñaba plata en su casa palacio, en el centro de Madrid, donde no lo veía nadie, porque nadie podía imaginar tal desvergüenza.

Y aquel presidente de aquella gran sociedad, que era un garito.

Y aquel tasador, acaparador, fundidor y desmontador de joyas robadas. Y el del escándalo de la granja agrícola, desde cuyo sitio se iba ocultamente a una casa de religión, para conspirar y para regodearse...

No faltaba nada: que pasasen los años, y que Luisito fuese doctor de Leyes.

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Muñoz se presentó con su hijo: éste llevaba en las manos un paquete de caramelos que entregó a Rosario, quien lo puso sobre el mostrador, diciendo a Santiago:

-Ahí tienes eso; Luisito te lo regala.

Además, el niño dejó sobre un velador, un ejemplar de un diario de la mañana.

Rosario, obsequió a Luis con un bollo tierno y una copita de vino rancio; Muñoz, bebió una copa de aguardiente, e hizo la visita sin aludir al suceso de la noche pasada.

-Y, nos vamos, porque el gobernador me tiene dicho, que quiere conocer a éste.

Y se fueron.

Mariano señaló al paquete de caramelos, y preguntó a Santiago:

-¿Esto es para comer?

-Me parece que sí.

-Pero, ¿tú no quieres probarlos?

-Te cedo mi parte.

Rosario, aparentó no haber oído.

Santiago cogió el periódico, se acercó con él a la puerta, y comenzó a leer tranquilamente. Mariano bajó a la cueva, comiéndose los caramelos, y Rosario se fue a la cocina.

Santiago se aburrió leyendo el artículo de fondo. Seguía otro artículo acerca de cuestiones de Hacienda. Después, un artículo literario que tenía la firma de un señor muy nombrado; muchas palabras raras, muchas frases arcaicas; una niña que va con su mamá a misa, y las dos son muy pobres, porque el papá de la niña era un general muy honrado, y las dejó en la miseria; y se encuentran a un pobre viejo que las pide limosna, y se la dan, y el viejo las reconoce y ve que la madre es hija del viejo, pero el viejo no es pobre, porque ha sido general en un pueblo que está muy lejos, y ha hecho una gran fortuna, y viene a Madrid, y se disfraza de pobre, y pide a todas las niñas rubias que lleven su mamá vestido de luto. A Santiago le gustó el cuento, y siguió adelante. Las sesiones de las Cámaras: él no entendía eso, y no lo leyó. A mordiscos, infanticidio y parricidio; era el relato de un crimen horrible. Un obrero   —422→   enloquecido por el abuso del aguardiente, mata a mordiscos a su esposa y a dos niñas de ocho años; el criminal no hace resistencia, y se entrega a los guardias. Aquí reflexionó Santiago que con pocas copas nadie se pone tan loco, y con muchas copas se rueda por el suelo. Después, venía una exposición elevada al ministro por las fuerzas vivas del país pidiendo que no se cobrase la contribución a los labradores, ni se permitiese la entrada de ningún grano por ninguna aduana; así se salvaría el país. Venían después las noticias: citando a juntas en muchas sociedades; refiriendo las milagrosas curaciones obtenidas con ciertos específicos; participando defunciones, llegadas, salidas, casamientos, ascensos y tertulias de gentes desconocidas para la mayor parte de las gentes. Seguía una sección que se titulaba El hampa: una riña entre dos tahoneros borrachos; un robo en una buhardilla.

-¡Dios! ¿Qué es esto?

También fue puesto a buen recaudo.

-¡Pero si éste soy yo!

También fue puesto a buen recaudo un joven de dieciséis años, llamado Santiago Albo y Mas, mozo de rara taberna, y que en una casa donde fue a llevar vino robó un maletín con ropas y efectos.

Santiago sintió que su rostro enrojecía, que su corazón palpitaba con violencia, y que las piernas temblaban. Hizo un esfuerzo, no cayó, y empezó a llorar; pero comprendiendo que su madre volvía de la cocina, guardose Santiago el periódico, fue a la trampa de la cueva y comenzó a bajar, diciendo a Mariano:

-Sube; yo haré eso y tú cambias el agua de las aceitunas.

No quería que su madre se enterase de aquella nueva afrenta, porque Santiago tenía suficiente instinto para comprender que su madre no quería hablar de la detención sufrida la víspera, que su madre padecía y callaba, y él también debía callar para que su madre no padeciese.

Santiago puso su esperanza en tres escritores jovencitos, melenudos y desarrapados, que todas las noches iban a la taberna, comían aceitunas, bebían vino, censuraban todo lo existente, y solían pedir que se les fiase lo gastado. Llegaron los críticos estériles, supo Santiago hacerles hablar, y obtuvo esta afirmación: con arreglo a la ley, se le puede exigir al director de un periódico   —423→   que publique una rectificación con igual letra, y en el mismo sitio que se publicó lo rectificado. Y si el director se niega, se le envían los padrinos, y se le pide una reparación por medio de las armas.

Aquella noche soñó Santiago que el director del periódico era un señor muy alto, muy grueso, con unas melenas muy largas, pero con buena ropa y que pagaba el vino. El director le recibía cortésmente, y hacía publicar en el periódico el retrato de Santiago y un artículo muy bien escrito, como el de la niña rubia que daba limosna. Y en el artículo se decía que Santiago Albo y Mas no había robado el maletín, ni había nunca robado nada, ni en el cajón del mostrador, ni en el arca de su abuelo.

A las nueve de la mañana Santiago pidió permiso a su madre para dar una vuelta, y se fue al domicilio del periódico.

En el vestíbulo había un hombre barriendo.

-¿Va usted a la Administración?

-No, señor.

-Lo decía, joven, porque no se abre hasta las diez; pero luego la tiene usted abierta hasta las tres de la madrugada por cuestión de los funerales.

-Deseaba ver al director.

-Si es para un asunto absolutamente personal, daré a usted, joven, las señas o dirección de su domicilio. No obstante, si es asunto de carácter íntimo, me tiene autorizado para intervenir en ello.

-Quería que se rectificase una noticia.

-¡Ah!, vamos. Pues sí, irremisiblemente, tiene usted, joven, que hablar con él, ha de hacerlo después de las doce de la noche, porque a esa hora, o después, viene por aquí.

-Lo mismo se me da, con tal que rectifiquen la noticia.

-Es mi deber no preguntarle a usted indiscretamente lo que desea, pero es mi deber advertirle que según lo que usted desee, así habrá de proceder.

-Pues dicen que Santiago Albo ha robado un maletín.

-Y usted quiere hacer público que no es usted ese Santiago Albo. Es posible que le atiendan a usted; pero también es posible, joven, que no le atiendan, porque se ha abusado de eso para hacer el reclamo, y nosotros cobramos los reclamos. De modo que...

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-No, señor; no es eso lo que yo quiero.

-Pues explíquese usted, joven.

-Yo soy el Santiago Albo, pero no he robado ningún maletín.

-Pues ese es el caso que yo le decía a usted.

-No, señor, porque yo soy el Santiago del robo del maletín.

-No nos entendemos. A usted se le acusa del robo de un maletín.

-Eso es.

-Pero la acusación, siquiera fuese verídica, no es cierta de toda certidumbre.

-¡Que no es verdad!

-Pero, ¿el asunto está subjúdice? Porque en ese estado, entienda usted, joven, que no podemos afirmar ni negar.

-Yo no sé si está como usted dice.

-Pues esa es la base.

En la escalera gritó una voz:

-Araus, ¿se acaba eso?

-Ya está todo barrido.

-Perdone usted. ¿Es usted el señor Araus?

-No, señor; me llaman así de mote. Y me voy porque me buscan. Venga usted de nuevo a las dos, y yo le recomendaré a usted. Se me ha hecho usted interesante.

Duró largo tiempo la emoción que experimentó Santiago, creyéndose delante del insigne periodista.

¡Araus!

Y, sin embargo, el Araus auténtico hubiera dado a Santiago la misma contestación dada por el Araus de befa.

-Yo pude afirmar que era usted ladrón, porque así me lo dijo la policía; pero no puedo afirmar que usted no robó, si la autoridad no lo asegura también. ¡Pobre Araus!

Hay ideas que no parecen vibraciones de células, sino las células mismas; hay afectos que no parecen movimientos del corazón, sino fibras   —425→   estriadas de ese gran músculo que no obedece a la voluntad. Y así, hay pasiones que no arrastran al hombre, sino que son el hombre mismo. Arquímedes no creyó en la palanca como yo creo en la Prensa. ¡Bah!, un pedazo de papel impreso cambiaría el Cosmos, si el Creador supiese leer. Y todos esos papeles impresos que se llaman periódicos y que, reunidos, forman la Prensa Española, no cambian nada de lo que existe; y si se jactan de que hicieron algo, mienten; es que de ellos, de su fuerza poderosa, se valió alguien para cambiar algo. Son cada uno de ellos, y todos reunidos, como aquel diario donde se pudo decir que Santiago robaba, y no se podía decir que Santiago no era ladrón.

Y yo que, para martirio de mi vida, había de tener una idea y un afecto tan intenso y tan permanente que constituyen una pasión señora de mí, un tirano indiscutible, tengo la pasión del periodismo; tengo el convencimiento de que esa es la fuerza mayor de las sociedades humanas, acaso la mayor fuerza de la Naturaleza; y creo que si Dios o el diablo quisieran llevar los hombres al bien o al mal, tendrían que valerse de la Prensa, como se valió Muñoz para infamar el nombre de Santiago.

¿Creéis que no se puede curar el cáncer? Pues bien, decid mañana y decid siempre en la Prensa de todo el mundo, que la profilaxis y el tratamiento del cáncer se reducen a beber agua hallándose ayuno, y el cáncer desaparecerá. ¿Por qué? Porque habréis extendido las prácticas de higienización por uso del agua; y porque la fe cura. ¿Que no? La fe es la autosugestión; y, ¿qué es la enfermedad?: una sugestión. No creéis en el mal de ojo, para no parecer majaderos; pero os veis obligados a creer en los contagios, y en contagios tan raros, que son sugestiones. Pues bien, la sugestión externa, como la autosugestión, pueden curar o matar. ¿No lo creéis?, ¿no creéis en las maravillas que produce la fe? Por eso no estáis habituados a tener fe honda. Vuestra fe suele ser una ridiculez que mentís, y de la que estáis dispuestos a abjurar en cuanto ello os convenga. Sois periodistas sin tener fe en su periódico. Merecéis que os denuncien, y vivís denunciados.

Y esa fuerza omnipotente que puede hacer y deshacer honras y fortunas; que puede crear, impedir y terminar las guerras; que puede cambiar el curso de los ríos y la vida de las comarcas, que puede extinguir, modificar   —426→   o consolidar la idea humana acerca de Dios, que es, así, otro Dios quizá más adorable que ninguno de los imaginados por el hombre, porque es un Dios que está visible entre sus criaturas; ese Dios perdurable como la humanidad; ese Dios de dioses tiene su religión y tiene sus templos; pero, ¡ay de mí!, tiene también su Satanás maldito.

Mi antigua amiga doña Tránsito, cuando reza el Credo, lo termina diciendo así: Amén, periodista. Su yerno es una gloria de la Prensa española; pero la suegra dice bien:

-Si fuese algo: zapatero o, en fin, algo; pero, ¡periodista!... eso es lo mismo que no ser nada.

Tienen razón doña Tránsito y los transitables.

En todas las profesiones se puede hacer fortuna con el trabajo propio o con el trabajo ajeno, y es posible ejercerlas legalmente, aun siendo incompetente para ello de una manera notoria. Suponiendo que un médico, un abogado y un militar, fuesen aptos, al terminar sus estudios, para ejercer sus respectivas profesiones, se habrá de convenir en que si esos señores pasan veinte años sin ejercer y sin estudiar, serán tres positivas nulidades; pues el Estado no lo cree así, y velis nolis, encarga a esos caballeros de defenderme contra el tifus, contra el verdugo y contra el invasor, y tengo que soportar humildemente estas ruinosas defensas.

A doña Tránsito no le importaría que su yerno fuese un bodoque y que ganase poco, con tal de que fuese algo.

Esta opinión de doña Tránsito es la opinión de casi todas las madres de familia, y para mí son estas señoras más respetables que los padres, porque no tengo seguridad de que éstos lo sean.

Afortunadamente, la complaceré cuando yo sea Presidente del Consejo; porque uno de mis grandes proyectos es convertir el periodismo en una carrera del Estado; así doña Tránsito se quedaría tranquila, el Gobierno se quedaría tranquilo, y Moya, Cavia, Troyano, Francos, Ortega-Munilla, Arias, Suárez de Figueroa y otros, serán algo; ¡infelices!

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Claro es que el periodista ha de ser sano y fuerte para resistir los peligros de los climas, y los peligros de la vida desarreglada. Así lo son.

Han de ser valientes, para no temer los terremotos, las inundaciones, las guerras, los motines, ni los desafíos, ni las denuncias con arreglo a las leyes escritas, ni las leyes escritas con arreglo a las denuncias. Así lo son.

Han de ser honrados, para no quedarse con el dinero de la caridad, según costumbre de ciertas personas que tienen fama de caritativas; para no explotar los reclamos como las cursis que tienen fama de distinguidas; para no llevarse el tintero de la redacción, como desapareció, en una reunión de cofrades, aquella escribanía de metal fino, según contaba Taboada; y para no tener deudas bochornosas, y mantener con decoro a sus familias. Así lo son.

Es necesario que sean instruidos, instruidísimos, con una instrucción vastísima, profundísima y sincerísima, porque lo han de saber todo en todos los instantes, supuesto que han de escribir sin preparación y han de explicarse con tan hábil pedagogía y con tan rara elocuencia que se hagan comprensibles para todos, porque realmente la Prensa tiene la positiva dirección intelectual de las modernas sociedades. Así son los periodistas.

Han de ser buenos, porque son el único (señor cajista, hágase usted el favor de componer ÚNICO con letras de cartel) consuelo permanente de los desesperados. Mi amigo Malagarriga sospechaba que Galeote cometió su crimen porque se creyó abandonado de la Prensa. En muchas ocasiones no hallaréis una autoridad que os ampare, un sacerdote que os confiese y un médico que os cure; pero si en la localidad donde estéis existe un periódico, hallaréis en seguida un periodista que os consuele y os defienda. Contad vuestras penas a cualquier redactor de El Correo Español o de El País, y los veréis siempre unidos para realizar una obra de bondad o de justicia. Y yo creo que si todos los desesperados frecuentasen las redacciones y se acostumbrasen a no esperar de ninguna autoridad ni de ningún santo, y a esperarlo todo de la Prensa, disminuirían extraordinariamente el número y la importancia de los delitos; porque creo que el hombre llega a ser malo cuando la virtud no le produce ni la más remota esperanza; y lo creo así porque el ser bueno es muy cómodo, y nadie deja esa ventura sino obligado por la necesidad.   —428→   Yo mismo, si disfrutase de los dos grandes privilegios de los hombres libres, la ciudadanía y la propiedad; si yo supiese que me bastaba con ser trabajador y honrado para gozar como español de los derechos de ciudadanía, y como hombre sociable de los derechos de propiedad y no de los derechos a litigar, que esta es la propiedad actual, no agotaría mis nervios y mi vida en escribir de esto, y me limitaría a escribir a mi familia y algún cuento candoroso.

No es así, y siempre que se me ha perseguido, he hallado en seguida el dulce consuelo de la Prensa; y juro, en nombre de Dios, que la quiero tanto como a mi madre. A ambas acudiré siempre en busca de esperanzas, y para darles todo lo mío si de ello necesitasen. Dichosos los pueblos que tienen Patria y que tienen Prensa, y dichosos los desesperados que antes de robar o de asesinar o de suicidarse, se acuerdan de un periódico y van allí, y cuentan sus penas; porque todos, absolutamente todos los periodistas parecen ángeles, cuando escuchan el dolor ajeno; y, lo mismo que las madres con sus hijos hallan siempre energías y medios para defender a sus amparados. Así son los periodistas.

Claro es que han de ser muy laboriosos, porque necesitan trabajar mucho, aunque no tuviesen humor de ello; ni pueden, como en otras profesiones, fingir que trabajaron; y han de ser sobrios porque ganan muy poco, y han de...

-¿Se puede?

-Adelante.

-¿Todavía está usted trabajando?

-Haciendo que hago. ¿Y esa oficina?

-Como siempre. ¿No ha venido el cura?

-No, señor.

-¿Y el capitán?

-Tampoco.

-Pues en cuanto venga alguno empezaremos el tresillo, a menos que no le interese a usted mucho lo que escribe.

-Unas líneas acerca de los periódicos.

-Los pondrá usted de oro y azul.

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-No, señor; ni consiento esa sospecha.

-Cálmese usted, amigo Lanza. Usted es muy vehemente, y yo le citaría a usted un periódico que no defendería usted.

-¿Cuál?

-Un diario.

-¡Imposible!, los conozco todos.

-Donde sólo hay colaboración: escrito sin gramática.

-Algún diario de oposición de los que le molestan a usted.

-Nada de eso. Las suscripciones se logran a sablazos.

-Muchas veces la necesidad...

-No por cierto. Es político y no tiene consecuencia política.

-Vivirá de una subvención.

-Ya le he dicho a usted que vive del sablazo. Publica artículos que deshonran y que matan y que arruinan.

-¡Diantre!

-Él ha llevado al pueblo a la revolución.

-¿Y no lo denuncian?

-Nunca.

-No lo creo.

-Créame usted. No tiene colaboradores fijos; nunca paga la colaboración, y muchas veces la cobra. La misma Academia Española dice de él que es mentiroso.

-Pero, ¿qué periódico es ese?

-¿Para qué quiere usted saberlo?

-Para decirles cuatro verdades a los redactores.

-Son muy perfectos caballeros. Allí quien manda es el editor.

-Pues a ese.

-Ese no se batirá con usted. Empezará por embargarle.

-¡Ah! Ya comprendo.

-Claro está.

-De modo que...

-Exactamente.

-¡Qué desgracia!

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Noble Prensa Española: con tus grandes diarios, con tus grandes revistas, con tus miles de hojas llenas de poesía y de ciencia, de utilidad y de deleite; y con tu cachaza para soportar diariamente una nueva ley y una nueva denuncia, eres al fin, ¿te lo digo?; pues bien, eres, ¿te lo digo?: eres el suplemento ilustrado de la Gaceta de Madrid.

¡Pobre Prensa!



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ArribaAbajoDesacato casero

He dicho en el capítulo anterior, que Ricardo no amaba a su hijo, y esto habrá satisfecho a los cuatro tontos y a los cuatro granujas partidarios de la policía irracionalmente organizada. Les habrá satisfecho, porque hallarán que exagero, y argumentador que miente, es vencido.

Voy a quitarles la satisfacción a esos señores, diciéndoles que, en mi humilde opinión, los polizontes pertenecen a la especie humana, y se distinguen de los demás hombres en que no se aman a sí mismos. Un policía puede amar a su madre, a sus hijos, a sus amigos y a sus paisanos, pero si se amase a sí mismo, dejaría de ser policía.

El desamor de Ricardo hacia Luisito no provenía de que Ricardo fuese polizonte, sino de otras causas; y voy a referirlas:

Una noche que Ricardo no tenía dinero le ocurrió la idea de robar en su casa.

La idea era vulgar, como dejo dicho, pues casi todos los hogares son víctimas de la rapiña de los amos, de los señoritos, de los criados, y, especialmente, de la señora de la casa. Y, como la idea era vulgar, la tuvo Ricardo; y la realizó.

Era domingo, y en aquella hora (las nueve de la noche), debía de hallarse Angelita en la casa de sus padres, y Tomás en el café, única distracción de que disfrutaba. Ricardo tenía llave de la cerradura inglesa que defendía la puerta del taller, que era también la entrada a la habitación.

Abrió Ricardo, convencido de que nadie le veía entrar; cerró en seguida, adelantó algunos pasos caminando a oscuras, y dijo:

-¡Angelita! ¡Tomás!

Nadie le contestó; estaba solo.

Entonces encendió una cerilla y fue hacia la alcoba de Angelita para descerrajar la cómoda.

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Pero al pasar delante del cuarto de Tomás, vio dentro el baúl donde el oficial guardaba su hacienda.

Allí debía de estar el dinero que el señor Luis le dio por el traspaso del taller; y allí debían de estar las economías de aquel mariquita que no tenía vicios.

Ricardo no dudó; fue hacia el baúl; lo halló cerrado; volvió al taller; cogió un desclavador, y el pestillo, después de doblarse, se rompió.

Alzó Ricardo la tapa: ropa; y, en la bandeja siguiente, más ropa; y en el hueco inferior, ropa; pero entre ésta palpó Ricardo una caja, y tiró de ella; pero, seguramente, estaba atornillada al fondo del baúl. Una contrariedad, una pérdida de tiempo. A puñados sacó la ropa que rodeaba la caja; cogió ésta con las dos manos y tiró; crujía, pero seguía sujeta.

Era preciso arrancarla en seguida, y marcharse a escape.

Ricardo dejó de encender fósforos; se puso de rodillas, apoyó la mano izquierda en el borde del baúl, y con la derecha, armada del desclavador, empezó a apalancar por debajo de la caja; ésta crujía, iba rompiéndose, pero tardaba en quedar suelta.

Ricardo descansó un momento; sacó del baúl la mano derecha; soltó la herramienta para que los dedos quedasen libres, y respiró para desahogar el pecho, lleno de rabia y de espanto.

Entonces cayó con fuerza la tapa del baúl, y el fleje de su borde se clavó en la mano izquierda de Ricardo. El vivísimo dolor, unido al miedo del polizonte, le arrancaron un grito y le hicieron caer desvanecido, dejando la mano presa en aquel lazo.

En seguida sintió que le asistían, que le mojaban las sienes y que le libertaban la mano herida. Abrió los ojos, vio luz y a Tomás en calzoncillos y a Ángela en camisa.

Tomás concluyó de vendar con un pañuelo la mano, y Ricardo se levantó y fue a hablar, y hubiera hablado a no haber visto que Tomás pasaba de la boca a la mano un reluciente escoplo.

-¡Salga usted de aquí!

Ricardo fue hacia el taller, y después hacia la puerta.

-¡Ah; oiga usted!

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Ricardo se detuvo.

-Deje usted ahí la llave de la puerta; ¡silencio, granuja! Aquí no puede usted volver a entrar sin mi permiso mientras yo esté aquí, y no me marcharé nunca.

Ricardo, lívido y tembloroso, dejó la llave sobre uno de los bandos.

-¡Otra cosa! Si usted habla, yo grito. Usted no tiene pruebas, pero yo sí; las lleva usted en esa mano desgarrada, y el baúl estará siempre como usted lo deja.

Salió Ricardo, cerró Tomás, volviose con Angelita al lecho y dijo a la jorobada.

-No sería malo que tomases algo para quitarte el susto y para que no se nos desgracie el chico.

Y Ricardo, que tenía conciencia de su degeneración, como hombre, no amaba a su hijo; y, como polizonte, estaba dispuesto a explotarle.



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ArribaAbajo Otro gran poder

Santiago bajó a pie desde la casa del periódico hacia la Puerta del Sol. Ya en la calle, pudo convencerse de que le seguía un sujeto con el tipo de los chulos.

La persecución fue tan inmediata que el desconocido, viendo que Santiago se encaraba con él, tuvo que disculparse y dijo:

-Perdone usted; creí que era usted un amigo que me había encargado que se lo arreglase todo para irse de voluntario a la guerra de Cuba.

-Pues no, señor.

-Ya, ya lo veo; pero se parece a usted; claro, todos los que van son jóvenes, y hacen bien; si yo tuviese treinta años menos allá me iba. Empiece usted por que le dan a uno quinietas pesetas, que siempre vienen bien, séase para la familia si está necesitada, o para la novia si se queda en mal estado, o para uno mismo, porque esas quinietas arreglan a cualquiera.

-Pero no las darán en seguida.

-¿Que no? Mismamente al embarcarse en Cádiz o donde sea. Pero quiere decirse que si usted necesita antes algún dinero se lo adelanta a usted el agente, y luego él lo cobra sin usura y sin engaño. Con estas cosas de la milicia no se puede jugar.

-Y, ¿cuánto adelantan?

-Pues cinco duros, o media onza, o cincuenta pesetas, o cien pesetas. Claro, hombre, eso varía con los casos.

Imagine el lector, según le plazca, la continuación de este diálogo y sus consecuencias.

Una mañana salía Santiago de Madrid por la Estación de Atocha; la infeliz víctima de Ricardo Muñoz era soldado, iba de voluntario a la guerra, iba con otros muchos españoles a defender en Cuba nuestro territorio y   —435→   nuestro honor; y Santiago, hambriento, casi desnudo y con siete pesetas en el bolsillo, sintió frío por la espalda y sintió que el corazón le latía con violencia cuando oyó las notas de la Marcha de Cádiz; cuando coreándola, gritaba un inmenso gentío, ¡viva España!; y cuando un grupo de generales, de jefes y de oficiales saludaba militarmente al montón de muchachos que iban sonrientes a dejarse matar en defensa de la patria, guiados por la sacrosanta bandera del regimiento.

Y el lector me perdonará que de este lugar de la novela arranque un artículo magistralmente compuesto y correctísimamente escrito que refería la vida y las hazañas de Santiago durante la guerra.

Claro es que yo alabo holgadamente el artículo porque sé que nadie ha de leerlo; y lo retiro, no por miedo a que se le juzgue, sino por miedo a que yo sea el juzgado.

La ley de la gravedad será buena o será mala, pero es ley de Dios y se cumple fatalmente sin intervención de las autoridades. Si fuese ley del Estado, y yo elevase un globo en la atmósfera, el vulgo ignorante creería que yo había infringido la ley; y, por bestialidad revolucionaria, aplaudiría frenéticamente; y aunque los altos magistrados supiesen Física, tendrían, por razón de Estado, que condenarme.

Suprimo, por consiguiente, mi admirable artículo hasta que me halle seguro de que saben Física quienes han de juzgarme y quienes han de leerme.

Pero aprovecho la oportunidad para decir algo que nunca vi escrito y que interesa a la patria y al Ejército; y que se me perdone la redundancia (que no es mía), porque ya sé que son filosófica y prácticamente comunes e inseparables los intereses del Ejército y de la patria.

Parece racional que, siendo el Ejército una masa de soldados, se pensase, para tener buen Ejército, en tener buenos reclutas. Es doloroso que a los niños de los pueblos no se les dé instrucción militar, que no se les dé ninguna instrucción, que se les deje morir de hambre, que se les abandone en sus enfermedades y que se les abandone a todos los malos contagios; pero es   —436→   más funesto que el mozo, cuando va a ser recluta, haya perdido el buen sentido moral.

Sabe que su cacique es malo, y sabe que su cacique es todopoderoso. Y en estos conocimientos basa su criterio acerca de la organización social. Su cacique es más poderoso que el coronel que reparte los reclutas a los Cuerpos. Y si el coronel es más poderoso será más cacique, o sea, más malo; quizá cueste más dinero sobornar al coronel; pero se le sobornará seguramente.

El mozo entra en filas, y en seguida trata de sobornar al sargento. No lo consigue, y emplea el medio de dominar al cacique cuando éste no admite dinero. Se emborracha para tener valor, busca al sargento y le desafía. Cualquier cacique (que, desde luego, es cobarde), ante un mozo arrojado, transige y ofrece su protección y su amistad al madrugador atrevido; pero el sargento denuncia al soldado, y éste va al calabozo.

Desde allí escribe a su pueblo cartas dictadas por la ira y por el deseo de venganza; y el cacique las lee en alta voz, y por éste y por aquéllas se enteran los mozos y sus padres de que la disciplina es una barbarie, de que los sargentos y los oficiales y los jefes son unos verdugos, de que el rancho es mezquino y asqueroso, de que hace falta mucho dinero en gratificaciones para que el soldado no muera a puntapiés, y de que, pudiendo gastar ese dinero, es preferible redimirse, y no pudiendo gastarlo, es preferible desertar.

¿Quién niega la exactitud de este cuadro? Algún truhán interesado en ocultarlo o algún ignorante de la vida en los pueblos españoles.

Mozos acostumbrados a respetar esa vergüenza nacional que se llama cacique, y acostumbrados al triunfo de la perversión y de la procacidad, serán bestias a quienes se les pueda enseñar a alinearse, pero no serán verdaderos soldados, porque la milicia es la religión del honor. Por su honor juran los militares, con los tribunales de honor se hacen justicia y en el campo del honor ventilan sus agravios. Este ambiente de honor, este procedimiento de honor y esta finalidad de honor, son condiciones necesarias y esenciales de un ejército que ha de vencer o ha de sucumbir honrosamente, y ha de resolver aquellos problemas de sentimiento honroso que no pueden resolverse por cálculo de la conveniencia.

  —437→  

Y así como hoy no sería ejército regular y apto el dirigido por malhechores, y bien lo prueba el esmero con que nuestros oficiales son caballeros cumplidísimos, así, creo yo, salvando todos los respectos (que no sean de caciques), que no es ejército apto el constituido con reclutas de perversión moral creada por el ejemplo y por la omnipotencia del caciquismo.

Y así, digo yo que el más grosero insulto hecho a nuestro Ejército es prepararle conscientemente y deliberadamente reclutas educados en la más asquerosa perversión moral.

Y así, creo yo, salvando todos los respetos, que si un ministro de la Guerra pudo suprimir en un día los sargentos primeros, no sería imposible, y sería oportuno, que las autoridades militares suprimiesen en un día los caciques españoles.

¡Si el Ejército los exterminase!

No admito discusión sobre las consecuencias. Prefiero que un caballero pundonoroso tenga la arrogancia de pasar sus espuelas sobre mi cara a que un cobarde cacique tenga la villanía de robarme y de injuriarme eludiendo las prescripciones de un Código que yo cumplo fielmente.

Prefiero cualquier inquisición, en nombre de cualquier dios, a la más insignificante tiranía en nombre de la libertad.

Si yo fuese capitán general y tuviese el amor de mi patria y la adoración del Ejército, el cachito mayor de cacique sería de este tamaño. (Véase el punto).

Y una mañana regresó Santiago a la estación de Atocha.

En el tren había dormido, así le dijeron; y en Alcázar había tomado sopa y vino, se lo dijeron así. Lo cierto es que Santiago no se daba cuenta de ello. Recordaba que al desembarcarse en Cádiz le habían socorrido con unos duros, y le habían dicho que ya no era soldado: el contrato concluía.

En Cádiz muchos hombres le dieron de beber; pero no le dieron cama, ni medicinas, ni sopa; había que pedirlo y había que lograrlo.

Le gestionaron la inclusión en una lista de repatriados que el día siguiente iba a Madrid, y montó en el tren tiritando y sin haber comido. Supo   —438→   que en Cádiz daban comida y mantas unos señores muy buenos y unas señoras muy hermosas; pero él no pidió y no le dieron nada.

En el pequeño espacio de su asiento de tercera tuvo sitio suficiente para enroscar el esqueleto cubierto de piel, y la fiebre le dio un sueño tan consolador y tan largo que Santiago llegó a la estación de Atocha sin el aburrimiento de los viajeros ricos.

En la estación no había música ni señores; una Comisión de la Cruz Roja, una Comisión de El Imparcial y algunos curiosos.

Le dijeron que se fuese al vestíbulo, y allá se fue; se sentó en un banco y la fiebre le dejó dormido.

Le despertaron y le dijeron que se fuese a la casa de El Imperial. En el vestíbulo habían repartido bonos; pero como él no pidió nada...

Empezó a subir la cuesta de la calle de Atocha y empezó a toser y a fatigarse. Comprendía que estaba muy malo, que necesitaba de muchas cosas, y que era preciso pedirlas; sí, era preciso acostumbrarse a pedir. Pero, ¿a quién? Pasaba entonces entre los estudiantes agrupados a la puerta de San Carlos. Le dejaron libre el camino, se descubrieron y gritaron ¡viva España! A Santiago le satisfizo el homenaje, y, por orgullo, no pidió a los jóvenes patriotas.

Siguió subiendo; la tos y la fatiga aumentaban. Comenzó el vértigo a iniciarse. Santiago tuvo miedo de morir, comprendió que necesitaba pedir para no morirse y extendió la mano hacia dos señores curas.

Los curas empezaron a protestar. Habían dado mucho dinero para socorrer a los repatriados.

Se hizo un corro y se habló como buenos españoles: todos a un tiempo y todos a gritos. Aquello era vergonzoso. El Estado se comía el sudor de los patriotas. Los ministros compraban casas con el dinero de la guerra; esto lo sabía todo el mundo (es lo que se dice cuando nadie lo sabe ciertamente). El Imparcial se comía el dinero de la suscripción, lo decía también todo el mundo. Además había muchos granujas que se fingían repatriados para vivir a costa de los buenos corazones, esto se veía por todas partes. Pero aquel parecía repatriado de verdad; se estaba muriendo. Acaso no lo fuese; hay algunos pillos que todo lo falsifican muy bien. Pues allí venía una pareja de guardias y lo aclararían.

  —439→  

Llegó la pareja, se enteró de lo que ocurría; y el guardia más antiguo se encaró con el repatriado, y colocándole una mano sobre el hombro...

El peso de la mano aquella bastó para hundir el cuerpo de Santiago, que cayó al suelo, dando contra un árbol la descarnada cabeza, que empezó a verter sobre la arena un reguerito de sangre.

En la Puerta de Atocha se decía que dos curas habían dado muerte a un repatriado; en la plaza de Antón Martín se dijo que un guardia de Orden público había concluido a tiros con un repatriado de Cuba.

A Santiago le llevaron en una camilla al hospital; y cuando el médico de guardia vio que la herida era leve, pero que la inaniación era extremada, dijo al practicante, encargándole la mayor reserva, que yo también guardo:

-¡Bah! Un Ejército que no tiene libertad, ni medios, ni derecho para defender a un soldado, ¿cómo va a defender la Patria?



  —440→  

ArribaAbajoLa verdadera terapéutica

Cuando Santiago se dio cuenta de que vivía y comprendió que se hallaba en el hospital, sintió el frío del espanto.

Es necesario ser pobre para comprender el horror que el hospital produce.

Los socialistas majaderos, que suelen ser artesanos holgazanes con pretensiones cursis, se anotan como victoria (¡tiene gracia!) el haber conseguido una ley sobre accidentes del trabajo. Han sustituido los recursos de una caridad que pudiera ser inagotable (y que ya no es preciso ejercerla), con unas pesetitas tan escasas o tan litigadas, que aseguran el hambre del paciente durante su enfermedad.

Y el hospital sigue siendo un matadero, porque al hospital no va ninguno de los señores que informan las leyes.

Mucho aterra el hambre al pobre, pero sabe que hallará una limosna que le remedie. Mucho aterra la cárcel al pobre, pero sabe que le darán un defensor; uno de esos jóvenes cuya viril cabeza parece rodeada de un nimbo de gloria, y que allá, en los estrados de las salas de justicia, dicen siempre lo mismo con palabras que perfuman de amor los ojos y los corazones.

«No habéis probado que mi defendido sea el autor de ese delito, y no le debéis castigar. Pero si lo probaseis, debierais tener en cuenta que habría cometido ese delito impulsado por una ley de Naturaleza, que si es fatal, puede lanzarnos a todos nosotros por igual camino; y si puede eludirse, por la educación o por la riqueza, no debe constituir pregón de ignominia para este infeliz a quien quitasteis los medios de ser rico y de ser culto».

Lo que aterra al pobre es el hospital, porque no es templo de la caridad, sino alcázar del egoísmo. Donde nadie puede servir al prójimo, porque   —441→   no hay quien (aun para vivir miserablemente) no haya de quitar algo del amor, de la medicina y del alimento que el enfermo necesita.

Allí, por decoro del Estado y de la humanidad, debiera todo ser gratuito, y allí todo cuesta dinero; dinero para el conserje, dinero para el practicante, misas y velas para las hermanas, cigarros habanos para el doctor y para el administrador y para el visitador. Y si no se hace esto, ¡a morir!; porque el hospital le dice al enfermo: «No te doy de comer y prohíbo que te traigan comida; si la quieres, dame dinero».

¡Preciosa campaña para el doctor Tolosa Latour, cuyas virtudes referimos todos, y resumió don Ángel E. Caro, diciendo:

«Es Tolosa un artista, un poeta, a quien la prosa de la realidad no ha podido aún cortar las alas!»



Atrévase mi ejemplar amigo a dignificar el hospital, y verá con qué desvergüenza le despluman sus alas de ángel.

Entretanto yo pido con todas mis energías que se entreguen los hospitales a los frailes curanderos y a las monjas enfermeras, porque prefiero la Inquisición en nombre de cualquier Dios, a la Inquisición en nombre del perro chico.

Hace muchos años anuncié que abortaría una revolución de comerciantes, y así ha sucedido; hace muchos años anuncié que triunfaría una revolución de enfermos, y así sucederá. Revolución de enfermos fue la que produjo la matanza de los frailes.

Y es que el pueblo necesita salud y música; un pueblo sano y alegre no protesta, y transige con los sarcasmos del Sufragio Universal. Esto lo sabe cualquier estadista, y no lo saben los nuestros, porque son majaderos de siempre y ministros de un día.

Ya verán lo que ocurre cuando se desarrolle una epidemia, cuando cada hombre huya de los demás por miedo al contagio, cuando no haya camas en los hospitales, ni pan ni leche para los enfermos, ni consuelo para los agonizantes, ni ropa limpia, ni médicos, ni luz clara en plena noche, ni rayos de sol en pleno día. Cuando dentro de los hospitales, que parecen cárceles malas (las cárceles buenas debieran parecer palacios), mueran los enfermos hambrientos en las gradas de las escaleras, alrededor de los caloríferos y al   —442→   pie de los tragaluces; y mueran, no por asfixia, con las manos abiertas, sino con los puños cerrados, por congestión del cerebro, agotados por la ira, maldiciendo de la sociedad en que han vivido y de aquel hospital donde los médicos ganan una limosna y necesitan estar ausentes para lograr el sustento de su familia; donde las hermanas, famélicas, rezan a San Rafael, según se lo ordena el prelado, y no cuidan a los enfermos según se lo ordena su vocación y su instituto; donde el administrador no puede centuplicar los panes y los peces, y contentar con buenas palabras a los abastecedores que no cobran; y donde el director dice:

«Si Vuestra Excelencia quiere que mantenga el orden a todo trance, según me lo manda, envíeme artillería y coraceros.»



Cuando ante las puertas de los hospitales, en la vía pública, ruja la muchedumbre, viendo los enfermos que mueren en el arroyo y viendo que allá dentro no se puede llegar porque no se tiene suficiente influencia para conseguir un pase; y que aquella carne querida por la que se luchó en el taller, en el campo, en el bufete, en la guerra, se muere hambrienta, porque si hubo dos reales para regalarle un pan, no hay dos reales para regalar al portero.

Ya verán entonces que alguien publica la lista de las haciendas robadas a los hospitales, y explica el origen de muchas fortunas; y ya verán cómo los poderosos que no hayan huido de la peste no podrán huir del motín, que pondrá una horca en cada farol, ante los aplausos de los soldados que no harán fuego sobre la muchedumbre, porque también ellos pensarán que acaso, al día siguiente, les lleve la epidemia a uno de esos hospitales militares que parecen pocilgas, y que son un grosero insulto hecho al más patriota de los ejércitos.

Y aunque se llegue a la locura en el saqueo y en la matanza, nadie tocará a la carne y a los bienes de Castelo, de Rubio, del Marqués de Cubas y de cuantos han hecho su nombre popular y bendito en las salas de los Hospitales, que NUNCA merecen la visita de esos poderosos y de esos cursis que van a todos los teatros, a todas las ruletas, a todas las casas de lenocinio y a todas las ejecuciones capitales.

¡Pobres médicos! A veces lucháis vergonzosamente por un panecillo y salváis al enfermo, para matarle después hambriento o abochornado por   —443→   su deuda. Pensad que la Iglesia tiene consigo las multitudes, porque siempre da un consuelo para los dolores de la conciencia, y que el apoyo de las muchedumbres le da su influjo sobre la escéptica aristocracia.

Pensad que también vosotros seríais poderosos, si pudieseis dar siempre un consuelo para los dolores de la carne.

Pensad que los productos de la justicia son para los letrados y los curiales, y los productos de la fe, para los sacristanes y los clérigos, y que los inmensos productos de la caridad no son para vosotros, porque habéis consentido que los administren, y los usufructúen, y los roben, cuatro caciques sin vergüenza.

¡Pobres médicos!

¿Qué noción tenéis de vuestra nulidad, que así olvidáis la razón que os asiste, la ley que os ampara y el decoro profesional que os obliga?

Estoy harto de ver directores generales de Sanidad, que son doctores ricos afamados, ilustradísimos, diputados a Cortes, directores de periódicos, hombres poderosos, libres y correctísimos, que no se atreven a perseguir a los sumisos consentidores y alcahuetes de la beata que receta oraciones, del entrometido que receta emplastos, del fraile que cura el cáncer del estómago y la hipertrofia del corazón, del canalla que facilita abortivos y del vividor que explota la dermis y la obscenidad ajenas.

¡Pobres águilas que se dejan picar por las gallinas!

¡Pobres médicos!

Cuando Santiago comprendió que se hallaba en el hospital, sintió el frío del espanto.

Oyendo el murmullo de las conversaciones, algún quejido, y el continuo golpear de la mampara, pasó Santiago la tarde. Encendieron las luces, llegó la noche, y adormecido por la canturia del rosario, rezado en un rincón de la sala, se durmió Santiago sin haber comido y sin que nadie le hubiese molestado. Al amanecer tuvo sed, y bebió de un agua blanquezca que le dejó la boca pastosa; volvió a dormirse; se despertó a las siete, y oyó desperezos y lamentos, el ruido que producían los mozos al hacer la limpieza,   —444→   y la conversación de dos vecinos que esperaban coger el alta aquel mismo día.

A las nueve llegó el doctor con su acompañamiento de practicantes, mozos, Hermanas y amigos.

-¿Y éste?

-Vino ayer; le vio don Matías.

-¿Sin novedad?

-Sí, señor.

Siguió adelante. El general silencio de la sala hacía más perceptibles las palabras del enfermo y del practicante al acercarse a cada cama. En ésta se reía, en aquélla se lloraba; más allá, hablaba el médico, pero callaba el enfermo; en otra cama se oía un grito de dolor; en otra no se oía nada: las cortinas estaban corridas: el enfermo había muerto durante la noche; los mozos llevarían el cadáver al depósito y el hospital heredaría las ropas del muerto.

Santiago sintió el frío del espanto. Volvieron a colocarle a la cabecera la jarra del agua blanquizca, y Santiago la bebió con ansia; tenía sed y aquella medicina le había facilitado un sueño tranquilo. Se debía tener fe y esperanza en las medicinas, y en los médicos y en aquellos practicantes de las blusas y en aquellas hermanas de las tocas. ¿Qué querían ellos?; pues curar, curar a todos. No era el hospital tan malo como lo pintaban las gentes. Y Santiago, presa de la fiebre, volvió a dormirse, soñando que la medicina de la jarra le curaba en seguida; que él ponía una taberna con el dinero que le diese el Gobierno, y que Muñoz llevaba muchos meses enterrado en el camposanto.

Se despertó y buscó la jarra; se la habían llevado, y Santiago se calló y volvió a dormirse. Cuando abrió los ojos miró a la tabla que había en la cabecera; la jarra estaba allí, y Santiago bebió con avidez; se bebió toda la medicina y se sintió muy aliviado.

Con los ojos abiertos, ni miraba ni veía, cuando le volvió a la realidad la voz de un sujeto que se acercó a la cama.

-¿Usted fuma?, vecino.

-Sí, señor; pero no tengo tabaco.

-Pero si yo vengo a ofrecérselo. ¿Tiene usted calentura?

-Creo que no.

  —445→  

-Porque si el fumar ha de hacerle daño...

-No, señor.

-Pues tenga usted.

-Muchas gracias. -De modo que no tiene usted tabaco.

-No.

-Pues dicho que era usted un repatriado que venía de Cuba.

-Sí, señor.

-¿Y no trae usted tabaco?

-No, señor.

-Pues, ¿qué trae usted de allá?

-¿De allí?, pues no traigo nada.

-Pues si todos los empleados hubieran hecho lo mismo.

-Ea.

-Me parece. ¿Y usted trae alguna herida?

-No, señor. Es que me caí en la calle de Atocha.

-Tropezaría.

-No, que me dio un desmayo.

-El hambre que traen ustedes, es verdad.

-Algo de eso.

-Pero aquí todo se lo tienen a ustedes preparado, y le llevan a usted a su tierra sin costarle nada.

-Yo soy de Madrid.

-Mejor que mejor. ¿Y tiene usted familia?

-Ninguna. Es decir, aquí ninguna. Tengo familia de mi padre en Vilaldea.

-Eso es tierra mía, de mi provincia; yo soy de Brañas; es verdad.

-Mi padre era gallego.

-Ya, ya; pues hombre, si fuera usted allí, se ponía bueno en seguida. ¡De Vilaldea! ¡Vaya! Pues doña María también es de Viladaveiga. Sí que lo es.

-No la conozco.

-¿A quién?

-A doña María.

  —446→  

-Pues ya la verá usted, porque todas las mañanas ha de venir a verme, y en cuanto yo se lo diga que usted es de allá, no hay más que decir. Y como buena, es buena, y con poder; porque es el ama de gobierno del señor duque.

-¿Qué duque?

-Mi amo; vamos, que lo será; porque ella me lo ha prometido por él. Mi trabajo me cuesta, porque ya ve usted si estoy entrapajado. Ea, a curarse. Había llegado el practicante. Humedeció con un líquido incoloro el vendaje que cubría la cabeza de Santiago, y se marchó sin hablar palabra.

-¿Le duele a usted?

-No, señor.

-¿Qué busca usted?

-Voy a beber la medicina de la jarra.

-¿De esa?

-Sí.

-Pero eso no es medicina.

-¿Que no?

-Como que eso es leche.

-¿Leche? Pues no sabe a leche.

-Leche de hospital. No beba eso. En cuanto el practicante se vaya de la sala yo le traeré a usted cosa mejor.

Y cuando el practicante se fue, el gallego le trajo a Santiago pan muy tierno, un gran filete de ternera y media botella de buen vino manchego.

-Y si quiere más, dígalo, porque a mí doña María ha de traerme lo que yo no me coma y más. Por supuesto, que ya ve usted que me quedé sin un hueso sano.

-Y, ¿qué fue eso?

-Pues el amo, vamos el que lo será, que ha venido en el automóvil y me coge, y allá va ese hombre, y me trajeron aquí, es verdad. Y yo doy las declaraciones a favor de él, y ya ve usted que se me cuida y mi mujer está sin trabajar y cobrando un tanto, y de que yo salga de aquí, que ha de ser muy pronto, nos vamos a una portería de una casa del amo, y a mí me colocarán. La suerte de los hombres, que ninguno sabe dónde la tiene; es verdad.

  —447→  

La carne, el pan y el vino hicieron su efecto, y Santiago durmió soñando que el duque hacía una guerra, y a todos sus soldados les zurraban, y doña María les repartía a todos chuletas y buen vino y pan muy blanco, y todos subían sin caerse la cuesta de la calle de Atocha.

Al día siguiente, se acercó doña María a la cama de Santiago, y le trató atentamente, pero sin llaneza. Román le había dicho que el padre del repatriado era de Vilaldea.

-¿Y se llamaba?

-Ramón Albo.

-¿Entonces, eres nieto del señor Juan el que llevaba el molino de Vilaldea?

-Sí, señora; como que yo estuve en el pueblo cuando murió mi padre, y viví en el molino con mi abuelo, que ya ha muerto.

Doña María prometió a Santiago interesarse por él, y repitió altivamente que su recomendación valía tanto como la mejor de todas.

Cuando Román y Santiago se quedaron solos, afirmó Román que doña María estaba en lo cierto, que ella entraba allí diariamente y que era más ama que nadie.

Efectivamente, las Hermanas visitaron a Santiago, le encargaron que se levantase y le harían muy bien la cama con otro colchón y otras ropas, y se aseguraron que le curarían los Sagrados Corazones.

El practicante volvió a humedecer el vendaje; notificó a Santiago que se le daría ración especial; le encargó se quejase de hambre en la visita del médico, y le aseguró que la medicina le curaría irremisiblemente.

Santiago, satisfecho y esperanzado, se durmió, convencido de que las gentes del hospital obedecían, por la representación de doña María, los mandatos del duque, que este era la verdadera caridad, una caridad efectiva; y que un hombre, que podía consolar y consolaba, era el único que podía tener derecho a atropellar en automóvil a los pobres.

Y ya Román no se separó de Santiago; tuvieron las camas próximas, y doña María regaló a los dos.

Una mañana Román fue dado de alta previas las fórmulas legales, y cuando llegó doña María dijo a Santiago.

  —448→  

-Ahora no vendré yo, porque no estaría bien; pero vendrá éste todos los días a traerle a usted lo que necesite; y el día que se vaya usted, que será muy pronto, se va usted a la portería que se les ha dado a estos; ¿sabe usted las señas?

-Sí, señora; es usted muy buena. Dios se lo pagará a usted.

-No hablemos de eso. Se va usted allí derechito y que me avisen, y yo le diré a usted si le he encontrado colocación; por supuesto, si le conviene a usted.

-Señora, yo haré lo que usted me mande.

-Es usted un niño y está usted llorando como una criatura.

-Es que usted es muy buena.

-A cuidarse, a comer y a vivir.

Ocho días después, Santiago, todavía muy flaco, muy pálido y muy débil, salió del hospital.

Pasó por delante de San Carlos.

-¡Bah! ¡Los médicos! Pero si el médico es el que cura, ¿quién es el médico, el verdadero médico? ¿Quién? El duque.



  —449→  

ArribaAbajoLo que se llama aristocracia

El celibato del clero es una desgracia para los sacerdotes, para la iglesia y para las naciones católicas.

El celibato eclesiástico no es dogmático: lo han defendido los curas jóvenes, y lo soportan los curas viejos.

El celibato priva al sacerdote del amor de todos y del amor a todo, que son los amores que, con el suyo de ella, proporciona la mujer.

Ser casto sin justificación fisiológica y sin justificación patológica, es una horrible desventura; eso lo saben por experiencia todos los españoles, incluso los sacerdotes.

La iglesia pierde altezas como quien ordena o consiente un absurdo; pierde altezas porque expone al sacerdote a ser pecador; y pierde altezas si no castiga (como generalmente no lo hace, ni puede hacerlo) el pecado del sacerdote. Además, pierde la tribu de Leví, cuya importancia no se ha comprendido bien, no llena los seminarios con jóvenes educados y aficionados por sus legítimos padres (sacerdotes) a la misión evangélica y a la misión pastoral, y renueva el clero con infelices a quienes la miseria o la ineptitud, y siempre la recomendación del párroco (acaso padre pecaminoso del seminarista), llevan a una carrera que precisa vastos estudios y constantes sacrificios, que sólo realiza bien una decidida vocación.

Y las naciones católicas se hunden porque pierden la familia, que es la base de la nacionalidad. Si la religión es excelente y si el cura es excelente, la castidad es una excelencia, y natural es que se imite o se aparente. Si se imita, la procreación desaparece; si se aparenta, desaparece la familia, porque siendo el amor carnal motivo de vergüenza, ha de realizarse con pérdidas del decoro propio, a hurtadillas, con los malditos caracteres de la prostitución, aunque se realice en el tálamo de dos esposos unidos por la bendición del sacerdote.

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Y las sociedades donde la castidad es una excelencia, van a la barbarie. Barbarie positiva en que no creemos (y por eso la negamos), porque no la vemos desnuda lanzando flechas en los bosques. Inquisición brutal que producía espanto en aquellos pueblos, cuya grandeza de alma se denunciaba en la grandeza de alma de sus héroes. Inquisición aún más brutal ahora, y que no apercibimos, porque todos somos inquisidores, porque todos odiamos a nuestro prójimo, y porque de nuestra pequeñez es pregón elocuente el alma misérrima de nuestros gobernantes. ¿Qué amor podrá esperarse de los hombres cuando han prescripto que sea vergüenza el amor de la pareja humana, que es un amor fatal, encantador e inofensivo?

¡Dichoso el hombre que ama a las mujeres, porque lo amará todo!

¡Dichoso quien todo lo ama, porque basará su bien propio en el bien ajeno; porque no se asociará a ninguna empresa de injusta persecución ni de exterminio, y porque velará sin angustia y dormirá sin remordimiento! ¡Dichoso quien por amor logra la enemiga de los anafroditas, del vulgo y de las autoridades!

¡Dichoso quien todo lo ama, porque perdonará las injurias y no vivirá con el torcedor de la venganza proyectada, y con el torcedor de la venganza satisfecha!

¡Dichoso quien, además de amarlo todo, ama a la mujer del cacique, porque contribuirá a su tranquilidad propia, a la tranquilidad de ella, a la tranquilidad del otro y a la tranquilidad del municipio, de la provincia y del Estado!

Doña María de los Dolores Ruiz de Salazar, viuda del general Gutiérrez, se halló rica, vieja, sin hijos y encargada de la educación y de los bienes de dos sobrinos; la señorita Remedios Gutiérrez, hija del famoso capitán de lanceros, y el señor don Ricardo López Ruiz, hijo de una hermana de doña Dolores y del opulento millonario don Darío López.

El capital de Remedios no era cuantioso: algunas láminas de renta perpetua, algunos derechos hipotecarios, la ruinosa casa palacio de Madrid, y algunas   —451→   tierras, y un caserón muy grande en el pueblo de Valdezotes de Abajo. Remedios había heredado de su madre el título de duquesa de Valdezotes. El capital de Ricardo era inmenso.

Remedios, huérfana de madre, vivió con el famoso capitán hasta que éste murió en un desafío. Pocos días después murió de la gripe don Darío, que ya era viudo; y doña Dolores vino de Cannes a encargarse de los sobrinos, se instaló en el palacio de los duques y siguió llamándose La generala.

Pasado el primer mes de luto, se ofreció cortésmente la tía a la Madre Superiora del Colegio de Religiosas del Amor Bendito, y el Padre Superior del Colegio de Escuelas Vaticanas, dirigido por Reverendos Padres de la Salud Espiritual. Los dos superiores visitaron a la señora, y a Remedios la llevaron al colegio de las monjas, y a Ricardo le llevaron al colegio de los frailes.

La generala, para orientar la educación de los niños, se expresó así: Remedios es hija de un hombre vehemente, que se casó depositando a su novia, a quien enloqueció de amores. El capitán no hizo carrera, porque era un militar dispuesto a la indisciplina. La aristocracia de su mujer no le interesó nunca, y casi se avergonzaba de ser duque. Finalmente, murió batiéndose con otro calavera, por culpa de una bailarina. Era preciso destruir los gérmenes de irreflexión que Remedios hubiese heredado de su padre. Era preciso que Remedios fuese una señorita distinguida, que supiese lucir su corona ducal, y que no se aviniese con las democracias ridículas, con nada que fuese grosero. En una palabra, elevar muy alto el espíritu sobre la materia. Respecto a Ricardo, convenía recordar que el difunto señor López apenas sabía leer y escribir, que por su ignorancia y por su sencillez casi rústica no pudo llegar a ministro, y que, si bien Ricardo debía conservar de su padre el buen talento natural y la buena suerte en los negocios, no debía conservar la irreflexión con que el millonario ejercía la caridad sin consultar con las personas piadosas, y se acomodaba el regalo sin consultar con las personas de buen tono. Era preciso que Ricardo aprendiese y que se aristocratizase. En una palabra, elevar muy alto el espíritu sobre la materia.

Íbamos en el expreso de Andalucía dos monjitas del Santo N., un cosechero de vino de Jerez y éste su servidor de ustedes.

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Hablábamos del atraso de España, y el cosechero dijo a las monjas:

-Yo tengo una hija, y hallándome en Marsella, donde he residido muchos años, llevé a mi niña a un colegio dirigido por ustedes; confieso que la educación era esmerada, y que mi hija aprendió bien la lengua francesa, la Historia francesa, la Geografía francesa y cuanto debe saber una francesa instruida y buena. Ahora vivo en Jerez y tengo mi hija en Sevilla, en un colegio dirigido por ustedes; allí ha olvidado lo que aprendió en Marsella, y sólo ha aprendido a hablar un lenguaje impertinente y chulesco, algunas canciones picarescas, a ofender a sus padres y a coquetear con los jóvenes. ¿En qué consiste que sean tan diferentes dos educaciones dadas por las mismas personas?

-Pues consiste en que nosotras necesitamos vivir de la enseñanza, y enseñamos a gusto de los padres. Advierta usted en el colegio que es usted un español excepcional.

Las maestras de Remedios y los maestros de Ricardo cumplieron religiosamente la misión que les había confiado doña Dolores.

La generala, que conocía bien a las gentes de iglesia, porque les había matado el hambre muchas veces, supo que a Remedios no le enojaría ser monja, y sacó inmediatamente a la niña del colegio, y la llevó consigo al palacio de los duques. Remedios tenía diecisiete años. Ricardo tenía veinticinco; y terminaba, bajo la dirección de los reverendos Padres, la carrera de Derecho. Entonces fue cuando la generala proyectó la boda de la duquesita con el millonario, y, para conseguir su propósito, se valió de don Saturnino.

Y diré quién era don Saturnino.

Don Saturnino era asturiano, y, por consiguiente, era hombre listo; porque nunca hubo un asturiano tonto.

Cuando Saturnino llegó a la corte, bajo la protección de un tío de él y cobrador de una casa de banca, entró de lacayito, al servicio de los duques de Valdezotes. La madre de Remedios era entonces una niña.

Saturnino llegó a ser una necesidad en el palacio, singularmente para don Manuel, que era el apoderado general de aquella casa, abogado conocidísimo en Madrid, y que obligó a los duques a sostener un pleito que duró veinte años y que perdieron sus excelencias con la mayor parte de su   —453→   fortuna. Esta ruina retrajo a los aristócratas pretendientes de Remedios (madre), y facilitó a Gutiérrez, simpático oficial de caballería, la mano de la duquesita. Ya entonces, don Manuel, viejo y sin la confianza de los duques, estaba sustituido de hecho por don Saturnino, a quien trataban así los criados, y que cobraba, pagaba, contrataba, y huía de los tribunales de justicia.

Finalmente, el capitán Gutiérrez plantó en la calle a don Manuel, apoderó a don Saturnino, y éste pasó de sus habitaciones modestas a las confortables del apoderado general. Salomé se alegró muchísimo.

Y ahora veamos quién era Salomé.

Cuando doña Remedios (madre) era mocita, tenía a su servicio inmediato una muchacha de diecisiete años, natural de Valdezotes de Abajo, y llamada María Salomé. Cayó ésta enferma de viruelas, y para no llevarla al hospital y para evitar el contagio a la duquesita, se instaló a la variolosa en las apartadas habitaciones de Saturnino. Cuando Salomé sanó, quedó horriblemente desfigurada, y fue a Valdezotes para terminar la convalecencia. Algunos meses después volvió al palacio, pero antes, la tía Ceferina, enseñaba a los vecinos del pueblo una hermosa nena que la habían entregado en la Inclusa de la capital.

Los duques y la duquesita, cuando volvió Salomé, se hallaron en el conflicto de despedir injustamente a la sirviente, o soportar aquel monstruo de fealdad; y don Saturnino resolvió el conflicto sometiéndose a que Salomé le sirviese de criada.

Poco después, se casó la duquesita con Gutiérrez; sustituyó don Saturnino a don Manuel; nació doña Remedios (hija), y cuando ésta tenía cinco años, la señora Salomé trajo de Valdezotes a la ahijada de Ceferina, para que la nueva duquesita tuviese en María una compañera con quien jugar y una esclava a quien reñir.

María se aprovechó hábilmente de las lecciones que recibía Remedios, y ésta, en lugar de sentir envidia, sintió admiración por aquella aldeana, guapa, robusta y de superior inteligencia.

Murió la duquesa, murió el capitán, fue Remedios al colegio de las monjas, y en el palacio vivieron la generala, don Saturnino, encargado también de los asuntos de esta señora, y María, que intervenía en todo con acierto.

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A los dos años murió Salomé.

Y cuando la generala pensó en casar a Remedios con Ricardo, encargó del proyecto a don Saturnino.

El señor administrador recogió al nuevo licenciado en Derecho, le trajo a la casapalacio, donde estaba la duquesa, y se lo llevó a París. Al mes siguiente, Ricardo escribía a Remedios una declaración formal.

En seguida, la generala apresuró el casamiento, para que ninguno de los enamorados perdiese la buena ocasión, para dar por terminada aquella curatela, y para volverse a Cannes, donde era de buen tono apuntar en la ruleta, y donde abunda esa gente fina que está muy mal educada.

Se acordó que el día de la boda saldría la generala y los esposos en el expreso de Barcelona, donde se detendrían un momento, continuando luego su viaje a la frontera, y separándose en Narbonne. Desde este punto, la tía marchó hacia Cette y Marsella, y los recién casados a Lourdes, a donde llegaron a media noche.

La venerable Madre Superiora del Colegio de Religiosas del Amor Bendito, y el reverendo Padre Superior del Colegio de Escuelas Vaticanas, habían cumplido. En sus educandos, el espíritu, apenas ennoblecido, estaba muy por encima de la materia brutal y obstinadamente empobrecida.

Algún día se estudiará ese cretinismo característico producido a la juventud por todos sus maestros. Por todos. Mientras el Estado confunda estúpidamente la educación con la enseñanza, y mientras el Estado tenga enseñanza oficial, no será posible en el país una buena enseñanza y una buena educación. Yo he conocido al Estado anticlerical, y de los adoquines de la calle salían maestros con chaquet, con soberbia y con la cabeza vacía, y llenaban los claustros de las Universidades viejas y de los Institutos novísimos. He conocido al Estado clerical, y de los pepinos de las huertas salían escolapios y jesuitas con ropón, con soberbia y con la cabeza vacía a imponerse en todas las Universidades viejas y a monopolizar todos los Institutos novísimos. Y si mañana el Estado es decididamente militar, los cien sabios que haya   —455→   ya en el Ejército no bastarán para mangonear todas las escuelas, todos las Institutos, todas las Universidades y todos los centros docentes; y será preciso sacar de los cascos de los caballos unos maestros majaderos con espuelas, con soberbia y con la cabeza vacía.

Ricardo vislumbraba el matrimonio a través de la obscenidad. Y ésta la había conocido y la había saboreado en el colegio, donde los alumnos tenían libros y estampas de la más asquerosa lujuria, y en París, donde don Saturnino, para convencerse de las disposiciones viriles del futuro duque, le había dejado en libertad de enviciarse. Y Ricardo, viendo a la duquesa flaca, fea, acostándose como una criaducha, huyendo de toda alusión carnal y rezando inoportunamente, dedujo, en buena lógica, que su mujer era un convencionalismo social, necesariamente soportable, y se dispuso a soportarla.

Remedios tenía del matrimonio un conocimiento dogmático y un conocimiento por presunción. El conocimiento dogmático se lo había dado la generala diciéndole: La mujer no tiene que hacer más que obedecer a su marido; y, si no lo hace, ha de buscar la manera de que el hombre no se entere. El conocimiento por presunción, tenía esta historia: Enseñaba ella a una niña, que María fue virgen antes del parto, en el parto y después del parto; y volviéndose a la profesora, preguntó:

-¿Qué es el parto?

La hermana repuso secamente:

-Continúe usted enseñando la lección, señorita.

Remedios no volvió a insistir en tal pregunta.

Poco tiempo después supo que la hermana de una compañera había muerto de parto. Remedios se calló.

El día de la festividad de la Purísima, patrona del colegio, el predicador, económico y con pretensiones de erudito, habló en su sermón de la flecha del parto. Remedios no pidió explicaciones.

Pero viviendo con la generala, aprovechó una ocasión oportuna, y preguntó a María lo que era el parto.

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-¿Pero usted no sabe nada de eso?

-Yo, no.

-Pues ya lo sabrá usted cuando se case.

Y Remedios, cuando se acostó en Lourdes, esperaba que Ricardo se lo dijese; pero estaba decidida a no obedecer a su esposo, sin que éste se enterase, y huir del parto, que mataba, que arrojaba flechas, y que debió de ser un grande martirio de la Santísima Virgen.

Acababa don Saturnino, el apoderado general, de leer la carta de su ama, y llamando a un criado, le dijo:

-A doña María, que la ruego pase por aquí.

Este tratamiento y estas atenciones para con la ahijada de Ceferina, merecen una explicación previa.

Cuando a Salomé le dijeron que se preparase a bien morir, conversó secretamente con María, que llamaba señor a don Saturnino. Y cuando éste volvió del entierro de Salomé, oyó que a la puerta del despacho llamaba María, diciendo:

-¿Da usted su permiso, don Saturnino?

-Adelante.

Llamarle don Saturnino aquella moza, que ya era el ama de gobierno del palacio, fue una revelación para el apoderado general.

-¿Qué querías?

-¿Necesita usted algo, don Saturnino?

-No, nada.

-Pues me voy.

Pero antes de dirigirse a la puerta, fue a la consola, cogió el retrato de Salomé, lo besó llorando, y, con los brazos abiertos, se fue hacia don Saturnino, quien la estrechó cariñosamente y la llenó de besos la cara y las manos. Padre e hija no se dijeron nada, ni era necesario: se habían comprendido.

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El día siguiente, y por orden de la generala, la servidumbre llamaba doña María al ama de gobierno de la casa-palacio de la señora duquesa. Padre e hija no volvieron a recordarse el lazo que les unía; pero a menudo, don Saturnino daba a doña María noticias como las siguientes:

-He comprado a tu nombre, y muy barato, el huerto de Valdezotes. Como tus ahorros no eran suficientes, la señora generala ha dispuesto que te adelante tres onzas y que te suba el sueldo a ocho reales. Dale las gracias.

-En este legajo, donde están los papeles que te interesan, he guardado una carta de Martínez, el lotero, enviándome los quinientos duros, que por orden tuya he cobrado, del número 1.936 que tú misma compraste, según él me lo escribe.

-La señora generala ha dispuesto que a tu favor te aplique el beneficio de dos y medio por ciento sobre el líquido de las cuentas que pagues, y el treinta por ciento de la reducción obtenida en dichas cuentas. Dale las gracias.

-Por setenta duros, y a pacto de retro, te has quedado con la casucha del tío Ungido. Vale poco, pero es de piedra sillería hasta los aleros; y como está medianera con el huerto y enfrente de la parroquia, puedes ya tener en el pueblo la mejor finca, que va desde la plaza hasta el río.

-Como recompensa a lo bien que me has asistido durante mi enfermedad, he dicho a la señora generala que yo pensaba regalarte doscientos duros. No me interrumpas. Y la señora me ha dicho que te agregue mis honorarios de administración durante el tiempo de mi enfermedad, sin perjuicio de que yo también los perciba. En tus cuentas anoto esta manifestación y te ingreso lo dicho y mis honorarios, que también te regalo. Todo ello lo he invertido en papel del Estado, porque no quiero que compres más bienes en Valdezotes. Me he propuesto justificar tu capital; y que, además, no produzca escándalo.

-Ayer, antes de marcharse los señores, les pregunté si tenían algo que advertirme respecto a la servidumbre, y dejaron el asunto a mi resolución. La señorita Remedios dijo que a ti no te podía considerar como sirviente; la señora generala prometió enviarte desde Marsella una joya; pero como yo le recordé la sencillez con que vestías, me dijo que al vender sus láminas de la Deuda, te reservase un título pequeño. Y mañana, aprovechando   —458→   la tranquilidad en que nos deja el viaje de los señores, iremos al Banco para crear a tu nombre un depósito de tu papel y una cuenta corriente, donde te abonarán los intereses. Así, sólo tienes que molestarte en firmar talones cuando necesites dinero.

-¿Y a qué nombre se abrirán el depósito y la cuenta?

-Tú eres María Santa Cruz con todas las formalidades legales. Con ese nombre te has educado y con ese nombre contratas desde que eres mayor de edad. ¿Qué dices a esto?

-Que estoy conforme. Algo he de hacer yo para defender la honrada memoria de mi madre.

Doña María, llevando a la mano una carta abierta, entró en el despacho de don Saturnino, que la enseñaba otra carta. Se rieron, cambiaron los papelitos y los leyeron silenciosamente.

-¿Qué te parece?

-Era de temer.

-Pero esto puede producir graves consecuencias.

-Usted procurará que no se arruinen.

-Seguramente.

-Y yo procuraré que no se aburran. Ricardo escribía a don Saturnino:

«Conviene que cerca de mi despacho se ponga una cama para mí, por si la señora necesitase algún día dormir sola en la cama grande».

Y Remedios escribía a María:

«Ponme una cama pequeña cerca de mi tocador; el señorito dormirá en la cama grande. La que tenía mi tía es buena para eso».

La cama de la generala fue instalada al lado del cuarto-tocador, e inmediata a esta alcoba de Remedios, puso María su alcoba con la mayor desfachatez. A continuación estaba el hermoso dormitorio con la cama matrimonial, y después la alcoba de Ricardo. Los esposos nada dijeron acerca de esta combinación, y empezaron a usar de ella el mismo día que regresaron de su viaje.

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Antes de terminar el año, ya estaba sistematizada la vida de los señores duques. Remedios sólo se trataba con mujeres que la adulasen, siempre viejas, pobres y cursis. No gustaba de alternar con hombres y con curas. Apenas salía de casa; vestía con lujo, regañaba duramente a los criados; pasaba el día recibiendo visitas, paseando la casa y leyendo novelas. Por la noche charlaba en su alcoba con doña María, hasta que, rendidas de sueño, se retiraba ésta a dormir. Ricardo sólo se trataba con hombres que le adulasen; pero los inventores de negocios, los fundadores caritativos y los chalanes de caballos, de antigüedades y de mozas, se habían retirado del palacio, porque don Saturnino se hizo fuerte en la caja de caudales. Y formaron la corte del duque un diplomático insignificante, un escritor discreto y atildado que no escribía nunca, un abogadillo sin pleitos y con buena ropa, el diputado a Cortes y el diputado provincial por Valdezotes (de Arriba y de Abajo) y los aspirantes a sustituir a estos señores.

Con esta corte tampoco le faltó al duque la orgía barata; pero esta orgía es aburridísima como el sport, sin exponerse a un riesgo; y cuando Ricardo sentía el hastío, charlaba con doña María, al terminar ésta de charlar con la duquesa.

Don Saturnino vivía siempre con la misma levita negra y el mismo criado viejo, y encerrado en su despacho.

Doña María era una hermosa jamona prematura. Seguía vistiendo sencillamente; presidía la mesa de la servidumbre; manejaba la casa a su antojo, con mucho acierto y con mucha normalidad, y trataba a sus amos siempre con el mismo respeto servil.

El atropello cometido por el duque con su automóvil en la persona del infeliz Román, alteró un instante la vida del palacio. El diplomático se dispuso a ejercer toda su influencia, y el abogadillo toda su habilidad; pero el duque, por consejo de don Saturnino, les hizo quedarse a comer; y, entre tanto, el administrador, en el Juzgado, y doña María, en el hospital, encauzaron hábilmente el asunto.



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ArribaAbajo Lo que se llama anarquía

Por escribir yo articulitos candorosos como el anterior, me ha llamado anarquista (produciéndome inocentemente muchas molestias) mi grande amigo y mayor literato D. Pío Baroja.

El ser anarquista no produce a nadie temor ni sonrojo; pero es peligroso y vergonzoso que le llamen anarquista.

De aquí ya se deduce que se usa mal del vocablo.

Ciertos asesinos cuya ferocidad es inexplicable, y que, aleccionados por la historia social (porque no hay barbarie posible que no haya sido cometida, en paz o en guerra, por los Gobiernos de los Estados), matan monstruosamente, se llaman anarquistas de acción, para no llamarse fieras o majaderos. Supuesta la existencia de los anarquistas de acción, se convendrá en la existencia de los anarquistas pasivos, que desearán y aplaudirán los citados crímenes, pero no los realizarán.

Estos cobardes son mayores monstruos que los precedentes, a quienes inducen al crimen.

Hay, además, anarquistas circunstanciales y anarquistas por metáforas. Quien ataca a un Gobierno es anarquista circunstancial para el que gobierna. Quien vive pobremente, con estricta honradez, lee mucho y no se afeita, es anarquista por metáfora para el cándido vulgo.

¿Cuál es el verdadero anarquista?

La respetable Academia de la Lengua lo dice: «Es anarquista quien desea o promueve la falta de todo gobierno (Gobierno) en un estado (Estado)». Así, los dos grandes anarquistas de España somos mi cacique y yo. Mi cacique es anarquista porque promueve la falta de gobierno riéndose de los Gobiernos. Él con los liberales, y su cuñado con los conservadores, en ríen de las leyes y de quienes las representan. (Aquí, la palabra cuñado   —461→   es un discreto eufemismo usado habitualmente por una cantadora que deseaba incluirme en los cuñados de su esposo).

Yo soy anarquista porque deseo la falta de todo gobierno basado en el caciquismo, y como éste es indispensable mientras influyan en la política (voten), gentes sin instrucción, sin educación, sin responsabilidad moral o material, sin civismo y sin conciencia de sus actos, soy anarquista circunstancial para todos los políticos demócratas, y en España no hay políticos (incluso los carlistas) que no prediquen, con buena o mala fe, una democracia que no mejora nada, ni aun las condiciones morales y materiales de los electores infravertebrados, y que sólo beneficia a los caciques y a sus protegidos.

En esencia no soy anarquista, porque armonizo el individualismo con el colectivismo mediante la resobada frase: Todos para cada uno y cada uno para todos: conque niego la ciudadanía de quien no se sacrifica por todos: conque niego la ciudadanía de quien no se sacrifica por todos (Sociedad, Estado) y niego el Estado que no se sacrifica por cada individuo.

Desde que admito la sociedad, admito su gobierno, su forma de gobierno y su personal Gobierno; pero quiero el gobierno dirigido por la aristocracia intelectual, formada con la aristocracia del saber, del trabajo y de la virtud.

Para desearlo así y parecer anarquista circunstancial tengo mis razones, que ahora no expongo, como tampoco pido la razón que existe para que gobiernen los granujas. Esos buscan y logran el Poder por medio de pilladas, y yo busco el Poder (para los míos) induciendo a estos, y habituándome yo, al estudio, al trabajo y a la virtud.

Lo existente se hunde porque es pésimo y porque es viejo; lo que yo deseo, brota porque es bueno y porque es necesario.

Y no es utopía. Para demostrarlo escribí una novelita con título de Las hecatombes de Saida.

Es el último todo de la serie Historia de un pueblo, y aunque de ella sólo he publicado tres tomos, ya me ha originado dos procesos.

En aquel pueblo (como en Francia), la Monarquía, destronada por la República, triunfa del imperio sucesor de los republicanos; y el nuevo monarca, hombre sencillo y angelical, cree cumplir sus deberes constitucionales regulando su veto con arreglo al aparente espíritu de unos gobernantes y de   —462→   unas Cámaras que de ningún modo representan la opinión del país, que puede opinar.

La Monarquía marcha sin dificultad, porque Remy gobierna la Hacienda y logra afianzar y elevar el crédito económico. Y como esto trae el respeto internacional y el apoyo de las clases elevadas, nadie interrumpe a Remy en su labor hacendista, que se reduce a contratar monopolios.

Así se crean empresas monopolizadoras del agua (incluso la pluvial), de la fabricación del papel, de la producción y elaboración del tabaco, de la sal, del alcohol y las glucosas y sus derivados, del fuego como calefactor, del fuego con todas las fuerzas motrices, incluso la gravitación; y hasta se llega a la Sociedad de Seguros generales de la Propiedad; esta empresa se encarga del reconocimiento, litigio y custodia de bienes; indemniza al robado y castiga al ladrón, si robó a un asegurado.

Con este régimen aparece aquel pueblo en mi novela. Pero un día se presenta en el país una epidemia espantosa. Mueren los jueces, los abogados y los curiales; mueren los farmacéuticos y los médicos; mueren los periodistas, los actores y los literatos; mueren los banqueros, los hombres de negocios y los ricos, y nadie quiere heredarles. La Monarquía pierde su aduladora corte, y el rey se queda sin cortesanos, y huyendo de pueblo en pueblo, donde la peste no perdona a sus víctimas, llega a un pueblecito de la costa; allí sólo ha muerto el secretario del Ayuntamiento, y la epidemia parece terminada.

Allí las escuadras de Francia, de Inglaterra, del Japón y de los Estados Unidos van representando la Humanidad para destruir aquella anarquía. Allí los extranjeros desembarcan, constituyen tribunales, recaban la gestión de los Bancos abandonados, recetan, despachan fórmulas y redactan la mísera Prensa que las leyes autorizan. Y aquellos extranjeros mueren, y el rey vuelve a caminar errante por el territorio asolado, y las escuadras cruzan por alta mar esperando el desenlace de la más espantosa tragedia.

Una tarde viene a verme mi cacique, y salgo lívido y tembloroso a recibirle, temiendo una desdicha. Pero mi cacique sonríe, da palmaditas en mi hombro y limpia la ceniza de cigarro que ensucia mi chaleco.

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-El señor gobernador me ha encargado una misión de confianza: acompañarle a usted esta noche al correo de Andalucía. Para que nadie moleste a usted en su viaje, llevará usted a sus órdenes, y consigo, una pareja de la Guardia Civil. En Cádiz le esperará a usted el gobernador; se embarcará usted en seguida y, marcha que marcha, hasta la Atarjea. Parece ser que la anarquía de allí es espantosa y que usted entiende de eso. Yo creí que no servía usted para nada.

-Es usted muy modesto.

A tres millas de la costa transbordé a una lancha de vapor; en el muelle me esperaba un automóvil, y a las quince horas llegué a Granburgo, capital del Estado.

Su Majestad Salvio VI me recibió con todas las pompas posibles donde no quedan personas con pompa, y me presentó a su hija la princesa Celinda y a su yerno el príncipe Nicanor. Los dos principales habían enviudado con motivo de la peste. Nicanor parecía un sacristán de colegiata, y Celinda, descotada, hasta donde lo permite un pudor indulgente, era lo más agradable en aquella Monarquía de apestados.

Resumiendo, diré que tres días después me hallaba sentado en Garden-Loock, frente al más hermoso panorama del mundo: el que en mi ARTUÑA contemplan enamorados Águeda y el capitán Luis Noisse.

Veinte pasos detrás de mí, el pueblo, silencioso, esperaba la buena nueva de su salvación o la pérdida de su última esperanza. Y mientras ellos me miraban ansiosamente, yo, que ya había descubierto el secreto de la peste anárquica, cuestionaba con mi conciencia.

Era propicia aquella ocasión para convertirme en monarca, en gran sacerdote, en dios de un pueblo, para terminar definitivamente todas las hambres de toda mi triste vida y para lograr allí, con engaños, un respeto y un amor que en mi patria no pude conseguir con la más correcta caballerosidad y la más molestísima virtud. Pero seguí siendo caballero y virtuoso, no tuve el momento de flaqueza que hubiera borrado mi larga vida de honradez y de sufrimientos, y me resolví a decir la verdad, a salvar sin mentiras   —464→   aquel pueblo, y a volverme al mío, para que mi cacique siguiera creyendo que yo no servía para nada útil, que yo sólo servía para morir avergonzado y hambriento.

Volví al palacio, donde el rey con sus hijos salió a recibirme. Nicanor me miraba hostilmente, y Celinda abusaba de la indulgencia de su pudor. Cuando el rey supo en qué consistía la peste anárquica y se convenció de mis afirmaciones, me dijo arrogantemente en la catedral, al terminarse el Te Deum.

-Que este nuestro Dios os dé su eterna gloria; y ahora pedid lo que deseéis, siquiera sea la real corona de mi cabeza.

-Señor, sólo deseo marcharme en seguida a la Puerta del Sol, para donde me tiene citado de tres a siete un amigo que no conozco.

Nicanor me abrazó enternecido; ya no tenía recelos, y Celinda me anunció su próximo viaje de consolación a Europa.

-Visitaré vuestro castillo.

-¿Mi castillo, princesa? Oíd al gran Pío Baroja, superior a Buda, a Confucio y a Zoroastro: Hay en... un hombre misterioso que vive en una casita baja; el hombre soy yo.

-Lo había adivinado. Pues bien, juradme sobre esta cruz de mi pecho que nos volveremos a ver.

-Señora, dar un golpe al príncipe sería dar un golpe en vago; jurar ahí sería perjurar.

Si vais a Europa, visitad las cárceles y los hospitales.

Y volveremos a vernos.

Y así termina mi novelita Las hecatombes de Saida.

He olvidado decir que la peste se produjo porque la empresa monopolizadora del papel empleaba en las pastas substancias tóxicas. Todos los papeles, desde el billete de Banco hasta el papel de fumar, eran venenosos, y las gentes morían empapeladas, como ocurriría aquí (con otro procedimiento) si ya, por herencia, no fuésemos indemnes respecto a la mayor parte de los papelitos.

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Y yo, que vi en la Atarjea una anarquía producida casualmente, creo que, produciéndola de una manera racional y metódica, sería posible y perdurable lo que hoy se llama circunstancialmente anarquía, o sea la falta absoluta de todo Gobierno informado y dirigido por bestias y por granujas.

Y por eso me llama anarquista (produciéndome inocentemente muchas molestias) mi grande amigo y mayor literato don Pío Baroja.