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ArribaAbajo El sempiterno femenino

Santiago llegó, no sin cansancio, a la casa de Román. El cuchitril que servía de garita a los porteros tenía abierto el paso hacia el portal y el paso hacia el patio. En el inmediato fondo de éste lavaba en una artesa la mujer del gallego. Santiago, antes que quisiese llamar, empezó a toser; acercose la portera, y cuando vio al repatriado, a quien a conocía, le hizo sentarse, le ofreció agua fresca, y le felicitó por verse libre del maldito hospital.

-Si Román sábelo que usted hubiese de venir, pues que no sale; pero que está en casa del amo, porque han de ir todas las mañanas con don Saturnino a tomar la orden.

-Ya vendrá.

-Claro; pero yo voy a avisarle a doña María que usted ha venido.

-Ya lo sabrá.

-Lo sabrá porque he de decírselo yo, porque nos tiene muy encargado que en cuanto usted venga que se le avise en seguida. Es verdad.

-Yo le agradezco mucho el interés; pero no creo que sea tan urgente el...

-Yo, mire usted, lo que me dicen, hago, y me voy ahora mismo; conque ahí se queda usted de portero, lo cual que si vienen a ver el cuarto desalquilado, pues dice usted que son once duros y trece piezas, y si lo quieren ver que esperen. Y si la señora del segundo izquierda pregunta que si le han comprado lo suyo, que sí y que espere. Y si...

-Pero no sería mejor que usted esperase a que volviera Román.

-Si él volverá en seguida.

-Pues tanto mejor para aguardarle.

-No, señor; tanto mejor para que no esté usted solo; pero así soy yo quien va a darle el recado a doña María, porque también es bueno que a una   —467→   la vean por allí. Porque mañana, pongo por caso, se me muere Román, y si no me conocen, pues me darán dos patadas.

-Haga usted lo que quiera.

Estuvo poco tiempo solo en la portería aquel repatriado aún flaco y pálido, cuyos grandes ojos negros parecían escapar de las huesudas órbitas. Román llegó muy pronto, abrazó a su compañero de sala, le hizo beber aguardiente del bueno, le obsequió con un cigarro puro para después, y con un cigarrillo de papel para desde luego, y le contó detalladamente aquella buena vida con seis reales de sueldo y casa, y luz y propinas de los inquilinos y de doña María.

-Hanos dicho que a usted le buscaría en seguida un empleo, porque dice, y dice bien, que usted necesita cuidarse mucho y curarse en seguida, antes que le venga un mal de los que no se curan pronto o nunca, y hanos dicho también que usted no está para trabajo del cuerpo, vamos, para un trabajo como el mío, es decir, como el que yo tenía antes; y que le pondría a usted en cosa de escribir si usted sabe bien, porque se lo preguntó a usted un día, y usted dijo que sí.

-Y creo que en eso no la engañé.

-Y si no es cosa de escribir, pues será, creo yo, cosa de cobrar y pagar y andar en cuentas.

-Dios se lo recompense.

-Pues lo que hace con usted lo hace con todo el mundo, porque no hay pena que vea o que sepa o que la adivine, pongo por caso, que no viva ella como una reina y la arregle, pero que en seguida y bien. Es verdad.

-Yo se lo agradeceré siempre.

-Sí, hombre, hay que agradecer una cosa así. Vea usted lo que ha hecho por nosotros, y no se diga que fue por taparme la boca por lo del atropello, porque tapada está ya, y ahora podía enseñarnos una mala cara; pues no señor, como el primer día y como siempre. Y con usted hará lo mismo, porque ella se ha enterado bien de usted, pero bien de verdad, porque me ha tenido yendo y viniendo y averiguando cosas de usted, y, además, lo que ella haya averiguado por otras partes; pero, vamos, que todo eso es natural, porque quien ha de dar, procura que no le engañen.

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-No dirá que yo la he engañado en nada.

-Pues eso es lo que ella quiere, y se conoce que por eso tiene más deseo de servirle a usted, es decir, de socorrerle a usted, porque ha visto que usted era hombre de bien, y que no mentía.

-Yo, no.

-¡Hombre!, y lo cual que por lo que yo he sabido, vamos, que lo he sabido porque ella ha querido que yo lo supiera para saberlo ella. Pues sí, digo que usted no ha tenido suerte demás.

-Ninguna.

-A eso voy, porque de tan niño y sin padre, y después, vamos, como quien dice, sin madre. Lo cual que su madre de usted también.

-Mi madre no fue responsable.

-Bueno; pero que... juraría que en ese coche viene doña María.

En efecto; del coche bajaron doña María y la portera, sonriente, satisfecha, que pagó al cochero, y vino con la vuelta del duro para entregársela a doña María, quien, con el reverso de su mano, rechazó suavemente la mano y el dinero que hacia ella acercaba la mujer de Román.

Doña María vio a Santiago, le saludó con afecto, pero con arrogancia de ama, y se extrañó de verle tan flaco.

-¿No ha comido usted bien?

-Sí, señora.

-Román debió de ir todos los días.

-La señora perdonará, pero fui todos, todos los días.

-Sí, señora. Es usted muy buena, y Román también. Todos los días he comido mucho, me sobraba la comida. Pero en el hospital falta el aire, y aunque se coma no se vive.

-Tiene usted razón, Santiago. Pues ahora, a respirar y a vivir, y si usted no tiene hechos sus proyectos, y si éstos pueden alterarse, yo haré por realizar los míos, y conseguir para usted una colocación honrosa, decente, sin gran esfuerzo corporal y que le vaya permitiendo crearse una nueva vida, ya que está usted solo y tiene que buscársela.

-Dios se lo pagará a usted, señora y mi madre la bendecirá a usted.

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-Bueno, bueno. A estos también les prometí ayudarles si me complacían.

-Señora: nosotros somos dos perros para que usted nos pegue si quiérelo. Es verdad.

-Lo que yo deseo es que el bien que procuro sea un bien positivo. ¿Están ustedes contentos?

-Señora, crea en Dios que sí.

-Pues si éste dice que sí, yo soy mujer y soy más clara, y digo que no, que no, señora, que no estamos contentos, porque nosotros querríamos que usted nos mandase muchas cosas y a todas horas, y que siempre la estuviésemos sirviendo a usted aquí o en donde fuera, y como se corre que hay ahí tanto tifus, si le diera a usted, y a nosotros nos dejan entrar hasta la cama, pues ya verá usted.

-Pero será mejor que todo ese cariño lo veamos con salud.

-La señora perdonará; pero mi mujer nunca sabe lo que dice, porque nunca dice lo que quiere decir.

-Y usted, Santiago, ¿también querría verme con el tifus?

-Señora, yo la quiero ver a usted con todas las felicidades de la tierra.

-Pero no se ponga usted tan serio. Vaya, vaya; es preciso cuidarse. Aquella América ingrata consume a la gente joven.

-También el hospital es un ingrato.

-También. Y, ¿cuándo ha salido usted?

-Esta mañana.

-Y, ¿dónde ha estado usted?

-Me vine aquí en seguida, como usted lo había mandado.

-Y en seguida fui yo a decírselo a usted.

-Muchas gracias a todos, pero yo no exigía tanta diligencia. Mi deseo era únicamente saber pronto la salida de Santiago, para ver en qué estado se hallaba, y prometerle mi apoyo antes que él se desesperase o se crease compromisos y deudas que luego no se pueden saldar.

-Muchas gracias.

-Y desde que está usted aquí, ¿qué ha hecho usted?

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-Estuve sentado primeramente solo y después con Román.

-Que le habrá a usted dado un buen desayuno.

-No necesito nada.

-Pero, Román, a un compañero de fatigas no se le ve sin obsequiarle.

-La señora perdone, pero él no me ha dicho que necesitase nada; y la verdad, hemos bebido unas copas tan sólo.

-¡En ayunas y bebiendo! ¡Parece mentira! En fin, supongo que hoy convidarán ustedes a Santiago a comer.

-Hubiésemoslo hecho siempre, a menos que la señora nos lo hubiera prohibido.

-Todo lo contrario. Y, ¿tampoco le han enseñado a usted la Habitación que tienen?

-La señora perdone, pero como no hemos estado juntos mi mujer y yo, pues he tenido que estar aquí abajo en la portería.

-Vaya, vaya. Arriba tienen un semipalacio. Deme usted la llave, y yo le enseñaré aquel nido a este repatriado que necesita aire para vivir.

-Subiré yo.

-No, deme usted la llave. Román que se quede aquí, y usted prepare la comida. Vamos subiendo. Ya verá usted, Santiago, qué nido tienen arriba. Allí sí que hay aire, luz y vida, y aroma del jardín inmediato. Vamos subiendo. Lo molesto es la escalera para mí que estoy gruesa, y que no tengo costumbre de subirla; pero ellos la suben muchas veces al día sin cansarse jamás. Efectivamente, la ascensión era penosa para la arrogante jamona, y en el descansillo del segundo piso hubo de pararse. Santiago, también respiraba, silbando el aire tenuemente al entrar y al salir del aparato respiratorio.

En el descansillo del tercer piso no se paró doña María, pero al subir algunas escaleras más, se detuvo bruscamente y se agarró al pasamanos.

-¿Se pone usted mala?

-No; además, no puedo hablar. Cuando se tranquilizó algo, dijo:

-Es que al principio he subido demasiado deprisa.

Al llegar al cuarto piso, se puso doña María de pechos sobre la barandilla, apoyándose en ella con ambos codos. La jamona tenía el rostro rojo   —471→   y sudaba copiosamente. Después de un rato de descanso, dio a Santiago la llave de la habitación.

-Suba usted y abra. Es la puerta que está enfrente de la escalera. Hay otra puerta en el fondo del corredor, pero esa es la de las buhardillas trasteras.

-Allá voy. ¿Quiere usted que la baje aquí una silla?

-No, no; lo que yo necesito es otra cosa. Ahora subiré.

-Pero suba usted despacio. Da pena verla a usted ahogarse.

Abrió Santiago la puerta, y, como le pareciese imprudente entrar, se colocó de pechos sobre la barandilla de la escalera. Desde allí veía ortogonalmente a doña María que se limpiaba sin cesar el sudor que corría por su rostro.

Y cuando doña María hubo subido el último escalón, entró precipitadamente en el cuarto de Román, hizo seña a Santiago de que cerrase la puerta, y dejándose caer sobre una silla, levantó los codos, se sujetó las sienes con las manos, y dijo con voz angustiosa:

-Yo me ahogo.

-Acercose Santiago lleno de afecto.

-¿Qué quiere usted que yo haga?

-Nada; esto se pasará, esto se va pasando. Es este vestido tan ajustado, el corsé, las cintas; que no tengo costumbre, que he subido muy deprisa. Se ha asustado usted. No hay más remedio. Me ahogo.

Y doña María desabrochó el cuerpo de su vestido, empezando por el cuello, y al sentirse libres aquellos dos pechos enormes, subieron aún más por encima del corsé, crujió el borde de la camisa que los sujetaba, se acercaron el uno al otro, llegaron a la barbilla, y doña María echó hacia atrás la cabeza, y dijo con voz desmayada.

-Ya era hora; me sentía morir.

Santiago no estaba prevenido, y cuando quiso mirar a otro lado, ya había visto aquella carne blanca, fina, redonda, seductora y adorable. Santiago siguió mirando, apretó una contra la otra sus mandíbulas y todo el calor de su cuerpo se reunió en la cabeza tendida hacia aquel desnudo seno.

-Abra usted esa ventana para que entre el aire.

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Era una ventana de buhardilla: la única ventana del cuarto; por ella entraba la luz y el aire, primeramente a la salita, y después a la alcoba. Estas dos habitaciones y una tercera, muy baja de techo y vacía, formaban el nido, el semi-palacio de los porteros. Abajo guisaban, comían y murmuraban.

Santiago abrió, y doña María puso el pañolito de bolsillo sobre el amplio descote, y se acercó a la ventana.

-Ahora ya se respira bien. Usted se asustó.

-Sí, señora, lo confieso.

-Es muy malo estar gorda. No servimos para nada. Venga usted. Esto es hermoso. Todo ese jardín es de aquel palacio. Asómese usted, y verá la capilla.

¡Asomarse!

Para asomarse con otra persona a la ventana de una buhardilla, es preciso que las dos personas estén más cerca que próximas y que juntas: es preciso que estén apretadas; y para apretarse Santiago con doña María, era preciso que rozase la cara del repatriado con aquel seno donde el pañolito parecía un medallón.

Y cuando Santiago sintió tan cerca aquella carne blanca, fina, redonda, seductora y adorable, la besó lleno de timidez, porque lo cierto es que la hubiera mordido.

-¿Qué hace usted?

-¿Yo?

-¡Vaya un atrevimiento!

-Es que...

La jamona se retiraba, poniendo sobre el seno una mano tentadora, que más parecía señalar que defender.

-¡Qué atrevimiento y qué desvergüenza! Tendré que estar sola para no ahogarme.

Santiago comprendió que su deber era retirarse y excusarse; y, por mandato de la inteligencia, se desplazó el cuerpo hacia atrás.

Entonces debió sentir doña María una dulce compasión hacia aquel joven, lleno de arrepentimiento. Entonces sintió Santiago el mandato de la biológica ley esencial, de la hermosa necesidad orgánica que las sociedades   —473→   no encauzan, y niegan y condenan, y llaman bestialidad y vicio, y desnaturalizan así la organización social, y la perturban y acaban con el cuerpo y con la alegría de la especie humana, y deshacen el equilibrio armónico de la obra de un Dios que, sea el que fuere, no detuvo un instante la atracción de la materia.

Por eso Santiago tampoco se detuvo cuando la compasiva doña María le dijo:

-Ha sido usted un imprudente; pero le perdono.

Y Santiago hundió su rostro en aquel seno abundante.



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ArribaAbajo¡Vivid la vida!

Pésame de haber descrito la brutalidad cometida por Santiago en la rolliza persona de doña María, porque si algún lector llegó a esta página, de seguro que no continúa leyendo; encierra el libro donde no puedan hallarlo mujeres, viejos y jóvenes; y después de condenar mi obscenidad, prostituirá a su sirviente, deshonrará a una niña, seducirá a una casada o bestializará, si es su hábito.

Así fueron mis ayos, mis maestros, mis preceptores y mis consejeros respetables; por su culpa, no gocé de las grandes creaciones de la pintura, de la escultura y del arte literario; por su culpa, no gocé de mi misma vida, que era mía, exclusivamente mía, y que me robaron villanamente, sin que ahora, que la veo terminar, me quede otro consuelo que apretar contra el papel los puntos de la pluma y maldecir de mis consejeros respetables, de mis preceptores, de mis maestros y de mis ayos.

Pero entiéndase que no maldigo sus personas, porque, al fin, lucieron la necedad que era costumbre: he aquí la que yo maldigo. Siempre he sentido un intenso amor a las personas, y un odio intenso a las costumbres. Esto debe de ser gran virtud, porque me la han reído siempre. Ella me ha enseñado lo que muchos ignoran; y creo que, si todos la practicasen, haríamos en veinticuatro horas una extraordinaria revolución.

Aquí interrumpe un lector, llamándome bestia, escritor anticuado, analfabeto o algo más mortificante; y yo, sin perjuicio de restablecer mi decoro por todos los medios posibles, no insulto a mi agresor, sino me pongo a estudiar los motivos de su agresión. Cuanto más obscuros sean, tanto más los indago; y hallo siempre que todos mis enemigos obedecen, por necesidad ineludible, a una costumbre perniciosa.

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En seguida desaparece mi enojo contra el agresor; me libro de la insoportable impedimenta que producen los odios personales; conozco otra costumbre mala, y no la sigo; espero ocasión de servir a mi crítico, y de hacerlo tan bien, que mi servicio no le humille, aunque demuestre mi superioridad; y sin pasiones mezquinas o circunstanciales, digo mi labor, reducida a probar que vivimos malamente; que podíamos vivir bien; y que, en mi paso por la vida social, he tenido suficiente paciencia para cumplir con exactitud las leyes, y suficiente inteligencia o laboriosidad para comprender que eran inútiles o nocivas.

Claro es que mi amor a las personas y mi odio a las costumbres, me producen funestos resultados, porque, sabiendo los hombres que no he de ofenderles, me olvidan, me desprecian y me injurian; y para esto último, hallan constante ocasión en mis ataques a las costumbres, pues son tan infelices los humanos, que las defienden encarnizadamente, aunque no las entiendan ni las necesiten.

La historia de los pueblos se reduce a morir hombres para que subsistan las costumbres. Pero éstas también llegan a morir viejas y ridículas; y es costumbre hallar ridículos a quienes las defendieron. Yo los amo como a mis conciudadanos, porque también éstos viven con penas, y me injurian, y se dejarían matar por defender costumbres, que morirán necesariamente, y que mañana mismo nos parecerían ridículas, si hoy tuviéramos la serena cordura de abandonarlas.

Y así, y solamente como representantes de las absurdas costumbres que existían en tiempos de mi juventud, maldigo de mis preceptores, de mis maestros, de mis consejeros y de mis ayos.

Y cuando veo gente moza que llevan por el camino que yo recorrí, siento ansias de gritar: ¡Mirad que os engañan! ¡Negaos a que os engañen! ¡Amad! ¡Reíd! ¡Vivid la vida!

Escarmentad en mi cabeza, y acordaos del pobre Silverio, que estudió mucho, muchísimo, tanto, que el enumerarlo sería en mi vanidad risible, si a reírla diera lugar la tristeza de verme (sin tener que avergonzarme de ningún acto ni de ningún vicio) a merced de un cacique ignorante y vicioso.

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Escarmentad en mí, que no robé particularmente ni al servicio del Estado; que hube de renunciar a mis amadas, para obedecer a mis preceptores, a mis convecinos, y que ahora produzco lástima a las gentes, porque no me he creado una posición y una familia. ¡Qué sarcasmo!

¡Triste de mí que niego la necesidad y la conveniencia de que nos dirijan los viejos, nos ensucien los niños, nos ridiculicen las mujeres y nos maltraten los caciques!

¡Triste de mí que no cogeré el fruto de mi labor! Porque la incubación de las ideas sociales es mucho más lenta que las incubaciones morbosas en los seres orgánicos. Quien hoy vence en una lucha social, no sabe que él es el último eslabón de una cadena que empezó a forjarse desde tiempos lejanos, y cuyo mayor mérito corresponde a quien forjó el primer anillo. ¡Pobre juventud la que respeta a cualquier don Pedro Martínez, como mi prologuista cursi!

¡Pobre juventud la que va, como yo, gregariamente adonde la llevan!

De la odiosa esclavitud en que viven los jóvenes, solamente se libran los ricos y los miserables: aquéllos, porque pueden imponerse a todas las convenciones sociales, y estos, porque nadie se ocupa de ellos. Pero la juventud de la mesocracia es tristemente mártir. Se la sujeta a la moral convenida y a la labor convenida.

La moral convenida es sencillísima, porque no tenemos moral social, y nos regimos por la moral religiosa, y como nuestra religión diviniza la castidad, la moral se reduce a que seamos castos.

La labor convenida es que seamos útiles al Estado.

De nuestros apetitos y de nuestras necesidades no tenemos quien se cuide, y morimos sin haberlos satisfecho, o morimos por haberlos satisfecho. Se nos hace estudiar una carrera y se nos dice que así estaremos respetados y mantenidos, y se nos engaña inicuamente.

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Sería cierto, si existiera de hecho y de derecho, dentro del Estado, la aristocracia intelectual, formada por la reunión de la aristocracia del saber y la aristocracia de la virtud. Si de hecho y de derecho existiera la aristocracia intelectual en el Estado, tendría ella privilegios que oponer a los de la aristocracia del nacimiento, a los de la aristocracia de la riqueza, y a la nueva aristocracia del trabajo, que es el socialismo obrero: lo que se llama por antonomasia Socialismo.

Porque el socialismo obrero es, sencillamente, la aristocratización de la clase obrera en el Estado. «Agruparse para imponerse», decía en su juventud don Pablo Iglesias, crearse un privilegio que oponer a otros privilegios; aristocratizarse. Los socialistas, para realizar su labor (constituirse en aristocracia), tenían dos caminos: uno, breve y recto; otro, largo y sinuoso; y creyeron que éste, por ser más difícil, era más seguro; y se han equivocado. El camino breve era crear la aristocracia intelectual, rechazando toda tendencia democrática. Separados así de la gobernación del Estado los infravertebrados, los bestias que no quieren aristocratizarse, se hubiera formado la mayor parte del Censo electoral con los intelectuales (entre ellos los obreros), y esta aristocracia, por su gran número, hubiera decidido en seguida de la política del país. No lo hicieron así los socialistas: siguieron la orientación democrática, y se han hallado con la hostilidad de los intelectuales y con la hostilidad de los caciques. De modo, que en el lugar donde hay un noble, un rico, tres intelectuales, cinco socialistas y cien bestias, el noble (aristócrata del nacimiento) es senador por derecho propio; el rico (aristócrata de la riqueza) es diputado, porque compra los cien votos de bestias que maneja el cacique; y los intelectuales y los socialistas son los verdaderos esclavos, porque los bestias no pueden ser esclavos, porque son bestias, y ni siquiera tienen noción de la libertad. Si los intelectuales y los socialistas se uniesen (unión continuamente cantada y suspirada por los tontos de ambos bandos), no lograrían el éxito sino renunciando a la tendencia democrática, porque entonces serían ocho contra dos (el noble y el rico). A éstos (el rico y el noble), es a quienes favorece, por la intercesión del cacique, el régimen democrático, y los muy astutos parece que lo soportan con resignación de mártires.

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Los socialistas aspiran a socializar a los bestias; creen posible que el pueblo llegue a gobernarse por sí mismo, y esperan que el año próximo todo el Censo esté formado por trabajadores inteligentes, agremiados y sin abulismo.

Esto es una utopía. En un año les ocurrirá lo siguiente: algunos socialistas dejarán de serlo para convertirse en nobles, en ricos o en intelectuales; y, además, vendrán al Censo nuevos bestias a quienes habrá que convertir en socialistas. ¿Es que esos nuevos electores ya estaban instruidos por el socialismo? ¿En qué fecha? ¿Cuándo esos futuros electores tenían veinte años? Pues entonces ya debieron votar, supuesto que tenían conciencia de sí mismos. Y si votan a los veinte años, serán bestias a los quince. Y si a los quince están instruidos para votar y votan, serán bestias a los ocho; y llegaremos a la necesidad de que las mujeres paran electores con toda la barba; y lo que las mujeres paren son vertebrados que no saben nada, cuyos instintos aparecen muy lentamente, y a quienes hay que dar medios para vivir la vida del cuerpo y la vida del espíritu, a quienes hay que impedir el suicidio corporal y el suicidio mental; pero así como al hombre que se mata no le consideramos ya entre los vivos, al hombre que es un bestia no le debemos considerar entre los ciudadanos.

Separados los bestias de la gobernación del Estado, desaparecerían los caciques, nos regiríamos por las aristocracias, sería posible y útil la función de los intelectuales con los obreros, formando la aristocracia intelectual (del saber y la virtud), y la riqueza sería menos amable que las monedas de hierro creadas por Licurgo; y los nobles significarían menos que aquellos senadores romanos acosados por los tribunos de la plebe.

¡Oh, jóvenes!, descansad un ratito si me habéis seguido en mi discurso.

Decid a vuestros ayos, a vuestros maestros, a vuestros preceptores y a vuestros consejeros respetables, que no os fatiguen aprendiendo lo que no es cultura primaria ni esencial, sino complementaria. Y decidles después que no os fatiguen estudiando una carrera, si antes no os procuran el privilegio aristocrático de la intelectualidad, porque es muy triste que vuestros   —479→   planos los corrija un artesano extranjero o un cacique español, o que éste enmiende vuestras recetas o vuestros sermones, o dé al traste con vuestra elocuencia y vuestra hermeneusis.

Decidles que queréis ser hombres libres que ejercen una profesión, y no servidores del Estado, retribuidos miserablemente, porque es preferible ser rico por cualquier robo legal a aumentar el número de bestias gregarios que manejan los caciques.

Y decidles que si fueron o son de los ruines explotadores que han convertido la democracia en máquina de lucro, vosotros ni queréis explotarla ni mancharos con ella, y sois y queréis ser aristócratas intelectuales.

¡Oh, amados jóvenes! Os advierto que no vengo a predicaros la buena nueva, ni he descubierto nada, ni es gran mérito descubrir lo visible. Pudiera engañaros fingiéndome Mesías o siquiera Moisés, pero odio todos los engaños por que, al fin, resultan reflexivos, y jamás engañé a mi mujer para no tener que engañar también a la querida, y sufrir que me engañasen las dos.

Predico que os aristocraticéis, porque veo que ya os vais aristocratizando. Quizá no lo sospechéis, como no se apercibe el propio crecimiento. Os aristocratizáis como los socialistas y como se aristocratiza todo. La intervención europea en Marruecos es un problema de aristocratización. En vez de llamar a los árabes para que elijan los parlamentos de Europa, va ésta a Marruecos para civilizarlo o suprimirlo.

El catalanismo es una expresión de aristocracia. Se lucha por imponer el lenguaje catalán, porque el dialecto se ha aristocratizado, convirtiéndose en idioma. El brutal terror, según las escasas muestras de terroristas auténticos, es la desesperación insana, irracional, feroz y repugnante de aristócratas a quienes convierten en fieras la preterición de los inteligentes creada por el régimen democrático. Quien está en Barcelona leyendo al ignorado, eminente y dulcísimo Guanyabens, y sale en el expreso, y llega en carreta a Valdezotes, se siente para siempre catalanista. Y el catalanismo no ha triunfado, porque prefiere también el voto del elector bestia, catalán, al aplauso y a la cooperación del intelectual castellano.

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El modernismo, que es obra de la juventud actual, exclusivamente vuestra, aunque os la quieran robar o imitar los viejos, es la aristocratización del arte. Mis predecesores y mis coetáneos hacían arte para que la entendiesen y la admirasen los brutos, y vosotros hacéis arte para que la entiendan y la admiren los artistas. En arte habéis prescindido de los bestias que forman la mayoría del Censo electoral: habéis prescindido de la democracia: os habéis aristocratizado.

Vuestros dibujos, vuestros cuentos, vuestros cantos, vuestra escultura y vuestra arquitectura, respiran aristocracia.

En arte sois ultravertebrados, porque vuestro cráneo es una vértebra más, y vuestras vértebras un cráneo para alojar una materia gris extensa, purísima y vibrante.

En arte habéis hallado la cuarta dimensión porque desplazáis vuestros trazos y vuestras ideas como se desplazan las generatrices de las superficies gauchas, sin que pueda determinarse cómo pasan de una proyección a otra: como si se refiriesen también a un cuarto plano de proyección que aún no hemos concebido.

En arte sois el todo; y, si lo niegan los viejos, compadecedles, porque se han dejado envejecer.

En sociología sois unos indiferentes majaderos o unos majaderos indiferentes. Me recordáis las mujeres que todavía se dejan seducir por chucherías, como los antiguos salvajes, y hasta aspiran a intervenir en derecho político, y no se ocupan las incautas en mejorar su situación dentro del derecho civil.

Habéis creído, porque os lo han dicho los viejos, que la juventud debe estar al servicio de la vejez; y no sabéis que de hecho y de derecho la vejez está al servicio de la juventud. Y esto es tan positivo, que las leyes, aun estando hechas por vuestros explotadores, os conceden beneficios que no explotáis, quizá porque no los conocéis como las oraciones arcaicas y las enseñanzas mentirosas con que abruman vuestra memoria y atrofian vuestra inteligencia.

¡Desdichada juventud! y ¡desdichado también yo que no he tenido la comodidad de envejecer!

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Desdichado soy porque por mi espíritu huye de los viejos; y, por mis canas, me huyen los jóvenes.

Si yo renaciese y me viera entre vosotros, os enseñaría a ejercer la fuerza social que tenéis y no concebís. Y vosotros me ampararíais ya que nadie me ampara porque no puede ampararme; porque suplico a los seres cultos, y todos ellos viven a merced de diez millones de bestias manejados astutamente por un millar de caciques.

Sólo puedo deciros que améis, que riáis y que hagáis siquiera lo que yo hago.

Y es esto:

Uno de los críticos que me salieron cuando publiqué Artuña, decía en un artículo tribunicio y poniendo el paño al púlpito:

-¡Yo quisiera saber adónde va Silverio Lanza!

Pasó mucho tiempo, y un hermoso día de otoño vi a mi crítico en la calle de Alcalá.

-¡Hola, don Silverio!

-Buenas tardes, amigo mío.

-¿Dónde va usted?

-A dar una vuelta.

No comprendió que yo respondía a su artículo, y que mi respuesta era una síntesis filosófica: y cuando veo gente joven siento ansias de gritar:

-¡Eh, muchachos! ¡Aprovechad la ocasión, y dad una vuelta!

Ese es mi consejo.

Antes de morir, ¡vivid la vida!

Y recordad que la vida propia se puede vivir sin la vida ajena, como la digestión se hace sin el estómago del prójimo.



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ArribaAbajoEl bloqueo de Santiago

Cuando llegó doña María al portal dijo al matrimonio.

-Santiago está muy malito, muy débil. Le ha dado como un vértigo al asomarse a la ventana y verse a tan grande altura. Le he hecho acostarse en su cama de ustedes, y allí sigue desmayado.

-¡Pobre muchacho!

-Eso no tendrá importancia; pero es preciso cuidarle y les encargo a ustedes de hacerlo.

-Lo que usted mande.

-Pero exijo que él no se entere de que yo le socorro; y así todo ha de agradecérselo a ustedes. Ahí va dinero para ponerle arriba una cama y darle bien de comer.

-La señora perdone; pero nosotros no haremos sino lo que la señora mande.

-Y usted cállese, porque no quiero que nadie se entere de mis caridades.

-La señora hace bien en recomendárselo a ésta, porque las mujeres se vacían en seguida.

-¡Qué animal eres, hombre!

-Menos la señora; iba a decirlo.

Román halló a Santiago en la cama, muy pálido y volviendo del desmayo producido por la anemia, por el sensualismo y por el esfuerzo muscular que exigen noventa kilogramos de carne femenina.

Santiago sólo supo que doña María se había marchado. Pero ocho días después se hallaba sin noticias de doña María. Indudablemente, la señora   —483→   no quería verle y estaba enojada; pero, entonces, ¿por qué le atendían solícitamente los porteros? Pasó una semana, y Santiago dijo que se hallaba muy bien y que se decidía a buscar trabajo; y el día siguiente se halló Santiago con que los porteros le ponían cara hosca y, con su grosería propia, demostraban a Santiago que la amistad había concluido. Y cuando, después de comer, salió Santiago a la calle, salió tras él Román.

-Tenemos que hablar.

-Lo que usted quiera.

-En el café de la esquina, porque no quiero en mi casa, porque no quiero que me oiga ni me interrumpa ninguna mujer.

-Vamos allá.

¡Santo cielo! Santiago creyó que iba a perecer de espanto y de pena. Doña María había contado a los porteros la escena de la buhardilla. Y la había contado porque las consecuencias eran terribles. Doña María tenía la sospecha de que se hallaba en estado interesante. ¡Santiago era un monstruo que pagaba con agravios los favores recibidos!

Doña María era una mujer santa e indigna de aquel atropello brutal. Los porteros se habían indignado y prometieron poner a Santiago en medio del arroyo; pero doña María les había pedido que enterrasen a Santiago y le trajesen a ella una respuesta.

Santiago tenía que contestar.

Y contestó.

Contestó llorando.

Es una de las dos respuestas que dan los humanos; es la que generalmente dan los acusados, y es la única que dan en España los acusados que son inocentes.

Aquellas lágrimas sin palabras, o con palabras sin congruencia, fueron llevadas por los porteros a doña María, que dijo:

-Está bien. Siga todo como siempre. Esperaremos, y a callar.



  —484→  

ArribaAbajo ¡Solo!

En la Naturaleza la soledad más absoluta y mejor soportada es la que rodea a un hombre de bien.



No hay poder humano que pueda nada contra un corazón que se siente solo en medio de la vida; la mayor fuerza que se conoce en el mundo es la de un hombre solo.


Tomás Maestre                


La célula mal nutrida se hace libre, forma un organismo independiente (el lupus o el cáncer) y produce la muerte del sujeto. Si las sociedades quieren defenderse han de ser amables y necesarias para cada individuo.



Santiago salió en busca de dinero y de testigos para su boda. Santiago, como soldado en Cuba, tenía un crédito expreso contra el Estado, y como hombre de bien, tenía un crédito tácito contra su patria.

Se acordó de su madre; pero su madre había muerto. Desde Crevillente recibió Santiago una carta donde le decía su tío: «Tu madre, que tuvo que dejar la taberna y no sacó de ella ni un céntimo, se vino a vivir con nosotros, y ya llegó muy enferma, y, aunque se le hizo todo lo que mandaron los médicos, ya ves que todo fue inútil».

Santiago no sabía más, porque en Cuba sólo había recibido esta carta y otra de su madre diciéndole que los acreedores la iban a embargar la taberna.

  —485→  

Santiago ignoraba la muerte de Muñoz por quien no quiso preguntar a nadie. Ignoraba que la muerte de Muñoz había sido la ruina de la taberna, porque no tenía pagados a los proveedores, aunque Rosario le tenía entregadas las cantidades suficientes.

Santiago ignoraba también cómo había muerto Muñoz, y yo voy a referírselo a los lectores, porque constituye una lección que no será provechosa y agradable a los soberbios, pero confortará a los humildes.

Cuando Santiago se marchó a Cuba hubo serios altercados entre la tabernera sin pagar multas. Rosario dijo que la taberna y el polizonte. Este recordó que por su protección había vivido la taberna no había vuelto a tener los ingresos y la buena parroquia que tuvo en tiempos de Ramón. Ricardo le dio recuerdos para el difunto. Rosario respondió que Ricardo había matado a Ramón para conseguirla a ella, como lo hizo, aprovechándose de un momento en que estuvo sola. Muñoz contestó que si ella hubiera gritado fuerte la hubieran oído hasta en el Tribunal Supremo.

La paz entre aquellos dos seres quedó rota; pero el polizonte siguió frecuentando la taberna hasta que el rápido encumbramiento de Muñoz le hizo alejarse de todo contacto democrático.

Y veamos cómo fue el encumbramiento.

No hay pueblo libre sin tirano muerto.


Saint-Andre                


Un personaje a quien Ricardo había prestado ciertos servicios, le sacó de la policía callejera y le encargó de la persecución especial de los anarquistas. Muñoz se dispuso a tranquilizar el planeta; pero se halló con que no había anarquistas, y que los clubs terroríficos estaban formados con agentes de la policía, cuatro vividores holgazanes y cuatro infelices sin meollo, y servían de ratonera para cazar anarquistas, que jamás caían en el lazo, porque los regicidas eran sencillamente fieras creadas por el encadenamiento de la soledad, la soberbia, la envidia y la fiereza, y que al ser copados, después de   —486→   cometer sus crímenes, se declaraban anarquistas, para que las gentes no les llamasen majaderos después de llamarles monstruos.

Se convenció Muñoz de que los únicos anarquistas que existen (y habrán de buscarse otro nombre) son seres muy cultos, muy serios y muy virtuosos, que rechazan la intervención del Estado en la instrucción, en la provisión del derecho y en otras actividades sociales, hasta llegar a la supresión de ese convencionalismo que se llama Estado, y cuya existencia no es necesaria en ninguna fórmula de gobernación social.

Y cuando Muñoz vio que nada tenía que hacer, se dedicó exclusivamente a ciertos servicios que le habían valido su cargo y le valieron ser jefe de un Negociado constituido ad hoc para el polizonte, y donde debía ocuparse en la persecución internacional de los grandes estafadores. Pero como éstos eran personas de viso y sujetos influyentes, nada tuvo que hacer Muñoz, y siguió prestando ciertos servicios, y fue nombrado secretario de un gobierno, y llegó un día, un memorable día, en que el personaje protector le invitó a almorzar y le dijo cuando tomaban el café:

-Muñoz, ha sido usted nombrado gobernador de Barcelona.

-¡¡¡...!!!

-Y crea usted que es hoy el cargo más importante en la gobernación del país, porque la cuestión catalana es... bien lo sabe usted. Y bien lo sabrá usted estudiándola en su despacho, a donde no deben concurrir sino los servidores del Gobierno civil, porque el resto de la población es sospechosa. Y bien la estudiará usted en Valvidrera, donde nuestros amigos políticos le darán a usted el consabido almuerzo y le enseñarán de lejos el Llobregat, célebre en la Historia; el castillo de Monjuich, célebre en la Historia; la antigua Ciudadela, también célebre en la Historia; la iglesia de la Sagrada Familia, que va picando en historia, y detrás la casa donde murió un tal Verdaguer, que hacía versos, según dicen, y cuya historia conviene tomarla como histórica. ¡Je! ¡je! ¡je!

-¡Siempre tan satírico!

-Ya sé que ha de dejarme usted airoso y que en Barcelona preparará usted un buen recibimiento a Patro, que tanto tiene que agradecerle a usted.

  —487→  

-¿A mí?

-A usted; porque la vigilancia que usted ha ejercido sobre ella ha servido para probarme que esa mujer me es fiel, que corresponde a mi cariño, y que eran calumniosos aquellos anónimos que despertaron mis horribles celos.

-La suerte de usted fue buscarme a tiempo: yo me he limitado a vigilar sin descanso y a transmitir fielmente a usted lo que vi en esa señora.

-Gracias, gracias.

-Yo soy el agradecido.

Ricardo fue a su casa, un lindo entresuelo de la calle de Ferraz, e hizo pasar al despacho a Martínez, agente que siempre había estado a las órdenes de Muñoz.

-¿Sabe usted la novedad?

-Que va usted a Barcelona.

-¿Quién se lo ha dicho a usted?

-Lo dice todo el mundo.

-Y ese mundo, ¿quién es?

-Entre otras personas acaba de decírmelo la señora Rosario.

-¿Sigue usted ocupándose de los asuntos de esa infeliz tabernera?

-Hasta que usted disponga lo contrario. Hoy mismo me ha entregado ese dinero que tiene usted ahí para pagar como siempre el vino tinto, el blanco, los aguardientes y la cerveza.

-Está bien; se pagará.

-También acabo de encontrarme a Luis.

-¿Qué Luis?

-El señorito Luis, su hijo de usted.

-¿Y anda suelto ese granuja?

-Usted le sacó de la Delegación la última vez.

-¿Y qué quiere usted que yo haga? Ha causado la muerte de su abuelo; tiene medio enterrada a su abuela; está matando a disgustos a su madre; destroza cuanto gana el pobre Tomás, y abusando de que lleva mi apellido, que yo quiero conservar puro y sin mancha, se lanza al vicio y hasta a la estafa, y llegará al robo y al asesinato. Tiene dieciséis años y es el mayor calavera de Madrid: esto es incomprensible. ¿Qué le ha dicho a usted?

  —488→  

-Qué vendría a darle la enhorabuena, y que se iría con usted a Barcelona.

-¿Conmigo? Que se vuelva al Colegio. No quiero verle, ¿lo sabe usted? No le traiga usted ni me prepare emboscadas.

-Esté usted tranquilo.

-Quien vendrá a Barcelona será usted, si le conviene.

-Yo estoy siempre a sus órdenes.

-Gracias. Y ya que va usted a la Puerta del Sol, diga usted a Martín, el sastre, que me envíe en seguida un oficial.

-¿Para hacerle a usted el uniforme?

-Claro que sí.

-Le sentará a usted admirablemente.

-Vaya usted con Dios, adulador.

Ocho días pasó Muñoz leyendo los periódicos de oposición donde le arrojaban todo el cieno del lenguaje; y los periódicos sensatos, donde nadie le amparaba. Pero Muñoz siguió tranquilo, porque con iguales prestigios han subido al poder la mayoría de nuestros gobernantes, y porque sabía que a los partidos avanzados se les entusiasma con cualquier desplante, y a los partidos de orden se les seduce con una misa.

Vino por fin el uniforme, se vio solo Muñoz, y se vistió aquel traje que, debiendo ser pregón de altezas, era entonces hopa maldita de un miserable que esquivaba el patíbulo.

Y, cuando se colocó el sombrero puntiagudo, fue al gabinete a contemplarse en el gran espejo, cuya inclinación permitía a Ricardo verse desde los pies hasta la cabeza.

Se halló hermoso, elegante y fuerte. Él era el verbo y la efigie de la sana democracia triunfante. Él, nacido en el humilde hogar de un pobre, e hijo de una honrada planchadora, había subido por sus propios méritos a las más altas esferas de la gobernación del Estado, y era así el símbolo de las modernas monarquías, porque él ataba con lazo indisoluble el trono, la aristocracia, la burguesía y el estado llano. Quizá no se hallaba en el término de su carrera: quizá entonces empezaba su historia política, la que había de conservarse y de divulgarse en el gran libro de la Historia. Y parecía indicarlo   —489→   la significativa circunstancia de que él iba a gobernar donde fracasaban todos los gobernadores, en aquel raro pueblo donde germinaban y se desarrollaban y se reproducían con fecundidad asombrosa todas las ideas de protesta contra el gran poder central, y donde era preciso acabar de una vez con aquellos tenderos y aquellos fabricantes enriquecidos a costa del país, con aquellos obreros endiosados, con aquellos escritores plagiarios y con aquella chusma adinerada o hambrienta que, solamente por insultar a España, ladra un dialecto con el que fingen entenderse.

Él sometería aquellos levantiscos levantinos; él haría explotar bombas que arruinasen el comercio; él prohibiría los juegos que entretienen y protegería los juegos que arruinan; él impondría la asfixiante moral de las beatas viejas y alentaría la corrosiva inmoralidad de los estafadores modernos; y, cuando el ensanche y la ciudad antigua y todas aquellas maravillas de arte y de riqueza fuesen un montón de cascotes, haría aún más, lanzaría al mar a todos los catalanes para que sucumbiesen en un largo éxodo por los mares y por los desiertos, y entonces volvería a Madrid para ser jefe de Gabinete o quizá jefe del Estado; y, matando hambrientos, tercos, impetuosos e indiferentes, acabar con el hambre de Andalucía, con la terquedad de los gallegos y de las gentes del Norte, con la exaltación de los valencianos y con la peligrosa indiferencia de los pueblos de Castilla.

Mirose Muñoz en el espejo, y calculó que tamaña ferocidad no se compadecía con aquel uniforme tan bonito y con aquel cuerpo elegante, y se acordó de las catalanas, magníficas esculturas de carne tibia, que debieran rodear el carro triunfante, donde él exhibiría su omnipotencia por las ramblas de Barcelona. Y pensó que más le convendría ser quien librase del poder central a la hermosa Cataluña, donde se asomaba y se estacionaba el cosmopolitismo, donde se hablaba el varonil idioma que engendró la lengua de España, donde era práctica constante el respeto a la propiedad y a las creencias ajenas, donde el trabajo no parecía servidumbre social, sino una armónica condición fisiológica, donde la cultura y la riqueza sacaban de la infancia a los pueblos y les hacía pedir un sitio entre los organismos directores y responsables, y donde él, traicionando las órdenes que se le habían prescrito, pudiese constituir Cataluña en un Estado independiente   —490→   donde Ricardo I fuese el fundador de una dinastía, de un Estado y de una raza. Y si ésta rompía el equilibrio político de Europa, el gran rey catalán sería el primer guerrero del mundo y dominaría la Península, quizá el continente y quizá el planeta.

Volvió Muñoz a mirarse en el espejo; serenose la fantasía acalorada, y convino en que aquel gobernador que tenía delante era un tío sin vergüenza, dispuesto como todos sus semejantes a vivir de Cataluña, destruyéndola o explotándola, encanallado desde que nació, que había cometido muchas infamias, que seguiría cometiéndolas para vivir a gusto y librarse del presidio y servir a sus amos, y que, en Barcelona, soportaría los desaires de las personas decentes, saborearía las adulaciones de sus esclavos, explotaría el juego y la prostitución y...

Muñoz comprendía que aquel gobernador se acercaba hacia él, y no comprendió nada más, porque el gran espejo cayó sobre el polizonte y le envió a la otra vida.

Así murió Muñoz: aplastado por su propia grandeza. Inconvenientes de ser demasiado grande cuando no se es suficientemente modesto.

Así murió Muñoz: víctima de su desacato, por llamar granuja a un indecente vestido de autoridad.

El azogado cristal se clavó en los ojos de Muñoz; y aquellos ojos cegaron la primera vez que se vieron bien a sí mismos. ¡Pobres de los malvados poderosos, si alguien les pone delante un espejo! Ya no se hacen las revoluciones con explosivos, sino con máquinas fotográficas que reproduzcan fielmente.

Así murió Muñoz.

Las ministeriales le supusieron víctima de las tenebrosas maquinaciones del catalanismo; el Gobierno puso un grillete más a Cataluña, y, en el resto de España, los ignorantes y los timoratos se hicieron cruces, sin dejar de hacerse la habitual cruz en la boca.

Así murió Muñoz.



El hombre pensador y consciente puede tener el ideal del bien o el ideal social, que no son opuestos como los extremos de una barra y los polos   —491→   de una corriente eléctrica, ni antagónicos como los músculos que, resistiéndose entre sí, producen la perfecta fisiología en el movimiento de un órgano. El ideal del bien y el ideal social son completamente extraños el uno al otro.

El ideal del bien es ser bueno por el placer de serlo.

El ideal social no es un ideal de amor, pues a la sociedad no se la ama, porque siempre estamos quejosos de ella: se sirve a la sociedad por miedo o por egoísmo. Cuando la servimos por miedo, cumplimos las leyes sociales, y esto se llama el ideal de justicia. Cuando la servimos por egoísmo, buscamos la infracción de las leyes sociales o nos aprovecharnos de aquéllas que favorecen a unos ciudadanos y perjudican a otros: esto se llama el ideal de injusticia.

Las luchas entre el egoísmo grande (ideal de justicia) y el egoísmo pequeño (ideal de injusticia), son las luchas sociales; y en ellas -según las condiciones del momento- pasa lo justo a ser injusto, y recíprocamente, las sociedades siguen perturbadas, y los individuos siguen molestados.

El ideal del bien no produce lucha aunque produzca víctimas. El bueno no aspira a vencer, sino a amar; y si por amar tiene que sucumbir, sucumbe sin quejarse de su martirio.

Cuando un ideal de bien tiene adeptos, la sociedad los persigue; si aumenta el número de adeptos, se aumentan también las persecuciones; y si el número de adeptos es respetable, la sociedad acepta el ideal de bien, lo mistifica, lo lleva desvirtuado a las leyes sociales, y los hombres buenos vuelven al redil común sin percatarse del engaño que se les ha hecho.

Con el dicho, hay suficiente para comprender y definir el ideal del bien y el ideal social, dividido éste en ideal de justicia e ideal de injusticia.

El primer ideal que se da en el ciudadano, es el ideal de justicia, el de respeto a las leyes. Si con él vive a gusto, sigue así hasta su muerte. Si con él no vive a gusto, adopta (raramente) el ideal del bien y es un Cristo Nazareno, o adopta (generalmente) el ideal de injusticia. Pero el ideal de injusticia tiene dos matices: perjudicar al prójimo por beneficio propio, o perjudicar por el placer de ser malo. Parece que este matiz debiera constituir el ideal del mal, opuesto al ideal del bien, y extraño, como éste, a los ideales sociales; pero   —492→   no puede ser así, porque la perversidad humana (placer de ser malo) sólo se manifiesta en el individuo constituido en sociedad, pues fuera de ella ningún ser hace daño sino en beneficio propio.

Así, pues, existen: el ideal supra-social de bien (Cristo); el ideal social de justicia por egoísmo (César Borgia), y el ideal social de injusticia por perversidad (Morral).

Pero entre Borgia y Morral hay un tipo característico y monstruoso tan perverso como Morral y tan egoísta como Borgia.

Ese monstruo es el cacique español.

Cuando hayan pasado algunos siglos, se considerará fabuloso al cacique español. Ahora nos es imposible creer en el Centauro y en la Sirena; pero en el siglo XXII se reirán los ciudadanos a carcajadas cuando lean que un hombre sin honor personal y acaso sin ninguna cultura, era la base para el ejercicio del sufragio y para la constitución del santo poder legislativo; era, por tanto, superior realmente (aunque no explícitamente) al Poder gubernativo; y en el pleno siglo XX quedaba un país de hombres honrados sujeto al feudalismo ridículo y perverso de cuatro caciques, que, explotando la indiferencia o la codicia o el optimismo ajenos, realizaban sus crímenes, con una impunidad que nunca pudo tener ningún bandido.

Yo juro en nombre de Dios que podría denunciar a cualquier canalla, pero jamás denunciaré a un cacique. ¿Por qué? Porque hay un Código penal para los crímenes ordinarios, y hay una ley especial contra la monstruosidad anarquista; pero no hay una ley especial contra la monstruosidad del caciquismo. Porque ese caciquismo es el germen único de todos los delitos; porque él es quien crea los criminales. El cacique es el que aísla y azuza al hombre de bien. Y cuando éste se convence de su soledad, cuando se persuade de que no le alcanzará el amparo de la ley ni el beneficio del amor ajeno, si no se siente con las energías necesarias para ser un Cristo, llega a ser un Morral o llega a ser más perverso, y entonces adula, imita y ayuda al cacique, y logra sustituirle o competir con él.



En cuanto salió Santiago a la calle, supo que su crédito contra el Estado no valía entonces un céntimo de peseta.

  —493→  

Santiago no podía contar con sus parientes de Vilaldea. El pobrecito abuelo que tuvo arrendado el molino de Valdezotes, había muerto. Santiago no tenía dinero ni testigos para casarse, y le era necesario aceptar el dinero y los testigos de la novia. Esto era poco airoso; pero... Santiago estaba solo.





  —494→  

ArribaAbajo La primera amonestación

-¿Da usted su permiso, don Saturnino?

-Adelante, doña María.

La jamona cerró cuidadosamente la puerta y se acercó a la mesa del despacho.

-¿Qué hay de nuevo?

-Vengo a pedirle a usted consejo para casarme.

-¡Je, je! El mejor consejo es que te cases bien.

-Creo que sí.

-Pero, ¿hablas en serio?

-En serio.

-¿Quién es él?

-Un repatriado natural de Madrid. Su padre era de Vilaldea.

-Paisano tuyo.

-Pobre.

-Bueno.

-También es bueno.

-¿Y te quiere?

-No; le gusto.

-¿Y tú le quieres?

-No; me conviene.

-¿Dónde le has conocido?

-En el hospital.

-Ya sé quién es: el compañero de Román.

-El mismo.

-Según me lo ha pintado la charlatana mujer de Román, ese joven debe ser un infeliz.

  —495→  

-Por eso se casa conmigo.

-Es que tú mereces...

-Lo sé.

-Y, además, no necesitas...

-También lo sé. Pero si usted se muriese (no lo quiera Dios), tendría que improvisarme un marido.

-Es cierto.

-Lo preparo con una anticipación que deseo sea muy larga.

-Muchas gracias. ¿No hubieras podido escoger otro?

-Con escándalo, sí; hay muchos hambrientos, pero no tienen vergüenza.

-¿Y ese?

-Ya ha dicho usted que es un infeliz. Usted arreglará los papeles sin intervención de él.

-¿Cómo se llama?

-Santiago Albo y Mas.

-Conocí a su padre, que seguramente era Ramón.

-Que tenía una taberna.

-Y fue mozo de Gafe. Todo un hombre honrado; y, efectivamente, era de Vilaldea.

-Pues bien; usted buscará testigos y usted será el padrino.

-Lo seré en nombre de los duques.

-Ahora lo que necesito con urgencia es darle dinero a Santiago.

-¿Cuánto te ha pedido?

-Nada; ni lo pediría. Pero está desnudo: sólo tiene el traje de rayadillo.

-Pero con él podrá venir a verme.

-Eso sí.

-Que venga; le ofreceré, ¿cuánto?

-Siquiera cuatrocientos duros.

-Pues le ofreceré cuatrocientos duros porque renuncie, en favor tuyo, los bienes que le puedan corresponder en Vilaldea por la muerte de su abuelo.

  —496→  

-Comprenderá que eso es un regalo.

-Mejor.

-¿Y si renuncia?

-No deberás casarte con un hombre tan necio, porque sería peligroso.

-Es verdad. Después de la boda, iremos a la Coruña y a Valdezotes.

-Y le dejarás allí; lo he adivinado.

-Obedeceré en eso las órdenes de usted.

-Te las enviaré bien terminantes.

-¡Ah! Olvidaba decir a usted que nos casamos para reparar las consecuencias de una falta que hemos cometido.

-Pero, ¿eso es cierto, María?

-Ca, no, señor; lo cree él; pero yo no pierdo la cabeza.

-¿Y eso lo sabe alguien?

-Román y su mujer. Ahora se callarán, y cuando lo digan, ya no tendrá importancia. Todo prescribe.

-¿Y no pudiste hallar otro medio?

-Para salvar el decoro del presente, se suele sacrificar el decoro del porvenir. Usted lo sabe bien.

Don Saturnino miró a su hija, y quedó callado. La jamona le dio gracias por todo, y salió arrogante y sonriendo por la puerta del despacho.



  —497→  

ArribaAbajo Santiago flaquea

Santiago renunció en beneficio de su futura esposa, y por cuatrocientos duros, la herencia del abuelo muerto en la mayor miseria.



  —498→  

ArribaAbajoSantiago obedece

Román y su mujer se repartieron la boda. La mujer estuvo en la iglesia y en el almuerzo, y Román estuvo en la comida de campo, que se celebró en Puerta de Hierro.

Cuando los porteros se acostaron reunieron sus impresiones.

No había escaseado nada.

Santiago parecía atontado.

En cambio, ella estaba en todo.

-Estaba en presumir, como todas.

-¡Pues mira que vosotros, los hombres!

-Calla, si puedes. Un hombre se arregla para que le quiera una mujer. Y una mujer se arregla para que las otras se mueran de envidia.

Es verdad.

Don Saturnino estuvo espléndido y parecía muy cariñoso con Santiago. Desde Puerta de Hierro se marcharon los novios a la estación del Norte, y allí tomaron el tren para Coruña.

-También yo iría de viaje.

-Ya irás.

-Pero no iré al Norte, porque iré al Este.

-Pues mira si esto dura diez años y no nos pone don Saturnino o el demonio en cosa mejor...

-Que nos pondrá, porque nos pondrá doña María; que es más ama aún que nadie, y que tiene que contentarnos.

  —499→  

-¿Por qué?

-Porque sabemos cómo se ha casado.

-¡Mira qué secreto! Ayer valía algo, y hoy no vale nada.

-Pero siempre agradecerá que lo callemos.

-Y lo callaremos. En la boda decía todo el mundo que los novios lo eran desde pequeños, allá en el país.

Al llegar a Coruña y a la fonda de la Ferrocarrilana, hallaron los novios tres despachos telegráficos.

Repito mi anterior. Si enfermedad sigue vendrá Santiago. Si concluye pronto volverá Valdezotes. -Saturnino.

Otro telegrama decía:

Señora enferma. Ven inmediatamente. Deja Santiago en Valdezotes. -Saturnino.

Y el restante:

Telegrafiadme llegada, recibo de mis telegramas, salida para Valdezotes y salida tuya para aquí. En León tendrá jefe estación telegrama para ti. -Saturnino.

Telegrafiaron a Valdezotes para que el tío Cachelos, que llevaban el molino, o el tío Romana, que llevaba el huerto, salieran con caballerías a Enlace y esperasen a Santiago.

Y telegrafiaron a don Saturnino.

Salimos en seguida. Recibidos sus tres telegramas. Santiago quedará en Enlace. Seguiré a Madrid. Recogeré telegrama en León. -María.

La novia entregó un abultado sobre a Santiago, cuando salieron de Madrid, para Galicia, y dijo a su novio:

-Guarda ese dinero: creo que habrá suficiente para el viaje. Cuando llegaron cerca de Enlace, dijo doña María:

-Dame doscientas o trescientas pesetas. ¿Cuánto has pagado en la fonda?

-Veintidós pesetas.

-¿Has cambiado algún billete del sobre?

  —500→  

-No he tocado a él. Tenía yo dinero y he pagado también el ferrocarril.

-Pues dame cuarenta o cincuenta duros, siquiera para llegar hasta Madrid.

Santiago abrió el sobre; seguramente había allí más de tres mil pesetas.

En Enlace los saludó el tío Romana, que conocía a la jamona. Los esposos se abrazaron, doña María continuó su viaje, y Santiago, montado en la borrica, y Romana en el buche, tomaron vega abajo en dirección a Valdezotes. En León se presentó doña María al jefe y la entregaron este telegrama:

Prohíbo terminantemente que sigas. Vete a la mejor fonda y descansa. Cuando quieras vienes. -Saturnino.

Doña María contestó:

Gracias. Sigo mi viaje. Estoy descansada. -María.

Cuando Santiago y el tío Romana llegaron a Valdezotes, ya eran amigos, y el día siguiente, ya tenía Santiago amistad con todos los vecinos de Valdezotes. En aquella hermosa casa, que iba desde la plaza hasta el río, pasaba Santiago la noche durmiendo, la mañana cuidando las hortalizas y la tarde sentado a la sombra en la entrada del molino y charlando con el sacristán, que también era maestro de escuela, barbero y secretario del Ayuntamiento y del Juzgado de Paz. El alcalde, el cura, el telegrafista, el síndico, el médico y el juez, en seguida comprendieron que Santiago no tenía influencia con su esposa, ni con don Saturnino, ni con los señores, ni con nadie y no le hicieron la menor visita.

Al mes empezó Santiago a sospechar que su mujer le abandonaba, y le escribió sus quejas. Le contestó don Santurnino devolviéndole la carta y diciéndole:

«No entrego ese papel a doña María para no darle un disgusto que no merece. Supongo que tendrá usted dinero del que le entregó doña María, y acaso encargue a usted de abonar ahí alguna cantidad».

Santiago se calló, se acordó de su madre, y, lo mismo que ella, se resignó a obedecer.



  —501→  

ArribaAbajo La mancha de la mora

Acabo de leer las anteriores cuartillas a mi amiga la lavandera que pone en colada mis calzones y mis manuscritos, y me dice que lo de Barcelona no saldrá bien, y me pregunta si esa mancha es de grasa o de pintura.

-Es la consabida mancha de la mora.

-Explíquese usted.

-Allá voy, y siéntese, porque la explicación será larga.

Todo lo grande está hueco. Sería posible que algo muy grande fuese macizo si se hiciese en completo reposo. Esto es imposible, y todo lo grande es hueco. Para que un árbol grande no fuese hueco se necesitaría que tuviese unas raíces inconmensurables que alimentasen de sabia a las innumerables fibras. Cuanto más grande es una bola de hierro más poros tiene: es el eterno problema de la fundición. ¿Me entiende usted?

-Pero que divinamente.

-Madrid y Barcelona son dos pueblos grandes y están huecos. Si los sacude usted, suenan como si hablasen castellano; así dicen los catalanes de lo que suena a cascado y a vacío.

Aunque Barcelona y Madrid están huecos, son muy resistentes, porque un tubo de paredes de un milímetro es más resistente que una varilla maciza de dos milímetros de grueso, con arreglo a condiciones mecánicas que yo estudié en Resistencia de Materiales, porque no esperaba quedarme sin más ocupación que agradar a mi cacique y sin más recompensa que su aplauso de usted.

De la resistencia de un tubo formará usted idea recordando que una platina de hierro la rompe usted más fácilmente por la tabla que por el canto, y de ambas maneras hay que vencer el mismo esfuerzo de cohesión de   —502→   las mismas moléculas; pero la fuerza que usted hace se aplica de diferente modo y a diferente distancia. ¿Me comprende usted?

-De primera. Vamos, es como si usted me da un desaire, que lo siento en el alma, pero no en el carrillo; y si me da usted un bofetón lo siento en el carrillo y en el alma.

-Eso es, amiga mía; coge usted las ideas rápidamente, se las asimila, las desenvuelve, las fecunda y, transformadas, las expresa usted con precisión. Creo que debiéramos llamar a uno de nuestros gobernantes para que nos lavase la ropa y los manuscritos.

Continúo.

Madrid, hueco, pero resistente por una centralización que también es hueca, se llama representante de España y es impotente para meter en cintura al cacique de un pueblo castellano. Barcelona, hueca, pero resistente por una riqueza que también es hueca, se llama representante de Cataluña y es impotente para remediar la miseria en un pueblo de la montaña.

Madrid y Barcelona son esponjas hinchadas con sudor de aldeanos. Si vence Madrid, aprenderán los catalanes honrados que la redención está en el amor a los honrados hijos de Castilla, que admiran las virtudes catalanas: en la reconquista honrada por procedimientos honrosos. Si vence Barcelona, será productivo hermosear Sevilla y alzarse con ella y con la tierra andaluza.

Madrid es la mancha de la mora madura, y acaso la quite Barcelona, que es la mora verde.

-Resultarán dos manchas que no salen.

-¿Y a fuerza de puños?

-Tampoco. Lo mejor es dejar la prenda para usarla en casa.

-O no usarla nunca. Barcelona y Madrid no abrigan el alma y el cuerpo de ningún español desdichado, porque nuestra hambre, nuestra sed, no se aplacan con una mora añeja ni con una mora verde.

Es hambre y sed de justicia.



  —503→  

ArribaAbajoSantiago tiembla

Yo vivía accidentalmente en Valdezotes de Arriba, donde pasaba la cuarentena de los baños medicinales, y Santiago vivía en Valdezotes de Abajo.

El ir de caza me servía de pretexto para pasearme armado, y salía de caza diariamente. Conocí a Santiago en su molino, le visité a menudo y llegó el pobre hombre a contarme las desventuras con que formé la novelita que dejo terminada.

Una tarde fijó Santiago su atención en mi escopeta y me dijo:

-Buena arma.

-¡Ya lo creo!

-Habrá costado más que la mía.

-Cuatrocientas pesetas.

-¡Qué atrocidad!

-Pero a mil metros hace blanco.

-Habría que verlo.

-¿Lo dudas?

-Digo que habría que ver el blanco.

-Total, que no lo crees. Pues bien, haz la prueba.

-¿Cómo?

-De aquí al campanario de la iglesia habrá cuatrocientos metros.

-Algo menos.

-No importa. Apunta a las campanas, y si haces blanco lo oiremos.

-Ese es un tiro muy difícil.

-No lo creas; la dificultad está en sugestionarse. El torero mata bien cuando trabaja convencido de que matará perfectamente. En todos los actos de la vida la seguridad en el triunfo hace al triunfador.

  —504→  

-¡Qué cosas tan raras dice usted!

-Son fenómenos sin estudiar. Haz la prueba. Los dos cañones están cargados con bala. Apunta.

-Ea, pues ya apunto.

-Y ahora imagina que en aquella mancha negra que se ve en el campanario (y que es donde está la campana) se halla la cabeza de don Ricardo.

-¡Si fuese verdad!

-Pues imagínalo, persuádete de que allí está el autor de las infamias que has padecido. Asegura bien la puntería, porque acaso no se presente otra ocasión de tomar venganza. Cree firmemente que allí está, que te mira sonriendo y despreciándote. Es él, el canalla de siempre. ¡Calma!, ¡calma!, se espera un minuto, un año, una vida entera; pero es preciso que no se yerre el tiro. Es preciso que la bala llegue al punto negro, donde está la cabeza de don Ricardo riéndose del pobre padre muerto en la cárcel, de la santa madre escarnecida, golpeada, besuqueada con lujuria, de...

-¡Pum!

-Silencio, Santiago.

Y a nosotros llegó el sonido de la campana, solo, breve, como un suspiro del Dios de aquel templo.

Santiago volvió a la realidad, serenose su mirada, se deshizo la contracción de sus mandíbulas, y, devolviéndome la escopeta, me dijo:

-Le hubiera matado.

-Así se apunta, y si en Santiago de Cuba apuntaste así...

-Yo, en la guerra, siempre tiré al aire.

-¡Cómo! Pues allí había que defender algo más valioso y más sagrado que tú y que yo. Allí había que defender la Patria.

-Y a mí, la Patria, ¿qué?

-¡Insolente! La Patria es mi madre, es la madre de todos los españoles, y solamente los españoles canallas y locos pueden consentir que se desprecie a su madre. Para que defendieses la Patria te dimos pan y halagos, y fuiste traidor. Contra ti clama la sangre de los soldados muertos, la tristeza de los soldados vencidos y el hambre de los pueblos arruinados. Defiéndete, porque voy a matarte.

  —505→  

-Porque es usted más fuerte.

-No lo creas. Coge la escopeta, que sólo tiene un cañón vacío. Y dispara pronto: si me echo sobre ti no tienes salvación.

Santiago vaciló.

Pero fui hacia él con los puños en alto y la mirada amenazadora. Retrocedió de espaldas, tuvo miedo, se echó a la cara la escopeta, vaciló aún, pero, al fin, disparó.

La bala pasó muy lejos de mí.

-¿Y ahora corres, cobarde?

Y corría, pero le di un puñetazo y Santiago cayó al suelo.

-Te rindes, ¿eh? ¡Y lloras! ¡Me das asco!

-¿Por qué no pega usted a quienes tienen la culpa?

-Calla, Santiago, calla.

-¿Por qué no pega usted a los que me han hecho odiarlo todo?

-¿Yo?

-A los que me han engañado en nombre de Dios. ¿Se calla usted? A los que me han robado y me han deshonrado en nombre de la Ley.

-Silencio, Santiago.

-A los que me han quitado el amor de mi madre y el amor de mi esposa. Y si es usted tan valiente y tan honrado y tan patriota como lo parece, ¿por qué no mata usted a todos esos?, y, ¿por qué no mata usted a quienes no me enseñaron, ni de niño ni de hombre, a conocer la Patria y amarla y a tener esperanza en ella?

-¡Nombre de Dios!: porque no puedo.



  —506→  

ArribaAbajo Por si muove

No soy el culpable, y quizá no lo sean ni Dios ni el diablo, de la infinita necedad humana; y he de soportarla con paciencia, porque me es preciso soportarla.

Si hablo de un Lucas caballeroso, ningún Lucas decente (y habrá muchos) se cree aludido, y me envía un cajón de cigarros. Pero si hablo de un Manuel que tiene sarna y se muerde las uñas, se creen aludidos todos los Manueles que conozco, aunque sean personas pulcras y sanas.

Si pinto un pueblo con caudaloso río y encantadores jardines, no me nombran hijo adoptivo en Aranjuez. Pero si añado que las mujeres son chismosas, se irritan contra mí todos los pueblos de España, aunque no tengan río ni jardines.

Así no es posible escribir.

Si después de evitar palabras que injustamente provocan la malicia, y después de evitar cacofonías indispensables en un idioma que nadie mejora, y después de suprimir barbarismos que son indiscutibles, y después de imaginar eufemismos para no caer en galicismos que nunca lo fueron y que censuran los críticos cuatezones que están ayunos de lengua castellana, y después de librarse de arcaísmos racionalmente abandonados y de neologismos que sólo pueden curarse entre ignorantes pedantuelos; y si después de tanta labor se escribe una novela, hay que resignarse a que las mujeres la rechacen porque se creen aludidas en la protagonista que no tiene vergüenza; a que los hombres la rechacen porque se creen ridiculizados por el perrito de la marquesa; a que el clero me excomulgue, porque el cura de la obra es un libertino o es con demasía hombre de bien; a que el juez P. me crea incurso en el Código Penal, o el juez Q. me crea incurso en otra ley de las especiales,   —507→   aunque al fin resulte (porque todos los magistrados no tienen tan pocas letras como P. y Q.) que no ha pasado nada sino el tiempo pasado en la cárcel y el dinero pasado a otras manos.

Desde mi último proceso medito mucho mis escritos, no tanto por el juicio que merezcan de las personas ilustradas, como por la malicia que puedan despertar en los majaderos. Y siempre dedico a éstos un artículo como el que ahora termino.

Perdóneme Valdezotes. El pueblo que soporta a un cacique que no es una necesidad moral ni legal es un pueblo de zotes.

Valdezotes está en toda España, desde el Pirineo, donde termina la libertad francesa, hasta el Estrecho, donde empieza el despotismo de un sultán, cuyo despotismo será bueno o malo, pero es perfectamente legal.

Que un quidán, o unos cuantos, manejen a su gusto los hombres y formen a su gusto los Cuerpos Colegisladores, sólo ocurre en España.

Y a estas afirmaciones, que también hace don Antonio Maura, no se contesta procesándome, sino acabando con los irritantes privilegios que tiene esa aristocracia negativa: la aristocracia de la delincuencia.

No es gran pena ir a presidio por ladrón: es mayor pena la de vivir siempre robado.

Mientras los señores de las grandes urbes, hablan de España sin conocer nada más que un casino y un paseo, yo, que también he vivido en poblaciones pequeñas, he observado que los hurtos y los robos inmediatamente preceden o siguen a las elecciones. En esas épocas, los granujas cuentan con la amistad del cacique, y roban.

En la cuenta de los caciques hay que cargar las brutalidades actuales, y la impunidad que permite a locos y a majaderos, armados de bombas, de cuchillos y de procesos, molestar al rey, a Maura y a mí.



  —508→  

ArribaAbajo Santiago se humilla

Aquí no manda la ley, ni el rey, ni Dios, ni el diablo; sino el señor Santiago.


Pasquín aparecido en la fachada del Ayuntamiento de Valdezotes.                


Mis dolencias volvieron a llevarme al balneario próximo a Valdezotes de Arriba; y cuando terminó el tratamiento hidroterápico, resolví saludar a los amigos de aquella villa serrana. Anuncié al cura mi proyecto y, cuando llegué a Valdezotes, me esperaban casi todos los vecinos.

Recibí sus afectos, les hice manifiesto el que yo les profesaba, y aseguré que el día siguiente emprendería mi regreso. Tomábamos las once en la secretaría del Ayuntamiento, y aquella plana mayor me refirió la rápida fortuna de Santiago.

Entre alusiones y reticencias maliciosas, y entre adjetivos fuertes, me dieron noticia de que Santiago era un cacique de fondo perverso, de palabra petulante, vicioso, usurero, cruel, irascible, y más me hubieran dicho a no presentarse el alguacil anunciando que el señor Santiago subía por la escalera principal de aquella Casa de la Villa.

Santiago vestía el sencillo traje de un caballero que reside en el campo. Estaba bien cubierto de carnes, guapo, moreno y con aire de satisfacción cumplida.

Su primer saludo fue para mí.

Aquellas gentes le rodearon, le cumplimentaron y permanecieron con la atención sumisa de quien espera órdenes.

-Esta mañana me han contado que anoche llegó usted aquí.

-Es cierto.

  —509→  

-Pues bien, abajo tengo la jardinera para nosotros dos; y, si usted me lo permite, invito a los señores a que honren mi mesa.

-Muchas gracias.

-Muchas gracias.

-Por mi parte, con mucho gusto.

-Y por mi parte.

-Yo iba a enviarle a usted ahora el mismo recado -dijo el alcalde.

-¿Es que don Silverio almorzaba con usted?

-Así estaba pensado, pero, amigo don Santiago, baza mayor quita menor.

-Le agradezco a usted la preferencia que me concede.

-Yo soy el agradecido.

-Pero -dije yo- ¿conmigo no se cuenta?

-Usted -respondió Santiago sonriendo- obedezca una vez a la autoridad del señor alcalde.

-No -contestó éste-. Usted, don Santiago, es quien manda.

-Yo suplico. Y vámonos, caballeros, que hay media horita de sol hasta llegar al río.

Santiago me colocó al lado suyo en el lindísimo carruaje, cogió las riendas, fustigó la jaca y, respondiendo a los saludos del vecindario, salimos a la carretera y la seguimos deprisa.

Cuando llegamos al huerto vi, en lugar del molino, una hermosa casa.

-Eso ha mejorado, ¿no es verdad?

-¡Ya lo creo!

-Pues es de usted; es mi nuevo molino.

Y señalando hacia el fondo del paseo de entrada, me dijo:

-Allí me pegó usted.

-Lo siento.

-Y esta tarde me pegará usted otra vez. Llegaremos a una casa, al extremo del huerto, e inmediata a la iglesia.

Allí se detuvo el carruaje. La calle y la casa estaban llenas de gente que me saludaba, me estrujaba, me preguntaba por mi salud y por mi familia, y me ofrecía lumbre para el cigarro.

  —510→  

Por fin, una guapa moza, de aire resuelto, se me acercó con una copa de vino, y me dijo jacarandosamente:

-Yo soy servidora de usted, para lo que usted guste mandar.

-Muchas gracias; y yo de usted.

-¡Romualdo!

-¿Qué quiés, mujer? -respondió a lo lejos un mocetón.

-Pero, condenao, si tiés las jarras ahí mesmo, ¿por qué no les das a tóos?

-Venga, venga, señor alcalde, dijeron a Romualdo los concurrentes. Santiago llegó, me cogió del brazo y empezó a enseñarme la casa. Terminó la visita en el comedor, y allí nos esperaban los amigos de Valdezotes de Arriba, Romualdo, el párroco y otros personajes de Valdezotes de Abajo.

El almuerzo fue suculento.

Cuando concluyó, se presentó la mujer de Romualdo a servirnos el café y los licores, y Romualdo sirvió los cigarros.

Hablose de la cosecha, del regadío y de toros. Cuando ya la merma de la razón llevó a los comensales a hablar de política, me guió Santiago a su despacho, cerró la puerta de éste y la puerta de la habitación anterior; puso sobre la mesa una caja de buenos cigarros habanos; se sentó enfrente de mí; encendimos los puros, y suspirando fuertemente me dijo:

-Usted ha sido mi confesor, y tenía ansias de volver a confesarme.

-¿Para que le absuelva?

-Quizá.

Cuando, hace seis años, y después de pegarme, se marchó usted del molino, tuve intenciones de ahogarme en la presa. Pero llegó Remigia, esa hembra que nos ha servido el café, y que, según murmuran, es mi querida; y Remigia llevaba sobre el burro una fanega de trigo para moler, y en su cuerpo de ella muchas cosas bastante agradables. Además, Remigia era casada y podía proporcionarme el vengativo placer de aumentar el número de los maridos desgraciados. Y lo aumenté.

Cada sumisión que tuvo para mí Romualdo, el marido de Remigia, motivó una sumisión mía para el señor duque; y cada atención que me concedió el señor duque, aumentó mis atenciones para Romualdo.

  —511→  

A los cinco meses se me nombraba juez municipal; y como entonces hube de ir a la feria de Cañogroso de Arriba, aprendí allí lo que nunca he olvidado y me ha servido de mucho. Por aquel pueblo andaban separados, y con traza de no conocerse, un hombre y una mujer a quienes había visto aquí, en las mismas condiciones, tres meses antes. La mujer pedía limosna, ensalzando el Santísimo Nazareno de Cañogroso de Arriba, como había ensalzado la Virgen de la Vega, en Valdezotes de Abajo; allí, como aquí, alababa y adulaba a todos, y sacaba muy buenos dineros. El hombre, acompañándose con una guitarra, cantaba coplas insultando y escarneciendo a Cañogroso de Abajo, como aquí había insultado y escarnecido a Valdezotes de Arriba; así recogía mucho muchísimo. Quizá alguien amase más el dinero que las adulaciones de la mendiga; pero todos amaban, más que el dinero, aquel placer de oír al cantador injuriando a quienes eran casi sus convecinos, casi hermanos, y, por lo menos, amigos naturales y próximos. Y yo, desde que volví de mi viaje, me dediqué a adular a este Valdezotes de la Vega, y a molestar al Valdezotes de la Montaña, y como tenía más ilustración que estos zafios, fueron tan extraordinarias y oportunas mis adulaciones y mis insultos, que en las primeras elecciones me vi obligado a ser alcalde. El señor duque me nombró su apoderado general en este partido, y yo dejé a Romualdo encargado de la molienda y del huerto.

Dos años después hice a Romualdo concejal, y me sustituyó en la presidencia, porque yo abandoné la vara para quedarme con el arrendamiento de los Consumos, negocio que yo había preparado para mí. Desde entonces, fui claramente el cacique. Aprovechándome de una absurda ley que permitía el establecimiento de Juzgados de primera instancia en los pueblos que costeasen tal gasto, instalé aquí ese tribunal y una casa-cuartel para la Guardia civil, y una cárcel de partido. He hecho al juez, al alcalde y a los guardias cómoda la vida. Soy aquí el único representante de las casas comerciales, de las sociedades de seguros, de los editores, de los principales periódicos y de la explotación de monopolios. Muelo con una hermosa molinería austro-húngara, de cilindros de acero. Y no soy diputado provincial, porque en las pasadas elecciones trabajé, por orden del duque, a beneficio de un vejestorio, que, de puro agradecido, acaba de morirse para dejarme la vacante. Y aquí tiene usted mi historia desde que no nos vemos.

  —512→  

-Está bien.

-¿Quiere usted ser el diputado provincial?

-¿Yo?

-Ríndase usted a la realidad de la vida.

-Pero, ¿cuál es la realidad?

-Venga usted a vivir aquí, y escribirá esos libros que nadie compra, que nadie lee y que nadie aplaude. ¿Le molesta a usted que yo diga esto? Pues lo dice todo el mundo. Se le tolera a usted como a un loco pacífico; en cuanto pegue usted a un guardia, le encierran a usted.

-No pegaré a nadie.

-Pues le pegarán a usted hasta los chiquillos, don Silverio; usted no conoce el mundo. Venga usted a vivir conmigo, y ayúdeme usted en la tarea de ilustrarme.

-¿Puedo hablar?

-Estaba deseando que usted me interrumpiese para cerrar mi pico.

-Bueno, Santiago; allá va mi respuesta. Quizá usted me quiere porque le he zurrado. No se agravie usted; eso es condición de perros, de mujeres y de hombres débiles.

-Vamos adelante.

-No soy tan desgraciado que merezca la caridad de usted. Es cierto que no tengo salud, ni dinero, ni consideraciones ajenas. Es cierto que se me desprecia, que se me persigue. Pero todo esto me ocurre porque no adulo a ningún hombre ni escarnezco a su enemigo. Si tal hiciese, ganaría más que aquellos mendigos de Cañogroso, más que usted y más que muchos; me sobrarían esos bienes que emplean ustedes en tener comensales para lucir su mesa en banquetes que agradecen los estómagos, pero no los corazones; y me faltaría la unción con que saboreo mi pobreza, con que me duermo sin remordimientos y con que perdono las injurias que recibo. Usted me necesita -según lo dice- para instruirse. Pues bien: yo no puedo estar aquí, porque protestaría contra todos los atropellos cometidos por el caciquismo de usted, y nuestra situación sería absurda e insostenible. Pero, fuera de aquí, cuente usted con que le enseñe cuanto sé, si usted no lo sabe y quiere saberlo.

  —513→  

-Muchas gracias.

-A primera vista debe usted ser el agradecido; pero, bien mirado, el agradecido seré yo. Me explicaré. La ilustración que usted va adquiriendo rápidamente le sirve para aumentar y consolidar sus injusticias; y yo debiera negarme a enseñarle a usted. Eso hacen nuestros gobernantes cursis: si temen que yo use de la libertad y los contradiga, me suprimen hasta las ilusorias garantías constitucionales. Los grandes hombres de Estado jamás merman las libertades públicas, porque les orienta la libre y sincera expresión popular, y porque saben que los pueblos libres, como los hombres libres, son buenos, muy buenos, santos, verdaderos hijos de Dios. Lo que aprenda usted ahora, le sirve para ser un cacique; lo que aprenda usted mañana, le servirá para gobernar malamente una provincia, y acaso la nación; pero, si no se detiene usted en el estudio y sigue aprendiendo, sentirá usted nacer en sí los grandes ideales del amor humano; presumirá y comprobará las leyes de armonía del Universo: verá usted los errores de nuestra organización social; verá usted cómo se remedian imitando la sabiduría de Dios; y entonces no querrá usted ser gobernante, ni cacique, ni ladrón en ningún modo, ni asesino en ninguna manera, ni encubridor en ninguna forma; y saboreará usted con unción el hambre; dormirá usted sin remordimientos; perdonará las injurias que reciba, y vendrá usted a buscarme para...

-Para que nos lleven a un manicomio.

-¡Santiago!

-No nos entendemos. Está usted apasionado, y no halla usted nada útil en el caciquismo.

-¡Nada!

Aquí el juez, el cura, el médico, el guardia civil, el administrador de Correos, el medidor, y hasta la Santa Patrona, están a las órdenes de usted.

-Exacto.

-Porque usted les quita su empleo o les obliga a trasladarse.

-Efectivamente.

-Eso es una vergüenza para ellos.

-Es una condición del cargo; ya la conocían cuando empezaron a ejercer.

  —514→  

-Pero es una vergüenza que tratarán de quitarse.

-No pueden.

-¡Qué infamia!

-Muy agradable.

-No la envidio, porque cuanto más viva el malo más padece. Juro por Dios y por mi santa madre que no me cambiaría por los caciquillos que me persiguen, aunque entre ellos haya personajes muy envidiados por los tontos.

-Tampoco se cambiaría usted por mí.

-¿Por usted? ¡Pero si usted es el cacique más desdichado que hay en el mundo! Ha sufrido usted todas las amarguras del hombre de bien; y, cuando empezaba usted a conocer su oficio e iba usted a obtener las dulces recompensas que da la conciencia tranquila, se decide usted a ser malo y a emplear en lo malo todas las energías que empleó usted en lo bueno, y de los dos oficios sociales que son más perversos, el de anarquista y el de cacique, elige usted el que necesita mayor perversidad, y el que no tiene disculpa en usted.

-Ninguno la tendría.

-Ninguno, ante mí, que odio todas las maldades, pero no ante esa masa enorme de majaderos que hallan justificación a las pasiones. Ante ellos hubiera usted podido disculparse siendo anarquista.

-¿Por qué?

-Por herencia. Usted reniega de su padre y de usted renegarán sus hijos.

-¿Qué quiere usted decir con eso?

-Que prefiero suponer que a usted recién nacido le hallaron en medio de la calle, a suponer que usted sea hijo de aquella Rosario, víctima de un cacique y de aquel laborioso tabernero que, al morir víctima del caciquismo, en aquella cárcel inmunda, no pudo sospechar que a su hijo le avergonzarían por no defender la Patria y le avergonzarían por no defender la memoria de su padre.

Y como yo me levanté para salir, me dijo Santiago:

-Es verdad; pero no hay remedio. Aquí hay que ser víctima o ser verdugo.



  —515→  

ArribaAbajo La rendición de Santiago

Silverio Lanza, autor de esta obrita, murió en Salamanca, en una miserable casucha de la calle de Tentenecio. Tocábamos juntos en un café, y así nos ganábamos la vida; pero Silverio, sin familia, y encerrado en aquella ratonera, gastaba mucho, comía mal, y la tisis se apoderó de él.

Ya no pudo tocar la bandurria y pensó en irse al hospital para morir allí.

Vendió su escasa ropa y sus escasos muebles, para franquear las cartas que escribía pidiendo caridad. Muy pocas personas le contestaron, y éstas se limitaban a recriminarle.

Yo recordé a Santiago Albo y Mas, y sin consultar a Silverio, escribí a Valdezotes de Abajo. Días después, y al caer la tarde, se presentó en el zaquizamí una guapa señora vestida de riguroso luto. Sentí pasos en la escalera patibularia, e hice entrar a la señora en la buhardilla donde Silverio estaba flaco, lívido, tembloroso, esputando constantemente, febril, y sentado en una silla, porque había vendido el colchón del catre. La señora se sentó en el baúl y yo escuché en pie.

Dijo que era la señora de Albo; que su esposo era diputado y no podía venir por altas cuestiones de la política, y por la testamentaría del duque que había muerto dejando a don Santiago de albacea y a ella con un gran legado; que vivían con la duquesa que estaba muy malita del corazón, y que venía resuelta a llevarse a Silverio a Madrid.

-Para esa delicada comisión vale más una mujer. Además yo tenía deseos vivísimos de conocer a don Silverio.

-Muchas gracias.

  —516→  

Era ya la hora de irme al café, y dije que me marchaba, pero la señora quería trasladar en seguida a mi amigo y llevarle al hotel; y convinimos en que yo pediría permiso al amo, y me volvería.

Pero el amo me obligó a que ejecutase un par de números; y cuando volví me dijo la tripera que habitaba la planta baja:

-He sentido ruido arriba. ¿Está solo el señor Silverio?

-No, señora.

-Más vale así. Crea usted que me había asustado.

Silverio tenía lleno de color el rostro, sonreía alegremente. La señora también parecía agitada y satisfecha.

-¿He tardado? -pregunté.

-No.

-Y, ¿qué han decidido ustedes?

-Pues yo he decidido quedarme en casa; que acompañes a la señora al hotel para que descanse, y mañana saldremos.

Acompañé a la señora, y volví.

-¿Te ha dicho algo en el camino?

-Que tenías vida para mucho tiempo.

-¡Hubiera sido la primera mujer que me comprendiese! Échate en el catre y duerme con tranquilidad. Si te necesito, te llamaré.

Cuando desperté comprendí que yo había dormido mucho. Silverio daba largos y profundos ronquidos. Me levanté, entorné la ventana y miré al enfermo. Silverio estaba agonizando. Me acerqué a él, y me dijo lentamente y en voz muy baja:

-Abre bien, para que entre el sol, y me vea morir. Media hora después, me dijo:

-Págame el entierro como puedas, y no me dejes agradecido a ningún canalla.

Y así lo hice.

Pero antes leí el testamento.

«En el nombre de todas las autoridades, de todos los caciques, de todos los críticos, de mis consejeros oficiosos, de mis enemigos pagados, y,   —517→   además, en el nombre de Dios, mi particular maestro y camarada, digo que esta es mi voluntad para después de mi muerte.

»Si hubiese perseguido el bienestar de mi cuerpo, hubiera explotado las blancas, los naipes y las leyes. Siempre he aspirado a la inmortalidad; y, lógicamente, no quiero nada de lo que dan los mortales.

»Prohíbo solemnemente la impresión de mis manuscritos y la reproducción de mis obras impresas.

»Prohíbo que a costa de mi muerte se busque notoriedad, con entierros fastuosos, coronitas, veladas pseudo-literarias, necrologías mentirosas, declaraciones de paternidad predilecta o adoptiva, hecha por Ayuntamientos de brutos y de caciques; y menos que se dé mi nombre a calle nueva o que se sustituya con el mío otro que, por ignorancia de lo pasado, pueda ser ridículo al presente.

»Celebraré que mis herederos hagan polvo la herencia que les deje; y así quedará probado que yo les superaba en buen gobierno; y si nada les dejase, no lo tengan a mal, sino porque no quise ofenderles dándoles más de lo que me tenían dado.

»Si antes de morir yo, me hubiera algún extravagante prestado dinero para aliviarme el hambre o la desnudez, téngase por pagado con la notoriedad de la excepción y escarmiente para no prestar a los pobres, cuando son honrados, porque, al fin, el bueno no merece que le socorran, sino antes, que le paguen.

»Quiero que se lave mi cadáver, especialmente lo que de él haya de quedar cubierto, pues así me lavé en vida el cuerpo y el alma mirando más la satisfacción propia que el juicio del prójimo.

»Y basta de testamento, que, aun siendo para la eternidad, ha de ser breve en quien no tiene que reparar lo pasado, ni repara en lo futuro.

»Este mi testamento ha de cumplirlo mi amigo don J. B. A., quien puede no cumplirlo sin que yerre, pues si en mi vida pasó él por lo que yo hice, también es justo que en mi muerte, pase yo por lo que él haga.

»¡Adiós, y hasta luego!»

SILVERIO LANZA



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ArribaAbajo Filosofía descarnada2

Ya saben ustedes que si guardan sesenta kilogramos de difunto en un ataúd de zinc, llega un día que la carne ha desaparecido. ¿Quién se ha comido al muerto? Preciso es confesar que el muerto se ha comido a sí mismo a fuerza de discurrir.

Y, ¿qué discurren los muertos?

Como la vida nerviosa subiste después que termina la vida muscular claro es que el muerto se apercibe de que le tocan, y oye lo que se dice a su lado. Y después... nada nuevo: algún ruido de trepidación, y a comerse hasta los tobillos discurriendo.

Olvidaba decir a ustedes que todas las leyes (sabias) tienen su verificación experimental, y no le falta ésta a mi ley de la autofagia de ultratumba. En efecto, ni la santidad ni la perversidad, ni las enfermedades ni la robustez determinan la consunción del cadáver. En cambio, vengo observando que al destapar el ataúd de un tonto aparece intacto el muerto: el pobrecito siguió sin discurrir.



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ArribaAve, César: tu víctima te saluda

Al terminar el alquiler de la sepultura de Silverio, no pude renovarlo, y sólo obtuve la gracia de presenciar la exhumación.

Al abrir el ataúd, cayó un papel que yo había colocado y donde aún podía leerse:

Este es SilLanza,
que vivió penido
por la Enviy por la Soberbia.
Hasta el últmomento
pensaba ena los caciques
y a sus mujer

Me extrañó que el papel estuviese roto, y me fijé en la actitud del esqueleto. Silverio se había movido.

El antebrazo derecho aparecía flexionado hacia su brazo, y entre ellos estaban los huesos de la mano izquierda.

Pero nunca supe si aquel era su último saludo a los caciques de los vivos o su primer saludo a los caciques de los muertos.

¿Quién, con mayor poder, se atreve a tanto como se atrevía, vivo o muerto, el infeliz Silverio Lanza?

J. B. A.