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III

Cuando Luis acabó de almorzar se fue a la agencia de mensajeros, escribió en un pliego de papel: ¿Cómo está Águeda? y mandó la carta a Mari Antonia, encargando al lacayo que dejase la contestación en la portería del Liceo.

  —135→  

Y así, cuando salió de la cátedra, leyó la respuesta que decía concisamente: «Mejor».

-Está bien -se dijo-; después iré.

Al abrir la puerta, Mari Antonia se le abrazó, sollozando, y diciendo en voz baja:

-¡Ay, señorito, está muy malita!

-¿Desde cuándo?

-Desde ayer noche.

-¿Pues no decía la carta?...

-Es que ella me obligó.

-Pero, ¿qué tiene?

-El médico me dice que no es nada, que no se fatigue y que no coma.

-Y dice bien.

-Pase usted.

-¿Sabe que soy yo?

-No, señor; está durmiendo.

-Pues no metamos ruido.

Y ambos entraron en la alcoba, y se acercaron a la cama donde Águeda dormía tranquilamente.

-Siéntese usted aquí, señorito, al lado de la cabecera.

-¿Y usted?

-Yo estoy bien en cualquier sitio.

Sobre el tocador de Águeda, colocado en el gabinete, había una lamparita, cuya bomba de color de rosa modificaba la rojiza luz de la velilla que flotaba sobre el aceite.

Aquella semi-oscuridad obligaba a fijar la vista en los objetos, y gustole a Luis que no fuesen diferentes la cama de Águeda y la de su madre, y se recreó contemplando aquellos muebles nuevos, sencillos, limpios y cómodos. Y con esto estaba ocupado cuando Mari Antonia le dijo:

-¡Ay!, señorito: estoy muy apurada.

-¿Por qué?

-¿Se morirá?

-No diga usted disparates.

  —136→  

-Es que no sabe usted lo que piensa una madre cuando ha criado un hijo. Usted no sabe el pío que la señora tenía cuando estaba usted enfermo. Y ahora lo tengo yo con esta hija mía.

-Pues no se apure usted.

-En fin... Ya veremos... Pero yo me moría enseguida... Porque si usted supiera los sacrificios que llevo hechos por ella...; y cuando la ve una tan hermosa. Ahí tiene usted delante a lo que ha venido a parar aquella rapazuela con quien usted jugaba. Mire usted qué mocetona se ha hecho. ¡Y si viera usted qué sana y qué fresca está! En fin, señorito, que no es para dicho, porque yo algunas veces me pongo a mirarla de arriba a abajo, como en otros tiempos, y no he visto una mujer más hermosa.

-Sí que lo es.

-Por eso estoy que se me puede ahogar con un cabello.

-Esto no será nada.

-¿Quiere usted tomarle el pulso?

Se levantó Luis, y hallose con que Águeda descansaba su mano sobre el pecho, y tras aquel redondo carpo fuese la mano de Noisse. Tropezaron sus dedos, o la imaginación fingió el contacto, pero ello fue que todo el cuerpo de Luis sintió una sacudida nerviosa producida por el sentimiento humano más fatal y menos explotado con sabia razón por todas las filosofías políticas y religiosas.

Pero cualquier capitán de artillería es siempre honrado y valiente, y Luis pensó en dominarse, y tuvo valor para conseguirlo. Llevó suavemente la mano de Águeda hasta el borde de la cama, y empezó a contar las pulsaciones.

-Tiene calentura -dijo, sentándose.

Y se engañó, porque era Luis quien estaba calenturiento.

-Cuando le digo que me tiene asustada.

-Quizá durmiendo se ponga bien.

-Pues ya lleva buen rato.

-Mejor.

-Quisiera ir por la medicina. Usted no se marchará tan pronto.

-Y me quedaré toda la noche, si hago falta.

  —137→  

-¡Ojalá no!

-¡Ojalá!

-Pues entonces me voy con la receta y un frasquito.

-Aquí aguardo.

-No tiene usted que molestarse, porque yo misma abriré la puerta cuando vuelva.

Se convenció Luis de que Mari Antonia había salido, y se puso en pie silenciosamente.

Los cabellos, unidos hasta que llegaban a la nuca, se esparcían después cubriendo el lecho, trepaban unos sobre los hombros de Águeda; se escondían otros bajo el embozo, y no faltaban los que seguían en línea recta como para marcar la extraordinaria longitud de aquellas negras fibras gruesas y suaves que proclamaban el vigor del cuerpo que las había producido. La hueca chambra ocultaba los contornos del busto, y la elevada colcha delataba los del resto del cuerpo. La diminuta oreja parecía un rojo alelí de sedosos pétalos, y la entreabierta boca daba enojos al aire que no gustaba de entrar en tan augusto templo por puerta tan pequeñita.

Quedáronse en tanto desorden los dedos de la movida mano, que Luis creyó que se le quejaban por haberlos abandonado con poca compostura, y hubieron de moverle a compasión, porque el capitán los fue reuniendo con el mayor mimo; hizo girar las falanges para que las rosadas uñas llegasen a la palma de la mano, y como los dedos así colocados, con el regordete pulgar encima, formasen un pocito, viniéronle al capitán vehementes deseos de llenarlo de besos, aunque para dejarlo colmado fuese necesario emplear largo rato en la faena. Y cuando se puso a realizar su intento y acercaba su boca a la manita, sucedió que el bigote de Luis llegó antes que los labios, y Águeda se despertó súbitamente.

Sentose Noisse con viveza, y cuando la enferma dijo:

-Madre.

-¿Qué? -contestó Luis en voz baja.

-No ha venido mi moreno.

-¿Quién? -preguntó el capitán levantándose.

Viole Águeda, y, procurando ocultarse tras el embozo, dijo:

  —138→  

-¡Ah!, ¿es usted?

-¿Cómo te encuentras?

-Ya estoy buena.

-Antes tenías fiebre.

-¿Lleva usted aquí mucho rato?

-Un cuarto de hora.

-¿Y mi madre?

-Ha salido para comprar una medicina.

-Me encuentro perfectamente.

-¿De veras?

-De veras.

-Mira que hemos prometido decirnos siempre la verdad.

-La verdad digo.

-Y, ¿quién es tu moreno?

-Ahora me callo.

-Pues te quedas sin saber quién es mi morena.

-Ya me lo dirá usted.

-Yo, no.

-Prometió usted no tener secretos para mí.

-Y tú lo prometiste.

-Y lo cumpliré.

-Y yo.

-Usted primero.

-¿Quieres que te diga quién es la morena mía de mi alma?

-Sí.

-Pues te lo diré al oído.

Y no se lo dijo, porque Luis acercó su boca a la orejita, y adelantó tanto los labios que éstos llegaron antes que el bigote.

La doncella no le rechazó; pero sus ojos se llenaron de lágrimas, y empezó a sollozar.

-No llores, vida mía, porque me estás haciendo muy desgraciado.

-No, señor; es que usted no debe quererme, ni yo debo consentirlo.

-Es que yo necesito cariño para vivir, y no tengo el cariño que merezco;   —139→   es que la fatalidad me ha llevado a donde yo no debía estar; es que siento que voy a morirme, y lucho porque no quiero morir. Necesito emplear en alguien todas las ternuras de mi corazón, y necesito que alguien me ampare con sus mimos y con sus consuelos. No llores, alma de mi alma. Ya sé, chacha mía, que soy tu moreno; tu moreno que te va a querer con todos sus sentidos. Pero, no llores... Mira, yo seré muy bueno. Yo no quiero de ti nada que pueda deshonrarte, porque me contento con una cariñosa mirada de tus ojos, una caricia de tus manitas y un besito de tu boca...

-¿Siempre?

-Eternamente, vida mía, eternamente.

-Y yo seré...

-Tú serás mi morena. ¿Quieres ser la morenita mía? Di que me quieres un poco.

-Un poco, no.

-¿Me quieres mucho?

-Muchísimo.

Sujetó Luis con sus manos el hermoso rostro de Águeda, y, como oyese que llegaba Mari Antonia, se retiró rápidamente.

-A mi madre, ni una palabra.

-Ni una.

Y poco después se despidió Luis prometiendo volver al día siguiente. Y cuando se halló en su despacho, delante del programa que preparaba a sus alumnos, decía Noisse:

-Este es un ejemplo del error en que vivimos. Aprendernos lo que hemos de olvidar e ignoramos lo que debíamos aprender.




IV

El jarrón era una joya artística. Había estado expuesto en la sala central de la última exposición, y Flórez dijo en el Diario de las Artes: «Para emplear dignamente tan preciosa obra sería preciso guardar dentro de ella el corazón del artista que la ha creado».

  —140→  

Luis lo compró, y el día del santo de Marcela, el 16 de enero, apareció aquel premio de honor en la sala del hotel.

Marcela agradeció el obsequio, diciendo:

-¡Qué locura! Te habrá costado un dineral.

-¿Cuánto?

-Quizá quinientas pesetas.

-Y el traerlo.

Luis compadeció a su mujer y al insigne escultor.

El almuerzo fue triste porque no hubo convidados. A las cinco de la tarde llegó la marquesa al hotel; halló que el jarrón era estrecho, y deploró que no fuese de porcelana. La vieja aristócrata regaló a Marcela un rosario traído de Palestina.

-Mucho se lo agradezco a usted, porque lo natural es que los regalos de hoy sean solamente para mí.

Luis comprendió la indirecta. Por lo visto, Marcela no apreciaba aquella casa como propiedad y recreo de la esposa, y prefería que la regalasen algo que se pudiese guardar en un rincón del baúl. En resumen, lo que desea la manceba que no tiene nido, porque en llegando a tenerlo, hasta ella misma se sacrifica por su casita.

Cuando la marquesa se despidió, Marcela, con afectada indiferencia, preguntó a su tía:

-¿Y el sermón?

-Será mañana.

-¿El mismo sacerdote?

-El mismo.

Esto debe ser algún misterio estúpido, pensó Luis.

Tan triste como el almuerzo fue la comida; y, terminada ésta, Brether se marchó al casino; y Luis, a casa de Águeda.

El hogar donde se deposita el calor de los afectos, y el hogar donde arde la leña son extraordinariamente fríos cuando no funcionan.

Los brazos de la mujer, si no abrazan, parece que empujan.

  —141→  

La paz del hogar y la paz de las naciones se logran después de muchas batallas.

Despreciar no es vencer, y muchas veces es huir.

La mujer es el fin del hombre, y éste el medio de aquella. A quien no oye, es una necedad gritarle que está sordo.

A las diez de la noche dormía Marcela: porque el sueño es el único compañero fiel de los tontos.

-Mi capitán.

-¿Qué hay?

-El ordenanza de arriba ha bajado el recado de que subiese usted al despacho del señor director.

-Está bien.

«¿Qué me querrá decir ese bizarro oficinista?»

-¿Da Vuestra Excelencia su permiso?

-Adelante. ¿Es usted, caballero Noisse?

-A las órdenes de Vuestra Excelencia.

-Suprima usted el tratamiento, y siéntese usted aquí enfrente.

-Mil gracias, mi general.

-Tengo una noticia para usted.

-Usted dirá.

-Mañana saldrá usted de Granburgo.

-¿Que yo saldré mañana?

-Va usted a Fleuri.

-¿Por mucho tiempo?

-Cuatro o cinco meses, o más.

-Eso no es posible.

-Usted irá donde le manden.

-Perdone Vuestra Excelencia.

-Nada de tratamiento.

  —142→  

-Pues si Vuestra Excelencia me habla como amigo...

-Como amigo.

-Le diré que no voy a Fleuri.

-Pues irá usted.

-¿A qué?

-A inspeccionar la fabricación de cartuchos.

-Pero, ¿no está allí el coronel Manchón?

-Allí está.

-¿Y va un capitán a inspeccionar los trabajos de un coronel?

-Usted irá allí, como pudiera ir a otra parte.

-De modo, que el objeto es que yo salga de Granburgo. Voy comprendiendo.

-Me alegro de que usted comprenda, porque me evita explicaciones que molestarían a usted.

-¿A mí? Está usted equivocado.

-Todos hemos sido jóvenes, y hemos hecho ciertas locuras.

-Eso lo dice mi mujer.

-No he tenido la satisfacción de hablar con su esposa, y señora mía.

-Pues la marquesa.

-Eso es diferente.

-Y la marquesa dirá que tengo amores con una bailarina.

-Con una sirvienta.

-¡Una sirvienta!

-Clarita.

-¡Qué infamia!

-Caballero Noisse, estamos refiriéndonos a la señora Marquesa de L'Or.

-Por eso el error se convierte en infamia; porque esa señora tiene obligación de no desacreditarme.

-Pero usted olvida que soy yo la persona a quien la marquesa ha hecho tal confianza.

-Pues usted no merece que se le engañe como a una mujerzuela.

-Repita usted esas palabras.

  —143→  

-Estoy dispuesto a repetirlas. Se trata de un chisme necio y grosero, y la marquesa debía respetar sus canas de usted y la seriedad mía.

-No quiero insistir; pero saldrá usted de Granburgo.

-Está usted equivocado, porque si recibo esa orden entenderé que no cumplo mis deberes de profesor, y presentaré la dimisión de mi cargo, y pediré mi licencia absoluta.

-Usted no hará eso.

-¡Vaya si lo haré!

-¡Caballero oficial!

-A la orden de Vuestra Excelencia.

-Salga usted inmediatamente.

Luis se fue a casa de la marquesa. La señora no estaba; pero el capitán se decidió a esperarla, y pasó al gabinete de las primas de Marcela. Aurora distribuía los billetes de una rifa, consultando la lista de los aristócratas inútiles que tenían dinero, y Matilde señalaba en las hojas de un almanaque los días en que le correspondía usar de su abono al teatro de la ópera.

-¡Qué milagro!

-¡Tú por aquí!

-Me han dicho que vuestra mamá no estaba en casa.

-Eres muy fino; empiezas advirtiéndonos que no nos buscabas.

-Es que yo...

-Eres un chuletín.

-¿Qué quiere decir esa palabra?

-Pero, ¿dónde te metes que no lo sabes?

-Pues no lo sé.

-De la última zarzuela que se ha estrenado en la Corte de Amor.

-Creí que a ese teatro asistía un público poco selecto.

-Qué quieres; las costumbres democráticas nos van igualando.

-Os van descendiendo.

-Peor hacen los maridos que se enredan con sus criadas.

-Peor hacen.

-Y abandonan a sus esposas.

-¿Volverá pronto vuestra mamá?

  —144→  

-¿Tienes interés en verla?

-Traigo un encargo urgente...

-¿Y reservado?

-Y reservado.

-Pues en la catedral estará durmiendo. Ya verás el coche a la puerta.

-Muchas gracias, y adiós.

-Adiós, Luis.

-Adiós, Matilde.

-¡Chuletín!

-Adiós, Aurora.

La marquesa estaba en casa de Luis celebrando una conferencia importante con Marcela y con don Cristóbal. Este decía:

-Y, sobre todo, peor es que se marche con ella, porque entonces nos quedaremos a oscuras.

-Sería una iniquidad.

-Pero tiene razón tu padre.

-Y tanta. Ya veis lo que estoy haciendo. Desde que la Clarita se marchó de casa, y me contaste tus sospechas, no la he perdido de vista; pero si se larga a Fleuri con tu esposo, échale un galgo.

-Dichosa mujer.

-Afortunadamente, tu padre la espía.

-Pero esta hija mía no sabe lo que es el mundo, y cree que las gentes hablan si no se las unta.

-¿Te parece poco lo que llevas gastado?

-Ya sé que no es poco; pero más gastarías en averiguar lo que ocurre en Fleuri.

-Tu padre tiene razón.

-Hoy te he pedido doscientas pesetas, y no me las has dado.

-Te las daré.

-Ya verás como te traigo alguna noticia importante. De todos modos, creo que es una locura que Luis salga de Granburgo.

  —145→  

-Creo lo mismo.

-Pues dígale usted al general que no dé la orden.

-Esta noche se lo diré a la generala.

-¿Es hoy día de reunión?

-No, pero Avelina va todas las noches, porque Clay la está enseñando a jugar al ajedrez.

-Mejor sería decírselo al general.

-Si no sale casi nunca. Y, sobre todo, él hará lo que su esposa le mande.

Y así fue.




V

Antes que llegase el viernes, ya habían acordado que la fiesta se celebraría el domingo, con objeto de que Luis no tuviese que disculpar su ausencia del Liceo. Pero en Granburgo no se trabaja los domingos, y están cerradas las tiendas desde que las señoras católicas dejaron de mezclarse en estos asuntos, porque bueno es saber que las tales señoras eran las primeras en enviar a sus criados, durante los días festivos, en busca de los artículos que ellas necesitaban, y así, quedaba la tienda cerrada para el público y abierta para la señora católica, que si pedía públicamente el descanso dominical, lo hacía para mayor gloria suya, sin que le importara una higa de la gloria de Dios y de la salud del tendero.

Y como en Granburgo están cerradas las tiendas en días de fiesta, empleó Luis la noche del sábado en visitar varios establecimientos y la casa Petit, Gros, Brun et Compagnie, que tenía el privilegio exclusivo para la venta de los hermosos pianos construidos en el norte del continente.

Llegó el domingo, y, cuando Luis salió de su casa, dijo a Bautista:

-Quizá no venga a almorzar ni a comer.

Y siguiendo hasta la esquina, montó en el tranvía que baja por el boulevard de los Álamos, se apeó en la plaza Imperial, pasó el puente de Juarro, y llamaba a la puerta de la habitación de Águeda, cuando el cañón,   —146→   colocado en la azotea del palacio del emperador, indicaba a su augusto dueño que eran las once, porque en aquellos tiempos todo en Granburgo se hacía a cañonazos.

Abrió la puerta Mari Antonia.

-¡Ay!, señorito, para ustedes es lo bueno, y para mí lo malo.

-Pues, ¿qué pasa?

-Si le parece a usted poco. Estamos a cinco de febrero, en pleno verano, y con el calorcito que hace...

-Ese lo sufrimos todos.

-Pero yo estoy metida en la cocina desde las siete de la mañana.

-Mal hecho.

-Muchas gracias.

-No vale incomodarse. ¿Y Águeda?

-Concluyendo de vestirse. Pero no entre usted en la sala; venga usted conmigo, y verá usted qué almuerzo estoy preparando.

-Vamos allá.

-No, no; que hay una sorpresa: no me acordaba.

-Pues me la llevo ahora.

-No está concluida.

-No importa.

-A la sala, señorito; a la sala. Águeda, toca la marcha de honor, que ha venido el rey de esta casa.

-¡Que no pase!

-Pues me sentaré en el pasillo.

-A la cocina no venga usted, por amor de Dios.

-Y a la sala no me dejan pasar...

-Es un instante.

-Me voy de paseo.

-¡A que no!

-Oye, tú, ¿no me crees capaz?...

-¡A que no!

-Mira que se marcha.

-¿De veras?

  —147→  

-Y tan de veras.

Asomó Águeda su cabeza por la puerta de la alcoba, y dijo con inquietud:

-¡Luis!

-Dios te lo pague; ya he conseguido que me llames como yo quiero.

-Pues no debe hacerlo.

-Ha sido una errata.

-Si te arrepientes no te lo agradezco.

-Pues hará mal...

-Hará muy bien.

-¿Es gusto de usted?

-Que sí.

-Pues, hija, bien hecho está.

-Pero, ¿te has vestido o no?

-Sí estoy vestida, pero no he acabado de preparar una cosa.

-¿Otro secreto como el de tu madre?

-No, señor; es que estoy poniendo la mesa.

-Pues yo te ayudaré.

-Pero entonces no hará efecto.

-¿Y me vais a tener en el pasillo?

-Un minuto nada más.

-Pero si estás vestida, ¿por qué no sales?

-Es que tengo las manos ocupadas.

-Pues despacha pronto.

-En seguida.

-Oye.

-Es un minuto.

-Que los tengas muy felices.

-Muchas gracias.

-Oye.

-Que no voy a concluir.

Sonó el timbre de la entrada. Abrió Mari Antonia la puerta, y el recién llegado dijo:

  —148→  

-Traemos el piano para la señorita.

-Aquí no.

-Aquí es -dijo Luis-. Que pasen.

Y fue hacia la puerta, pero, al oír que Águeda le seguía, volviose rápidamente, y se halló enfrente de la hermosa morena.

-¿Qué traen?

-No es para ti.

-¡Si es un piano!

-Pues por eso.

-Yo quiero pasar.

-Ahora te estás en el pasillo tanto tiempo como el que tú me has tenido.

-¡Rencoroso!

-O me pagas el portazgo.

-¿Cómo?

-Con un beso.

-Que está mi madre ahí.

-Tu madre ya está en el portal.

-¿Uno solamente?

-De uno en adelante.

-Uno.

-Me conformo.

-Ya está aquí.

-Pero, ¿qué haces que no vienes?

-Si no me dejan pasar.

-Es precioso. Lo he visto desde arriba hasta abajo.

-¿De veras?

-Déjela usted pasar, señorito.

-La tenía castigada, pero la perdono.

-¿Y traes los tiestos en las manos?

-Tenga usted.

-Dámelos, porque si me rompes uno te rompo un hueso.

Cuando Águeda salió al descansillo ya estaba el piano en la mitad de   —149→   la escalera, y, al verlo, miró Águeda a Luis con una mirada tan cariñosa que Luis se creyó espléndidamente recompensado.

Se colocó en el gabinete el lujoso mueble, se convino en que era preciso echar pronto de la casa el piano alquilado, y empleose largo rato en contemplar las artísticas incrustaciones hechas con madera de arce que brillaba como nácar.

-Hay que estrenarlo -dijo Mari Antonia.

-Y, ¿con qué?

-Merece que se piense.

-El «Apunte de David Hartz».

-Es triste.

-«La vuelta del vencedor».

-Déjate de himnos.

-Pues ustedes dirán.

-Propongo lo siguiente: Águeda toca un mi, y yo un si.

-Y yo, el sol -añadió Mari Antonia.

-Tocar es.

-No se toca nada, porque yo concluyo en seguida en la cocina, y tú pon la mesa.

-Ya sólo faltan los tiestos.

-Dile al señorito qué tiestos son esos.

-¿Los que traía esta en las manos?

-Los mismos. No los vendo por un millón. Son dos plantas de pensamientos, y las dos han nacido y se han criado al lado del sepulcro de la señora, que en paz descanse.

-Dios se lo pague a usted.

-Y hemos ido nosotras a regarlos y a cuidarlos; y si el día de Difuntos no los vio usted es porque los quité para que no se los llevase quien no los había puesto.

-¡Pobre madre!

-Y los he traído para ponerlos en la mesa, porque yo soy una pobre, y no puedo hacer otra cosa para que le sirva a usted de recuerdo.

-Pero, ¿va usted a llorar, Mari Antonia?

  —150→  

-No, señor; porque hoy es día de alegría; pero le queremos a usted muchísimo.

-Y yo a ustedes, pero no vale llorar.

-No, señor; me voy a la cocina y se me pasa.

-Pero antes de irse voy a enseñarle otra sorpresa.

-¡Otra!

-¡A ver, a ver!

Era un estuche pequeñito, que Luis tardó en abrir para aumentar la curiosidad de las dos mujeres, y, cuando se levantó la tapa, saltó un hilo de oro que estaba arrollado, y quedó extendido y sujeto a la cajita por un grueso brillante. Iluminose de alegría el rostro de Águeda, porque era aquella joya de uso exclusivo de las aristócratas de la corte, y Mari Antonia comenzó a deshacer el peinado de su hija para que aquel hilo se enroscara a la suelta cabellera, que comenzó a caer sobre la blanca bata.

-Han llamado.

-Tienen que traer botellas y postres.

-Allá voy.

Y cuando estuvo Águeda aún más hermosa, la llevó Luis al piano, y la dijo:

-Toca «Il Baccio». Esa música es tan eterna y tan amable como su nombre.

Trinaban los pájaros acompañando la dulcísima melodía de aquel vals; corría Mari Antonia de la cocina a la sala haciendo sonar la vajilla y las botellas; venía del río una brisa que dulcificaba el calor estival, y entraba en la habitación después de perfumarse en las macetas de las ventanas; todo era paz y amor; y Luis no se acordó de su mujer, y fue completamente dichoso. Marcela lloraba encerrada en su tocador.

¡Pobre Marcela!

¡Desgraciados los que pretenden convertir este valle de lágrimas en guarida de chacales!, los que gobiernan por el espanto y educan por el temor; los que moralizan con el patíbulo, y cuantos pretenden domar al hombre   —151→   por medio del freno y de las espuelas; porque el ser humano tiene conciencia de su desventura, que grande lo es el desconocimiento absoluto de lo futuro; y en tan horrible desgracia sólo seduce el consuelo, y se ama al Dios que es infinitamente bueno y misericordioso, y se ama a los hombres que procuran imitar a Dios.

-¡A la mesa!, ¡a la mesa!

-¿Está preparado el café?

-¡Ya lo creo!

-Y, ¿cómo nos sentamos?

-Dos a un lado, y uno al otro.

-Pues no está bien. Cada cual a un costado y el señorito entre nosotras dos.

-¿Qué señorito?

-El señorito Luis.

-¡Que me marcho!

-Pues bien: usted.

-Y, ¿quién soy yo?

-Luis.

-Acabáramos.

-Pero, hija, así no puede ser, porque no queda sitio para colocar tantas cosas.

-Tiene razón tu madre.

-Ustedes se sientan ahí, y yo, como tendré que levantarme, me sentaré aquí.

-Perfectamente. Lo natural es que yo te dé la derecha.

-No, señor; porque la mujer es un cero.

-Y yo resultaría un cero a la izquierda.

-No es por eso; es que poniéndose usted a mi derecha...

-Seré diez veces mayor. Tiene gracia.

-¿Acabamos?

-Ya está el punto discutido.

  —152→  

-Gracias a Dios.

-Vaya una aceituna; ¿por qué plato empezamos, Mari Antonia?

-Hay potaje, ¿lo traigo?

-Estará muy caliente; lo perdono.

-Y yo también.

-¡Que está hecho con mariscos!

-Entonces venga. Llévese usted una anchoa en la boca, y traiga usted la sopera.

-Allá voy.

-¿Estás contenta?

-Te quiero muchísimo.

-Y yo te idolatro. Me debes un beso.

-¿Cuál?

-Uno.

-Ya lo pagué.

-Pero si esas cuentas nunca se saldan.

-¡Y que no huele bien!

-Es verdad.

-Para mí dos cucharadas solamente.

-¿No tiene usted apetito?

-Es que me reservo. Porque supongo que esto será un festín.

-Desde las siete de la mañana estoy en la cocina.

-Y yo.

-Lo que has hecho ha sido acicalarte.

-Muchas gracias, ¿y aquéllo?

-Tienes razón; no me acordaba.

-Pero, ¿qué es aquéllo?

-Ya lo verá usted.

-¿Una sorpresa?

-Sí, señor.

-Pues yo guardo otra.

-Dígala usted, señorito.

-Ya llegará la ocasión.

  —153→  

-Ahora.

-¡Dios mío!

-¿Qué pasa?

-Que no he abierto las ostras.

-Me había asustado.

-Si estoy atontada.

-No hay que apurarse. Aún vendrán a tiempo.

-Pero tardaré en abrirlas.

-Tráelas aquí, y entre las dos despachamos en seguida.

-Y yo también ayudaré.

-Se va usted a manchar.

-Si acaso el pantalón, porque me voy a quitar el chaleco.

-Bien hecho.

-Voy por ellas. Ya he cometido la primera equivocación.

-No se preocupe usted, Mari Antonia.

-En fin, paciencia.

-¡Lástima de camisa!

-¿Por qué?

-Porque está quemada esa manga.

-Es verdad.

-Mala planchadora debe ser.

-Plancha la primera doncella.

-Pero no será su oficio.

-Dice que sale más barato.

-¿Y, qué sueldo le da?

-Cuarenta pesetas, pero es muy fea.

-Y, ¿qué ventajas tienen las feas?

-Vayan ustedes abriéndolas.

-¿Ya están aquí?

-Voy por aquellos cuchillos, que son más fuertes.

-Conque, ¿qué mérito tienen las feas?

-Pues... que planchan mal.

-Pero, ¿las abren ustedes o yo?

  —154→  

-Venga un cuchillo.

-Y otro para mí.

-¡Ajá! -dijo Luis-; entre las dos no abren ustedes tantas como yo.

-Es que se resbala el cuchillo y no acierto.

-Porque no tienes costumbre.

-¡Aja!; otra.

-¡Ay!

-¿Te has cortado?

-No es nada.

-¡Si echas sangre!

-¿Tiene usted tafetán, Mari Antonia?

-En el armario. Voy por él.

-¡Si no es nada!

-Y traeré un trapito.

-Déjame que te cure.

-¿Qué vas a hacer?

-Déjame.

Sujetó Luis la mano herida, acercola a su boca, y con los labios recogió la sangre que brotaba de la cortadura.

Púsose el rostro de Águeda tan rojo como la sangre de su cuerpo, y exclamó:

-Suelta, suelta.

-Toda tu sangre es para mí.

-Ni yo te la niego. Haz lo que quieras.

-Y gracias a que no entró la punta. Aquí está el tafetán. Ya no sale nada.

-Como que no valía la pena.

-De todos modos, ponte el tafetán, chiquilla.

-¡Ay, señorito!, ¿será esto de mal agüero?

-No lo crea usted, Mari Antonia. La desgracia llega siempre sin avisar.

-Ya está curado.

-Pues, ¡viva la alegría! Eche usted vino y bebamos esta primera copa, pidiendo a Dios que nunca nos separe.

  —155→  

-Bien dicho.

-¡Venga! ¡venga!

-¡Arriba!

-¡Arriba!

-¡Buen vino!

-Pero es muy fuerte.

-Así debe ser la amistad.

Se sirvió un asado con salsa a la emperatriz, y después un frito, y después... y después... y después...; y nunca cesaba Mari Antonia de traer de la cocina nuevos platos.

La corbata de Luis quedó sobre el chaleco; y Águeda se ahogaba y tuvo que quitarse el corsé.

Cada guiso requería un vino diferente, y el suelo iba llenándose de botellas empezadas.

Las mujeres no se comprometían a traer el helado por miedo a romperlo, y Luis se fue a la cocina, seguido de Águeda y de Mari Antonia. El helado tenía la forma de un cañón, y mereció bravos y aplausos. Destaparon sobre la artesana la primera botella de champagne; y, cuando apuraban el montaje, ya no era suficiente el frío del helado para compensar el calor producido por el vino espumoso. Se dejaron los fiambres para otra ocasión, y se acordó tomar el café en el gabinete. Águeda se sentó al piano, y empezó a tocar la «Retreta, de Weyler». Aquellos marciales sonidos enardecían los excitados ánimos, y se caían las copas porque las manos no estaban ágiles para cogerlas, y los pájaros se despedían del sol, que empezaba a ponerse, enviándole las buenas noches desde el palito elegido para sujetar en él las patitas, y dormir con la pintada cabecita escondida debajo de un ala. Llegaba por la solitaria calle el ruido que producía el río en su rápida marcha, y el rumor que producía el Granburgo desocupado que se agolpaba en las galerías del palacio imperial para dar entre luces e instantáneas su cotidiano paseo antes de esparcirse por los restaurantes y los teatros.

Y a la retreta siguió la sonata en la de Bornas, y a la sonata el último nocturno de Zounoir, todo ello interrumpido por los sorbos de licor y las miradas de Luis.

  —156→  

Y anochecía cuando Águeda echó de menos a su madre.

-¿Dónde estará?

-Hace rato que no la veo.

-Voy a buscarla.

-Iremos los dos.

Era preciso caminar con tiento, porque las habitaciones interiores estaban a oscuras.

Luis abrazaba a la hermosa morena, sujetándola por el talle, y así dieron un paseo por la casa, hasta que hallaron a Mari Antonia echada sobre la cama.

-¿Se habrá puesto enferma?

-Déjala dormir, que es lo que necesita.

-¿Y si está grave?

-Escucharemos un rato, y oiremos si respira bien.

Luis se sentó sobre la otra cama, y colocó a Águeda delante de él, sujetándola con las piernas, mientras sus manos jugaban con la sedosa cabellera.

-Tengo miedo de que se haya puesto enferma.

-Creo que no; pero pronto nos convenceremos.

-Parece que duerme perfectamente.

-Estará levantada desde muy temprano. -En cuanto amanece, ya está de pie.

-Y además, el trajín de hoy.

-No ha descansado.

-Y la digestión.

-Y el vino.

-También.

-No está acostumbrada...

-No le hará daño.

-Hemos bebido mucho.

-¿También estás borrachina?

-No; pero no estoy bien.

-No te pongas enferma, gloria mía.

  —157→  

-Si me muriese.

-No hables de eso.

-Pero, contéstame.

-Si no has preguntado.

-¿Qué harías si me muriese?

-Lo mismo que me prometiste hacer conmigo. Ir a buscarte.

-De veras, ¿me quieres mucho?

-No he de quererte, si siempre te he querido.

-¿Siempre?

-Recuerdas cuando eras pequeñita y corrías por casa, ¿quién te hacía juguetes? Pues era yo. Y yo era quien te defendía cuando te regañaban. Y después llegaba la noche, y a mi cielito la acostaban, y yo te quitaba los zapatitos y las mediecitas, y te daba muchos besos en los piececitos que tenían unos deditos diminutos. Y por la mañana llegaba yo a tu camita, y te sacaba vestida con un camisín, y te besaba en ese cuello, que lo tenías muy gordito, en este cuello, ¿ves?, en este mismo en que te estoy besando.

[...]

Apoyó Águeda su frente sobre el hombro de Luis, y después, con excepción de dos respiraciones jadeantes, sólo se oían en aquella casa a Mari Antonia que roncaba en la alcoba, y a un grillo que cantaba en la calle, y que era el único ser que en Granburgo cumplía sus deberes con inteligencia y con fidelidad.





  —158→  

ArribaAbajoTercera parte


Que en este mundo malvado
No siempre es el pecador
Quien espía su pecado.



La justicia consiste en que el perdón sea tan grande como el delito.

_____

Los amores sociales son un formulario necio para realizar la satisfacción del orgullo, del egoísmo o del apetito sexual.



  —[159]→     —160→  

ArribaAbajoPrimero no se piensa

De Pretty Inn a Granburgo se emplea un cuarto de hora de camino, usando de cualquiera de los trenes que recorren este trayecto cada cinco minutos.

Todos los enamorados visitan a Pretty Inn, porque en tan lindo sitio encuentran extraordinaria facilidad para satisfacer todas sus necesidades. Y allá fueron Luis y Águeda, tomando muchas precauciones para no ser atisbados por los moralistas granburgueses, y a más de esto porque el amor gusta de ser clandestino, pues el hombre siempre realiza en secreto todos los actos positivamente agradables que envuelven una abnegación consciente, y sólo hace públicas aquellas sus manifestaciones que, buenas o malas, son capital prestado para que produzca réditos cobrables por el orgullo. En la estación de Pretty Inn hay siempre coches que llevan a los restaurantes colocados en la cima del monte. El andén de la estación es campo neutral, y allí no se conoce al amigo ni se fiscaliza su conducta.

Conste que recuerdo con dolor estas circunstancias, porque es tristísimo que haya gentes en Granburgo que se dediquen a estos pasatiempos poco honestos, donde se derrocha el dinero, el pudor y la salud. Sería preferible que todos fuesen políticos hábiles y abogados diestros, pues aunque siéndolo no llegasen a conseguir la felicidad terrenal que debe ser imposible cuando ya no la gozamos, serían más ricos y más sanos, y gozarían de una vejez tranquila si no se morían pobres y jóvenes por obra y gracia de pleitos y de enfermedades.

Y después de manifestar mi conformidad con todas las personas con quienes es preciso estar conforme, sigo mi narración para quedar también conforme con la verdad que ocupa el segundo lugar en los respetos sociales.

  —161→  

Desde cualquiera de los cuartitos donde se come en Pretty Inn se puede contemplar el valle donde nació Level-Hamlet, convertido en Granburgo por el abuelo de Salvio V.

He observado que todas las parejas que comen en Pretty Inn, empiezan pidiendo un refresco, continúan comiendo y bebiendo, y refrescan antes de marcharse. Y todos comen lo mismo, porque en aquellos restaurantes no abundan los platos, que son pocos, caros y malos, y se sirven para justificar la atrevida cuenta con que se obra la soledad, la hermosa soledad que produce una grata compañía.

-¡Ay! ¡Qué bonito es esto!

-Allí está Granburgo.

-¡Qué bien se ve!

-Puedes ir diciendo lo que vamos a merendar, porque tengo hambre.

-Primero agua, porque me muero de sed.

-¿Quieres beber cerveza?

-No me gusta.

-Pues un refresco. Apoya uno de tus bonitos dedos en ese botón que no califico, y vendrá el distinguido mameluco.

-Pero conste que yo sólo quiero agua.

-Tú tomarás lo que...

-Manden ustedes.

-¿Qué refrescos hay?

-Limón.

-¿Solamente?

-Solamente.

-Pues trae dos vasos de limón.

-En seguida.

-Y la lista.

-Está bien.

-Hace un calor sofocante.

-Es la despedida del verano.

-Que ha sido bueno.

-Todos los tiranos se despiden con ira.

  —162→  

Antes de morir lanzan el veneno que les queda.

-La muerte rabiosa.

-La muerte del justo sólo la gozan los humildes.

-¿Se puede?

-Adelante.

-Los limones. ¿No pidieron cerveza?

-No. ¿Qué vamos a almorzar?

-Lo que tú quieras.

-¿Me autorizas?

-Por completo.

-¿Qué hay?

Jamón, huevos, pollos, perdices escabechadas y conservas.

-Pues trae pollo. ¿Quieres perdices?

-Jamón, jamón es lo que quiero.

-Entonces, trae jamón con huevos y después jamón solo.

-No seas bromista.

-Como decías...

-Huevos con jamón, y el pollo.

-¿Y postres?

-Me es igual.

-¿Qué hay de postres?

-Queso del país y dulce en conserva.

-Tú dirás, chiquita.

-Queso y guindas.

-Oye, y trae vino de España y champagne para helarlo aquí mismo.

-Está bien.

-Y unas rajitas de embutido, y unas aceitunas, y...

-Y nada más.

-Está bien.

-Pero deprisita.

-En seguida.

-No creí que fueses tan aficionada al jamón.

  —163→  

-Juré que siempre que pudiera comerlo lo comería, porque siendo pequeña oía a mi madre: «Es más caro que jamón», y como tenía la idea de que el jamón era lo más caro que había en el mundo, pues por eso.

-Prometo hartarte.

-Ya lo estoy, pero nunca lo rechazo, para que no me castigue Dios volviéndome a la miseria.

-No pienses en eso.

-¡Cuánta hambre he tenido!

-Y eso que tu madre...

-No basta. Recuerdo que una noche fuimos a empeñar un gabán mío...

-Pobretica.

-¡Dichoso gabán! Menos costó el hacerlo que costó el desempeñarlo tantas veces.

-Habéis pasado muchos trabajos.

-Muchos; pero después empecé a ganar dinero y estábamos como unas reinas. Yo quería que mi madre muriese sin trabajar, y quería aprender mucho; tienes que enseñarme todo lo que sepas.

-Pues empezaré a aprender.

-¡Don Modesto! Yo me admiro cuando oigo a esas personas que dicen nombres raros y hablan de cosas que no se entienden.

-No sigas. Todos los conocimientos útiles son muy claros, y el hombre debe hablar para instruir, pero no para presumir de docto.

-Sin embargo, a un sabio no le dice mal un poquito de pedantería.

-Y una mujer hermosa estará muy bien andando en cueros.

-Eso no.

-Pues el pudor es condición necesaria de todas las bellezas, y...

-¿Dan ustedes su permiso?

-Adelante.

-¿Se puede servir?

-Sí, hombre.

-¿Lo traigo todo?

-Todo.

-¿Y el café también?

-También.

  —164→  

-El señorito encenderá la lamparilla cuando guste.

-Está bien pensado.

-El pollo lo traigo frío.

-No importa: también lo calentaremos en la lamparilla.

-Si el señor quiere...

-No, hombre, no.

-El señor verá si falta alguna cosa.

-Creo que no.

-Pues ya llamará el señorito.

-Ya llamaré.

-Me parece que ese mozo está acostumbrado.

-Figúrate.

-Y resulta una grosería.

-Me parece lo mismo, pero no te preocupes, y vamos comiendo. Prepara la mesa mientras arreglo el champagne.

-De modo que aquí no sirve el mozo.

-No sirve para nada.

-Y es verdad.

-¿Estamos listos?

-Listos.

-Pues manos a la obra.

-Reparte con equidad.

-Se me ocurre un chiste.

-Calla y come.

-No está mal hecho.

-Algo salado el jamón.

-Se me ocurre otro chiste.

-Me lo dirás cuando hayamos comido el pollo.

-Parece que hay apetito.

-¿Y tú?

-Me caía de debilidad.

-Ahora soy yo quien ha encontrado un chiste.

-Dilo en seguida.

  —165→  

-Cuando hayamos comido el pollo.

[...]

-Luisito, no saques lustre al plato.

-Tenía hambre.

-Pues come bien.

-Ahora un traguito.

-Vino de España.

-Dios lo sabe.

-Todo se falsifica. ¿Y el pollo?

-Será polla.

-No te rías.

-¿Y tú?

-Porque se me ha ocurrido lo mismo.

-¿El qué?

-Lo diré después del postre.

-Todo lo dejas para el final.

-Porque hasta el fin nadie es dichoso.

-Tienes razón.

-No bebas tanto.

-Es que me estimula el picante y me enoja.

-¿Por qué?

-He dicho en casa que no pongan especias en los guisos.

-¿Y no lo hacen?

-Se me figura que la cocinera tiene órdenes contrarias.

-¿De quién?

-De Marcela.

-No me lo explico.

-Pues tú conoces los resultados.

-A callar.

-¿Destapo el champagne?

-Hay dudas que ofenden.

-Tengamos la fiesta en paz.

-Yo soy entusiasta de ella.

  —166→  

-¿De quién?

-De la paz.

-¿Armada?

-Que te calles.

-Pero si no como.

-Trincha ese animalito.

-Y nos cercioraremos...

-Para mí un alón...

-¿Vas a volar?

-Me encuentro muy bien en mi jaula.

-Todas las jaulas son odiosas porque la libertad es el mayor bien.

-Pero el ser más feliz es el que vive amado.

-Porque la libertad no existe sin amor.

-Por eso soy tan liberal.

-¡Es pollo!

-Que aproveche.

-O bebes o te retractas.

-Prefiero beber.

-¿Champagne?

-Venga.

-También este vino grita cuando se ve libre.

-¿Qué dijo Nicasio Álvarez al emperador?

-¿Cuándo?

-Aquel cuento de unos pájaros que se escapaban.

-No me acuerdo bien.

-Sí te acuerdas.

-Espera que encienda la lamparilla.

-¿Para acordarte?

-Para calentar el café.

-Cuenta, cuenta.

-Pues bien; decía el Marqués del Mantillo que un sujeto tenía una pajarera, y que una vez se propuso ver si los pájaros le agradecían sus cuidados, y abrió la puerta.

-Y se marcharon todos.

  —167→  

-Eso es; pero a los cinco minutos volvió una pájara trayendo comida para sus hijuelos que estaban en el nido. Y el marqués añadió: «Señor, si queréis tener súbditos, dejadles que críen».

-Tiene gracia.

-Era ingeniosísimo Nicasio Álvarez.

-Y hacía versos.

-Pero muy malos, porque el ingenio no es suficiente para constituir un literato.

-Necesita la forma.

-Y algo más.

-Pero no todos reúnen todas las condiciones.

-Desgraciadamente.

-Por eso hay tantas escuelas literarias.

-No lo creas: el arte es una, pero en ella existen tres tendencias: el idealismo, que sólo se dedica a describir e imitar lo que indudablemente es bello; el verismo o realismo que halla en todo materia de arte, y otra manifestación de una filosofía artística que, por medio del arte, pretende convertir en útil todo, hasta lo grosero.

El idealismo hace violetas con papel de seda, y a las veces es tan afortunado que sus flores, creadas por el artificio, parecen frescas. El realismo coge una mujer hermosa, y sobre el blanco seno la coloca un ramo de violetas naturales, llenas de suave perfume.

La otra escuela arranca las violetas de la tierra, las deja secar, las pone en infusión, y recomienda la bebida a todos los lectores, pero sólo aprovecha a los enfermos.

-¿Y qué escuela prefieres?

-Cuando se ha comido bien, se contempla con gusto el mar embravecido; pero el náufrago quisiera que el Océano fuese tan grande como una palangana.

Los horrores y los errores sociales, son asunto muy bonito para ocupar la atención del joven lleno de esperanzas y de fortaleza; pero el desgraciado que sólo ve enemigos, gusta de creer verdades las halagüeñas mentiras del romanticismo.

  —168→  

Cuando la esposa no ama, cree el marido en el amor de todas las prostitutas. Cuando la patria no ama, se busca la patria en otra parte.

Es imposible conservar un gas entre las manos, y expresar con un número una raíz inconmensurable; pero aún es más imposible sujetar el alma humana entre dos artículos de un código, y representar en un hombre a toda la humanidad.

-Tienes razón.

-Y perdona el discursito.

-Sigue, porque aún no me has dicho qué escuela prefieres.

-La que mejor se compadece con el estado en que me halle.

-En un día podrán gustarte todas.

Es posible. Mientras el hombre está despierto, juzga acerca de los hechos reales, y no siempre acierta; cuando sueña juzga acerca de hechos fantásticos, y acierta algunas veces. Después de esto, ya no es posible fijar cuál es la sana crítica. Finalmente, cada hombre es su poeta, y el entusiasmo que nos produce un escrito determinado depende de que halaga nuestro amor propio al pensar como nosotros pensamos.

-Así es.

-Y perdona este segundo discursito.

-No presumes lo que me gusta oírte, y singularmente porque dudo que muchos con tu origen y con tu carrera discurran con tanta independencia.

-Habrá muchos, pero se callan para no faltar a las conveniencias sociales.

-Y, ¿qué es eso?

-Su nombre lo indica: es todo lo que conviene a la sociedad aunque no convenga a la moral ni al individuo.

-Total: una majadería.

-Hipócrita y astuta, porque es conveniencia social dar limosnas, y también lo es no sostener trato con los pobres. De este modo las ideas perversas, se mezclan con las sanas, y temo que al cabo todas lleguen a corromperse. Siempre la cizaña entre el trigo, como dice el Evangelio.

-¡Qué bonitos son los Evangelios!

  —169→  

-Pero no los elogies delante de un cura perverso, porque se creerá aludido.

-Les tienes odio...

-A los sacerdotes malos, muchísimo. Y a todos los malos. Digo lo que siento, porque la humanidad es respetable, y no merece que se la adule o se la insulte. Yo soy un aristócrata que no frecuento el trato de la aristocracia, porque he pensado que si me aplauden, quizá lo hagan para alabar a la clase; y si me despreciasen, lo sentiría muchísimo, porque es más bochornosa la coz de un elegante que la coz de un borrico.

-Dicen que se encona la herida.

-Es posible.

-Mira que una coz de la brigadiera Mouton.

-No me hables de esa mujer. Me da asco.

-¡Valiente sinvergüenza!

-Como otras.

-Una mujer que ha derrochado su fortuna en cuatro días.

-Muy bien hecho.

-¿Por qué? Teniendo hijos, y, además, una fortuna ganada con el trabajo del padre.

-Ese tiene la culpa.

-Mounton, que es un Juan Lanas.

-Mounton cumple la ley del destino.

-No hay ley que valga.

-Escucha. ¿Qué era el suegro del brigadier Mouton?

-Pues, un serrador de madera.

-Está bien. ¿Y su mujer?

-Una sirvienta

-Está bien. Y tuvieron una hija, ¿no es verdad?

-Sí.

-¿Y qué hicieron con ella?

-No sé.

-Pues entusiasmarse, viendo que la niña coqueteaba, y que tenía tufos de duquesa, porque esas gentes creen que la soberbia es el distintivo de las   —170→   duquesas, y no es cierto; porque la soberbia sólo es distintivo de las personas mal educadas. Si en lugar de hacer esto hubiesen obligado a la niña a que aprendiese idiomas, labores y bellas artes, se hubiese alejado por instinto de los saraos que parecen bacanales y hubiera logrado por su modestia y por su talento la amistad de las señoras que no gustan de vestirse desnudas. La hija del aserrador ha querido parecer aristócrata, y la aristocracia de bisutería le ha dejado un hueco a condición de que pague el sitio. La culpa es del padre.

-Y de Mouton.

-Ese infeliz ha logrado ser brigadier, gracias al dinero de su suegro. Ha mejorado su posición empeorando su conciencia, pero ella todo lo ha perdido.

-Las gentes no se fijan en eso.

-Pero, ¿es que todos los humanos son canallas?

-Casi todos.

-Con el casi hay bastante. Sólo hay un Dios, y es suficiente para hacer justicia, y aunque solamente quedase un hombre honrado ese bastaría para denunciar los vicios sociales.

Ya se acaban los fanatismos que producía el tirano, que se llamaba designado por Dios, los que producía el envidioso burgués que compraba los poderes públicos para aniquilar al pueblo que le había engendrado, y los que producían las falsas democracias originadas por la ignorancia y por el hambre.

El caduco empirismo es expulsado de la ciencia, y el hipócrita convencionalismo no informa la constitución de las sociedades.

El hombre vale lo que produce: la razón es el éxito, y el éxito es siempre la conquista del bien y de la verdad.

-¡Bravo!, ¡bravo!

-El tonto soy yo en ponerme a predicar delante de ti.

-Conste que te aplaudo sinceramente.

-Conste que no vuelves a cogerme en otra.

-Señores representantes: los jueves lloverán turrones, morcillas y salchichones.

-Ríete cuanto gustes.

  —171→  

-Señores: hemos conseguido que la libertad ilumine al mundo, aunque no se note más allá de Brooklyn. ¿Queréis mayor libertad?

-Eso es meterlo todo a barato.

-Inocente: tú no sabes que el lema de la futura revolución será «pan, pan y sólo pan».

-Comida de tontos.

-Pues la idea que no sirva para harina será inútil.

-Pero después...

-Seguirá otra cosa, como los postres siguen al pollo.

-Es indirecta.

-Como la mirada de un bizco.

-Me parece torcida.

-Pero a él no.

-¡Mala mujer!

-Suéname para ver si soy falsa.

-Lo que haré será tomarte en peso.

-Entran muchísimas piezas en un kilogramo.

-Pero tienes hoja.

-Luis, estate quieto. Mira que dos medias generaciones nos contemplan.

-Lo que observo es que tú has leído de todo.

-¿Te gustaría que yo fuese sabia?

-No.

-¿Por qué?

-Porque te deseo para mí solamente.

-Y tú, ¿quieres ser sabio?

-¡Ojalá!

-Me olvidarías.

-Jamás.

-Pues no me explico esa diferencia entre tú y yo.

-Dios es infinitamente sabio y ama al hombre, y éste en cuanto sabe algo se olvida de Dios.

-Y tú eres Dios y yo soy el hombre.

  —172→  

-Porque eres hija mía.

-¡Horror!

-Has salido de una de mis costillas.

-No lo creas, porque si yo me hubiese visto entre tus huesos no me sacan ni a tres tirones.

-¡Que te sueno!

-Habla, y sirve el café.

-Serviré el café, pero basta de discursos porque no hemos venido a Pretty Inn para filosofar.

-Por mi parte...

-Pero no por la mía. Ya va llegando la noche, y es preciso volverse.

-Pues lo siento, porque aquí se está muy bien.

-No se está mal.

-Y aún hay luz de día.

-Porque estamos en la cumbre del monte, pero mira allá abajo y verás brillar las luces de Granburgo.

-Ahora empieza la animación.

-Unos salen del taller, y otros vuelven del paseo.

-Unos trabajan para comer, y otros son imperialistas.

-Y por eso se pasean por la plaza del palacio.

-Y contemplan la estatua del emperador.

-¿Cuántos pasarán el puente de Juarro durante una hora?

-Muchos: es la vía que une el barrio de los llamados con el barrio de los escogidos.

-Es verdad. Del río para acá están los gandules que cobran, y del río para allá los pobres que trabajan.

-Y se mueren de hambre y de frío en invierno y de la peste en verano. Pero ya sabes que los últimos serán los primeros.

-Hay para rato.

-No lo creas. Se acaba el dinero, y se acabará la paz. Mientras ha venido oro de la Aurelia hemos disfrutado de todos los vicios, pero la Aurelia se agota y nos quedamos con vicios y sin oro.

-¡Qué bonita será la Aurelia!

  —173→  

-Como un cementerio lleno de flores.

-Pero tú volviste vivo.

-Porque Dios no me quiso matar.

-Si hubieras muerto...

-¡Qué!

-Te hubiera llorado siempre.

-Bendita seas, pero no llores ahora porque estoy vivo, y puedo probártelo.

-Vámonos a Granburgo.

-¿No decías que aquí estabas bien?

-Y lo estoy, pero nos quedamos a oscuras.

-¿Tienes miedo?

-Es que no te veo bien.

-Ya están encendiendo lucecitas en el ciclo.

-¡Cuántas estrellas! ¿Las conoces?

-Conozco algunas.

-¿Cómo se llama la más hermosa?

-Águeda.

-¿De veras?

-Pues, ¿cómo te llamas tú?

-Pero no soy yo.

-Tú eres la estrella más hermosa del mundo.

-Adulador...

-Pues si todas esas grandezas las creó Dios para recreo y admiración del hombre, y después le fue preciso crear la mujer, no dudes que tú, que eres la mujer más hermosa, vales más que todas las estrellas.

-Poeta...

-Quizá lo sea, y gustaría de serlo.

-¿Para que yo te aplaudiese?

-Iba a justificar mi deseo de otra manera, pero tienes razón; la mayor gloria del poeta es que le aplauda una mujer.

-A todo esto no me has dicho cuál es la estrella más brillante.

-Aquella.

  —174→  

-¡Qué bonita!... ¡Y cambia de color!

-Porque la estás mirando.

-No seas embustero.

-Si no lo soy... Cuando aparece verde es que te envidia, y cuando se torna roja es que tiene celos de mí.

-Estás inventando una astronomía.

-Es difícil que un solo hombre descubra grandezas tan útiles; pero si yo pudiese crear un nuevo cielo, tú serías en él la estrella Syrius.

-Y tú el sol.

-Muchas gracias; pero el sol de todos los sistemas lo será siempre el amor, porque es eterno, fecundo e innegable.

-Lo pueden negar los ciegos.

-Y no se atreven.

-Entonces me quedaría sola en el cielo.

-Yo sería tu acompañante. Esa estrella que miras tiene un compañero que apenas es visible. Ha gustado de ser oscuro para que su amada brille con mayor intensidad. Es buen amante porque tiene abnegación.

-También tú me quieres.

-Pero no soy tan bueno. Yo desearía que no te viese nadie.

-Porque dudarás de mí.

-De ti, no.

-¿De los demás?

-Tampoco. Si no es duda: es que me afirmo que hay muchos hombres superiores a mí.

-¿Y qué?

-No logro explicarme.

-Pero yo consigo entenderte, y te voy a contestar. El corazón de la mujer está guardado por una cerradura complicadísima. Al cuerpo de la mujer llega fácilmente la mano del hombre; pero en el corazón sólo entra quien posee la llave. Aunque emplee una, extraordinariamente preciosa, será inútil, si no se hizo a propósito; y si pretende entrar en el corazón a fuerza de golpes, pues bien, llegará a matarlo, pero no conseguirá abrirlo.

-¡Bendita seas!

  —175→  

-Así aman las mujeres.

-Te debo un beso.

-Paga.

-Lo rebajo de los que me adeudas.

-Y no pagas.

-Te advierto que en esta ocasión lo mismo me agrada pagar que cobrar.

-Y la estrella Syrius escuchándonos tranquilamente.

-Y la Polar, y todas las estrellas.

-¿Cuál es? ¿Cuál es la Polar?

-Aquella.

-¿La grande?

-No, la otra.

-¿Esa?

-Tampoco: verás cómo la buscamos. Mira hacia aquella constelación. ¿No ves cuatro estrellas, y otras tres más adelante? Pues forman el carro de la Osa mayor.

-Un carro; es verdad.

-Los siete triones.

-¿Y qué son triones?

-Se llamaban así los bueyes dedicados a las faenas del campo.

-¡Qué constelación tan bonita!

-Pues figúrate una línea recta que pase por esas dos estrellas, y sigue la línea; aquella otra estrella es la Polar.

-Y allí hay otro carro.

-Es el de la Osa menor. Y más hacia este lado hay otro carro pequeño.

-Es verdad.

-Casiopea.

-¡Qué nombre tan feo!

-Así se llamaba una reina de Etiopía, que se jactaba de ser muy hermosa. Y allí hay otro carro grande.

-¿Aquél?

  —176→  

-Sí. Es el carro de Pegaso, y la lanza es de la constelación de Andrómeda.

-¡Vaya otro nombre saleroso!

-Era hija de Casiopea.

-¿Y de dónde han salido esos apodos?

-Son dioses mitológicos.

-Entonces había muchos dioses.

-Menos que ahora, porque hoy cada hombre es un dios.

-Pero no es verdad.

-No lo es, pero todos los soberbios se creen omnipotentes mientras logran molestar a los humildes.

-Pero un día los humildes...

-No se vengan, para no parecer soberbios.

-Y estos se quedan sin castigo.

-No lo creas; el malo sufre, pero oculta sus remordimientos para que no se haga pública su perversidad.

-Tienes razón; no hay nada más dulce que la virtud.

-Y precisamente lo demuestra un apólogo en que figuran como personajes esas estrellas que están viendo.

-Cuenta; debe ser muy bonito.

-Hay muchos creados por la fantasía humana, y esa Osa mayor tiene muchos nombres. Unos vieron en ella un carro con su lanza, y la llamaron Carro de David; otros sólo vieron en ella siete bueyes; y según una leyenda, robaron dos bueyes a un labrador, y éste envió tras los ladrones a su hijo, después a la muchacha, y después marchó él1.

-Pues es verdad. ¡Cuántas cosas sabes!

-Sólo sé una muy bien, porque la he aprendido solo.

-¿Cuál?

-Que te quiero muchísimo.

-¿Mucho?, ¿mucho?

  —177→  

-Tanto, que he logrado entrar en tu corazón.

-Y en él estarás mientras yo viva.

-Voy a pagarte los besos que te debo.

-¿Cuántos son?

-Tantos como estrellas hay visibles sobre el horizonte.

-Dame uno que sea eterno como cualquiera de esos astros.

-Acaso lleguen a perecer.

-¿No hay nada inmortal?

-Dios.

-Pues, ¡ojalá fuese Dios para que me amases eternamente!

-Y si yo fuese Dios y te amase, tú serías la verdad, y nuestro amor sería la virtud.

-Y yo también sería eterna.

-Y nuestro amor sería inmutable; por eso en el apólogo a que antes aludía, la estrella Polar es la virtud.

-Cuéntalo.

-No sé si lo recordaré.

-¿Es muy antiguo?

-No; lo imaginó un poeta, a quien visité en la cárcel hallándose preso.

-¿Por qué?

-Eso no se pregunta. Se presume, se deplora y se respeta.

-Me callo, y escucho.

-Pues una vez salieron a correr por los espacios la belleza, el trabajo, el poder y la virtud. Cada cual iba en su carro. La belleza es Casiopea, el poder Pegaso con Andrómeda, el trabajo la Osa mayor, y la virtud la Osa menor. Empezaron a dar vueltas, y el carro de la virtud se quedaba rezagado porque era el más pequeñito, y entonces Dios llevó la Osa menor al polo, y allí la dejó quieta, y desde entonces todo está obligado a girar alrededor de la virtud.

-Está bien.

-Aún hay más. Ya has visto que el método más fácil para encontrar la estrella Polar es buscarla por la Osa mayor.

-Sí.

  —178→  

-Pues esto confirma lo que es axiomático: que por el trabajo se llega a la virtud.

-Y por la virtud a Dios. Pero tú sabes todo lo que se ha escrito.

-¡Ni muchísimo menos! ¡Si la humanidad lleva muchos siglos descubriendo maravillas!

-En ese Granburgo, que está allá abajo, ¡cuánto se inventará todos los días!

-Ahí se hace de todo, y no siempre es bueno lo que se hace.

-¡Y qué ciudad tan grande!

-Mucho.

-Basta fijarse en la distancia que hay entre la última lucecita de la derecha y la última de la izquierda.

-Por allí está la Puerta del Triunfo.

-Y por allí, la avenida Imperial.

-Y allí enfrente, la puerta de la Victoria.

-Y acá, la de los Vencedores.

-Todo en Granburgo recuerda que esta nacionalidad es hija de la fuerza, y no de la sana razón.

-Y lo mismo pasará en todos los países.

-Lo mismo; y lo siento.

-Aquello que luce tanto será la plaza del Palacio.

-Seguramente. Allí bullen ahora los granburgueses, paseando sus necedades y sus vicios, después se esparcirán por restaurantes, teatros, tertulias y casas de lenocinio. El pobre trabajando para poder convertirse en vicioso, y el rico enviciándose hasta llegar a pobre. ¡Desgraciado pueblo!

-Y más allá estará el río.

-Se ve perfectamente. Fíjate en la línea que desde las afueras vienen trazando las luces de los muelles.

-Es verdad; pues allí estará nuestra casita.

-Allí.

-¿Te acuerdas de ella?

-Siempre que me acuerdo de ti.

-¿Y de mí te acuerdas?

  —179→  

-Constantemente.

-Eso no. Los hombres olvidáis fácilmente.

-Tú no sabes cómo quieren los hombres.

-Ni tú cómo quieren las mujeres.

-Me lo dijiste antes.

-Es verdad. Nosotras sólo tenemos un amor.

-¿Y por qué amáis?

-¿Por qué? No te entiendo.

-¿Qué os mueve a querer al hombre?

-El que sea hombre.

-Explícate mejor.

-Pues su andar airoso.

-¡Mira que lo airoso que está el hombre dando zancadas!

-Pues hay quien mueve las piernas muy lindamente.

-No me he fijado.

-Y si nosotras fuéramos con pantalones ya verías la facha que liaríamos.

-Me fijaré cuando tenga ocasión.

-Y además, el hombre halaga por su talento, por su valor; en fin, porque no es mujer.

-Ese final es convincente.

-Más me extraña que los hombres se enamoren de nosotras, que no somos tan esbeltas, ni sabemos tanto, ni...

-Pero no sois hombres, y esto basta.

-Sí, basta para que nos queráis un rato.

-Siempre.

-No lo creo.

-Te convenceré. Todos los hombres tenemos en el alma un sitio donde nos muerde la duda, y tantos mordiscos producen una llaga que origina crudelísimos dolores, entre éstos el convencimiento de la inutilidad de la existencia. Pues bien; cada llaga de esas se cura con los labios de una mujer distinta, y cuando el hombre encuentra el ser que le ha de curar, y ese ser sabe besarle en el alma, el hombre ni quiere ni puede separarse de los labios de aquella mujer bendita.

  —180→  

-Y, ¿soy yo quien puede sanarte?

-Haz la prueba.

-Pero yo quiero besarte en el alma y no en los labios.

-Pues besa en ellos, porque, cuando los acerco a ti, pongo en mis labios toda el alma mía.

[...]

Y los brazos de la hermosa rodearon la viril cabeza del artillero; y aquella pareja humana se besó, ocultándose de la sociedad de Granburgo, y a la luz de las estrellas que permanecieron impasibles.

Pero, ¡qué poca severidad tienen los astros de nuestra nebulosa!



  —181→  

ArribaAbajoDespués se afirma el hecho

Águeda, sentada sobre la alfombra, con la camisa desabrochada, el negro pelo sobre la oscura espalda, con los codos apoyados en las rodillas, y la barba sobre las manos, oía a su amante que a las veces se ponía en pie y accionaba con rápida mímica dando extraordinaria importancia a sus ideas, que nacían convertidas en verbo, como a impulsos de aquel voluminoso pecho de Luis, que se ensanchaba o se encogía, mostrando sobre el esternón una ancha herida que cercaba el oscuro vello, como si aquel emblema de la virilidad quisiera hacerse más expresivo, rodeando aquel otro emblema del valor y del sufrimiento.

-Pero eso es nuevo.

-Lo será, pero es exacto.

-Ya estamos acostumbrados a vivir así.

-Pues no debemos seguir en el error. Coge a cualquier hombre, pregúntale si es feliz, y te dirá que no; dile que alguna vez lo habrá sido y repetirá que sí; y es que el hombre sólo es feliz cuando no se da cuenta de su dicha, y sólo es desgraciado cuando se compara con quien cree dichoso.

Por eso en el pasado y en el porvenir vemos las desventuras ajenas y las felicidades propias, y en el presente nos creemos los seres más afligidos.

-Yo soy feliz ahora.

-Ahora no. Lo eras antes de tener conciencia de que lo eras; pero desde que has formulado tu pensamiento no lo eres. Ahora mismo ya te estás comparando y no te encuentras tan dichosa.

-Es verdad.

-Pues lo mismo les ocurre a las sociedades. En cuanto se proponen averiguar el porqué de los hechos, pierden la felicidad que los hechos les proporcionaban. Y la pierden porque el hombre no puede ser dueño de la   —182→   verdad esencial, y en su fatal ignorancia halla consuelo en la fe, y halla, en la duda, un cruel enemigo. Somos muy infelices, porque dudamos mucho: de lo que fue, de lo que es, y hasta de la filosofía que nazca mañana.

Al rey por derecho divino que creó las nacionalidades, ha seguido el rey por la gracia del pueblo. Después vendrá el gobierno del pueblo por sus representantes esclavos del mandato imperativo, y llegará un día en que cada ciudadano dirá: Me basto para representarme. Entonces volveremos a la monarquía en toda su pureza, o caeremos en la grosera anarquía que es monstruoso engendro de las pasiones sociales, y antípoda de la anarquía producida por la perfectibilidad.

Esto es un dato para la resolución del problema social. ¿Tú habrás oído algo acerca de eso?

-Y de los anarquistas.

-¿Qué es anarquía?

-Que no haya gobierno.

-Y, ¿qué es gobierno?

-Pues lo que tenemos.

-¿Y lo que tenemos constituye la felicidad de todos?

-No.

-Pues anarquía es lo contrario de lo que ahora existe, y supuesto que es malo lo que existe, convengamos en que la anarquía, aun siendo fórmula desconocida, puede ser muy provechosa.

-Te van a fusilar.

-Si no se emplea conmigo otro argumento que fusilarme, convendremos en que mi filosofía no tiene ningún argumento en contra.

-Pero te fusilarán.

-La posteridad hará justicia.

-O no se acordará de ti.

-Se acordará Dios.

-No lo sé.

-No hay más remedio. O es Dios quien hace justicia, en cuyo caso no debemos tener tribunales, porque sería absurda la competencia de nuestros jueces con el Todopoderoso, o si la ley humana es la razón escrita, el juez   —183→   será humano y razonable. La magistratura debe ser el poder de la razón, y sólo de la razón, porque el día que la ley fuese un arma de ataque, sería el delito una arma de defensa.

-A pesar de eso, te pueden fusilar.

-Acabarán conmigo, pero vivirá mi idea porque produce


cada cabeza por el cuello rota,
un cuerpo que se mata,
y una creencia que en el alma brota.



Finalmente, si me fusilan, ocurrirá como siempre, que morirá el justo, y se salvará Barrabás.

-¿Quién es Barrabás?

-El que se salva.

Por otra parte, la intolerancia es un sistema que se abandonará pronto, porque produce mal resultado.

Pero volvamos al tema.

El problema social no está producido por ninguno de los padres que se le atribuyen. El problema social es lo siguiente:

La humanidad lleva cuatrocientos siglos buscando el bien social, y este es el error.

O la humanidad no ha adelantado nada en el camino emprendido, o lo que se llama progreso y civilización es realmente un beneficio social.

Si no ha adelantado nada, está probado que el esfuerzo social es perfectamente inútil, y, por consiguiente, debía hacerse la tentativa de disolver la sociedad.

Si lo llamamos civilización es un beneficio, es preciso convenir en que el resultado del esfuerzo social es maravilloso.

Pero se ve que, a pesar de las mejoras sociales, los individuos seguimos siendo desgraciados, y aquí aparece el problema. A medida que ha ido aumentando la importancia del derecho civil, ha ido aumentando la importancia del individuo en la sociedad, y esto ha hecho posible el planteamiento del problema social, que es antiquísimo, pero que no se formulaba, porque el individuo sólo existía en cuanto existía socialmente.

  —184→  

El problema social es, por consiguiente, el conjunto de todos los problemas individuales.

La solución es la siguiente: La humanidad no debe trabajar para obtener el bien social, sino el bien de cada individuo.

Lo segundo es más fácil de conseguir, porque trabajando para el bien de todos, sin excepción, nadie rehúsa trabajar.

Además, el bienestar social, se logra seguramente si se obtiene el bienestar de todos los ciudadanos, y en cambio, siguiendo el sistema que hasta ahora ha seguido la humanidad, sólo se logran felicidades ficticias que no alcanzan a todos.

O sea, que aumentando el valor de todos los sumandos, aumenta necesariamente el valor de la suma, y que una suma puede aumentar aun disminuyendo el valor numérico de algunos de los sumandos, con tal que el de otros aumente. El cristianismo resolvía el problema social, porque imponía la condición de que todos los sumandos fuesen siempre iguales, y de este modo el progreso social se hacía sensible a todos los ciudadanos.

La igualdad no es posible, porque sólo se puede repartir la riqueza.

La riqueza convenida, como la moneda, que es a lo que se reducen todas las riquezas convenidas, sólo tiene valor fiduciario considerada socialmente, pues el valor intrínseco que la reconocen las ciencias económicas es también valor fiduciario, porque sin convenio expreso no bastan por sí solas para satisfacer las necesidades del hombre, entendiendo por necesario para el hombre lo que no se puede suprimir sin suprimir al hombre, y no a un hombre.

La riqueza convenida es riqueza en cuanto puede convertirse en riqueza real.

El libro del poeta y el cuadro del pintor se venden por una cantidad determinada; pero esa cantidad no es el precio del cuadro, sino el precio por el cual el artista renuncia a la posesión del objeto cedido.

Ahora bien; la riqueza real o es materia laborable o labor acumulada. En ambos casos sólo es riqueza en cuanto depende del trabajo. Luego la riqueza real sólo se debe repartir entre los que sepan y puedan trabajar.

  —185→  

Pero el reparto es imposible, porque para dividir es necesario antes formar el dividendo, y al hallarse en una sola mano toda la riqueza, dejaría de serlo, porque la riqueza existe en cuanto existe el cambio.

Y como éste no se compadece con la condición de que todos los lotes hayan de ser siempre iguales, la riqueza moriría con la llamada liquidación social. Y si los lotes han de poder variar después de hecha la liquidación, es inútil que nos tomemos la molestia de hacerla.

La igualdad, por tanto, es una necedad imposible.

-Lo siento.

-No lo sientas, porque se llega al mismo resultado por otro camino distinto.

-Venga.

-Supongamos la sociedad representada por el quebrado 3/5.

Siendo más los pobres que los ricos, 5 será el pueblo y 3 la aristocracia. Además 3 y 5 cumplen la condición de ser primos entre sí.

El rey absoluto quita derechos a los ricos y a los pobres, y el quebrado va convirtiéndose en 2/4, 1/3 etc., es decir, que el valor social disminuye. Las repúblicas reparten igualmente los derechos entre los pobres y los ricos, y el quebrado va siendo 3/5, 4/6, 5/7, 6/8, 7/9, etc., es decir, que va aumentando, pero nunca llega a la unidad. Este es el gran defecto de las repúblicas.

-¿Y las monarquías constitucionales?

-Suelen prohibir que se hable de aritmética.

-Está bien.

-Los socialistas quieren imponer el pueblo y hacer leyes para todos, o sea, 3/5, convertirlo en 5/3 y multiplicar estos dos quebrados. En el que resulta, 15/15, ya existe la unidad social, y la igualdad de clases. Este es el único camino para llegar a la apetecida igualdad.

-Volver la tortilla.

-Eso.

-Y tú, ¿eres socialista?

-Yo no; ni absolutista ni republicano.

-Entonces...

  —186→  

-Yo no me tomo la molestia de ocuparme con una tortilla que no he de comer.

-Pero te interesa.

-Absolutamente nada. Mientras la sociedad no me garantice la felicidad, me importará una higa la sociedad en que vivo.

Y del mismo modo que yo discurro, discurren todos los hombres; pero no lo dicen, o porque no se atreven a decirlo, o porque no se dan cuenta de lo que sienten.

Quien se bate lo hace por ascender; quien reza, por ganar el cielo; y quien estudia, por conveniencia propia.

Dios, la patria y la ciencia estarían olvidados si su culto no proporcionase beneficios a sus sacerdotes.

La sociedad vive del egoísmo humano, pero no del mutuo amor de los hombres. El día que un atrevido toque A derecha e izquierda se deshacen las filas inmediatamente.

-Y, ¿dónde iremos?

-A vivir. A vivir, porque hoy no vivimos. Y lo demostraré.

Figúrate que descubro la dirección de los globos aerostáticos, y que el aparato se mueve sin más esfuerzo que el de mis dedos.

Construyo un globo; nos metemos dentro de él, y nos lanzamos a la atmósfera. Hacemos nuestras provisiones en bosques inexplorados, y en suma, no molestamos en nada a la sociedad. Pues ten como seguro que nos cazan en cualquier país, que será el más culto, porque los salvajes no tienen policía, transportes rápidos y fusiles de gran alcance.

Me exigen que publique el invento, y los gobiernos de todas las naciones que no han servido para construir el globo, empiezan a disputarse el privilegio.

Supongamos que la fabricación se declara libre, y yo, en lugar de mecerme entre las nubes tengo que comprometerme con la casa Z, que explota mi invento dándome unas pesetas que no me hacían falta, si me hubiesen dejado conforme estaba.

Empiezan los humanos a crear compañías de navegación aérea.

  —187→  

Las compañías se colocan dentro de la ley, o sea en condiciones legales de eludir las leyes, porque éstas son enemigas traidoras de todas las industrias.

La sociedad P. Q., and Company, aprovechándose de las deficiencias de la razón escrita, arruina a la mayor parte de sus accionistas, y empieza con buen capital la fabricación de los globos.

Yo quedo perdidito, porque me debo a la empresa constructora, a la sociedad, a mi patria, a la ciencia y a todas las instituciones. Estas me recompensan dándome dinero en diferentes formas, y derecho a usar excelencia, cuando yo sólo quiero que me llamen de tú, si me llaman con cariño.

Muchas corporaciones de imbéciles cometen la grosería de hacerme su socio honorario, que es igual caso que el de un perfecto que se permitiese conceder a Dios licencia gratis para cazar alondras, y al propio tiempo no se me da nada de lo que pudiera constituirme positiva felicidad. Y es que el hombre llama felicidad a la posesión de lo que otro tiene y no a la de aquello que le conviene a sí propio.

Continúa escuchando.

Se crean reglamentos de policía, vigilancia, seguridad, higiene, etc., para regular la vida social entre las nubes.

Y después, fuertes aerostáticos, iglesias aerostáticas, cárceles en el aire y asilos en la atmósfera.

Los globos de los guardias rurales persiguen a los globos de los ladrones, y los cadáveres humanos caen atraídos por la tierra que los produjo, mientras los cuervos huyen espantados al ver invadido su elemento por esa bestia feroz que se llama hombre.

-Exageras.

-¿Exagero?... La víbora sólo perjudica a quien muerde, y el hombre, cuando hace justicia, obliga al reo a que pague las costas de un proceso que le deshonra o le mata, y de este modo pierden los hijos un capital ganado honradamente, y acaso por los mismos hijos.

¿Exagero?... Pues no exagero... Levántate, y ven aquí... Ya ves que te abrazo, te abrazo porque quiero, y quiero porque te amo. Es decir, que mi materia, mi espíritu, mi libre albedrío, la fatalidad, y, en resumen, todas las   —188→   fuerzas definidas por todas las filosofías, determinan este movimiento con que te acerco a mí.

Aprieta, cielo mío, aprieta.

-¿Me quieres de veras?

-Y porque te idolatro, protesto contra el medio social en que vivo. ¿No tengo inteligencia?

-Mucha, mucha.

-Y tengo músculos que parecen hierro. Ya ves que si te apretase te mataba.

-Chacho mío...

-Pues la sociedad tiene derecho a exigirme parte de lo que produzco, y hasta mi propia existencia, y yo no puedo exigir un pedazo de felicidad.

-¿Qué más quieres?

-El derecho. No quiero gozar de tu cariño como goza el ladrón de lo robado. ¿Qué constituye mi felicidad?

-Yo.

-Tú, solamente. Tú estás conforme en ser mía.

-Sigue Luis, que te voy comprendiendo.

-Yo nada he robado...

-Te voy comprendiendo, y a cada instante que pasa te aireo más, y te encuentro más hermoso.

-Pues si esto es mío, y lo que dicen que es mío no lo quiero...

-No lo quieras, que yo soy bastante para conservarte feliz.

-Yo no necesito la posesión efectiva sino la legal.

-Pero eso no es posible.

-Pues protesto. Yo he cumplido con mi... eso... los compromisos que con ella contraje, y ella no me da hijos ni me da caricias. Me ha engañado, y quiero rescindir el contrato, pero no puedo.

-Puedes.

-Pero hago lo mismo que aquel que tiene hambre y roba.

-Y hace bien.

-Pues la ley dice que hizo mal. Y mal hizo porque se debe trabajar y no robar.

  —189→  

-¿Y si no hay trabajo?

-Pues eso pide, el derecho al trabajo, quien no quiere ser ladrón. Y eso pido yo: el derecho a amar a quien me ama. Es decir, el ejercicio del derecho, porque éste lo tengo indudablemente.

-También los derechos se roban.

-Eso es la revolución, el robo de un derecho retenido injustamente. Es robar al ladrón.

-Dios lo perdona.

-Dios es justo y misericordioso.

La idea de Dios es la única idea grande y pura que produce la inteligencia del ser humano: todo lo que a Dios se refiere es hermoso; todo lo que se refiere al hombre es infame.

Ni aun el amor a Dios está sancionado legalmente por estas sociedades. Se castiga el homicidio y hasta la crueldad con los animales, y no existe en la ley un artículo que diga: «Siendo Dios el origen y el fin de todas las cosas, y siendo, por consiguiente, superior y anterior a cuanto el hombre conoce, queda obligado todo ciudadano a creer en Dios y a amarle. Quien así no lo hiciere será considerado como bestia».

Por eso únete a mí, maldice como yo la sociedad en que vivimos, y pon tu fe en el Todopoderoso, porque el hombre siempre es feliz cuando tiene esperanza en Dios.

[...]

Y aquel loco levantó a lo alto su mano derecha, y quedose mirando al techo, y sujetando a Águeda, que en aquel instante pensaba que el derecho poco importa, y que cedía a Marcela lo legal quedándose ella con lo efectivo.