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ArribaAbajoY luego se aspira al derecho

Desde el cuartito donde almorzaban oían las dulcísimas notas del concierto, y, asomados a la ventana, podían contemplar el público que paseaba en el parque.

-He comido mucho.

-La gula es un vicio disculpable.

-Siempre es un vicio.

-Pero tiene la misma condición que la avaricia y la pereza: sólo perjudica al vicioso.

-Yo no soy perezosa ni avarienta.

-Ni glotona.

-Eso sí. Pero tengo mucha hambre atrasada.

-No lo recuerdes.

-Si no te quisiese, porque sí, te querría por tus bondades.

-Chiquilla, la digestión te entristece.

-No lo creas; estoy contenta, y lo que digo es efecto de que me gusta saborear mi felicidad presente.

-¿No me engañas?

-Soy muy dichosa. Primero, porque me quieres; y, segundo, porque me obsequias.

-Lo primero me interesa más.

-Si no me obsequiases te querría; pero los dolores del cuerpo no me dejarían gozar de mi cariño.

-Estás inspirada.

-Búrlate si gustas de ello; pero cuando recapacito que tengo coche, dinero, y todo lo que antes no tenía, siento deseos de adorarte.

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-Te lo perdono, porque la adversidad es el único reactivo que denuncia la existencia de la fe.

-Cuando yo era desgraciada tenía fe en Dios.

-Y no te engañaste.

-Pero muchas veces pienso si ahora seré tan canalla como los ricos que antes me producían envidia.

-Hiciste mal en envidiarlos.

-Pues lo hice. Cuando yo trabajaba en el taller, y confeccionábamos algún traje costoso, envidiaba a la dueña de aquel vestido. Si alguna vez iba al teatro, no separaba mi vista de los palcos y de las butacas. Me dolía ser más hermosa y más instruida que aquellas aristócratas, y no verme tan festejada como ellas. En los paseos, en las iglesias y en todas partes tenía siempre motivos para hacer las mismas comparaciones, y...

-Perdías tu tiempo.

-O lo empleaba mal.

-Creías, y sospecho que aún sigues creyéndolo, que la felicidad es hija del dinero.

-Ya sé que no; pero sé también que la pobreza nunca es compañera de la felicidad.

-Acaso sí.

-No hay quien se arriesgue a hacer la prueba.

-Es prueba dura.

-¡Y tan dura! Tú no has pasado por ella, pero te la explicaré. Siendo pobre, venía a estos conciertos, y me sentaba con mi madre a una mesa del café que hay debajo de este piso. Tomábamos un refresco, porque nuestros ahorros no alcanzaban para mayor gasto. Los mozos apenas nos agradecían la propina: para nosotras no había ramo, o se reducía a dos matitas de musgo. En cambio, a las señoras insolentes y bien vestidas, las obsequiaban con largueza. Y todas eran unas perdidas.

-También habría personas decentes.

-Ninguna.

-Exageras. Las que tienen una posición desahogada gustan de vestir bien, y gozar de los espectáculos honestos.

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-Esas procuran no llamar la atención; prefieren la comodidad al boato, y se exhiben poco, porque se estiman en mucho.

-Veo que las conoces.

-Perfectamente. En los talleres de modistas se sabe que, cuanto más baratas son las telas, más caras son las hechuras, porque las verdaderas señoras visten con mucha sencillez. Las otras están encanalladas.

-Todas, no.

-Hay algunas que son tontas, o sea que carecen de espíritu, y éstas son peligrosísimas, porque las virtudes sólo residen en el alma, como los vicios sólo se crían en el cuerpo.

-Chica, tu filosofía es sana, pero resulta triste.

-Y yo te la expongo como refiere el guía mirando al valle, el combate ocurrido hace cien años.

-Continúas inspirada.

-No te burles, cariñito. Ya sé que no puedo igualarme a ti, porque tú sabes mucho; pero me creo superior a esas mujeres que gozan el monopolio de la felicidad.

-Y lo eres.

-El ser humano es superior a las bestias, porque razona; la misma ley debe regir para clasificar a los seres humanos, y yo razono más que esas necias.

-Pero hablas de ellas como si las envidiases.

-Y las envidio.

-¿Por qué?

-Me refiero a la alta aristocracia, porque las cursis ya sé que no son felices.

-Pues los poderosos, aún lo son menos.

-No lo creas.

-¡Vaya si lo creo!

-¿Con su lujo y con su influencia?

-Con eso.

-Yo he leído las descripciones de muchos bailes aristocráticos.

-¿Y qué?

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-Que aquello debe ser un paraíso.

-Con serpiente.

-Dará gusto verlo.

-Yo te lo describiré. Los convidados usan un traje convencional que no es más feo, ni más bonito que cualquier otro, porque cada traje cumple con su objeto.

Las señoras se tapan las manos y enseñan el seno, de igual modo que las serranas se tapan el pecho y enseñan las piernas. Ya ves que continúa el convencionalismo.

Las campesinas bailan saltando para enseñar las ligas, y las señoras bailan andando para lucir su tocado.

El lenguaje está adecuado a la inteligencia. El chiste que hace reír al duque, no divierte al jornalero; pero plebeyos y señores ríen, lloran, se alaban y se insultan.

El aristócrata toma ponches, y el pastor toma gachas, y si cambiasen saldrían perdiendo.

Todos los hombres son desgraciados, y si alguna diferencia existe, es que el Estado protege más a los ricos que a los pobres. Si ocurriese lo contrario, todos aspiraríamos a arruinarnos.

El mal de los humanos consiste en que se preocupan con sus convencionalismos estúpidos, y no se dedican seriamente a buscar las satisfacciones necesarias para sus almas y para sus cuerpos.

-Tu filosofía es sana, pero resulta triste.

-Y yo te la expongo...

-Con esa frescura, porque nunca has sido pobre.

-¿Tan inmensa desgracia es la pobreza?

-Infinita. Lo sé bien.

-Ahora serás dichosa.

-Hoy me encuentro feliz, y nunca niego una limosna, porque temo que los pobres me maldigan como yo he maldecido a esas estúpidas que llevan en sus sombreros unas yerbas que no huelen, ni sirven para comer.

-Estás fuerte.

-Porque ya voy haciendo la digestión.

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-Pero si dijeras eso en público te llamarían loca.

-Y harían bien, si se creen razonables; pero yo también digo lo que siento. El hombre prefiere el brillante al pedernal, porque es más hermoso y menos abundante; prefiere la trufa a la patata, y el caballo al lobo, y de las mujeres prefiere siempre a las que se prostituyen con mayor desvergüenza.

-Protesto.

-No defiendas a los mismos que estás castigando con el ejemplo. Podrá ser que el hombre persiga a esas mujeres para gozar de ellas un instante, y abandonarlas después; pero esa persecución dura un tiempo que estaría mejor empleado dedicándolo a una mujer virtuosa.

-Es verdad, pero...

-Pero no se hace. Y los devaneos del marido hacen desgraciada a la esposa.

-Cuando ésta no sabe hacer agradable el hogar a su esposo.

-El hombre se aburre pronto.

-Y hace bien, porque lo malo es preciso abandonarlo en seguida.

-Y todo es malo si se logra.

-Estás equivocada. Esa es una teoría que han aceptado todos los tontos, sin fijarse en que la vida no es siempre buena, y, sin embargo, nadie quiere morirse. Cuando no hay certeza de mejorar, no se cambia; pero, si existe, se debe cambiar en seguida, porque la constancia podrá ser virtud de los sabios, pero también suele ser comodidad de los ignorantes.

-Continuaremos, porque empieza la orquesta.

-¿Qué toca?

-La serenata de «El Dante».

-No conozco esa ópera.

-Es de Hertz.

-Parece bonita.

-Es lindísima. -Fí, fí, fifí, fí, fí, fa fo.

-Ese motivo se repite después con mayor hermosura.

-Me va gustando.

-Escucha, escucha. Do, re, mi, fa, sol, do, si, mi.

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-Es preciosa.

-Después te explicaré el argumento.

-¿Lo sabes?

-Y la letra.

-Cántala.

-No oirás la música.

-No importa.

-Cantaré bajito.

El rocío de la noche cubre de brillantes gotas las flores de tu ventana, y llena de lágrimas mis ojos.

La luna desea iluminar tu hermosura si te asomas; y si no te asomas iluminará mi desgracia.

-Te aplaudo con entusiasmo.

-Aplaudes a Hertz.

-Es un canto hermosísimo.

-¿Oyes? Ahora se repite el motivo. ¡Qué delicadeza!

-Precioso, chica, precioso.

-Ahora refiere el galán la historia de sus amores.

-Pero ese galán, ¿es el Dante?

-El de este pasaje es Pablo de Rímini.

-No cites nombres propios.

-¿Por qué?

-Pudiera escucharnos algún justicida hambriento de méritos, y denunciarnos como conspiradores.

-Los esbirros no entienden estas cosas.

-Pero se dedican a interpretar el arte.

-No lo niego; pero me disgusta que se te haya ocurrido esa prosa tan triste.

-Es oportuna. ¿Recuerdas como murieron Pablo y Francisca?

-Sorprendidos por el esposo, que los mató.

-Pues ahí tienes la triste prosa que interrumpe todos los idilios.

-Escucha esta frase.

-Lindísima.

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-La letra dice: «Quel giorno piú non leggemmo avante».

-Con esa concisión escribe el genio sus grandes ideas.

-Creo que Dante fue muy desgraciado.

-Mientras vivió; pero después de su muerte fue a la gloria, dejando a sus enemigos en el infierno.

-Hizo bien.

-No. Me parece natural que un necio destierre a un sabio; pero encuentro extravagante que los sabios se ocupen con los necios.

-Ya concluye la serenata.

-Pero la repetirán.

-No lo creas. Este público sólo aplaude el himno a Ganstier.

-Es natural.

-¿Sí?

-Ese público come del tesoro del Estado, y Ganstier es quien decreta los presupuestos.

-Se acabó.

-Me ha gustado muchísimo.

-Do, re, mi, fa, sol, do, si, mi.

-Admirable.

-Toda la ópera es sublime. Estuvo Hertz inspirado al escribirla. ¡Y murió pobre!

-También eso es natural.

-¿Por qué?

-Un ilustrado fraile, cuyo único defecto es preferir lo nuevo a lo bueno, y los hidalgos a los humildes, me dijo un día: Cuanto más brutos, más triunfos. Y tenía razón.

-Pues lo siento. Los genios debían gozar de todos los placeres.

-Gozan de algunos que les están vedados a los tontos. Y se establece el equilibrio.

-Hertz amaba.

-Por eso componía magistralmente.

-Tenía su Beatriz.

-Y yo, sin ser genio, tengo mi Águeda.

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-¡Zalamero!

-El día que Dios sembró la semilla de la dicha estaba soplando la casualidad, y ahora logra el placer quien lo encuentra, pero no quien lo merece.

-Pues mi cariño es un placer que está muy bien empleado, porque lo tienes muy bien merecido.

-¡Zalamera!

-¡Te vengaste!

-La venganza es el placer máximo de los dioses pequeñitos.

-El rocío de la noche cubre de brillantes gotas...

-Fí, fí, fafá, fifí, fí, fí.

-Eso es sentir el amor.

-Todos lo sentimos de igual manera, y si no lo expresamos de igual modo es porque tenemos medios diferentes.

-Es verdad.

-El beso del labriego y el beso del magnate son siempre conmovedores cuando son sinceros. Todas las madres buenas aman de igual manera a sus hijos. Y aquí tienes resuelto el problema de la nivelación social. Basta para resolverlo que todo el mérito del hombre consista en su amor hacia sus semejantes.

-Y es mérito ante Dios.

-Por eso Dios tiene la misma recompensa para todos los buenos.

-Si el hombre amase siempre...

-Se suprimirían las cárceles y los cañones.

-Y viviríamos mejor.

-O nos moriríamos de hambre.

-Esto ya no es posible.

-Porque nos morimos antes de otras cosas.

-Hay mucho en que ocuparse.

-Pero somos muy vagos.

-Tú no lo eres.

-Yo voy aceptando el papel de excepción que me has dado.

-Y con justicia. Tú eres lo más bueno que hay en el mundo.

-¡Chiquilla!

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-Y es lógico que lo seas. Tu madre, que en paz descanse, era una santa. Siempre estaba dispuesta a remediar todos los infortunios. Recuerdo que algunas veces me llevaba en su coche y nos íbamos a los barrios pobres de la otra orilla del río. Visitábamos a muchos enfermos, y tu madre tenía siempre una limosna en la mano y un consuelo en los labios. Y muchas veces mandaba parar y le daba al lacayo una monedita de plata para que se la diese a algún lisiado que pedía limosna. Y en otras ocasiones decía: «Vaya usted a trabajar, so gandul».

-Tienes razón: así era mi madre.

-Y de todo esto me acuerdo como si fuesen hechos ocurridos ayer. Nos encontrábamos el Viático, y nos bajábamos del coche; subía el sacerdote, y nosotras íbamos detrás del carruaje entre los resplandores de los cirios. Y si el enfermo era pobre se le enviaba un socorro, y si el enfermo era rico ya le habían caído al lacayo paseos que dar, hasta que el enfermo sanaba o se moría. Era muy buena tu santa madre.

No consentía que nadie la faltase ni que faltasen a nadie delante de ella. Trataba a todos con igual cortesía, y si alguna distinción usaba era para ensalzar al más humilde.

Y con ser tan buena, creo que no lo era más que tu padre.

-¿No le conociste?

-Sí, pero ya no lo recuerdo.

-Tan bueno como mi madre. Regañaba gritando y perdonaba en voz baja, y perdonaba siempre.

-Una prueba de las bondades de tu madre es lo mucho que quería a los niños.

-Como los quiero yo. Los chiquitines que andan tambaleándose me parecen canónigos rechonchos, y me divierto contemplando sus colorados mofletes y los deditos de sus manos, donde cada falange parece una morcillita. Cuando ya son mayores, los quiero lo mismo y me distraen mucho más. Me entusiasma ver a los estudiantes presumiendo de hombres serios y adelantando el labio superior para poderse ver la sombra del naciente bozo.

Me distraen sus tertulias en los cafés, donde, si bien hay badulaques viciosos, concurren algunos jóvenes que llegan a ser glorias de su patria. He   —199→   pensado en tener un hijo militar y otro abogado y otro ingeniero y otro... en fin, que todos los muchachos que pasan a mi lado me dan motivo para imaginar un nuevo proyecto que guardo con los antiguos, hasta que pueda realizarlos todos. Y los realizaré, porque he de querer mucho a mis hijos.

-Como te quería tu madre bendita. Eres lo mismo que aquella santa señora, y por eso te dije que eres lo más bueno del mundo.

-No tanto.

-Y por eso te quiero con toda mi alma.

-¡Cielo mío! Y yo, ¿no te quiero?

-Todo cuanto puedes.

-Te comprendo.

-Quizá te equivoques y pienses con suspicacia.

-Me explicaré.

-Nos explicaremos después, porque empieza la orquesta.

-¡Y no tenemos programa!

-No hará falta.

-¡Pero tú conoces toda la música que se ha escrito!

-Toda no, pero mucha sí.

-En esta ocasión estamos iguales.

-Luego ya conoces lo que tocan.

-Victoria.

-Esa.

-Es una marcha muy hermosa, pero muy oída.

-¿Ves cómo el arte hastía también?

-Y todo, cuando se emplea mal. Esta marcha se debe tocar solamente en el campo de batalla.

-Discutiremos.

-Beberemos antes; tengo sed.

-Es que el día de hoy es el más hermoso del otoño.

-Ya estará el champagne caliente.

-Pues no conviene beberlo más frío.

-Acerca una copa.

-Mi sí, la lá, sol lá, sol la.

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-Nuestro valor sabrá vencer.

-Sol ré, do dó, si dó, si dó.

-Ebrios de gloria y de placer.

-Voy a brindar por la patria.

-Y yo por ti.

-La patria primero.

-No lo creas. La patria es función del hogar.

-No entiendo.

-La patria está donde se está bien.

-¡Egoísmo!

-No es mía la definición.

-¿De quién?

-De un legislador ilustre. Ya ves que no aludo a ningún vivo.

-La patria es como Dios. Algo que se ama sin definirlo.

-Esa es la patria buena.

-Y, ¿cuál es la mala?

-No existe, como no existe Dios malo, porque Dios y patria representan dos ideas de bondad.

-Entonces todas las patrias son buenas.

-Tampoco.

-Explícate.

-Es que nos hemos quedado sin patria todos los humanos.

-Pero hay naciones.

-Por un convenio que han hecho unos cuantos caballeros de cada nación. El resto de los humanos viven como los bueyes; comen donde les alimentan y trabajan donde les mandan, pero no son propietarios de la tierra que aran ni del fardo que acarrean.

-Eso es desconsolador.

-Pero es cierto.

-Lo será, pero yo prefiero sentir la patria a discutirla.

-Y todos seríamos dichosos si no existiese objeto de discusión. Yo viviría feliz si estuviese convencido de que el emperador sólo piensa en su pueblo, de que Ganstier hace la felicidad de este país, de que no hay jueces   —201→   que prevariquen y se dejen arrastrar por sus malas pasiones, y de que todos los sacerdotes son virtuosos; pero mi razón me enseña que el emperador sólo se ocupa de sus pinceles, que Ganstier piensa únicamente en sus queridas; que hay algunos jueces ineptos y perversos, y algunos sacerdotes viciosos. Y, una de dos, o se me quita la inteligencia o se corrigen los malos.

-Ya se van corrigiendo.

-No lo creas. Los vicios actuales son los mismos de otros tiempos, pero todas las generaciones aceptan que se hable mal de lo pasado y no permiten que se hable mal de lo presente. Han progresado todas las artes que proporcionan el bien del cuerpo, y se ha ido extinguiendo el espíritu religioso, que es el bálsamo para sanar el alma.

-Verdad, Luis, mucha verdad.

-Los que sólo fían en la instrucción del pueblo no comprenden que una sana educación lleva fatalmente al reconocimiento de una entidad suprema y después al amor a Dios, que es la síntesis del sentimiento religioso.

Créeme, va siendo más cómodo no pensar como no pensaba yo cuando oía en la Aurelia esa marcha que están tocando.

-Daría gusto oírla.

-Un día, en Bootyfield desfilamos 30.000 hombres delante del Marqués del Mantillo, y las músicas tocaron muchas veces esa marcha.

-Ahora se repite la primera parte.

-Es la más bonita.

-Mi lá, sol sol, fa lá, sol ré.

-Para tornar a nuestro hogar,

Ebrios de gloria y de placer.

-Cuenta eso.

-¿El qué?

-Episodios de la guerra.

-¿Qué opinas tú de la guerra?

-Que es una brutalidad.

-Acaso. Pero de las barbaridades que ha inventado el hombre para matar a su semejante es la guerra la única que produce una muerte honrosa.

-Más que el patíbulo.

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-Porque éste es posterior a la guerra y el progreso de la barbarie es la crueldad.

-Cuenta cómo es una batalla.

-Pero, chica, ¿tú crees que yo soy como los malos cazadores que salen al campo para contar mentiras cuando vuelven?

-Si no son mentiras.

-Ni de ellas necesito, porque la realidad es más interesante.

-Pues cuenta algo.

-Mucho humo, mucho ruido, mucho fuego, la tierra yerma, rojos los ríos, fríos los muertos, el vencido lleno de desesperación y el vencedor lleno de gloria. Dios no aparece en este cuadro.

-Que es tristísimo.

-Eso lo digo ahora, porque entonces veía todo eso, pero no me detenía a examinarlo. Entonces la vida era la victoria, porque aquellos salvajes no daban cuartel. Y éramos jugadores locos jugándose su existencia. Los ojos extraordinariamente abiertos, los ademanes rápidos, el traje sucio por el humo y por el polvo, los labios secos, la mirada fija en el lugar donde se bate la infantería, y las manos agarradas al objeto más próximo para dar empleo a la actividad febril del organismo. Se habla poco, se dice bravo cuando el proyectil da en el blanco, y se manda con la mirada y con el ejemplo. La victoria produce una grandísima alegría, y se piensa en el hogar, porque nadie ama tanto a los suyos como el soldado que está ausente de ellos, y el militar no se acostumbra a vivir sin afectos.

-No hay quien viva sin amar.

-Después de terminada la batalla de Juarro, y cuando ya era de noche, me llamó mi padre, y me dijo: «Tu madre me escribe, lee esa carta». No la olvidaré nunca. Hasta entonces no se me había ocurrido que mis padres se amasen como nos amamos tú y yo; pero al leer aquellas conmovedoras frases con que mi madrecita describía sus angustias, vi la mujer y la encontré tan digna de respeto como la madre. Me pareció mi padre más padre y menos amo, y le quise más después de quererle mucho.

-¿No es verdad que era muy guapo?

-Más aún que el Marqués del Mantillo.

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-Y no es verdad que fuese orgulloso.

-Muy serio. Aquel mismo día me dio una caja de cigarros diciéndome: «Tu madre ha enviado dos: ésta será para ti», y yo la guardé sin decir nada. Hasta entonces no me había autorizado mi padre para fumar en su presencia.

-Y, ¿qué era?

-El teniente más antiguo. Un año después la pícara enfermedad le envejeció rápidamente, y como le prohibiesen fumar, venía a mi gabinete para encender un cigarrillo a hurtadillas de mi madre.

-¡Pobrecillo! ¿Conservas el retrato grande que había en la sala?

-Los conservo todos, pero ya no conocerías el hotel. Aquel majestuoso bienestar ha desaparecido.

Un Noisse es la aristocracia antigua que empleaba su dinero en instruirme y en proteger a las ciencias y a las artes; y un Brether es el soldado con fortuna y osadía: el burgués ignorante elevado a personaje por este imperio populachero. Ahora manda una Brether en el hotel, y las paredes se adornan con cromos; los adornos postizos sustituyen a la madera tallada, y las rinconeras están atestadas de cerámica fea y de bisutería brillante. Merecíamos ser pobres.

-Eso no.

-Eso sí. El dinero proporciona placeres, y sólo debían ser ricos los seres inteligentes y sensibles.

-¡Ojalá!

-Tú debías ser millonaria.

-Si lo hubiera sido...

-¿Qué?

-Otra vez la orquesta.

-Pues di que no lo dejan.

-Este público pide mucho.

-Porque saborea poco.

-Ya sé lo que tocan.

-Parece una plegaria.

-Es la introducción de unos valses.

-¿Espigas de oro?

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-Sin esperanza.

-Serán tristes.

-Pero muy bonitos.

-Bailaremos.

-Si no hay bastante sitio.

-En un metro cuadrado te columpio como se mece el pájaro en la rama.

Luis rodeó con sus brazos la cintura de Águeda, y hallándola tan próxima la besó en su ancha frente.

Sujetó Águeda con sus manos la cabeza de Luis, y le dijo:

-Quisiera ser tu esposa.

-Eres más, porque eres mi vida.

-Pues aunque no te viera ni me acariciases querría ser tu esposa.

-Para vivir como Marcela.

-No; porque tendría el derecho, y me bastaría ser un poco mejor que ella, para valer más que todas tus queridas, aunque fuesen tan buenas como yo.

-Ese derecho es utópico.

-Pero un derecho es siempre una fuerza.

-¿Bailamos o no?

-Antes quiero beber.

-¿Poco o mucho?

-Mucho, porque de todos modos también la posesión es origen de derecho.



  —205→  

ArribaAbajoPero la ley es inexorable

Luis fumaba tranquilamente sentado al borde de la cama, y Águeda descansaba sobre la preciosa colcha. Mari Antonia arreglaba el almuerzo en la cocina, y los canarios piaban y rompían las hojas de lechuga, buscando los rayos de sol, que empiezan a ser amables en Granburgo desde el mes de abril.

-Todos, no.

-Casi todos.

-Tampoco.

-Explícate.

-Tú estudias solamente los caracteres organolépticos de la sociedad, pero no su esencial constitución.

-Yo los juzgo conforme los veo.

-Pues en eso consiste el error.

-Entonces la sociedad será hipócrita.

-No lo es. El cuerpo que tú llamas frío no te da frío sino que vibra al contacto de tu mano hasta que él y tú os colocáis a la misma temperatura. La sociedad parece de un modo o de otro según las condiciones del observador. Lo que no engaña es el análisis esencial de la sociedad.

-¿Cómo es?...

-Ni mala ni buena. Es un absurdo. No te concretes a la moral legal ni a la religiosa, porque los actos que son morales en un país son inmorales en otro. La sociedad es la máxima desgracia humana, porque es consecuencia del pecado original; y hasta en esto es sabia la Sagrada Escritura. Por eso verás en la historia que a medida que en los pueblos se acentúa la condición social se acentúa la decadencia. Porque las sociedades no viven de las funciones   —206→   del hombre sino de las funciones sociales, y a medida que éstas aumentan en su importancia va disminuyendo la importancia del hombre, y cuando el individuo está casi anulado es cuando la sociedad llega a su grado máximo de perfectibilidad, y entonces el pueblo culto, donde el hombre apenas es, se ve conquistado por otro pueblo semi-salvaje, cuya acción social es sencillamente la suma de las acciones individuales de hombres robustos que viven; porque la vida es el ejercicio de las funciones.

Para explicártelo mejor, diré que si mezclas agua con vino el conjunto tendrá vino y agua, pero si combinas en proporción convenida oxígeno con hidrógeno la combinación será agua que no tendrá los caracteres organolépticos del hidrógeno y del oxígeno. Pues esta es la sociedad: una combinación de hombres donde desaparece por completo el ser humano.

-Donde pierden los pobres y ganan los ricos.

-No lo creas.

-Eso veo.

-Pero consiste tu error en que solamente observas durante un minuto. Si terminado este tiempo siguiese observando verías que los ricos no gozan, y si algún ser gozó concluye siendo víctima de los desgraciados.

Un sabio, a quien no alabo porque no puedo arrestarme, y porque las alabanzas deben emplearse para convencer a las autoridades agresivas, pues bien, ese sabio ha descubierto cómo el vino se hace vinagre. Verás por qué. En el vino hay dos clases de animalitos: unos son aceti y otros vini. Cuando el vino está en su punto, los vini se hallan en la superficie del líquido absorbiendo el oxígeno del aire. Mientras dura esta orgía se hallan en el fondo del caldo los aceti que no logran salir hasta la superficie porque lo impiden los vini. Pero a estos les sucede en la orgía lo mismo que a los humanos: se aniquilan, y entonces vencen a los vini los aceti; comienzan éstos a emborracharse de oxígeno, y el vino se convierte en vinagre.

Pues lo mismo ocurre en nuestra sociedad. Esos que tú llamas ricos quizá sean pobres; pero los poderosos efectivos emplean su tiempo en la orgía; no consienten que nadie les robe una parte del oxígeno de que disfrutan y van aniquilándose, y llegará un día que subirán los desgraciados, vencerán a los poderosos, y...

  —207→  

-Y seremos felices.

-No. El vino se convertirá en vinagre y nuestra sociedad valdrá muy poca cosa.

-Entonces tú no eres partidario del triunfo del pueblo.

-Pero, ¿es triunfo destruir sin crear nada? Triunfar supone un hecho glorioso, y eso es un hecho maldito. Lo que yo quiero es que el vino se trasiegue a menudo y que se pulverice para facilitar la oxidación de todos sus componentes, y lograr que cada gota pequeñísima sea igual vino que la cosecha reunida. Entre nosotros uno representa la ley, otro la religión; éste la fuerza armada, aquél la hacienda, y el pueblo no representa ninguna cosa, siendo el pueblo quien constituye las nacionalidades.

-Todo eso será muy cierto, pero también es verdad que unos viven mal y otros bien.

-Todos viven mal.

-Porque nadie está contento con lo que tiene.

-Eso te probará que hasta ahora no se ha proporcionado el hombre lo que le puede convenir.

-Nadie lo sabe.

-Pues yo lo sé. El hombre necesita vivir para sí y no para la sociedad.

-Pero, ¿qué es la sociedad?

-Un emblema, un ídolo. Para unos pueblos el oráculo, para otros el apóstol, y para nosotros el imperio. Hay negociantes que hacen subir y bajar las acciones de minas que no existen, y en este juego quienes ganan son los agentes que cobran su comisión en cada jugada. La sociedad es otra mina; sólo existe para pedirnos y así nos convertimos en accionistas, pero la sociedad no nos da pan, ni salud, ni alegría, porque es una mina que sólo existe para quienes dan fe de su existencia.

-Pero el hombre si no viviese en sociedad sería feroz.

-Acaso; pero tampoco conocería la cárcel, ni pagaría multas, ni tendría envidia.

El hombre es el único ser cuya constitución física le permite vivir errante, pero yo tampoco soy partidario de la vida salvaje; lo que niego es la   —208→   necesidad y la conveniencia de que la condición social sea fatal para todos los hombres.

-Me cuesta trabajo seguir tus razonamientos.

-Pues pregunta y te contestaré.

-¿Tú crees en Dios?

-Sí, creo.

-Y, ¿quién es Dios?

-Es la integral de una función que se llama el mundo.

-Y, ¿qué es la integral?

-Una función de donde vino la derivada.

-Y, ¿cuál de las dos vale más?

-¿Preguntas qué vale más, si Dios o el mundo?

-Eso es.

-Dios pudo hacer un mundo, y el mundo no pudo hacer un Dios; pero el mundo, en cuanto es obra de Dios, es obra perfecta.

-Y, ¿qué es función?

-Lo que depende de otra cosa.

-Y, ¿de quién depende Dios?

-De sí mismo.

-Pues no depende.

-Estás equivocada. Mi cigarro está sujeto a una fuerza que le lleva hacia el suelo, y a otra contraria que ejercen mis dedos; el cigarro, por consiguiente, está en equilibrio, pero no en reposo; pues Dios es función de sí mismo, y si la función no existiese resultaría Dios en reposo, y dejaría de ser Dios.

-Entiendo algo.

-Pobre vidita mía, no te fatigues con tales discusiones, y haz lo mismo que los tiranos cuando se les habla de estas cosas; se ríen del filósofo o le meten en la cárcel.

-Pues son unos bestias.

-Lo son, seguramente. Y no es extraño, porque existe el error de suponer, que basta ser hombre para ser un animal superior, y esto no es exacto. Te lo demostraré brevemente.

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Atendiendo a sus diferencias orgánicas hemos convenido en que el perro no es hombre. Ahora bien; se dice que el perro es amigo del hombre, sin que por eso sea hombre; luego quien no ama al hombre no es hombre ni perro.

-¿Qué es?

-No tiene nombre, pero lo necesita. Quien no ama al prójimo, y desea a otro lo que no desea para sí, es una bestia inútil, porque su carne no sirve de alimento.

-Tu moral es buena, pero no se practica.

-Tú no sabes lo que es moral.

-Pero lo comprendo.

-Te equivocas muchas veces, porque la moral se define de otra manera.

-¿Cómo?

-Es moral lo que la Iglesia predica.

-Conforme.

-Pero si yo predico lo mismo, ya no es moral.

-Lo será.

-Pues no lo es.

-¿Por qué?

-Porque la Iglesia se ha creado un monopolio con la predicación de la moral cristiana. A cada seglar le está prohibido ser mejor que su párroco, y si demuestra que éste es malo, se excomulga el seglar y punto concluido. Así se producen en el catolicismo deserciones inmotivadas: y los males que padece la Iglesia dependen de que muchos católicos están dispuestos a sacrificarse por el pontífice, pero no por el párroco cuando éste es egoísta, borracho y mujeriego, y se prevale de la protección del obispo ganada con artificiosos engaños.

Se habla mucho de religión y de progreso, pero nadie se interesa por el cura de aldea y por el maestro de instrucción primaria, y éstos son quienes crean el amor a Dios y el amor al estudio.

-Es verdad.

-Pues ahí tienes lo que produce ese monopolio de la Iglesia. Todos los privilegios son absurdos, y hemos llegado a creer absurdos inconcebibles. Hay un deber cristiano que sólo puede cumplirlo el emperador.

  —210→  

-¿Qué deber?

-El de perdonar.

No envidio a Su Majestad Fortísima sus carruajes, sus lacayos, sus palacios y sus joyas; pero protesto contra el injusto privilegio de que él solamente pueda ser misericordioso.

Un miserable me da una puñalada a traición, y bien tenga el hecho los caracteres de asesinato o simplemente los de homicidio, es lo cierto, que si trato de castigar al culpable, se interpone el juez diciéndome:

«Tú no debes castigar, porque no lo sabes hacer. Yo soy el representante de la ley que es la razón escrita, y yo apreciaré todas las circunstancias del caso, y sentenciaré con arreglo a justicia».

Esto podrá ser discutible, mas parece razonable; pero el reo ya condenado sólo puede obtener perdón del rey, y no se libra de cumplir su sentencia aunque yo le perdone. ¿Es que el emperador perdona en nombre de toda la sociedad? Pues conste que no perdona en mi nombre, porque yo no renuncio al placer de ser generoso. Y si la ley no castiga y yo no perdono, ¿por qué comete la sociedad con su indulgencia tan extraordinaria transgresión del derecho?

Es que el perdón es privilegio del emperador, y es triste que también haya privilegio para poder ser bueno. Renuncio al derecho a castigar, pero no al de perdonar; y si yo perdono se debe perdonar al reo, a menos que el emperador, en representación de toda la sociedad, se niegue a ser tan compasivo como yo.

-Lo cierto es que asusta la idea de que haya tantos hombres para castigar, y uno para ser indulgente.

-Tienes razón, y nunca olvides lo que acabas de decir.

-Así está el mundo.

-Y nuestra patria.

-Y el pueblo.

-El pueblo no está definido. Si es el número es un idiota, porque aplaude lo que le divierte y no lo que le regenera. Y si son tantos los que lo forman, deben ser muy estúpidos cuando ya no han vencido a los poderosos.

  —211→  

Creo que no existe el pueblo con caracteres concretos. Todas las virtudes y todos los vicios se hallan en las tres clases sociales, y sólo encuentro una manera de diferenciarlas; forman el pueblo los que no comen aunque trabajen; las gentes de la clase media comen trabajando, y los aristócratas comen sin trabajar. Pero hay otro ser que ya está perfectamente definido, y es el que vive del trabajo ajeno.

-Y, ¿cómo se llama?

-El burgués.

-Pareces un obrero hablando así.

-No sé lo que pareceré; pero no puedo parecer estúpido, y esto es lo que me interesa.

Las personas de posición, igual a la mía, no se preocupan con ningún problema serio, y los proletarios son tan bestias que desean la revolución para ser marqueses. Unos y otros no pueden ser mis compañeros.

-Pero tú debes preferir a los aristócratas.

-¿Por qué?

-Por tu origen.

-Y, ¿qué es el origen?

Comprendo que al comer fruta o al comprar paño se pregunte de dónde vinieron estos artículos, y se pregunte por qué las fábricas de tal punto o las huertas de tal otro dan buen paño o buena fruta; pero las preocupaciones acerca de otros orígenes son necedades supinas.

El lenguaje escrito está lleno de absurdos; creados por el respeto a la etimología, y ¿qué nos da la etimología? Pues lo vas a saber. ¿De dónde procede tal palabra? De otra de la lengua P. ¿Y ésta? De otra de la lengua Q. ¿Y ésta? De otra de la lengua R. ¿Y ésta? No lo sé. Pues no sabe usted nada útil, porque lo interesante sería conocer cuándo y por qué empezó ese sonido y no otro a expresar una idea determinada.

La rutina ha creado infinitos absurdos en el arte. En música hay muchas claves que son perfectamente inútiles, y que se representan sin método racional. Hay compases que huelgan, y se llaman compases muchas cosas distintas menos el compasillo, que debiera llamarse compasón.

  —212→  

De todos modos, es preferible una mala rutina a una condena injusta; y como ésta merece respeto, aun siendo apelable, te declaro que yo respeto las costumbres como todas las tonterías, pero apelo después. ¿Te ríes? Pues verás cómo apelo. Cuando encuentro a un tonto, y encuentro a muchos, le oigo y suelo interrumpirle con alguna tontería para que siga hablando. Llega el momento de separarnos, y él se va convencido de que yo soy un infeliz que agradezco sus enseñanzas, y yo no le enseño nada de lo poco que sé, porque no me gusta emplear tan mal lo que tanto trabajo me ha costado adquirir. Me encuentro a otro tonto -suele serlo el primer individuo con quien tropiezo- y a todas sus tonterías contesto: «Ya me lo ha dicho fulano», y me responde: «fulano es un animal; habla eso porque yo se lo he contado». Me quedo satisfecho porque ha casado la sentencia, y, créeme, todo tonto es apelable ante otro tonto.

La rutina es el culto al origen, y éste es una deidad cuya imagen ha sido destrozada por los iconoclastas.

Un poeta que encontraba las ideas con tanta facilidad como los consonantes, dijo que la aristocracia es un ropón que de continuo acorta la tijera del tiempo por más que de continuo se le estire.

La importancia del origen nobiliario va desapareciendo. Todo el que nace es hijo del amor y todo el que vive es hijo de sus obras.

-Pero el hombre necesita un apellido, y el apellido es la certificación del origen.

-¡Necedades humanas!

-Lo serán, pero creo que las leyes no conceden fácilmente la legitimidad del origen.

-No entiendo.

-¿Qué hijos pueden llevar el apellido de sus padres?

-Los habidos en matrimonio, y...

-¿Y los nacidos por adulterio?

-Esos no.

-¿En absoluto?

-Pero si el adulterio es un delito, ¿cómo han de tener sanción legal los frutos del adulterio?

  —213→  

-Es verdad.

-En lo que la ley es absurda es...

-Me parece que no almorzamos si no avivas a mi madre.

-¿Tienes apetito?

-No sé si tengo frío o debilidad.

-¿Has guardado el edredón?

-Está en la alcoba de mi madre.

-Lo traeré en seguida. Te has quedado helada. A ver si empiezas a tener tercianas.

Cuando Águeda sintió el calor que el edredón le producía, pensó para sí:

«Eres más agradable que el Código, porque consuelas y no aplastas».



  —214→  

ArribaAbajoY las mejores soluciones son absurdas

-¿Da usted su permiso?

-Adelante.

-Cuando el señor guste de almorzar...

-En seguida.

-Está bien.

-Bautista.

-Señor.

-¿Y la señorita?

-La señorita se fue a la iglesia como todos los días, y no ha vuelto.

-¿Y el señor?

-Aún no se ha levantado.

Y así, las veces que comía Luis en su casa estaba solo, porque Marcela pasaba todo su tiempo en la iglesia, o.... sabe Dios dónde, se decía Luis, sin que esta duda le molestase, porque su amor, al morir, se llevó consigo los celos, y su dignidad estaba sobradamente ofendida para que pudiera ofenderse más.

Aquella su casa de Luis era para éste el cumplimiento de un deber social; y Marcela era la expiación de un pecado, la quiebra de un negocio: una equivocación cuyos resultados debía soportar con paciencia.

Y estaría, seguramente, en la iglesia: después de trastornar el hotel iría a trastornar la casa de Dios.

-Ea, capitán, almorcemos, y en seguida al Liceo, y luego a mi nido. La vida dura poco, y es preciso aprovecharla.

Y mientras almorzaba Luis, se estiraba don Cristóbal debajo de las sábanas y volvía a quedar inmóvil, embrutecido por la viciada atmósfera de   —215→   la alcoba, recreándose con el contacto de su propia carne e imaginando proyectos de lujuria que realizaba rápidamente la misma imaginación que los había concebido.

Y mientras almorzaba Luis, permanecía Marcela hincada de rodillas en el pavimento de la iglesia. Iba allí buscando a un Dios que no podía ver, porque el Dios más visible es el que tenemos en la conciencia: y así llegaba a pedir auxilio cuando sólo debía pedir perdón. Creía que el ser humano era campo yermo destinado para que en él celebren sus luchas, la felicidad y la desgracia, y quería que Dios la hiciese feliz, entendiendo que todo depende de capricho de Dios. Del capricho que no es fruto de la locura como razón extraviada, sino manifestación de la estupidez como razón muerta. Postrábase ante una imagen de la Santísima Virgen y oraba, sin saber lo que decía; pero esperando que aquel trabajo mecánico de sus labios tendría una recompensa. ¿Y cuál? Hacer que Luis volviera a ser el apasionado marido. Y no comprendía que es más fácil conservar que producir.

Y si Dios la preguntase: «¿Qué hiciste del bien que te otorgué?» -Ella contestaría: «Volviose amargura». -«¿Pero sabes que tú fuiste la causa de su perversión?» -Yo, no. -«Pues, ¿quién eres tú, que sabes transformar todas las cosas de la naturaleza, y no sabes mantener amante el corazón de un hombre que te adora?»

Y, ¿cómo se logra el amor?, preguntaba Marcela, mirando a la hermosa imagen. Y contestaba la Santa Virgen, pero no la entendía la necia devota. Contestaba con su sencilla actitud, con la dulcísima ternura con que sostenía entre sus brazos al Niño Dios, y con el noble orgullo con que mostraba a sus creyentes aquel hijo que sintetizaba todas las grandezas, porque es la fuente de toda verdad y de toda justicia, de la honrada justicia que recompensa al bueno y perdona al malo.

Así se logra el amor: amando siempre.

Pero Marcela no comprendía esto, como no lo comprende el conquistador que destroza la tierra que conquista, el tirano que embrutece a su pueblo, y cuantos emplean la soberbia y el odio como medios para satisfacer las necesidades de su vida. Miserables gallos de veleta que se creen superiores a las gallinas del corral.

  —216→  

Y allí se estaba hasta que cerraban la iglesia, porque las iglesias se cierran, sin duda porque entiende el clero que los consuelos de la religión no son necesarios en todas las horas.

Entró en el Liceo el capitán, y le entregaron una carta. Luis empezó a leerla y fue palideciendo su rostro.

Guardose la carta en el bolsillo, salió a la plaza, montó en un coche, y dio las señas de la habitación de Águeda.

Llegó, y cuando comenzaba a subir la escalera le detuvo el portero.

-Las señoras no están.

-¿Dónde han ido?

-No puedo decir a usted. Salieron esta mañana.

-¿Y no han vuelto?

-Ni volverán pronto, porque iban de viaje.

-Pero, ¿a dónde?

-No lo sé.

-¿Tomaron un coche?

-Sí, señor.

-¿Recuerdas el número del carruaje?

-No, señor.

-¿Llevaban abrigos?

-Creo que sí.

-Tú sabes, y te callas.

-No dude usted...

-Te doy un puñado de monedas si hablas.

-Pero, tranquilícese usted.

-Estoy tranquilo, y muy tranquilo.

-Las señoritas pagaron ayer tres meses adelantados por el alquiler de la habitación.

-¿Por qué no me lo dijiste?

-Yo no presumía...

-¿Qué más?

  —217→  

-Las señoritas no se han acostado en toda la noche.

-¿Qué más?

-Es otro dato.

-¡Imbécil! ¿Dónde han ido?

-Yo fui a buscar el coche y cuando volvió a la parada le pregunté al cochero.

-Y, ¿qué dijo?

-Pues que había ido primero a la Compañía de mensajeros a dejar una carta, y después a la estación.

-¿Cuál?

-La del tren que va al Norte.

-¿La del nordeste o la otra?

-Esa primera.

-Me parece que estás mintiendo.

-Lo juro.

-Y, ¿no hay nadie arriba?

-Nadie; mi mujer quedó en el encargo de cuidar los bichos y los tiestos.

-Voy a subir.

-Iré por la llave.

-Tengo yo la mía.

-Pues suba usted.

Le fue preciso abrir las ventanas para examinar el cuarto. Todo estaba en orden. Aquello suponía un enorme trabajo, realizado sin tregua durante la noche.

Faltaban frasquitos del tocador y faltaba el retrato de Luis.

¿Es que ya no soy nada en esta casa, o es que se lo ha llevado para tenerme consigo?

Y convencido de que no le interesaba seguir allí, bajó a la entrada, donde aguardaba el portero.

-Volveré.

-Cuando usted guste. Pse: todas son iguales.

-Vaya usted a paseo, estúpido.

-Usted perdone.

  —218→  

El factor de servicio en la oficina de referencias, no pudo asegurar si las dos señoras por quienes se le preguntaba habían montado en el rápido de las nueve de la mañana. Estos datos sólo interesaban a la policía, pero prometió telegrafiar extensamente al revisor de dicho tren, y obtener como favor particular los antecedentes que Luis deseaba.

-¿A qué hora tendrá la contestación?

-A las nueve de la noche.

-¿Estará usted aquí?

-Salgo de servicio a las ocho, pero aguardaré.

-¿Aquí mismo?

-En la puerta del vestíbulo.

-Está bien.

Son las cuatro y media de la tarde; a las cinco come el general; vamos a verle.

Pero esta visita no tuvo éxito porque el director del Liceo aseguró a Luis que sólo le concedería quince días de licencia, pues a principios del curso no podía consentir que los profesores faltasen a sus cátedras.

-Y si usted se empeña en solicitar esa licencia, lo más que puedo hacer es no informar la solicitud.

-Muchas gracias.

-Pudo usted salir hace poco.

-Entonces no me convenía.

-Y ahora no me conviene.

Cuando Luis se vio en la calle renegó de la disciplina que le obligaba a sufrir aquellas necedades.

La culpa es mía, porque no pedí la excedencia cuando me obligaban a marcharme. Entonces estaba dispuesto el general a firmarme el pasaporte: y ahora... ¡Como era influencia de la marquesa! ¡Valientes marquesas y valientes generales!... Y si la dichosa tía se empeñase lo conseguiría... Pues se empeñará. A casa, Luis a casa. Esa chiquilla me tiene loco; pero el problema es llegar a tiempo.

-Buenas noches, señor.

-¿Hay luz en mi despacho?

  —219→  

-Como no aguardábamos...

-Enciende.

-¿Va el señor a comer?

-¿A qué hora se come?

-Ya he avisado a la señorita y al señor.

-Di que comeremos juntos. Voy a escribir una carta. Y Luis escribió la siguiente:

«Clara: No me martirices. Abusas de mi miedo a un escándalo. Ya sé que mañana por la noche cumple el plazo, pero te suplico me concedas dos días más. No es cierto lo que sospechas de que haya pedido licencia para marcharme. Aguardo tu contestación. -Luis.»

Escribió en el sobre: «A la señorita Clara en propia mano», y dejó la carta con el sobre abierto encima del pupitre.

La asistencia de Luis a la mesa fue un acontecimiento. Marcela se dedicó a suspirar y a regañar a los criados para que éstos sirviesen con preferencia al señorito. Don Cristóbal se aprovechó de la ocasión para pedir Champagne, y Luis quedó convencido de que su estúpida esposa le recordaba sin querer lo que él sabía perfectamente: que allí no estaba su hogar. Paseó un rato por la avenida de los Álamos, y volvió al hotel.

-Bautista.

-Señor.

-¿Hay luz en el despacho?

-Sigue encendida.

-Ven conmigo.

La carta estaba en el pupitre, pero en posición inversa: se comprendía que había sido leída desde el otro lado de la mesa de despacho.

En la estación de Noreste le aguardaba el factor en el sitio de la cita.

-Esta es la contestación.

-Venga.

«Necesito más informes. Creo que llegaron hasta aquí. Otras se apearon en Eulace. Contestaré a cuanto me pregunte. -Crespo».

-Me quedo como estaba.

-Yo le envié todos los detalles.

  —220→  

-Y este sujeto, ¿cuándo vuelve?

-Llegará dentro de dos horas a Merjolie, mañana estará franco, pasado hará servicio hasta la frontera, al otro vuelve a Merjolie, y al otro por la mañana vuelve en el rápido.

-De modo, que si yo le escribo...

-Si escribe usted mañana, llegará la carta pasado por la noche, y él la recibirá al otro.

-¿Y la recibirá?

-Seguramente.

-¿Cómo se llama?

-Victoriano Crespo.

Se apeó en el Círculo militar, y de allí marchó a pie hasta la plaza de los Museos. Su carruaje de Luis estaba delante de la casa de la marquesa. Ya ha llegado el soplo; mañana verá al general, y al siguiente día tendré la licencia. Ahora vamos al hotel; empezaré los preparativos de viaje, y escribiré al Crespo. ¡Vaya una diablura que ha hecho esa chiquilla!

Volvió Marcela cerca de la media noche, cuando ya Luis se disponía a acostarse. En seguida se presentó Bautista.

-¿Da usted su permiso?

-¿Qué hay?

-La señorita ha preguntado si el señorito estaba despierto.

-Pues di que sí.

-Marcela debía estar detrás de la puerta, porque entró inmediatamente.

-Es que traigo un oficio para ti.

-¡Un oficio!

-Estaba el general en casa de la tía y me lo entregó.

-No sé lo que será.

-Parece que has pedido licencia para reponer tu salud.

-Es cierto.

-Pues ahí viene el permiso.

  —221→  

-Me alegro.

-Y yo también. ¿A dónde piensas ir?

-No me he decidido. Iré a Merjolie.

-Hará frío.

-Quizá tome baños calientes en el extranjero.

-Y, ¿cuándo te vas?

-Tampoco lo sé.

-Pues si estás resuelto, debías marcharte mañana.

-Tengo muchas cosas que preparar.

-Yo me encargo de arreglar la ropa.

-Entonces, quizá sea posible.

-¿A qué hora salen los trenes?

-El rápido a las nueve de la mañana.

-Pues en ese; todo estará dispuesto.

-Muchas gracias.

-Adiós y buenas noches.

-Lo mismo digo.

-Quiera Dios que la licencia te cure de todos tus males.

Muy cariñosa y muy majadera. Cree que todo lo sabe, y no termina la conversación sin decir una tontería, que mi mujer tiene por sabia sentencia. Ya está aquí el permiso por seis meses. Doble de lo que yo pedía. ¡Pobre general! No hay nada que seduzca más a los tontos que darles la razón cuando no la tienen.

Mañana a estas horas quizá esté al lado de Águeda. Ahora leeré otra vez todas las niñerías que me dice en su carta.

Querido Luis mío de mi alma: Empiezo a escribirte temblando muchísimo, y si ahora entrases me moría del susto. Tengo que decirte muchas cosas, y te las diré todas, aunque no las diga tan bien como tú dices las cosas que me cuentas.

Tú sabes, Luis mío, lo mucho que te quiero; pero no presumes que es muchísimo, como ninguna mujer ha querido en el mundo. Desde que yo era   —222→   pequeñita te estoy queriendo. Siempre te preferí a todos, porque eras muy bueno, y después, cuando empecé a desear el cariño del hombre, empecé a adorarte, porque yo deseaba solamente el cariño tuyo.

Mira si seré tonta, que ya estoy llorando. Cuando venías a vernos antes de irte por segunda vez a la Aurelia, me llevabas a los bailes, y yo comprendía que no debía ir; pero iba porque eras tú quien me llevaba. Y yo veía que no me tratabas como a otras mujeres, y dudaba si lo hacías así porque me querías respetar, o porque no me tenías cariño.

Después te marchaste, y durante tu ausencia me dediqué a aprender muchas cosas, para que te pudieras casar conmigo, porque yo decía: «él tiene dinero para los dos, y lo que hace falta es que yo sea una señorita más honrada y más instruida que todas las señoritas de Granburgo».

Pero no viniste a vernos cuando volviste de la Aurelia, y no encontré medio para lograr que vinieses.

Te casaste, y sufrí mucho: tanto sufrí como he gozado después; conque figúrate si sufriría.

Cuando ya volviste a visitarnos, yo quería ser tu amiga solamente, pero tú quisiste otra cosa, y así ha sido.

Ahora, Luis mío, estoy en distinta situación. Sé que voy a tener un hijo, y ese niño va a ser muy desgraciado, porque nacerá sin padre, y no es justo que él sufra las culpas nuestras. Además, yo quiero estar siempre en condiciones de poder aspirar a ser tu esposa, y no podría aspirar a ello si sucediese que yo tenía un hijo no estando casada.

Ya ves que tengo razón en todo lo que te digo.

No creas que yo oculto otra intención, porque bien sabes que tú eres todo cuanto yo quiero en el mundo. Y mañana podrás casarte con una viuda que tuvo un hijo de legítimo matrimonio.

Porque tú mismo me has dicho que el niño no lo podías reconocer de ningún modo.

Yo lograré verte, y tú mantendrás a tu hijo, porque así lo debes hacer, y encontraré medio de que no me des el dinero directamente, porque esto sería feo para ti y para mí. Te hablo de esto, porque así será.

Ya ves que tengo mi plan arreglado, y ya verás como lo realizo.

  —223→  

Pero quiero que tengas fe en mí, y que me quieras siempre, porque ya considerarás que lo merece una criatura que ha empleado y empleará toda su vida en idolatrarte.

Cuando recibas esta carta, ya no estaremos en Granburgo. Perdona, chacho mío, perdóname; pero si lo que te escribo te lo hubiera dicho, no lo hubiera hecho nunca, porque delante de ti me quedo sin voluntad.

Ten esperanza y fe en ésta tu chiquilla que tanto te quiere, y piensa, como yo, que esta ausencia mía no nos separa, sino que ha de unirnos.

Te escribo con mucha calma, pero no ceso de llorar, y quisiera renunciar al viaje con tal de que mañana volvieses a acariciarme.

Aquí hay algo de fatalidad, se decía Luis, ¿estaré condenado a no tener hijos?





  —224→  

ArribaAbajoCuarta parte

Lo que envidian los tontos


La Sociedad es una Celestina decrépita. Ayunta por conveniencia, por vicio o por costumbre, y siempre lo hace mal.

Considera ¡oh soberbio! que a nadie agradas. No puedes agradar al humilde que aborrece tu altivez, ni al soberbio, tu semejante, porque como pretende lo mismo que tú, te aborrece porque le quieres preceder y se muere de envidia.


Fr. Luis de Granada.                


Dios premia a los buenos, perdona a los malos y no se ocupa de los tontos.

Mal haya donde la gallina canta y el gallo calla.


  —[225]→     —226→  

ArribaAbajo La manceba de Su Excelencia

El hombre tiene predisposiciones rarísimas; ama la velocidad y le embriaga la rapidez: por eso trabaja para que la mecánica corrija la escasa agilidad del cuerpo humano. Otra predisposición extraña es la preferencia, con que la idea acerca de la longitud se antepone a la idea acerca de la superficie. Yo no conozco el origen de la escalera, pero debe ser antiquísimo. Subir en línea recta hacia el cielo, es una idea que la Biblia refiere a los primeros tiempos de la humanidad. Las líneas ferroviarias son un modelo de perfección cuando su trazado se aproxima a la línea recta; y todas las navegaciones se harían por círculos máximos, si la experiencia no aconsejase que es preciso sacar provecho de los vientos y de las corrientes. En todos los casos es un encanto la brevedad, y voy creyendo que el hombre no es eterno porque la eternidad desdeña al que no la comprende.

Yo tengo otra creencia; y para no ser conciso, he escrito el párrafo anterior antes de decir llanamente que a Luis le pareció largo el tiempo que emplea el tren rápido en recorrer las cien leguas que separan a Granburgo de Merjolie.

En cuanto llegó, y después de hallar acomodo en una de las buenas fondas de aquella hermosísima ciudad, se fue Luis a la estación del Suroeste, y preguntó a un empleado por el revisor Victoriano Crespo.

-Hace una hora que se retiró.

-¿A dónde?

-A su casa; son las once de la noche.

-Y, ¿dónde vive?

-No lo sé. Mañana hará servicio hasta la frontera. A las cinco de la madrugada le verá usted en el quinto andén, porque allí estará el tren formado.

  —227→  

-Muchas gracias.

-Usted mande.

Se volvió en el tranvía al paseo de Monteamar, y, paseando entre aquellos árboles, siempre verdes, se puso a darse cuenta de la situación rarísima en que Águeda le había colocado.

Comprendió Noisse que Merjolie era la santa hija habida por la Honradez en su matrimonio con el Trabajo: que aquellas bellezas con que se hacía amable la vida urbana, se habían creado con los ahorros de un pueblo que, después de ser bueno, aspiraba a ser hermoso. Comprendió que los habitantes de aquella ciudad, acostumbrados a contemplar la infinita grandeza del Océano Atlántico, eran superiores a los habitantes de Granburgo, cuya única emoción estaba producida por el patíbulo que se levantaba con espantosa frecuencia en la plaza de las Mercedes.

Y contemplando aquella calle de Monteamar, que llegaba desde la cumbre de la montaña hasta el muelle, y deduciendo que debía ser muy agradable la vida gastándola en Merjolie, aumentó la impaciencia de Luis por hallar a Águeda y disfrutar con ella de la cariñosa hospitalidad con que obsequia a propios y a extraños, la única ciudad cosmopolita que existe en el imperio.

Y mientras caminaba el tren rápido que llevaba a Luis de Merjolie a Granburgo, se miraba el capitán las manos y se decía:

¡Qué flaco estoy! Llevo cerca de dos meses buscando, y ya he perdido la esperanza de encontrar a Águeda en Merjolie. El revisor me engañó inocentemente hablándome de aquellas mujeres que perseguí, porque sendas señas concordaban con las de Águeda y Mari Antonia.

...Dentro de poco llegamos a Enlace, y esto me recuerda que por ese pueblo se va a Villaruin, donde estará mi amigo Cartridge viviendo tranquilamente en su convento. Y yo... Pero debo luchar y debo conservar mi vida para alcanzar la victoria... Es probable que haya desistido de sus propósitos y esté esperándome en Granburgo... Hice mal en marcharme; quizá pensó Águeda en explorar mis intenciones, y.. Hubiese sido más cuerdo   —228→   aparecer indiferente... Tengo vehementes sospechas de que la encontraré en su casita cuando vuelva... Y recuperaré mi hijo... ¡Mi hijo!... ¡Y quieren robármelo!... Estoy seguro de que le encuentro.

Y se animaba el pálido semblante de Luis como cualquier luz que se apaga lentamente se aviva al producir su último destello.

Trató Luis de observar a sus compañeros de viaje. Un elegante que no cesaba de pasearse por el tren. Un extranjero que era lector infatigable. Una madre que guardaba a su hija, cuyo rostro la defendía de todo riesgo. Un matrimonio recientito, tierno y esponjado como los panecillos que aún están calientes. Un camarero que no cesaba de ofrecer sus servicios; un sesentón que no cesaba de llamar al camarero, y viajeros que pasaban de un vagón al otro buscando conocidos o algo más interesante.

E interpolado, entre estas nimias observaciones, estaba el recuerdo de aquel pensamiento constante que formulaba la esperanza de hallar a Águeda soltera.

Soltera: porque la proyectada boda era absurda. ¿Con quién? Con nadie, porque ningún hombre honrado se presta a realizar tales bajezas... Aunque el engaño era posible...

Y Luis repetía: ¡no puede ser!, y parecía quedarse tranquilo después de haberse escuchado esta afirmación.

[...]

En la estación de Granburgo aguardaban Marcela y su padre, y cuando todos reunidos llegaron al hotel, se acostó Luis pretextando que tenía sueño, pero también tenía fiebre.

La infeliz esposa lloraba encerrada en su tocador, porque el aspecto enfermizo de su marido la convencía de que Luis amaba, y este convencimiento producía en Marcela dos efectos diferentes: la ira, originada por los celos, y la compasión hacia un ser que tanto sufría porque amaba tanto. Y sus celos le representaban a Clara con el cutis áspero y las facciones abultadas; y su compasión hacia Luis la llevaba a respetar a la mujer que había inspirado tan vehemente pasión.

  —229→  

Don Cristóbal quedó asombrado viendo a su yerno flaco y triste. En un rincón de la conciencia de aquel viejo vibró un átomo de caridad que por su insignificancia se había salvado de la muerte. Durante un momento sintiose honrado el Brether y le dolió su debilidad, porque el remordimiento es la única pena insoportable. Y hubiese acabado con las energías de aquel resto de vergüenza, si su grosero egoísmo no le hubiese obligado a ser bueno. Pensó don Cristóbal que no le convenía que muriese Luis odiando a Marcela, y llegose a ésta y le aseguró que Clara se había marchado hacia el Sur. Aseguró que aquellos amores habían concluido, y aconsejó a Marcela que procurarse conquistar el efecto de su esposo.

Cuando Luis se levantó eran las cuatro de la tarde. No quiso esperar a don Teodoro, que Marcela había avisado, y salió a la calle y se fue directamente a la casa de Águeda. El portero se disponía a encender las luces, e interrumpió su faena cuando vio entrar al capitán.

-Buenas noches, señorito.

-¡Hola, Cleto!

-¿Ha estado usted fuera?

-Sí; ¿qué hay?

-Novedades.

-Ve diciendo. ¿Ha vuelto?

-No, señor; ni ella ni la madre, pero vino el otro.

-¿Quién?

-El marido.

-Habla.

-Pues vino hará cosa de tres días, y trájome una carta de la señorita Águeda, y lo hice como me lo mandaba, es verdad. Pues le di la llave y entró, y se marchó y me dijo que era el esposo de la señorita y que volvería con ella y...

-Eso no es cierto.

-Señorito, créame...

-Eso te lo han dicho para que me lo cuentes.

  —230→  

-Dios me libre de tal pensamiento, y júrole que es muy cierto, y le daré pruebas.

-¿Pruebas?

-Pero yo deseo que esto no me cause perjuicio.

-Perjuicio, ninguno.

-Pues ese sujeto se llama don Juan García, y antes de que usted viniera a la casa, pues ya había venido él.

-¿A qué?

-Pues hacía el amor a la señorita; pero como si nada, y vínose de huésped con nosotros por estar más cerca de ella; y lo cual que se marchó sin pagarnos.

-¿Y ese perdido?...

-Pero cobramos, porque antes de irse usted nos pagó la señorita, y creo que lo hizo para que el otro viniese.

-Vuelvo a creer que me estás engañando.

-Una hija tengo, señorito; pues bien; que se me muera si no es verdad lo que le digo.

-Bueno, hombre.

-Porque una mañana que usted pasó por aquí a caballo, dijo la vieja que iba usted al campamento, y la señorita me pagó y aquella tarde vino el otro.

-De modo que...

-Pues nada; que vino, y cuatro días después fue la fuga.

-¿Y por qué entonces no me dijiste lo que ahora estás diciendo?

-Usted no me lo preguntó, y siempre es bueno preguntar, porque nunca se sabe todo. Usted quería saber adónde había ido la señorita, y yo aquel día no me lo sospechaba.

-¿Luego ahora sospechas?

-Y no me equivoco, porque el tal sujeto es de Cornichón. ¿Usted no sabrá dónde está ese pueblo?

-Entre Eulace y Madscountry.

-Así contó el don Juanito. Pues yo le pregunté por sus padres, y díjome que estaban buenos, y más díjome, que me dijo así: «Ayer estaban buenos   —231→   cuando los dejé». Y después que se marchó, como las mujeres son tan curiosas, ea, que la mujer le dio el encargo a la Perfecta, que es de allí, y la escribieron que era verdad lo de la boda y que la habían hecho deprisa y corriendo porque ella estaba adelantada, lo cual que a nosotros nos hizo gracia, porque ya sabíamos de quién es la criatura.

-¡Cleto!

-Y yo dije entonces... Pero, ¿se va usted?... Por eso aquella mañana decía yo que todas las mujeres... Pero, ¿se va usted?

Y hacía mal en preguntarlo, porque ya Luis estaba en la calle. Acababa de anochecer y helaba.

Cuando Noisse llegó al puente de Juarro huyó del pretil, y después huyó de los carruajes, y caminando como un beodo se encontró en la plaza del Palacio.

Alegrose don Teodoro de que Luis estuviese enfermo, porque siendo el capitán persona muy conocida, no dejarían los periódicos de citar a Noisse y a su médico, y un reclamo es muy agradable para un doctor cuando no puede sustituirlo con otro procedimiento más meritorio.

Don Teodoro pulsó a Luis, se despidió de él, y dijo a Marcela:

-¿Dónde vamos?

-A mi tocador.

-Pues, andando.

-¿Cree usted que es cosa de cuidado?

-A eso te contestaría cualquier barberillo. Un profesor que tiene conciencia de lo que trae entre las manos no puede diagnosticar tan fácilmente. Y a esto me ganan pocos. Yo no necesito termómetros ni paparruchas. Al pan, pan; y al vino... ¿Cuántos días lleva enfermo?

-No lo sé.

-Pero, ¿no se ha quejado?

-Si llegó esta mañana.

-¿De dónde?

-De Merjolie.

  —232→  

-Puerto de mar: es un dato. Tendremos un caso de cólera.

-Hasta ahora...

-Hay cóleras con toda clase de síntomas. En fin, veremos. Tú confía en mí, pero confía en quien todo lo puede. Te enviaré la imagen de Nuestra Señora de la Salud. La grande que está en mi despacho. Y ya veremos. Por ahora, nada. Déjale que sude, porque cuando se suda se muda, y el mal que se vaya y que Dios acuda. Y tú, ¿no has vuelto a resentirte?

-No, señor.

-Veo que tienes un buen marido. Cuando le di mis instrucciones, pareció muy contrariado.

-¿Cuáles?

-Aquellas. Y, créeme, vale más resignarse; pero si volvieses a las andadas, no salías del embarazo.

-Pero, ¿qué dice usted?

-¿Te haces de nuevas? Eso me prueba que aún dudas, y quieres que te lo repita. Pues bien, te lo digo como se lo dije a Luis: si te haces embarazada, no me llames, porque no me gusta el oficio de enterrador. ¿Vas a llorar? Pues si así puedes vivir muchos años.

-Si usted supiera por lo que lloro.

-Me lo figuro. En fin, paciencia. Mañana a las siete me tienes aquí, o si no, hasta luego, a las once volveré. Si necesitas que venga mi esposa viene en seguida.

-No, señor; muchas gracias.

-¡Ah! Y te enviaré la imagen.

No se debió el restablecimiento de Luis a la hermosa advocación de la Santísima Virgen, porque el doctor no cumplió su promesa. Sanó Luis porque don Teodoro no llegó a diagnosticar, y tuvo el pudor de no disponer ningún tratamiento; no hubo lucha entre la enfermedad y el médico, y no hubo la víctima fatal en tales casos.

Cuando ya estuvo curado el capitán, aseguro el doctor que la enfermedad había sido producida por un enfriamiento.

Y dijo bien: un enfriamiento del corazón.

Marcela aconsejó a su esposo que concluyese su licencia en Fleuri.

  —233→  

-¿En la fábrica de cartuchos?

-No, Luis; paseándote.

-Es inútil. No hago más viajes.

-Como gustes; pero si en Fleuri has de encontrar la salud y la felicidad, ya sabes que estoy dispuesta a todo siendo por bien tuyo.

-Muchas gracias, pero no creo que el clima de Fleuri tenga ningún mérito especial.

-No lo sé.

-Ni yo tampoco.

Intención tuvo Marcela de contar a su esposo que Clara estaba en Fleuri, según lo había afirmado don Cristóbal. Y después hubiese pedido indulgencia para las pasadas faltas; y llena de resignación, que le parecía heroica, hubiese invitado a Luis a que buscase en otro hogar lo que no debía buscar en el suyo.

Pero Marcela se calló, y Noisse empezó a sufrir con paciencia los cuidados maternales y empalagosos de una esposa rubia, linda y joven. Demasiado comprendía Luis que aquella no era felicidad, pero era un bienestar aceptable; y lo aceptaba. Seguía Marcela cariñosa y triste: ya no usaba de sus antiguas groserías, y si no era la esposa, era, al menos, una indiferente compañera.

Sabía Luis que Águeda vivía con su marido y con su madre en la casa de la calle de García Santos, y lo sabía porque algunas veces recibía en el círculo algún anónimo con letra de Mari Antonia, donde le decían que sería feliz, que se arreglaría todo y otras muchas majaderías que Noisse comparaba con las respuestas de un oráculo sin inspiración.

Y como el capitán no gustaba de tratarse con los tontos, que abundan en Granburgo, volvió a su cátedra, decidido a no acordarse de aquel hijo... de su madre, ni de la Aguedita que no se contentaba con ser manceba de un Noisse, y resultaba insoportable pretendiendo sustituir a una Brether.



  —234→  

ArribaAbajo Las victorias de Su Excelencia

El hombre es un ser superior solamente porque puede hacer daño, y lo hace siempre.



Aunque el sol abrasaba, todos los ociosos de Granburgo habían acudido a la solemne fiesta que el arma de artillería celebraba en la catedral el 23 de diciembre.

Santa Victoria bendita, patrona de los artilleros, no podía quejarse de sus patrocinados. Dentro del templo, las luces de los cirios, los focos eléctricos y las lámparas de aceite se apiñaban como si quisiesen competir con la brillante luz del sol estival, que caldeaba en la gran plaza los piquetes de guardia, los caballos de las escoltas, los carruajes de los invitados y de los preteridos, y los pobres que esperaban la salida de los devotos.

Y cuando éstos empezaron a desocupar el templo, llenáronse las gradas de mujeres hermosas, que al descender no podían ocultar sus pies menudos, y de bizarros artilleros, cuyas brillantes espuelas producían en la marcha su sonido bélico, tan característico y tan agradable. Los toques de las cornetas dominaron los rumores de la multitud; empezó a desfilar la artillería entre los aplausos del pueblo, y los jefes y oficiales francos de servicio formaron grupos con sus familias bajo los árboles del boulevard.

Despidiose Luis de sus amigos; montó con Marcela en su hermosa victoria; guarnecida de piel de España, y dijo al lacayo:

-A La Concha.

Y el carruaje rodó hacia el Parque.

-Me carga este coche.

-Pues bien nos lo envidian -contestó Luis.

-Porque el emperador se lo regaló a tu padre.

  —235→  

-Y porque es muy bueno.

-Pero, es muy viejo.

-¡Bah!, la vejez no es un defecto sino cuando es síntoma de inutilidad, y hay mucho nuevo que es inútil.

Ya no hablaron hasta que llegaron a La Concha, el restaurante del Parque.

-¿Entramos en un gabinete?

-Creo que no es costumbre en las señoras -respondió Marcela.

-Pues almorzaremos bajo los árboles.

-Procura que yo no haga un papel ridículo.

-Pero, hija, aquí vendrán casi todas las familias que has visto en la iglesia: allí, en aquel cenador, está ya Footstep con su esposa y con sus hijos.

-¿La señora de Other?

-¿Quién te ha dicho eso?

-No estará Other muy lejos.

-Eso es una calumnia.

-Me lo ha asegurado quien merece crédito.

-No me dirás su nombre.

-Mi doncella, que lo sabe por una amiga suya que sirvió en esa casa.

-¡Buen testimonio! Y, finalmente, vienes conmigo y...

-También con los caballeros van las mujerzuelas.

-Pero, ¿crees que un hombre pundonoroso se acompaña públicamente con una perdida?

-¿Dónde gustan de sentarse los señores? -dijo un mozo acercándose a Noisse.

-Donde haya sombra. Allí.

-Bien se conoce que tienen segura la venta, porque la lista satisface a todos los paladares.

-Yo tengo decidido mi almuerzo -dijo Marcela.

-Ve diciendo.

-Un huevo frito en aceite.

  —236→  

-¿Uno solo?

-Y un trozo de lenguado.

-¿También en aceite?

-También. Hoy es día de vigilancia.

-Lo será mañana 24.

-Para mí también lo es hoy.

-¿Quién te ha engañado?

-Mi director espiritual no engaña a nadie.

-Pero ese señor me parece que te castiga mucho, y yo no te creo tan pecadora.

-Estos sacrificios los hago por mi gusto.

-Lo sensible sería que no le gustasen a Dios.

-A Dios se le conoce sirviéndole.

-Así decía de Salvio V su ayuda de cámara y cuando el infeliz Saucy subía las gradas del patíbulo, le preguntó un sacerdote si creía en la omnipotencia de Dios, y contestó el reo: «no me atrevo a negarlo por no cometer herejía, ni lo afirmo porque no quiero disgustar a Su Majestad».

-¡Un majadero!

-¿Quién?

-Supongo que almorzaremos pronto.

-¿Tienes apetito?

-No; pero si tu propósito es contarme cuentos nos evitábamos la molestia de estar aquí.

-¿Quieres que vayamos a otra parte?

-Es lo mismo. Pide lo que hayamos de tomar.

-Luis llamó al mozo, y cuando éste recibió la orden quedose absorto de que una pareja joven, rica, en La Concha, y en la festividad de Santa Victoria, comiese tan parcamente.

-¿A quién has visto en la iglesia?

-Yo no miro a los devotos; miro al altar -respondió Marcela.

-Pero a tu tía la habrás visto.

-Nuestra tía, estaba al lado mío.

-Hace mal en pintarse.

  —237→  

-No se pinta.

-Pues lo parece.

-Es que se lava con agua de patatas.

-¿Cocidas?

-Prensadas.

-¿Y con ese procedimiento conserva el pelo sin canas?

-Se da aceite de moscas.

-¿Destiladas?

-No, fritas.

-¡Qué porquería!

-Con eso no ofende a Dios.

-Lo creo. ¿Y tus primas usan los mismos afeites?

-Nuestras primas son muy jóvenes y muy hermosas.

-Pero no se casan.

-Porque los hombres preferís las perdidas.

-Desde luego no entro en cuenta porque te he preferido a ti.

-Tampoco a ti me refería cuando hablaba de los hombres.

-Lo que ocurre es que las mujeres no se casan por dos motivos: primero, porque los hombres rara vez satisfacen una necesidad casándose; y segundo, porque las mujeres abundan mucho. Respecto a este último te diré que...

-Mozo, encargue usted que el lenguado lo frían con aceite.

-Te diré que la abundancia proviene de dos causas. La primera que nacen más mujeres que hombres, y este es uno de los signos de decadencia de nuestra especie: y la segunda, que mueren más hombres que mujeres.

-¿Habiendo menos?

-Relativamente. Los hombres mueren de la tisis en cualquiera de sus manifestaciones por exceso de trabajo, o mueren por la vida sedentaria que llega a dificultar la circulación y produce el reúma, la gota, la...

-¿La señora quiere el lenguado pasado?

-¿También tú? -preguntó Luis. -Mande usted señorito.

-¡Que te vayas!

-Estaba hablando conmigo -dijo Marcela.

  —238→  

-Él y yo -repuso Luis-, pero como no te era posible escucharnos a los dos, he supuesto que me preferirías.

-Y te escucho.

-Ese punto ya está discutido. ¿Te ha gustado la función religiosa?

-No sé qué decirte.

-¿Temes, porque la he organizado, que tus elogios no me parezcan sinceros?

-A mí no me ha disgustado.

-Ya has visto que al salir de la catedral me daban la enhorabuena todos los amigos.

-Ya lo vi.

-Como que ningún año se ha hecho mejor ni por menos dinero.

-Pero me ha parecido que se sonreían al celebrar tu victoria.

-¿Quién?

-Aranaz.

-¡Imposible! Es un corazón de oro.

-Y aquel comandante tan flaco.

-¿El que me pidió lumbre?

-Ese: tiene cara de idiota.

-Es el autor de la ametralladora radial que cubre un sector de 47 grados. Un talento.

-Pues en la iglesia no cesó de ajustarse los guantes y de hacer guiños a la sobrina de De L'Arc.

-Hace bien porque es encantadora por todos conceptos.

-Sobre todo, cuando miraba al general.

-No sé.

-Porque tú vas a la iglesia y no te enteras de nada.

-Yo no quito los ojos del altar mayor sino para mirarte a ti.

-Gracias. Mucho tarda el camarero.

-¿Tienes apetito?

-No.

-Pues lo abre el espectáculo que presenta la mesa, tan limpia y tan bien adornada. Esta es la ventaja que tienen las fondas: que se come con poesía.

  —239→  

-Haberte casado con la condesa.

-No trato de molestarla, pero estoy muy contento así.

-Esa hace versos.

-Esa señora no tiene más defecto que el de ser poetisa. Ya dijo Karr que cuando una mujer se hace escritora comete la doble equivocación de aumentar el número de los libros, y de disminuir el número de las mujeres.

-Porque los hombres quieren acapararlo todo.

-No tengo el propósito de competir con la condesa a quien ahora defiendes.

-¿Yo? Tiene de sobra quienes la defiendan.

-Su padre y su esposo.

-¡Valiente marido!

-Marido es una palabra demasiado ordinaria para designar con ella a un caballero.

-Más ordinario es tener amantes.

-Y algunos peatones y el papel de lija. Convenidos.

Y Luis se decía: Tengamos la fiesta en paz ya que he conseguido la victoria de que mi esposa venga a La Concha a comer conmigo como dos enamorados.

El mozo empezó a servir el almuerzo.

-Si a los señores les molesta el calor, regaremos un poquito alrededor de la mesa.

-Sería perjudicial.

-Como ustedes manden.

-Lo que sí quiero es que traigas el vino helado.

-Voy en seguida, señorito.

-La verdad es -dijo Luis a Marcela-, que estamos pasando un verano insoportable. Los pueblos que no conociesen la astronomía quedarían aterrados con la diferencia de temperatura que hay del verano al invierno.

-Ya sabe Dios lo que se hace.

-Y lo sabemos nosotros. Hay causas originales y causas accesorias. Tienes, primeramente, la proximidad del sol, y después la normalidad de sus rayos. Además...

  —240→  

-Eso quizá sea mentira.

-Completamente cierto. Hoy conocemos con exactitud la marcha de los astros.

-Pues mi director espiritual dice que los hombres nunca sabrán nada de lo que ven en el cielo.

-Y no lo sabríamos si hubiera de enseñárnoslo ese señor.

-No pierdes ocasión de ofender al clero.

-No, hija: es que hay sacerdotes ilustrados y sacerdotes ignorantes; y bien merecen los primeros que se les diferencie de los segundos.

-Y acerca de mi confesor, ¿qué opinas?

-Que es un zopenco.

-Basta. Hemos concluido.

-Pero, ¿qué te pasa?, ¿a dónde vas?

-Haz el favor de acompañarme al coche, te lo suplico.

-Pero, ¿por qué?

-Iré sola si no quieres tener esa cortesía.

-Te acompañaré, pero no me explico...

Fue Luis también a montar en el carruaje, y le dijo Marcela:

-Quédate para pagar al mozo, y almuerza tranquilamente... A casa. Luis volvió a sentarse a la mesa, y cuando el mozo trajo el vino le mandó retirar los huevos y el lenguado.

-¿No almuerza la señora?

-Es que ha perdido en la catedral un rosario de valor. Volverá si la encuentra pronto, y de lo contrario, no volverá. De todos modos, sírveme deprisa.

Y se decía el malaventurado artillero:

-Para mí no tiene mi mujer ninguna galantería que hasta las prostitutas derrochan por unas cuantas pesetas. Se burla de mis amigos, de la victoria que he conseguido organizando la función religiosa, y hasta de la victoria que el emperador regaló a mi padre. La verdad es que Santa Victoria bendita me está dando un gran día. Por supuesto, que yo tengo la culpa por meterme a preceptor de mi mujer, sin recordar que las mujeres son las últimas que conservan todos los errores, y que, según dice mi esposa, los ricos   —241→   estamos dispensados de discurrir... ¡Valiente almuerzo! ¡Mire usted que venir un Noisse con su esposa a La Concha, y en un día como hoy, y no gastarse en el almuerzo diez pesetas!... ¡La vigilancia!... El mundo y el demonio no les dejan acordarse de la carne... Y por muy zopenco que sea ese sacerdote, ya le habrá advertido que el esposo... Aquí no tomo café. Lo tomaré en el círculo: es el sitio a donde voy cuando Marcela me da un disgusto... Por supuesto, que allí no habrá nadie, porque todos tienen mujer o novia o alguien con quien pasar sus alegrías.

Cuando Luis pidió la cuenta, trajo el mozo dos notas y una tarjeta, que decía así: «Cristóbal de Brether. Chico: sácame de este apuro, y paga».

Y pagó Luis.



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ArribaAbajoLas visitas de Su Excelencia

El demonio también tiene el don de la ubicuidad.

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En cuanto lo tonto se puede parecer a lo malo, se parecen a las tercianas, esas relaciones sociales que los majaderos adquieren en cualquier parte y dejan por cualquier cosa.




I

Don Cristóbal estaba pensativo porque era víctima de un suceso extraño; se trataba de una conquista que no ratificaba el contrato de posesión. Paseando una tarde con Justo Right por la Ciudad Militar, vieron a una señora joven, morena y extraordinariamente hermosa. La señora estaba encinta y se acompañaba con una criada de edad. Miró a los dos viejos con marcado interés, y volvió la cabeza muchas veces para ver si la seguían.

En la puerta del parque, montó en el carruaje que la esperaba, y Right y Brether, como maestros en estos asuntos, la saludaron, y ella contestó finamente. Atreviose Right a decir que la señora del coche era una de sus conocidas, esposa de un alto empleado en las Colonias, que esperaba que Right, como magistrado del Tribunal de lo Contencioso y Finiquito, resolviese un expediente en determinado sentido. Brether oyó sin contradecir, pero a la tarde siguiente volvió solo a la Ciudad Militar, encontró a la desconocida, la saludó cortésmente, y respondió ella con tanta finura que don Cristóbal se atrevió a decirle:

-Quizá, señora, no la siente a usted bien la humedad de estos jardines.

-Me sienta muy mal, pero me aburro en casa y necesito esta distracción.

-¿Su esposo de usted está ausente?

  —243→  

-No, señor; pero tiene muchas ocupaciones.

-Los negocios.

-Se dedica al foro.

-Entonces será amigo del señor Right, mi acompañante de ayer.

-Quizá; pero no conozco a ese caballero. Es amigo de usted.

-¿El señor Right?

-Mi esposo.

-No recuerdo en este instante. ¿Cómo se llama?

-Don Juan García.

-¿Es delgado, bajito, muy rubio?

-El mismo.

-Ya lo creo. Buen jugador de tresillo. Concluiremos por ponerle mesa aparte para que se divierta solo.

-¿Tanta suerte tiene?

-Para mí, señora, es el hombre más afortunado de la tierra.

Y Brether miró a Águeda con insistencia y sonrió maliciosamente. Acabó aquí la conversación porque se hallaba a la puerta del parque. Águeda montó en su coche, y don Cristóbal quedó aguardando el tranvía que desciende hasta la plaza del Palacio.

Entonces Right le dio una palmadita en el hombro.

-¿Venía usted singuiéndonos?

-Un ratito.

-¡Buena mujer!

-¿Es la que yo decía?

-No, señor; a usted no le conoce.

-¿Y a usted sí?

-Conozco a su esposo.

-¿Y qué?

-Cinco mil de presente, y tres mil mensuales.

-Aguardaremos a que el imperio se haga curial.

-Hoy está por las bayonetas.

-Y yo por las mujeres guapas.

-Es lástima que no sea usted el emperador.



  —244→  
II

La amistad de Brether y Juan García fue haciéndose sospechosa a los habituales contertulios del casino, y aunque don Cristóbal recordaba continuamente que el niño de Juan García era su ahijado, se sospechaba que Brether también era padrino de la esposa de Juan García.

Las murmuraciones duraron una semana, y al cabo de ésta la atención se convirtió hacia un nuevo chisme.

Hubo, sin embargo, quien siguió la pista a las nuevas amistades de don Cristóbal, y se asombró de que éste fuese tan constante.

-Es muy viejo, dijeron unos.

-Y es el entretenimiento más decente que ha tenido, añadieron otros. Juan García hacía su papel perfectamente.




III

-¿Da usted su permiso?

-Adelante.

-Los señores de García.

-Allí los tienes.

-Pues salga usted, papá, y yo saldré en seguida.

-No te esmeres, porque son de toda confianza.

-Pero es la primera vez que vienen a vernos, y no los conozco.

-No importa.

-De todos modos, salga usted primero, supuesto que usted ha de presentarlos.

Salió don Cristóbal a la sala, y allí estaban Águeda y su esposo, éste tranquilo, y ella procurando dominar su emoción.

-¡Hola, compadres!

-Buenas tardes abuelo.

-Adiós Brether.

-Ya tenía gana de veros por esta vuestra casa.

  —245→  

-Y conste -dijo Águeda-, que venimos a instancias de usted, y esto nos servirá de disculpa si molestamos a su hija.

-Se alegrará mucho.

-Porque es muy indulgente.

-Aquí está.

Y Marcela apareció entre las colgaduras.

Acercó don Cristóbal una a la otra, a las dos mujeres, y bendiciéndolas, dijo.

-Ya estáis casadas.

-Siempre de broma.

-Siempre.

-Por supuesto, que la presentación debía haberla hecho de este caballero: el señor don Juan García, esposo de Águeda, distinguido abogado, y buen tresillista.

-Sobre todo, eso.

-Señora, a los pies de usted.

-Créame usted que sólo piensan en el tresillo. Quizá Brether no sea lo mismo en su casa.

-Lo mismo, aquí está muy pocas horas del día y creo que papá necesitaba pasear más, se va apoltronando y eso no es bueno.

-Pero es inútil cuanto se les diga, ¿querrá usted creer que paso los meses sin salir de casa por no tener quien me acompañe a paseo?

-Pues lo mismo me sucede.

-Pero ya no ocurrirá, porque propongo a usted una alianza ofensiva y defensiva, que nos permita disfrutar de los buenos parques, de los buenos teatros y de los ejercicios piadosos que hay en Granburgo.

-Por mi parte aceptada.

-Ahora debemos nosotros incomodarnos y marcharnos al casino.

-Ahora no será.

-¿Te animas, García?

-Vamos, papá, no seas así.

-Conste que de mí no podéis murmurar, porque tenéis vuestros esposos que os lleven del brazo, y bastante hago diciéndoos qué fiestas se preparan.

  —246→  

-Eso sí -afirmó Águeda.

-Pero ésta nunca va.

-¿No le gustan a usted los conciertos?

-Muchísimo -respondió Marcela.

-¿Y la ópera?

-Mucho, también.

-Ya veo un piano en aquel gabinete, y sé que es usted una verdadera artista.

-¡Ay! no, señora; la han engañado a usted.

-Pues lo disimularé aplaudiendo, aunque toque usted mal.

-He olvidado lo poco que sabía.

-De modo, que no es posible...

-Tocaré, pero toque usted antes.

-Permítame usted, pero el piano no me conoce y debe usted recomendarme a él.

-A usted la recomienda su talento.

-Es más justo decir que a usted la recomienda su modestia.

-Con esos cumplidos pasa el tiempo y no oímos nada.

-¡Ay qué Brether más impaciente! -dijo Águeda apoyándose con negligencia en el brazo de don Cristóbal, mientras García acompañaba a Marcela, abría el piano y ofrecía la banqueta.

Tocó Marcela una plegaria a la Virgen, con movimientos pesados, hasta dejar los dedos descansando sobre las teclas, o tan vivos que golpeaba éstas como a enemigas irreconciliables.

Cuando terminó Marcela, aplaudieron Águeda y García, y dijo Brether:

-Cada día lo haces peor.

-Y lo creo -interrumpió Águeda-; la ejecución se olvida rápidamente, y buena prueba de ello es que esta señorita ha debido tocar muy bien.

-Ya he dicho que todo lo he olvidado.

-Pues yo me encargo de que lo recuerde usted todo y aprenda muchas cosas nuevas.

-Es que también se pierde la afición.

-Ya la recobrará usted cuando vea que progresa.

  —247→  

Quizá.

-¿Me acepta usted como profesora?

-Señora, es usted tan buena...

-Tan inmodesta; pero, en fin, yo siempre digo la verdad, y en este adorno le gano a usted.

-Y en todo.

-En todo no: me gana usted a ser bonita.

-Aprenderemos a ser galantes -dijo Brether.

-Doy fe -añadió García.

-Y no me vuelvo atrás; ya me hubiera llevado sus cabellos rubios si pudiesen estar mejor sobre otra cara.

-Pues yo no quisiera ser rubia.

-Y yo estoy decidida a teñirme el pelo.

-No lo haga usted; no sabe usted el pelo que tiene.

-Mucho, pero negro.

-En cambio yo tengo poco.

-Eso prueba sus excelencias, porque sólo abunda lo malo.

-Quedamos en que de gustos no hay nada escrito -dijo Brether-, y el tiempo se pasa, y Águeda no toca.

-Es cierto: ahora le corresponde a usted.

-Conforme, y me pesa haberme alabado, porque no podré justificar mis alabanzas.

-Creo que sí.

-Allá veremos.

Hizo Águeda verdaderos milagros; parecía que sus manos pasaban sobre el teclado recogiendo las armonías que se escapaban de las teclas. No había allí movimientos bruscos; el conocedor del mecanismo sabía que el secreto estaba en los pedales y en la agilidad de aquellos dedos, que permanecían siempre a la misma distancia del teclado; el profano hubiera creído que Águeda, con el busto inmóvil y la mirada fija sobre el atril, escuchaba solamente.

Vibraron en la ociosa atmósfera del hotel, así perturbada, las dulcísimas armonías con que describe Rythmking, la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

  —248→  

Duró más de media hora la audición de aquella maravilla. En este tiempo lloró Marcela oyendo las sentidísimas frases del Stabat Mater; se aterró escuchando el fragor de la tormenta, durante el cual se hacían perceptibles las plegarias de las mujeres arrodilladas al pie de la cruz. Y todo esto lo vio Marcela sin saber qué era aquello, y comprendiendo exclusivamente que había allí la expresión de un drama interesantísimo, donde tomaban parte los sentimientos suyos, con tan grande exactitud, que el piano iba expresando con orden riguroso las ideas que acudían a la mente de Marcela: con esa universalidad del arte que hace de la música el arte por excelencia.

Acabó la maravillosa obra con un quejido extraño, discordante y espantoso como si el piano se hiciese pedazos por el dolor. Permaneció Águeda inmóvil un momento, y cuando se puso en pie, vio a Marcela llorando, la cogió entre sus brazos, la estrechó fuertemente y la llenó de mimos hasta que calmó aquel acceso nervioso. García y Brether reían, animaban a Marcela y aplaudían a Águeda con sincero entusiasmo. Esta volvió a besar a Marcela, la sentó cuidadosamente, y dijo:

-Ahora, algo alegre; una polka que se titula Trenzas de oro. Y se sentó al piano, y corrieron los juguetones dedos sobre el teclado, saltando de una tecla a otra como cantan los ruiseñores saltando de rama en rama, corriendo todos reunidos, como chiquillos alegres tras el objeto de su encanto, y quedándose escondidos y juntitos como pareja de canoras aves arrullando en el nido. Producía vértigo aquella rapidísima ejecución, y Águeda se reía cuando el final de una parte hecha ad hoc, engañaba a los oyentes haciéndoles creer que terminaba la polka.

Y terminó. Marcela repitió sus abrazos y la expresión de su agradecimiento, y cuando Águeda inició la despedida, declaró Marcela que iría a devolverles la visita lo más pronto que se lo permitiesen las ocupaciones de su esposo.

-Sentirá mucho no haber estado aquí.

-Debe ser muy feliz con tan buena esposa y en tan buena casa.

-El hotel vale poco.

-Es hermosísimo.

-Si estuviese siquiera a la vuelta, en el boulevard de los Álamos.

  —249→  

-Valdría mucho más -aseguró García.

-Pues nosotros también vivimos en un hotel, pero no le cause a usted risa cuando nos conceda el placer de visitarnos. Digo a usted esto, porque la habitación donde vivimos era la de los porteros en el palacio del Conde de Jessen. Hoy hemos conseguido que esa casita quede completamente incomunicada del resto del edificio; tenemos exclusivamente para nosotros un portero que ocupa parte de la planta baja; no tenemos vecinos, y aquí tiene usted por qué decía que vivimos en un hotel.

-Pues vivirán ustedes perfectamente.

-Yo sí, porque aquella era mi casa de soltera, y tiene para mí muchos recuerdos. Nos cuestan caras estas comodidades, y con ese dinero podíamos ocupar un piso principal en mejor sitio, pero yo estoy contenta.

-La calle es fea.

-Porque sólo tiene cocheras.

-Tal como es, nuestra casa está a la disposición de usted.

-Mucha gracias.

Cruzaron por la sala, llegaron a la antecámara, y mientras Bautista daba sus sombreros a los señores, Águeda dijo a Marcela:

-Todo Granburgo debe envidiar a usted su felicidad.

-No tanto.

-Tengo deseos de conocer a su esposo.

-Está muy ocupado; es catedrático.

-Sabía que era militar y sujeto de mucha ciencia.

-Es capitán de artillería.

-¿Nada más?

-Será muy joven...

-En esas carreras se asciende tan despacio.

-De todos modos, será muy joven.

-Treinta y cuatro años. Ha estado en la guerra de la Aurelia; pero como no se asciende por hechos de armas... Ahora ascenderá a jefe.

-Quizá mi esposo le conozca, ¿cómo se llama?

-Luis Noisse.

-¿Luis Noisse? ¡Pero si yo le conozco desde que era pequeñita!

  —250→  

-¿Usted?

-Mi madre estuvo sirviendo en su casa muchos años.

-Entonces usted es aquella Águeda a quien se ha referido muchas veces.

-La misma.

-¡Qué casualidad!

-Yo soy de origen humilde, y no lo niego.

-Le honra a usted.

-Pues bien; mi madre...

-Sí, sé la historia perfectamente, y le he dicho muchas veces que deseaba conocer a ustedes.

-Muchas gracias. Quizá ignorase dónde vivíamos.

-Puede ser.

-Además, señora, nuestras posiciones son muy diferentes.

-Suplico a usted que no vuelva a llamarme señora, y me llame Marcela.

-Muchas gracias.

-Además, yo sé que mi esposo tendrá mucho placer en renovar esta amistad antigua, y desde luego mi padre ofrece a ustedes esta casa y la amistad de su hija.

-Ya lo creo -dijo don Cristóbal-, y... sobre todo, ¡quién hace caso de Luis, que está atontado con sus estudios!

-Yo sentiría...

-Nada de sentimientos. Lo que yo sentiría es que García se hubiese inspirado y me ganase esta tarde.

-Cuente usted con ello.

-Acompañaremos a Águeda hasta su casa, y nos volveremos en el coche al casino, si es que ninguna de ustedes necesita el carruaje.

-Muchas gracias- dijo Águeda.

-No pienso salir -añadió Marcela.

Las dos mujeres se despidieron afectuosamente, y Marcela pudo notar que Águeda procuraba contener las lágrimas.

Cuando la señora de Noisse volvió a su habitación, dijo sonriendo desdeñosamente:

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-Por eso no me la presentaba, porque es una mujer bien educada y honradísima, y no se habrá prestado nunca a ser una sinvergüenza como la Clarita de antaño.




IV

Cuando Luis volvió a su casa, le esperaban para comer su esposa y su suegro. Empezó la comida, y apenas empezada, dijo Marcela:

-Seguramente no adivinarás quién ha venido esta tarde.

-Tus primas.

-No, por cierto.

-No sé.

-Águeda.

Quedose Luis con las manos sobre la mesa espantado y mirando fijamente a Marcela.

-¿Qué Águeda?

-Pues, Águeda. No creo que conozcas dos.

-¿La hija de Mari Antonia?

-Esa

-¿Y a qué ha venido?

-Pues ha venido con su esposo a hacernos una visita.

-¿Una visita?

-¿Te extraña?

-Y mucho, porque no tengo relaciones con esa familia.

-Son amigos de papá.

-Amigos, hasta cierto punto -añadió don Cristóbal-, porque al fin, según hemos sabido hoy, ella ha sido criada de tu casa.

-Su madre.

-Es lo mismo, hija. Yo no peco de orgulloso, pero lo cierto es que, si hubiese sabido esa circunstancia, no la hubiera presentado sin consentimiento de Luis.

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-Pues para mí en nada desmerece porque su madre haya sido una sirvienta. Ella es finísima, y solamente tocando el piano podría alcanzar mucho dinero y muchas consideraciones. Aún estoy conmovida. Si la oyeses...

-Supongo que lo hará bien.

-Dices eso con mucha frialdad, y sentiría que te negases a cultivar esa relación.

-No he decidido nada.

-La pobre, cuando ha sabido al despedirse quién eras tú, ha contado toda la historia con una franqueza conmovedora. Y creo que salía llorando.

-Y llorando fue todo el camino, porque decía que Luis creería que buscaban vuestra amistad por sorpresa.

-No sé por qué: esto ha sido una verdadera casualidad.

-De la cual yo tengo la culpa, dijo Brether, y me pesa porque Luis no parece conforme.

-No he dicho nada. Estoy oyéndoles a ustedes, y determinaré cuando sepa con exactitud lo que ha ocurrido esta tarde.

-¡Lo que ha ocurrido!, pues ya lo sabes con toda exactitud; ¿crees que yo también hago misterios?

-¿Eso también?

-Se refiere a ti porque no me explico qué motivos tenías para privarme de la amistad de Águeda.

-Si los tenía no los digo.

-Pero yo los supongo, porque esa señora es honradísima, y ya se comprenden tus resentimientos con ella.

-¡Qué comedia más infame! -dijo Luis levantándose.

Y, sin hablar más, se dirigió a su despacho y dio orden a Bautista de que no entrase nadie. Pero a los cinco minutos volvió a llamar al ayuda de cámara, se vistió y salió a pie hacia el casino.

Al volver la esquina del boulevard de los Álamos se encontró con don Cristóbal, que sin duda le esperaba.

-Perdona, chico, pero yo necesito tener contigo una explicación.

-Pues, usted dirá.

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-Yo he tratado a Juan García, el esposo de Águeda, en el casino. Parece un buen sujeto y no se le conoce ninguna debilidad. Por él visité a su esposa que entonces estaba encinta... Escucha con tranquilidad, porque a mi juicio, el asunto no merece tanta importancia. Te confieso que el matrimonio García, me fue simpático. Nació el niño... calma, hombre, que ya hablarás después. Nació el niño y me obligaron a que fuese el padrino... Como nunca hablamos en los pocos momentos que estamos juntos, no te has enterado de estas cosas. Pues bien; bautizaron al chico, yo quería que se llamase Cristóbal, pero la madre se empeñó en que se llamase Luis solamente. Yo dije... espera un poco. Dije que tú te llamabas Luis, pero nadie se dio por enterado. No he concluido. Resultó que la madre no podía criar al zorro, porque todas esas grandullonas no valen para nada, y entonces fue su abuela, que es un jamelgo, a llevar al chico a Villaruin. Yo dije que allí tenías un amigo que era fraile y tampoco se dieron por enterados. Total que de mí ha salido el que viniesen a veros y nunca me han hablado de ti para nada. Si ella es una tunanta y se ha valido de mí para meterse en tu casa por sorpresa, conste, chico, que he sido inocente, y que, si quieres, desde ahora mismo los envío a tomar el fresco. Conque, di.

-¿Usted se ratifica en lo dicho?

-Hombre, te lo juro por mi salud, que es lo que más estimo.

-Pues ya contestaré.

-Pero conste que no quedo contigo en mal lugar.

-Desde luego.

-Que no quedo.

-Que no.

-Pues entonces haz lo que quieras, que bien hecho estará seguramente. ¿Vas al círculo?

-Un rato.

-Pues yo voy a las Montañas rusas; conque, hasta luego.

-Hasta mañana.

-Es verdad, hasta mañana.

Y será cierto lo que dice mi estúpido suegro. Esa mujer sigue adelante su plan, y me aterran los planes de las mujeres... No me olvida... Y ha puesto al niño el nombre mío. ¿Será mi hijo?... Vale más no pensar en esto.

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Pero en ello estaba pensando, cuando un criado del círculo le dio una carta. Luis conoció en seguida la letra del sobre; lo rompió, y hallose con lo siguiente:

«Luis: no sé cómo llamarte, pero te doy el nombre que menos molestia te puede producir.

»Hoy he visitado tu casa, después de haber puesto, para conseguirlo, el trabajo constante de un año. Como ves, tengo una fuerza de voluntad de que tú careces. Tu dinero viene a mis manos por las de don Cristóbal, y notarás que tu suegro gasta menos que en otros tiempos. Con ese dinero mantengo a tu hijo, que es tuyo aunque no lleve tu apellido. Y también en esto te gano, porque he dado al niño, sacrificándome, un apellido legítimo que tú no le podías dar; y además, lo mantengo, y lo mantendré sin deshonrarme, sin gravar más la hacienda de su verdadero padre. Ahora necesito lograr en tu casa la confianza de una íntima amiga; primero por gastarte menos, y segundo porque no puedo vivir sin verte.

»Sé que esta carta basta para que puedas perderme, y destruir mis planes de futura felicidad, pero confío en tu nobleza, singularmente porque invoco el recuerdo de aquel morenito que está criándose en Villaruin.

»Tu pondrás por mí la antefirma a esta carta. -ÁGUEDA.

»P. D. Una persona de mi confianza espera el sobre con tu firma que me es muy conocida».

Luis firmó el sobre y lo devolvió al criado. Salió a la calle, llegó a su casa, y dijo a Marcela:

-Cuando gustes iremos a visitar a los señores de García, porque no es justo que tu padre y tú hagáis un papel desairado. No puedo ser más amable, pero conste que, a mi juicio, esas gentes no tienen dos pesetas, y sentiría que, aprovechándose de tus simpatías, viviesen a nuestra costa.

-Pero si ella, tocando el piano...

-Ya lo sabes. Por eso yo me conservaré en actitud expectante.

Y se encerró en su despacho, donde estuvo velando hasta las dos de la madrugada, sin hacer otra cosa que leer la carta de Águeda.

Cuando se acostó decía sonriendo:

-Las mujeres son el mismísimo demonio.