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ArribaAbajoQuinta parte

Quien mal anda, mal acaba


Dios creó la mujer para compañera del hombre, y las que tal hacen son hijas de Dios. El demonio convirtió a la mujer en hembra del hombre, y las que tal hacen son hijas del diablo. La naturaleza hizo fecunda a la mujer, y las que tal fueren son hijas de la naturaleza. Las que no cumplen las leyes orgánicas, ni las de Satanás, ni las de Dios, se amparan con las leves sociales, explotan el matrimonio, viven solamente para la sociedad que las protege y lograrían el monopolio de la felicidad si su envidia no les recordase a menudo que viven despreciadas por todas las conciencias.

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Será preciso aprovechar la carne de los tontos para que sean útiles de algún modo.



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I

Parece que la inteligencia sólo puede crear una idea, y así todas las impresiones se resuelven en las mismas especulaciones. Complácese la memoria en presentar al entendimiento como hechos nuevos los ya discutidos. Justifícase de distintos modos la misma síntesis, y se llega a tener fe en la síntesis obtenida tan laboriosamente. No se distingue lo lógico del sofisma, y al final de tan dolorosa tarea cree el ser humano que su convencimiento no está producido por una hipótesis imaginada, sino sencillamente por la impresión originada por un hecho real. La sospecha pasa a ser calumnia; ésta se convierte en verdad axiomática; y el calumniador se maravilla de que tan notoria verdad no fuese conocida por él y por todo el mundo. Es una desgracia del hombre su omnipotencia para hacer el mal y su incapacidad muchas veces para producir el bien.

Yo no sé si la humanidad es obra de Dios o del demonio, o si, siendolo de Dios, causó a su autor vergüenza de haberla hecho, y dejó a Satanás el usufructo de las pasiones del hombre. Tan fácilmente creemos en la posibilidad del m al, que voy sospechando si el mal será un factor necesario para la vida humana.

Ya no se sabe lo que es moral ni por qué lo es cuando así se la llama, que si algo queda con este nombre es lo imposible de realizar. Parece que en los pechos de nuestra madre bebimos el primer sorbo de envidia y de orgullo, y jamás confesamos la superioridad de otro ser sino cuando esta confesión justifica la inferioridad de quien nos oye.

Créase la lucha no de los humanos contra las desgracias comunes, sino de los humanos entre sí. Hay que vencer insultando o morir maldiciendo. Y en esa lucha sin tregua trabajan hasta enervarse los músculos y el cerebro. Viven las sociedades sin más amparo que las leyes que castigan y los cañones que matan, y viven en perpetuo sobresalto, porque saben   —257→   que al fin el ataque es proporcional a la defensa. No hay institución en cuya constitución legal no se refleje el temor al hombre. Precávese el marido de su mujer, y ésta de su esposo. La monogamia obligatoria y la organización legal del matrimonio monógamo con sus dotes y cartas capitales, son horribles aberraciones sociales, inspiradas por el mutuo temor de los humanos que legislan creyéndose dioses, sin tomar en cuenta que legislan para hombres.

Júzgase desgracia tener muchos hijos, y éstos consideran pena cruel su obediencia al padre.

Sirven de mofa las canas, y sólo en la juventud se hallan encantos. Pónense todos los poderes en las manos inexpertas de los jóvenes, y las pasiones de quienes no se acuerdan de los póstumos, son las bases que informan todos los derechos.

Cámbianse las fronteras y las costumbres, como cambia de posturas el enfermo.

Imagínense nuevas teorías políticas y nuevas teorías morales, para crear nuevos partidos y nuevas sectas religiosas, y entretener las esperanzas de los desgraciados hombres, que jamás se han preguntado seriamente qué son y para qué existen.

Pasamos la vida empleando nuestros puños y nuestra astucia en conseguir la satisfacción de un apetito, y nos creemos felices cuando dormimos como gato al sol, satisfecho por haber comido una piltrafa de carne, burlando la vigilancia de la cocinera.

Yo me he preguntado muchas veces: ¿qué hacen esos bichos que viven en la estación recta, dotados de facultades superiores a las de los demás animales?

Han invertido los siglos de su historia en matarse los unos a los otros, comer con glotonería el pan de hoy sin hacer pan para mañana, agotar los bosques, las minas, y todo lo útil y todo lo necesario. Y hoy se dora sin oro, se hacen pieles artificiales con plantas textiles y se vive más de la medicina que del alimento.

Al cabo de todo el tiempo que han pasado los humanos cavilando, aún no han resuelto el problema de amarse los unos a los otros. Acaso porque   —258→   la sociedad es tan canalla que no se preocupa por este problema, o acaso porque los humanos son tan miserables que toda solución es imposible. Luchad, infortunadas bestias, llorando en la cárcel y en la agonía, y riendo convulsivamente en las orgías del poder, y del amor y del dinero. Yo reniego de ser hombre, porque a no serlo, no ardería mi cabeza como arde en este instante, ni se retorcería mi cuerpo como se está retorciendo. Pero soy hombre, amo la lucha, estoy acostumbrado a vivir arrastrado por mi soberbia y por mis perversos instintos, y quiero luchar para vencer y no puedo, porque no encuentro enemigo sobre quien descargar mis puños y mis maldiciones.

¡Ah, miserables!, queréis matarme como traidores; no os atrevisteis a poneros enfrente de mí, y me habéis envenenado llenándome de dudas.

Si yo fuese un ser como los demás hombres no dudaría: creería en algo concreto, y mi convencimiento daría impulso inicial a mi voluntad, y entonces... no sé, pero haría algo sancionado por mi conciencia, y esa ejecución sería el fin de este proceso.

Pero si no creo, ¡Dios mío! ¡Maldita sea la duda!, el enemigo traidor de todas las verdades.

¿Y por qué dudo? ¿Por qué mi inteligencia no ha resuelto este problema? Complácese la memoria en recordármelo, y mi entendimiento, sereno e impasible, se niega a darme una síntesis que necesito, aunque sea falsa.

Todo menos dudar, ¿y por qué? Si otro hombre tuviese mis dudas, yo gritaría con toda la fuerza de mis pulmones: Es un tonto, su mujer le engaña, y aún duda el necio. ¿Qué más necesita para convencerse? Es un cabrón, sí, esta es la palabra con que llama el vulgo al marido engañado, y el vulgo es el juez que determina el nombre de las cosas.

Aquél sería un... eso; pues eso soy yo.

Pero entonces yo juzgaría de esta manera, porque mi juicio no decidiría la condición del engañado; pero ahora no puedo afirmar nada con ligereza, porque lo que afirmo es una condena que yo he de cumplir.

¿Qué más necesita para convencerse? Pero, ¿es que yo tengo bastantes pruebas?

Ayer, cuando comíamos, dejé caer mi servilleta, me bajé a recogerla,   —259→   y vi que Juan García retiraba su pie; pero, ¿de dónde lo retiraba? ¿Lo habría tenido Marcela entre los suyos? ¡Ah, si los músculos de mis brazos discurriesen contrayéndose, qué bien discurrirían en este instante!

Y, ¿qué más? Nada más. Sí, hombre, sí; ya sabes que hay más, ¿te da vergüenza repetirlo? Pues si no te lo repites, no podrás juzgarlo. ¿O es que tienes miedo de parecerte... eso, cuando quizá ya lo parezcas a todo el mundo?

¿No te acuerdas de la otra noche? ¿No recuerdas que a las once vino Juan García a verte? Y, ¿a qué vino?, pues a eso, a verte; ¿y Marcela?, estaba con su padre en la tertulia de la marquesa, y volvió sola en el carruaje, y volvió a las doce. Y tú, ¿qué creíste?, que Marcela y García habían pasado juntos las primeras horas de la noche, y que García vino a tu casa para evitar tus sospechas o probar la coartada. Y, ¿por qué crees esto y lo del pie, y otras cosas? Porque todas esas felonías las has hecho tú engañando a otros maridos. Y, ¿por qué no preguntaste al cochero y a los contertulios de la marquesa? Porque tienes miedo de que tus sospechas te den fama de eso, sin serlo, o temes que tus amigos, viéndote enterado, se atrevan caritativamente a darte extensas y justificadas noticias de tu desdicha.

Sí, esto es lo que me pasa, es mi voluntad la que duerme y es necesario que sepa lo que soy, para decidir lo que debo ser.

¿Y si nada de todo ello es cierto? Hola, ¿te consuela esa idea? Sí, me consuela, y me consuela porque la creo posible. Pues qué, ¿dos o tres coincidencias bastan para destruir mi felicidad? Al fin y al cabo, es absurdo que Marcela sea capaz de tal villanía. Me lo garantizan muchas circunstancias; su madre misma soportó con paciencia las infamias de don Cristóbal, y, ¿ha de ser su hija, educada exclusivamente por doña Julia, peor que aquella madre? Además, ¿qué delitos he cometido yo? ¿Es que no se pueden justificar mis amores con Águeda? ¿No tengo yo derecho a tener un hijo? ¿Es mía la culpa de que Marcela no pueda ser madre?... Divagas... divagas... Yo no he debido tener esos amores, esto es lo justo... y si yo no soy bueno, no puedo obligar a nadie a que lo sea... No; también esto es un sofisma; el que yo no sea bueno, no disculpa la maldad de otros; y Marcela, de todos modos, ha debido serme fiel. Y no, no lo es, esto está bien claro.

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Juan García, a pesar de sus alardes de hidalgo, es un canalla; ese está dispuesto a no interrumpir los amores de Águeda con mi suegro. Para eso se ha casado el muy... miserable... Miserable solamente, porque lo otro también lo puedo ser yo.

Ese miserable no me perdona que yo haya sido el primer amante de Águeda; quizá no me perdona que no siga siéndolo, porque a serlo, llegaría mi dinero más directamente, desde mi bolsillo al de Juan García, o acaso el mentecato cree que Águeda siendo pura hubiese sido para él.

Ese miserable es quien ha contado a Marcela la historia de mis amores, ha explotado los celos de mi mujer y ha conseguido de ella la más ruin de todas las venganzas.

Seguramente Águeda tendrá su parte en este complot, porque así querrá probarme que de casarme con ella a casarme con Marcela bien poca es la diferencia. Y, ¿don Cristóbal? Ese viejo asqueroso hace con su hija el papel de tercero, papel tan honroso como todos los que ha desempeñado durante su vida. Voy viendo claro... muy claro. Voy teniendo conciencia de mi desgracia, y comprendo que mi voluntad sale de su letargo.

Pero la conducta de Marcela no me la explico. ¿Produce consuelos la venganza que ha tomado? Yo creo que no. Cuando llegue a convencerme de que Marcela me engaña, ¿podrán consolarme las caricias de otra mujer, unida a mí por tan viles motivos y con tan groseros fines? Seguramente, no; repito que no. Este dolor que siento en el alma no se cura, ni es su anodino el beso de una manceba. Es más, no podría recibir caricias de mujer sin recordar las que Marcela hará a ese miserable Juan García.

Por eso no me explico la conducta de mi esposa. Sería comprensible el asesinato en mi persona o en la de Águeda, pero eso... eso es una venganza que disculpa el delito que se quiere vengar. Eso es tan absurdo, que me niego... me niego resueltamente a creerlo.

No es posible tanta perversidad.

No es posible que Marcela haya olvidado mis besos. Aquella ternura con que yo la cogía y la apretaba mucho, mucho, tanto, que se cansaban mis brazos y ella no se quejaba, porque era mi alma enamorada quien la sujetaba contra mi pecho.

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No es posible que pueda olvidar nunca las horas que pasé guardando sus diminutas manos entre las mías y mirando sus ojos fijamente, sin fatigarme, porque era mi alma que miraba el alma de Marcela.

Y las promesas de amor, y los juramentos de fidelidad, y mis besos, que ratificaban todas mis promesas y todos mis juramentos. Aquellos besos míos, impetuosos unas veces hasta colocar entre mis dientes la carne de ella, y otras, llenos de voluptuosidad y de mimo, imperceptibles por el sonido y el contacto, pero extraordinariamente sensibles.

No, no puedo creer que olvide todo esto, y, sin embargo, ya hace tiempo que lo olvida, huye de verse sola conmigo, llénase de ridículo pudor en mi presencia, y todo me prueba que no ama al hombre si el hombre soy yo.

¡Ah, necio de mí!, que olvidé por un instante la desgracia que me atormenta. De nada sirve buscar la anestesia de hoy recordando el placer de ayer. Ya veo claro, muy claro... Mi inteligencia me ha demostrado que soy un... triste.

¡Mi inteligencia!... Después de todo, ¡maldita sea la inteligencia si sólo sirve para convencer al hombre de su propia desgracia!

Desde entonces, empleó Luis todo su tiempo y toda su actividad en espiar a Marcela, y aunque las tales pesquisas no justificasen su temor, aumentaba la vehemencia de sus sospechas. Porque Marcela no iba al teatro, ni salía a la calle, ni oía misa sin ir acompañada de Águeda, y esta compañía motivaba la de Juan, que mostraba sin recato su decidido empeño en cortejar a Marcela, y a los tres se unía don Cristóbal, conque las dos parejas siempre se hallaban juntas.

Luis se desesperaba, presumiendo los chistes que la sociedad de Granburgo, haría a costa de un Noisse, catedrático del Liceo.

A las veces pensaba si sería lo más cuerdo referir a Marcela quién era Águeda, pero comprendía que esto motivaría un escándalo injustificado, porque la conducta del matrimonio García era correcta, los amores de don Cristóbal no se podían probar, y Marcela cumplía perfectamente los deberes de una esposa, alejada racionalmente de los brazos de su marido.

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Pero lo cierto era que Luis se hallaba solo, porque su compañía era enojosa a la corte de su mujer, y de todos modos, no podía conservarse impasible entre Marcela y Águeda.

Y estos razonamientos tenían el mismo final, porque acababan convenciendo a Luis de que la solución era verificar la infidelidad de Marcela, hacerse fuerte con la prueba y alejarse para siempre de aquella canalla.

Y cuando paraba mientes en que su esposa infringía las prescripciones facultativas con un hombre que no era él, sentía frío en el alma por tan extraordinario desprecio; sentía infinita conmiseración hacia la desgraciada que iba a la muerte por el camino del vicio. Y esta compasión se convertía en ira, pensando en que el error fisiológico de Marcela, facilitaba la impunidad a la esposa, después de haber creado la desventura del esposo.

Y después dudaba de las afirmaciones del doctor y temía que Marcela viviera muchos años de adulterio, y tras esta idea venía la de hacer justicia para lograr venganza.

Este razonamiento final, llegó a enseñorearse del espíritu de Luis, y el capitán fue presa de tal obsesión.

Ya buscó solamente la manera de sorprender a los culpables, y después de fatigarse calculando un medio rápido y seguro, se halló con que ya se habían usado todos los medios posibles para engañar a los maridos y espiar a las esposas. Convino en esperar una ocasión y aprovecharla, y mientras la ocasión venía, vigiló con tan poca maña que él mismo llegó a convencerse de que parecía un gato con cascabeles pretendiendo cazar ratones.

El menor incidente, le parecía anuncio de que llegaba el momento deseado, y así sus esperanzas se frustraron muchas veces.

Una mañana, y a la hora de almorzar, oyó a don Cristóbal que anunciaba su viaje a una dehesa.

-No te invito porque voy invitado.

-Muchas gracias.

-Y te convenía. Allí beberemos buena leche.

-Y, ¿cuándo es la marcha? -preguntó Marcela.

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-El sábado por la noche.

Después de almorzar se fue Luis al Liceo, pero al volver a su casa, en la avenida de los Álamos, se encontró con Juan García. Procuró esquivar el saludo como lo tenía por costumbre, pero García se acercó al capitán, y después de saludarle, le dijo:

-¿Quiere usted algo para Merjolie?

-¿Se va usted?

-El sábado por la noche.

-Que usted se divierta.

-Gracias. A los pies de la señora.

-Igualmente.

Luis se aseguró que aquellos viajes obedecían a un plan, y como durante la comida oyese a Marcela que la marquesa tenía reunión el sábado, ya no dudó el capitán de que se acercaba el esperado acontecimiento.

Y sentado en el diván de su despacho, se repetía Luis:

-Mañana es viernes: ya veremos lo que ocurre pasado mañana.

Y aquella noche el capitán se durmió imaginándose los sucesos que ocurrirían el sábado.

Transcurrió sin novedad la mañana del día siguiente, y cuando, después de almorzar, llegó Luis al Liceo, halló extraordinaria animación en la sala de oficiales.

-Mira quién viene.

-Está visto que sólo acuden los fúnebres.

-Noisse, ¿quiere usted ser accionista de un palco?

-¿Para qué?

-Para bailar.

-No me conviene, caballeros.

-Sólo queda una acción vacante.

-Si soy necesario la tomaré.

-Nada de eso: al baile se va de buena voluntad.

-¿Y dónde es?

-En el Gran Salón de Conciertos.

-No está enterado.

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-¡Si es el baile del sábado!

-¿Del sábado?

-Sí, hombre.

-¡La gran mascarada de todos los años!

-Entonces el domingo es San Juan.

-¿No lo sabías?

-No me acordaba.

Fue Luis viendo claro, y comprendió que quizá le convendría tomar la acción vacante, porque así podría disculpar su presencia en el baile. Pero temió dar un paso en falso, y pensó que siempre podría entrar y justificar su asistencia.

Calculó su proyecto durante la tarde, y cuando se sentó a la mesa dijo con naturalidad:

-Pues yo también me voy mañana por la noche.

-¿Adónde?

-Al campamento. Los oficiales sesudos pasaremos de merienda el día de San Juan, mientras los jóvenes hacen locuras.

Don Cristóbal le miró con atención, y Marcela siguió comiendo tranquilamente.

A solas en su despacho, empezó Luis sus preparativos, que parecían anuncio de largo viaje. Quemó unos papeles, rasgó otros y ordenó los restantes. Y mientras esto hacía no cesaba la imaginación del capitán de figurar cómo se realizaría la escena de la sorpresa.

Veía a Marcela sentada en un antepalco del Gran Salón de Conciertos. Juan García la besaba las manos. Los acomodadores abrían la puerta, y Luis entraba precipitadamente.

-¡Infames!

-¡Socorro!

-¡Pum!

Y el amante caía muerto. El marido llevaba su esposa al hotel de la marquesa, y Luis vestía de luto después del suceso, y...

Y empezaba otra suposición. Los amantes estaban bailando. Luis arrancaba el antifaz del rostro de Marcela.

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-¡Pum!

El cerebro de Juan manchaba la alfombra. Cercaban a Luis, le querían sujetar, pero él daba su tarjeta y...

Era a la salida del baile; subían en su coche, pero Luis le alcanzaba y... otro tiro, que producía inmediatamente la muerte del traidor.

Y mientras discurría así, cargaba su revólver de bolsillo, guardaba en la mesa de despacho una cartera llena de billetes, y se esforzaba para estar sereno, y aguardar con calma la llegada del siguiente día.

Cuando Luis oyó las doce se fue a la cama, diciéndose: «Veinticuatro horas se pasan pronto».

Y pasaron.

Salió Noisse del Liceo, llegó a su casa, y Bautista le dijo que la señora aguardaba en el comedor.

-¿El señorito cambia de ropa?

-Sí.

-¿Ahora mismo?

-Ahora.

-¿El señorito va de viaje?

-Sí, y no. Pasaré el día de mañana en el campamento.

-¿Pero el señorito saldrá esta noche?

-Esta noche.

-¿Solo?

-Sí, solo.

-La berlina está enganchada.

-¿Para qué?

-Se enganchó para el señor.

-¿Ya se ha ido?

-Sí, señor. A pie.

-¿Sin equipaje?

-Sí, señor.

-¿Y sin escopeta?

-Nada, señorito. Con traje de mañana, se marchó a las cinco.

-Está bien.

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-¿El señorito va de paisano al campamento?

-¿Quién te ha dicho que voy al campamento?

-El señorito lo acaba de decir.

-Es verdad. Sí, voy de paisano.

-El señorito tiene frío.

-No lo creas. Vete que yo concluiré de vestirme. Avisa a la señora.

-Está esperando.

-Pues voy en seguida.

Luis se guardó el revólver y entró en el comedor.

-¿Me esperabas?

-Para acompañarte, porque no tengo ganas de abrir la boca.

-Pues por mí no te detengas si necesitas hacer algo.

-Vestirme.

-Es verdad; hoy tiene reunión la marquesa. Te agradeceré que disculpes mi ausencia.

-¿Vas al campamento?

-En el tren que sale a las ocho. Los oficiales que están practicando nos tienen preparada la cena.

-¿Y vas a comer?

-Pensaba acompañarte.

-Entonces que no sirvan.

-Por mí, no.

-¿Volverás mañana?

-Mañana por la tarde.

-García también ha venido a despedirse.

-¿Sí?

-Ha dicho que te encontró.

-Es verdad. Ya no me acordaba.

-Pero su viaje es más largo.

-Creo lo mismo.

-Entonces, hasta mañana.

-Hasta mañana.

Y Marcela se fue al tocador, y Luis se volvió a su gabinete. Se quitó   —267→   el batín, se vistió el frac y sobre éste su gabán, y con sombrero de copa en la cabeza llegó a la antecámara, donde Bautista le preguntó:

-¿El señorito volverá a cambiar de ropa?

-Así voy bien.

-¿Al campamento?

-¡Bautista!

-El señorito perdone.

-Allí tengo ropa.

-Como yo no sabía...

Cuando Luis se vio en la calle pensó que lo conveniente era ocultarse entre los árboles del paseo y esperar la salida de Marcela.

El paseo estaba solitario.

Llevaba Luis en acecho un cuarto de hora, cuando vio que su berlina, enganchada a la limonera, cruzaba el jardín y quedaba parada a la puerta del hotel.

-Va a salir en carruaje. Pues yo necesito otro coche para poder seguirla. ¿Y cómo voy en busca de un coche? Quizá pase alguno desocupado. ¿Y si no pasa? ¿Y si nota esa infame que la persigo? Ahora no va al baile, por que el baile no empieza hasta las doce... Ya lo sé: va a cenar, ¿y dónde? No es posible que se atreva a ir en mi coche hasta el restaurante. Esos canallas tendrán una habitación donde refocilarse. Me parece que tiemblas; ánimo y ánimo. El problema es encontrar un coche, pero no lo encontraré, porque este paseo parece un desierto. ¿Y cómo entro en la casa donde estén? Llamaré y no me abrirán. Y si pido auxilio a las autoridades y no los cojo infraganti, quedaré en una situación vergonzosa. Es preciso, Luis, que tengas mucha calma y mucha astucia.

Si pudiese colocarme en la trasera del coche... haría buen papel, exponiéndome a un trallazo de mi cochero.

Allá veo las luces de dos faroles; quizá me envíe la Providencia el carruaje que necesito.

Y Noisse se quedó mirando con fijeza hacia el extremo del paseo. Pero entonces oyó el ruido que producía su berlina rodando sobre el asfalto del arroyo. Fue a correr; se detuvo por temor a que le viesen Marcela o los criados,   —268→   y se quedó oculto en la sombra, alargando el cuello como si pretendiese que su mirada no se separase de aquel coche, comprado por Luis para desesperación de su amo.

Los faroles que antes había visto estaban muy próximos: eran de un landeau cuyos caballos iban deprisa.

Ya el carruaje de Marcela entraba en el boulevard de los Álamos, y Luis corrió hasta la esquina y vio que su berlina seguía por el boulevard adelante hacia un fondo lleno de luz, donde la viciada atmósfera reflejaba la iluminación del centro de Granburgo. Por el extremo opuesto se acercaba el tranvía que recorre el trayecto entre el Palacio Imperial y el Parque. Fue preciso aguardar a que llegase el tranvía; montó Luis en la plataforma anterior, y empezó a creer que era su carruaje cualesquiera que veía. Y estaba persuadido de que esto no era posible, pero confiaba en lo imprevisto, porque la esperanza es el único consuelo fatal e inmediato.

Parose el tranvía demasiadas veces, y al fin llegó a la gran Plaza del Palacio.

Cuando Luis se apeó hallose tan desorientado como un niño sin su madre.

¿Dónde habrá ido?... ¿A la casa de la marquesa? No, porque hubiese atravesado el boulevard. Pero yo debía visitar a esa señora, enterarme de si tiene o no reunión esta noche, y... Si me encuentro a Marcela cenando con su tía y sus primos, ¿qué pretexto alego? Pues que he perdido el tren y he vuelto a casa y me he vestido y... De todos modos, no pierdo nada con hacer esto. Si hay reunión y está allí, perfectamente; y si no hay reunión y no va, ya la buscaré; en el baile la encuentro.

¿Qué hora será? Las ocho y cuarto: ya he perdido el tren. Ahora me voy a mi casa y después a la de la marquesa.

Luis empezó a subir a pie la suave pendiente del boulevard de los Álamos. No veía las personas que pasaban a su lado, y sólo le servía la vista para llevarle por camino expedito.

Cuando llegó a su casa hallose con que no había nadie en la portería. Abrió la puerta de cristales y subió la escalera. En esta y en la antecámara silbaba el gas al salir por los mecheros. Nadie estaba atento para recibirle y   —269→   hacia la escalera del servicio se oía la conversación de los criados, que debían tener gran broma en la cocina.

«¡Pobre hogar mío!», pensó Luis. «¡Cómo se desperdicia inútilmente la fortuna que ganó mi padre!»

Hizo sonar un timbre, y se presentó Bautista.

-El señorito dispense.

-Di al portero que está despedido; y si no dile que le perdono.

-Yo estaba cenando.

-Hacías bien.

-El señorito, ¿no va al campamento?

-He llegado tarde al tren de las ocho.

-Si el señorito va a usar el coche diré que no desenganchen.

-Pero, ¿ha vuelto el coche?

-Hace un minuto.

-¿Dónde ha ido? Pregúntaselo al cochero.

-Ya lo sé. A casa de los señores de García.

-Pero, ¿se ha quedado allí la señorita?

-Sí, señor. Ha dicho que a las doce y media vayan a buscarla.

-¿Allí?

-Sí, señor.

-Está bien. Vete.

-¿Se desengancha el coche?

-¿Pero la señorita salió vestida de...?

-Sí, señor; de sala.

-¿De sala o de baile?

-Parecía que de baile.

-Como que irá de todos modos a casa de la marquesa.

-Pues la señora marquesa ha enviado recado de que la señora estaba enferma y que el lunes no tenía reunión.

-¡Buen chasco se lleva hoy la señorita!

-Si hoy no la tenía.

-Creí que sí.

-Pues hoy han estado arreglando las estufas...

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-Vete, Bautista, vete.

-¿Se desengancha?

-Sí... Yo saldré, pero saldré a pie... Vete, Bautista.

Ya no me es posible dudar, pero han sido incautos... Mi suegro está de bureo con Águeda, y mientras tanto la miserable Marcela está cenando con el miserable Juan García, ¡y en aquella casa! Yo la compré: es mi castigo... Todo lo que me ocurre es mi castigo... ¡pues bien!, me rebelo, y supuesto que ahora me corresponde ser juez voy también a castigar sin piedad y sin compasión. Han sido incautos, porque en aquella casa puedo entrar porque tengo llave. Es un detalle como los de las comedias, que muchas veces parecen inverosímiles y son reales. Es lo lógico, lo implacablemente lógico, que se llama fatal, porque la vida es rueda de noria que mueve el demonio, y en la cual estamos los humanos unos detrás de otros como los cangilones, tan pronto al sol como en lo profundo del pozo.

Me debo ir: ya estarán consumando su empresa y gozándose en el éxito de su infamia. Guardémonos la llave... ¿y si Águeda cambió las cerraduras? Entonces los sorprenderé valiéndome de los agentes de la autoridad. Ya sé que allí están Juan y Marcela. Vamos, Luis: los hombres que saben sufrir saben vencer.

Y salió a la calle, y volvió de nuevo a subir en el tranvía. Ya no estaba tan animada la Plaza de Palacio. Los desocupados se habían retirado a los casinos y a los espectáculos públicos, y sólo cruzaban aquella grandísima explanada los que se dirigían hacia el puente de Juarro buscando su expansión y su descanso en el Granburgo democrático del otro lado del río.

Pasó Luis por el puente y llegó a la calle de García Santos. Los alrededores de la casa de Águeda estaban oscuros y silenciosos. Las puertas vecinas lo eran de cocheras, y Luis recordó que aquellos silencios y oscuridad le habían servido para espiar si le seguían cuando iba a visitar a Águeda.

La luz del portal lo iluminaba tenuemente, contrastando con la que alumbraba el cochitril donde los porteros estaban refugiados huyendo del frío.

Luis comprendió que no podría llegar a la escalera sin ser visto por el conserje, que éste le detendría, y que...

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Hay que esperar... Con paciencia todo se alcanza. Esta llave abre también la puerta de la calle, y si no salen antes de que la cierren entraré sin dificultad, porque el portero dormirá, como antes, en la buhardilla. ¡Antes! ¿Era yo más feliz? No lo sé. Sería menos desgraciado.

Hacia el extremo de la calle se sintieron los pasos de alguien que se acercaba, y Luis se ocultó en el dintel de la puerta próxima.

Creyó el capitán que aquella manera de andar no le era desconocida, y como al entrar en la casa de Águeda quedase iluminado el rostro del transeúnte, vio Luis que el recién llegado era su suegro. Conque dio Noisse dos pasos, y acercose al portal.

Comprendió Luis que don Cristóbal iba derecho a la portería sin dirigirse a la escalera, que abrían la puertecilla de cristales y que era el portero quien hablaba con el viejo Brether.

-Buenas noches, Felipe.

-Buenas noches, señorito.

-¿Qué? ¿No ha venido todavía?

-No, señor: ya le dije a usted antes que no volvería hasta muy tarde. Se marchó a las seis, y no ha vuelto.

-¿Y no dijo nada cuando se fue?

-La señorita ya usted sabe que no acostumbra decir adónde va. Quien está arriba es el señorito.

-Pues si yo creí que estaba de viaje.

-Saldrá mañana, pero ahora puedo asegurarle que está arriba; y más, que bajó recado la señora mayor diciendo que el señorito estaba malucho y que no recibía a nadie. Pero si usted quiere subir...

-No, no; me voy. Y no digas que he estado.

-No diré nada.

-¿Y Manuela?

-Salió con la chica.

-Se está poniendo guapa tu pequeña.

-Ya sentirá no haberle visto.

-Mañana, mañana. Adiós, Felipe.

-Vaya con Dios.

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-Te callas, ¿eh?

-Vaya con Dios, señorito.

Se ocultó Luis, volviose don Cristóbal por el mismo camino por donde había venido, y se quedó el capitán con la cabeza febril y temblando de frío el resto de su cuerpo.

Están los dos arriba, y este viejo vicioso pregunta por Águeda, que cenará con otro amante, y yo voy a ponerme malo si sigo a la intemperie. Calma, Luis, calma. Ya sabes que están arriba. Ya subirás.

Volviose el portero a su garita, sacó de ella un taburete, lo puso debajo de la farola, y subido en él cerró la llave del mechero, y Luis notó en el reflejo que producía la acera que la luz del portal había disminuido.

Después juntó Felipe las dos hojas de la puerta y dejó entreabierto el postigo.

Dios te lo pagará, pensó Luis: así podré pasearme por la calle sin que me vean.

Pero Felipe salió de la casa frotándose las manos y levantando el cuello de la librea.

Este va a sorprenderme en mi escondite. ¡Demonio de hombre!

El portero se colocó en medio del arroyo y orinó tranquilamente; y como viese que la calle estaba solitaria, fuese hacia la esquina, donde unas cortinillas rojas, iluminadas vivamente, denunciaban que allí había una taberna. Y en ella se entró.

Esta es la mía, se dijo Luis; su mujer fuera y él bebiendo. En seguida, en seguida.

Y subió la escalera, procurando no hacer ruido. Llegó enfrente de la puerta de la habitación de Águeda, y palpitaba con violencia el corazón del capitán.

Procuró serenarse, y cuando se creía tranquilo sintió pisadas en el portal. ¿Si subirá alguien?

Pero Felipe se encerró en su habitación, y todo volvió a quedar en silencio. Ya se disponía Luis a introducir la llave en la cerradura, cuando oyó la voz de Águeda, que decía:

-Madre, ¿estás durmiendo la mona?

  —273→  

Nadie contestó y comprendió Luis que Águeda se alejaba por el pasillo murmurando: «la está durmiendo».

Entonces el portero miente. Y si Juan García está aquí y está también Marcela, ¿es posible que Águeda se rebaje hasta ese extremo? No puede ser. Y si están los tres, ¿voy a sorprenderlos? Sería absurdo. Pero puedo venir a hacerles una visita, he perdido el tren, he sabido que Marcela está aquí y vengo. Esto será extraño pero es disculpable. Por supuesto, que ahí dentro sólo está Águeda, los otros dos estarán en otra parte, y el portero ha dicho que estaba Juan García y que no estaba Águeda, porque no querrá ésta que la moleste don Cristóbal. Y si está sola Águeda, ¿por qué no he de entrar y lograr una explicación de su conducta? Y esto no me interesa y me pondría en ridículo. Lo que yo debo hacer es salir, aguardar a que llegue la hora del baile y allí... Alguien abre el postigo: será la mujer del portero. Por si acaso subiremos hacia la buhardilla.

Y Luis, comprendiendo lo ridículo de su situación, se decía: «En todos los grandes dramas hay un papel de gracioso».

Empezó a subir la escalera el que acababa de entrar, cuando se oyó la voz de Felipe.

-¡Señorito!

-¿Qué?

-¡Es Juan García!

-Arriba está don Cristóbal.

-¡Si está de viaje!

-No, señor, que vino hace buen rato.

-¿Y la señorita Marcela?

-No está, no.

-Si me acaban de decir en el hotel que el coche la trajo aquí.

-Y vino, sí señor, pero se volvió a marchar.

-¿A pie?

-Hizo venir un coche.

-¿Y qué dirección dio al cochero?

-Díjole que a la Plaza de los Museos.

-¿A casa de la marquesa?

  —274→  

-Será allí.

-Y don Cristóbal, ¿está arriba?

-Sí, señor; ¿va usted a subir?

-No. Hasta luego.

-Vaya con Dios, señorito.

Pero, ¿qué es esto? A ese portero le han enseñado su lección perfectamente. Desde luego, ya sé que Marcela no está con Juan García y que Águeda estará ahí con algún amante, y ha logrado que no suba ni García ni mi suegro. Y Marcela, ¿dónde está? Si fue a visitar a la marquesa se quedaría cuidándola, pero avisaría en seguida que el coche no viniese a buscarla aquí. Y el recado no le ha enviado todavía, porque ese danzante viene ahora de mi casa... Pero, además, si me consta por el recado de la marquesa, que esta señora no tiene hoy reunión, ¿por qué Marcela se ha vestido con traje de baile? Para venir aquí no será... Pues, ¿adónde?... De todos modos, yo debo marcharme; los enredos de Águeda no me interesan y debo estar donde me importe... Y sin embargo, me quedo con ganas de abrir esa puerta... Calma, Luis; aquí estás de sobra. Ya he burlado bastante la vigilancia de ese portero, que merecía ser polizonte... Ahora saldré como... Otra vez hay ruido en el portal.

-¿Quién es?

-Soy yo.

-¡Ah! ¿Sois vosotras?

-Creí que habrías cerrado.

-¿Qué hora es?

-Las diez.

-Cerraremos. Nada han advertido.

-Mira qué pendientes le ha regalado a la chica su padrino.

-Vamos adentro.

-¿Quién hay arriba?

-La señorita y la señorita Marcela.

-¿Solas?

-Figúrate: y lo de aquí.

Acercose Luis a la puerta con el cuerpo tembloroso y el rostro lívido; cuidadosamente introdujo la llavecita dentro de la cerradura, y hubo un   —275→   destello de alegría en aquel semblante al comprender que la llave funcionaba sin dificultad.

Abrió la puerta y entró. Se respiraba dentro de la habitación una atmósfera nauseabunda, donde estaban mezclados los olores de los guisos, del vino y del humo de tabaco.

En la alcoba del pasillo roncaba estrepitosamente Mari Antonia. Luis, como un ladrón, tuvo miedo del silencio, y se estremeció cuando oyó la voz de Águeda, que hablaba en el gabinete.

-Hay que ponerlas así. Ya verás, ya verás.

Llegó a la puerta de escape de la alcoba, cuyas vidrieras estaban abiertas. Sobre una de las camas, intactas, se hallaba el abrigo de Marcela.

Aquí fue, se decía Luis, y su mano derecha oprimía convulsivamente el revólver, mientras la izquierda seguía abierta, en esa espantosa posición en que se vuelven frías las manos de los ahogados.

-Es así, ¿te acuerdas?

-¡Ya lo creo!

Oyó Luis la voz de su esposa, y comenzó a mirar por la abertura que separaba las cortinas del gabinete.

Allí estaban Marcela y Águeda, pero solas.

En el suelo y sobre los muebles había platos sucios y fuentes con manjares empezados.

Encima de la mesa copas, botellas de champagne y de licor y los codos de Águeda, que fumaba e iba colocando naipes sobre el tapete.

Las dos mujeres estaban descotadas, y el capitán veía perfectamente el seno de Águeda y la espalda de Marcela.

Allí estaban los dos cuerpos que Luis había estrechado con inmenso cariño entre sus brazos.

Aquella carne oscura y aquella carne blanca debían ser olvidadizas o conservar aún la huella de los dientes de Luis, que por primera vez las veía juntas y las contemplaba absorto.

Sospechaba que aquellos seres no cometían otro delito que el de haberse proporcionado una alegre cena, y que si iban al baile sería para salir solas y divertirse un rato contemplando la extraña fiesta.

  —276→  

Esto era una travesura perdonable, y Luis pensaba que si las dos llegaban a emborracharse sería él quien las llevase a bailar. Así, con la esposa y la querida, conquistadas de nuevo. Un contubernio horrible, creado por el vino. Otra travesura.

Pero sentía que le mordían en el estómago y que el frío, que mantenía encogido su cuerpo, no estaba justificado ni por el calor de su cabeza ni por la temperatura de la habitación.

Y mientras esto pensaba Luis, había ido Águeda colocando sobre la mesa unos cuantos naipes.

-Ya ves que es así.

Aquel tuteo hizo fruncir el ceño al capitán.

-Ahora cojo este otro montón. ¿Te acuerdas de aquella vieja que nos echó las cartas en la calle del Triunfo?

-¡Qué cochina!

-La que acertaba era la Coja.

-Esa, sí.

-Veremos si acierto yo.

-Dame champagne.

-¡Borracha!

-¿Y tú?

-Yo resisto mucho.

-Y yo.

-Porque bebes poco.

-Anda, a ver lo que sale.

-Aquí sale dinero.

-No me hace falta.

-Porque tienes una mina.

-Que explotamos las dos.

-Gracias.

-Más quisiera tener, para dártelo todo.

-Y sale una muerte.

-No saques tristezas.

-¡Si son las cartas!

  —277→  

-Porque no las sabes echar.

-Aquí viene un rey, que trae una mala noticia.

-Si es una impertinencia, la traerá mi marido.

-¡Pobre señor!

-Defiéndele. No conozco un ser más estúpido.

-¡Un artillero!

-Pero no ha descubierto la pólvora.

-Pues él habla de todo.

-Pero no entiende de nada.

-Quizá sí.

-Un tenorio de plazuela.

-A otro asunto.

-Por mí, que lo ahorquen.

-Mejor estaríamos si estuvieses viuda.

-Y tú.

-Pues aquí viene una viudez.

-¿Quién revienta?, ¿el tuyo o el mío?

-Estará debajo: este montón es por lo que espero.

-Busca en ese otro.

-¿En cuál?

-Por lo que quiero.

-Aquí no hay viudez. Aquí hay un niño.

-Pues no tengo gana de nenes.

-Haces bien.

-Ni la tuve nunca.

-Yo sí.

-Por eso lo tienes.

-Creí que me serviría para algo.

-Para nada.

-Y cada vez que me acuerdo de su padre me entran ganas de estrellar a la criatura.

-¡Pobre García!

-Dejemos eso, y bebe conmigo en esta copa.

  —278→  

-Los hombres son unos canallas.

-Debían estar como los perros, para lamer las salsas.

-Otro traguito.

-¿Quieres que me emborrache?

-Sí.

-Pues dame un beso.

-Estaba deseando que me lo pidieses.

Y Marcela saltó sobre las rodillas de Águeda.

Adelantose el faldón de la cortina, primero con lentitud y después rápidamente; huyeron hacia el balcón las dos mujeres, y cuando la cortina volvió a su posición normal dejó al descubierto el cuerpo de Luis, cuya cabeza quedó con la barba apoyada sobre el suelo, mostrando a las espantadas mujeres el rostro lívido de aquel desgraciado.




II

Cayó la mitad del cuerpo de Luis dentro del gabinete, y quedose la barba apoyada sobre el suelo como si pretendiese el accidentado mirar a las dos mujeres.

Águeda se serenó rápidamente, y la esposa de Noisse agarrose a una mano de su amiga, vio aquella cabeza, que parecía brotar del suelo, cerró los ojos y lanzó su entreabierta boca una espuma blanquizca.

Comprendió Águeda lo que había pasado, y quiso desasirse de Marcela para acercarse al capitán, y empezar a resolver aquella situación. Pero los dedos de su compañera no cedían. Entonces llamó a Mari Antonia, y entre ambas colocaron a Luis sobre la cama y sujetaron a Marcela, que se retorcía convulsivamente, y revolcándose por el suelo besaba los pies de Águeda pidiendo perdón.

Después, cuando hicieron desaparecer el desorden de la casa, ataron los brazos de Marcela, la pusieron un pañuelo sobre la boca y la encerraron en la despensa. En seguida empezaron a calcular la solución más oportuna,   —279→   teniendo en cuenta que don Cristóbal y Juan García estarían seguramente en el campo.

Pero en aquellos instantes abrió el sereno la puerta de la calle, fuéronse madre e hija hacia la escalera, y vieron que el que subía era don Cristóbal. Águeda no ocultó nada; dijo la verdad con rigurosa exactitud, y el viejo cínico oyó el relato murmurando entre dientes: «Nos habéis perdido».

-¿Y Juan?

-No le he visto.

-Y tú, ¿no ibas fuera?

-Ese era el proyecto.

-¿Entonces?

-Se deshizo. Según parece, todos teníamos nuestro plan. Yo vine antes y no estabais.

-Es que no queríamos compañía.

-Y a éste le recibisteis.

-Entró él solo.

-Pero, ¿cómo?

-Tenía llave.

-¿Que tenía llave?

-Sí; desde hace mucho tiempo. Desde antes de casarme yo.

-Luego, tú...

Y el miserable se quedó mirando a aquella mujer, que en veinte años había llegado a ser más astuta y más canalla que todo un Brether en cincuenta.

-Pero, ¿también te has vuelto loca?

-No; yo estoy muy firme y deseando que acabe esto para saber a qué atenerme.

-Pues yo no veo solución.

-Pues usted la ha de ver.

-Llamaremos a Bautista, que es de confianza, meteremos a Marcela y a Luis en un coche y los llevaremos a casa.

-Pero con Bautista no hay bastante...

-Vendrá también el cochero. Esa gente se calla si cobra.

  —280→  

-Después de todo, no hay por qué guardar misterio. Se dice que Marcela se puso mala y que Luis se accidentó al ver enferma a su esposa.

-Nadie lo creerá, pero nadie se atreverá a negarlo.

-Pues, listos.

-El caso es que yo quería aprovechar esta ocasión para perder a tu esposo.

-Pero, ¡qué ruin eres! ¡Y qué tonto! ¿No ves que todos estamos perdidos?

-Por vosotras.

-Y a nosotras, ¿quién nos perdió?

-Bueno, bueno. Vamos a arreglar esto.

-Pues que vaya mi madre a avisar a Bautista.

-Iré yo también.

-Si vas tú no va ésta, porque yo no me quedo sola con una loca y un medio difunto.

-Pues iré yo.

-Y no te fugues, porque te verán salir de casa, y si tardas doy parte al juez, diciéndole que tú eres el autor de todo esto.

-Y serías capaz...

-Tu querida es capaz de todo.

Y Águeda se quedó mirando tan fijamente a don Cristóbal, que éste bajó los ojos, y abriendo la puerta salió a la escalera murmurando:

-Voy, voy.

Hízole la morena un grosero gesto de desprecio, y después, dando una palmada en el hombro de su madre, le dijo así:

-No te achiques. Hay que saber nadar y guardar la ropa. Ya hemos nadado. Ahora hay que hacer lo otro. Sí, mujer, lo otro. Hay que guardar la ropa. La ropa y las alhajas... Despierta, que aún estás dormida... Ayúdame a traer a la sala los dos cofres.

Y después, cuando ya los dos cofres estaban preparados y abiertos, empujó Águeda a su madre, la llevó al recibimiento, y le dijo:

-Escucha bien. Ahora vas a casa de Célica, y la dices que envíe en seguida, pero en seguida, un carro de mano con dos hombres. No hagas tú   —281→   el encargo porque lo harás mal. Que lo haga ella, ¿sabes? Y dile, que esta noche vamos a dormir a su casa... Y que vaya el marido de la señora Basilia la trapera... Oye, si te dice que para qué, le dices que es para embargar mañana todo lo que quede aquí.

-¿Para embargar?

-Calla, y vete.

Quedó Águeda sin más compañía que Luis, inmóvil sobre la cama, y Marcela, que daba con su cuerpo contra la puerta de la despensa y producía gruñidos que revelaban su desesperación.

Águeda empezó a trasladar los cofres, con esa seguridad que garantiza la rapidez, sus vestidos, su ropa blanca y sus alhajas, entre éstas las que Marcela había traído puestas aquella noche.

Entró en su alcoba para recoger de la mesita un candelero de plata, y como viese a Luis tendido en una posición extraña, que revelaba que él no se había echado, tuvo sospecha de si habría muerto; puso atención, y cuando se convenció de que Noisse respiraba, dijo:

-¡Desgraciado! Has venido a matarte cuando yo trabajaba para dejarte viudo. Vive, que si vives yo te juro que lograré el triunfo en mi empresa. Después se vistió un traje de calle, cerró los cofres, y se sentó murmurando:

-Ese bestia de Cristóbal va a venir antes que el carro. Está visto que mi madre no sirve para nada.

Pero llegó antes el carro, y con él esta carta de Célica: «Nena mía: Tú sabes que eres la amita de esta tu casa.

»Tu madre se ha debido detener muchas veces en la calle antes de venir, y ha llegado en tan mal estado que aquí se queda. No sé lo que te pasa, reina del mundo, pero no voy por si te estorbo. Pero si te hago falta, que me avises».

[...]

-Mejor estoy sola. Me basto.

Acababa de marcharse el carro cuando llegó don Cristóbal acompañado de don Teodoro, Bautista y el lacayo. El coche aguardaba en la calle.

  —282→  

Águeda protestó de que el suceso se hiciera público, pero don Cristóbal se excusó con la responsabilidad que le correspondería si desde el primer instante no estuviera presente el médico. Este y los criados prometieron guardar silencio, y oyeron la relación de Águeda, que les refirió la escandalosa disputa que habían tenido Luis y Marcela, a pesar de los esfuerzos que ella y su madre habían hecho para apaciguar a los dos esposos.

Después empezaron a trasladar los enfermos al coche, y mientras duró esta faena no cesó Águeda de sollozar, repitiendo: «¡Qué disgusto me han dado abusando de mi amistad!»

Antes de partir el carruaje llamó a don Cristóbal, y le dijo:

-Dame dinero.

-Ahora, no tengo.

-Sí que tienes.

-Te podré dar cien pesetas.

-Necesito dos mil. Ayer ganaste en el casino. No seas tacaño.

-Pero yo también necesito...

-Ahora heredarás.

-No sé.

-Procura arreglártelas. En fin, dame eso.

-Te lo doy, pero no abuses.

-Si esto no es abusar.

Y cuando todos se habían marchado, bajó Águeda la escalera y mandó al portero que no cerrase la puerta de la calle, y que advirtiese a Juan García que en casa de doña Célica le darían un recado.

Después se fue al boulevard Shalañac, y en la primera estación de carruajes públicos que encontró, subió a un coche, y dijo al cochero:

-Plaza del Marqués del Mantillo, hotel número 18. Entre usted dentro del jardín.

Don Teodoro se encaró con don Cristóbal, y le anunció que no se marchaba a su casa porque el estado de Marcela era grave; y el de Luis, gravísimo.

-Por esta vez he prescindido de hacer ensayos con los nuevos procedimientos, y me he atenido a mi sistema, en el que tengo fe. Se trata de salvar a dos seres que quiero como a hijos míos y no debo hacer locuras. Ya usted ve   —283→   que a los dos les he sangrado yo mismo, cosa que ya no hace el inédito que se estima. Luis sigue igual, pero Marcela se ha quedado muy tranquila.

-¿Qué esperanzas tiene usted?

-Amigo mío: el diagnóstico sólo lo dicen los sabios, pero el pronóstico sólo lo conocen los profetas. De todos modos, la situación es grave.

-Sobre todo, para mí.

-¿Se siente usted mal?

-Es que me encuentro obligado a hacer un viaje, y no sé cómo estar en todas partes.

-Pues yo necesito una persona de la familia con quien poder entenderme.

-De la familia no es posible, porque sólo tenemos parientes muy lejanos.

-Pero su viaje de usted, ¿durará mucho?

-Si no lo sé.

-Y, ¿no es posible suprimirlo?

-Imposible.

-Pues discurra usted.

-Ya he discurrido antes, y he encontrado una solución.

-Pues, venga.

-Avisar al padre Bernardo.

-Y, ¿quién es?

-Don Bernardo Cartridge, un antiguo jefe de artillería.

-¿Cartridge? Esos los conozco. El padre tenía una amante que la llamaban Ananá, pero no tenía nada de dulce.

-¿La probó usted, doctor?

-No señor; pero la asistí en un lance que contaré a usted más despacio. Conque, ¿se hizo cura el hijo de Cartridge?

-Es prior de un convento de Hijos del Evangelio.

-Pues basta con eso. Usted sabe que los médicos somos un poquito materialistas, pero yo encuentro la ciencia compatible con la religión, y aunque no soy gran creyente, toda mi clientela me ha venido por la iglesia, y... vamos viviendo.

  —284→  

-Está bien.

-Ya ve usted. Dufrouol es amigo mío, me ha llamado para que le visite, y no he ido porque es republicano. Esta es mi línea de conducta.

-Don Teodoro, creo que nos extraviamos...

-Por mí, no. Que venga ese fraile.

-Y, ¿cómo le aviso?

-Póngale usted un telegrama.

-Voy a ponerlo.

-Que vaya un criado.

-No, señor; quiero estar seguro de que se transmite, y además, necesito respirar el aire fresco de la noche. Estoy atontado.

-Pues, hasta ahora.

Y don Cristóbal se marchó a la oficina telegráfica del distrito, y telegrafió al padre Bernardo que Luis necesitaba inmediatamente de sus auxilios.

Después se fue a casa de Águeda, y el portero le enteró de que el señorito Juan acababa de marcharse con una maleta, y que le había devuelto la llave de la habitación.

-Me ha dicho que la señorita no volvía, y, por consiguiente, voy a cerrar otra vez la puerta porque ya son las dos. Para mí tengo que ha de estar en casa de doña Célica, porque allí fue el señorito por un recado.

-¿Allí?

-Sí, señor. Y diga usted, ¿qué es lo que ha pasado arriba?

-Nada.

Y don Cristóbal, sin meterse en más explicaciones, siguió el boulevard Shalañac, atravesó el puente, y llegó al hotel de Célica.

La bella cantora recibió al viejo, y le dijo que Águeda le había enviado una tarjeta suplicándole advirtiera a Juan García que le aguardaba en la estación del ferrocarril del Sureste.

-Y no sé más.

-Es decir, que se han marchado juntos.

-Así creo.

-Pero esa mujer es una infame.

  —285→  

-Según veo, está usted enterado de lo que ocurre. Cuénteme usted qué es ello.

-No, señora; no sé nada. ¿A qué hora sale el tren?

-¿Cuál?

-El del Sureste.

-Salen trenes cada diez minutos. Según a dónde vayan...

-Adiós.

-No le invito a usted a que se quede, porque estoy sola.

-Adiós, adiós.

Pensó don Cristóbal seguir a Águeda, pero recapacitó que más le convenía volver a su casa, y supuesto que Luis estaba gravísimo, lograr que hiciera testamento a favor de Marcela, conque, si ésta moría, vendría él a ser heredero de todos los bienes de Noisse; y volvió a su casa cuando don Teodoro acababa de cenar opíparamente.

Juan García llegó a las diez de la noche a casa de Luis, y supo que la señora había salido. Aguardó un rato paseando por la calle y esperando que la casualidad le proporcionase una entrevista con Marcela para lograr el amor de ésta y comerse la familia Brether Noisse por los cuatro costados.

Pero se cansó de pasear: fue a su casa, donde supo que Brether estaba con su mujer; se marchó al casino, y cuando volvió al hotel, le dijo el portero con mucho misterio que a sus amos los habían traído enfermos desde la casa de la señorita Águeda.

Entonces, Juan García fue a su casa, y de ésta a la de Célica.

Allí supo por la hermosa celestina que Luis y Marcela habían sido asesinados en casa de Águeda, que ésta había huido al Fóculo en el segundo expreso, dejándole dos mil pesetas para Juan García, que a él le buscaba la policía, y que debía recoger su ropa y marcharse inmediatamente.

El sol atisbaba entre los castaños del jardín imperial, contemplando una madre borracha; dos prostitutas calculando futuras ganancias; una loca, que agonizaba; un viejo, acechando una herencia; un hidalgo, de baja   —286→   estofa, huyendo al Fóculo; a Luis inmóvil, y a don Teodoro roncando mientras hacía la digestión.

Eran también las cuatro de la mañana, cuando llegaban a Enlace, y al mismo tiempo, el correo descendente que iba a Granburgo y una tartana tirada por una mula cubierta de sudor y de polvo que venía de Villaruin sin detenerse en Parada.

Bajaron de la tartana dos frailes, tomaron a la carrera sus billetes, montaron en el tren cuando éste empezaba su marcha, y el sentarse rompió a llorar el más joven.

-Padre Bernardo, hay que ser fuerte.

-Ahora lloro de alegría, hermano mío, porque hemos alcanzado el tren. Creo que sabré cumplir después con mi obligación, y si no es así, recuérdamelo, que yo te lo agradeceré.

-¿Estáis afectados?

-Si no sé lo que le pasa a Luis.

Lo sabía el sol que los alumbraba, pero el sol calla lo que somos los humanos, porque de lo contrario le obligarían los demás astros a cambiar de sitio y a dejarnos a oscuras.




III

Y después de tres días que pasó Luis siendo presa de ese horrible estado que, con tanta exactitud, se llama delirio, llegó el instante en que, terminado un sueño tranquilo, abrió el enfermo los ojos y se dio cuenta de que estaba en su cama.

Entre los entornados postigos de la ventana pasaba un brillante rayo de luz, y Luis, recordando que siendo de noche había perdido la razón, dedujo que su enfermedad debía ser grave.

Comprendió que no podía moverse, que su cabeza estaba rodeada de algo muy frío que le sujetaba a la almohada, que sus pies ardían, que sus brazos parecían llenos de picaduras y que no tenía fuerzas ni para moverse ni   —287→   para pensar mucho tiempo en estas cosas. Cerró otra vez los ojos y quiso volver a recordar aquella originalísima danza de estatuas blancas, rojas, negras y doradas; pero después dedujo que la danza había sido una pesadilla y que le interesaba ocuparse de la realidad. De nuevo quiso moverse, pero sólo pudo imprimir movimiento a sus manos que se levantaron pesadamente.

Los objetos que le rodeaban le convencieron de que estaba en su cama y en su casa, pero, ¿quién estaría con él? Hubiera alzado su cabeza para mirar alrededor del lecho, pero su cabeza estaba fija.

Y volvió a cerrar los ojos y a reconstituir la historia de su desgracia. Recordaba perfectamente la escena en casa de Águeda, y fue haciendo el recuerdo más perfecto y sutil hasta recordar que perdió el conocimiento y cayó sobre la alfombra.

Era claro que de allí le trajeron a su casa, ¿y Marcela? ¿Estaría cuidándole?

Se decidió a llamar, ¿a quién?, ¿con qué palabra?; y, ¿tendría voz? Movió la lengua, y, hallándola seca, dijo inconscientemente:

-Agua.

En seguida, y sobre la línea de aquel relativo horizonte que abarcaba la mirada de Luis, apareció lleno de grandeza, con el burdo hábito sobre los hombros, la cruz de hierro al pecho, la calva frente y la canosa barba, el busto del padre Bernardo, el santo prior de los Hijos del Evangelio.

Atravesó el fraile la estancia, dio el rayo del sol sobre aquella figura austera, que parecía enviar su luz al cielo, y acercándose a la cama, con un dedo puesto sobre los labios, miró al enfermo y sonrió con esa dulcísima sonrisa que debe ser don de Dios y es privilegio de los hombres justos.

Bebió Noisse, secó el padre los mojados labios, y después de besar el crucifijo que colgaba de su cuello lo acercó a la boca de Luis y alzó lentamente la diestra, seca y pálida, como para indicar al desgraciado que el beso que se le pedía era para un Dios tan fuerte y tan humilde como el hierro de aquella cruz.

Besó Luis; desapareció la figura del fraile en el oscuro gabinete, y el enfermo, conmovido, sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas y las dejó correr sin rubor, porque los más esforzados tienen derecho a llorar de alegría.

  —288→  

Y fue inmensa la alegría que inundó el alma de Luis, porque aquel hombre que le acompañaba era la mejor garantía de la curación del cuerpo enfermo y de la salvación del perturbado espíritu. Era el único ser que podía sustituir en aquel trance supremo a la madre de Luis Noisse.

¡Cuán cierto es esto! Bástanos para afirmarlo juzgar sin pasión todos los acontecimientos de nuestra existencia. La madre en nuestra infancia y el sacerdote en nuestra vejez. Entre una y otro, esa lucha bárbara que se llama vida. En los primeros años no sufrimos un dolor que no tenga inmediato remedio, y es nuestra madre quien nos consuela, quien por amor a sus hijos domina sus mezquinas pasiones de mujer, y despreciando sus debilidades se revuelve contra las desgracias y las anula o las dulcifica, luchando con asombrosas energías del cerebro y de los músculos.

Después, al sentirnos impotentes para lograr las menores cosas, nos admiramos de aquella viejecita que todo lo lograba para nosotros.

Llega el momento de las luchas encarnizadas, medimos la importancia de nuestros enemigos y nos convencemos de que el más débil es quien está solo, y entonces tratamos de hacernos más temibles y buscamos a la mujer no para gobernar nuestra hacienda ni para sobar nuestro cuerpo: la buscamos para que sea madre, y cuando ya lo es la respetamos como se respeta lo útil, y no como divierte lo hermoso.

Y allí donde faltan nuestra madre y la de nuestros hijos, está el sacerdote de la religión cristiana, la religión de la esperanza y del consuelo, la que más se encarna en el sentimiento del hombre.

Por eso es necesario recordar constantemente al sacerdote y a la mujer la alteza de su misión. Por eso es necesario respetar a la madre honrada y al sacerdote virtuoso, y por eso es necesario, de precisión absoluta, no desmayar ni por cansancio ni por terror en la noble empresa de coger todo el lado de la calle y todo el cieno del lenguaje y lanzarlos sobre esas bestias que prefieren ser prostitutas a ser madres, y esos animales groseros que disfrazan a Satanás con manteos y tonsura.

Entró el padre Bernardo en el gabinete, hincose de rodillas y comenzó a rezar sigilosamente con gran fervor y con completa tranquilidad, porque estaba seguro de no ser interrumpido.

  —289→  

Sonó el timbre del reloj marcando las tres de la tarde, y el fraile se levantó, acercose al lecho, llevando en sus manos una botella y una cuchara, e introdujo la medicina en la entreabierta boca de Luis.

Abrió éste los ojos, miró a su enfermero, y dijo con acento conmovido:

-Gracias.

Sonrió el padre con su dulcísima sonrisa, y repuso:

-A mí, no, Luis; a Dios.

Y colocando de nuevo su dedo sobre sus labios, impuso silencio al capitán parlanchín.

Y, como era lógico, entre la robustez de Luis y las atenciones del fraile, lograron que el enfermo convaleciese rápidamente.

Pero a medida que sanaba el cuerpo, iba haciéndose más grave el estado del espíritu.

En el gabinete no entraba nadie más que el médico y el padre Bernardo, y ambos parecían convenidos en no hablar sino lo estrictamente preciso.

El padre dormía en el sofá, y salía de la habitación cuando necesitaba alguna cosa, y una vez que, aprovechando una de estas salidas, abrió Noisse la puerta, se encontró detrás de ella otro fraile, que le saludó cariñosamente abandonando el rosario que tenía entre los dedos.

Cuando volvió el padre Bernardo, le preguntó Luis con aire de buen humor:

-¿Has trasladado aquí el convento?

-Bah; eso no te interesa ahora.

-Pero comprenderás que ya es lógico que me entere de mi situación.

-¿Piensas hablar mucho?

-Lo que sea necesario.

-Pues déjalo para mañana. Y para el mañana se iba dejando todos los días.

Pero llegó una fría tarde de invierno en que el sol no hizo su diaria visita a la alcoba de Luis, y notando éste la ausencia, dijo el fraile:

  —290→  

-Hasta el sol suele olvidarse de los hombres; el único que nunca se olvida es Dios.

-Él te pague lo que has dicho.

-Ya sé que lo pagará.

-Me alegra mucho oírte hablar de esa manera.

-Y me asombra que te extrañe.

-Te creía menos religioso.

-¡Yo!

-¿Me he engañado? Pues celebro el engaño.

-¿Te niegas a discutir?

-No; pero aquí lo que importa es tu declaración: ya la has hecho, conque, punto concluido.

-Lo que tú quieres es que yo no hable.

-También es cierto.

-Pero, ¿voy a estar así toda la vida?

-Mientras te convenga.

-Ya no hay cuidado.

-¿Y si te equivocas?

-Te aseguro...

-Vamos a hacer la prueba. Supuesto que tu cabeza está tan firme, liquidaremos.

-¡Liquidar!, ¿el qué?

-Cuentas... Sí; no pongas mal gesto. Me interesan todos tus asuntos, pero el ajuste de nuestras cuentas me está apremiando... Te suplico que no me juzgues egoísta, pero hay que probar la resistencia de tu cerebro, y así la probaremos.

-¿Y de qué son esas cuentas?

-De lo que he gastado y he cobrado.

-¿Y serás capaz de hablarme de eso?

-Y tan capaz; después hablaremos de lo que quieras.

-Pero, de cuentas no.

-Es que te resistes a que probemos...

-No, no. Tengo empeño en demostrarte que estoy sano.

  —291→  

-Pues, escucha.

-Tendré paciencia.

Sacó el fraile un cuadernito de entre los hábitos, y empezó a rendir cuentas de esta manera:

-Yo llegué aquí el 24 por la mañana.

-Pero, ¿quién te avisó?

-Ahora no hablamos de eso... Lo primero que hice fue despedir a las criadas, y les pagué veintidós pesetas, por sus salarios, y además, otras veinticinco pesetas a cada una. Me alegro de que este sobresueldo no te extrañe porque ahora no te hubiese dado explicaciones.

Al día siguiente despedí al cochero, porque se presentó borracho y con un chaleco encarnado. Le di cuarenta y cinco pesetas, y setenta y cinco que le había dado antes, son ciento veinte. Ya sólo queda Bautista.

-Tiene sus defectos, pero es fiel.

-Aquel mismo día despedí a tu médico, que me pareció muy aficionado a la ciencia añeja, y aunque se incomodó mucho, fundándose en que había asistido a tus abuelos, accedió a presentarme la cuenta, y se la pagué. Seis visitas: ciento cincuenta pesetas. Ya ves que para cobrar ha progresado.

Tu médico actual te ha hecho, hasta anteayer, dos visitas diarias, y no temas que...

-Estarás convencido de que tus cuentas me aburren.

-Eso me prueba que no tienes la cabeza firme.

-En definitiva, ¿estás resuelto a leerme todas esas anotaciones?

-Completamente resuelto.

-Pues, sigue.

-Englobaré las partidas sin importancia, pero aquí te quedan apuntadas.

-Muchas gracias,

-El día 27, cuando volviste a la razón...

-Según eso estuve delirando cuatro días.

-Tres y medio... El día 27 me encontré muy apurado, porque sólo me quedaban diecinueve pesetas de las quinientas que traje conmigo. No podía pedir al convento porque había quedado la comunidad sin un céntimo,   —292→   y para pedir aquí tenía que dejarte solo. Además, aguardaba una cuenta que...

-Pero, ¿no has encontrado dinero mío?

-Sí; porque he registrado toda la casa. En tu escritorio tenías una cartera con quince mil pesetas.

-¿Te parece poco?

-Es bastante, pero esa fortuna se la llevó un sujeto, dejando un recibo que ya leerás.

-¿Quién?

-No es del caso.

-Pero, yo te puedo pedir que...

-Nada, nada. Te importa muy poco ese dinero, y sabes que cuando yo lo he dado está bien dado. Lo que tú quieres es meterte en honduras y eso no te lo consiento.

Volviose Luis, irritado, a mirar al fraile, y hallose con que éste le contemplaba, con tanto cariño y con tanta entereza, que Luis bajó la mirada, y dijo avergonzado.

-Perdona que te fuese a interrumpir.

-Pues ya te has perdonado.

-Tú.

-Yo, no; si quien perdona es la conciencia.

-Es verdad.

-Además, tenías en la levita que llevabas cuando te ocurrió aquello.

-Si no sé, hermano Bernardo, lo que me ocurrió.

-Nada, que te dio un accidente.

-¿Allí?

-Sí, allí.

-Y de allí me trajeron, ¿no es verdad?

-Sí, hombre, sí.

-Pero, ¿quién me trajo?

-Tu suegro.

-¿Y ella?

-¿Cuál?

  —293→  

Irguiose Luis y miró al fraile, como preguntándole si era posible la duda, pero el padre Bernardo tenía los ojos cerrados y murmuraba una oración.

Heláronse súbitamente las manos de Luis; aumentó la vehemencia de la sospecha que ya torturaba aquel espíritu y la sospecha se hizo certidumbre. Entonces se hizo la afirmación en voz alta.

-Ya sé que ha muerto.

-¿Quién te lo ha dicho?

-Luego, es verdad...

-Eres tú quién lo sabe.

-Por amor de Dios, no me tengas en esta horrible duda.

-Pero si es bien fácil saberlo.

-Pues, eso quiero.

-Lo sabremos en seguida. ¿La perdonas o no?

-Si ha muerto, sí.

-Si ha muerto, y Dios la ha perdonado, no está de más tu perdón; pero el mérito no es grande, porque, sin perdonarla, no adelantabas gran cosa. ¿O es que los humanos condenáis en rebeldía a los difuntos?

-Por Dios, contéstame.

-Si soy yo quien está preguntando. De modo, que si está viva no la perdonas.

-También.

-Dices eso de muy mala manera; y lo dices para averiguar pronto la verdad. ¿Estás decidido a perdonarla?

-Según.

-Pues nos quedamos sin saber lo que querías.

-Tú lo sabes.

-Es verdad.

-Y debes decírmelo.

-Eso, no. Se trata de un enemigo que no perdonas, y no debo decirte dónde está, si en la tierra o en el cielo.

-De todos modos, le perdono.

-Y, ¿cómo le perdonas?

  —294→  

-Prometo no vengarme.

-¿Y eso es perdonar?

-Lo es.

-No lo creas. La venganza es un delito que se comete con la atenuante o la agravante de que el agredido es de condición perversa. Casi siempre la venganza disculpa al delito que se quiere vengar. En cambio el perdón es el resultado de una virtud. Quien perdona, si lo hace por orgullo, es para hacer creer que las ofensas no le alcanzan; pero si perdona cristianamente, es que acepta la ofensa, y después, teniendo en cuenta la humilde condición del ofendido, la frágil condición humana del ofensor y el constante deseo de imitar a Dios, que todo lo perdona, perdona también él, y de este modo queda borrada toda huella del delito cometido. ¿Es así como tú perdonas a Marcela?

-Pues bien; te juro que así la perdono.

-Te creo, y te encargo que no jures sino cuando pretendas engañar a algún hombre. Ahora medita las consecuencias de tu perdón, y, si quieres, ratifícate en lo dicho.

-Ya presumo las consecuencias a que aludes. Pues bien; repartiré con ella mi dinero.

-¿Y tu casa?

-También, si es necesario.

-¿Y tu mesa?

-También.

-¿Y tu lecho?

-Es que me odia.

-Pues hazte amar.

-Y, ¿qué hice?

-Pues ha sido poco.

-Es bastante, y no hago más.

-Pues no has hecho nada. ¿Qué eres tú, comparado con Dios? Y ya ves, Dios es infinitamente misericordioso.

-También hay infierno.

-Pues no vayas a él, y perdona.

  —295→  

-Ya he perdonado.

-No, hombre, no. Si perdonar es borrar la huella...

-Yo no tengo culpa de tener memoria.

-Pues cada vez que te acuerdes perdona de nuevo.

-Eso es ser un santo.

-¿Y no quieres serlo?

-No puedo.

-¡Si no lo sabes! ¡Si no has hecho la prueba! Tenéis energías asombrosas para hacer el mal, y no tenéis perseverancia para ser buenos. Vamos. ¿Perdonas sin reservas?

-Dime que vive.

-Es que deseas cerciorarte de su muerte para presumir de justo perdonando a tu esposa.

-No es eso.

-Eso es, que lo estoy leyendo en tu conciencia. Y no es ese el único perdón que has de conceder, porque también has de perdonar a Águeda.

-¿A esa?

-A esa. Y no te incomodes, porque te advierto que todas vuestras leyes del pundonor y de la dignidad han quedado tan maltrechas, que no debes esperar de ellas buen consejo. ¿Has olvidado que Águeda es madre de un hijo tuyo? Y con ese hijo, ¿qué has hecho? Abandonarlo. ¿Qué dices? ¿Que lo cuida su madre? ¿Y eso basta? ¿No tienes tú dinero propio y caricias propias que dar a ese niño? ¿No comprendes que por tu educación han de ser tus cuidados el mayor encanto de aquel ser, que no tuvo culpa de nacer, porque la culpa es tuya? Y si mañana, por tu abandono, viviese tu hijo deshonrado y muriese envilecido, y tus remordimientos te acosasen y pidieses perdón a Dios y al muerto, ¿querrías que te contestasen: «No podemos perdonar, porque tenemos memoria?» Calla, Luis, calla. Hay que tener conciencia de nuestros pensamientos y de nuestros actos. Hay que ser malo o bueno, pero no ser hipócrita. Di que vas a tomar venganza, y medítala bien, para que no se burlen los miserables. O di, por el contrario, que perdonas y perdona bien, como querrás mañana que te perdone tu hijo. ¿Estás llorando? Dios te bendiga, porque eres bueno. ¿No es verdad que perdonas?

  —296→  

-Sí, perdono.

-¿Y perdonarás siempre que recuerdes?

-Siempre.

-Recuerda ahora. Piensa en lo que te hicieron. ¿Perdonas aún?

-Pues bien; perdono con toda mi alma.

-¿Cuidarás de tu hijo?

-¡Hijo mío!

-¿Y no le abandonarás en lo posible mientras viva?

-No le abandonaré.

-¿Tú sabes alguna de esas palabras con que el hombre se dirige a Dios? ¿No es verdad que sí, que sabes rezar? Pues bien, hermano mío, reza conmigo por el alma de Marcela.

Abriéronse desmesuradamente los ojos de Luis, púsose súbitamente en pie aquel cuerpo flaco y tembloroso, y cayó de nuevo sobre el sillón al mismo tiempo que el padre Bernardo doblaba sus piernas y empezaba a orar hincado de rodillas.

Y por la pasajera calle iban y volvían con ruido insoportable las pasiones humanas, llevadas por los vecinos de Granburgo, mientras en el lujoso principal de aquel hermoso hotel lloraba un cristiano y rezaba un fraile pensando en Dios y olvidándose del imperio.




IV

Pocos días después de la tarde en que supo Luis la muerte de su esposa, arregló el padre Bernardo su reducido equipaje y dispuso su vuelta al convento.

Almorzaban o aparentaban almorzar, cuando el fraile dijo a Noisse:

-Esta noche me vuelvo a Villaruin.

-¿Tan pronto?

-Llevo aquí muchos días, y allí estoy haciendo falta.

-Ya podrán pasar sin ti.

-Así es; pero yo no puedo estar sin ellos.

-No es que yo dude de que te necesiten.

  —297→  

-Pues no es error el dudar. Creo que mis hermanos sentirían mi ausencia; pero un convento vive con un fraile.

-Realmente habéis resuelto la aplicación del sistema socialista.

-No sé si ese será el nombre; quizá no, porque hay menos nombres que cosas, y éstas se designan desacertadamente muchas veces. Al fin, uno de los errores humanos es dar más importancia al nombre que al verbo.

-¡Son tantos los errores de los hombres!

-El error es uno sólo; pero sus manifestaciones son muy variadas.

-Es indudable que aún existe el pecado original.

-Ese lo lava el bautismo.

-Pero el bautismo es una fórmula.

-No, Luis; es un sacramento, y por consiguiente, imprime carácter: el bautizado puede entrar en el reino de los cielos. ¿No ves que Nuestro Señor Jesucristo expió por nosotros la terrible condena impuesta a todos los hombres?

-Según eso, después de esa expiación, la humanidad debía ser perfecta.

-¿Por qué? El indulto concedido a un reo no le purifica.

-Así debiera ser.

-No te entiendo.

-Me refiero a la purificación por medio de la pena.

-Eso será un finiquito de cuentas entre la sociedad y el reo, pero ahora hablamos de Dios.

-Dios perdona más fácilmente que los hombres.

-Y su perdón es incondicional, porque si tú supieses lo que se entiende por aplicación de indulgencias, sabrías que, después de obtenidas, pueden dedicarse a un difunto o necesitado de ellas, y vosotros siempre dais el perdón con la condición de sujeto, porque teméis, din duda, que os malversen vuestra raquítica misericordia.

-Las leyes están hechas por los hombres.

-¿Para quién?

-Para los hombres.

  —298→  

-Que no las hacen.

-Todos están obligados a cumplirlas.

-Unos las sufren y otros las eluden. No creas en esas virtudes exageradas. Si el más puntual y circunspecto de los hombres fuese el sol, muchos días nos quedaríamos a oscuras.

-Es posible.

-Y volvamos al tema. Cuando un hombre mata a otro, comete dos delitos: uno que llamaré social y otro que llamo moral. Para resolver las cuestiones relativas al primero, habéis inventado una complicada máquina, de que me ocuparé, si lo deseas. Respecto al segundo, el sistema es más sencillo. El delito moral es una ofensa hecha a Dios, que perjudica exclusivamente al ofensor. Para resolver esta perturbación del orden moral (e imito vuestra fraseología), basta con que Dios perdone la ofensa, y Dios está siempre dispuesto a perdonarla si el ofensor se arrepiente.

-¿Y por qué no la perdona sin condición?

-Te lo explicaré. Entendéis los humanos que lo que no se perdona, se castiga o se venga. Esto supuesto, Dios es siempre misericordioso, porque nunca toma venganza.

-Y el arrepentido, ¿qué ventaja logra?

-La gloria eterna.

-¿Y el que no se arrepiente?

-Es un soberbio.

-Pero, Dios también perdonará la soberbia.

-La perdona al arrepentido.

-¿Y al otro?

-No le castiga.

-Según tú, Dios nunca castiga.

-Nunca.

-Ahora soy yo quien no te entiende.

-Pues haré que me comprendas. Si cierras los postigos del balcón, te quedarás a oscuras. ¿Dirás, entonces, que la luz te ha castigado?

-No.

  —299→  

-Es natural. Además, si quieres ver la luz te basta con separar esas maderas. Si no las separas por soberbia, vivirás siempre a oscuras, sin que el sol tenga culpa de tus desdichas.

-¿Y si no las separo por ignorancia?

-Para eso estoy yo, para advertírtelo.

-Es que todos los sacerdotes no son como tú.

-Casi todos me superan en virtudes, pero, finalmente, todos los hongos no son venenosos, y bien sabe el hombre, para recrear su paladar, poner a un lado los nocivos y usar de los restantes.

-De modo que el ser humano es libre.

-Ante Dios sí.

-Luego, no niegas la voluntad.

-Sería absurdo que la negase.

-Pero la voluntad depende de la sensación.

-¿Qué sensación?

-La externa, producida por el medio.

-Y, ¿qué es el medio?

-La suma de los agentes sensibles.

-¿Los que producen sensación?

-Eso es.

-¿Y el entendimiento también dependerá del medio?

-También. Y la memoria.

-La memoria ya sé que depende del entendimiento, porque recordar es pensar en lo ya conocido.

-Luego suprimes una facultad del alma.

-No la suprimo; la respiración, y la circulación de la sangre, son dos funciones diferentes, y, sin embargo, si una se suprime en absoluto, la otra llega a terminar. Pero, no nos extraviemos. Si la voluntad es efecto del medio, o el entendimiento es nulo, porque no se manifiesta en acto, o el entendimiento es versátil como la voluntad y depende de la impresión. Es así que los deterministas, al crear el fatalismo psicológico, niegan la voluntad al hombre, y le hacen irresponsable, luego también le debieran negar el entendimiento y convertirle en bestia.

  —300→  

-Acaso el hombre sea una bestia.

-Pues si eso fuera verdad, sería la bestia más estúpida, porque el placer de las bestias es el ejercicio de sus funciones orgánicas, y la mezquindad orgánica del hombre aumenta todos los días. Si así fuera, esta sociedad que llamáis civilizada, sería presa de los pueblos salvajes, cuyos individuos, dotados de un extraordinario vigor físico, serían dioses para nosotros. Y sucede lo contrario.

-Porque tenemos cañones.

-¿Y el cañón le inventó un hombre sin inteligencia ni voluntad? Desgraciadamente, estas discusiones son estériles. Renuevo mi imagen anterior, y te repito que la humanidad se ha encerrado en un salón iluminado por la luz eléctrica. Abre las ventanas a las doce de la noche, ve el Firmamento oscuro, y cierra, diciendo: «No existe el sol. ¿Qué sería de nosotros si no hubiésemos inventado la luz?» Eso. No existe Dios; es un mito de los antiguos, la visión de una monja histérica o de un fraile anémico. No existe Dios; y la humanidad todo se lo debe a sí misma. Todo es materia. Hemos llegado hasta el problema de la ponderación de fuerzas, y si no lo resolvemos, haremos un sofisma o una ley empírica, y creeremos como verdad lo que sabemos firmemente que es mentira. Todo es materia. Vamos a hacer sacrificios ante el altar del nuevo Dios. Nada de ética y nada de psicología. Dadme el peso del cerebro, el ángulo este y la longitud de aquel nervio, y os diré lo que valgo, asegura el sabio, y después del examen queda el sabio colocado en el último lugar de la escala zoológica. Desengáñate, Luis, la humanidad se mira en un espejo cóncavo, se ve aumentada e invertida, y, por consiguiente, no sabe cómo es.

-Eso es escepticismo.

-En último extremo, será la dulce tristeza cristiana.

-Calla, ex artillero.

-Calla tú, por si te haces fraile.

-Ya he pensado en eso.

-Ten caridad y no te burles de mis hábitos.

-Lo digo en serio.

-Y, ¿para qué?

  —301→  

-No me lo explico. Quizá para huir de estas batallas de la vida.

-En el convento también se lucha.

-No sé con quién.

-Con las pasiones propias y con las ajenas.

-Pero hay seres buenos.

-Menos malos.

-Y aquí todos son peores.

-Entre vosotros existen también hombres llenos de bondad.

-No conozco ninguno.

-Pues yo te conozco.

-Yo no soy bueno.

-Ninguno es perfecto, porque ya convenimos en que el principio del mal existe. Pero tú no eres muy malo porque perdonas, y perdonas bien. Ahora sólo te falta arrepentirte para que te perdone Dios.

-Ya estoy arrepentido.

-No lo creo, y dispensa. El arrepentimiento necesita por base un alto concepto de Dios, un grande amor a Dios y un convencimiento profundo de la propia insignificancia. Ya sabes que arrepentirse para ganar el cielo o librarse del infierno no es arrepentirse. El perdón lo da Dios, pero no lo tiene concertado con el hombre.

-Eso es hermoso, pero difícil.

-No lo creas. El espíritu es más dócil que la materia, y ya sabes que un músculo se atrofia o se desarrolla con mucha facilidad. El hombre malo llega a hacer milagros de perversidad, y el que tiende al bien y en él persevera cada día halla más fácil el camino de la virtud. Decías antes que habíamos resuelto la aplicación del sistema socialista. -Valga el hombre por ser tuyo-. Lo único que hacemos los frailes es esforzarnos en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Como todos nuestros pensamientos y nuestros actos están basados en el amor, hemos suprimido en el convento todos vuestros errores. No tenemos privilegios, ni hacemos justicia, ni hemos hecho del capital una condición cualitativa, porque todo lo que tenemos y lo que ganamos lo repartimos con los necesitados, a quienes reconocemos el derecho a disfrutar de ello. Además trabajamos mucho.   —302→   Hemos hecho potable el agua que ahora usamos. Un trozo de terreno yermo lo hemos convertido en vergel de frutales. Nadie nos aventaja en el cultivo de la vid, y, sin embargo, no tenemos un cuarto: todo lo empleamos en limosnas y en educar a los chicos del pueblo. Ahora ya hemos pagado todas nuestras deudas.

-¿Debíais?

-Ya sabes por qué.

-¡Ah!, sí: entonces aplicasteis la idea socialista acerca de la propiedad.

-La idea de la propiedad es única.

-Pero alguien dijo que la propiedad era un robo.

-Luego si tenía la idea de robo, tenía la de la propiedad legal, y, por consiguiente, no dijo nada.

-En fin, que fuisteis socialistas; porque supongo que te referirás a la fuga del padre Francisco.

-No fue fuga. Salió del convento con un dinero que habíamos ahorrado para comprar una prensa. Y cuando le prendieron vuestras autoridades, yo me presenté, dije que aquel dinero era de todos y de cada uno y que el padre Francisco había hecho bien en llevárselo.

-Y no le harían nada.

-Pero insistían en que ese delito no se sigue a instancia de parte, y que, por consiguiente, nada teníamos que ver en el asunto. Hoy nos reímos cuando recordamos las aventuras que le sucedieron al padre Francisco, y por eso todos le queremos mucho.

-Bernardo, si no te conociese no te creería.

-Pero, ¿crees?

-Sí creo.

-Pues eso me basta.

-Te creo, porque...

-Porque crees. Ves como existe la voluntad. Pero no volvamos al tema. Llevamos mucho tiempo discutiendo, y, antes de marcharme, arreglaremos nuestros asuntos pendientes.

-Otra vez las cuentas.

-Otra vez. ¿Has repasado el librito?

  —303→  

-Ni siquiera lo he mirado.

-Pues ya lo verás. He economizado todo lo posible; pero he dado limosnas. Según he comprendido, antes no tenías esa costumbre. Pues te perdías el placer mayor que proporciona el dinero. Vamos a otro punto. En tu mesa de despacho tienes el recibo de don Cristóbal, y dos mil pesetas, resto de las dos mil quinientas y pico que trajo tu apoderado.

-Pero, ¿qué recibo es el de don Cristóbal?

-Esa es historia aparte.

-Será buena.

-Muy buena. Yo vine el 24 por la mañana. A las dos de la tarde murió Marcela. Espera un poco que voy a rezar.

[...]

Tú me perdonarás esta confianza. Hay diplomáticos que en público se rascan los oídos, y, sin embargo, parece mal que una persona rece un Padrenuestro estando en tertulia.

-A mí, no.

-Tú vas siendo hombre de juicio.

Y continúo. En el día siguiente se hizo el entierro, y aquella tarde -la del 25- me dijo don Cristóbal que no podía permanecer más tiempo en esta casa. Recogió su ropa, y me propuso hacer una declaración testificada renunciando al dote de su hija y a los derechos que pudieran corresponderle. Me enseñó una copia de la carta dotal, y aunque sólo importaba once mil pesetas, me avine a darle quince mil. ¿Hice mal?

-Hiciste bien; pero yo, además, le hubiera dado una paliza.

-Esa ya se la dará alguno más diestro que nosotros. Conque, ¿estás conforme?

-De todo. Pero me hablaste de tus apuros.

-Y los tuve; pero tu administrador llegó a tiempo.

-Pero te debo.

-Y por eso creerías que yo tenía prisa en ajustar cuentas.

-No, no por Dios.

-Pues me he equivocado, y perdóname si te he ofendido.

  —304→  

-Ya sabes que no me ofendes. De todos modos tu estancia aquí te ha originado gastos y éstos gravarán a toda la comunidad.

-Te sigo en tu razonamiento, y preveo el fin que va a tener; pero te equivocas. Lo que he gastado es mío, porque es del convento, y la comunidad se lo ha gastado a gusto porque lo he gastado yo. Además, tú, como todos los hombres, tienes derecho a lo nuestro. Finalmente, aguzas el entendimiento buscando una manera de las que llamáis delicadas para darme dinero.

-Pero, yo...

-Tú no entiendes de esto ni una palabra, y créeme, todo lo que hagas resultará, por lo menos, una tontería.

-Me callo.

-Lo que sí me debes es una ratificación de un compromiso que has adquirido, y esa ratificación te la reclamo.

-Di.

-¿Prometes cuidar a tu hijo mientras viva?

-Te lo prometo; Bernardo, te lo prometo.

-¿Perdonas a Marcela?

-Con toda mi alma.

-Pues yo, en el nombre de Dios Todopoderoso, te perdono el mal que has hecho, y te exhorto a seguir el camino del bien.

Y el padre Bernardo extendió sus manos sobre la cabeza de Luis, que cayó de rodillas, sintiendo en su corazón un inefable bienestar que le era desconocido.