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ArribaAbajoLa religión de la humanidad

A don Juan Enrique Lagarrigue


ArribaAbajo- I -

Muy señor mío y querido amigo: Mi propósito de examinar y criticar la Circular religiosa de usted, publicada en Santiago de Chile el día 6 de Descartes del año 98 de la Gran Crisis, quedó apenas a medio cumplir o en suspenso, por culpa de mis grandes quehaceres, y de la dificultad de la empresa, superior sin duda a mis fuerzas. Impidió también que yo terminase aquel trabajo mi falta de fe en mí mismo, o lo desengañadísimo que estoy de mi literatura. Años ha que padezco esta enfermedad mental o manía, casi incurable, que excita a los hombres a escribir; pero jamás he creído en la utilidad de mis escritos. Mi justificación estaba y está, pues, en procurar que sean divertidos, y en que, ya que no instruyan al prójimo, le den agradable pasatiempo.

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En España toda persona que lee sabe más que yo, y toda persona que sabe menos que yo, o no sabe leer tampoco, o no quiere fatigarse leyendo. Carezco, pues, de público a quien enseñar, pero, ¿por qué, me digo no ha de haber personas a quienes entretengan mis escritos? Por pocas que sean estas personas, de ellas hago mi público, y a ellas me dirijo.

Por lo expuesto comprenderá usted y disculpará en mí el tono de broma con que en mis cartas anteriores he tratado de las doctrinas de usted. Aun así no han faltado graves sujetos que me han reprendido por perder mi tiempo en exponer locuras, aunque sea para refutarlas. Todavía no he hallado a nadie que no califique de locuras las doctrinas que usted sostiene. Esto acabó de retraerme de seguir exponiéndolas y refutándolas.

En tal disposición de ánimo me encontraba yo, cuando recibí desde París, donde su hermano de usted, Jorge, reside un libro de este apóstol de la humanidad, titulado Lettres sur le positivisme. El libro me venía dedicado con frases para mí tan cariñosas y lisonjeras, que hube de quedar a usted y a su hermano profundamente agradecido. Recibí después, con fecha 17 de Shakespeare del año 100 (25 de septiembre de 1888), una extensa carta (impresa en un folleto de 60 páginas), que usted me dirige sobre la Religión de la Humanidad. Y he recibido, por último, con singular dedicatoria autógrafa, otra carta de usted a la señora   —221→   doña Emilia Pardo Bazán, sobre el mismo asunto, escrita el día 2 de Arquímedes del año 101 (27 de marzo de 1889 de nuestra era), también en Santiago de Chile.

Contienen estos documentos, elegantemente impresos y escritos, unos en castellano y otros en francés, tan discretas y bien concertadas razones, tanta cortesía y tanto afecto amistoso para doña Emilia y para mí, que sería yo harto descortés e ingrato si no contestase con benevolencia.

Prescindo, pues, de lo que me dicen ciertos espíritus que presumen de superiores y de invulnerables para toda idea que ellos no consideren sensata, y voy a contestar a usted, teniéndole por sensato y cuerdo, y además por excelente, bondadoso y sabio.

Si yo hubiera de tener por locos a cuantos no piensan como yo y sostienen lo contrario, enteramente lo contrarío, el planeta en que vivimos me parecería un manicomio. Lo más atinado, pues, y lo más caritativo, es pensar que todos tenemos juicio; que todos estamos de acuerdo en bastantes puntos, y que, si discordamos en otros, la discordancia es un bien, ya que sin ella no habría materia para escribir y para hablar, y nos aburriríamos de quedarnos callados, y se nos embotaría el entendimiento sin nada que le estimulase, aguzase y acicalase.

Remueve, además, los escrúpulos que me arredraban, atajando el correr de mi pluma, la consideración   —222→   de que son pocos los escritores escriben para revelar inauditas verdades. Harto sé que yo no he abierto ni


   «Abriré nuevos senderos
a la errante humanidad».

pero ¿por qué no he de solazarme un rato charlando con ella, o al menos con aquella mínima parte de ella tan desocupada y benigna que tenga vagar y paciencia para leerme?

Con este presupuesto, voy a contestar a la amable carta de usted.

Augusto Comte es el glorioso fundador de la secta que usted sigue, dividida hoy en dos o más iglesias. Suponer que hasta cierto momento de su vida Augusto Comte fue juicioso, y que fue atinado cuanto dijo, y que después, con el mucho cavilar, se le descompusieron los sesos, y no acertó a decir sino disparates, se me antoja suposición arbitraria. O la locura de Augusto Comte está en toda su vida y en todos sus escritos, o no hay ni hubo tal locura jamás2.

Para mí, tan desatinado es Augusto Comte al principio como al fin, pero yo respeto, aplaudo y admiro los desatinos cuando están hábilmente ordenados y entrelazados, e implican saber, entusiasmo e ingenio.

La grande obra del maestro de ustedes era   —223→   «dar a la filosofía el método positivo de las ciencias, y a las ciencias la unidad de conjunto de la filosofía».

Cuando murió el Maestro, el 5 de diciembre de 1857, sus discípulos y apóstoles aseguraban todos que, salvo ligeras imperfecciones, dicha grande obra estaba realizada: había filosofía positiva; ciencia y filosofía se habían compenetrado y formaban completa unidad.

Convengamos en lo uno; pero ¿cómo es posible convenir en lo completo? ¿No quedaba, fuera de lo sabido por observación y por experiencia, mucho de incognoscible o de incógnito? Mucho quedaba, y no me explico cómo no se ríe usted conmigo del donoso remedio que se ha buscado para este mal. Lo incógnito es incognoscible. La esfera del pensamiento humano se encoge y se achica para que sólo quepa en ella el conocimiento verificado. Todo otro conocimiento se llama conocimiento imaginado. Se le da el título de absoluto o de ideal, y se le declara inaccesible.

Sea así. Vayamos más allá, si se quiere. Tratemos de suprimir lo absoluto, y no sólo de declararlo inaccesible. Repitamos con Littré: «El universo nos aparece hoy como un conjunto, cuyas causas están en él mismo, y que llamamos leyes. La inmanencia es la ciencia que explica el universo por causas que están en él. La inmanencia es directamente infinita, porque, desechando tipos y figuras, nos pone en inmediata   —224→   relación con los motores eternos de un universo ilimitado, y descubre al pensamiento estupefacto y extasiado los mundos lanzados en el abismo del espacio y la vida lanzada en el abismo del tiempo.» Con más claridad y con menos pompa, esto significa que no hay Dios; que el mundo es eterno; que él mismo es causa y efecto; y que sin inteligencia crea inteligencia, sin voluntad ni saber impone leyes indefectibles, sin vida crea vidas, y sin ser persona produce personas. Fuera de lo absurdo, gratuito y pasmoso de tales afirmaciones clara se ve la contradicción en que Littré incurre. Ni una sola de esas afirmaciones es conocimiento verificado; nace de observación, de experiencia, de lo que él llama filosofía positiva o ciencia pura. Luego es teología, aunque negativa: luego es metafísica; y al poner tales afirmaciones destruimos todo el sistema, y, en vez de sostener que pasó el período teológico y que paso el período metafísico, y que hoy estamos ya en el período científico, en plena edad de razón, volvemos a ser teólogos o metafísicos, aunque harto empecatados.

Yo no tengo en este punto que refutar a Littré: él mismo se refuta y se retracta, con más recto aviso, diciendo: «No conocemos ni el origen ni el fin de las cosas y no hay razón para negar ni para afirmar que haya algo más allá de ese origen y de ese fin.» La doctrina o filosofía positiva no niega, pues, ni afirma a Dios. La Naturaleza no vale para reemplazarle. «¿Quién es esa señora?»   —225→   -preguntaba el conde José de Maistre. «Si la Naturaleza significa el conjunto de las cosas que nos son conocidas, este conocimiento es relativo como ellas; es experimental, y deja fuera las regiones de lo incognoscible: y si la Naturaleza es un poder infinito, autor y ordenador del Universo, no hay saber positivo que halle al cabo de sus investigaciones ese poder, que por lo tanto debemos pasar en silencio. Experimentalmente no sabemos nada de la eternidad de la materia ni de la hipótesis de Dios.»

Ya se ve que Littré, en sus momentos más lúcidos, se declara neutral: ni afirma ni niega. Pone lo sobrenatural fuera de nuestro alcance; por cima de nuestro raciocinio. Pero, ¿no habrá otras facultades de nuestra alma, por cuya virtud se pueda llegar a él?

Yo veo que este positivismo agnóstico deja abierta la puerta a la imaginación, a la fe, a la intuición amorosa del alma afectiva, o quién sabe a qué otras facultades y potencias, para tender el vuelo y explayarse por ese infinito inexplorado, y apartar de él la desesperada calificación de incognoscible.

De aquí que, en mi sentir, por el positivismo de Augusto Comte podamos volver de nuevo a las más fervorosas creencias, como por el sensualismo de Condillac volvió a ellas el ya citado conde José de Maistre. ¿Quién sabe si en el extremo del positivismo agnóstico, o dígase del agnosticismo, no está ya   —226→   cuajándose y brotando un misticismo flamante? En todo caso, esto sería lo que llama el vulgo salto atrás, y lo que llaman atavismo los doctos. Según usted asegura, y según aseguran otros autores, Augusto Comte se inspiró en el conde José de Maistre, éste en el teósofo Saint-Martin, y Saint-Martin en aquel español o portugués misteriosísimo que se firmaba Martínez Pascual, que escribió la Reintegración de los seres, influyó tanto en el florecimiento de los misticismos y teosofías del fin de la pasada centuria, y desapareció luego.

Como quiera que ello sea, fuerza es convenir en que el más ilustre discípulo de Augusto Comte fue Emilio Littré, y en que Emilio Littré, a la muerte del Maestro, aceptó la herencia a beneficio de inventario, repudiando notable parte de ella. Otros la recogieron y la aceptaron toda con plena piedad, y de aquí el cisma, que aún dura.

Para no confundirnos, llamaré al positivismo de Littré no religioso, y llamaré religioso al positivismo de usted y de los que como usted piensan. Bueno es, no obstante, que se entienda desde luego que el positivismo no religioso de Littré puede concertarse un día, si ya no se concierta en algunos espíritus, con religión verdadera, y aun con teosofía y aun con misticismo exaltado, mientras que en el positivismo de ustedes, con ese vano y absurdo fantasma de religión que ponen ustedes, es imposible e incompatible toda   —227→   religión que tenga algunas condiciones de tal.

Hasta 1842, en que publicó Augusto Comte el tomo VI y último de su Curso de filosofía positiva todos los hombres que le siguen y pueden contarse por positivistas, con más o menos restricciones, correcciones o aditamentos, como el citado Littré, Herberto Spencer, Stuart Mill, Lewes, Taine, Robinet, Huxley y otros, creen que Augusto Comte estaba sano; pero ya, en 1845, empieza el período patológico de la vida del maestro. Su locura es evidente y declarada para todos los dichos sabios, desde 1851, en que publica el Maestro su Sistema de Política Positiva o tratado de Sociología, instituyendo la religión de la humanidad.

Divididos así en dos el espíritu y la vida de Comte, tenemos un Comte loco y otro cuerdo. Los que le aceptan y glorifican hasta 1845 se consideran juiciosísimos, y declaran loco al Maestro durante los últimos doce años de su vida, y a todos ustedes, que le aceptan por completo, los dan por locos de remate, hablando sin rodeos y dejando a un lado las perífrasis y los eufemismos elegantes o científicos de que ellos se valen al formular la declaración.

Para el que, como yo, no es positivista, ni de una clase ni de otra; para el que entiende que no se acabó ya la teología, ni se acabó la metafísica a fin de que no haya más que ciencia, y para el que cree que toda ciencia es imposible sin metafísica y sin teología, tanto los positivistas   —228→   no religiosos como los religiosos, se equivocan; pero, sin duda, en mi sentir, se equivocan más ustedes, los religiosos, sin que llame yo por eso a la equivocación locura, sino error o extravío generoso nacido de un noble y puro sentimiento que en balde han querido ustedes ahogar en el alma.

Yo no niego, además, que hay un procedimiento dialéctico en el pensamiento de Comte que no funda su religión porqué sí; que su religión no fue lo que vulgarmente llamamos una salida de tono.

Lo que hay de más simpático en el positivismo es la crítica, a mi ver, imparcial, elevada, entusiasta y optimista con que juzga la historia, para marcar en ella el movimiento ascendente del humano linaje hacia la luz y hacia el bien pasando por los estados teológico y metafísico para llegar al científico al cabo. En este progreso, los positivistas declaran, y usted confirma, que la creación más grande del hombre ha sido la Iglesia católica, institución soberana del orden social, comunidad de los pueblos en una misma fe, organismo tan alto y benéfico, que, como usted asegura jamás puede desaparecer. Y añade usted luego: «Lo que sí sucederá es que se perfeccione.» Y esta perfección fue muy extraña. Augusto Comte se convirtió en Padre Santo; apartó las personas reales de Dios y de la Virgen Madre, y puso en lugar de ellas, y usurpando sus nombres, dos figuras retóricas; y   —229→   así fundó la religión de la humanidad o el catolicismo positivo.

¿Tienen alguna fuerza las razones que usted da en favor de su religión nueva; en alabanza de ese catolicismo perfeccionado? Yo entiendo que las razones de usted le destruyen por su base. «Augusto Comte, dice usted, no podía instituir su doctrina en nombre de Dios, porque, dada la mentalidad de nuestro tiempo, no podía sentirse inspirado sobrenaturalmente. Hubiera faltado a la profunda sinceridad que le caracteriza».

«Moisés y San Pablo, añade usted, influyeron grandemente en moralizar el mundo. Estos ilustres servidores de la humanidad fueron sinceros al atribuir a revelación divina los preceptos religiosos que dictó cada uno de ellos, porque sus respectivos medios sociales eran teológicos. En el medio social positivo que alcanzamos, creer se inspirado de Dios supondría una perturbación cerebral».

A esto, y adoptando el severo criterio de usted, cualquiera podrá añadir que mayor perturbación cerebral supone aún, en el medio social positivo en que estamos viviendo, sin creerse inspirado por Dios, no sólo negando su inspiración sino negándole a Él o desconociéndole, ponerse a fundar religión nueva. Cualquiera otra determinación parece menos disparatada. Y, sin embargo, la determinación de ustedes tiene excusa, una vez aceptado el positivismo hasta donde Littré le acepta.

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El remate de su doctrina oficial es como un punto elevado, resbaladizo, con abismos por todas partes, donde se exige al positivista que se tenga en equilibrio, y donde el equilibrio no es posible. Es necesario caer en alguno de esos abismos.

No es dado quedarse sin negar ni afirmar la materia eterna o Dios. El positivista cae del escollo en que se ha encaramado aunque se agarre con las uñas, a fin de no caerse, a los preceptos de Littré, declarándose, con modestia, incompetente para decidir sobre tales asuntos.

Lo más común es que caiga en el materialismo y en el ateísmo. Littré cae con frecuencia, como se lo prueba Caro en el extenso libro que ha escrito sobre él, y al que me remito. Y cae también la turbamulta de positivistas franceses, ingleses, alemanes y españoles, que con más o menos pudor y disimulo van a seguir la bandera de Büchner, de Moleschott, de Carlos Vogt o de Haeckel.

El señor Menéndez y Pelayo, que ha estudiado bien todo esto en sus Heterodoxos, trae larga lista de secuaces del positivismo en España, y apenas hay uno que se haya quedado en la neutralidad modesta y antimetafísica: casi todos caen en el materialismo, descollando entre ellos el catalán Pompeyo Janer. Hasta los antiguos y nebulosos krausistas, empezando por don Nicolás Salmerón, han venido a dar en el positivismo en los últimos tiempos; pero todos estos   —231→   positivistas españoles pertenecen a la secta no religiosa. Menéndez y Pelayo, cuya diligencia y erudición son admirables, sólo nos citados positivistas españoles religiosos: D. José Segundo Flórez y el naturalista cubano don Andrés Poey, ninguno de los cuales debe haber fundado iglesia entre nosotros. Si la ha fundado, estará escondida en tenebrosas catacumbas, cuando Menéndez y Pelayo, que todo lo escudriña, no ha dado con ella. Lícito es, pues, afirmar sintéticamente que en España no hay positivistas religiosos. La Religión de la Humanidad, no hace prosélitos por aquí. Estéril y desairada misión me parece esa que usted y su hermano quieren confiarnos, a doña Emilia Pardo Bazán y a mí, de ser en España los apóstoles de la Religión de la Humanidad: el Santiago y la Santa Teresa de esta nueva creencia.

Las lisonjas, amonestaciones y consejos de usted son cantos de sirena, a los cuales doña Emilia y yo debemos tabicar con cera los oídos, imitando al prudente Ulises, Si los oyésemos, si nos dejásemos seducir, iríamos a parar al cómico martirio, no de la hoguera, no de la degollación, no de la estrangulación, sino de las silbas y de las burlas. España está muy hundida en el negativismo; como usted le llama: y no hay quien la saque de él a tres tirones. Lo que dice usted a doña Emilia es para deslumbrará cualquiera, pero ella no es un cualquiera y no se dejará deslumbrar. Usted le dice, entre otras cosas:   —232→   «Anhelo que revele usted la Religión de la Humanidad a las nobles españolas, sus compatriotas; que las haga influir en la conversión de sus padres, de sus esposos, de sus hijos descaminados en el negativismo; que convierta usted misma, exhortándolos fuertemente, a varios de los esclarecidos varones de España, para que se pongan al servicio de la grandiosa doctrina con la que tanto pueden enaltecer a su patria y al mundo entero; que su palabra circule radiante de unción, no sólo por la Península Ibérica, sino también por toda la América española, infundiendo convicciones tan sublimes como inquebrantables: que su santa y vigorosa elocuencia invada a París para concurrir a la regeneración definitiva de la gran ciudad por la cual se modelan todas las naciones; y que, cuando llegue la hora solemne de su transformación personal de la vida objetiva a la vida subjetiva (pasar de la vida objetiva a la vida subjetiva equivale a morirse entre los profanos), experimente usted el inefable goce de haber trabajado de todo corazón y con todas sus fuerzas por la Religión universal, y pase a incorporarse, resplandeciendo con eterna aureola, en la Humanidad, nuestro verdadero Ser Supremo, desde cuyo glorioso seno continuaría usted guiando almas con el inolvidable ejemplo de su abnegada labor, y con sus virtuosos y magistrales escritos».

En medio del entusiasmo, de la elocuencia, del profundo convencimiento de usted, doña Emilia   —233→   no podrá menos de reconocer la inanidad de sus promesas y lo inconsistente de ese Ser Supremo, en cuyo seno usted la coloca, y lo falso de su eternidad, ya que el día menos pensado se seca la Tierra, como parece que se secó la luna, o se apaga el sol, o se cae en él la Tierra, u ocurre a la Tierra cualquier otro percance, y el Ser Supremo, inventado por Augusto Comte, tiene lastimoso fin, con toda la ciencia, con todas las invenciones y con todos los primores, y con todas las filosofías, más o menos positivas, que ha ido confeccionando en unos cuantos siglos.

Caro, en su libro sobre el positivismo, amenaza también a ustedes con la fin del mundo para demostrar la falsedad y la vanidad de la religión del progreso. «Entonces, el hombre y su civilización, sus esfuerzos, sus artes y sus ciencias, todo habrá sido. Todo perecerá con la vida de nuestro globo; y, si no queda en alguna parte un pensamiento que recuerde, y conciencias que recojan los resultados de tantos sacrificios, la tal religión del progreso es la burla más cruel del pobre animal humano, a quien inútilmente se ha turbado en su miserable dicha, y se ha espoleado para que corra en pos de quimeras y de perfecciones cuyo término es la nada.»

Lo cierto es que, para evitar estos tropiezos y sostener el progreso indefinido en toda su grandeza, el positivismo vale poco, y es mil veces mejor el perfeccionismo absoluto del Sr. Dosamantes. Con los cuerpos fluidos, dotados de la virtud   —234→   de lanzarse a otros mundos, chico inconveniente sería que éste se hundiese o acabase. Nos pondríamos en salvo y nos iríamos a planetas más bellos y más cómodos, diciendo: Ahí queda eso, como dicen que dijo el cura de Gabia.

No hay, con todo, medio alguno de que ustedes acepten ni cuerpos fluidos, ni nada que sea equivalente. Son ustedes tan materialistas y tan ateos como el que más. La Religión de la humanidad es sólo poesía sin substancia y delirio vano. Como únicamente puede comprenderse la religión de ustedes es como uno de los mil arbitrios, el más ineficaz, a mi ver, a que apelan los pensadores de nuestros días, cuando, después de destruir la realidad superior e invisible dentro de lo conocido, buscan lo ideal, y hablan de él y quieren rendirle adoración y culto.

Todo otro arbitrio para poner lo ideal, es, repito, más eficaz que el de ustedes. Aun suponiendo que la razón, la mentalidad del siglo XIX como usted la llama, no logre columbrarle, ¿por qué hemos de negar que no logren columbrarle otras facultades del alma humana, y que no le vean y reconozcan, no sólo como ideal, sino como real, con limpia, clara y refulgente realidad objetiva, cuya luz acabe por penetrar en el universo concebido por la ciencia, y encerrado por ella en cárcel sombría, y al fin le ilumine y le explique?

Yo confieso que no pocas de estas tentativas de realizar lo ideal, y de traerle al mundo de la   —235→   ciencias y de iluminar con él sus tinieblas, me son simpáticas, por disparatadas que sean. Por esto me hacen tanta gracia el perfeccionismo absoluto del señor Dosamantes, el espiritismo, el budismo esotérico y otros sistemas así. Hay varias escuelas de ateísmo, todas, por desgracia muy florecientes ahora. Si sus principios no se hubieran infiltrado en las almas de mucha gente vulgar, que no ha estudiado nada y que filosofa sin saber que filosofa, y como por instinto, apenas tendría yo excusa para hablar de estas cosas con ligereza, y sin detenido estudio y reposo; pero yo, al discurrir sobre esto, no voy a revelar lo que se afirma en las cátedras y entre los muy doctos, sino que voy a tratar de ideas que corren y se difunden por las calles y por las plazas, que penetran en la vida social e influyen en ella.

Aunque se me tilde de impropiedad en el lenguaje porque en lo falso y en lo absurdo no quepa más ni menos, yo empiezo por creer que, siendo absurdas todas las negaciones de Dios, hay unas más absurdas, y menos absurdas otras.

Si el mundo es un valle de lágrimas sin esperanza en otra vida mejor; si todos los seres padecen; si la injusticia triunfa; si el orden físico y el orden moral no existen y sí no hay más que desorden, como no hemos de suponer un poder infinito que se complazca en el dolor y en la miseria, ni tampoco hemos de fingir para soberano ordenador del mundo un ser benigno,   —236→   pero sin fuerza y sin saber que basten a remediar lo malo, o, mejor dicho, a no haberlo hecho, parece legítima consecuencia la negación de Dios. Lo falso está en las premisas, prescindiendo ahora de lo misterioso e inexplicable de que los seres obedezcan a ciertas leyes, aunque sean inicuas, sin que haya legislador que dé esas leyes; de que salga la conciencia de lo que no tiene conciencia, y de que brote un prurito certero y una voluntad eficaz de ser, sin persona donde la raíz de este prurito y de esta voluntad resida.

Con todo: yo creo que el ateísmo pesimista de Leopardi, de Schopenhauer y de Hartmann, es el menos desatinado: hay en él no poco del budismo trasplantado a Europa. Pero cuando sostenemos que todo está divinamente concertado; que todo concurre y se encamina a la perfección de modo indefectible, se comprende mucho menos que nadie sea ateo.

Augusto Comte, a mediados de este siglo descubrió y explicó las leyes por cuya virtud el linaje humano va encaminándose a una sublime y noble bienaventuranza a través de los períodos teológico, metafísico y, por último positivo; pero estas leyes que descubrió Augusto Comte estaban ya promulgadas y eran obedecidas desde el principio o desde la eternidad; luego hubo inteligencia que las dictó y poder que las hizo obedecer desde entonces. Tan acertadas y bienhechoras leyes no las dictó ni las impuso el Gran Fetiche, que es la tierra que habitamos, ni el   —237→   Gran Medio, que es el espacio en que la tierra se mueve, ni la Virgen Madre, que es la Humanidad, nacida en virtud de estas leyes. El Ser Supremo positivista es uno y trino: es un compuesto del Gran Medio, del Gran Fetiche y de la Virgen Madre; pero tampoco da las leyes: se limita a obedecerlas y a irse encaminando así a la perfección.

Claro se ve que esta religión positivista es absurda para los teólogos y para los metafísicos; pero, digo la verdad, no comprendo el enojo, las burlas y las protestas contra ella de los positivistas no religiosos. A mi ver, ustedes son tan lógicos como ellos, y además son más amenos. Con semejante fantasmagoría o camelo de religión no se invalida ni se desnaturaliza la doctrina del Maestro. Ni ustedes vuelven a restablecer los agentes sobrenaturales del período teológico ni lo que llaman ustedes abstracciones realizadas del período metafísico, como Dios, esencia y causa: ustedes se limitan, para recreo y hechizo poético de los hombres, a personificar cosas harto reales y visibles, que no tienen nada de abstracción, a saber: el universo todo, el planeta en que habitamos y cuantos animales racionales le pueblan, considerándolos en su conjunto.

No acusaré yo a ustedes de inconsecuentes, como otros los acusan, calificando su religión en lo tocante al culto de los héroes, de paganismo; y en lo tocante a la devoción fervorosa a las   —238→   mujeres, de plagio de la devoción a la Virgen María de los católicos. No deroga la religión de ustedes, que no es religión, la ley positivista que hace de la religión el grado ínfimo en el desarrollo intelectual de los hombres. La religión de ustedes es un objeto artístico, un primor, un adorno, de mejor o peor gusto, pero que, en lo esencial, ni quita ni pone.

No hay que decir que yo no creo en la afirmación de Augusto Comte. Yo creo lo contrario. La religión es inmortal, es indestructible como ciencia y como sentimiento. Desde todos los puntos, desde aquellos que más distantes nos parecen, y por todos los caminos, cuando más pensamos apartarnos de la religión, de la metafísica y de la teología, volvemos a ellas, sin poder evitarlo. Si algún valor tiene la religión de ustedes, es el de la sombra, el del espectro, que distrae y fascina y tal vez impide a ustedes o ver la verdadera religión que penetra en el positivismo, o salir a buscarla, desde el seno de ese positivismo, siguiendo sus métodos, y apoyándose en él y tomándole como punto de partida.

En contraposición a la vana religión de ustedes, he de permitirme decirles algo, dado lo poco que sé y creo penetrar, de los esfuerzos y tentativas para recobrar la religión verdadera y para hacer de ella una ciencia positiva en el se no del positivismo, completando así la enciclopedia de Augusto Comte, y añadiendo a sus seis   —239→   ciencias, que se siguen y encadenan, otra más alta que es la teología.

Bien puede asegurarse que Herberto Spencer ha mejorado y perfeccionado el positivismo, creando la filosofía de la evolución, por cuya virtud trata de explicarlo todo. Lo que se queda por explicar, o es lo incognoscible en sí, o la acción de lo incognoscible. Tenemos, pues, lo incognoscible fuera de la ciencia; pero algo es, ya que, al afirmar que no se deja conocer, lo afirmamos.

De esta suerte Herberto Spencer, que procede al principio como Augusto Comte, considerando la religión como superstición y puerilidad, vuelve reflexivamente a la religión después de haber recorrido toda la ciencia. Herberto Spencer funda esta segunda religión reflexiva, la religión de lo incognoscible, y aun la pone por cima de toda la ciencia: inexpugnable, invencible e indestructible.

«La omnipresencia, dice, de algo superior al entendimiento humano, es una creencia común a todas las religiones. Nada tiene que temer esta creencia de la lógica más severa. Es una verdad última de la mayor certidumbre, una verdad sobre la cual las religiones todas están de acuerdo, y está de acuerdo igualmente la ciencia. Hay un poder impenetrable, del cual es manifestación el Universo.»

Fundada así la religión agnóstica, ya, según he leído en varios libros, hay en Inglaterra positivistas que han formado Iglesia para dar   —240→   culto a este incognoscible, escondido siempre y presente siempre en todo. En el fondo de todos los fenómenos físicos y morales está lo incognoscible, está lo que nosotros llamamos Dios, y esto es lo que adoran.

Para Herberto Spencer, tiempo, espacio, causa, substancia, movimiento, espíritu, son términos ininteligibles y llenos de contradicciones.

No sabemos más que enlazar algunos fenómenos según la ley de continuidad. Resulta, pues, al último extremo del empirismo baconiano y del positivismo comtiano, un profundo misterio religioso. Detrás de cada objeto, en el centro de cada cosa, en nosotros mismos, está lo incognoscible, y todo es efecto de su perpetua e incesante operación divina.

Apenas hay filósofos que no se contradigan, y Herberto Spencer no es excepción de la regla. Al lado de la modestia con que declara que casi no sabe nada, viene la inaudita y temeraria pretensión de explicarlo todo con su evolución universal. Empieza por la nebulosa primitiva, y, desde ella, con su evolución, nos va creando los astros, los fenómenos geológicos, la aparición de la vida, y luego el progreso de plantas y animales, y, por último, el desarrollo de la sensibilidad y de la inteligencia, las artes, los oficios, el saber, la formación de las sociedades, y su florecimiento y sus adelantos.

Lo cierto es que, supuesto lo incognoscible y su perpetua operación divina, con decir será   —241→   lo que Dios quisiere, estamos al cabo de toda dificultad, y no hay para qué calentarse la cabeza. Pero es lo malo que, al pretender explicarlo todo, como si hubiésemos arrebatado su secreto a lo incognoscible, incurrimos en dificultades nuevas. Aunque Dios, lo incognoscible, pudo hacer las cosas de mil modos distintos, que nosotros ni comprendemos ni imaginamos, desde el momento en que afirmamos que las hizo de un modo, tal vez incurrimos en error, y el error queda patente si se prueba que de ese modo no las hizo.

Así entiendo yo que el sistema de la evolución universal de Herberto Spencer queda refutado por un libro de un discípulo del señor Pasteur, llamado Dionisio Cochin. El libro se titula La evolución y la vida, y recomiendo a usted su lectura.

Acaso, leyéndole, venga usted a convencerse, como yo me he convencido, de que no hay una sola evolución, sino de que ha habido tres, o dos por lo menos. Con la materia primera, y con leyes matemáticas, físicas y químicas, por mucho que se haya evolucionado, no ha podido aparecer la vida. La vida no se explica sin los gérmenes, sin otra intervención de lo incognoscible, sin algo como nueva creación, que marca nueva era y el principio de evolución más alta. Y no vale salvar la dificultad como la salva Sir Guillermo Thomson, imaginando que cayó en nuestro planeta un pedazo de astro viejo, todo cuajado   —242→   de microbios. Esto sería trasladar la dificultad a ese astro viejo; endosársela, pero no resolverla.

Con la aparición de la conciencia, del entendimiento, del ser humano, ocurre lo mismo.

Entre lo que vive y lo que no vive, entre lo que piensa y lo que no piensa, no hay término medio; no hay eslabón que enlace la cadena y acredite como evidente la ley de continuidad. De la substancia viva más imperfecta a la substancia sin vida más hermosa y rica, al diamante, al cristal, al oro más puro, hay un abismo. Y desde el más grosero pensamiento al instinto más perfecto del animal, hay otro abismo también. Fuerza es, pues, admitirla solución de la continuidad de Herberto Spencer, y tres evoluciones en vez de una: la de la materia inorgánica, la de la vida y la de la conciencia.

Ignoro si un señor llamado Enrique Drummond, es inglés, o yankee. Sólo sé que, estando yo en los Estados Unidos, apareció allí y se puso muy en moda un libro suyo, impreso en Boston, que se titula Leyes naturales en el mundo espiritual.

Aunque yo, según he confesado, sé poquísimo, y no tengo la pretensión de enseñar, y sólo escribo para divertirme y divertir, si puedo, a quien me lea, todavía, sin pasar de mero aficionado a sabio, tengo mis opiniones arraigadísimas, contra las cuales nada prevalece. Y una de estas opiniones es que el método empírico   —243→   sirve para explicar los fenómenos y sus relaciones: para clasificar los seres y ponerlos como en un casillero; mas no para explicar las causas y elevarse a la metafísica, previamente desechada. Así, pues, yo considero falso el pensamiento fundamental de Enrique Drummond, y yo considero irrealizable su intento.

Sin embargo, el intento de Enrique Drummond es tan sano y tan sublimemente benévolo y el arte y el discurso con que le realiza son tan ingeniosos, que no puedo resistir a la tentación de hacer aquí un extracto de su sistema.

Así verá usted como la mentalidad, en este tercer período histórico llamado positivo, no excluye la religión ni la teología, sino que desde el seno del positivismo, y por métodos positivistas, volvemos a ellas. Y volvemos, no ya sólo a una religión metafísica, a una teología natural o teodicea creada por el discurso, sino a la religión revelada, cristiana, positiva y católica.

Usted y su hermano, que son tan entusiastas y tan devotos de San Pablo, de Santa Teresa de Jesús y de San Ignacio de Loyola, quién sabe si cuando vean que, sin dejar los carriles del positivismo, pueden llegar con Enrique Drummond a creer en lo que creyeron dichos Santos, no acabarán por abjurar de esa Religión de la Humanidad, sin más Dios que la Humanidad misma, y por volver al Catolicismo, el cual, dado, como yo creo, que la religión no ha concluido ni concluirá nunca, es la verdadera religión   —244→   de la Humanidad: la religión definitiva. Pero tratar de esto requiere bastante extensión y capítulo aparte.




ArribaAbajo- II -

En estos últimos días he recibido un nuevo folleto de usted (segunda carta a D. Zorobabel Rodríguez), por el cual veo que sigue usted predicando su Religión de la Humanidad, aunque asegura que no quiere polémicas. Yo no las quiero tampoco: pero necesito exponer las razones principales que me mueven a no convertirme, como usted me aconseja en la extensa carta que me escribió; y además, esto me da ocasión para discurrir y cavilar sobre la irreligión del día, sobre eso que usted llama la mentalidad del período positivo en que estamos, mentalidad que se opone, según usted, a que creamos en nada sobrenatural, por donde San Pablo, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, y todos los mejores Santos del Calendario, y todos los más nobles y generosos héroes de la Historia, no creerían en Dios si viviesen ahora, y sólo a la Humanidad darían adoración y culto.

Es innegable que el materialismo, el ateísmo y el positivismo, que es un ateísmo disimulado y vergonzante, florecen demasiado en el día, pero los positivistas y ateos se engañan en imaginar que el mundo es ya de ellos, y que esta   —245→   edad es la de la razón, y que la de la fe pasó para siempre.

Yo creo que estamos en plena edad de fe, y que, si el perderla implicase progreso, de poco progreso podríamos jactarnos.

Todavía, a mediados de este siglo, en 1847, ha aparecido en Persia una religión nueva que ha hecho correr la sangre a ríos, y ha dado al mundo millares de mártires. La moral de esta religión es purísima y dulce; sus libros sagrados, muy poéticos; su creencia y su amor en Dios y a Dios, profundos. El Conde de Gobineau y el Sr. Franck, del Instituto de Francia, han expuesto su doctrina y escrito la historia de esta religión reciente, el babismo, cuyo dogma capital es la encarnación perpetua de Dios en diez y nueve personas.

Se me dirá que esto ocurre en Persia, que es tierra de bárbaros; pero que en la culta Europa y en las otras regiones, por donde su civilización se ha difundido, no caben ya semejantes delirios.

Nada más arbitrario que tal suposición. En pocas edades han aparecido más profetas y fundadores de religiones que en el día. Básteme citar al conde de Saint-Simón, a los polacos Wronski y Towianski, a los yankees Channing, Parker y José Smith, y al francés Hipólito Rodríguez, sin duda israelita de origen, que aspira a crear la religión universal y definitiva, combinando y reconciliando las tres hijas de la Biblia, las religiones de Moisés, Cristo y Mahoma,   —246→   e interpretando con piedad profunda el apólogo famoso, de Natán el Sabio.

Harto sé que se me dirá que todos estos flamantes profetas estaban locos de atar; pero veamos, por otra parte, cómo sigue reinando el espíritu religioso, y habrá que decirme que está loco todo el humano linaje, o habrá que confesar que la religión, la fe y la creencia en Dios son indestructibles.

No voy a citar a ningún Padre de la Iglesia, ni a ningún apologista católico, sino al Sr. Vacherot, el cual entiende que Dios no existe sino en nuestra mente, que es nuestra hechura, y que desaparecerá con nosotros. Dios, sin embargo, para el Sr. Vacherot, está muy lejos de desaparecer.

En su libro La religión, presume este autor que la religión pasará; que el linaje humano dará al cabo el salto progresivo del estado religioso al estado científico; pero ¿quién sabe? El día en que se dé este salto, está aún a millares de años de nosotros.

Mis libros están tan en desorden, que he andado media hora buscando uno muy divertido para citársele a usted con exactitud (a este propósito), y no he podido hallarle. Sea todo por Dios. Es este libro de un sabio francés, no recuerdo el nombre, el cual asegura que La humanidad, considerada en su vida colectiva, no ha nacido aún. Para este señor, el Ser Supremo de Augusto Comte es un Dios nonato. La Humanidad, según   —247→   sus cálculos, nacerá dentro de catorce mil años, si mal no recuerdo. Compaginando esto ahora con lo que dice Vacherot sobre el salto del estado religioso al científico, me atrevo a prever que el tal salto no se hará hasta dentro de los mencionados catorce mil años.

Por lo pronto tenemos a casi todos los hombres aferradísimos a la religión, y, por consiguiente, incapaces de elevarse a la vida colectiva.

«Si tendemos la vista, dice Vacherot, por el inmenso imperio de las religiones, en pleno siglo XIX, este espectáculo desanimará a los libre pensadores, que esperan o creen llegado el reino de la razón en nuestro planeta, y tranquilizará a los creyentes, asustados con las conquistas de la incredulidad, en los tres últimos siglos.»

En efecto: Vacherot echa sus cuentas, tomando los datos del primer libro de Geografía o de Estadística que tiene en casa, y resulta que de mil doscientos millones de seres humanos, que pueblan el mundo, casi todos profesan alguna religión. Hay centenares de millones de cristianos, de budistas y de muslimes; y, lo que es más de lamentar para los filósofos, hasta las más antiguas supersticiones, sectas y religiones semiselváticas, persisten aún. El fetichismo y el chamanismo conservan millones de sectarios.

¿Dónde está, pues, esa mentalidad, propia de la época, y que tan resueltamente prohíbe, no ya   —248→   seguir una religión positiva, sino creer en Dios racionalmente?

En la carta que usted me escribe, en las que escribe a doña Emilia y a D. Zorobabel, y en todos los otros escritos, habla usted de dicha mentalidad; pero ni me la enseña, ni yo la veo.

Lo que yo veo y lo que ve todo el mundo es que, enfrente de la inmensa turba de creyentes, apenas habrá, esparcidos por toda la faz de la tierra, unos cuantos miles de librepensadores incrédulos.

La mentalidad de que usted habla no es, pues, general. Debe quedar reducida a los sabios y filósofos, o, mejor diremos, a los sabios sólo, ya que usted no admite tampoco, en estos tiempos, la filosofía especulativa o metafísica. Significa, sin duda, la tal mentalidad, que la ciencia y la religión son incompatibles en el estado de progreso a que la ciencia ha llegado.

Si la ciencia se divulga, la incredulidad, sin la cual no hay ciencia, también debe divulgarse.

Supongamos ahora que los pueblos bárbaros del Oriente inmóvil, y que las turbas rudas y sin ciencia de Europa y de América, y los semisalvajes de África, todos religiosos, a su modo cada uno, no deben contar por nada, y que el porvenir y los destinos del género humano dependen de los sabios, que casi todos viven en las grandes capitales. ¿Cuándo lograrán estos sabios difundir por donde quiera su mentalidad, como usted la llama?

  —249→  

Lo más raro que hay en el caso es que muchos de esos sabios, aun de los más incrédulos, no desean que la incredulidad se divulgue, y hasta tienen miedo y horror a que el vulgo llegue a ser tan incrédulo como ellos. Unos miran la religión como freno para las turbas ignorantes y codiciosas; otros, como consuelo para los tristes, menesterosos y desvalidos. De aquí que muchos sabios de éstos se pongan muy sentimentales y melancólicos de matar la fe, después de soñar con que acaban de matarla. Ernesto Renan es de los melancólicos, si mira la religión como con suelo. Si la mira como freno, inventa mil diabluras, que parecen desatinos, para refrenar al vulgo de otra suerte.

En uno de sus diálogos propone que la ciencia vuelva a ser oculta, y que los sabios formen algo como colegios sacerdotales, para que cuando el pueblo se subleve y haga alguna barbaridad, los sabios, que sabrán ya más que ahora, castiguen al pueblo con una buena peste, o con terremotos, o con inundaciones, o con lluvias de fuego, o con otras plagas.

Interminable y enojosa tarea sería citar aquí textos de autores racionalistas que se lamentan y aterrorizan de que el vulgo se vaya racionalizando. Suponen que, perdida la fe, no adquirirá en cambio la ciencia, y se lanzará desbocado a satisfacer sus bestiales apetitos. El citado Vacherot manifiesta repetidas veces y muy elocuentemente estos temores. Tenemos, pues, no corta   —250→   cantidad de sabios incrédulos que se inclinan a que sea la incredulidad exclusivo privilegio de los sabios. Por un lado, matan o creen matar toda creencia religiosa en los libros que componen, y por otro lado, deploran con amargura que las creencias mueran. Se parecen a aquel Rey de un cuento oriental, que había dado su palabra real de decapitar a cuantos se pusiesen a adivinar cierto enigma y no le adivinasen. Los alrededores de la gran capital del referido Rey estaban llenos de cabezas cortadas, colocadas en sendos postes; pero, como el Rey tenía muy compasivo y buen corazón, no hacía más que llorar por aquellas muertes de que él mismo era causa, para no faltar a su palabra.

Convengamos en que son dignos de risa los incrédulos llorones. Si es ilusión, si es mentira todo lo trascendente y divino, ¿por qué llorar su pérdida? El sabio, que consagra su vida a la verdad, ¿cómo puede figurarse que la verdad sea nociva y funesta? ¿Cómo da por cimiento a la ventura de sus semejantes, a su moralidad y a su bondad, el error, el engaño o la falsía.

Los positivistas ortodoxos como usted, y no pocos sabios incrédulos de otras escuelas, son en este punto más lógicos. Para unos, toda religión ha sido siempre contraria a la moral, a la dicha y al progreso; para otros, ha sido toda religión utilísima, indispensable, hasta hace muy poco, para todos esos altos fines; mas para todos ellos toda religión es perjudicial en el día, salvo   —251→   la meramente alegórica que ustedes han inventado.

No negaré que ustedes se contradicen menos; pero son ustedes pocos, y no todos muy firmes en su opinión. Al fundar la moral, sin el sostén y la base de una metafísica o de una doctrina religiosa, tocan ustedes la dificultad; y a menudo vacilan. A veces salen ustedes por el registro que menos se prevé. Pondré de ello un ejemplo curiosísimo y algo chistoso.

El Sr. Guyau ha escrito una obra titulada La Irreligión. Para él consiste el venturoso porvenir de nuestra especie en que la religión se acabe, y casi la da ya por acabada. Sin dificultad, a su ver, y del modo más llano, establece este sabio una moral excelente. Todo el orden social no sólo le explica, sino que le crea, como explicaba Laplace el orden del universo, sin la hipótesis de Dios; pero aquí vienen los apuros; donde menos se piensa salta la liebre. Los hombres ilustrados e irreligiosos querrán tener pocos hijos que mantener y educar, y las mujeres ilustradas e irreligiosas apenas querrán parir alguno que otro. Entretanto, las gentes ruines e in doctas, las razas inferiores, echarán al mundo con desmedida profusión infinidad de chiquillos. Por lo cual teme el Sr. Guyau que el linaje humano degenere; que los sabios disminuyan; que los pueblos más cultos, como Francia, se enflaquezcan y pierdan población, y que los negritos u otros salvajes lo llenen y dominen todo. No   —252→   recuerdo si el Sr. Guyau arbitra algún recurso para salvar esta dificultad; pero el caso es que la pone.

Y no es de maravillar que ponga una sola, sino que no ponga muchas. Lo que es yo, por más que medito, no veo posible la moral, sin religión o metafísica que la sirva de base.

Prescindamos de toda revelación sobrenatural; no prestemos crédito sino a los dictados de nuestra razón; pero, aun así, si no afirmo un Dios legislador y hombres con alma responsable, con libre albedrío, capaces de vencer las naturales impurezas y de sobreponerse a los malos instintos para realizar la justicia, el bien y la caridad en el mundo, aun en contra de sus propios intereses, no veo que pueda fundarse racionalmente moral alguna.

Cierto que el gran crítico Lessing separa el dogma cristiano de la moral de Cristo, como hacen ustedes. Para Lessing, la moral es independiente del dogma: independiente de ésta o de aquella determinada metafísica o teología; pero Lessing no destruye por eso toda teología y toda metafísica; antes pone como cimiento firmísimo de la moral una metafísica perenne en sus principios radicales, una teodicea natural, que afirma a Dios, omnipresente en el universo, causa del orden y del progreso, revelándose gradualmente y educando al linaje humano por medio de sucesivas revelaciones. La religión natural, la metafísica perenne, aunque progresiva,   —253→   no es para este sabio obra del natural discurso sólo, sino del natural discurso con auxilio y re velación de Dios.

Ya ve usted cuánto dista Lessing de los positivistas de ahora. El género humano progresa y se educa, guiado por Dios, y, si Dios le deja de su mano, ni se educa ni progresa.

¿Dónde está esa incompatibilidad que ustedes suponen, entre la ciencia y la religión, entre Dios y la razón humana, cuyo progreso en todo, según Lessing, es un resultado de la constante operación divina y de sus revelaciones, que se suceden en oportuna sazón, cuando ya el espíritu del hombre está en aptitud de recibirlas?

Lejos de mí creer a usted malicioso. Yo creo a usted lleno de candor, y convencidísimo de sus errores; pero, al afirmar que la ciencia es incompatible con la religión, al poner entre ambas perpetuo conflicto, ¿no comprende usted que induce a mucha gente sencilla a dar en irreligiosa y en atea, por no parecer poco ilustrada?

Para tranquilidad de esta gente sencilla, bien puede asegurarse que, aun en el día, son más, muchos más, los sabios religiosos que los irreligiosos. La lista de los que creen en Dios, y hasta de los que son cristianos, vence en cantidad y en calidad a la lista de los sabios incrédulos. No hablo de filósofos, ni de doctores en ciencias morales y políticas: me limito a los que entienden y tratan las ciencias de la naturaleza. La química, la física, la geología, la astronomía, no   —254→   se oponen, pues, a la fe, digan Draper y otros por el estilo lo que se les antoje. No son embusteros, ni hipócritas, Faraday, Murchison, Hugh Miller, Humphry Davy, Jorge Stephenson, el Padre Secchi, Cuvier, Flourens, Cauchy, Biot, los Ampère, Chevreul, Pasteur y otros mil, que sería prolijo ir aquí enumerando.

A los que no hemos estudiado y sabemos poquísimo de ciencias naturales, a cada paso tratan los físicos, químicos y biólogos incrédulos de taparnos la boca, echándonos en cara nuestra ignorancia. Como no hemos estudiado lo que ellos, no atinamos a explicarnos el Universo sin Dios: la contradicción entre la razón y la ciencia. El mejor y más fácil modo de contestarles es citar a esos otros sabios que son de nuestra opinión, y a quienes no pueden recusar por ignorancia.

En 1865 hubo en Inglaterra, que no es país muy atrasado, un meeting o asamblea de natura listas, químicos, astrónomos, etc.; y seiscientos diez y siete, nada menos, escribieron, firmaron y publicaron un manifiesto, declarando que las ciencias que profesan no van contra Dios, ni contra la religión, ni siquiera contra la Biblia. Si algo inventan o sostienen que parezca oponerse a la palabra de Dios o a sus Sagradas Escrituras, ya es porque la ciencia es incompletísima aún, y se debe esperar que, cuando se complete, se conciliará todo; ya es porque hemos interpretado mal el sentido de las Sagradas Escrituras,   —255→   de suerte que el descubrimiento científico no se opone a la misma palabra de Dios, a la torcida interpretación que le hemos dado.

Ya ve usted cuán poco irreligiosa es la sana y más docta mentalidad del siglo presente.

Toda religión tiene aún muchos creyentes y defensores, y la nuestra más que ninguna, aunque no he de negar yo que bastantes pequen con frecuencia por exceso de celo.

La revelación divina no pudo hacerse toda de una vez y sobre todo. La marcha ascendente del linaje humano, la ley de la historia, el desenvolvimiento intelectual de las sociedades y de los individuos, todo esto no sería, o las cosas serían de muy diversa manera, si Dios lo hubiera revelado todo en un solo momento: de un golpe. El hombre, además, o natural o sobrenaturalmente, hubiera sido hecho o rehecho por muy diverso estilo, para que se prestase a recibir la revelación, a entenderla, y a que no fuese en balde. El maestro va por sus pasos contados enseñando a sus discípulos, y no les explica la lógica antes de la gramática, ni el cálculo integral antes de las cuatro reglas de la Aritmética.

Si los primeros Patriarcas, y Abraham, y Jacob, hubieran enseñado toda la doctrina, nada hubiera tenido que revelar Moisés; y si Moisés lo hubiera enseñado todo, hubiera sido superflua la revelación de Cristo. Cristo mismo, en la última cena, cuando se despide de sus discípulos,   —256→   declara que aún no lo ha revelado todo. «Aún tengo que deciros muchas cosas, pone el texto de San Juan: mas no las podéis llevar ahora.» Esto es: ahora no os aprovecharían; no las comprenderíais bien. Y añade luego: «Mas cuando viniere aquel espíritu de, verdad, os enseñará toda la verdad.» Lo cual, aunque se interprete con la más timorata interpretación, diciendo que eso que Cristo se dejó por decir se lo dijo lo a los Apóstoles después de resucitado y lo inspiró el Espíritu Santo cuando bajó sobre ellos, todavía es prueba evidente de que no es la revelación simultánea y completa, sino sucesiva, y adaptándose a la capacidad de los hombres a quienes se hace. En confirmación de lo cual viene bien aquello de San Pablo a los de Corinto, cuando les dice que los alimenta con leche y no con manjares sólidos que no pueden digerir todavía.

Traigo aquí todo esto muy pertinentemente, ya que de no entenderlo se han seguido graves males. Bastantes sabios piadosísimos se han empeñado en probar que en la Biblia está todo y que Moisés sabía y revelaba cuanto hay que saber y revelar de física, química, matemáticas, paleontología, cosmogonía, etc.; y en cambio otros incrédulos, en esto no menos cándidos, se obstinan y se enorgullecen disputando con Moisés y probándole que no sabía el sistema de Copérnico, ni que el agua se componía de oxígeno y de hidrógeno, ni otras muchas cosas por el estilo. Los primeros deducen de esta disputa la   —257→   verdad de la religión, y los segundos su incapacidad, su oposición a la ciencia y su mentira. Yo, sin ser sabio, en nombre de mi pobre sentido común, me atrevo a sostener que no tienen razón ni unos ni otros en sus deducciones.

Entre los apologistas de la religión cristiana hay un inglés, Samuel Kinns, cuya seguridad y cuyos argumentos para probar la concordancia de la revelación y la ciencia pasman por inauditos e inesperados.

Cuenta este señor que hay unos cerrajeros, paisanos suyos, Hobbs, Hart y Compañía, los cuales han inventado y fabricado ciertas llaves y cerraduras maravillosas, de que se vale el Banco de Inglaterra para poner a buen recaudo sus tesoros. Las guardas de cualquiera de estas llaves tienen 15 dientecillos movibles, que, colocándose, ya de un modo, ya de otro, dan lugar a 1.307.674.368.000 combinaciones. Con cual quiera combinación se echa la llave y sólo se desecha o se abre con la combinación con que se ha cerrado. Hay pues, una sola probabilidad contra un billón y miles de millones, de que alguien abra sin saber la combinación.

Sentado esto, y sentado que los días de la Creación no fueron días, sino largos períodos de millones de años, Samuel Kinns pone quince actos creadores en el orden en que los pone la ciencia, y los concierta, en el mismo orden, con quince frases o expresiones bíblicas, que responden con exactitud a cada uno de esos actos. De   —258→   esta suerte, imagina el apologista que deja de mostrado que Moisés sabía, por revelación divina, todo lo que la ciencia ha descubierto, tres mil años después, acerca de la Creación del Mundo. Al más rudo, si recapacita un poco, asaltan varias dudas y razones contra semejante discurso. 1.ª ¿Lo que la ciencia ha descubierto, lo ha descubierto bien, o saldremos el día menos pensado con que descubre otra cosa que invalida el descubrimiento de hoy? 2.ª ¿Dado que sea ya definitiva e inalterable la cosmogonía de la ciencia, hay o no hay algo de arbitrario y de más ingenioso que sólido en la harmonía y ajuste perfecto de lo que dice la ciencia y de lo que dice la Biblia? Y 3.ª Aceptando por verificado y evidente todo lo que la ciencia descubrió de la cosmogonía, y por no menos exacto su acuerdo perfectísimo con las palabras de Moisés, ¿qué objeto ni qué propósito tuvo Moisés, ya que sabía todo aquello, de decirlo o ponerlo tan obscura y concisamente, que fuese logogrifo o acertijo que nadie había de adivinar sino más de tres mil años después?

Convengamos en que hubiera sido broma pesada, al menos por su duración, la que hubiera dado Moisés a todo el linaje humano, si sabiendo bien todo lo que ocurrió en el Universo desde su origen, lo hubiera dejado en cifra que sólo al cabo de treinta siglos se hubiera podido descifrar. ¿No sería mejor y más piadoso entender que las   —259→   Sagradas Escrituras están divinamente inspira das en todo lo que se refiere a la moral y al dogma, y que, en otros puntos, cuando el redactor del libro no es testigo ocular, o cuando trata de cosas que por inspección ocular no podían saberse, dice lo que en su tiempo se suponía o se imaginaba?

En virtud de esta distinción, a mi ver discreta, se evitarían lo menos las nueve décimas partes de las controversias entre los creyentes y los incrédulos: casi desaparecerían los supuestos o fantásticos conflictos entre la religión y la ciencia.

Uno de los más juiciosos apologistas que tiene hoy la religión cristiana, Mons. Van Weddingen, dice en sustancia lo mismo que estamos aquí diciendo. Cada Profeta, cada Padre de la Iglesia, según la física y la química de su tiempo, opinaba lo que mejor le parecía, y no es motivo para negarle o concederle la cualidad de profeta o de hombre inspirado por Dios, el que su opinión de entonces concuerde o no con la opinión de ahora, o, si se quiere, con la ya clara y manifiesta verdad de los físicos y de los químicos del día.

Dios, directa, materialmente, digámoslo así, y como el maestro enseña a sus discípulos, bien se puede afirmar que no enseñó matemáticas, astronomía, biología ni antropología a nadie.

Quedó, pues, cada hombre con aptitud y en libertad de inventar, de descubrir o de forjarse   —260→   los sistemas que sobre cada una de esas ciencias le parecieran más conformes a la verdad.

Así, pues, y sirvan de ejemplo (refiriéndome siempre a Mons. Van Weddingen) San Basilio y San Gregorio de Nyssa que sostienen la espontánea generación de los gérmenes en la tierra y en el agua; y San Agustín, San Isidoro de Sevilla y otros Padres, que casi son darwinistas. Dios creó al principio, según ellos, ciertos gérmenes, causas primordiales seminales, que así las llaman, las cuales fueron poco a poco desenvolviéndose. En resolución, termina el apologista citado: «El sabio jesuita Pianciani ha demostrado doctamente que sobre estos puntos delicados se concede entera libertad a la interpretación de cada individuo. La fe queda salva si se reconocen los derechos del divino Creador, y la irreductibilidad del alma de los primeros hombres a las funciones meramente orgánicas». Lo cual significa que sobre cualquiera de dichos puntos puede el sabio, o el que se figura que lo es, descubrir las verdades más inauditas o imaginar los más enormes disparates, sin producir conflicto con la religión, siempre que convenga en que Dios lo creó todo y en que ni hay, ni hubo nunca, ser orgánico, que pueda llamarse hombre, sin que Dios infunda en él un alma inmortal hecha a imagen y semejanza suya.

Yo me vuelvo todo ojos para hallar en los escritos de usted, y en otros escritos positivistas algo a modo de prueba de que estos dos conceptos,   —261→   de Dios y del alma, son falsos. Lo que sí hallo es que, según usted, el concepto de Dios fue preparación indispensable para subir al grado de civilización a que hemos subido; pero ni usted ni nadie me dice qué día, ni qué mes, ni qué año, subimos a ese grado en que ya es menester desechar a Dios, ni por qué es menester desecharle.

Sin embargo, visto que no trato yo de convertir a usted a ninguna religión positiva, como usted ha tratado de convertirme a la religión de la humanidad, voy a prescindir aquí de multitud de dificultades y hasta a dar por verdad varios errores, o varias afirmaciones, que me parecen errores aunque no lo sean.

Supongo, pues, que el período teológico pasó ya, o dígase que no se debe ni se puede creer en revelación externa divina. Supongo, además, que también pasó ya para siempre el período metafísico, o dígase que ya no se puede dar ni aceptar ciencia fundada en revelación interna divina, o sea en lo absoluto, que se muestra en lo más íntimo y profundo de nuestro ser, y sobre lo cual estriba una ciencia fundamental a priori.

Supuesto lo antedicho, no nos quedará sino la ciencia que ustedes llaman positiva: la ciencia que se funda en el empirismo, en las observaciones que hacemos valiéndonos de los sentidos.

Quiero conceder, por último, que sólo con esta ciencia, sin nada de metafísica que con ella se combine, no llegaremos jamás a una legítima   —262→   demostración de la existencia de Dios: que todos los que han querido dar dicha demostración, cristianos y deístas, Fr. Luis de Granada, Newton, Voltaire, Flammarion, todos se han evocado, según Kant lo prueba.

Nos quedamos, pues con el positivismo escueto: con las seis ciencias de la Enciclopedia de Comte y de Littré. Pero si por ellas no podemos llegar a lo sobrenatural para afirmarle, ¿por qué ni cómo hemos de llegar para negarle? Aun tomándonos la libertad de negarle sin fundado motivo, no explicaríamos las cosas, si no que las confundiríamos y enredaríamos más. El recurso del altruismo y del egoísmo para explicar lo bueno y lo malo, en moral, no vale, sin libre albedrío. Dice Vogt: «Si no me enseñan el alma, no creo que la hay»; dice Virchow, que como no ve el alma, no la acepta; y Feuerbach y cien otros aseguran que lo que piensa es el fósforo, lamentando mucho que, con tantas patatas como ahora se comen, los cerebros humanos se pongan pesadísimos e incapaces. En cuanto al vicio y a la virtud, harto sabida es la chistosa expresión de Taine: «El vicio y la virtud son productos químicos, como el vitriolo y el azúcar».

Inventemos, pues, un sistema, saliéndonos del método experimental, y haciendo sobre esto la vista gorda. Demos de barato que no hubo al principio más que el éter, o sea infinidad de cuerpecillos insecables, átomos dotados de fuerza eterna y de tres o cuatro movimientos perpetuos,   —263→   uno en línea recta, otro giratorio y otro de pegarse unos a otros y formar poliedros. Con tanto moverse estos átomos, vino a resultar que sus fuerzas se contrapusieron maravillosamente, y todo se paró y quedó en equilibrio; y hubo tinieblas y silencio; si no la nada, algo parecido. Pero de súbito se rompe el equilibrio (y no sabemos por qué, aunque no sabemos tampoco por qué se estableció), y el equilibrio ya roto, empezaron a formarse pelotitas luminosas, y fue la luz; y luego, según se ajustaban y combinaban los poliedros, que los hubo sin duda de varias clases además de las pelotitas, salían sólidos, y líquidos, y gases; y luego vida, y plantas, y bichos; y luego hombres, y conciencia, y pensamiento: y sociedad, o historia, y revoluciones, y guerra, y progreso, y todo cuanto hay hasta ahora, y hasta que a los átomos se les antoje volver a la inmovilidad primera o sea al equilibrio, y nos quedemos otra vez a obscuras, o dígase, todo silencio, tinieblas y muerte.

Consideremos exacto todo esto como si lo hubiéramos visto, tocado y verificado. Y si el sistema no gusta, le modificaremos, o expondremos el de otro sabio por el mismo estilo. Pero, entonces, ¿qué razón hay para que merezcan alabanza y gloria Augusto Comte y Catalina de Vaux, por haber sido dos turrones de azúcar? ¿Qué responsabilidad tiene, qué castigo merece el más infame criminal por haber sido un frasco de vitriolo? Si yo soy altruista, es porque los átomos   —264→   que me componen me llevan al altruismo, y si soy egoísta, es porque mis átomos confederados se hallan muy a gusto con su confederación y no quieren romperla, aunque se lleve pateta todas las otras confederaciones existentes o posibles.

Usted y gran número de otros positivistas honrados no se conforman con ser sólo laboratorios de azúcar, y con que la virtud y la diabetes vengan a ser casi lo mismo. De aquí que hayan ustedes inventado o aceptado esa fantasmagoría o mojiganga del Ser-Supremo-Humanidad, que nada explica ni remedia.

Abrazada la doctrina del positivismo, negada toda religión, negada toda metafísica, desengáñese usted, no hay más recurso que caer en el agnosticismo.

Lo conocido, lo verificado por observación sensible y por experiencia, es como una isla, todo lo grande y hermosa que se quiera, pero circundada de mar tenebroso y sin límites. Esta isla, ¿quién sabe si tendrá cimientos que la mantengan firme en medio de ese mar, o si flotará sin cimientos a merced de las olas? Lo desconocido no queda lejos, aunque en el centro de la isla nos pongamos, sino que la invade toda, y está hasta en el aire que en ella se respira. Desesperados muchos de los habitantes de la isla, todos ellos sabios, o semisabios, han declarado lo desconocido incognoscible; pero algunos han recobrado la esperanza, y, con los medios que la isla da de sí, se han engolfado en el mar tenebroso   —265→   y desconocido, a ver si le exploran. Uno de estos navegantes audaces es el Sr. Enrique Drummond, de que ya he hablado a usted, y de cuya navegación y descubrimientos tenía yo empeño en dar noticia, por ser tan curiosos: pero la empresa es atrevida y peligrosa y desisto de llevarla a cabo.

Básteme afirmar que no es, aislado capricho de Enrique Drummond esto de subir por la escala de las ciencias empíricas hasta la última y suprema hipótesis que lo explique todo, construyendo o reconstruyendo la metafísica y singularmente la teodicea. En todos los países cultos se advierten síntomas de tan ineludible propensión, y de la actividad que, movido por ella, el espíritu humano va desplegando.

En Francia acaba de aparecer un libro que llama ya la atención por el título sólo, y donde se nota el pensamiento fundamental de que aquí se trata. El libro se titula El Porvenir de la metafísica fundada en la experiencia, por Alfredo Fouillée.

En nuestra misma España ha aparecido otro libro, que apenas he tenido tiempo de hojear aún, pero en el cual, por lo poco que he visto, presiento que el movimiento intelectual del mundo me depara un auxiliar poderoso. El autor de este libro (cuyo nombre, Estanislao Sánchez Calvo, confieso que al recibir el libro conocí por vez primera) quiere reconstruir también la metafísica: descubrir lo incógnito, que no es incognoscible para él, partiendo de las ciencias positivas;   —266→   probar, en suma, que lo inconsciente de Hartmann, que es, en efecto, inconsciente para nosotros, es, por eso mismo, lo maravilloso, lo estupendo, lo certero, lo infalible, lo rico de providencia y de inteligencia, que mueve desde el átomo hasta el organismo más complicado: pero que este motor, de quien tal vez no tenemos conciencia los que por él somos movidos, la tiene él de sí y en sí, y lo penetra y lo llena todo, siendo al mismo tiempo todo y uno, porque si las demás cosas son algo, y si no son nada (porque no son él, es por el ser que él les da.

En resolución: ese prurito de producir formas, vidas y evoluciones; esa energía constante de los seres que siguen inconscientemente su camino prescrito, y van a su fin en virtud de leyes indefectibles y eternas, es la incesante operación de lo inconsciente, el milagro perpetuo de lo que, siendo in consciente para nosotros, es supraconsciente, y es Dios.

El libro que expone y procura demostrar esta doctrina, con mucha ciencia y extraordinario ingenio, se titula Filosofía de lo maravilloso positivo. Su autor parte del positivismo; pero anhela fundar nueva metafísica y teología nueva, concurriendo, por lo menos, a probar, si no que el ateísmo es falso y que la vacía religión de la humanidad es absurda, que el ateísmo y la religión de la humanidad no contentan ni aquietan a nadie, ni valen para nada bueno.





  —267→  

ArribaNovela-programa

A la Sra. de R. G.

Mi distinguida amiga: Hace ya meses que me envió usted un ejemplar de Looking bachward, novela de Eduardo Bellamy, impresa en Boston en 1889. Enseguida di a usted las gracias por su presente; pero, como tengo tantas cosas que leer y tantos asuntos a que atender, confieso que no leí la novela, y la dejé arrinconada.

Pasó tiempo, y un día la novela cayó de nuevo por casualidad entre mis manos. Entonces reparé en una cosa en que no había reparado antes, y que no pudo menos de mover mi curiosidad hacia la novela. En letra mucho más menuda que el título y por bajo de él, decía la portada: two hundredth thousand.

Estas tres palabras me dieron dentera, o, si se quiere, envidia. Yo también soy autor, y no estoy exento de tener envidia a otros más dichosos autores.

Las tres palabras indicaban que de la flamante novela se habían vendido ya doscientos mil   —268→   ejemplares cuando se imprimió el que yo había recibido. Desde entonces hasta ahora ha pasado tiempo bastante para que se vendan otros cien mil. Bien se puede afirmar, pues, que lo menos trescientos mil ejemplares de Looking backward han sido ya vendidos.

En ese país y en Inglaterra hay mucha librería circulante, y los libros además se prestan sin dificultad. No es exageración suponer que cada ejemplar ha sido leído por diez personas. El señor Bellamy, por consiguiente, puede jactarse de que han leído ya su obra tres millones de seres humanos. Sobre esta satisfacción de amor propio debe de tener además el gusto más sólido y positivo, suponiendo que sus derechos de autor son por cada ejemplar no más que diez céntimos de dollar, de haber cobrado a estas horas por su trabajo treinta mil dollars, o dígase bastante más de ciento cincuenta mil pesetas de nuestra moneda. Tan opimos derechos merecen, en verdad, el pomposo nombre de royalty, realeza, que tienen en inglés; mientras que los derechos de los autores españoles, salvo en rarísimos casos, debieran llamarse beggary, mendicidad o pobretería.

Compungido yo y descorazonado por esta consideración, vengo a sospechar a veces si todo, y singularmente los escritores, estaremos en España muy por bajo del nivel intelectual de otros países. El que en España no se lea no basta a explicar que no se lean nuestros libros. Si fueran buenos,   —269→   me digo, se traducirían y leerían en otros países, o bien en otros países aprenderían el español para leernos. ¿No sucede esto por donde quiera, con los libros que se publican en Francia? En nuestra península, y en toda la extensión de la América hispano-parlante ¿para qué ocultarlo? Zola, Flaubert y Daudet son más estimados que Alarcón, que Pereda, y hasta que Pérez Galdós, y de seguro que se han leído y se han vendido más ejemplares de Nana o de Germinal, o de La Tierra; que de Sotileza o de los Episodios nacionales.

Con los libros en inglés aún no sucede esto tanto en las naciones que hablan nuestra lengua; pero los libros en inglés, si llegan a hacerse populares, no han menester de nuestro tributo. Harto se ve en Looking backward. Tal vez sea yo, hasta ahora, gracias al ejemplar que usted me envió de presente, el único español que sabe de dicho libro, y de dicho libro, con todo, se han vendido ya más ejemplares que de ninguna de las novelas de Zola: del más glorioso y a la moda entre los novelistas franceses.

A pesar de cuanto acabo de exponer, quiero desechar mi abatimiento y mi modestia; y, sin rebajar el mérito del escritor extranjero, entiendo que son parte en la fama y en el provecho, que a menudo alcanza, lo bonachón y lo candoroso que es el público de otros países, donde se rodea al escritor de gran prestigio y se le presta autoridad que nosotros le quitamos.

  —270→  

Nosotros no tenemos mala voluntad a los hombres de letras; pero las circunstancias nos encierran en círculo vicioso de difícil salida. Aquí no pocos hombres de mucho talento y bastantes de mediano medran, se enriquecen y encumbran, politiqueando, tratando de curar enfermedades o defendiendo pleitos. El que compone libros, si no tiene rentas, o bien si no tiene otras ingeniaturas, permanece siempre casi pordiosero. Y de ello inferimos, ya que el que compone libros está medio loco, ya que es incapaz de ser político hábil, abogado con clientes o médico con enfermos, por donde se da a literaturas, como quien se da a perros, desengañado y desechado de profesiones más lucrativas.

Pero salgamos de tan tristes meditaciones crematístico-literarias, y hablemos de la novela del Sr. Bellamy.

Nada más rancio, trillado y manoseado que lo fundamental de su argumento. Es un caso de sueño o letargo prolongadísimo, del cual se despierta al cabo. Ya de Epiménides de Creta, que vivió seis siglos antes de Cristo, se cuenta que estuvo durmiendo cincuenta y siete años. Hermotimo de Clazomene, que floreció poco después, echaba también siestas muy largas; con el aditamento de que, mientras que su cuerpo dormía, su desatado espíritu se paseaba por todo el universo con la rapidez del rayo. En las edades cristianas, abundan más aún los durmientes, empezando por los siete, que, durante la persecución   —271→   de Decio, se quedaron dormidos en una Caverna, y despertaron ciento cincuenta y siete años después, hallando muy cambiadas las cosas del mundo y el cristianismo triunfante.

No sé de país donde no haya cuentos, leyendas, comedias y zarzuelas que se fundan en esta base. Nosotros tenemos a nuestro D. Enrique de Villena, que desde el siglo XV estuvo hecho jigote, y apareció y surgió a nueva vida en La redoma encantada, de Hartzenbusch. Por lo común, no se requiere determinación tan heroica como la de hacerse jigote, ni siquiera se exige sueño, para dar un brinco en el tiempo, y plantarse de súbito dos, tres o cuatro siglos más allá del punto de partida. Basta para ello un éxtasis, un arrobo o la traslación real a medio más dichoso, donde el correr del tiempo es más raudo.

Yo he leído un cuento japonés, en que un pescadorcillo es llevado a una isla encantada. Allí se casa con cierta mágica princesa. Vuelve a su tierra, en su sentir al cabo de un año, y reconoce que han pasado doscientos o más, que no tiene ya ni padre, ni madre, ni perrito que le ladre, y que nadie en su tierra le recuerda. Atolondra do, abre entonces una cajita, donde su princesa, cajita que le debía servir, no abriéndola, para volver a la isla encantada; y sale de la cajita un vapor, a manera de nubecilla blanca, que en lo alto del aire se disipa. Entonces siente que caen sobre él, con todo su peso, los doscientos o trescientos años que habían pasado, y pierde la lozanía   —272→   de la juventud, y se trueca en un horrendo viejezuelo, que se encoge y consume hasta que muere.

La Leyenda áurea, las vidas de los Padres del yermo, en todo país y en diversos idiomas, están llenas de casos semejantes, aunque menos lastimosos. Ya es un monje que se embelesa oyendo cantar un pajarillo, en un soto, cerca de su convento. Vuelve al convento, creyendo haber estado ausente una hora, y ha pasado un siglo. Longfellow ha puesto en verso una historia de esta clase. Ya, como en una preciosa leyenda italiana del siglo XIV, son dos monjes que se extravían en una selva; hallan una barca en la margen de apacible río; se embarcan, se dejan llevar de la corriente, y arriban al Paraíso terrenal. El querubín de la espada flamígera les da libre entrada; y Enoch y Elías los reciben y los agasajan, regalan y deleitan tan maravillosa y elegantemente, que se les hace muy cuesta arriba volver al convento, al cabo de una semana. Pero no hay más recurso que volver. Vuelven, y descubren que han pasado en el Paraíso terrenal la friolera de setecientos años.

La invención, pues, del Sr. Bellamy nada tiene de inaudita. Su héroe, Julián West, se queda dormido, en un sueño magnético, y despierta ciento trece años después. Se duerme en 1887 y despierta en el año 2000 de nuestra Era.

Se advierte en esto otro ingrediente capital, permítaseme la expresión farmacéutica, que entra   —273→   en la confección de la novela del Sr. Bellamy. La novela es profética: nos pinta lo que serán el mundo y la humanidad dentro de poco más de un siglo.

Tampoco es esto nuevo. Pinturas proféticas por el estilo, acaso más divertidas y más brillantes y pasmosas, se han hecho en casi todas las literaturas. ¿Dónde está, pues, el valer de la no vela? ¿Cuál ha sido la causa de su extraordinaria popularidad? A mi ver, el valer de la novela es grande y la causa de los aplausos justísima. Consisten en la buena fe y en el fervor con que el Sr. Bellamy cree y espera en lo que profetiza con alegre y profundo optimismo.

Sin duda que en Europa los descubrimientos e invenciones recientes de la ciencia experimental, la actividad fecunda de la industria, la facilidad de las comunicaciones, la creciente riqueza, las máquinas, el bienestar, el lujo y sus refinamientos, el telégrafo, el teléfono, el alumbrado eléctrico, las Exposiciones universales, los congresos de sabios y otras maravillas, han ensoberbecido y alentado por todo extremo a no pocos hombres, y les han hecho creer en un indefinido progreso humano; pero también esas mismas novedades, primores y adelantos, han influido, en sentido opuesto, en más hombres aún, volviéndolos canijos, descontentadizos, nerviosos y quejumbrosos.

El pesimismo existe desde antes de Job y de Budha; pero pocas veces ha estado más divulgado,   —274→   más razonado y más boyante que en el día. Pocas veces ha sido, además, más negro y desesperado en Europa: ya porque se afirma la mayor dificultad, cuando no la imposibilidad, de ilusiones, de ideales, de creencias, o como quieran llamarse, que sirvan de compensación o de consuelo; ya porque se abultan los peligros en la resolución de urgentes y temerosos problemas; ya porque los impacientes y furiosos quieren resolver estos problemas con desmedida violencia y por virtud de los más truculentos cataclismos.

Inútil me parece detenerme en probar que, en Europa, y singularmente en la segunda mitad de este siglo que va llegando a su fin, hay más desesperación que esperanza, se ve obscuro y tempestuoso el porvenir, y son tétricas la filosofía y la literatura.

La risueña amenidad de algunos reformadores sociales, como Fourier por ejemplo, sólo sirve ya para burlas. Los que en el día aspiran a reformadores, se llaman nihilistas, y aturden y aterrorizan a las clases conservadoras. Los poetas siguen siendo desesperados y satánicos, o bien dimiten, por suponer que la poesía se acaba. Sus negaciones, maldiciones y furores, en vez de salir en verso y raptos líricos, que solían tomarse menos por lo serio, se ponen hoy en prosa, con el método, el orden y las pretensiones didácticas de una ciencia. En vez de Leopardi, Byron o Baudelaire, tenemos a Schopenhauer. Las pasiones sublimes, los caracteres nobles y desinteresados,   —275→   los dulces amores, las creencias profundas, todo lo ameno y hermoso se va arrojando de la narración escrita, donde se afirma que la imaginación no debe poner nada de su cosecha. Las obras, pues, de entretenimiento, las más leídas y admiradas, son cuadros horribles de vicios, maldades y miserias, en que el hombre, bestia humana, se revuelca en cieno y en sangre. La vida, en la realidad y en la ficción, aparece como una pesadilla cruel, o como una estúpida e indigna farsa, que, no merece ser vivida. El mejor término y remate de todo es morirse para descansar. La suprema bienaventuranza del mundo, la última victoria del saber y la más alta realizada aspiración del deseo, serían el totalicidio: que la ciencia nos hiciese poderosos para ahogar el necio prurito de vivir que fermenta en las cosas y matar el universo.

Cierto es que la misma exageración de los clamores y de las blasfemias hace que a veces se tengan por fanfarronadas, y que el hombre sereno las ría y no las deplore; pero la insistencia y la generalidad de tantas quejas se sobreponen a la risa, anublan el ánimo más despejado, y angustian al fin y meten en un puño el corazón de más anchuras.

En el conjunto, bien puede asegurarse que de ese otro lado del Atlántico, no hay que lamentar como endémica esta enfermedad del desconsuelo; reina cierta gallarda confianza en los futuros destinos de la humanidad. La tierra es nueva,   —276→   vasta y pingüe, y cría savia abundante en cuanto se trasplanta en ella. Si de una cepa vetusta, cubierta de filoxera y carcomida por el honguillo, tomamos un buen sarmiento, y le metemos en tierra a alguna distancia, el mugrón se transforma pronto en otra sana y fructífera cepa. Así me figuro yo que ocurre quizá al anglo-americano en relación con el europeo. La prosperidad de esa gran República se diría que promete mayor auge e inmensa ventura para en adelante. Toda dificultad, en vez de desalentar, aumenta los bríos, y hasta regocija con la esperanza de vencerla. Hay ahí cierta emulación, cierta petulancia juvenil, que son útiles, porque persuaden a muchos de que América logrará lo que Europa no ha logrado; resolverá problemas que aquí tenemos por irresolubles, y realizará ideales que nosotros, ya cansados, agotados y viejos, abandonamos por irrealizables y quiméricos. Excelsior es la hermosa y extraña divisa que llevan ustedes en la bandera. Los poetas de ahí están llenos de presentimientos dichosos, y no lloran y se quejan tan desoladamente como los nuestros. La vida para ellos no es lamentación, sino acción incesante, a fin de avanzar más cada día,

Still achieving, still pursuing,

y dejando en pos

Footprints on the sands of time,

como dice Longfellow, en su Psalmo. Todo vate   —277→   quiere hoy ser ahí más profeta que en parte alguna. Su misión es profetizar y no cantar:

Life sings not now, but prophesies.

Whittier es a modo de un Ezequiel de nuestro siglo. Con justicia se le saluda como al «cantor de la religión, de la libertad y de la humanidad, cuya palabra de santo fuego despierta la conciencia de una nación culpada y derrite las cadenas de los esclavos».

La poesía lírica de ahí inculca en sus mejores obras que querer es poder. La voluntad tenaz, valerosa y desenfadada, rompe todo límite que el saber imperfecto pone a lo posible. Un buen yankee (y permítame usted que llame así a sus paisanos, por no llamarlos anglo-americanos siempre) un buen yankee, digo, alentado por su soberbia esperanza, es como el Reco de la bella leyenda de Russell Lowell; no duda de lograr su anhelo, y se considera como sobrehumano para lograrle.


   «Reco no dudo ya de su ventura.
Bajo sus pies a la ciudad volviendo,
pensó que ufano el suelo florecía;
que era más clara la amplitud del éter;
que alas para cruzarle le brotaban;
y que del sol los rayos, en sus venas
infundidos, prestaban a la sangre
calor salubre y levedad celeste.»

Esta fe en el porvenir, esta exultación del espíritu, que nada deja fuera de su alcance, ha   —278→   sido la Musa que ha inspirado su novela al señor Bellamy.

Al espirar el siglo XX, o dígase dentro de poco más de un siglo, la más portentosa revolución estará ya consumada; se habrá renovado la faz de la tierra; la condición humana habrá logrado mejoras extraordinarias materiales y morales, y la Jerusalén celeste, o, si se quiere, la suspira da ciudad de Jauja, habrá bajado del cielo, y extenderá su feliz y dulcísimo imperio sobre todas las lenguas, tribus y naciones del mundo. No quiere decir esto que una Jauja conquistadora tendrá sometido el resto del mundo, sino que la Jauja ideal se realizará por donde quiera, y todo el mundo será Jauja.

Entendámonos, sin embargo. La Jauja realizada en todas partes, no será la grosera y vulgar de que habla el proverbio; la Jauja donde se come, se bebe y no se trabaja. En el nuevo orden de cosas, en la flamante ciudad, no habrá nadie que no trabaje; hombres y mujeres serán trabajadores; pero merced a la ingeniosidad y primor de la maquinaria y a la superior organización del trabajo, el trabajo, lejos de ser fatigoso, será gratísimo.

La vida estará lindamente arreglada. Hasta los veintiún años dura el período de la educación en el nuevo régimen. Las escuelas son tan buenas, que apenas hay quien salga de ellas sin ser un pozo de ciencia, diestro en todos los ejercicios corporales; así de fuerza como de   —279→   agilidad y de gracia; sano, hermoso y robusto. Como ya no sobrevienen (estamos en el año 2000) guerras ni desazones, y vivimos en una paz plusquam-octaviana, ni hay quintas, ni mucho menos servicio militar obligatorio. ¿Y para qué, si tampoco hay generales ni ejército guerreador? De lo que no se puede prescindir es de ejército industrial, y todo individuo tiene que servir en este ejército admirablemente regimentado. Pero el servicio es cómodo y ameno, como ya hemos dicho, y a la edad de cuarenta y cinco años termina. A la edad de cuarenta y cinco anos recibe cada cual su licencia absoluta o bien se jubila. Y no porque ya se le crea inútil, sino porque ya ha cumplido con la sociedad.

Lejos de estar inútil el jubilado o licenciado, puede asegurarse que está en lo mejor, en el cenit de su edad. La higiene pública y privada, la medicina, la cirugía y el arte culinario han progresado de tal suerte, que el término ordinario de la vida es ya de noventa años. Quedan, pues, después de la jubilación otros cuarenta y cinco años de huelga y reposo, durante los cuales todo hombre y toda mujer disfrutan de las invenciones, fiestas, riquezas, esplendores, magnificencias y deleites que el trabajo, la industria y el ingenio sociales han producido y siguen produciendo, cada día con mayor abundancia, delicadeza, chiste y tino.

Dígole a usted, sin el menor sonrojo, que se me hace la boca agua al pensar en tan jubilante   —280→   jubilación, en tan honrado y decoroso sibaritismo, y en tan verdadero gaudeamus y otium cum dignitate. Algo he extrañado, pero no para censurar, sino para aplaudir, que el Sr. Bellamy, que tantas cosas reforma o trueca, todo lo deja como está ahora en lo tocante a las artes cosméticas e indumentarias, flirt, noviazgos y belenes. Así da nueva prueba de que en amor y en belleza no hay más que pedir. Hemos llegado a la relativa perfección que, en lo humano, cabe en lo erótico y en lo estético. Lo que podrá conseguir el nuevo organismo social es democratizar la belleza, a saber: que haya más muchachas bonitas, y que no abunden las feas. También se conseguirá, implicado en el progreso del arte macrobiótica, que la hermosura y la edad de los amores duren doble o triple.

Me pasma que una cosa que aquí, en España, acabamos ahora de establecer como gran progreso, la deseche el Sr. Bellamy como barbaridad o poco menos. Hablo del jurado. Aunque en su República o Utopía apenas ha de haber ignorantes, y en cambio ha de haber pocos pleitos que sentenciar y poquísimos delitos que castigar, todavía entiende el Sr. Bellamy que la ciencia del derecho es tan sublime y la administración de la justicia función tan egregia, que sólo a los sabios la confía, mirando como profanación sacrílega que cualquier ciudadano lego intervenga en ella.

  —281→  

Hay otro punto trascendental, en que (yo lo celebro) va el Sr. Bellamy contra la vulgar corriente progresista. No quiere que la mujer ejerza los mismos empleos públicos que el hombre, y sea, v. gr., alcaldesa, diputada, ministra, senadora o académica. Todo esto le parece de una insufrible y antiestética ordinariez: lo que por acá llamamos cursi. La mujer, en su sistema, reinará en los salones; influirá en todo más que el hombre; inspirará a éste los más nobles sentimientos y altas ideas; le seguirá puliendo y gobernando y mandando, como ha sucedido siempre; y hará que él, por el afán de complacerla, enamorarla y servirla, sea o procure ser dechado de virtudes y modelo de distinción; discreto, limpio, peripuesto y atildado.

Encanta considerar lo mucho que se disfruta con el nuevo sistema ya establecido. La lucha entre el capital y el trabajo cesa por completo. No hay competencias entre fabricantes del mismo país, ni entre industrias de diversas naciones. Y no hay, por consiguiente, ni aduanas, ni derechos protectores, ni huelgas, ni ruinas y bancarrotas por competir. No hay tampoco un solo soldado que mantener, ni un solo barco de guerra que costear, ni instrumento de destrucción que pagar caro, ni bronce que fundir sino para campanas que repiquen, ni pólvora que gastar sino en salvas.

Síguese de aquí la supresión de multitud de gastos tontísimos; del desorden y del despilfarro   —282→   que la guerra industrial y la guerra de armas y aun la paz armada ocasionan, y de un enjambre de zánganos o personas inútiles para la producción de la riqueza, ya que se emplean o en dislocarla jugando a la Bolsa y en otras especulaciones y operaciones, o en impedir aparentar que impiden que la disloquen, manteniendo lo que ahora se llama orden público, aunque, según el Sr. Bellamy, es un caos enmarañado.

Resultará de tan atinada supresión que nademos en la abundancia, sin que ahogue la plétora de productos. Con el trabajo moderadísimo, que durante veinticuatro años ha de dar cada individuo, bastará y sobrará para que vivamos todos como unos nababes o reyes durante noventa años.

Varios descubrimientos científicos, previstos o columbrados por el Sr. Bellamy, conspiran a este fin. El sol, la electricidad y otras energías ocultas en fluidos impalpables, o en el éter primigenio, nos prestan calor, luz y fuerza productora y locomotora. En vez de enviar por el correo paquetes postales, van por tubería desde los almacenes, con una velocidad de todos los diablos, trajes, brinquillos, alhajas y hasta pianos de cola y coches de cuatro asientos. Tal modo de remitir, o su artificio, se llama el teléstolo o el telepístolo, y es complemento del telégrafo y del teléfono.

Este último, el teléfono quiero decir, se ha perfeccionado ya por tal extremo en nuestra Utopía,   —283→   que cada cual le tiene en su casa, y sin salir de ella, oye, si quiere, óperas, comedias, sermones y conferencias de Ateneos y Universidades, sin perder nota, ni palabra, ni tilde.

En resolución, sería cuento de nunca acabar si quisiese yo explicar aquí, con todos sus por menores, lo bien que estará el mundo dentro de ciento trece años.

Todo esto es maravilloso, pero lo es mil veces más lo que he sabido por cartas y periódicos de ahí, y singularmente por el número de febrero último, que usted me ha enviado, del Atlantic Monthly, excelente Revista de literatura, ciencias y artes, que se publica en Boston.

En los Estados Unidos ha entusiasmado Looking backward, no sólo como libro de mero pasatiempo, sino como programa práctico de renovación y salvación sociales.

Más aún que en el triunfo anti-esclavista influyó la celebrada novela de la Sra. Harriet Beecher Stowe, se aspira a que influya la novela del Sr. Bellamy en otros triunfos más completos y en la realización de otras novedades mayores.

Se ha formado un partido, nationalist party, del que es Vademecum la novela Looking backward. El nuevo partido se organiza y cuenta ya con ciento ochenta clubs, esparcidos por varias poblaciones. Hasta ahora no ha acudido este partido a los comicios o a las urnas electorales; pero acudirá pronto. Dicen que se han alistado en él   —284→   más gente de refinada educación y más mujeres que obreros. Hay en él, añaden, a large amount of intellect and comparatively little muscle, como si dijésemos, pocos músculos y muchos nervios; pero, como quiera que sea, si es admirable que sobre un libro de imaginación, que sobre un en sueño poético, se funde un partido, no es menos admirable la calmosa serenidad con que se miran en los Estados Unidos estos movimientos socialistas, que por aquí asustan o inquietan no poco a los burgueses y a los ricos.

Yo tengo muy buena opinión de los ingleses y de sus descendientes los anglo-americanos. Creo que son ustedes menos sensatosque lo que nos otros creemos y que lo que llamamos ser sensatos, esto es, que la sensibilidad y la fantasía son en ustedes poderosísimas. De aquí la facilidad con que se entusiasman por un libro o por una teoría. Hará ocho años que Enrique George publicó una obra socialista, que se hizo tan famosa como la del Sr. Bellamy. También de ella se vendieron centenares de miles de ejemplares. Los conservadores de ahí, y no hay que negar que tienen gracia en esto, convierten en argumento contra las censuras de la actual sociedad, que se leen en tales obras, ese mismo pasmoso éxito que las obras obtienen. Bellamy y George describen al pueblo, antes de sus reformas, sumido en horrible pobreza, ignorante, rudo, por culpa de la sociedad. Por bajo de los ricos, dichosos y educados, hay, suponen, una hambrienta y   —285→   ruda caterva de esclavos del trabajo. A lo cual los conservadores responden: «Si las cosas son así, ¿de dónde salen los trescientos mil sujetos con dinero de sobra para comprar los libros de ustedes, y los millones de sujetos con tiempo y humor para divertirse leyéndolos? Si estuviesen hambrientos no leerían para distraer el hambre». Pero, en mi sentir, no tienen razón en esto los conservadores. Puede haber en un país de sesenta millones de habitantes trescientos mil compradores de un libro que valga tres pesetas y mucha hambre y mucha miseria además.

El Atlantic Monthly trae un extenso artículo de un Sr. Walker, refutando las doctrinas del señor Bellamy y del partido nacionalista. Yo, en ciertos puntos, doy la razón al Sr. Walker; en otros no puedo dársela, y en bastantes puntos, lo confieso, me apesadumbra que el Sr. Walker tenga razón. Es un dolor que ideal tan agradable se desvanezca; que se reduzca a ensueño fugaz un porvenir tan magnífico y próximo.

La verdad es que, como el héroe de la novela, Julián West, se pasa durmiendo los ciento trece años durante los cuales cambia la faz del mundo, Julián West no ve cómo se verifica el cambio. Bellamy se guarda de decirlo, y su impugnador Walker no se hace cargo tampoco de esta importantísima mutación, completa ya en el segundo milenio de la Era cristiana.

Bellamy, cuando empezó a escribir su novela, puso el cambio mucho más tarde. La reaparición   —286→   de Julián West, en el mundo renovado, ocurre en el tercer milenio; en el año de 3000. Después reflexionó Bellamy que, al poner tan largo plazo, si bien hacía la mutación mucho menos inverosímil, casi quitaba toda mira práctica a su libro, pues no se forma partido militante, ni se organizan clubs, ni se escriben Plataformas o programas, por meramente posibilista que se sea, para realizar algo dentro de mil ciento trece años. Entonces rebajó mil años, y dejó sólo ciento trece.

Por lo visto era indispensable, o por lo menos conveniente y apocalíptico, que la renovación se nos revelase en un milenio. Durante mucho tiempo, en el horror y en las tinieblas de la Edad Media, imaginaron los hombres que la fin del mundo sería el año 1000. Ahora que vivimos mejor, hemos adelantado mucho y no debemos, estar desesperados, importa imaginar, para el año de 2000, una risueña y deleitosa Apocalipsis.

Al imaginarla y escribirla, nos presenta Bellamy su nueva Jauja, su nueva Jerusalén ya fundada; pero tiene la astucia de no hablar de la destrucción de la ciudad antigua sobre cuyas ruinas se levanta la nueva. Sin duda ha omitido esto, pasándolo en silencio mientras duerme Julián West, a fin de no aterrar al público.

Supongamos perfectamente realizable el plan de Bellamy, sin que tenga cambio radical la humana   —287→   naturaleza; todo por obra del mecanismo social.

Para destruir el actual mecanismo, que tantos intereses sostiene, y para destruirle pacífica mente, por evolución, como Bellamy quiere que sea así en la novela como en el programa publicado después por su partido, me parecen pocos los mil ciento trece años. Y si la destrucción o la mudanza ha de ser sólo en ciento trece años, entonces no será por evolución, sino en virtud de una revolución tremenda y de encarnizadas y horribles guerras sociales. No de otra suerte se concibe que los que tienen se dejen despojar de cuanto tienen para que el pueblo se incaute de ello, y, sin quedarse con nada, se lo entregue al Estado, que venga a ser, como representante y gerente de la nación, el único capitalista.

Aunque para el despojo de los propietarios se valga la nación o el Estado, su gerente, de mil habilidades, no conseguirá que no sea despojo, ni que tranquilamente se consume. El medio más suave que se ve es dar un plazo a los tenedores de papel de la deuda; pagarles hasta entonces algo más de tanto por ciento, y anunciar que después no cobrarán nada. Esto bastará para que los fondos bajen a cero y quede la deuda destruida. A todas las grandes empresas industriales se les podrá fijar un plazo también a cuya espiración todo será del Estado, como los ferrocarriles. Y en cuanto a los pequeños industriales, labriegos, terratenientes, etc., se les podrá   —288→   ir poco a poco aumentando la contribución, hasta que adviertan que es una tontería quebrarse la cabeza cuidando de los instrumentos de producción, tierra, aperos de la labranza, etc., para entregar luego al Estado casi todo lo producido. Entonces dirán al Estado, quédate con todo, o, sin que se lo digan, el Estado se quedará con todo para cobrarse de lo que deban a la Hacienda pública.

De esta suerte, y a mi ver no sin violentísima oposición, que será menester sofocar, se logrará la primera parte del programa del Sr. Bellamy: que se convierta en hacienda pública cuanta hacienda haya.

Verificada así la incautación total, quedará por cumplir la segunda parte del programa, que me parece mucho más difícil todavía; que el Estado incautador nos alimente, nos vista, nos divierta y nos regale a todos con esplendidez y elegancia, sin que cada uno de nosotros le dé más que el trabajo que podemos dar en un poquito más de la cuarta parte de nuestra vida, ya que las otras tres cuartas partes quedan para holgarnos.

A toda persona profana se le ofrecen montes de dificultades para que se realice, sin tropiezo, plantan exquisito. Lo primero que cree necesitar es una fe tan profunda y una confianza tan omnímoda en el Gobierno, convertido en capitalista, como la que Cristo en el Sermón de la Montaña, nos recomienda que tengamos en nuestro Padre que está en el cielo, el cual nos dará el   —289→   pan de cada día y cuanto nos haga falta por añadidura, de suerte que, sin preocuparnos del día de mañana, viviremos como los pajaritos del aire, que no acopian trigo en graneros y Dios los alimenta. Lo segundo que nos asusta es la serie de borrascas parlamentarias y aun de pronunciamientos que habría (en España, pongo por caso) para quitarse el poder unos a otros, si el poder se extendiese a repartirlo todo, cuando hoy nos alborotamos tanto por repartir, quiero suponer, para que no se me tilde de exagerado, la tercera parte, a lo más. Y lo tercero que aterra es la inhabilidad vehementemente sospechada en que pudieran incurrir los encargados de dirigir todas las operaciones de la riqueza (producción, circulación y consumo), cuando hoy yerran tanto los Gobiernos, sin emplearse apenas sino en repartir y en consumir. Sabido es que lo más difícil de esta ciencia, arte y oficio de la riqueza, es el producirla. Repartirla y consumirla es mucho más llano; y hasta ahora los Gobiernos casi no se emplean sino en repartir y en consumir, a no ser que se considere producción el orden y la seguridad que nos dan, o que se presume que nos dan, por medio de la justicia y de la fuerza pública, para que los que producen algo lo produzcan tranquilamente y sin temor de que los despoje nadie, como no sea el Gobierno mismo.

Milita en pro de la vehemente sospecha de incapacidad de todo Gobierno para producir la   —290→   riqueza, esto es, para ser fabricante, agricultor o comerciante, la consideración de que el Gobierno vende o arrienda y no administra lo que posee. En España apenas ejerce ya por sí otra industria que la del banquero en el juego de la lotería, pues vende las tierras que eran del Estado, y arrienda sus minas, y arrienda, por último, el monopolio del tabaco, con lo cual el público fuma mejor y más barato.

Todo esto lo dirán los no iniciados en las doctrinas y en el plan que expone en su novela Bellamy; pero los iniciados responderán que el nuevo artificio administrativo es tan prodigioso, que por su virtud, y no por la ciencia y buena maña de los administradores, ha de salir todo bien. Así, valiéndonos de un símil, cualquiera hallará absurdo el suponer que alguien, si ignora la música y no tiene ejercitadas y diestras las manos, toque en el piano, v. gr., la marcha del Tannhauser de Wagner; pero merced a cierta maquinaria y a ciertos cartoncitos que se han inventado, todo hombre, y hasta un niño si no es manco, toca al piano lo que quiere dándole a un manubrio.

Hay, pues, una nueva ciencia de la Administración, para cuyo estudio no es menester leerse el fárrago enorme, aunque digesto, recopilado por los Freixas y Clarianas, y Alcubillas. Basta con estudiar y empaparse bien en algunas páginas de Looking bachward. Entonces, conocidos o atisbados los recursos de que la nueva ciencia dispone,   —291→   se cobra confianza, y se ve que hasta el más porro puede dar vuelta al manubrio administrativo.

Algo del portento de su mecanismo se presiente al observar los buenos efectos que hasta el mecanismo administrativo de hoy, con ser tan complicado, produce en ocasiones.

Cierto amigo mío (confieso que en extremo maldiciente) suponía sin motivo que un director general de Correos, que hubo muchos años ha, distaba bastante de ser un águila; y, sin embargo, añadía: ¿Quieren ustedes creer que recibo de diario todas las cartas que me escriben, sin que se extravíe una sola? De aquí infería él que la Administración era perfectísima, y que por sí sola hacía infaliblemente los servicios.

Aplicada a los demás ramos esta perfección del de correos, queda resuelto el problema y triunfante el plan de Bellamy, salvo que en otros ramos se requiere mayor seguridad para no andar siempre con el alma en un hilo; porque, si ponemos a un lado un corto número de nobilísimas almas, el vulgo de ellas se preocupa, más que de recibir tiernas epístolas, de recibir el corporal alimento, y prefiere el cuervo de Elías a todas las palomas mensajeras, aunque sean las del propio carro de Venus.

Pero, en fin, Bellamy afirma que por su sistema lo recibiremos todo con seguridad y regularidad indefectibles. El sistema de Bellamy merece, pues, ser examinado.

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Para mí no valen algunos prejuicios con que los descontentadizos e incrédulos, desde luego y sin examen, le desechan.

Imposible parece, dicen, que, siendo tan fácil la reforma, por cuya virtud habrá felicidad, paz y holganza universales, no se haya antes ocurrido a nadie la reforma. Pero esto tiene muy obvia contestación. De no pocas de las más benéficas invenciones de estos últimos tiempos se puede decir lo mismo. Desde antes que apareciese el linaje humano hay hulla u hornaguera en nuestra mansión terrestre, y a nadie, hasta hace poco, se le antojó emplearla para combustible. Desde que hay ollas y se guisa, brinca la tapadera cuando hierve el caldo, y, si no sale el vapor, se quiebra la olla; pero nadie, hasta nuestros días, pensó en aplicar esta fuerza a la industria. Nadie ha ignorado jamás que el humo o todo fluido más leve que aire, o el aire mismo rarificado por el calor, sube y se sobrepone al aire más denso; pero, hasta fines del siglo pasado, nadie renovó con éxito, y por medios naturales, algo del arte de Dédalo, de Abaris y de Simón el Mago.

¿No puede haber acontecido lo propio con el invento del Sr. Bellamy, y que de puro sencillo nadie diese con él hasta ahora? A esto se objeta que, siendo mil veces más importante por sus efectos la invención del señor Bellamy, parece antiprovidencial y harto caprichoso, o sea contrario a las sabias leyes que deben   —293→   presidir a la historia, que un sistema del que depende la redención de la humanidad haya tardado tanto en formularse. Pero este argumento tiene visos de ser de mala fe, aunque no lo sea. Nada nos da motivo para afirmar que el señor Bellamy presenta su plan como independiente del progreso realizado hasta hoy. La trabajosa y larga marcha de la humanidad no pudo ahorrarse con su plan. Bellamy, si hubiera nacido en tiempo de los Faraones, no hubiera podido inventarle ni divulgarle entonces. Bellamy, si es lícito aplicar a lo mundanal lo trascendente, y expresar lo profano con frases que remedan frases divinas, puede decir que no ha venido a de rogar la ley de la historia, sino a que acabe de cumplirse, o mejor dicho, a que siga cumpliéndose, ya que no se infiere tampoco de la lectura de Looking backward que en el año de 2000 habrán llegado los hombres al término de su carrera, sino que habrán dado un gigantesco paso más, un salto estupendo, y a mi ver peligroso, en ese camino, cuya meta final él ni pone ni descubre.

His ego nec metas rerum nec tempora pono.

Y aquí, aunque parezca inoportuna digresión, se me antoja comparar la cándida espontaneidad americana con el arte reflexivo de los franceses. Zola ha escrito ya quince o veinte nove las, y siempre promete revelarnos en la última el enigma, darnos el resultado de todos sus estudios en la novela experimental, y exponernos   —294→   su sistema. Bellamy, por el contrario, dice cataplún, y lanza su sistema de repente.

Yo no atino a prever desde aquí si el partido nacionalista, que de él ha nacido, vendrá a importar tanto o más que el libro de Enrique George y que la ingente asociación u orden de los caballeros del trabajo, Knights of labor, en el movimiento de socialismo que se advierte por todas partes, y que ahí tiene cierto carácter optimista que me hace gracia: pero, a pesar de mis cortísimos conocimientos económicos, como yo tuviese humor y vagar para ello, aún había de escribir a usted largo, diciéndole mil cosas que me sugiere Looking bachward y lo escrito en contra por Walker.

Entretanto, me complazco en repetir que me admira la serenidad y que simpatizo con la con fianza regocijada que se nota en toda manifestación de ese pueblo joven.

El plan de Bellamy no se limita a dar por resuelto el más difícil y temeroso de los problemas económicos, sino que resuelve o da por resuelto también el magno problema de la paz y del desarme universales; sin decirnos cómo puede ser esto, cuando las naciones se arman más cada día, y cuando desde 1850 ha habido en el antiguo y en el Nuevo Mundo guerras tan sangrientas y costosas. Es de desear que el Sr. Bellamy escriba otra novela, o la continuación de la misma, en que nos explique cómo además de haberse logrado el bienestar económico de cada nación,   —295→   se habrá logrado también, en el año 2000, que las naciones no se combatan ni se amenacen como en el día.

Dispénseme usted que me haya extendido tanto en darle mi opinión, aunque tan incompleta, sobre la novela que me ha remitido.




 
 
FIN