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ArribaAbajoGodos, insurgentes y visionarios

América ha sido una creación intelectual de Europa. Una creación compuesta de imaginación, sorpresa, desajuste y necesidad de comprender y explicar ante una realidad geográfica, natural y humana, al principio desconocida, luego mal conocida, deformada y, finalmente, nunca enteramente explicada ni comprendida.

Esta tenía que ser la consecuencia de la manera como los europeos se encontraron, abruptamente, en presencia de todo un mundo desconocido para el cual carecían de experiencia anterior y hasta de nomenclatura y conceptos adecuados. El contacto entre los bloques continentales de la primitiva isla mundial, como llamaba McKinder a los tres viejos continentes de Europa, África y Asia, fue inmemorial y progresivo. Desde antes de los griegos y los romanos había noticias y contactos. Los persas de Esquilo no eran ninguna novedad ignorada por el pueblo de Atenas, ni tampoco Egipto o las provincias africanas de Roma fueron nunca una descomunal e imprevista sorpresa para los europeos. Fueron creciendo juntos en edades y en conocimiento mutuo.

En cambio, esa súbita y desconocida masa continental, para la que ni siquiera tenían nombre, los cogió de sorpresa y sin ninguna posibilidad de entenderla y asimilarla. En apenas medio siglo los conquistadores recorrieron de sorpresa en sorpresa y de equivocación en equivocación todo un nuevo continente. No hubiera sido pensable que admitieran su ignorancia y que comenzaran por declarar la novedad y la diferencia. Ni aun, cuando después de Vespucci y de Pedro Mártir de Anglería comenzaron a llamarlo Nuevo Mundo, era, como lo decían ellos mismos, por haber sido tierras «nuevamente descubiertas» y no porque constituyeran un fenómeno geográfico y humano radicalmente diferente de lo que ellos habían conocido como humanidad hasta entonces.

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El primer equívoco

El primer equívoco fundamental fue el que tuvo Colón al pensar que aquellos hombres extraños que había topado en las Antillas pertenecían al continente asiático. Llamarlos indios fue la primera e irremediable falsificación. De allí en adelante, aun después de haber sabido que se encontraban en presencia de una masa continental distinta de Asia, continuaron sucesivamente las deformaciones conceptuales. El rechazo de la realidad comenzó con el cambio de nombres, como si se hallaran ante una tabla rasa sin pasado ni vida propia. Guanahaní fue San Salvador, como fue también el caso de La Española. Fue, literalmente, la asimilación del descubrimiento al bautizo del infiel hecho prisionero. Se trasladaron los nombres de ciudades y regiones españolas y las invocaciones religiosas consuetudinarias. La realidad de la geografía humana fue cubierta por un espeso manto de nombres, nociones e instituciones que nada tenían que ver con aquellas gentes desconocidas.

Fue en el más exacto sentido de la palabra la superposición de imágenes españolas y de visiones europeas sobre un mundo que era totalmente diferente. Una creación casi poética o totalmente poética de metáforas e imágenes europeas sobre aquel mundo sin nombre y totalmente desconocido.

Alguien ha dicho que los visionarios son precisamente los que no ven o que no logran ver, abstraídos y dominados por la visión mental que proyectan sobre lo que los rodea. No ven sino lo que quieren ver. Esto corresponde muy de cerca al caso del Nuevo Mundo. Desde el Descubrimiento hasta hoy ha sido un mundo desconocido en su realidad profunda y cubierto de visiones deformantes proyectadas desde fuera. No fueron descubridores, ni colonizadores, ni reconocedores, los que vinieron, ni los que los han sucedido en cerca de cinco siglos. Sobre América han caído como sucesivas deformaciones y desenfoques las visiones de los visionarios, de los venidos de fuera y de los que luego han brotado de su propio suelo. Prácticamente podría decirse que nadie ha querido ver la realidad y esforzarse por conocerla sino que ha proyectado con toda convicción y poder deformador su propia visión.




Visiones y visionarios

El catálogo de los visionarios es largo y todavía no concluye. Comienza con la carta de Colón a los Reyes Católicos de 1493 y continúa abierto. Visionarios fueron los conquistadores que buscaban El Dorado o las Siete Ciudades de Cibola, o la Fuente de la juventud. Visionarios fueron quienes, a lo largo de siglos, se esforzaron ciegamente en convertir a caribes, incas y aztecas en «labriegos de Castilla». Visionario fue Bartolomé de Las Casas, con sus Caballeros de la Espuela Dorada o Vasco de Quiroga que le propuso a Carlos V separar a América de la civilización europea para crear la utopía de Tomás Moro en las nuevas tierras.   —244→   Visionarios fueron los jesuitas del Paraguay, como lo fueron todos aquellos alucinados que investigó durante siglos la Inquisición de Lima. También lo fueron, sin duda, los que prohijaron alzamientos de indígenas y de negros para crear formas utópicas de sociedad, como el rey Miguel, como Túpac Amaru o los comuneros, visionarios fueron Simón Rodríguez y Fray Servando Teresa de Mier, el uno quería crear una nueva humanidad y el otro pretendía que el manto de la Guadalupe era la capa del apóstol Santo Tomás que había traído el cristianismo a América quince siglos antes del Descubrimiento. Quetzalcóatl era Santo Tomás. La lista puede proseguir hasta nuestros días. Visionarios fueron los hombres de la independencia, sobre todo Miranda y Bolívar, los pensadores del siglo XIX que soñaban una América hecha sobre ideologías europeas, desde los hijos de la Ilustración francesa, hasta los positivistas y los marxistas.

No era un mero desdén de la realidad, de la cochina realidad como diría Unamuno, sino una imposibilidad de conocerla y comprenderla porque no lograban llegar hasta ella desviados y cegados por las doctrinas y las concepciones de los pensadores de Europa.

La historia del Nuevo Continente demuestra de un modo evidente cómo las creaciones del espíritu terminan por imponerse, mal que bien, sobre las realidades sociales y geográficas y llegan, a veces, hasta crear una sobrerrealidad que influye, a su vez, sobre el destino de las colectividades humanas. El caso es patente en América. En Europa, como en Asia y en África, hubo una continuidad histórica milenaria que resiste y persiste bajo las imposiciones externas de las ideologías, pero en las nuevas tierras la continuidad se interrumpió súbitamente y se hizo subterránea e invisible, en gran parte, desde el Descubrimiento. De la noche a la mañana se pretendió crear una Nueva España en un escenario geográfico y humano totalmente diferente al de la península y, más tarde, de manera esporádica y menos profunda, se pretendió formar nuevas Inglaterras, nuevas Francias y hasta nuevos Estados Unidos y nuevas URSS. Oscar Wilde, en una forma no enteramente paradójica, dijo que la naturaleza imita al arte. O por lo menos el arte hace ver la naturaleza de una manera distinta y nueva. Sin exagerar, podríamos añadir que la historia imita a las ideologías. Nunca se ha logrado que una ideología reemplace o cambie enteramente una realidad histórica, pero logra alterarla significativamente y termina por cambiar el sentido que de su propia experiencia vital tienen las colectividades. La historia hispanoamericana está llena de ejemplos de esta clase y no exageraría mucho quien la escribiera de nuevo bajo el título general de historia y ficción.

América fue una invención intelectual del Renacimiento. La increíble novedad fue conocida y vista a través de la mentalidad y las concepciones de los hombres de aquella época tan peculiar. Humanistas, sabios y poetas se apoderaron de aquella insólita revelación y de un modo espontáneo la acomodaron a sus conceptos y creencias.

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La inteligencia europea había vivido entre mitos y tradiciones aceptadas. Estaba familiarizada con utopías y mitos que formaban parte importante de su concepción del mundo. Por el cristianismo creían en el Paraíso Terrenal. En su origen la humanidad fue feliz. Los males comenzaron con la expulsión por el pecado de Adán. El interés por la Antigüedad Clásica los puso en contacto con el mito de la Edad de Oro. Hesíodo les pintaba un tiempo en que los hombres habían gozado de la paz, la libertad y la abundancia.

También hubo la visión utópica del futuro. El milenarismo prometía mil años de felicidad para todos los hombres después de regresar Cristo a la tierra. La creencia en la parusia fue un consuelo para aquella humanidad tan maltratada por la vida.




Los tres italianos

El choque de la noticia del Nuevo Mundo sacudió la conciencia europea y vino a completar el panorama mental del Renacimiento. Como lo ha señalado Giuseppe Prezzolini el Renacimiento no fue, en el fondo, otra cosa que la italianización de Europa, que fue paulatina, pero efectiva, desde el siglo XIV hasta el XVI, desde Dante y Petrarca hasta la corte florentina de Lorenzo el Magnífico. Cada nación recibió esta influencia a su manera. En España tenía que españolizarse, pero es significativo que en la difusión de la gran nueva y en su primera y perdurable interpretación desempeñan un papel protagónico tres italianos: Colón, Pedro Mártir de Anglería y Amérigo Vespucci.

A su regreso del primer viaje Colón escribe para los Reyes Católicos la primera descripción de las nuevas tierras y sus habitantes que Occidente va a recibir con asombro y desconcierto. Esa carta de 1493 comenzó a circular profusamente por todo el viejo continente, despertando curiosidades, imaginaciones y memorias de todo género.

El Almirante describió con persuasiva sencillez la desconcertante dimensión del hecho. En las primeras líneas lanza el equívoco fundamental. «En 30 días pasé a las Indias». Las Indias era el Asia del legendario Preste Juan que pobló la imaginación de la alta Edad Media. Creyó haber pasado a las Indias y lógicamente encontró a los indios, sus habitantes. Indias e indios, como lentes deformantes, han desfigurado la visión inicial de América. El descubridor creía haber llegado a la costa más oriental de Asia. Habrán de pasar largos años antes de que se conozca que se trataba de un nuevo continente. En rigor hasta que, casi veinte años más tarde, Balboa encuentre el Pacífico y cambie aquella equivocada noción.

Colón buscaba el Asia y creyó haberla encontrado y en ese encuentro vio tierras de extraordinaria riqueza, mucho más ricas que todo lo que había conocido en Europa, y a unos hombres desnudos e inocentes que no se parecían en nada a los hasta entonces conocidos. Advierte, con emoción, que no tenían hierro ni armas, tan sólo aquellas cañas huecas   —246→   con las que lanzaban pequeños dardos. Le parecieron «sin engaños y liberales de lo que tienen». Todo lo dan sin ninguna reserva, y «muestran tanto amor que darían los corazones».

Se percata de que aquella noticia implica un problema teológico. Hay una vasta porción de la humanidad a la que no ha llegado la revelación de la verdadera religión.

Intuitivamente él allana el camino por donde entrarán los teólogos. «No conocían ninguna secta ni idolatría», por lo que se presentaba la oportunidad para los castellanos de convertir «tantos pueblos a nuestra Santa Fe».

La noticia se extendió con rapidez y produjo efectos de todo género. Era un hallazgo inesperado que venía a trastornar las ideas recibidas y a plantear problemas de toda índole a aquellos hombres tan curiosos del saber.

En la Corte de los Reyes Católicos está el italiano Pedro Mártir de Anglería que ve llegar a Colón y va a enterarse en la propia fuente de todas las noticias que llegan sucesivamente de las nuevas tierras, hasta entrado el siglo XVI. En latín de humanista refinado escribe cartas y aquellas Décadas del Nuevo Mundo que es el primer libro que el pensamiento europeo consagra al hecho americano. Lo llama reveladoramente «el hasta ahora oculto mundo de las antípodas». Ya esa sola palabra echaba por tierra viejas verdades sobre la imposibilidad de que hubiera habitantes en las antípodas, porque no podrían mantenerse sobre la tierra y caerían al vacío.

Dice que «es como el hallazgo de un tesoro que se presenta deslumbrador a la vista de un avaro».

No era fácil para aquellos hombres llegar a saber en qué consistía ese tesoro, ni mucho menos incorporarlo debidamente al conjunto de su visión del mundo. Tuvieron que tamizar, filtrar, adaptar y deformar los hechos. Vieron más con la imaginación que con los ojos y, aun más que ver, lo que hicieron fue proyectar las visiones que llevaban dentro de ellos, heredadas de una historia en la que no existía América.

La circunstancia en que se hallaba Pedro Mártir era la de un humanista del Renacimiento. Un humanista del Renacimiento en la España de los Reyes Católicos. Después de la visión deformante de Colón en su carta la suya fue la que conoció la Europa de los humanistas en sus cartas, desde el año mismo del regreso del descubridor hasta la publicación de sus Décadas, que fue la primera Historia del Nuevo Mundo que los europeos conocieron.

Pedro Mártir era un trasplantado cultural y en su actitud y en su obra expresa el conflicto con el nuevo medio en que ha venido a actuar. No hay que olvidar que España no recibe sin resistencias y modificaciones significativas esas nuevas ideas. Llegan fragmentariamente y se hacen más visibles en algunos aspectos que en otros. Es un proceso gradual y limitado de asimilación, en el que España resiste, apegada a su tradicionalismo raigal, con esa actitud de «reserva y cautela» que señaló Karl   —247→   Vossler. La concepción predominante en los conquistadores, Croce lo ha dicho, era en gran parte una concepción medieval que «no estaba ya de acuerdo con la época en el siglo del Renacimiento». En su visión se mezclaban las ideas de la Edad Media castellana, un cierto concepto de la Antigüedad con sus imprecisos mitos y símbolos, la influencia tamizada de las novedades mentales del Renacimiento y el hecho desconcertante de aquel Nuevo Mundo súbitamente aparecido.

Es, precisamente, Pedro Mártir el primero que lo llama Nuevo Mundo, con todas las implicaciones que el nombre tiene. El título de Décadas viene de Tito Livio y es desde esa posición que él quiere acercarse al hasta entonces «oculto mundo de las antípodas». «Ha vuelto de las antípodas occidentales cierto Cristóbal Colón...» Está convencido, desde el primer momento, de que «cuanto desde el principio del mundo se ha hecho y escrito es poca cosa, a mi ver, si lo comparamos con estos nuevos territorios, estos nuevos mares, esas diversas naciones y lenguas, esas minas, esos viveros de perlas».

Cuando se refiere a los indígenas le viene espontáneamente la metáfora humanista: «para ellos es la Edad de Oro». Se ha encontrado «margaritas, aromas y oro». Así se conforma la primera imagen de tierras nunca vistas, gentes que viven en la realidad de la Edad de Oro y de inmensas riquezas. Pronto aparece el tercer italiano y no el menos importante, Amérigo Vespucci, hijo de Florencia, servidor de los Médicis, formado en el crisol mismo del Renacimiento. Es un ser enigmático que carga con la fama de haber realizado la más grande usurpación de la historia, al darle su nombre al Nuevo Mundo. Era mercader, curioso de las ciencias, versado en astronomía y en saber clásico y, sobre todo, un hombre culto. Todo lo relativo a Vespucci ha sido tema de inagotable discusión, pero ciertamente no era un farsante, vino a América cuatro veces y sus cartas, en especial la famosa «léttera» a Pier Soderini sobre sus «cuatro jornadas», fueron la más importante confirmación que recibió Europa sobre la realidad de un nuevo continente. Hasta entonces se seguía pensando que las tierras descubiertas formaban parte, en alguna forma, de Asia. En una de sus cartas al Médici comienza por decir que «vine de las regiones de la India, por la vía del Mar Océano», que podría significar que continuaba en él la equivocación colombina, pero más adelante afirma, sin vacilación: «llegamos a la conclusión de que era tierra firme». Fue ésta la gran novedad. Se había hallado un nuevo continente hasta entonces desconocido. Lo dice en sus escritos y lo representa en los mapas que envía a sus protectores. Nada de sorprendente tiene que uno de sus ávidos lectores europeos, Martin Waldseemuller en Saint Dié, que se preparaba a completar una reedición de la cosmografía de Ptolomeo, al trazar el perfil de los nuevos territorios de acuerdo con la versión de Vespucci, convencido de que era un nuevo y cuarto continente que venía a completar la realidad del planeta, le pusiera el nombre del navegante que había descubierto ese hecho fundamental y lo llamara América.

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Los tres italianos, el que descubre, el que interpreta y el que bautiza, crean la primera imagen que los europeos alcanzan del Nuevo Mundo. Es posible que Vespucci no llegara a conocer que era su nombre el que designaría toda esa nueva porción recién incorporada a la visión del globo. Murió en 1512 como Piloto Mayor y el mapa de Waldseemuller se imprimió en 1507.

El florentino recoge mucho de las visiones anteriores. Cree haber llegado cerca del Paraíso Terrenal, encuentra monstruos y, sobre todo, confirma la impresión de que los indígenas viven en una situación semejante a la que los antiguos llamaron Edad de Oro.

El núcleo central de la concepción europea de América quedaba constituido. A él vinieron a sumarse, en la mente de los conquistadores, la tradición de prodigios, portentos y milagros que les venía de la Edad Media y, con mucha importancia y grandes consecuencias la ficción desorbitada de los libros de caballería. Los más famosos aparecieron entre 1498 y 1516. Estaban en la imaginación de los conquistadores y no tiene nada de sorprendente que buscaran en el Nuevo Mundo la confirmación de muchas de aquellas descripciones fabulosas.

Hay dos visiones primeras que, en alguna forma, se mezclan y se superponen, terminan por ser la misma y tener igual significación, la del Paraíso Terrenal y la de la Edad de Oro.




El reencuentro de la edad de oro

Cuando Colón avista por primera vez la masa continental, en 1498, cerca de las bocas del Orinoco, reconoce que hay allí un inmenso río y que debe ser uno de los cuatro que salen del Paraíso Terrenal. Vespucci señala que «la bahía de Río de Janeiro no debe estar muy lejos del Paraíso Terrenal».

La visión de la Edad de Oro es mucho más persistente y de mayores consecuencias. Desde los griegos había formado parte del tesoro conceptual del europeo la noción de que en una época remota del pasado los hombres habían vivido en una sociedad feliz, sin guerra, sin trabajos, en la más ilimitada abundancia gratuita de todos los bienes. Hesíodo y luego Virgilio la recogen y le dan casi la categoría de un hecho histórico. La primera carta de Colón, que lanza al Viejo Mundo la noticia de las nuevas tierras, describe a los indios de las Antillas como el trasunto de los seres de aquella legendaria edad. Después de ese momento ya no se trata de una leyenda más o menos verosímil que nos llega del más lejano ayer, sino de una realidad contemporánea que ha sido vista y verificada por los mismos hombres que han hallado tierras hasta entonces desconocidas. Creyeron que la Edad de Oro existía realmente y se había conservado en sus rasgos esenciales en aquellas lejanas regiones.

Esta noticia fue, acaso, más importante que la del mero descubrimiento de un nuevo continente y sus consecuencias de toda índole fueron gigantescas.

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Humanistas, cortesanos y gentes sin letras que conocían el mito se hallaban de pronto ante el hecho de que aquella edad que se pensaba imaginaria existía en la realidad, que había hombres que en aquel mismo momento no vivían en la guerra, la injusticia, la pobreza, la escasez y la codicia sino, por el contrario, en un estado de felicidad interminable, en el que no había combates, ni tuyo y mío, ni diferencias sociales, ni ninguno de los males que habían perdurado desde lo más antiguo entre los pueblos conocidos hasta entonces. Si eso era así, si había hombres que habían logrado escapar de aquellos males, o que nunca los habían conocido, todo lo que había ocurrido inmemorialmente en las sociedades europeas debía ser el resultado de alguna aberración criminal, de una desviación maléfica de lo que era la verdadera naturaleza humana.

La conclusión inescapable era que los hombres habían nacido para la libertad, para el bien, para la igualdad, para existir en la más completa fraternidad y que toda la historia del mundo conocido hasta ese momento no era otra cosa que el resultado de una enfermedad social que había desnaturalizado al ser humano.

Sobre la base de esta revelación asombrosa la imaginación de humanistas y escritores se va a disparar. Lo que ha pasado hasta entonces en la tierra conocida es una aberración de la naturaleza humana, la historia no es sino el testimonio de un largo y sostenido crimen contra la verdadera condición humana que, al fin, se ha hallado en su prístina pureza en las nuevas tierras.

Tomás Moro recoge con embriaguez intelectual tamaña novedad. Escribe, acaso, el libro más influyente en el pensamiento y en el desarrollo social del Viejo Mundo. Inventa para ello una palabra que es la clave del pensamiento europeo posterior y cuyos efectos llegan poderosos y visibles hasta nuestros días. La Utopía de Moro es la semilla y el programa esencial de todo el pensamiento revolucionario que va a predominar en el mundo hasta nuestros días. Moro describe un país de igualdad, bienestar general y paz que ha llegado a sus oídos por boca de un marino que acompañó a Vespucci. El marino es ficticio pero el efecto de aquella descripción fue inconmensurable. Lo recoge Montaigne, pone las bases de lo que Paul Hazard llamó más tarde la «crisis de conciencia del pensamiento europeo», y en el siglo XVIII alcanza su máxima y definitiva expresión en las obras de Rousseau. El Contrato social es el descendiente directo del Descubrimiento y de la Utopía de Moro. De allí en adelante no presenta dificultades proseguir el trazado de la línea genealógica. De Rousseau viene la Revolución Francesa, de ella la afirmación de que la Utopía es alcanzable o restituible. De esa herencia saldrán Marx, Bakunin, Lenin y casi todos los programas revolucionarios de nuestros días. No es una desdeñable descendencia.

Otras visiones deformadas o deformantes van a surgir del hecho americano, que en cierta forma se emparentan con la obsesión de la Edad de Oro.



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Las amazonas y El Dorado

Entre esas visiones una reviste excepcional importancia, la de las Amazonas. También venía de la Antigüedad la alucinante noticia de que en alguna parte de Asia Menor existía un reino muy rico poblado exclusivamente por mujeres guerreras. Sus armas y todo lo que usaban era de oro. Esta leyenda antigua la recogen y la transforman algunos libros de caballería españoles. No se comprende el espíritu, ni las hazañas de los conquistadores sin tener en cuenta la inmensa influencia que sobre ellos, como sobre todos sus contemporáneos, ejerció esta literatura fantasiosa y llena de prodigios increíbles. Eran héroes intachables al servicio de los más altos ideales, que luchaban sin tregua contra los poderes maléficos, y también contra monstruos, gigantes, enanos y encantadores. El gran auge de los libros de caballería coincide con el comienzo de la empresa de Indias. Amadís de Gaula, que fue el modelo definitivo del género, apareció bastante antes de que Cortés saliera a la conquista de México. En las cartas y documentos de los conquistadores aparece con frecuencia el recuerdo de los libros de caballería. Uno de los más populares fue el de las Sergas del Esplandián, que narraba las descomunales aventuras del hijo de Amadís. Una de las mayores aventuras de Esplandián fue su tentativa de conquistar el reino de las Amazonas. Las Amazonas del libro español eran, en el fondo, las mismas del mito antiguo pero con algunas importantes novedades. La reina guerrera ostenta un nombre nuevo que va a tener, gracias a la conquista, enorme resonancia histórica y geográfica. La reina se llama Calafia y su país California. Los españoles creen que pueden encontrarlo dentro de la desconocida e imaginífera geografía americana.

Ya Colón creyó haber pasado cerca de su isla en alguna de las Antillas menores. Pedro Mártir hace referencia a ellas en sus Décadas. Más tarde, según el testimonio de Pigafetta, Magallanes buscó su isla en la inmensidad del Pacífico.

Probablemente es Cortés el primero que concibe seriamente, como lo confirman sus Cartas de relación, la posibilidad de hallar la fabulosa isla en alguna parte de la costa occidental de México. Basta leer a Bernal Díaz para advertir la constante presencia de la mitología caballeresca en la imaginación del gran conquistador. Invoca a Roldán, le vienen a la boca, en su primera contemplación de la capital de los aztecas, algunos versos del romance de don Gaiferos. Más tarde enviará un destacamento a buscar en el confín occidental del nuevo país la legendaria isla. Cuando su capitán, Juan Rodríguez Carrillo, avizora por primera vez la costa de lo que hoy llamamos Baja California y la toma por una isla, la nombra naturalmente California. Hoy sabemos el destino fabuloso que tuvo esa reminiscencia equivocada.

Si no nos desviara podríamos aquí advertir que no menos fabuloso y contrario a la realidad que lo rodeaba, fue el hecho, de pura creación   —251→   imaginativa del conquistador, de llamar a aquel extraño país, poblado por hombres de una cultura totalmente diferente, con el incongruente nombre de Nueva España.

En 1542 Orellana desciende, sin darse cuenta, por el más grande río del planeta. Lleva en la imaginación el mito de las Amazonas y en algún punto del recorrido maravilloso cree haber encontrado alguna avanzada del reino de las Amazonas. Así como lo que distinguió Carrillo a la distancia no era una isla, ni mucho menos la fabulosa California, tampoco Orellana topó con ninguna avanzada del mentido reino. Pero, en cierto modo, ello carecía de importancia. Lo que sí la tenía era aquel extraordinario poder de imponer lo imaginativo y mítico sobre la realidad inmediata. Lo que había encontrado Orellana fue para él, como después lo ha sido para el mundo entero, el río de las Amazonas.

A partir de 1540 comienza a difundirse la leyenda de El Dorado. El más poderoso mito de la conquista que describía un país, no determinado geográficamente, donde estaban acumuladas las más increíbles riquezas en oro y piedras preciosas y donde el rey o jefe, en lugar de vestiduras, se cubría el cuerpo cada día con fino polvo de oro. Una extensa porción septentrional de la América del Sur, desde Quito hasta las bocas del Orinoco fue recorrida y conocida, en cortos años, por el poder alucinante de esta fantasía.

La lista de los buscadores es larga y cubre tres siglos. En 1540 topan, por un increíble azar, en la sabana de Bogotá tres expediciones: la que venía del Norte con Jiménez de Quesada, del Noreste con el gobernador alemán Ambrosio Alfinger y la que había partido de Quito con Sebastián de Belalcázar. A Belalcázar un indio le había llevado la leyenda, acaso fundada en una peculiaridad local, de que un cacique o rey tenía inmensas riquezas, se cubría de oro en polvo, y que una vez al año se dirigía con todo su pueblo a una laguna sagrada a la que arrojaba innumerables objetos de oro y muchas esmeraldas, para luego zambullirse en ella.

De esta vaga referencia brota la leyenda de El Dorado. Belalcázar parte en su busca, en el encuentro de Bogotá se divulga la creencia. Poco más tarde los gobernadores alemanes de la entonces provincia de Venezuela organizan expediciones en busca de la deslumbrante ciudad. Se la buscó desde la sabana de Bogotá hasta las riberas del Orinoco. Cada vez se creía estar más cerca de ella. Ya a fines del siglo XVI vino en su busca nada menos que sir Walter Raleigh, poeta y gran figura de la corte de la reina Isabel de Inglaterra. Raleigh hace dos viajes hasta el Orinoco en busca del fabuloso reino. Trae algunas informaciones que cree precisas. El Dorado se encontraba en las selvas de la Guayana, al borde de un lago que se llama Parima y en una ciudad, toda de oro, que se llama Manoa. Entre los dos viajes Raleigh publica un famoso libro que va a extender por toda Europa la visión fascinante de El Dorado.

La fama de las riquezas del Nuevo Mundo hacía creíble aquella fábula. En el Perú se había encontrado oro en una abundancia que los hombres nunca antes habían conocido. El pago del rescate de Atahualpa,   —252→   con la imagen de aquel aposento lleno hasta arriba de oro y de joyas, preparaba para creer todo lo que se pudiera concebir sobre riquezas ilimitadas. La busca de El Dorado fue uno de los principales móviles de aquella insólita empresa de exploración y reconocimiento que los españoles realizaron en cortos años a través de las ásperas regiones selváticas que cubren desde el Amazonas y Colombia hasta las selvas de Venezuela. Los alemanes y sobre todo Raleigh la divulgan por el viejo continente. Su último eco asoma irónicamente en Voltaire.

Es toda una secuencia de imágenes inverosímiles que deforman una realidad y se superponen a ella, mezclándose y combinándose de las más inesperadas maneras. Desde las imágenes del Génesis y de Hesíodo, desde la Fuente de la juventud y las Amazonas hasta la visión de la Utopía.

Esa visión europea no sólo afecta a América y a su verdadera comprensión sino que, a su vez, influye directamente en la historia de las ideas del Viejo Mundo. La posibilidad de la utopía va a engendrar ideas, dudas y reflexiones y terminará por crear ideologías. Pero no se queda allí la cosa. Esa visión convertida en ideología regresa a América como novedad intelectual y como programa de acción.

El primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, leía y anotaba en el libro de Moro. Surge entonces la idea de ensayar en tierra americana, entre los indios, aquel proyecto de sociedad. Ya no era Europa que inesperadamente hallaba la Edad de Oro viva en las Indias, sino los hijos de la conquista que admiran y pretenden realizar en su nuevo medio las concepciones que llegan en libros del otro lado del Atlántico. Podríamos hablar sin exageración de un viaje de ida y vuelta de la utopía a través del océano.

Vasco de Quiroga, un protegido de Zumárraga, también ha leído a Moro y se propone con los indios de Michoacán reconstruir la sociedad fabulosa. No sólo esto, sino que llega a escribirle a la majestad cesárea de Carlos V para implorarle que aísle al nuevo continente de todo contacto con el viejo para impedir que se contagie y malogre con vicios que han llevado a la triste historia de Europa y para ensayar con los habitantes originales un nuevo tipo de sociedad fundada en la igualdad y el amor.

Mucho más tarde, los jesuitas establecerán el asombroso ensayo de las misiones del Paraguay. Por cerca de un siglo, de fines del XVII hasta mediados del XVIII, crean, en cerca de un centenar de pueblos, una sociedad igualitaria y providente, en la que no hay propiedad ni indigencia, apartada del resto del imperio y a la que no se dejaba penetrar ni a españoles ni a criollos. El padre francés Charlevoix, que la visita en la época de su apogeo, describe con entusiasmo aquella experiencia que le parece establecida «para hacer realidad las sublimes ideas de Fénelon, Tomás Moro y Platón».

No se detiene la poderosa influencia de la visión de América convertida en ideología europea sino que prosigue en muchas formas, pasa   —253→   a través de los mayores sucesos históricos, está en la raíz de la Independencia y llega a nuestros días.




El mestizaje cultural

El visionarismo, que domina y altera las realidades subyacentes, lleva implícita una condición conflictiva para europeos y para americanos. Esa situación confusa y pugnaz engendra, a lo largo de los tiempos, la violencia histórica. Las cuatro fuentes culturales que han hecho el mundo americano nunca han llegado a fundirse en unidad completa y estable. Están presentes y se han mezclado en todas las formas imaginables, en grado y forma variable según el tiempo y la situación. No es difícil detectar en los sucesos y en el pensamiento su poder de deformación, creación y conflicto.

Lo más activo de esas fuentes, históricamente, lo representan los españoles que llegan. El medio geográfico y humano y el contacto con las otras culturas les modifican notablemente el vocabulario, usos, alimentación, entorno social, relación con el espacio, vivienda y familia. Cuando alguno regresa a la España de los Austria es el «indiano», aquel personaje extraño que aparece en las comedias.

Habría que estudiar todo lo que comprende y traduce la noción semántica del indiano. Era una forma de reconocimiento de las diferencias insalvables que habían producido entre los peninsulares y los que estaban establecidos en América, españoles o criollos. Con alguna frecuencia, en la literatura del Siglo de Oro, aparece el personaje estrafalario y caricatural que provoca curiosidad y burla. Siempre era o se le suponía rico, y como su liberalidad nunca podía ir de par con su fama de riqueza terminaba por resultar tacaño. El lenguaje que usaba detonaba por su abundancia y novedad de vocablos claros y giros inusitados. «Gran jugador del vocablo», lo llama Lope de Vega pero, por otra parte, señala que «nos cuentan mil embelecos». La casa del indiano, sus lujos, sus hábitos, eran motivo de mofa. La casa era reconocible por los negros de servicio, los loros en las perchas y el son de chaconas y areitos que cantaban los criados.

Otra visión es la que tenían los indígenas, desde las altas civilizaciones de los grandes Estados precolombinos, hasta las dispersas tribus de la vertiente atlántica. Su aporte es fundamental y en todas las manifestaciones culturales aparece, más o menos visible, su huella. Conviven estrechamente con el español y se establece entre ellos un continuo e inconsciente intercambio de nociones y valores. A su vez se modifican porque ya no podrán ser los mismos que fueron antes del hecho colonial.

No se puede desdeñar el aporte africano. A lo largo del régimen español llegaron millones de esclavos de la costa occidental de África. Traían culturas propias, lenguas, religiones y características peculiares de todo género. Convivieron con españoles e indios y se extendió el intercambio a tres actores. En consejas, en música, en danzas, en alimentación,   —254→   en ciertos rasgos psicológicos está presente su inmensa contribución aun en aquellos países en las que físicamente han desaparecido, como la Argentina.

La cuarta es el espacio nuevo. Los efectos de tan gran desplazamiento brusco y total, de aquel verdadero desalojo, se hicieron sentir en muchas formas en la mente y la conducta de aquellos españoles separados de sus raíces y de su ambiente ancestral. El padre José de Acosta, a fines del siglo XVI, recoge esa impresión de extrañeza y algunas de sus consecuencias mentales y hasta religiosas. Ante la variedad de nuevas especies animales no puede dejar de preguntarse cómo llegaron allí si sólo hubo, según las Escrituras, un solo acto de creación divina, cómo, salidos del Arca de Noé, pudieron llegar a tierra tan distante y desaparecer del mundo conocido. En su desconcierto revelador llegan a aparecer algunas premoniciones darwinianas.

El desajuste fundamental había comenzado con la nueva relación entre el español y el espacio americano. Al llegar a las Indias sufría una desadaptación y un desfase graves con respecto al marco de referencia del entorno. Una forma de relación congénita con gentes, paisaje y fenómenos naturales quedó bruscamente rota. De un clima de estaciones marcadas pasaron a otro sin estaciones como en el Caribe, o de estaciones invertidas como en el Plata, las dimensiones fisiográficas cambiaron descomunalmente. Quienes habían nacido a las orillas del Tormes, del Tajo y aun del Guadalquivir topaban asombrados con aquellos «mares de agua dulce» del Magdalena, el Orinoco y el Amazonas, en los que, comúnmente, desde una orilla no se divisa la otra. Quienes no habían conocido más montaña que la sierra de Gredos o el Pirineo se hallaron con los Andes, aquella «nunca jamás pisada de hombres, ni de animales, ni de aves, inaccesible cordillera de nieve», a la altura de los mayores picos de Europa descubrieron poblaciones, para quienes no conocían más que las mesetas del Viejo Mundo surgieron las inabarcables extensiones planas de la pampa y los llanos. Con pasmo vieron animales, plantas y gentes desconocidas, sufrieron huracanes y terremotos para los que carecían de equivalencia en su memoria vital y cultural. El desajuste provocó grandes efectos en el espíritu y en todas las formas de relación con el espacio, que se tradujeron en alteraciones de conducta, en desequilibrio y traumática adaptación.

No menos conflictivas fueron las nociones del tiempo. Los colonizadores eran hombres del Renacimiento, con una visión lineal de la historia y del tiempo, contaban por horas, por semanas, por años y se mezclaron con hombres de culturas que tenían una noción enteramente diferente del transcurso y la significación del tiempo. Los indígenas tenían otro tiempo y una visión cíclica y repetitiva de las edades y los acontecimientos que había desaparecido de la mente europea desde el predominio de Roma y del cristianismo. Fue difícil, y a veces imposible, someterlos a un ritmo de orden cronológico que era ajeno a sus mentalidades. No sólo fue difícil sino que esas nociones diferentes, con todas   —255→   sus consecuencias subsistieron y marcaron su presencia en el proceso del mestizaje cultural. Los africanos, por su parte, tampoco tenían una concepción lineal del tiempo ni una división del día semejante. Los etnógrafos nos han dicho que en las culturas africanas no hay nada equivalente a nuestra idea del futuro.

Estas incompatibilidades se manifestaron dramáticamente en la insuperable dificultad que se presentó para someter a los indios del Caribe, que fueron los primeros con los que se entró en contacto, a un sistema español del trabajo y de la tarea. No existía para ellos noción de trabajo a la europea, ni la podían entender. Lo veían como un mal y se resistían. Los españoles ensayaron muchos sistemas para tratar de convertirlos en «labradores de Castilla», ensayando adaptaciones de las formas tradicionales de prestación de servicios, el colonato o la servidumbre medieval en la forma de la encomienda, que nunca fue aceptada por el indio y que no logró crear una verdadera relación laboral.

La forma más importante de ese procesó cultural, fluido y nunca cerrado, está en la continua y variada mezcla cultural que ocurre en todos los niveles y formas entre aquellas tres culturas protagónicas. De allí nace el principal rasgo de la vida americana, su mestizaje cultural. Las tres culturas fundadoras se han mezclado y se mezclan en todas las formas imaginables, desde el lenguaje y la alimentación, hasta el folklore y la creación artística. No escapa ni siquiera la religión, el catolicismo de las Indias nunca fue un mero trasplante del español, en ceremonias, invocaciones y en la superstición popular se tiñó de la herencia de las otras dos culturas.

El español nunca se llegó a sentir americano, demasiadas ligaduras lo ataban a la patria original. En sus hijos no se borró esta herencia. El indio y el negro tampoco llegaron nunca a ser totalmente asimilados. El resentimiento contra el dominador, las insalvables diferencias físicas y culturales y la memoria mítica de un pasado perdido en el que habían sido libres y señores, los mantenía en una actitud abierta o solapada de resistencia.

Así se planteó, para no ser resuelto nunca de manera satisfactoria, el problema fundamental de la identidad que ha atormentado por siglos el alma criolla. Era lo que Bolívar pensaba en 1819, en Angostura, cuando decía «no somos españoles, no somos indios», «constituimos una especie de pequeño género humano».

Esa situación conflictiva del criollo y de su cultura tuvo una manifestación ejemplar al comienzo mismo de la colonización en la persona del Inca Garcilaso de la Vega. Hay que acercarse a él, yo lo he hecho muchas veces, para mirar dramáticamente esa contradicción fundamental. Había nacido en el Cuzco pocos años después de la Conquista. Era hijo de un capitán español de prestigioso nombre, Garcilaso de la Vega, y de una joven peruana de alto nacimiento, nieta del emperador Inca Túpac Yupanqui, que había sido bautizada con el nombre de Isabel Chimpu Ocllo. En la vasta casa del Cuzco, en la que creció, se daba   —256→   diariamente la más clara y tajante presencia del conflicto. En un ala vivía la ñusta con sus viejos parientes de la familia de los reyes incas que hablaban en quéchua de su pasado. En la otra estaba el capitán Garcilaso, con sus compañeros de armas, sus frailes y sus escribanos, metido en el mundo español de América. Atravesar el vasto patio era pasar una frontera cultural, pasar del mundo de Atahualpa al de Carlos V. Pero el niño no pasaba esa raya, porque en su espíritu se mezclaban pugnazmente y con difícil acomodo las dos lenguas, las dos creencias, las dos historias, las dos culturas. Ese conflicto nunca lo llegó a resolver el Inca. Vivió en España por más de las dos terceras partes de su existencia, fue soldado y clérigo y cuando escribió la cumbre de su obra de escritor, los Comentarios reales, que es un monumento de las letras castellanas, en el tiempo mismo de Cervantes, no hace otra cosa que presentar reiteradamente las dos lealtades que combatían sin tregua en su alma.

Esa condición conflictiva no se limitaba a un estado de conciencia generalizado sino que se manifestaba en pugnas, rupturas e insurrecciones. Podría casi hablarse de un estado de guerra civil latente durante el período colonial, que pasa por sucesivas alternativas de mayor o menor violencia.

Las lealtades culturales no homogeneizadas hacían que el criollo no se sintiera dentro de un mundo estable y aceptado, sino dentro del choque de mundos diferentes que lo mantenían en un desajuste constante. Era el efecto de las distintas concepciones, de las diferentes condiciones mentales, de las opuestas e irreconciliables visiones.




Insurgentes

La violencia aparece desde el primer momento. La primera y más clara es la pugna de los conquistadores con la Corona de Castilla. El insoluble antagonismo entre lo que aquellos hombres creían que eran sus derechos de conquista y el sistema que la metrópoli se propuso pronto imponer para someter a las leyes y a las estructuras tradicionales del Estado peninsular la nueva sociedad inorgánica. Fueron numerosos los alzamientos y las tentativas de alzamiento. Desde las pugnas de los primeros vecinos de La Española, pasando por Martín Cortés y las guerras de almagristas y pizarristas en el Perú, hasta la espeluznante y reveladora aventura de Lope de Aguirre, casi tres cuartos de siglo después del Descubrimiento. Era la inconciliable querella del conquistador con la Corte y con los bachilleres, ministriles y funcionarios de toda clase que querían arrebatarle su dominio de hecho, para implantar un orden impersonal de ley castellana. La carta de Lope de Aguirre a Felipe II es un documento que aún hoy no puede leerse sin emoción y angustia. Aguirre se queja ante el rey de las que llama injusticias cometidas con los hombres que han ganado las Indias. Se desnaturaliza de su vasallaje y declara guerra sin término a los hombres del rey.

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Era inevitable el enfrentamiento abierto o tácito entre el hecho creado por la conquista y las pretensiones generosas de las Leyes de indias, lo que no era otra cosa que el conflicto inevitable entre dos concepciones opuestas. La visión española de los funcionarios del rey y la visión americana y local de los conquistadores y sus descendientes. Sobre el fondo de este enfrentamiento aparecen pronto o simultáneamente otros. El del conquistador con el evangelizador. Los frailes heroicos de aquella primera hora no sólo ven con horror las crueles realidades del proceso de dominación y explotación, sino que lo denuncian y condenan de la manera más enérgica. En sermones, en prédicas, en amenazas de excomunión atacan a los conquistadores por la manera como tratan a los indígenas. El caso más conocido y admirable en su tenacidad es el de fray Bartolomé de Las Casas. En su apasionada defensa de los indios, Las Casas llega a condenar la conquista. Semejante prédica irrita a los hombres de poder. Surge un debate, que va a revestir muchas formas, desde el escrito hasta la violencia entre aquellas dos maneras opuestas de entender el destino de las nuevas tierras. Lo que está en el fondo es la idea fundamental de si los españoles tienen el derecho de conquistar las Indias y someter a los naturales. El eco va a magnificarse y a alcanzar su máxima expresión en el debate de Las Casas con Sepúlveda y en los conceptos del padre Vitoria y, por otra parte, determina la larga serie de ensayos para crear otro tipo de sociedad en América, distinta radicalmente de la europea. No había manera de entenderse sobre lo que había que hacer en aquella nueva situación. Ese conflicto tampoco se resuelve y va a perdurar, en muchas formas, hasta la época moderna.

Se alzaban los españoles, pero también y de manera más permanente los indios y los negros. Cada uno dentro de una visión diferente. A comienzos del siglo XVI un esclavo africano llamado Miguel, que trabajaba en las minas de oro de Buria, en el occidente de Venezuela, se alza, mata y hace huir a los españoles y se proclama rey. Forma una curiosa corte en la que se mezclan reminiscencias de la realeza castellana y formas tribales africanas. ¿A cuál mundo pertenecían el rey Miguel y su transitorio reinado?

Podría hacerse una larga y pintoresca crónica de la extensa serie de las insurrecciones, a todo lo largo del período colonial, pero cuando se presenta más clara y reveladora la extraña mezcla de influencias es en el siglo XVIII. Se podría contar una reveladora historia sobre la penetración de las ideas de la Ilustración en el nuevo continente y sobre las muy diversas formas de interpretación y adaptación que reciben, según los tiempos y las circunstancias.

Hubo además del prestigio de las nuevas ideas toda una literatura europea destinada a interpretar el fenómeno americano. En general estaba mal informada y no conocía ni podía interpretar aquella difícil realidad. Pero por un curioso fenómeno de sugestión literaria los criollos empezaron a mirar su confusa circunstancia histórica con los ojos no muy   —258→   claros y con la escasa información del abate Raynal y del muy escuchado De Paw.

Como bajo una alucinación aquellos criollos sumergidos por generaciones en una circunstancia muy caracterizada y peculiar comenzaron a verla con la visión desenfocada de Raynal y De Paw. Ninguno de esos «philosophes» había estado nunca en América y no tenían sobre ella sino noticias de segunda mano en las que abundaba el eco de Las Casas. Son libros típicos de la mentalidad de la Ilustración. Ambos se publican antes de la Revolución Francesa y son leídos ávidamente y citados como autoridad suprema. Poco importa que muchas de las cosas que afirman no correspondan en nada con los hechos ciertos. Con la noticia de los negros, blancos y de los hermafroditas de la Florida, darán por buena la afirmación de que la colonización española significó el exterminio de millones de indígenas y por ver lo que los rodeaba como «un mundo trastornado por la crueldad, la avaricia y la insaciabilidad de los europeos». De Paw se propone «sacar alguna luz de tanta tiniebla». Lo curioso es que quienes no estaban en la tiniebla sino en la plena luz de la experiencia cotidiana terminaron por adoptar las nociones que aquellas obras divulgaban.

No es de extrañar que se agudice la situación conflictiva que existía en el nuevo continente entre los distintos núcleos culturales y raciales. La independencia de los Estados Unidos vino a añadir la arrolladora elocuencia de su ejemplo. Era posible establecer una república libre e igualitaria en una antigua colonia de europeos. No se percataban de que lo que ocurrió en Norteamérica mucho más que una revolución fue una ruptura. No hubo innovación social sino un corte de la dependencia superior de la corona británica, para continuar dentro de las mismas instituciones representativas y democráticas que habían existido por largo tiempo entre ellos. El caso de las colonias españolas era dramáticamente distinto y no existía en ellas ningún antecedente de instituciones representativas, ni de libertad y menos de igualdad. Se trataba, en efecto, de la riesgosa operación de trasplantar un árbol a un suelo y a un clima distintos. Sin embargo, la vieja pugna soterrada va a encontrar un inesperado y poderoso estímulo en aquellas ideologías extrañas.

La insurrección va a surgir con distintos pretextos. Algunas veces, como en el caso de Túpac Amaru, en el Perú, se pretende resucitar el imperio de los incas pero con una curiosa incorporación de ideas políticas de la Ilustración. El pretendiente Inca decreta la libertad de los esclavos y usa expresiones de indudable origen revolucionario.

Esa heterogénea combinación de motivos no se detiene allí. En las rebeliones de la zona andina, junto con la proclamación de la libertad e igualdad de la moderna revolución occidental, va a aparecer frecuentemente la invocación de un retorno en alguna forma al pasado mítico de la América precolombina. Su último eco se encuentra en Miranda. El gran precursor que participa en la guerra de Independencia de los Estados Unidos y en la Revolución Francesa como jefe de ejércitos, cuando   —259→   imagina el porvenir de su América la proyecta unificada, bajo un nuevo nombre significativo: Colombia, y con dos Incas, simbólicos y reales, a la cabeza de un gobierno que pretendía copiar la monarquía inglesa.

Los alzamientos de los comuneros de la Nueva Granada y de parte de Venezuela, que ocurren antes de 1789, protestan contra los impuestos y el mal gobierno local. Quieren deponer a las autoridades coloniales pero dan vivas al rey. Mucho más tarde, en 1810, la revolución de Independencia se inicia en Caracas deponiendo al gobernador y capitán general pero protestando su lealtad a Fernando VII.

La primera constitución hispanoamericana es la que se promulga en Venezuela en 1811. Establece la igualdad, los derechos del hombre y la libertad irrestricta. Más tarde se revelará trágicamente la incompatibilidad de esas instituciones con la realidad histórica y social. Lo que brota en el largo y cruento proceso de la guerra de Independencia que durará, en su faz guerrera, más de quince años, es la presencia explosiva de los viejos resentimientos. La ideología trata de cubrir, sin eliminarlo, el viejo problema social.

Bolívar, con su aguda penetración, se da cuenta de aquella peligrosa antinomia que amenaza con la destrucción total. Desde 1812, cuando fracasa el ensayo inicial de Venezuela, llama a aquellas instituciones sin raíz «repúblicas aéreas». A partir de 1814, se desata en Venezuela una verdadera insurrección popular, destructiva y sangrienta, que amenaza con borrar hasta los vestigios de la organización social. Los iniciadores de la revolución pertenecían en su mayoría a las clases altas y educadas que participaban fervorosamente de las nuevas ideas. La masa rural y, en particular, las hordas nómadas de llaneros se fueron detrás de un español consustanciado con el medio, aquel extraordinario personaje que se llamó Boves, y acabaron con la frágil fachada republicana. Millares de criollos que mataban, saqueaban e incendiaban en nombre del rey. Más tarde cuando después de heroicos esfuerzos los caudillos patriotas lograron avanzar en el camino de la victoria final, Bolívar, que no había olvidado la dura lección, dijo en Angostura: «¿No sería difícil aplicar a España el Código de Libertad Política de Inglaterra? Pues aún es más difícil adoptar en Venezuela las Leyes del Norte de América».

Ya para 1825, después de la victoria de Ayacucho, llega al Perú Simón Rodríguez a encontrar al Libertador, su viejo maestro y amigo que había permanecido en Europa por todo el tiempo de la guerra. Conocía las difíciles condiciones de aquella inmensa empresa de libertad y democracia y no se le ocultaba su fragilidad. El poder real no estaba en las instituciones democráticas sino en las manos de los nuevos caudillos. Su propuesta es radical. No había republicanos para formar y asentar la república más allá de la letra muerta de las constituciones. Se necesitaba forjar los republicanos y es lo que él propone por medio del más visionario y audaz plan de educación. Propone recoger los niños pobres para formarlos para el trabajo productivo y la democracia en institutos de educación concebidos de una manera enteramente nueva.   —260→   Los educandos, junto con la instrucción en ciencias, aprenderán oficios útiles y se habituarán a un sistema de discusión, libertad responsable y respeto. Para que haya república hay que romper tajantemente con el pasado. Sacar los niños de la influencia familiar para cortar la tradición del espíritu de la colonia. Como él lo decía en sus propias palabras, se trataba de «declarar la nación en noviciado». Lo que Rodríguez se propone es cortar la historia para que se pueda crear un nuevo tiempo. En este sentido es un precursor de los regímenes utópicos de nuestro tiempo que se han empeñado en crear un hombre nuevo. Al empeño de volver en alguna forma al pasado indígena, o al de crear una república sobre el modelo de Filadelfia, Rodríguez añade su asombrosa visión precursora sobre la necesidad de formar un nuevo hombre que pueda amar y sostener las nuevas instituciones.

Ninguna de estas visiones, que incidían en muchas formas sobre la realidad, podía asombrar a aquellos hombres que vivían entre la realidad mal aceptada y conocida y la utopía. Rodríguez tuvo por compañero, en sus largos años del París postrevolucionario, a aquel inverosímil y estrafalario fray Servando Teresa de Mier, que llegó a sostener con toda convicción y con las más peregrinas pruebas que el cristianismo había llegado al nuevo continente mucho antes que los españoles, pues el dios indígena Quetzalcóatl no era otra persona que el propio apóstol Santo Tomás, enviado milagrosamente por Cristo para anunciar el evangelio a aquella vasta y desconocida porción de la humanidad.

Estrechamente mezclada con la ansiosa lucha por la democracia surge la idea federal. El modelo norteamericano era federal, pero aquel federalismo que correspondía a situaciones históricas reconocibles y reales, no hallaba base de sustentación en el pasado centralista de las jurisdicciones tradicionales del imperio español. Se intentó, al comienzo, la copia ingenua del ejemplo norteamericano. Los hombres que proclaman la Independencia de Venezuela, la establecen dentro de un régimen federal que nunca había existido en el país y para el que no había justificación histórica alguna. Fracasó inevitablemente. Sin embargo, la ilusión no muere. En todas las nuevas naciones se va a luchar encarnizadamente por el federalismo, desde México hasta la Argentina. Poco tenían que ver aquellas proclamaciones ideales con la efectividad del orden existente. Bajo el nombre de federal, que debía ser sinónimo de democracia, se cobijaron toda suerte de regímenes, más o menos de hecho, que iban del endeble ensayo de Caracas hasta la «Santa Federación» de Rosas, que asentó por largo tiempo su dura mano sobre aquella región agitada y convulsa después de la supresión del aparato administrativo colonial.

Si pasáramos revista a las constituciones, frecuentes y muy parecidas, que las naciones hispanoamericanas adoptaron a todo lo largo del siglo XIX, encontraríamos, para sorpresa nuestra, que a pesar de que lo que predominó en casi todas partes fue la dictadura caudillista, las constituciones no alteraron en nada su idealista lenguaje liberal y republicano.   —261→   No hubo instituciones dictatoriales, el ideal democrático nunca fue negado ni reemplazado aun en los más duros regímenes personalistas. Esa curiosa situación es digna de ser vista con algún detenimiento. Era acaso un simple fetichismo por un inalcanzable ideal político, era la aceptación de un inconciliable divorcio entre la situación efectiva y los ideales o era un aspecto nuevo del viejo nominalismo de la colonización. La cosa y el nombre no tenían por qué corresponder, pertenecían a dos esferas distintas pero, en alguna forma, mágicamente vinculadas. No era otra cosa llamar a una ranchería Nueva Cádiz o Nueva Segovia, ni tampoco lo era fundar una ciudad, trazar sus inexistentes calles y plazas sobre el yermo desnudo, y designar entre los vecinos de la ranchería a los miembros del cabildo, cuando todavía, y acaso por largo tiempo, no había ni vestigio de lo que un europeo llamaba una ciudad. Gran parte de las Leyes de Indias son inaplicables y son elocuentes ejemplos de este nominalismo ciego. El visionario es, precisamente, quien no ve lo que está ante él sino lo que proyecta desde su mente.

El rico y confuso paisaje mental que se produce en América puede seguirse a través de algunas palabras que, como botellas al mar, flotan señalando las corrientes profundas.




Godos

Una de esas palabras es godo. A través de su proteica transformación semántica se puede detectar el vaivén de tendencias y concepciones que han agitado y agitan a ese mundo.

Aquellos que para Don Quijote eran: «los de hierro vestidos, reliquias de la sangre goda», en su delirante visión de los carneros, dándole al vocablo su tradicional significación de nobleza de origen y preeminencia social, conserva el mismo significado en los escritores del siglo XVIII en España, para convertirse en boca de Feijoo en cognomento satírico, de antigualla: «hombre del tiempo de los godos», de retrasados con respecto a lo moderno, «¿qué dirían, si no que los españoles somos Cymbrios, Lombardos y Godos?».

Ese viejo nombre va a sufrir en América significativos cambios. En lo más sangriento de las guerras civiles del siglo XIX se oye el grito, casi anacrónico, de «mueran los godos».

¿Quiénes habían llegado a ser esos godos tan detestados y repudiados por las montoneras armadas? Al comienzo de la lucha por la Independencia eran llamados godos los españoles y sus partidarios en oposición a los que luchaban por la libertad política. Pero la línea de separación nunca fue clara. Los godos que comenzaron siendo los enemigos de la Independencia, terminaron siendo los contrarios de los liberales y federales de toda pinta.

Cuando en los primeros tiempos de la guerra, en Venezuela, surge esa extraña y turbadora figura de Boves la palabra cambia de significación. Boves, asturiano hecho llanero por el gusto y el tiempo, se pone   —262→   a la cabeza de una numerosa tropa sin disciplina y sin ley, que a sangre y lanza entra en los poblados para matar y destruir en nombre del rey. Era una masa popular amorfa que, bajo Boves, se lanza incontenible contra los jefes de la Independencia hasta derrotar finalmente a Bolívar en 1814. No era un oficial regular del ejército sino un jefe natural de aquella inmensa montonera de jinetes salvajes que se desborda sobre la parte más civilizada de aquella República incipiente. ¿Contra quiénes luchaban aquellas hordas temibles y a favor de quiénes estaban? Invocaban, ciertamente, su fidelidad bastante remota al rey nunca visto, y su odio a los llamados patriotas, pero en realidad no pertenecían a las fuerzas españolas, a las que nunca llegaron a estar incorporadas efectivamente, y a cuyo supremo comando tributaban apenas un acatamiento de pura fórmula, ni estaban contra una ideología política. Decididamente combatían sin descanso contra los que ellos llamaban los godos, que no eran otros que los criollos representantes de una vida urbana. No pocas veces llegaron a proclamar: «Mueran los blancos, los ricos y los que saben leer». ¿Cómo definir lo que se enfrentaba en esa turbia lucha? No era ciertamente la defensa del Estado español, ni menos la de una autonomía republicana al uso de los patriotas. Era una especie de espontánea insurrección popular contra los que parecían estar por encima de ellos. Nadie sabe lo que hubiera podido ocurrir si Boves triunfa. Juan Vicente González, con inmensa penetración, lo llamó «el primer jefe de la democracia venezolana».

Su estilo y su forma de lucha va a sobrevivir por largo tiempo en los caudillos criollos. Los caudillos, llámense Rosas, Facundo, Artigas o Páez y sus sucesores van a proclamarse liberales y federales. Sarmiento, con poco acierto, los llamará bárbaros. Representaban para él la barbarie. ¿Qué clase de barbarie frente a las formas externas de una pretendida civilización a la europea que se refugiaba en las ciudades? El caso de Páez es muy revelador. Surge en la guerra de Independencia como una legendaria figura heroica, lucha entonces contra los godos, que eran los peninsulares y sus partidarios criollos. Más tarde, muerto Bolívar y convertido en el jefe indiscutido del país, el general Páez se convierte fatalmente en el jefe de la parte más civilizada de la población y pasa a ser, para sus enemigos, el más poderoso de los godos.

Frente a él, paradójicamente, comenzará la propaganda liberal, para denunciarlo como oligarca y jefe de los godos, de la «godarria» como dirá el habla popular. De esa nueva división van a surgir largos años de destructora guerra civil contra los godos o contra los federales.

Los liberales fueron insurgentes, sin duda, pero los godos también lo fueron. Todos los movimientos caudillistas de origen rural se levantaron contra el predominio de los terratenientes tradicionales, los letrados de la ciudad, los comerciantes y los prestamistas.

Lo que comenzó siendo un apelativo para los llamados serviles termina significando una designación del establishment de cada momento.   —263→   Por un proceso continuo los insurgentes de ayer terminan siendo godos para los nuevos insurgentes.

El escenario peculiar no cambia con el predominio aparente de las nuevas ideologías aprendidas de Occidente y proclamadas superficialmente. Siempre habrá godos contra quienes luchar en nombre del liberalismo o del federalismo y más tarde del marxismo y hasta del maoísmo.

Es fascinante tratar de ubicar una figura como la del Che Guevara dentro de este marco general de referencia. Pertenece, ciertamente, a la raza de los insurgentes, tan variable y tan fértil, pero es al mismo tiempo el heredero indudable de la figura del caudillo rural. Algún día, de haber vivido, hubiera llegado a ser el godo de alguien.

En verdad, lo que parece en este panorama difícil de precisar, es el permanente trasfondo de las contradicciones culturales y las superpuestas y encontradas visiones. Visionario fue Colón y su visionarismo marcó todo el futuro del nuevo continente, pero visionarios lo fueron también los hombres de la Independencia, los caudillos de la montonera, los ideólogos de las ciudades, y todos los que en una u otra forma fueron insurgentes, en nombre de una idea o de una creencia.




La visión literaria

Tiempo les ha tomado a los hispanoamericanos darse cuenta cabal de esa peculiar situación. Por siglos, hasta ayer, se creyeron europeos y trataron de pasar por tales en todas las formas imaginables. La imitación del modelo ultramarino fue la regla, primero el de España, más tarde el de Francia, un poco el de Inglaterra y, en nuestros días, consciente o inconscientemente, el de los Estados Unidos.

La literatura es el mejor reflejo de esa curiosa situación. Por mucho tiempo los escritores americanos vieron su realidad social y natural con ojos europeos. La literatura del siglo XIX refleja esa situación. Simón Rodríguez insurge contra ella y proclama la necesidad de ser originales: O inventamos o erramos. Andrés Bello, en 1823, aún no concluida la guerra de Independencia, escribe en Londres la primera parte de un largo poema que proyectaba sobre América y del que no realizó sino fragmentos. Bajo el nombre de Alocución a la poesía invita a los poetas criollos a ser los Virgilios de una nueva realidad, a cantar la naturaleza americana, a no imitar los modelos europeos, a atreverse a ser originales. Es también la actitud que asume Sarmiento en Facundo, que nunca hubiera podido ser escrito por un europeo y que refleja en su tema, en su estilo y en su concepción una nueva situación para el escritor.

Con todo ello la influencia europea siguió siendo dominante. El romanticismo inundó a América de imitaciones. El caso más patente es el de la Atala de Chateaubriand. El lagrimoso y dulzarrón idilio fue publicado en París en 1801. Basado en datos de segunda mano el autor francés pinta un paisaje falso, con unos protagonistas no menos falsos, una pareja   —264→   de indios americanos, que se enamoran y sufren dentro de la más refinada convención sentimental del romanticismo.

Es casi inexplicable cómo esa visión, que nada tenía que ver con la realidad, influyó durante decenios en escritores latinoamericanos que conocían al indio verdadero y convivían con él. Todavía en 1879 Juan León Mera, escritor ecuatoriano, que vivía en una región de alta densidad de población indígena, deja de ver los indios ecuatorianos con sus propios ojos, olvida la experiencia existencial de toda su vida y proyecta sobre el vacío la visión falsa de Chateaubriand.

El reconocimiento de la riqueza potencial de aquella peculiaridad cultural que contenía la posibilidad de una nueva visión más rica, más compleja, más fiel y más original, tomó tiempo en alcanzarse.

El caso de Rubén Darío es ejemplar y aleccionador. Después del Modernismo la literatura hispanoamericana asume su potente y mal definida personalidad ante el mundo.

Darío, intuitivamente, nutrió su genio poético de aquellas peculiaridades. Tal vez pretendía ser un simbolista francés pero, afortunadamente para él, no podía serlo. Con un poder no sobrepasado de expresión y de sensibilidad tradujo en poesía incomparable la rica y confusa mezcla cultural en que se había formado. Era evidente que sólo un genuino americano podía escribir semejante poesía. El eco fue inmenso, equivalió al descubrimiento de una realidad que había permanecido oculta o rechazada por la moda europeizante. América, por primera vez, hallaba una expresión literaria propia y original. Lo revela el hecho de que, en palabras de Federico de Onís, «se cambiaron las tornas» y se produjo una importante y decisiva influencia literaria de América en España.

La veta que había hallado Darío fue seguida más tarde por los grandes novelistas del Nuevo Mundo. Estaban viendo su circunstancia con ojos nuevos y se asombraban de su potencial originalidad ante el mundo. Fue el caso que comenzó con el cuadrunvirato de Gallegos, Rivera, Güiraldes y Azuela. No era sino el magnífico comienzo de una prodigiosa revelación. Detrás vendrían los creadores de esa extraña mezcla de ficción, realidad y poesía que he llamado realismo mágico. Fue el caso insigne de Asturias, Carpentier y algunos otros que por los años 30 iniciaron un nuevo lenguaje y una nueva visión que no era otra cosa que la aceptación creadora de una vieja realidad oculta y menospreciada. De Las leyendas de Guatemala a Los pasos perdidos y a la larga serie de nuevos novelistas criollos hay un regreso, que más que regreso es un descubrimiento de la mal vista complejidad cultural de la América hispana.

Esa nueva revelación se desarrolla y diversifica en grandes escritores que van desde Borges hasta García Márquez. Nada ha inventado García Márquez, simplemente se atrevió a transcribir lo que diariamente había vivido en su existencia en la costa colombiana del Caribe. Esa transcripción estaba llena de profunda y original poesía. No se parecía a nada de   —265→   lo escrito en Europa, simplemente por el hecho de que se estaba viendo la realidad americana con ojos sinceros y desprevenidos.

Macondo no es sino un caso ejemplar del vasto y vario mundo creado por la interacción ciega y fecunda de godos, insurgentes y visionarios. No sería aventurado afirmar que más claro han visto la realidad hispanoamericana los novelistas y los artistas plásticos de nuestros días que los historiadores y ensayistas del pasado. Sobre estos últimos ha pesado mucho la dicotomía moral aplicada al pasado y las refracciones de imagen causadas por las ideologías.

No es que los creadores literarios y artísticos no sean igualmente visionarios, pero su visión, en los últimos años, brota de la aceptación de la realidad y de su transcripción en obra de arte. La distancia que hay entre García Márquez y Mariátegui, o los seguidores latinoamericanos de los grandes autores franceses, ingleses o norteamericanos, es abismal. Es abismal porque Macondo brota, casi espontáneamente, de una vivencia, y nada tiene que ver con ningún esquema ideológico o modelo de escuela, ni se propone demostrar nada.




Una mutación de Occidente

Del reconocimiento de la excepcional condición cultural de la América hispana debe partir toda concepción de su presente y su destino en todos los campos de la actividad humana, desde la creación literaria hasta la presencia ante el mundo.

No podríamos, y sería negativo, tratar de eliminar la herencia viviente de las visiones que nos vienen desde los orígenes mismos de esta sociedad sui generis sin comprender el precioso potencial de realidad y creación que nos viene del hecho múltiple y constante del mestizaje cultural. Es en esta condición donde hay que buscar la verdadera identidad y las posibilidades de todo género ante el presente y el futuro.

No van a desaparecer, revestidos de cualquiera de sus cambiantes formas, los godos, los insurgentes y los visionarios, y si desaparecieran faltaría el resorte que ha producido una realidad peculiar que le ha dado a ese mundo su fisonomía propia.

La América Latina, sin duda, representa una mutación, llena de posibilidades, de la civilización occidental. Por los valores fundamentales, las instituciones, el lenguaje, la creencia, es parte de Occidente, pero no es totalmente Occidente. Es como una inmensa frontera de Occidente, distinta y caracterizada por muchos rasgos propios, que es distinta igualmente de la presencia occidental en los continentes de colonización. La cultura occidental no se ha superpuesto en la América hispana a una vieja cultura propia, no se tiene lengua literaria distinta del español y el portugués, ni el sentimiento religioso general está ligado a otra creencia que no sea la cristiana, ni el universo ideológico y conceptual en que actúa es diferente del occidental. No es el caso de las poblaciones de África y de Asia, que sobre sus culturas milenarias han recibido,   —266→   como un instrumento de comunicación y de progreso científico y técnico, lenguas e instituciones europeas, sin eliminar ni sustituir lo que tenían como propio.

En el mundo iberoamericano no hay una superposición de culturas distintas sino la fusión de varias de ellas que han terminado por crear un hecho cultural nuevo.

Esa misma circunstancia que la diferencia del Occidente europeo y norteamericano, sin negar su participación fundamental en esa herencia, le ofrece posibilidades excepcionales de futuro.

En primer lugar esa mutación occidental le permite una vinculación directa y efectiva con el llamado Tercer Mundo. No es occidentalizada, sino occidental de una condición diferente, pero esa misma característica le permite poder identificarse al mismo tiempo y sin rupturas, con el Tercer Mundo y con Occidente, lo que constituye una posición única y privilegiada.

En el grave y creciente conflicto que enfrenta en escala mundial al Norte con el Sur, la América Latina, por sus rasgos propios, es el puente natural entre los dos mundos y la mediadora irreemplazable en la amenazante confrontación.

Pero también esa zona humana forma parte de una vasta y poderosa familia de naciones estrechamente unidas por la cultura y por la historia. Existe de hecho una comunidad iberoamericana que abarca la península ibérica, en Europa, y a los Estados iberoamericanos del nuevo continente. No hay otra comunidad comparable en el planeta. Hoy suma más de 300 millones de seres humanos, en contigüidad geográfica y en consanguinidad histórica. Para dentro de dos décadas sumará cerca de 600 millones. Será la más grande comunidad humana con unidad lingüística (portugués y español), con la misma cultura, con la misma historia y con las mismas posibilidades de futuro. Ninguna otra será más numerosa ni más potencialmente rica en recursos de todo género. Las demás comunidades culturales y lingüísticas fuera de la angloparlante no alcanzarán esos niveles.

Ha sido difícil y azarienta la evolución histórica de la América Latina. Anarquía, caudillismos de todo género, búsqueda desesperada de la identidad y del rumbo, ensayos distintos y hasta contradictorios de expresión propia, complejos de frustración, conflicto cultural, ambigua relación con Occidente y con las demás zonas culturales del mundo, continuo desajuste entre las visiones dominantes y la realidad subyacente, han caracterizado su existencia hasta hoy.

La aceptación de la peculiaridad histórica y cultural ha estado obstaculizada por prejuicios, imágenes irreales del pasado, proyectos y concepciones reduccionistas del futuro posible.

Es acaso ahora, después de la gran aventura de interpretación y sinceración que ha hecho la literatura propia, cuando por primera vez se dan las bases para una interpretación válida y abierta del hecho americano.

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No sería posible entenderlo sin conocer las particularidades de los cinco siglos de historia propia, y la formación de un mundo sui generis. Tampoco lo será entrar fecundamente al porvenir sino partiendo de esas herencias vivas y actuantes.

Seguirá habiendo visionarios porque hay perentoria necesidad de ellos pero serán la continuación de los que ahora empiezan a ser los visionarios y videntes de la realidad y para la realidad.

Godos, insurgentes y visionarios. Barcelona: Seix Barral, 1986, pp. 7-44.





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ArribaAbajoUn juego de espejos deformantes

Toda historia, en algún grado, es una simplificación engañosa. El mero hecho de reducir complejos sucesos pasados a una visión inteligible supone deformaciones y mutilaciones inevitables, además de la inescapable limitación de que todo historiador es un hombre de un tiempo, de una ideología, de una mentalidad y de una situación determinadas, desde las cuales tiene que mirar al pasado. En cierto modo no mira al pasado sino que tiende a reducir el pasado a su mentalidad, a su manera de comprender los hombres y los hechos y a su concepción finalista de la sociedad y del destino de las colectividades. En el mayor grado de objetividad imaginable, ningún historiador ha logrado nunca escapar de su piel, es decir, de su circunstancia intelectual, de su tribu conceptual, de su filosofía de los hombres y aún más de los fines conscientes o inconvenientes que asigna a la sociedad.

Si esto fuera rigurosamente inmodificable, tendríamos que desconfiar de toda historia, no sólo de la que se aleja de nuestras convicciones y perspectivas, sino aún más de aquella que parece estar de acuerdo con ellas y justificarlas.

La historia no pasa de ser, en este sentido, más que un cálculo de posibilidades, un contraste de deformaciones que se desmienten entre sí, un rico y fascinante juego de espejos deformantes. Habría que mirar el reflejo de todos esos espejos para, a través de la suma de todas sus deformidades diferentes, poder llegar a una mejor aproximación de esa fugitiva ilusión que es el conocimiento de la realidad. Por esto, más que del pasado, toda historia parte del presente, de la posición vigente de quien la escribe y de su visión del presente. En este sentido toda historia es autobiográfica y personal.

No es ésta una fatalidad inherente a la relación de los sucesos remotos sino, también y sobre todo, de los más próximos. La manera de pensar, la ideología, las proyecciones de la actualidad y del futuro influyen en los historiadores de un modo evidente. Desde Bossuet y su historia   —269→   universal a lo divino, inspirada en los profetas del Antiguo Testamento, hasta los discípulos de Marx, que es otro profeta.

Bastaría volver la mirada a un gran suceso reciente, sobre el que abundan testimonios, documentos y fuentes, como lo ha hecho François Furet con la Revolución Francesa, para percatarse de esta fatalidad inherente a toda historia. Hay muchas historias de ese inmenso suceso, diferentes, a menudo contradictorias, que más que los sucesos de hace dos siglos reflejan la mentalidad de sus autores y de su hora. Desde Michelet, pasando por Tocqueville, hasta los marxistas de nuestros días, el gran suceso parece cambiar de carácter y significación con cada autor: casi como si no hablaran del pasado sino para justificar y apoyar sus posiciones ante el presente. Todas, en mayor o menor grado, han sido historias de opinión.

Furet dice que «no hay interpretación histórica inocente», porque todas ellas son el reflejo de los conflictos de ideas vigentes. «Los historiadores de la Revolución Francesa proyectan hacia el pasado sus sentimientos y sus juicios», dice Furet, para señalar ese persistente fenómeno de «la contaminación del pasado por el presente».

En su sagaz examen señala el historiador francés las «contradicciones flagrantes entre la sociedad revolucionaria y el mito revolucionario». Todas terminan por ser «historias de la identidad», como la entienden sus autores.

La historia de la América Latina no es excepción de esta regla sino evidente confirmación de la misma. Muy pocas veces ha logrado acercarse a la objetividad y más que los hechos del pasado parece reflejar las preocupaciones y las opiniones del presente. Las continuas antiposiciones aparecen a todo lo largo de los siglos de formación y desarrollo del mundo hispanoamericano y llegan a hacer casi inconciliables las contrarias versiones. Más que una historia ha sido un debate inacabable entre historiadores, que nunca ha llegado a resolverse ni a concluir. Ha sido una historia fundamentalmente polémica, más que la historia de un pueblo ha sido la de una disputa y una confrontación que siguen vigentes.

Se abre con la gran polémica, que en mitad del siglo XVI sostienen Las Casas y Sepúlveda y que, en lo esencial, sigue abierta todavía. Las dos grandes figuras contrapuestas personifican los dos criterios extremos sobre la conquista. Las Casas que la condena apasionadamente parece reducirla casi a las horribles proporciones de un crimen colectivo, condenable desde todos los puntos de vista, y Sepúlveda, que no solamente la justifica en nombre de las enseñanzas del Evangelio y de los filósofos de la Antigüedad, sino que la convierte en un ejemplo resplandeciente de la guerra justa. Ambos son extremistas llenos de pasión. La pasión fría en Sepúlveda y la ardiente en Las Casas, que los conduce a los extremos irreductibles de considerar a todos los indios poco menos que como bestias irracionales, o a todos los españoles como criminales sin remisión.   —270→   Ese debate, bajo otros términos y en otras formas, sigue abierto en nuestros días y distorsiona fatalmente la posibilidad de una historia objetiva. Quiérase que no todo historiador termina por ser reo presunto o confeso de hispanismo o de indigenismo extremos.

Es un caso arquetípico de la traslación de los valores morales a la historia, parecería que es más importante demostrar quién tenía de su parte la razón y la justicia, entre indígenas y españoles, que la necesaria comprensión de lo que realmente sucedió y de cómo se constituyó el Nuevo Mundo. De allí arranca la no desaparecida tendencia a considerar el pasado a la luz de los valores morales y convicciones políticas del presente que llega hasta hoy, y de la que podrían citarse tantos ejemplos como hechos de importancia han ocurrido en esa historia.

El interés histórico genuino no está en saber quiénes obraban más de acuerdo con determinada razón o determinada justicia, sino en llegar a conocer y comprender cómo del choque cultural, en un extraño e inmenso escenario, entre españoles, indígenas y africanos, se formó el rico y fecundo mestizaje cultural de esa América.

La historiografía de la América Latina parece estar condicionada y determinada por dos grandes focos de distorsión, que son la Conquista y la Independencia. Ellos parecen definir toda su comprensión, provocar una división de las aguas de la que salen dos vertientes. De una parte los indigenistas extremos, que llegan poco menos que a condenar la formación de este Nuevo Mundo en nombre de una exaltación intransigente del pasado precolombino. En algunos casos parecieran considerar el gran hecho de esa creación cultural como una horrible desgracia o como un crimen sin término que les impide comprender y aún menos aceptar la nueva realidad.

De la otra, los españolizantes obtusos que siguen creyendo en la posibilidad de una presencia incontaminada y perpetua de la cultura española del siglo XVI, excluyente y dominante, sobre una masa sin voz ni presencia, condenada a imitar lo español y a olvidar un pasado enterrado, sin ninguna validez actual.

La Independencia refleja el mismo caso. Para muchos autores todavía se libra la batalla de Ayacucho, como si fueran cosa incongruente los españoles venidos a América y los nacidos en ella y como si no participaran plenamente de una misma raíz cultural y de un mismo drama histórico. Se habla de godos y patriotas como de dos especies extrañas la una a la otra y sin parentesco posible. Casi como si a principios del siglo XIX una potencia extranjera hubiera enviado sus ejércitos, al estilo napoleónico, a sojuzgar y someter a países extraños con los que nada tenía en común. Apenas hoy comenzamos a conocer la estrecha relación entre la guerra de independencia española y la hispanoamericana, la extensión a través del Atlántico del fenómeno de las juntas de Gobierno autónomas, el estrecho parentesco entre el movimiento liberal de España y la lucha de los republicanos hispanoamericanos para crear un orden distinto del absolutismo tradicional, fundado en la libertad y la   —271→   justicia. En su más profundo sentido comenzamos a comprender hoy que la independencia de Hispanoamérica es otro frente de la lucha entre liberales y serviles en un escenario distinto al de España.

Da la impresión, en algunos casos, de que se pretende creer que la comunidad hispanoamericana surge a partir de 1810, sin antecedentes ni pasado, casi como una creación ex nihilo, dejando en el olvido los tres siglos de creación de una nueva sociedad que, en la tierra de América y en condiciones de originalidad, refleja los grandes sucesos del mundo y participa en las luchas ideológicas. No sólo Miranda sino todos los jefes de la Independencia americana nacen bajo el régimen colonial, se forman en él y es dentro de él que conciben el designio de llevar a sus últimas consecuencias el proceso de creación de una sociedad peculiar que había comenzado a cobrar fisonomía desde el día siguiente de la llegada de Colón.

La pérdida del sentido de la continuidad no es el menor de los daños que hace esta visión distorsionada. Da la impresión de que quienes piensan así se salen, inconscientemente, de la historia para meterse sin saberlo en los terrenos del mito y para hacer imposible alcanzar la visión totalizadora de una historia real.

Podemos decir que no son dos los focos distorsionadores sino uno solo. La Independencia se inscribe dentro de la polémica de la Conquista. No pocas veces los Libertadores invocaron los argumentos de Las Casas, que les llegaban renovados en el lenguaje de los enciclopedistas franceses.

La Independencia resulta así un capítulo, no el último pero sí el más importante, de la inacabable polémica de Sepúlveda y Las Casas, que a su vez, no es sino la expresión de la larga búsqueda de la propia identidad, en medio de un difícil proceso de mestizaje cultural y de trasplante y choque de hombres y concepciones, que no ha terminado todavía. Podría trazarse la genealogía o las líneas de derivación de las dos posiciones de los dos antagonistas de la vieja polémica para identificar no pocos herederos y causahabientes de Las Casas y Sepúlveda.

La posición lascasiana la recoge con entusiasmo la Ilustración y le infunde nueva vida. De ella la toman los criollos y se van a nutrir los próceres de la Independencia. Los insurgentes recogen la herencia de Las Casas, desde el sentimiento de condenación moral de la Conquista hasta la mitificación del pasado indígena.

La posición de Sepúlveda resucita, en muchas formas, en los adversarios de la Ilustración. En una especie de gesto desesperado va a aferrarse a un pasado difunto para pretender conservarlo a toda costa en un tiempo distinto del mundo. No es una mera burla el haberlos llamado «godos».

Las dos posiciones las encarnan entre los criollos, no entre los jefes expedicionarios españoles, los patriotas y los realistas, con la misma pasión de los dos viejos contrincantes. La van a renovar los liberales y   —272→   conservadores del siglo XIX y va a llegar hasta nuestros días en todas las formas de la pugna entre izquierdas y derechas.

Era fatal que los historiadores tomaran posición en muchas formas en cada bando, cada uno traía o reflejaba su versión de secta. Bastaría hojear sucintamente el rico catálogo de la historiografía hispanoamericana para poder hacer con facilidad la clasificación de unos y otros. Ha habido historias españolizantes o indigenistas, godos o liberales, progresistas o retrógrados, de izquierda o de derecha, en todas las formas imaginables.

Las historias nacionales han sido distorsionadas por el nacionalismo patriotero, además de las influencias ideológicas, y a su vez han contribuido a desfigurar la posibilidad de una historia continental y aún más de la comunidad hispánica. La querella pueblerina entre bolivarianos y sanmartinianos no sólo carece de sentido, sino que dificulta la verdadera comprensión del gran proceso común de la Independencia. No pocas veces han sido historiadores foráneos los que más se han acercado a la objetividad y a una noción global de la evolución histórica de la América Latina. Entre ellos habría que destacar muchos trabajos de investigación realizados en universidades de los Estados Unidos y la obra de eminentes historiadores norteamericanos como Haring, Hanke o Griffith, entre otros.

No ha desaparecido la querella, las sombras de Sepúlveda y Las Casas y de sus descendientes espirituales sigue pesando. Ya es tiempo de escribir con el equilibrio y la objetividad posibles una historia que pronto va a cumplir cinco siglos, pero todavía queda demasiado de las distorsiones del pasado, mucho más de lo que debería quedar. Todo esto está asociado, como condición limitante, con la necesidad de definir una difícil identidad y de alcanzar una toma de conciencia que prepare para el futuro.

¿Dónde hallar la historia de la América Latina, en medio de tantas visiones parciales y parcializadas? Es un esfuerzo que está todavía, en gran parte, por hacerse. La historiografía americana es también un juego de espejos deformantes, de unos a otros la imagen reflejada cambia y parece mostrar a un ser distinto en cada ocasión.

Godos, insurgentes y visionarios. Ed. cit., pp. 97-105.



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