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Don Francisco Javier de Burgos. Biografía

     Solemos quejarnos con harta frecuencia de la escasez de hombres grandes y distinguidos talentos que han florecido en España en estos últimos tiempos, mayormente cuando comparamos nuestros días con otras épocas más gloriosas en nuestros fastos, o cuando volvemos los ojos a las naciones que nos rodean, y que se hallan hoy a mayor altura de influencia política y de supremacía literaria.

     También nosotros tuvimos nuestro siglo de oro. También hubo un tiempo en que dominadores del mundo, y preponderante potencia en la Europa, no lo éramos menos en las regiones del saber, y en los vastos dominios de la literatura y de las artes. Parece que el impulso que recibe una nación, cuando ejerce tan vasto poderío, como el que cupo en suerte a la España en algún período, no se comunica menos a la inteligencia, que al valor y al ardor marcial. Cuando nuestras armas llenaban la Europa, llenábanla asimismo nuestros libros. Teníamos grandes artistas, cuando teníamos grandes capitanes.

     Cuando había monarcas como Felipe II, y Generales como D. Juan de Austria, y batallas como Lepanto y Ceriñola, había sabios como Mariana, escritores como Cervantes, poetas como Garcilaso, dramáticos como Calderón y Lope, pintores como Jordán, y Velázquez, y Murillo. Y había hombres de estado para gobernar tanto imperio, y legisladores para dar leyes sabias a tan vastos continentes, y eclesiásticos sapientísimos, lumbreras de la Iglesia, y magistrados íntegros y doctos, antorchas de la justicia; y en todos los ramos, y en todas las carreras el catálogo de los grandes hombres de aquella España era el más numeroso, y el más ilustre hoy todavía, en cuanto las celebridades de los tiempos modernos no han podido aventajar a las eminencias de la edad a que aludimos.

    Reyes ahora destronados, y poder enflaquecido, el brillo de otros pueblos, que se elevaron sobre las ruinas de nuestro poder, eclipsa nuestro esplendor; y por muy apasionados que seamos de nuestras glorias, donde quiera que volvamos los ojos podemos ver quien las ofusque y supere. Mal podríamos sostener la competencia con nuestros vecinos en ningún género de talentos, mucho menos en los ramos del saber. Las naciones extranjeras más avanzadas en los progresos materiales de la civilización, descuellan más también en el estudio de las ciencias y en el cultivo de las artes. Es mayor sin duda el catálogo de sus literatos, de sus poetas, de sus políticos, de sus historiadores; mayor sin duda el catálogo de obras originales que sale de sus prensas. Hecho es este a cuya evidencia no podemos cerrar los ojos. Lo vemos, lo confesamos.

     Pero desde este hecho, a pensar y a creer que estamos infinitamente rebajados del nivel de la ilustración europea, hay una distancia inmensa, una diferencia esencial: y en ese juicio, y en esa creencia no seremos nosotros los que convengamos. No está, no, nuestra nación a la altura de las demás de Europa; pero la diferencia en progresos intelectuales puede no ser tan grande como a primera vista aparece, ofuscados los ojos que la miden, por engañosas apariencias.

     Y es, entre otras cosas, que el número de hombres verdaderamente sabios, y alta y merecidamente reputados, no es demasiado numeroso en nación alguna. Muchas medianías hay que usurpan, alzadas en hombros de una efímera boga, el lugar debido a los que verdaderamente se elevan sobre bases y cimientos propios y sólidamente afirmados. El desarrollo de la industria material ha comunicado a las letras un movimiento, más que intelectual, mercantil; y entre millares de libros, mero producto de especulación, que la prensa lanza todos los días, para hundirse a poco en el abismo del olvido, y en los que sólo se hallan repetidas en todos los tonos, y preparadas en toda clase de formas las ideas que circulan en la sociedad, o que son patrimonio común del vulgo pensador, son muy contadas las obras verdaderamente originales; las que añaden una idea nueva, o un descubrimiento luminoso al fondo común del saber de la época; las que presentan una solución satisfactoria a alguna de las graves en cuestiones que se agitan en las regiones de la literatura, de la ciencia o de la política. Son muy escasos los trabajos literarios de verdadero estudio y de conciencia: son raras, y aparecen en todas partes a largos intervalos, las producciones que puedan contar celebridad póstuma y fama duradera. La ciencia y literatura de vapor corren muy rápidas su camino.

     Y después de todo, las naciones que nos rodean, amaestradas de más tiempo y más escarmentadas por las revoluciones políticas y las vicisitudes de este borrascoso siglo, han aprendido a despreciar las diferencias de opinión que separan a los hombres y a los partidos, cuando se trata de la gloria nacional y del mérito de los grandes talentos que forman el caudal de esta gloria. Al pronunciarse un nombre ilustre, se olvidan allí las opiniones que ha sustentado, la causa a que ha servido, y la trompa de la fama pregona con igual sonoridad los talentos de un realista, o las virtudes de un republicano. Descúbrense todas las frentes al nombre de Chateaubriand, sin que se tengan en cuenta, ni por sus adversarios, sus opiniones. Guizot no deja de ser una alta razón filosófica, porque se le llama doctrinario. De Balanche y de Maistre van a sentarse a la Academia a par de De-Broglie y de Royer-Colard. De-Bonald y Lamenais son igualmente aclamados con respeto; y no menos glorioso, no menos popular resplandece el nombre de Lamartine, ensalzando la legitimidad caída y entonando en bellísimos, versos religiosas plegarias, que la musa libre y graciosa, cáustica, picante y revolucionaria un tanto, del inmortal Beranger. Son artistas, son poetas, son oradores, son filósofos franceses. La Francia nos los presenta siempre reunidos en un espléndido grupo de gloria; nos repite todos los días envanecida esos nombres, que su incesante repetición parece que multiplica. Grandes y muchos son sin duda; pero esa gran voz, esa unánime aclamación popular, nos los hace parecer más, y acaso mayores.

     No sucede así entre nosotros; no sucede así en esta sociedad, trabajada tanto y tan crudamente por las tempestades políticas que rugen y braman todavía. El rencor de las malas pasiones, el odio profundo de las discordias nos tienen divididos y fraccionados en partidos, círculos y pandillas, verdaderas regiones apartadas unas de otras, más que si las dividieran mares dilatados, o aledaños de enriscadas fronteras. Todos aquí nos separamos, porque todos nos aborrecemos y nos rechazamos. Desunidos vivimos, como domésticamente reñidos; y un pueblo que tan dividido se muestra, no aparece como nación, no tiene en ningún ramo nacionalidad. Aquí un partido es enemigo del otro: son como dos generaciones extrañas.

     Los unos no reconocen los talentos de sus adversarios; los otros niegan toda capacidad en sus antagonistas. La ancianidad no admite los progresos del siglo; la juventud superficial y presuntuosa no coloca en el catálogo de las celebridades a los talentos de la centuria anterior. Cada bando no consiente en los corifeos del otro ningún título, que pudiera suavizar el rigor del anatema a que perdurablemente le ha condenado. Piérdese así la unidad, piérdese el conjunto: las altas aristocracias de la república de las letras no forman cuerpo, y los hombres eminentes que todavía posee España en gran número, aquí enterrados, y más allá oscurecidos, y en una parte calumniados, en otra perseguidos, en muchas ignorados, y en todas mal comprendidos, y vistos a mala luz, brillan sólo a los ojos de algún hombre generoso o imparcial, que tiende sobre este suelo una mirada de examen desapasionado; pero no se reúnen, por el común y popular encarecimiento, en el foco de luz que podrían aún derramar sobre nuestro anubarrado horizonte éstas hoy esparcidas lumbreras. No basta contarlas. Para ver lo que somos y valemos era menester reunirlas. Nosotros creemos que vendrá un día, y un período de mayor calma, y otra generación más justa que así lo haga. Entre tanto nos proponemos ayudar a esta obra en nuestro débil e incompleto trabajo.

     Ilustre y alto ejemplo, que corrobora la verdad de las reflexiones que acabamos de hacer, es el personaje, cuyo nombre encabeza este escrito. Si viviera entre nuestros vecinos, su celebridad sería europea, sus numerosos escritos habríanse multiplicado en repetidas ediciones; las Academias le habrían abierto sus puertas; su retrato y su nombre serían patrimonio del público entusiasta y admirador. Y lo merecería sin duda, y entre nosotros lo merece también, y más todavía; como quiera que sean entre nosotros más raros tanto saber y tantos merecimientos, tanta ilustración, y tantos trabajos útiles, y tantos esfuerzos no perdidos por el bien de la patria.

     Débenle las letras españolas considerables adelantos en la perfección del gusto poético y del esmerado estilo que caracteriza sus producciones. Débenle las musas composiciones que rivalizan con las de nuestros más famosos ingenios en brillantez, vigor, entonación y colorido; que superan a las de muchos en profundidad de intención filosófica y en elevación de miras, y que no pasarán efímeras con el siglo en que nacieron. Débele la literatura clásica el más bello monumento, que se ha elevado en nuestros días a la gloria inmortal y admiración, eterna del más grande de los poetas de la edad latina, la magnífica, traducción de Horacio, que bastaría por sí sola a asegurarle un nombre para siempre glorioso en nuestros fastos poéticos.

     Débele la política los primeros gérmenes de las ideas verdaderamente liberales, de las ilustradas nociones y máximas de buen gobierno, que habían hecho desaparecer de entre nosotros las preocupaciones del absolutismo y las exageraciones reaccionariamente democráticas de la escuela de 1812; como le debe el periodismo acaso, el primer diario político de influencia y nombradía. Débele la administración su ser, su vida: él ha echado en nuestro suelo su semilla fecunda; él la ha beneficiado con luminosas teorías, con especulativos estudios, que no serán perdidos para la generación presente, ni para las de tiempos más felices y afortunados, y que liarán en su día que vuelvan a dar sus opimos frutos trabajos y aplicaciones prácticas, malogrados ahora y esterilizados, al parecer, por el desbordamiento de la avenida revolucionaria. Débenle el Gobierno y el país mejoras y adelantos materiales, de los que conservará por siempre una memoria tan larga, como corta fue su administración difícil y afanosa. Débele el teatro producciones dramáticas, a las cuales reserva acaso admiración y aplausos el público que no ha podido hasta ahora disfrutar su representación. Y deberále, en fin, la posteridad, sobre otros innumerables trabajos, la historia fiel y animada de los años más interesantes de nuestra época; la narración filosófica, y la severa aunque imparcial censura de los grandes acontecimientos que han pasado a nuestros ojos, y que mejor que nadie ha podido apreciar desde la altura de su vasto pensamiento, y desde la posición aislada en que respecto de los partidos ha debido encontrarse.

     Y sin embargo, el hombre a quien tanto se debe, yace oscurecido a la vista, y tal vez a la memoria de la nación, a cuya gloria tan poderosamente ha contribuido. Muchos habrá que no sepan hoy lo que se ha hecho de esa noble existencia, ni cuál ha sido la suerte de esa vida tan útil y laboriosamente empleada. Acaso ignoran que vive todavía, si bien esperando en el lecho del dolor el término de unos días consagrados al saber y a la felicidad de su país.

     Vive, sí: Granada le tiene. Sintiéndose desfallecer, ha vuelto desde las orillas del Sena, a respirar, en sus postreros años, el aire que rejuvenece, la atmósfera embalsamada y vivificante de los cármenes del Darro y del Genil. Allí está, siendo las delicias de los suyos y de sus amigos, en la dulce oscuridad, y en la medianía de oro de la vida privada. La amistad lo sabe; pero el público lo ignora. El público, acaso después de mucho tiempo, recuerda por vez primera, cuando nuestros labios le pronuncian, el nombre de D. Javier de Burgos. El espíritu de partido ha querido pasar sobre él una esponja de olvido: el rencor inextinguible de unos hombres, a quienes no ha quedado más que hiel en el corazón, ha querido privar a este nombre hasta de la nacionalidad, y trasladar a otro país la gloria que de poseerle nos resulta.

     ¿Y porqué? Porque, cuando han pronunciado la palabra afrancesado, han creído la envidia y la enemistad eclipsar y oscurecer una existencia tan brillante. Porque ha intentado, no sólo condenar a perpetuo ostracismo su persona, sino que quisieran también negar carta de naturaleza a su esclarecida fama. Nos cuesta trabajo admitir una razón que se funda en los más innobles motivos personales, en la más pueril y mezquina ojeriza. Queremos olvidarnos de ella. Sólo sabemos el pretexto, y es por cierto harto pequeño, ante nuestros desapasionados ojos.

     El Sr. Burgos en el año de 1810, cuando los franceses invadieron las Andalucías, y dividieron el territorio en provincias regidas por prefectos, y en distritos administrados por subprefectos, creyó poder servir útilmente a su patria admitiendo la subprefectura del distrito de Almería, que 21 años después, había siendo Ministro, de erigir definitivamente en provincia. No era Burgos, no lo ha sido, de los que deseasen la sumisión de su patria a una potencia extranjera, ni de los que pudieran mirar con gusto la pérdida de su nacionalidad. Pudo ser, sí, de los que creyeron que la invasión francesa era desde luego incontrarrestable por los esfuerzos de un pueblo aislado y mal dirigido; que había llegado la época de una crisis en su vida política, de un gobierno nuevo, tal vez de una dinastía. Acaso entonces no extendió sus miradas tan lejos, ni se curó de llevar tan adelante las esperanzas de un porvenir, que pendía de circunstancias, que no estaban al alcance de la previsión humana. Él sólo vio un numeroso ejército invasor ocupando su país natal, viviendo sobre sus recursos, amenazando devorar sus subsistencias.

     Creyó un deber de patriotismo interponerse entre las tropas enemigas y un pueblo invadido. Nada de común había entre propietarios populares y bien quistos, y enemigos que asolaban el territorio en que se esparcían. No había fuerzas que oponerles. La provincia de Granada no vio en los treinta y dos meses de su ocupación un sólo soldado de la patria. Lo único que podía neutralizar las brutales exigencias de tropas habituadas a la rapiña y al desorden, eran los miramientos, las deferencias, las contemporizaciones. Supuesta la necesidad de surtirlas, era mejor que se hiciese esto con orden y regularidad, sin vejaciones, sin tropelías, y con el menor sacrificio posible, que entregar los habitantes todos a discreción de una soldadesca, indisciplinada siempre y feroz, cuando carece de lo que ha menester. Era mejor que los preciosos intereses de la propiedad y del reposo de aquellos habitantes se confiaran a magistrados del país familiarizados con sus leyes, y unidos con los que reclamasen su apoyo por los lazos del paisanaje y las relaciones de familia, que dejar que sus desavenencias y querellas fuesen decididas por los enemigos mismos, que ocupaban su suelo en aquellas tan calamitosas circunstancias.

     Esto creyó Burgos, cuando se encargó del destino que hemos mencionado. Los bienes que en él había dispensado a los pueblos, en un sistema a favor del cual apenas se habían sentido en aquel distrito los horrores de la guerra, hicieron que se le llamara a Granada, y se le confiara la presidencia de la Junta General de subsistencias, donde dispensó todavía mayores servicios, en mayor escala, en circunstancias cada vez más difíciles, y rodeado de premiosas necesidades. Bien distante estaba de creer que se le pudiera un día hacer un cargo por lo que era un título de elogio, y de que las enconadas pasiones calificaran de crimen los grandes méritos contraídos para con el país en una época de trastorno y confusión. Y sin embargo, este fue el crimen de su vida: esta fue su traición, y el fundamento de las persecuciones y de los odios que llovieron sobre él. Este fue su título a la impopularidad, su delito de esa nación y de afrancesamiento. La posteridad será más justa y más desapasionada. El buen sentido de la época lo es ya también; y nosotros, que para aquellos sucesos somos ya posteridad, no podremos confundir jamás con traiciones y bajezas y bastardías, errores de opinión; ni mucho menos, nobles hechos, que en vez de proscripción, merecerían en cualquier país gratitud y recompensa.

     En la época a que aludimos, y en que se distinguía ya como entendido administrador y enérgico funcionario público D. Francisco Javier de Burgos, era joven todavía. Había nacido en 22 de octubre de 1778, de padres nobles y acomodados en la ciudad de Motril, provincia de Granada. Destinado a la Iglesia, entró a la edad de once años en el colegio de San Cecilio de aquella capital, establecimiento célebre ya entonces por la perfección con que se enseñaban en él las ciencias eclesiásticas. Burgos las cursó allí con notable aprovechamiento, y empezó desde aquella temprana edad a distinguirse en los estudios, en que después había de sobresalir con mayor lustre, mostrando desde luego una decidida afición por la elocuencia y la poesía. Adolescente aún, llamaban ya la atención sus primeras producciones; sus juguetes líricos, sus pequeños y tímidos ensayos dramáticos, dejaban ya entrever, sino el juicio y aplomo que debía ostentar su autor en edad madura, la imaginación brillante, que había de dar tanto color y vida a las producciones todas de su fecunda pluma. No se avenían demasiadamente estas disposiciones con el estado para que sus padres lo destinaban; y cumplidos apenas los diez y nueve años, y no sintiendose con vocación para la carrera eclesiástica, pasó a Madrid con ánimo de profundizar otras ciencias, y de conocer a los hombres que más se distinguían entonces en el cultivo de las letras.

     Era entre estos a la sazón el más célebre y más altamente reputado, el ilustre poeta D. Juan Meléndez Valdés, fiscal de la sala de Alcaldes de Casa y Corte. Hallábase en el apogeo de su merecida gloria literaria: desde el siglo de oro de nuestra literatura, las musas españolas no habían tenido más digno, más noble, más brillante intérprete. No aparecía entonces solamente como gran poeta: era además el restaurador de nuestra poesía. Era el padre, era el príncipe, de los poetas de su época. Los años transcurridos, los adelantos de nuestra edad, la fama y mérito de otros ingenios que le han sucedido, y aún los juicios de la crítica que le han censurado, no han podido todavía marchitar la corona que, fresca y lozana entonces, ceñía su frente. En la época a que nos referimos, un nuevo florón se añadía a sus laureles. El alumno de las musas recogía en el templo de Temis la palma de la elocuencia. El dulce cantor de Batilo adquiría una nueva celebridad en su vigorosa y elocuente acusación fiscal contra la Madame Laffarge de aquellos tiempos, la tristemente célebre Castillo; y el mayor prestigio, la mayor popularidad, la más alta gloria circundaba con rica brillante aureola al magistrado poeta.

     Hallábase éste un día sentado a la mesa, cuando llamó su atención el ruido de una contienda, al parecer empeñada, entre sus criados, y una persona, que pugnaba por entrar a toda costa por una puerta, que Meléndez podía descubrir desde su asiento. Resistían los criados al empeño importuno del que forcejeaba por entrar, cuando su amo les preguntó: -«¿Qué es eso?» Adelantóse entonces, y apareció en el comedor un joven de resueltas apariencias, pero de dulce y agradable fisonomía. -Nada ya, lo dijo. Por ahora he conseguido el objeto que me había propuesto, que era el de conocer a V. En otra ocasión, si V. lo permite, volveré a tener el honor de tratarlo, y de oír de su boca los medios de entrar en una carrera que V. ha corrido con tanta gloria. -Usted es poeta, le dijo Meléndez. -Quiero serlo, replicó el joven. -Entonces, siéntese V., añadió el bondadoso magistrado, y detuvo cerca de sí al joven entusiasta.

     Este joven era Burgos. Desde su llegada a Madrid había sido su más ardiente deseo conocer al eminente literato; pero no siendo fácil en aquel tiempo, que un mancebo desconocido, a quien apenas apuntaba el bozo, trabase relaciones estrechas con un personaje de alta jerarquía y de mayor fama; y fatigado y aburrido de los trámites que dilataban el logro de su vivo empeño, se había decidido, en el arrebato de su hostigada impaciencia, a dar el paso que acabamos de referir. No había sido vano en su corazón el presentimiento que le arrastraba con tanta fuerza: sus simpatías fueron desde luego correspondidas con la más benévola ternura por parte de Meléndez. Desde aquella entrevista quedó Burgos instalado en una confianza, que convertida en íntima y estrecha amistad, no se debilitó un sólo momento hasta la muerte del ilustre anciano, ocurrida veinte años más tarde en Mompeller, en la amargura del destierro. Fue desde su principios tan afectuosa y cordial aquella amistad, que Meléndez, contando con el poder y valimiento de su célebre amigo D. Gaspar Melchor de Jovellanos, Ministro a la sazón de gracia y justicia, brindó a Burgos con el favor de hacerle conmutar por cursos de jurisprudencia sus matrículas de teología, y le puso bajo la dirección de su amigo el abogado D. Miguel Pareja, en el fin de que versado en el estudio de la jurisprudencia, se habilitara para recibir la toga, a que en la esperanza de más seguro y afortunado porvenir le destinaba.

     Pero esta esperanza desvanecióse en breve. Jovellanos fue separado estrepitosamente del Ministerio, arrastrando a Meléndez en el disfavor y desgracia de su caída. Afectó a Burgos grandemente este contratiempo, más por motivos de cariño y por la triste impresión que hicieron en todos los corazones honrados aquellos desagradables acontecimientos, que por miras de mezquino y particular interés. Afligido profundamente, y resuelto a no solicitar empleos que no deseaba ni había menester, regresó a su país natal a cuidar y hacer prosperar su patrimonio.

     Allí, cumplidos apenas los veintiún años, fue regidor perpetuo del Ayuntamiento, y secretario de la Sociedad económica. Distinguióse notablemente en el desempeño de las muchas comisiones de interés local que se le confiaban; y ni estas tareas, ni sus asuntos domésticos le distraían del cultivo de las letras, y del trato ameno de las musas. Todavía en estas varias y agradables ocupaciones halló tiempo su incansable aplicación para un estudio más grave y más austero. Un hombre ilustre le había inspirado la afición al estudio de la economía y la administración, ciencias entonces entre nosotros no sólo poco cultivadas, sino casi de todo punto desconocidas. Burgos se dio a ellas con todo el ardor y entusiasmo que empleaba en cuanto emprendía. Los progresos que hizo en su oscuro retiro, debían revelarse después en más brillante y dilatada esfera.

     Tal era, tal había sido su vida, cuando en 1810 sobrevino la invasión francesa, y las circunstancias con cuya relación empezamos la biografía de nuestro protagonista. El odio encarnizado contra un partido, en que la envidia pudo, bajo un especioso pretexto, hollar a mansalva víctimas ilustres e inteligencias superiores, no ha podido confundirle jamás con aquellos pocos bastardos españoles, que unidos a los invasores, hicieron armas contra su patria.

     Pudo Burgos, engolfado entonces en estudios administrativos, mirar como más perfectas las formas y métodos introducidos en el Gobierno de la nación francesa por la administración vigorosa de su imperio. Pudo desear su importación entre nosotros, y que se aclimatasen en nuestro suelo, de tiempo inmemorial desgobernado, ventajosas prácticas y saludables instituciones. Pudo acaso aprovechar, con generosa y disculpable impaciencia, la ocasión que se le presentaba, de aplicar sus estudios, y de ensayar con utilidad y brillo sus talentos; y si es verdad que hubiera sin duda deseado más bien utilizarlos en más tranquilas circunstancias, y a la sombra protectora de un Gobierno de legitimidad y de porvenir, no hay razón tampoco para acusarle porque entonces, en bien de su país oprimido, había prescindido del poder que le tiranizaba.

     Los demócratas, que han acusado a Burgos con tanta acrimonia y tenacidad, son los que han sustentado con más ardor el principio de que los empleados no sirven al Gobierno, sino a la patria. Si este principio puede tener alguna vez sentido y aplicación, es sin duda en las circunstancias excepcionales a que nos referimos, y en los años en que Burgos desempeñó sus primeras funciones administrativas. Lo que sabemos es, sí, que de ningún período de su vida se muestra tan satisfecho como de aquel, y que de ningún otro conserva más recuerdos de complacencia y más títulos de gloria.

     Fuéronlo, sin embargo, de proscripción; y en 1812 empezó para Burgos la triste carrera de todos nuestros hombres distinguidos: la emigración. Sus servicios no le eximieron de una necesidad que, más que a su persona, fue fatal a las letras. Al dejar a Granada, confió a varios de sus amigos el depósito de sus producciones científicas y literarias, que hasta entonces, o no había pensado, o no había querido publicar. Dos horas después de su partida, un ex-fraile, a quien había colmado de beneficios, denunció la existencia de aquel depósito, y la de otras prendas y efectos que había dejado, y todo fue invadido, extraviado y vandálicamente repartido y ocupado por empleados infieles. Lo que perdonó la rapiña, lo sepultó la ignorancia. Con su copioso y rico equipaje, con más de dos mil volúmenes de su escogida biblioteca, desaparecieron sus manuscritos originales, y en ellos, además de muchas composiciones dramáticas, líricas y didácticas, un poema épico de la conquista de Granada, traducciones del poema de Lucrecio de rerum natura, y de las Geórgicas de Virgilio, y copia de memorias y disertaciones doctas y curiosas sobre varios puntos de literatura, economía y administración.

     Empero, la emigración misma y sus ocios y sus necesidades, debían producir la compensación de estas pérdidas, inspirando a Burgos el ardor, y dejándole el tiempo de concluir y llevar a cabo la ardua y gigantesca empresa de traducir en verso castellano todas las obras de Horacio. Bastaría esta sola obra para la honra y justo renombre de un esclarecido literato: bastaría sólo el arrojo de acometerla, y la perseverancia de acabarla, aún cuando esto solamente se considerara, y no se tuviera en cuenta el mérito de su desempeño. Quería publicarla en Madrid; quería publicarla en su patria el afrancesado, para quien la Francia era un triste destierro. Lo solicitó del rey, y a consecuencia de los brillantes informes, en que diferentes ayuntamientos y otras autoridades de Granada y Almería atestiguaron los beneficios que había dispensado al país durante la invasión francesa, obtuvo la autorización deseada, y fijó su residencia en Madrid, el año de 1817.

     Agradecido a la merced del soberano, le dedicó su traducción de Horacio. Dignóse aquel monarca, un tanto aficionado a las letras latinas, aceptar la dedicatoria; pero, a pesar de su protección, a pesar de que pasada a la censura de varios literatos, sus favorables y lisonjeros dictámenes corrían de mano en mano antes de que la obra viera la luz pública, el Ministro D. Juan Lozano de Torres la retuvo cerca de dos años en su gabinete, sin que se adivinase el motivo de tan extraño proceder, y sin que surtieran efecto alguno los continuos esfuerzos del autor para arrancársela. ¡Tan caprichosa e irracional era la administración de aquel tiempo, y con especialidad, la de aquel Ministro!

     Entretanto, y aguardando su rescate, entreteníase Burgos en publicar con el título de Continuación del almacén, de frutos literarios, una voluminosa colección de obras inéditas de españoles célebres, unas con notas y comentarios, otras con noticias biográficas de sus autores, y muchas con juicios críticos y calificaciones más o menos extensas, de su mérito respectivo. Una de estas producciones, antes desconocidas, ocasionó en altas regiones una inquietud, que contribuyó no poco a la celebridad del editor, y que revela de paso la asustadiza debilidad del poder de aquella época. Burgos había publicado entre otras, los Aforismos del famoso Antonio Pérez, obra de gran reputación entre los eruditos. La Inquisición se alarmó. Los comentarios que había añadido su editor, poco favorables en verdad al crédito de aquel antiguo secretario de Felipe II, no fueron precaución bastante contra la suspicacia del Santo Oficio. El editor fue severamente amonestado, el cuaderno escrupulosamente recogido; y este acontecimiento le retrajo de publicar las obras de Macanaz, que formaban parte de su copiosa colección de manuscritos, haciéndole pensar en otras que no le expusieran a tantos riesgos.

     En 1819 empezó a publicar un periódico con el título de Miscelánea de Comercio, Artes y Literatura. El Gobierno de aquella época no permitía, la discusión de otras materias. Tratólas todas el nuevo periodista con grande elevación de ideas, con vehemencia de expresión, con esmerada corrección de estilo. Diéronle en breve estas dotes merecido y eminente lugar entre los más distinguidos escritores. Sabíase que era el único redactor de su periódico; y aunque entonces las exigencias del público no fuesen tantas, ni tan difíciles de satisfacer como en años posteriores, no era menos digna de admiración y alabanza la grande prueba de laboriosidad que aquel ímprobo trabajo suponía, el vasto saber, la variedad de conocimientos, la transcendencia de miras y la solidez de doctrina, que sus ilustrados artículos revelaban y esparcían.

     Hallábase engolfado en estos trabajos, cuando estalló en las Cabezas de San Juan el movimiento militar, que había de restablecer la Constitución de Cádiz, proscripta en 1814. El Gobierno, aterrado y aturdido, dictó en vano, para reprimirle, medidas parciales, equívocas, insuficientes. El incendio tomó vuelo; los mismos mal dirigidos esfuerzos para apagarle, le atizaban. Las chispas de Andalucía saltaron a Barcelona, a la Coruña, a Zaragoza. Pronuncióse en Ocaña el regimiento Imperial Alejandro. La hora de una reacción política había llegado para el Gobierno reaccionario de Fernando VII. El monarca que no había sabido moderarse, hubo de someterse; y en la noche del 7 de marzo de 1820, firmó un decreto reconociendo la Constitución, que seis años antes había declarado anárquica y subversiva.

     Burgos anunció y comentó al punto en su periódico aquella importantísima noticia, con todas las muestras de un júbilo que no dejó de aparecer ardiente, por más que su expresión fuese templada y comedida. Con este acontecirniento ensanchábase el círculo del periódico; las cuestiones políticas caían ya bajo la libre jurisdicción de su juicio. Su importancia crecía entonces extraordinariamente. No había ninguno en aquellos primeros momentos, ni era fácil que otro hubiera tratado la política con tanta maestría y elevación. Sus discursos constitucionales tuvieron inmensa voga, y el periodista no menos nombradía. Numerosos grupos de personas de todas opiniones se agrupaban en su casa para conocerle; muchos días se despachaban más de diez mil ejemplares del número de su periódico.

     Nosotros, que no hemos presenciado aquellos momentos de entusiasmo político y de anhelosa curiosidad, pero que después hemos visto en revoluciones no menos importantes, y en más graves trastornos y extraordinarios sucesos, tanta indiferencia de parte del público, podemos deducir de esta comparación cómo se han gastado en el corazón del pueblo y de los partidos las pasiones políticas, y cómo el desengaño de mil desvanecidas esperanzas ha hecho dar poca importancia a sucesos y variaciones, en que ningún bien libra la sociedad, aunque se ventilen en ellos los intereses de sus promovedores. Entonces no se juzgaba así todavía. Entonces había aún entusiasmo, y cuando aquella nueva era política aparecía, presentábase en general a los ojos del país como una era de prosperidad y de ventura. El mismo personaje cuya historia escribimos, respiró acaso, entre los inciensos de su popularidad, el aire vivificador de esta esperanza consoladora.

     Empero, harto en breve, comenzó esta popularidad a sufrir rudos embates. A los pocos días, los absolutistas, vueltos de su estupor, acusaban al escritor de la Miscelánea de que atacaba la prerrogativa real, enumerando las restricciones que el nuevo Código político imponía a la autoridad del monarca. Los liberales empezaron así mismo a atacarle, porque en el calor de las pasiones y en el engreimiento de la victoria, se había atrevido a inculcar ideas de moderación y templanza, y a condenar la intolerancia con que se señalaban diariamente a la animadversión pública hombres respetables, que no profesaban las doctrinas proclamadas en 7 de marzo. Iban apareciendo nuevos diarios, cuyos redactores, más apasionados e inexpertos, impregnados de doctrinas exageradas, y reaccionarias, trataron de generalizarlas, combatiendo las doctrinas conciliadoras de la Miscelánea.

     Empeñóse la lucha entre éste y los otros periódicos, mesurada primero, viva en breve y violenta, sobre todo cuando Burgos emitió con sencillez, y sostuvo después con vigor, la idea de que para las Cortes que iban a convocarse, convendría que los diputados llevasen el carácter de constituyentes, considerándose que en marzo de aquel año se cumplían los ocho que la Constitución fijaba para poder ser revisada. No disimulaba el autor de esta opinión el poco cariño que profesaba al Código gaditano, y creía hallar en la realización de su pensamiento un medio de acomodarle más al espíritu de la monarquía, y de ponerle más en consonancia con las costumbres, las opiniones y los hábitos de la nación. Era tal sin duda su deseo, como el de otros muchos sensatos y juiciosos pensadores, demasiado poco numerosos, es verdad, para que su razón prevaleciera contra el torrente de las presuntuosas medianías políticas, que sostenían como artículos de fe todos los dislates o imperfecciones de la Constitución de Cádiz.

     Burgos los reveló con menos precaución de lo que convenía al amor propio de sus padres, y al ciego entusiasmo de sus restauradores. Al reunirse las Cortes en julio, todos los periódicos le hacían la guerra: su pensamiento estaba despopularizado, tanto como había sido bien defendido. No era tiempo todavía; no estaban maduras las verdaderas teorías constitucionales; no se comprendía el sistema representativo. Hoy es, y aquellos hombres no le han comprendido; no han hecho más que variar de absolutismos. Si se hubiera adoptado entonces el pensamiento de Burgos, si las Cortes de 1820 hubieran hecho una Constitución nueva, o no hubiera sido peor que la de 1812, o se habría abolido en 1822. No son las Constituciones los artículos impresos en el papel; son los hombres que la revolución pone en evidencia y eleva al mando de los negocios. Y esos hombres lo mismo son ahora que entonces; por fatalidad, incapaces de reforma y variación. El mismo es ahora que entonces su Gobierno.

     En este combate y en estos trabajos Burgos había agotado sus fuerzas. Los que conocen el mecanismo de la redacción de un periódico diario, se asombrarán sin duda al saber que era solo absolutamente para escribir, dirigir y componer el suyo, sin colaborador de ninguna especie. No es de admirar que sus fuerzas se rindiesen. Postróle doliente a las puertas del sepulcro una gravísima enfermedad, y tuvo que poner término a sus tareas. Por poco tiempo se suspendieron. Restablecido apenas de su dolencia, se hizo cargo de la dirección de El Imparcial, que redactaban con grande autoridad Lista, Miñano, Hermosilla y Almenara. Pero ocurrieron los sucesos del 7 de julio; encrudecieronse las pasiones políticas; subieron al poder hombres de opiniones extremas: los que las profesaban templadas no podían esperar más que rigores, y se decidieron a buscar seguridad contra la intolerancia tras de las barreras del silencio. El Imparcial cesó, y con él dieron fin los trabajos periodísticos de nuestro autor.

     No empero los de otro género. Al fin había llegado el tiempo de que pudiera ver la luz su traducción de Horacio. En 1820 había publicado los dos volúmenes primeros; en 1822 se ocupó de la impresión de los tomos III y IV, que comprendían las sátiras y las epístolas. No es, ésta sucinta biografía el lugar de consagrar a tan célebre, obra el extenso y detenido examen crítico que su importancia requería. Ni los límites en que debemos encerrarnos nos lo permiten, ni nos creemos con la superioridad de luces necesaria para analizar filosófica y literariamente un tan extenso trabajo, nosotros que sólo nos hemos propuesto contar hechos. Hecho, sí es, y como tal debemos consignarlo, que cuando su publicación, todos los partidos dieron treguas a sus odios políticos, para hacer justicia al mérito del humanista poeta. Los diarios de todos los colores, los que profesaban opiniones más opuestas a las del redactor de la Miscelánea y de El Imparcial, entonaron de consumo un concierto unánime de alabanzas al traductor ilustre. Y merecidas eran, y justo el entusiasmo que debía producir en todos los amantes de nuestras glorias literarias, una publicación que tanto realzaba las de nuestra patria y de nuestra edad.

     Verdad, es que el transcurso de los años ha dado lugar después a examinar más lenta y detenidamente trabajo tan vasto, y a hallar en él imperfecciones y lunares que debían géneros, todas las escalas y modulaciones de la armonía poética.

     Para seguirle igualmente en su carrera, para interpretarle con igual felicidad en todos los géneros, era preciso que el genio del traductor fuese tan vasto como el del original, y que empleando la vida entera en este trabajo, no hiciera la versión de ninguna producción del poeta latino, sino cuando se encontrara en circunstancias y situaciones análogas a las que hubiesen podido inspirar la pieza traducida. Y esto, a la verdad, sería demasiado exigir de un hombre solo, de un hombre de nuestros días, de un literato de nuestra civilización y de nuestras costumbres.

     Por otra parte, hay composiciones, que a través de tantos siglos, y transportadas a otra sociedad, pierden la gracia y el encanto que les dan las circunstancias de la época, y el colorido de localidad, que entra por mucho en su mérito. Producciones de tal género no pueden aparecer vertidas con tanto vigor ni con tanto brillo, porque ni en el original nos cautivan del mismo modo. Lo sublime de la oda es de todos los tiempos, si no es de todas las lenguas. Lo gracioso o punzante de la sátira, lo festivo del epigrama, lo delicado de la epístola, no tanto. Así que, nada extraño es que aparezcan en la traducción diferencias y desigualdades, que tienen su principio, no sólo en la mayor o menor dificultad que el original presenta; no sólo en la más o menos ardiente inspiración del traductor, que no ha podido estar siempre a una misma altura en una obra de tan largo tiempo y trabajo, sino también en la misma dificultad del poeta latino, y en el vario gusto con que recibimos en el día producciones, que si todas satisfacen y encantan al erudito; que si todas admiran al filósofo, no igualmente pueden excitar el entusiasmo, ni revelar el estro de la alta poesía.

     Y si a esto se agregan las dificultades de la lengua, y la imposibilidad de ajustar a la rima y armonía métrica de nuestra versificación el ritmo y combinaciones de un idioma de tan distinta índole, cuya prosodia y pronunciación casi se han perdido, bien podremos mirar con indulgencia algunos lunares, algún descuido, algún tropiezo o caída de nuestro autor en el dilatado curso de tan vasta empresa, en gracia de tantas bellezas y primores, y de tanta imaginación, y gala de lenguaje, y brillantez de estilo; de tanta poesía, en fin, como campeón, descuellan y resplandecen en este monumento de nuestra literatura aere perennius, como dijo de sus obras el mismo poeta latino.

     Muchos ejemplos pudiéramos citar, que amenizando nuestro escrito, vinieran en corroboración de nuestro encarecimiento. Empero entre las riquezas poéticas, que a manos llenas se nos ofrecen al abrir el libro de que ahora nos ocupamos, no dejaremos de señalar la oda 34 del primer libro Parcus Deorum cultor, y aquella magnífica estrofa en que dice:

                                                                                                                               
   Pues que rasgando a veces el Tonante,
Con vivo fuego el seno de las nubes,
Su carro resonante
Por el cielo tal vez lanza sereno,
Y los bridones del rugiente trueno(12).

     No merece menos singular mención la oda 3ª del libro tercero Justum et tenacem, y la feliz inspiración que le hizo traducir el difícil civium ardor prava juben tium por De ciega plebe el vocear insano. Es magnífica la traducción de la oda 5ª del mismo libro, Caelo tonantem:

                                                                                                                               
   Proclama a Jove el trueno retumbando
Potente numen del lumbroso cielo:
Al britano feroz, al persa infando
César leyes dictando,
César el Dios será del ancho suelo.
   ¡Pudo de Craso el criminal soldado
En torpe nudo, unirse a una extranjera?... etc.

     Competir pueden tanto como lo permite nuestra lengua, con la arrebatada inspiración de su oda a Druso. -Qualem ministrum fulminis alitem, (4ª del Libro IV) aquellos versos

                                                                                                                               
   Cual águila rapante
Armíjera de Jove denodada,
A quien el Dios Tonante
El reino dio de la familia alada...

     Es muy bella y hace un feliz y gracioso efecto de armonía la oda 11 del libro tercero Mercuri:

                                                                                                                               
   Dulce Mercurio, pues por ti enseñado
Anfión las piedras con su voz movía,
Y tú algún día, desdeñada siempre,
               Siempre callada;
Ora preciada en templos y festines,
De siete cuerdas, resonante lira,
Versos me inspira, a que la dura Lide
               Preste el oído.

     Pero sobre todo, la que nos parece de un mérito incomparable, la que tenemos por modelo de traducciones, y la que halaga tanto nuestro oído y nuestra imaginación como la misma original composición, es la célebre oda 2ª del libro cuarto Pindarum quisquis. Es tan bella, tan magnífica, que no podemos resistir a la tentación de insertarla íntegra(13)

. Su lectura será más grata que todas nuestras críticas. Cuando se ha leído, se comprende el entusiasmo y admiración con que debió ser recibida la obra que mencionamos, y cómo ha obtenido una celebridad europea. En 1834 se hizo en León de Francia una magnífica edición poliglota de las obras de Horacio. En este insigne monumento, levantado a la gloria del favorito de Mecenas, y a la de los hombres ilustres, que han hecho saborear a los pueblos de la moderna Europa las producciones de uno de los más fecundos ingenios de la antigua Roma, al lado de la traducción francesa de Montfalcón, de la italiana de Gargallo, de la inglesa de Francis y de la alemana de Wieland y Voss, figura la española de D. Francisco Javier de Burgos.

     Nunca bastó a Burgos una sola especie de ocupación. Por el mismo tiempo que acababa de imprimir las obra de Horacio, empezó a dar a luz una Biografía universal de que en pocos meses salieron tres tomos en cuarto, y habrían salido muchos más en los siguientes, si el encarnizamiento de la guerra civil y la interceptación de las comunicaciones, que fue su consecuencia inmediata, no hubieran entorpecido la circulación de una obra, que hubiera sido de gran recurso a las personas que no tienen bastante tiempo que dedicar al estudio, ni medios de adquirir en tratados elementales conocimientos profundos o completos.

     Quisiéramos no salir de este terreno al escribir esta biografía. Quisiéramos no tener que examinar otros trabajos y tareas que producciones literarias, y a menos estudios de imaginación o de filosofía. Son los más bellos, son los más venturosos días de los hombres ilustres y distinguidos, aquellos que han pasado en el delicioso comercio con las ciencias, en el trato encantador de las musas; y a nosotros ahora tan fatigados de las vicisitudes y tormentas políticas, nos parece que hallamos cierto placer de reposo, cuando apartando de ellas los ojos, y de su sangrienta liza, podemos examinar la vida del literato y del filósofo en la soledad de su gabinete.

     Desgraciadamente en épocas de revoluciones, el talento, lejos de ser garantía contra su empuje, es lo primero que en su torrente se ve arrastrado. Las inteligencias superiores se aíslan en vano de los negocios públicos. Los grandes sucesos vienen a llamar estrepitosamente a las puertas de su soledad; y sí una mudanza pasa que las oscurece y arrincona, otra viene que a su pesar las arrebata y compromete.

     Burgos, en 1822 había quedado fuera de la arena política. Reducido al silencio por la moderación de sus opiniones, y por la desconformidad de sus doctrinas con las que en aquel turbulento período dominaban, la restauración monárquica de 1823 no tenía porqué ensañarse contra él. Hallóle oscuro y retirado aquel gran cambio político, y en su oscuridad y retiro le dejó; porque si Burgos no era de los hombres que habían sucumbido en Cádiz, mucho menos podía pertenecer a los anuladores reaccionarios, que en aquella extraordinaria peripecia habían subido al poder. La dominación de D. Víctor Sáez, y de sus fanáticos colegas, la intolerancia, las persecuciones del Gobierno, el mando soez de la canalla a que con el nombre de realistas se confiaban las armas, los desaciertos políticos y administrativos, que señalaron los primeros meses después de la vuelta del Rey a Madrid, y el ver malograda de nuevo una de las ocasiones que se ofrecían a un monarca poderoso, de consolidar el Gobierno, y cimentar robusta y perdurablemente la desquiciada administración pública, no podían menos de hacer desagradable, profunda impresión en el ánimo de Burgos, y de tenerle alejado de aquellos sucesos, de aquella situación lastimosa.

     Pero en la primavera de 1824, una imprevista ocasión vino a sacarle de su retiro y a lanzarle en otra carrera. Hallábase a la sazón la Hacienda de España en el mayor desorden, en la mayor penuria en que se había hallado hasta entonces nación alguna. No había fondos en el Tesoro; no había surtidos en los almacenes. No había sistema de rentas, ni manos capaces de llevar adelante ninguno que se adoptase. No había ejército, ni en dependencia alguna del servicio, orden ni concierto. Todos los recursos del Gobierno del Rey, en los angustiosos apuros de aquella situación, estaban reducidos a un empréstito, que en el mes de setiembre anterior había contratado con el banquero Guebhard la Regencia presidida por el Duque del Infantado, y que después el Rey había reconocido y ratificado. Pero de este empréstito apenas había entrado un real en las arcas del Tesoro. Aquella operación había luchado desde sus principios con toda clase de obstáculos y de contratiempos, entre los cuales no había sido el menor el carácter de la Regencia, que le había hecho, mientras que el monarca se hallaba en Cádiz a la cabeza de otro Gobierno.

     Las circunstancias de la reacción, la marcha impolítica y desastrosa del Gobierno le había quitado en los países extranjeros aquella popularidad, sin la cual fracasan siempre y se estrellan las operaciones de Hacienda mejor combinadas. La anulación de los empréstitos contraídos por el Gobierno constitucional, daba el último golpe al crédito. Era un absurdo contraste pretender la emisión de sumas enormes de papel en las Bolsas de París y de Londres, al mismo tiempo que se declaraban ilegítimas y nulas otras muchas más considerables, emitidas pocos meses había durante el régimen de las Cortes; y fácil era suponer que los perjudicados en aquella expoliación inicua, se opondrían a la emisión de obligaciones nuevas. Los tenedores de papel de las Cortes, enemigos naturales del crédito del nuevo Gobierno, combinaban grandes operaciones que frustaban sus intentos y esfuerzos, y los de sus prestamistas.

     Llegaron a tal punto estas dificultades, que en la Bolsa de Londres se rehusó admitir un solo bono del nuevo empréstito, y en París fue quemado en efigie el banquero Guebhard. Veíase éste, por efecto de tales circunstancias, en la imposibilidad de cumplir su contrato, en virtud del cual desde setiembre de 1823 debía haber aprontado un millón de duros al mes. Lejos de haberlo verificado así, en mayo del año siguiente sólo había recibido el Gobierno español catorce millones de reales. La situación era muy crítica y ahogada, cuando a D. Juan Bautista Erro había sucedido en el Ministerio de Hacienda el celoso y entendido D. Luis López Ballesteros. Fijó este todo su afán, y puso todo su conato en acelerar el cobro de las sumas del empréstito, dando las más terminantes órdenes para estrechar al prestamista; pero éste no cumplía, como no cumple ninguno cuando no puede vender inscripciones; y crecían por momentos las dificultades y los ahogos. En este tiempo fue cuando el Gobierno se acordó de los talentos y habilidad del Sr. Burgos, y el 23 de marzo se presentó en su casa D. Juan Pablo Vincenti, Director de la Caja de Amortización, proponiéndole pasar a París a remover los obstáculos que entorpecían la realización de un empréstito, único recurso y esperanza del Gobierno en situación tan angustiosa.

     No era ciertamente Burgos el que debía considerar la comisión que se le proponía, a la luz del espíritu de partido; ni seremos nosotros los que califiquemos su conducta a tenor de las vulgaridades propaladas después sobre la legitimidad de este empréstito. A Burgos no le ligaba compromiso alguno con el poder caído. No podía ser muy respetable a sus ojos la declaración de las Cortes de Cádiz de que no reconocerían otros empréstitos que los contraídos por ellas, cuando el monarca a quien después ellas mismas devolvieron la plenitud de su soberanía, había contratado uno nuevo, ratificando el de Guebhard. El Gobierno de Fernando VII en 1824, reconocido por la Europa entera y obedecido en toda la Península, bien podía parecerle el Gobierno legítimo de su país, y servirle entonces, servir a su Patria. Ni aún el escrúpulo podía quedarle de que el empréstito Guebhard era para destruir, como algunos dijeron, el sistema constitucional. Mal podía haber contribuido a tal empresa una operación, de la que en diciembre de 1823 no se había recibido un real, y en abril de 24 sólo se habían entregado catorce millones. Las sumas que desde entonces se recibiesen, sólo podían servir al Gobierno para sus legítimas urgencias, para sus premiosas necesidades, para cubrir sagradas y siempre reconocidas obligaciones; para ayudarle a poner orden y concierto en la administración; para levantar su crédito; quizá, en las ideas de Ballesteros, y en las esperanzas de Burgos, para hacerle más independiente del partido reaccionario, y ponerle en el caso de poder introducir mejoras y economías y saludables reformas en una sociedad tan desquiciada y conmovida. Burgos pudo contemplar así su comisión, y diga lo que quiera el espíritu de partido, así considerada era noble y decorosa, y meritorios a todas luces los servicios que en ella prestara.

     Burgos la aceptó después de algunas conferencias; el 1º de abril recibió sus instrucciones; en 3 de mayo se dio a reconocer en París: las dificultades que habían parecido insuperables, se allanaron: en noviembre del mismo año habían entrado en las arcas del Tesoro español 170 millones. El servicio era inmenso. El Gobierno se apresuró a reconocerlo, colmando de elogios y distinciones al que le prestaba. Años después, los hombres perseguidos por aquel Gobierno, o lanzados de su patria por el furor de la reacción absolutista, regresando al suelo natal, habían de calificar de actos reprensibles, o dignos de castigo, los servicios prestados por personas constituidas en más favorable situación. La relación de los hechos y de las circunstancias que acabamos de exponer, basta para dar a unos y a otros su merecido. Pudieran aquellas quejas ser, en la desgracia, disculpables; pero lejos los odios, y vistos, con la distancia, a mejor luz los sucesos, mal pueden en nuestro concepto obtener el lugar de fundadas acusaciones.

     Burgos no se limitó a facilitar al Gobierno de su país los recursos que necesitaba para la regularización de los diferentes ramos del servicio público, tan completamente desorganizados. Desde su residencia en París, elevó su vista a consideraciones muy altas, y pudo ver desde allí la causa de muchos males, que afligían a su patria, que desconceptuaban a su Gobierno, que cegaban las fuentes de su prosperidad, y neutralizaban los recursos de su administración. El aspecto de una nación como la Francia, que después de tantas vicisitudes y tan inmensos desastres, había vuelto a recibir en su seno a todos sus hijos, y reponía sus pérdidas, y levantaba su crédito a favor de una administración vigorosa, y de un poder ilustrado y entendido, le hicieron sin duda envidiar para su país, tan posible, tan fácil ventura.

     La permanencia de los emigrados fuera del reino, llamó profundamente su atención. Conocía los males de la emigración, las hostilidades en que sin descanso tienen que ensañarse los desterrados políticos contra el Gobierno que los deja en el suelo extranjero, y las incesantes tiranías en que sueñan de continuo para regresar a la tierra natal. Había sido él también un día emigrado; había pesado también sobre su corazón la memoria de la patria: había llorado también sobre los ríos de Babilonia, y conocía cuán amargas eran aquellas lágrimas. Se lisonjeó de poder contribuir a enjugarlas. Creyó que sus servicios le colocaban en posición de poder dar generosos y saludables consejos, sin temor de que pudieran parecer sospechosos, y osó proponer al Rey la publicación de una amnistía completa, acompañando la exposición de este patriótico deseo, con la demostración de la conveniencia de otras medidas, que nadie hasta entonces se había atrevido a invocar.

     Tal es la representación dirigida al rey Fernando VII desde París, a 24 de enero de 1826. Nada hay más notable en aquella época que este singular documento: ninguno honra más los talentos y el corazón de Burgos. En aquel escrito, en que a su habitual brillantez y belleza de estilo, se une el examen más profundamente filosófico de la situación de España, de sus recursos, y medios de Gobierno, nada menos aconsejaba al Rey, que «dar una amnistía plena y entera, sin excepción alguna -o con pocas, y esas, personales- por todos los actos y opiniones políticas desde 1808, con fenecimiento de todo proceso pendiente por esta causa, y remisión de toda pena impuesta; plantear un sistema de Hacienda, que bastando a las necesidades, restableciese el nivel entre los gastos y los recursos; contratar en tanto un nuevo empréstito de 300 millones sobre hipoteca de bienes eclesiásticos, y organizar por último la administración civil, creando el Ministerio de lo Interior, separando la autoridad administrativa de la militar y judicial, despojando al Consejo de Castilla de sus monstruosas facultades gubernativas, y estableciendo en las provincias, agentes especiales de administración, independientes del poder militar y de los tribunales de justicia.»

     Jamás se llevó más lejos la verdad y la franqueza. En el escrito a que nos referimos, está consignado un programa de Gobierno, un sistema de administración, que algo más vale que muchas constituciones políticas. No creemos que entonces hubiera una sola persona ilustrada, a cualquiera partido político que perteneciera, que no hubiese bendecido y aclamado el poder que lo hubiera acogido y planteado. No nos parece que había un emigrado que entonces no hubiera vuelto, y reconocido la legitimidad del Gobierno que le hubiera adoptado. Hoy es, y todavía al leerle, nos daríamos por muy satisfechos de ver reemplazada la anarquía administrativa y económica en que nos vemos sumergidos, por el régimen que allí se propone. Aquellos votos eran más que una reforma; y no eran una revolución. Aquel plan era un progreso, un inmenso progreso.

     No fue acogido. Una presunción noble engañaba al corazón generoso que se atrevía a exponerle. Conocía mal la ciega obstinación del Gobierno a quien servía, y al cual un destino, tan fatal para nuestra ventura, mantenía en su desastrosa marcha. Estaba escrito que hubiesen de durar por largos años males que pudieron remediarse entonces, ¡llagas que el poder de aquella época pudo cicatrizar para siempre! -No lo quiso. Otro tanto más de honra para los esfuerzos del que lo intentó sin fruto, pero no sin exposición, ni sin gloria. Homenaje de gratitud y de respeto le debemos por ello. Acordémonos que mientras él alzaba con tanto calor su voz vigorosa, muchos de los que después habían de acriminar con tanta virulencia sus actos, solicitaban parciales indultos por medio de humildes retractaciones, o se disponían a merecerlos prestando al Gobierno inmorales e indecorosos, servicios contra la causa de la emigración misma, que después habían de ostentar como título de gloria.

     Burgos regresó a España en 1827, aceptada que fue la dimisión que había hecho muchas veces de sus funciones en París. Su satisfactorio desempeño le valió el nombramiento de individuo de las Juntas de fomento y aranceles, de Intendente de primera clase, y después los honores del Consejo Supremo de Hacienda, y la cruz pensionada de Carlos III. Los archivos de la Junta de Fomento están llenos de trabajos preciosos de aquel su infatigable vocal, trabajos a los que se debieron tal vez muchas de las mejoras importantes que adoptó el Gobierno de aquella época.

     Su regreso a Madrid le restituyó al cultivo de las letras. La Academia española le había abierto sus puertas, y su brillante discurso de recepción en el seno de aquel ilustre Cuerpo, es notable, como todas las producciones de Burgos, por la novedad de las ideas y la vehemencia de la expresión. Al mismo tiempo hizo representar e imprimir una comedia que con el título de Las tres iguales había compuesto en 1817, con la intención de ensanchar la vía, por donde siguiendo los pasos de Moratín, caminaban entonces los pocos dramáticos españoles.

     Pero la comedia de que hablamos, prueba cuánto trabajo cuesta a los hombres más resueltos y decididos romper el yugo de las preocupaciones. El autor de Las tres iguales había hecho antes ya muchas piezas y ensayos dramáticos, que pertenecían enteramente al género clásico, y se sujetaban estrictamente a las reglas. Pero rindiendo a estas el homenaje que a principios del siglo todos los autores le tributaban, conocía ya, que para inspirar interés, y fijar la atención de los espectadores, era preciso tentar nuevos caminos y acometer innovaciones. Sin embargo, en esta su más atrevida producción apenas osó hacer muy poco esenciales alteraciones. Su acción es en verdad más animada, más sujeta a frecuentes peripecias que las de otras comedias que entonces se ponían en escena; pero el autor, que mostraba tanta confianza en su sistema, se detuvo al pie de la valla misma que se había propuesto saltar. En una sola escena de la pieza introdujo rimas, en otra sustituyó al romance el verso de seis sílabas. Su ensayo pareció excesivamente circunspecto, y formaba tanto más contraste su timidez, cuanto más audacia prometía la advertencia preliminar de la obra, cuanto más conocida era la facilidad con que versificaba su autor, y más brillante el colorido quedaba habitualmente a todas sus composiciones.

     Burgos no pudo dejar de echar de ver el poco efecto de su comedia. Sin embargo, el mismo buen resultado, de las innovaciones de su ensayo primero, le animaron a lanzarse más resueltamente hasta donde, sin renegar de sus convicciones clásicas, podía extenderse. Entonces... hizo El baile de máscara, comedia, que sólo se representó en Granada en 1832 a solicitud de las Juntas de Damas encargadas de buscar recursos para la Casa de niños expósitos. Nosotros, que hemos visto impresa esta producción, no solamente creemos merecidos los unánimes aplausos que obtuvo en su representación primera, sino que hubieran sido mayores, y esta obra se hubiera presentado con toda su importancia, a haberse puesto en escena en los teatros de la capital. Quiso, es verdad, a poco, y siendo el Sr. Burgos Ministro, obsequiarle el Ayuntamiento de Madrid; haciéndola representar con grande aparato; su éxito hubiera sido sin duda brillante y completo; pero el Ministro rehusó lo que verosímilmente, hubiera deseado el autor, y quedó casi desconocida; así como sin concluir, por entonces, El optimista y el pesimista; y otras que meditaba, o que tenía a punto de concluir su fecundo talento y su incansable laboriosidad.

     En estas tareas pasaba su vida, y en promover, animar y dirigir empresas agrícolas, cuando para el literato, el publicista, y el erudito de quien nos ocupamos, iba a abrirse una nueva carrera, en que parecía llamado a los más altos destinos. Desde su vuelta de París, se había hecho notable especialmente en los trabajos que se habían cometido a su desempeño en la Junta de Aranceles, y en la Superior de Fomento. Distinguíase principalmente en ésta por la constancia con que había procurado sustituir a las rutinas inciertas de una administración empírica, las teorías elementales de la ciencia, y con ella los gérmenes de la prosperidad. El rey Fernando VII, vuelto apenas a la vida después de su casi mortal paroxismo en 1832, le destinaba para el Ministerio de Fomento, que adoptando por último el pensamiento de Burgos, acababa de crearse. Con este objeto fue llamado a Madrid desde Granada, donde se encontraba a la sazón. La recaída, y larga agonía del monarca, no le permitieron llevar a cabo su propósito; pero muerto el Rey en setiembre de 1833, lo realizó a pocos días su augusta viuda, y el 21 de octubre tomó posesión de un Ministerio, para el que la opinión pública le designaba desde el momento de su instalación.

     Había llegado para Burgos la época de aplicar sus profundos conocimientos en la ciencia que había ocupado toda su vida, y de realizar en el poder las mejoras, que desde más apartada región había anhelado para su patria. Nosotros hemos visto después algunos Ministros que se habían distinguido cuando no lo eran, por planes, sistemas, proyectos y teorías de reformas anunciadas como necesarias y beneficiosas; y que después en el mando, hombres comunes y vulgares, no salieron de la trillada rutina.

     No sucedió así con las esperanzas que se habían concebido de Burgos. No se ha sentado nunca en las sillas del poder un Ministro más reformador; y si hubiera que hacerle algún cargo en su administración memorable, acaso sería el de la precipitación, con que en la impaciencia de su celo, se apresuraba a usar en beneficio de los intereses públicos y de su sistema, un poder que quizá presentía, que a impulsos de la revolución política, iba a escapársele de las manos. Ningún período de Ministerio alguno es más señalado por beneficiosos decretos parciales, por importantes y transcendentales innovaciones. La mirada, que desde la cima del poder había dirigido sobre la desquiciada administración de la Monarquía, sin duda le había afectado más profundamente que las que en otro tiempo dirigía al poder que podía organizarla, y que ahora tenía él en sus manos.

     Realmente en España no había administración, propiamente dicha. El sistema del gobierno civil de los pueblos, tal como se halla consignado en el libro VII de la Novísima Recopilación y en los decretos posteriores, se había tornado un informe caos y un sistema de trabas y embarazos, de debilidad y de preocupaciones, después que las necesidades del siglo reclamaban más ilustración, a la par que más fuerza y vida y actividad en el poder. El mismo Gobierno absoluto, en el apogeo de su fuerza, se había contagiado de un mal, que más tarde debía aparecer con más graves síntomas todavía en los gobiernos llamados populares, el de considerarse únicamente como poder político, y abandonar y tener en poco la autoridad administrativa. El uno era fuerte, hasta ser tiránico; la otra, descuidada, hasta ser, más que acción, obstáculo.

     El poder hacía más caso de los principios que de los intereses. Se curaba demasiado del gobierno; de la administración muy poco. Mientras que cada persona tenía sobre sí un celador, un corchete o un verdugo, los intereses públicos en el orden material estaban donde quiera lastimosamente abandonados. Y no era acaso por odio del poder al bien, o por una aversión sistemática e inexplicable a la prosperidad del pueblo. Las trabas, los embarazos, los inconvenientes y obstáculos, que encontraban las obras y empresas útiles al país, acaso los encontraban también las que eran útiles al Gobierno. Más que una fuerza de acción, los creaba la fuerza de inercia, que estaba, como ahora, en las ideas, en las preocupaciones, en las costumbres, en los hábitos, en los hombres más todavía que en las instituciones.

     El poder podía entonces hacerlo todo, y nada hacía: tenía fuerza y medios para ser la sociedad; pudo ser, y no fue tiránico; pudo ser, y no fue reformador. No lo fue porque no quiso; no lo fue porque era imprevisor, ignorante más aún que malo. El Jefe del Estado, contento con la posesión del poder político, y con recaudar lo bastante para sostener los fundamentos de este poder, dejaba a la merced del acaso los demás intereses, y a la sociedad marchar a la aventura. Para él, como en el día aún para la mayor parte de los que se creen hombres de Estado, los intereses sociales estaban fuera del círculo de los intereses y de la acción del Gobierno. Cuando tal poder llegase a venir a tierra, nada debía quedar, nada más que la anarquía; y Burgos había visto muy de cerca gobiernos en que, cuando caían y se desmoronaban, y se sustituían poderes y dinastías, quedaba siempre, una la Administración; y la sociedad, apenas conmovida, continuaba su camino.

     Burgos creyó llegado el momento de crearla; de echar, cuando menos, sus cimientos. Para ello empezó por donde debía empezar, por la división civil del territorio: medida indispensablemente preliminar a la de colocar un agente superior administrativo a la cabeza de cada subdivisión. Para que sirviese de regla de conducta a estos magistrados, se extendió la Instrucción de subdelegados de Fomento, obra tan superiormente pensada como elegantemente escrita, y que en no largas páginas comprendía más máximas de protección y gobierno, que un curso completo de administración; y por otros decretos parciales se les encargaron los trabajos en que desde luego debían ocuparse para emplear la benéfica y protectora autoridad que se les confiaba.

     Los pueblos la recibieron con entusiasmo, y libraron en aquella institución bien fundadas esperanzas. Los nombres de los nuevos delegados del poder eran por lo general una garantía de acierto, una muestra de patriótico y sincero deseo. No habían sido escogidos entre un solo partido, ni con exclusión de partido alguno. Pertenecían, en lo general, a las opiniones templadas y liberales; los había que habían sido agentes del poder absoluto; en mayor número habían ejercido cargos públicos durante el Gobierno constitucional. Contábanse propietarios ricos y respetados títulos de Castilla, al paso que empleados celosos o magistrados íntegros; habíalos venerables y experimentados ancianos; pero no era Burgos de los que aborrecen o desdeñan a la juventud; y jóvenes que no habían cumplido treinta años, fueron asimismo por él colocados al frente de las nuevas provincias. Los trabajos de estos magistrados, en el corto tiempo que por la rápida complicación de los sucesos políticos, pudieron funcionar, no fueron estériles; y en el período de aquella corta administración, se dispensaron más beneficios a los pueblos, y se removieron más obstáculos, que después en muchos años de ponderadas reformas y de exagerados progresos.

     No era con todo eso completa la organización administrativa. Los que así lo creyeron, juzgaron demasiado, superficialmente el plan y pensamiento de Burgos, que no comprendían. No creía él que era tiempo todavía de dar a los nuevos funcionarios todo el lleno de atribuciones gubernativas, que estaban diseminadas entonces en otras dependencias. Pensó que esto podría crearles demasiados embarazos y obstáculos en un principio; y que era preciso aguardar a que el transcurso del tiempo hiciese necesaria y natural la acumulación de sus respectivas funciones en torno de los nuevos centros administrativos que se creaban. Por eso, los que considerando la Instrucción de subdelegados de Fomento como una ley de atribuciones la hallaron incompleta y vaga, decían una verdad, y no tenían razón. Aquel documento no era más de lo que sonaba: era una instrucción. Las leyes orgánicas, el deslinde de atribuciones y facultades debía venir después.

     Burgos no descansaba. La aurora de aquellos días de invierno le hallaba ya trabajando en su secretaría, todo ocupado en el desarrollo de sus vastos pensamientos.

     Llenaría muchas páginas la simple indicación de los decretos que con el objeto de mejorar la condición del país, se apresuró a expedir. La Gaceta publicaba cada día tres o cuatro disposiciones benéficas y reparadoras. Las que se expidieron por el Ministerio de Fomento en los setenta días que corrieron desde el nombramiento de Burgos hasta fin de año, ocupan solas en la Colección de Decretos más espacio que todas las de los demás Ministerios durante el curso del año entero. Sobre doscientas leyes recopiladas, y más de otras tantas Reales órdenes, fueron derogadas por aquellas resoluciones memorables. La libertad de imprenta le debió la más privilegiada atención y por primera vez un Gobierno absoluto autorizó la impresión, sin previa censura, de cuanto sobre artes y ciencias se escribiera.

     La libertad de comercio interior y el cultivo de cereales, le debieron el decreto benéfico de 29 de enero. La policía de los mercados públicos, los derechos de propiedad en materia de pastos, las trabas insoportables con que los gremios, útiles sin embargo algún día, encadenaban ahora el vuelo de la industria; la sanidad, la educación primaria, la conservación de los montes y plantíos, casi todos los infinitos ramos de la riqueza pública, y los complicados intereses de la Administración interior, fueron objeto de su infatigable solicitud, de reformas y decretos que por la mayor parte notaba o redactaba él mismo. Recibíanlos los pueblos con reconocimiento y entusiasmo: ni uno sólo provocó la más leve reclamación. El concierto de alabanzas que resonaba unánime en todos los puntos del reino, sofocaba los clamores de la ignorancia y los murmullos de la envidia; y sus más encarnizados enemigos hubieron de resignarse por entonces a un silencio aprobador, ya que no se asociasen generosos a la explosión del entusiasmo público.

     Es cierto que muchas de aquellas disposiciones no produjeron todas las consecuencias que de ellas se esperaban; que unas no fueron secundadas por las providencias de otros Ministerios, de que habían menester para ser planteadas; que otras fueron neutralizadas a poco por las calamitosas circunstancias en que se halló la Nación, o por la orfandad y desamparo en que se vio el poder; y que la mayor parte de los planes y pensamientos administrativos, que arrojaba como gérmenes, sobre el suelo de su país, no podían fecundarse y prevalecer sino a la sombra del cultivo de la mano misma que los había sembrado. La culpa no fue suya, si otros hombres y otros imprevistos sucesos los esterilizaron o los arrancaron de la tierra.

     Culpa no fue tampoco de sus intenciones patrióticas, si una triste fatalidad le deparó siempre escollos en que debían frustrarse y desvanecerse. En el año de 1826 se habían estrellado contra el absolutismo de un monarca: en el de 1834 se levantaba otro poder no menos absoluto, no menos reaccionario. En el primer período la administración no podía abrirse paso a través de las preocupaciones fanáticas, y de la intolerancia absolutista. El segundo no era tampoco período de administración: antes de llegar a ella, o pasando por encima de ella, habían de venir la política, la funesta política, la discordia, la guerra, la revolución.

     Fueron vanos e impotentes sus esfuerzos. No pudo completar el sistema de mejoras, que por donde quiera se planteaba, con las leyes y disposiciones orgánicas que debían asegurar su duración, y que tenía preparadas ya.

     Todavía acaso hubiera podido dar alguna más extensión a sus grandiosos planes, y conservarse en el poder por más tiempo, si hubiera confiado menos en sus fuerzas, en sus principios y en sus convicciones; y si su carácter hubiera podido ser más flexible a las exigencias de los subterráneos poderes, que se elevaban entonces pujantes, vigorosos y amenazadores.

     Un día, empero, presentáronse en su Secretaría, como emisarios que eran de una de las sociedades secretas de Madrid, dos individuos a quienes Burgos había colmado de atenciones. Venían a ofrecerle la cooperación de su club: por rodeos al principio, y resueltamente después, le significaron que por recompensa a la protección que reclamaban, pondrían en movimiento todas las trompetas de la fama para realzar lo benéfico de sus disposiciones, de las cuales le dijeron (según auténticamente consta al escritor de esta biografía), «todos nuestros amigos tienen orden de no hablar, mientras no contemos con el favor y la amistad de su autor. -Nada me importa, respondió el Ministro, pues si la corporación que la solicita se propone obrar dentro de la esfera de las leyes, para nada la ha menester; y si intenta violarlas, o eludirlas, me constituiría yo, dándola, en una complicidad a que no puedo prestarme... Las sociedades secretas, añadió, son por otra parte en la época presente, la llaga más profunda del cuerpo social. No seré, pues, yo, que me creo llamado a curar muchas de ellas, el que vaya a hacer más honda la que tan terriblemente la aflige.»

     Esta respuesta trasladada al club, le decidió a romper las hostilidades contra el Ministro; y pocas horas después diarios y folletos empezaron a derramar a torrentes la calumnia sobre su reputación. Fue entre estos el más famoso uno que debió su nombre, más a la tolerancia y longanimidad del Ministro, que a la triste celebridad del libelista. La edición entera de Las letras de cambio fue sorprendida en la imprenta, y denunciada a Burgos: mandó, sin mostrarse ofendido, que se entregase al tribunal correspondiente, depositando entre tanto la edición en la subdelegación de policía. De allí se extrajeron y repartieron profusamente ejemplares, sin que Burgos tomase en contra disposición alguna. Su autor, aunque dado por el juez de la causa auto de prisión, pudo pasearse libre y públicamente, sin que el personaje por él calumniado, usase de ninguno de los medios que le daba su posición para hacer respetar los mandatos de la justicia. Sin duda no creyó Burgos vulnerada su opinión por verla objeto de las diatribas de quien en sus folletos satíricos no había perdonado ni a la hostia consagrada. Ni antes ni después quiso mostrarse parte contra él; y razón tuvo. El viento del olvido ha arrebatado la efímera niebla de aquellas vergonzantes producciones, y el nombre del personaje cuya vida referimos, ha permanecido en el mismo encumbrado lugar. Acaso la calumnia, de la cual siempre algo queda, pudo haber contribuido a lanzarle de la cima del poder; pero Burgos había alcanzado una altura de gloria, de la cual no podían arrojarle nunca sus enemigos.

     Encarnizáronse más todavía las hostilidades de estos, desde que cediendo a los deseos de sus colegas, se encargó del despacho interino del Ministerio de Hacienda por dimisión del propietario D. Antonio Martínez. Desechadas unas proposiciones llegadas de París para proporcionar un empréstito a España, concibieron algunos la idea de ofrecer al Gobierno anticipos más o menos onerosos. El nombramiento de Burgos para el Ministerio de Hacienda, les hizo temer que no fuesen aceptadas, y fue causa de que se asociasen con sus esfuerzos a las anteriores embestidas. Él, en tanto, se aplicó a patentizar el estado de la dependencia que interinamente se le confiara, y lo hizo en términos de mostrar que era no menos capaz de dirigir la hacienda que la administración.

     Entretanto, el Ministerio de que Burgos formaba parte, se desmoronaba a impulsos de los más irresistibles ataques. D. Francisco Zea Bermúdez, a quien su manifiesto de 4 de octubre hacía mirar como la personificación del poder absoluto, por muy ilustrada que su administración pudiera parecer, no pudo resistir a los esfuerzos del partido liberal, que entraba entonces en escena con toda la fuerza de una compacta unión y de un común pensamiento; que no estaba aún dividido ni desvirtuado, que se creía necesario y salvador, y que anhelando lo que se llamó regeneración política, desdeñaba y tenía en poco las reformas administrativas. Los emigrados, cuya amnistía acababa de completar Burgos, conspiraron contra Zea, como contra el más terrible enemigo del sistema representativo: conspiraron los realistas como contra el más encarnizado enemigo de D. Carlos: conspiraron también los isabelinos, que deseaban la continuación del régimen absoluto, creyendo abrir una ancha brecha al espíritu de mejor material con que Zea quería señalar su administración. A esta general conjura unióse la diplomacia, y el conde de Reyneval, y Sir Carlos Williers no eran las palancas de menos fuerte empuje. Derribáronle en fin por medios cuya enumeración completa tendrá lugar en la biografía de este personaje; y envolviendo en su caída al Ministro de Gracia y Justicia, quedaron solos los Ministros Burgos y Zarco del Valle, encargado éste de la Marina y de la Guerra, aquel de la Administración y de la Hacienda.

     No estamos bastante enterados de los motivos que pudieron animar a Burgos a sobrevivir en el poder a la caída de Zea. Muy graves, muy poderosos debieron ser; grandes consideraciones de delicadeza, de conciencia tal vez, las que le retrajeron de unir su dimisión a la exoneración del Presidente del Consejo. A nuestros ojos, lanzado este Ministro, Burgos no estaba en su lugar. En la combinación que las circunstancias hacían necesaria, su posición no podía ya dejar de ser anómala y falsa. En el Ministerio Zea era Burgos el gran administrador. En un Ministerio liberal no podía ser el gran político.

     Como quiera que sea, urgía constituir luego un nuevo Gabinete, y era forzoso que entrasen en él personas capaces de llevar a cabo la innovación que acababa de proponer a la Reina Gobernadora su propio Consejo de Gobierno. Consultado éste sobre una enérgica representación que el Capitán General de Castilla la Vieja, Marqués de Moncayo, había dirigido a S. M. sobre la necesidad de convocar las Cortes, el Consejo estimó justo el deseo del General, y añadió que si la Reina accedía a él, debían introducirse en nuestro sistema de Asambleas políticas las variaciones que el tiempo había hecho necesarias. Cuáles debían ser éstas, era fácil adivinarlo, por el carácter y los antecedentes de las personas, que el Consejo mismo designaba a la Reina para ocupar los cuatro Ministerios vacantes. Figuraban entre ellos D. Francisco Martínez de la Rosa, D. Eusebio Bardají, D. Evaristo Pérez de Castro, D. Ramón López Pelegrín, D. Nicolás Garelly, don José Vázquez Figueroa, y otros que habían sido ministros en las dos épocas anteriores de Gobierno representativo. Por otros conductos habían sido también propuestos a la reina varios sujetos, que si no pertenecían a tan elevada clase, correspondían, sí, a la de adictos al régimen de Cádiz. Así se habían hecho sonar en los oídos regios los nombres de D. Valentín Ortigosa, de D. Mariano Milla, y otros varios, algunos bastante desconocidos y oscuros para no representar otros principios que los intereses de los que los deseaban en el poder.

     Burgos y Zarco del Valle fueron los encargados de entresacar de aquellas largas listas los nombres de los cuatro ministros, que debían asociárseles para completar el Gabinete. Las consideraciones en que, durante una conferencia de más de dos horas con la reina, fundó su voto el personaje cuya biografía escribimos, están consignadas en una carta, que poco después de su salida del Ministerio, dirigía a uno de sus amigos, y de la cual se nos permitió entonces tomar copia. Creemos que, a riesgo de detenernos algo más de lo que nos habíamos propuesto en este artículo, nuestros lectores hallarán placer en saber las interioridades de aquella sesión memorable, que descritas bajo la influencia de impresiones recientes, y referidas con la efusión que emplea el autor de la carta en sus comunicaciones íntimas, ya verbales, ya escritas, difícilmente podrán ser más exactamente conocidas, ni más fielmente presentadas, que en los trozos del importante, documento que vamos a dar a luz:

     «¿Qué regla, leímos entre otras cosas en aquel curioso papel?, ¿qué regla debí seguir yo en tal circunstancia? ¿De qué clase de personas debí aconsejar que se compusiese, el nuevo Gabinete, cuando el Consejo de Gobierno, insistiendo sobre la urgencia de reunir las Cortes, indicaba lo conveniente que sería hacer variaciones en el modo y los objetos de su reunión, y proclamaba así la necesidad de dar a la España un nuevo régimen político? ¿Era posible oponerse a ésta indicación, que en lo principal se apoyaba sobre el tenor explícito de leyes nunca derogadas, y en lo accesorio, sobre las exigencias de una opinión, que se presentaba con las apariencias de unánime?

     Dado que esta no fuese tal, ¿había algún medio material de reprimirla, ni otro medio legal de conocerla y de clasificarla, que el de reunir la nación en Cortes? Habiéndose de hacer esto, ¿no era preciso nombrar pasa el nuevo Ministerio hombres que fuesen bien vistos de los que habían provocado esta variación, y que inspirándoles confianza por sus antecedentes, no se viesen atajados en su nueva carrera por una oposición sistemática y encarnizada? Entre estos hombres, ¿no era político y patriótico preferir aquellos que, conocidamente capaces, habían completado su educación política en la escuela del infortunio, y a quienes, por tanto, se debía suponer curados de la manía fatal de las innovaciones violentas? ¿A los que por haber servido antes los mismos destinos, a que de nuevo se les elevaba, se debía creer familiarizados con los negocios, y en situación de prevenir o de conjurar las complicaciones que pudiesen sobrevenir? ¿A los que, por el hecho de ser presentados como candidatos del Consejo de Gobierno, se debía pensar que mantendrían entre este Cuerpo y el Ministerio la armonía necesaria para la marcha expedita de los negocios?

     ¿Qué se habría hecho con hombres de otra clase? ¿Aumentar la efervescencia, que promovida al principio por instigaciones interesadas, sostenida después por combinaciones astutas, aumentada más tarde por el prestigio de los Jefes militares de las importantes fracciones del territorio peninsular, acababa de ser santificada, por el hecho de declararse por el primer Cuerpo del Estado justas y legítimas las quejas que la motivaron? Movidos por estas consideraciones Zarco y yo -pues supongo que a él se le ocurrieron como a mí, visto que opinó conmigo en aquella larga sesión -fijamos la elección de la reina, sobre Martínez de la Rosa para Estado, y Garelly para Gracia y Justicia. Este último nombramiento no se obtuvo sin algún esfuerzo, pues la Gobernadora mostraba una predilección decidida en favor de Ortigosa; pero cedió en fin a consideraciones de posición, que no hacían posible su nombramiento, cualquiera que fuese el concepto que por otra parte se tuviera de su capacidad.

     No sucedió así con la designación de Aranalde para el Ministerio de Hacienda, que combatida fuertemente por mi, fue con igual fuerza sostenida por la Gobernadora. En vano alegué que en el corto tiempo que había yo, desempeñado aquel Ministerio, había visto por mí la profundidad de la llaga del déficit, que sólo podía curarse por un hombre superior, versado, no en triquiñuelas de rentista, sino en los principios de la ciencia económica, en las teorías del crédito, y sobre todo en la atinada aplicación de estas y de aquellos a las necesidades del país. En vano añadí que Aranalde no podía tener estos conocimientos, sin que en alguna ocasión se hubiesen revelado de un modo u otro, y hubiese llegado a pocos o a muchos la noticia, cosa que ciertamente no había sucedido. La Gobernadora insistió decididamente; pero ni Zarco ni yo dimos por concluido este punto, que quedó pendiente. Pasóse al nombramiento de Ministro de Marina, para el cual sólo había sido propuesto D. José Vázquez Figueroa. Contra él no había más objeciones que hacer que la mucha edad del candidato, y la inutilidad del restablecimiento de un Ministerio no provisto en muchos años, por no haber marina de qué cuidar. Pero Figueroa tenía amigos, y convenía proporcionar al Ministerio el apoyo de una arma en que había muchos hombres de capacidad, cuya influencia local en sus departamentos no era de desaprovechar en tales circunstancias.

     Acordados estos nombramientos, y autorizados Zarco y yo para hacerlos extender, quise que la sesión no se concluyese sin que se tomara en consideración una cuestión importantísima que suscitó, y que fue decidida en conformidad de mis intenciones. Creado el Ministerio de Fomento, se habían desmembrado del de Estado muchos ramos del servicio interior, a saber: los de Correos, Caminos y canales, Sociedades Económicas, Museos de ciencias naturales y otros de esta clase. Reducido este Ministerio a sólo las relaciones exteriores que entonces, por desgracia, eran limitadísimas, manifesté haber cesado los motivos que habían hecho considerar a aquella Secretaría como la primera del despacho, y probé que por tanto no debía continuar aneja a ella la Presidencia del Consejo de Ministros. Propuse en consecuencia, que fuese ésta segregada de aquel Ministerio, y que en lo sucesivo la confiriese la reina a aquel de sus Ministros a quien su capacidad, su energía y su hábito de negocios hiciesen más a propósito para desempeñarla. Indújome a hacer ésta proposición, no sólo su justicia originaría, su conveniencia evidente; sino el temor de que recayendo la presidencia en Martínez, se resintiese de ello la marcha de la administración; y mi temor se fundaba en el conocimiento que tenía del carácter y de los antecedentes de este sujeto.     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     .     . Estaba la memoria de su administración demasiado fresca, para que yo, conviniendo en asociarle al Ministerio como hombre de luces, bien intencionado y popular, no temiese las vacilaciones de su carácter, y la debilidad de su conducta como gobernante, en medio de la vehemencia de sus discursos como diputado. En Martínez, en fin, buscaba yo el nombre, no el hombre; el nombre, para acallar las facciones interiores, y los clamores frenéticos de la prensa extranjera, asociada al fanatismo liberal que iba cundiendo en la Península, y que exaltaban prodigiosamente los sucesos coetáneos de las armas de D. Pedro en Portugal; no el hombre, que entregado exclusivamente a teorías políticas y a distracciones literarias, no conocía el estado de la opinión general de su país, con la cual nunca había estado en contento, ni sus necesidades, ni los medios de socorrerlas. Contando, pues, con su disposición para mantener nuestras relaciones diplomáticas, no le creía a propósito para dar, en calidad de Presidente del Consejo, convergencia al poder, y unidad y energía a la administración. La reina accedió sin titubear, a mis indicaciones, y decidió que la Presidencia del Consejo no estaría en adelante aneja al Ministerio de Estado.

     Martínez mismo, llamado a mi Secretaría, al terminarse la sesión con la reina, convino en la justicia de la medida que acababa de adoptarse; y manifestó a presencia de Zarco y mía, que la Presidencia debía recaer en el hombre que más capaz fuese de dar a la acción del Gobierno el impulso que las necesidades reclamaban. Aceptó en seguida el Ministerio, no sólo simplemente y sin condiciones, sino declarando que era inútil que especificásemos ningunas, pues con hombres como Vds., dijo, no puedo yo dejar de estar siempre de acuerdo...»(14)

     No hemos podido averiguar cómo esta disposición regia, consentida por Martínez mismo, no fue llevada a efecto. Lo que sabemos es que en las conferencias, que se abrieron seguidamente en la Secretaría de Estado para, discutir la nueva ley política, no hubo Presidente, como ni Secretario, por haberse excusado Martínez de valerse, del que lo era entonces del Consejo de Ministros. Así no hubo actas formales de aquellas largas y solemnes discusiones. Solamente Martínez tomaba notas o apuntaciones sueltas, que no sabemos si existen, o si se ordenaron después. De ellas aparecería la parte que Burgos tomó en la discusión de la especie de Carta promulgada después con el título de Estatuto Real.

     Sólo nos consta que entre él y Martínez hubo alguna vez disidencias vivas sobre más de un punto importante, entre otros, sobre el censo para el cargo de procurador, sobre la manera de justificarlo, sobre las circunstancias del procerato y otras materias no menos graves. A algunos de los ilustres colegas de Burgos hemos oído elogiar el tesón con que sostuvo siempre la necesidad de multiplicar en la nueva ley orgánica los medios de reprimir las pasiones políticas, que a la sombra de ella podían crecer y desarrollarse. Sin embargo, parécenos que Burgos debía conocer cuán insuficientes e ineficaces son todas las garantías del poder Real, cuando la influencia popular de pronto se suelta y desencadena; así como lo son no menos las trabas que ligan a los Reyes, cuando llega la hora fatal de las reacciones del poder.

     Aunque no sea cierto lo que oímos en el año de 1834, de que Burgos no había sido el menos liberal de sus colegas en la discusión del Estatuto, siempre ha debido parecernos extraña su cooperación a una obra, que más en aquel que en ningún otro período de su vida, debía estar en discordancia con sus ideas y sus principios de Gobierno. Parécenos que no fue indiferente entonces a nuestro protagonista la especie de popularidad que le resultaba de contribuir al restablecimiento del sistema representativo; pero no creemos que haya podido rendir aquel homenaje al ídolo del día sin hacer algún sacrificio de sus opiniones. Si así fue, momentos de amarga pesadumbre habrán turbado su vida. Porque los que se estrellan al querer poner en ejecución ideas y sistemas de que han sido partidarios y adoradores, encuentran en la sinceridad de sus convencimientos un consuelo, que no pueden alcanzar aquellos otros, que condescienden en tomar sobre sí la responsabilidad de ajenos proyectos y de innovaciones, de cuyo feliz resultado recelan y desconfían.

     Cuando Burgos hubo estampado su firma en aquel documento, creyó que debía dejar el puesto en que no se le permitía entregarse exclusivamente a sus proyectos de reformas administrativas. Promulgado el Estatuto, ya no era el Gobierno quien podía hacerlas, y la misión de Burgos no había sido esperar a que la lenta y embarazada acción de una Asamblea legislativa plantease las infinitas mejoras, removiese los innumerables obstáculos que a la prosperidad pública se oponían. Las cuestiones de intereses materiales debían dejar el puesto a las ruidosas querellas de opiniones y de intereses políticos. Los agentes administrativos de las provincias iban a ocuparse de elecciones y de candidaturas.

     Burgos continuaba además siendo el blanco de diarios ataques, y de la enemistad de las sociedades secretas. Queríase lanzarle del Ministerio para reemplazarle con el Conde de Toreno, muy popular entonces. Los mismos medios que se habían empleado para derribar a Zea, se pusieron en juego para alejarle del poder. Los Embajadores extranjeros se mezclaron, también en este golpe, como en el anterior. Burgos presentó su dimisión; la reina resistió durante algún tiempo a sus instancias; pero aceptó al fin su renuncia, dándosele por sucesor al Sr. Moscoso de Altamira. Burgos recibió, al dejar el Ministerio, la Gran Cruz de Carlos III, y a poco fue revestido con la dignidad de Prócer del Reino.

     Abriéronse las Cortes de 24 de julio, y nombrado miembro de la comisión encargada de la respuesta al discurso del Trono, fue por aclamación designado para extenderla, aunque después se le agregase el célebre poeta D. Manuel José Quintana. Formularon ambos separadamente el proyecto de contestación, pero Quintana tuvo la modestia de romper el suyo cuando hubo oído el de su colega. La comisión le adoptó sin otra variante que la de atenuar un tanto la condenación vigorosa que Burgos hacía del reciente asesinato de setenta religiosos, cuya sangre inocente echaba una mancha indeleble sobre el nuevo orden de cosas.

     Entregábase lentamente el Estamento de Próceres a sus ordinarias tareas, cuando un acontecimiento memorable vino a darle una violenta sacudida. Habíase formado desde mucho antes el proyecto de no comprender en el reconocimiento de las deudas extranjeras el empréstito de Guebhard, de que ya en otro lugar de este escrito llevarnos hecha especial mención. Fundábase este intento en el horror con que los proscriptos en 1823 habían mirado una operación que había procurado al Gobierno de 1824 los medios de atender a su conservación, y de organizar el servicio público. En el odio que aquel Gobierno les inspiraba, comprendieron al agente, que tanto había contribuido a hacer efectivas en el Tesoro público las sumas, de aquel empréstito; y habiendo llegado el caso de fijar en el Estamento de Procuradores el carácter de aquella deuda, Burgos debía ser el blanco de ataques especiales.

     Le acometió, en efecto, el Conde de las Navas el 24 de setiembre, en un discurso notable por una violencia de acusación sin ejemplo en los anales parlamentarios. No sólo imputaba a Burgos dilapidaciones y culpables manejos en el empréstito Guebhard, sino que afirmó en su discurso que el Conde de la Alcudia había dado cuenta al Rey de un expediente sobre iniquidades, robos y perfidias en la mencionada operación, en consecuencia de la cual había el monarca mandado formar causa al Ministro Ballesteros y a D. Javier de Burgos. Acudió este, celoso de su honra, pidiendo al Gobierno la vindicación de su ultraje, suplicando a S. M. mandase averiguar si había existido o existía el expediente de que hablaba el Conde de las Navas, y poner en claro sus acusaciones: y pidió además que se formase una comisión compuesta de Próceres y Procuradores, a quienes pasasen todos los papeles relativos a aquel empréstito, y que informasen sobre la parte que en él había tenido. Quien de tales imputaciones era objeto, y tales medios de publicidad buscaba para poner en claro su conducta, no merecía, por cierto, que se lo cerrasen las puertas a la defensa, y se ahogara su voz, cuando tan alta y vehemente tronaba la de sus acusadores.

     No presume el autor de estas líneas de entendido en materias de Hacienda, ni se ha iniciado jamás en los fáciles secretos de las operaciones de Bolsa. Pero tiene la profunda convicción de que muchos de los que acusaban a Burgos, no se hallan más instruidos en estas materias, y que la mayor parte de los que aceptaron aquellas acusaciones, ignorando su fundamento, y profesando una opinión formada por otros, no han descendido jamás a las circunstancias y pormenores de los hechos, que como capitales acusaciones, se acumulaban sobre la reputación de nuestro protagonista. Por eso nos creemos en el deber de tomar su voz en este importante punto de su vida, y dar a conocer siquiera a los imparciales, o a los superficialmente prevenidos, parte de las razones que Burgos alegaba contra sus adversarios.

     Él contaba con su posición para defenderse de lo que acaso a la emulación de aquella posición misma, debía en parte. Contaba con una tribuna para responder a las imputaciones, que desde lo alto de otra tribuna se habían lanzado contra él: aguardaba la ilustración del asunto por medio de los documentos originales, y por la comisión que iba a formarse; aguardaba que el Gobierno declarase oficialmente la no existencia del expediente que el Conde de las Navas había citado: pero, entretanto, publicó con el título de Observaciones sobre el empréstito Guebhard, un escrito en que manifestaba a los ojos de la Nación y de la Europa, todo lo que era bastante para formar una idea distinta y luminosa de aquella operación, presentándola con tal claridad en la enunciación de los hechos, tal orden en su calificación, y tal fuerza de raciocinio, que no sabemos qué pudieran responder a ella sus después mudos y silenciosos contrarios.

     «Nada tendría de singular -les decía aludiendo a los pretendidos expedientes y proceso de Alcudia-» nada tendría de singular, que fiel a las tradiciones y a los hábitos de todos los partidos, aprovechase aquella coyuntura una facción fanática, capitaneada en los años anteriores por dos ministros, que estaban en lucha perpetua con los otros tres, cuyos sentimientos eran moderados y justos, y particularmente con el Ministro de Hacienda. El Conde de la Alcudia, Jefe de aquella facción, pudo, pues, -en su deseo de vengarse de la enérgica y liberal oposición de D. Luis López Ballesteros -recoger algunas de las imputaciones, que por los motivos que acabo de expresar, circulaban sin duda contra él, y que ni su posición ni el convencimiento de la justicia de sus actos le hubieran permitido desvanecer. Pero suponiendo cierto -lo que yo he ignorado hasta hoy -que Alcudia reuniese algunos de aquellos chismes, y formase con ellos un legajo, o sea un proyecto de procesos, nunca un expediente, pues expediente es otra cosa, es evidentemente calumnioso que el Rey mandase formar causa a Ballesteros y a mí, puesto que aquel continuó de Ministro mientras lo fue Alcudia, y ambos cesaron de serlo juntos. ¿Quién habría podido impedir el cumplimiento de la resolución soberana, si hubiese sido cierta? ¿Cómo Alcudia, cuyo poder igualaba a su audacia y a su odio, habría dejado de cumplir una orden que él provocara, ya por satisfacer sus resentimientos particulares, ya, si se quiere, por otro motivo más elevado? ¿Cómo, aún suponiendo que se hubiese revocado la pretendida orden, habría continuado Ballesteros de Ministro, y se habría Alcudia mantenido a su lado?...»

     Con igual fuerza de raciocinio sigue combatiendo Burgos la posibilidad de que pudiera haber desaparecido tal expediente, concluyendo con asegurar que en ninguno de los empréstitos hechos antes y después de 1823 había tenido parte alguna. Pero no se contentaba con su vindicación personal. Revolviendo las armas sobre los que contra él las esgrimían, se atrevió a probarles que todos los empréstitos contraídos por la España en los períodos de régimen constitucional, habían sido más onerosos que el de Guebhard. «He aquí -decía, después de hablar del más ventajoso de aquellos -he aquí una revelación, que asombrará no poco a los charlatanes, y aún a los que no lo sean.»

     El empréstito Guebhard, esa operación tan indignamente calificada y tan atrozmente juzgada, se hizo a un interés de 11/2 por 100 menos que el primero, y una de los más ventajosos que celebraron las Cortes; y eso, cuando éstas se hallaban en el apogeo de su prestigio y de su gloria; cuando Lisboa, Turín y Nápoles habían adoptado la Constitución Española; cuando la península Itálica estaba asomada a una situación igual a la de la península Ibérica; cuando en fin la simpatía universal estaba excitada en favor de nuestra Nación, llamada entonces al parecer, a los más altos destinos. Pues bien: en aquella situación, las Cortes contrataban un préstamo a 10 1/4 por 100 de interés. Por el contrario, en 1823 la nación española estaba entregada a una sangrienta reacción. Un gobierno en Madrid, a nombre del Rey, y otro en Cádiz con el Rey a su cabeza, se disputaban un mando, que sólo el pronunciamiento nacional podía adjudicar definitivamente al Rey de Cádiz o al de Madrid. Por colmo de complicaciones el gobierno de Madrid proclamaba la bancarrota de los empréstitos de las Cortes, y se indisponía así con todos los capitalistas de Europa, y se cerraba todos los mercados. Pues bien: en esta situación el Gobierno absoluto contrataba un empréstito a 9 por 100 de interés; a 1 1/4 menos que las Cortes lo habían hecho en el más brillante período de su existencia. ¿No habría de esta comparación grandes argumentos que sacar?

     No sabemos qué contestaban sus adversarios a tales razones. No sabemos que nadie hasta ahora las haya impugnado, ni que el hombre que tan vigorosamente se explicaba, haya sido hasta ahora desmentido por nadie. Pero cuando los odios han querido justificarse en motivos, que no son su verdadera causa, la refutación de estos, lejos de aplacarlos, los exaspera. Acaso Burgos fue en su defensa más adelante de lo que al propósito del momento convenía; y atento más a la verdad que a su persona, desdeñó aquella regla vulgar, pero siempre segura, de hacerse benévolo el auditorio. No contento con la demostración que dejamos transcrita, y metiendo la tienta en la llaga de los demás empréstitos contraídos en aquel período, probó la enormidad de las lesiones que todos ellos irrogaron, y justificó aquel de cuya recaudación estuvo encargado, en términos que debían irritar más que convencer al partido que le movía tan cruda guerra. Lo que en su escrito había manifestado, debía adquirir más fuerza y autoridad, y extenderse y popularizarse más todavía cuando se oyese su voz en la tribuna del Estamento. Pero la saña contra él suscitada penetró hasta una región adonde parece no debían alcanzar vulgares pasiones, y estalló en un acto estrepitoso, que visto a tanta altura, hizo que pudiera llamarse atentado, lo que en otra esfera, y entre personas de otra jerarquía, hubiera sido solamente imprevisión, arrebato o ligereza.

     El 18 de octubre debía el alto Estamento tomar en consideración la suerte del empréstito Guebhard, desechado o no reconocido en el de procuradores. Burgos debía hablar, no sólo para procurar impedir la consumación de tan inicua y antipolítica medida, sino para cumplir la promesa que había hecho, de completar verbalmente las aclaraciones contenidas en sus observaciones, cuanto era preciso para la cabal dilucidación del negocio. Su voz fue ahogada.

     Un corto número de Próceres, alguno de los cuales debiera tener presente cuando menos que su propia conducta no estaba exenta de acusaciones quizá igualmente absurdas, pero no menos vulgarizadas, había formado tan injustificable proyecto. El general D. Miguel Ricardo de Álava presentó una exposición pidiendo que Burgos no asistiese a las sesiones, ínterin no se justificase de la acusación fulminada contra él por el Conde de las Navas, en el mes anterior, y en el otro Estamento. Pidió el acusado la palabra para defenderse: el Presidente se la negó, y retirándose Burgos del salón -de donde, a nuestro entender, debió esperar a que la fuerza material le arrancara, -arrebatóse de asalto una votación equívoca en la forma, inicua en el fondo, injustificada en sus motivos, y de peligrosísimas transcendentales consecuencias bajo el aspecto político, al frente de una revolución que empezaba, y en la cual se sentaba el primer precedente de violencia revolucionaria en el seno del primer cuerpo moderador del Estado.

     Sentimos haber de mostrarnos tan severos calificando aquel hecho. Pero al hacerlo, obedecemos a un deber de conciencia, al cual pensamos que habrán de hacer justicia los mismos que en él tuvieron parte, acaso en breve, arrepentidos de un voto, cuyo objeto y cuyas consecuencias sin duda no habían detenidamente calculado.

     Por eso no debió tener lugar aquella votación de sorpresa. Los Próceres menos amigos de Burgos, debían reconocer que las acusaciones del fogoso procurador, que no tenían otra prueba que las hablillas del vulgo, ni otro estímulo que la sinceridad, frecuentemente excéntrica y extremada, de sus intenciones, se hallaban más que rechazadas en las Observaciones; y si alguno, sin embargo, necesitase más explicaciones que las contenidas en el impreso, fácil le habría sido pedirlas a su colega, y honroso para todos que de palabra se completasen. Debían considerar que era, sobre vedado, anárquico y antiparlamentario, referirse en un Cuerpo colegislador a lo que en el otro, más al alcance de las pasiones del momento, se promoviese. Debían por último contemplar la brecha que abrían a la inviolabilidad de los Próceres, y a la independencia del Estamento, los que autorizaban a la mayoría a lanzar de su seno por un voto de indignidad a todos los que pluguiese arrojar de aquel recinto, bajo motivos o pretextos, que nunca faltan en la vida de los hombres públicos algo distinguidos.

     Era preciso, por una triste fatalidad, que ningún partido, que ninguna clase, que ninguna jerarquía, que ningún Cuerpo quedase exento de errores, y desaciertos y culpas en esta revolución malhadada; de cuyos extravíos nadie puede decir que no ha sido cómplice, y de la cual había de venir después sobre todos tanta expiación de males y tribulaciones. El Estamento de Próceres no se eximió de aquella ley fatal, ni de su expiación, por desgracia. No pasaron dos años sin que la revolución le suprimiera.

     Burgos se había ido al extranjero, no porque le humillase la declaración de sus colegas. Harto había mostrado la fiera altivez de su carácter, cuando en la tarde misma de aquel día, y pocas horas después de la votación famosa, se presentó paseando en el Prado. «Tengo necesidad, dijo a sus amigos, de ostentar esta tarde entre los desapasionados concurrentes al paseo, la aureola de ruines pasiones, que me han ceñido esta mañana en el Estamento.» Por otra parte, varios de los mismos Próceres se habían agolpado a casa de Burgos, a darle satisfacción del injusto acuerdo. Quejábanse todos de la sorpresa, y aún se dice que en una sesión secreta que celebró al día siguiente el Estamento, trataron algunos de exigir la responsabilidad al Presidente. Pero, a favor de la declaración de los Próceres, los periódicos enemigos de Burgos soltaron la rienda a su furor, y tanto más violentamente irritados, cuanto que por ninguna parte se hallaba rastro del expediente de Alcudia, ni de los demás fundamentos de la acusación, apuraron todos los medios de amargar la existencia y lastimar la sensibilidad de un hombre, que si bien de temple enérgico y de convicciones profundas, no podía ser indiferente a una serie no interrumpida de ultrajes.

     Burgos sintió la necesidad de ir a esperar bajo más despejada atmósfera la hora de su desagravio. No debió este tardar seis semanas. Antes de expirar el mes de noviembre, los archiveros de todas las secretarías del despacho habían certificado de que no existían ni habían existido los expedientes y procesos que figuraban en la acusación del Estamento de Procuradores. En los primeros días de diciembre la comisión mixta de Próceres y Diputados había declarado que nada existía entre los voluminosos papeles del empréstito Guebhard que pudiese perjudicar la opinión de Burgos. Si estos resultados, transmitidos sin dilación a la Secretaría de Estado, hubieran pasado en seguida a la de Próceres, debieran estos haber revocado al punto su acuerdo. Pero en la Secretaría de Estado se estancó el informe cinco meses, al cabo de los cuales se acordó darle curso, cuando iban a cerrarse Cortes. El Estamento nombró nuevas comisiones, empleó nuevos trámites, y hasta diciembre de 1835 no se le comunicó el acuerdo para que volviese a ocupar el puesto, de que le habían alejado combinaciones de partido.

     No satisfizo esta reparación tardía el orgullo ofendido de Burgos, quien no recató en su respuesta el desdén que le inspiraba una Corporación, que debía aparecer a sus ojos, bajo un aspecto poco ventajoso. Sin embargo, quería ocupar un sólo día la tribuna, y desahogar en ella la amargura de su corazón ulcerado. Con este objeto volvió a Madrid en el verano de 1836, cuando en el camino supo el alzamiento de la Granja y la abolición del procerato. -«El sargento García me ha vengado,» -dijo al saberlo: palabra terrible, cruel sarcasmo, que revela cuánto envenena, a los corazones más generosos y a las almas más elevadas el sentimiento de la injusticia.

     Burgos volvió sin detención a París. La vida política había acabado para él. Pero en aquella populosa a capital no renunció a los hábitos laboriosos de una existencia tan ocupada. Allí escribió la Historia del reinado de Isabel II, obra que acaso no verá la luz pública en vida de su autor, y de la cual no hemos visto sino un corto fragmento en los Apuntes para una biblioteca de españoles célebres contemporáneos, publicados hace dos años en París. Pero algunos de nuestros amigos, que conocen de ella más largos trozos, convienen en el relevante mérito de esta obra, que comprende desde la muerte de Fernando VII hasta fin de 1838. Dícennos que una de las cosas que más la realzan, es una galería completa de retratos, entre los que se distinguen por el brillo del pincel y por la perfección del parecido, los de los Sres. Zea Bermúdez, Martínez de la Rosa, Mendizábal y otros de los que más figura hacen en nuestra revolución.

     Las musas volvieron a ser también el recreo de la ancianidad de D. Javier de Burgos, como habían sido la pasión de su juventud primera. Allí compuso también vanas comedias; y en los Apuntes que ya hemos citado, hemos leído composiciones líricas de una audacia y de una novedad que no sospechábamos. Conocíamos ya la magnífica canción fúnebre a la muerte de la reina doña Isabel de Braganza, y una lindísima oda al casamiento del rey D. Fernando VII con doña Cristina de Borbón. Otras varias producciones, diseminadas en varias colecciones, nos habían hecho apreciar al hombre que pulsaba con igual facilidad todas las cuerdas de la lira. Pero en la Oda a la Razón, que sentimos no poder trasladar a nuestras páginas, elévase a muy grande altura de inspiración y de estilo el que supo decir -hablando del error-:

                                                                                                                               
   «¿Quién no le vio ostentando ardiente celo
Proclamarse insolente
El vengador del ofendido cielo,
Y entre preces austeras,
Alzar cadalsos y encender hogueras?
     Si el impulso violento
Mostró atajar más tarde,
¿No sustituyó a un mal, males sin cuento?
De apagar el incendio que atizara
Hizo estéril alarde.
Tolerante ser quiso, y hundió, el ara
Su torpe desvarío;
Huyó de ser fanático, y fue impío.
     Campëón de las leyes,
Paladín de sus fueros
Tal vez ser quiso, y combatió a los Reyes;
Exageró con fementido encono
Livianos desafueros:
Escalón del patíbulo hizo al trono,
Y alzó sobre él aleve
La brutal tiranía de la plebe...»

      Su Oda al Porvenir, empieza así:

                                                                                                                               
«¿Es pez el que en la espalda
Del piélago salado
Alza entre espuma surcos de esmeralda?
-No; que a intervalos en batir se place
Las blancas alas sobre el aura pura:
¿Es cisne por ventura?
-No, que humo espeso exhala su costado:
¿Es un volcán que de las ondas nace?
-No, que su mole entre ellas sobrepuja.-
¿Qué es pues? -Es nave que el vapor empuja»

     Son bellos, magníficos seguramente estos trozos. Un oído muy delicado podría desear, reparando sus composiciones, alguna vez más facilidad y blandura en el versificador, menos máximas, menos razón abstracta, y más imágenes en el poeta. Resiéntese a veces de la severidad del gusto latino, que digan lo que quieran los admiradores -en cuyo número nos contamos -de aquella poesía, no se adapta a los hábitos literarios de nuestra manera actual, más fantástica, menos austera, o más pervertida, si se quiere. Pero, a pesar de todo, no tenemos recelo en asegurar que aunque Burgos no hubiera compuesto más que las dos piezas que citamos, bastarían ellas para que nuestra patria le contase entre sus más distinguidos poetas.

     A fines del año de 1839, y aprovechándose de la corta tregua que dio a las pasiones políticas el Convenio de Vergara, Burgos creyó conveniente restituirse a su patria, buscar en el hogar doméstico el reposo que exigían sus años y los afanes de su laboriosa vida, y en el dulce temple del clima natal el alivio a sus enfermedades. Retiróse entonces a su casa de Granada; pero aún allí sus últimos años habían de señalarse con nuevas y útiles tareas. El Liceo de aquella ciudad, al rogarle que se inscribiese en el número de sus socios, añadió la súplica de que a las diferentes enseñanzas planteadas en aquel establecimiento, agregase el recién llegado algunas lecciones de Administración. El Liceo tuvo la dicha de oírlas, y aunque natural era que las doctrinas profesadas por el Ministro de 1834 no estuviesen acordes con las anárquicas ideas que prevalecían en 1840, no por eso dejaron de ser oídos aquellos discursos con acatamiento y entusiasmo.

     La Alhambra, periódico de aquella ciudad, insertó algunos, que los demás del reino se apresuraron a repetir, y que fueron por donde quiera leídos con ávido interés. Acaso no hay en ellos ninguna idea que el mismo autor no haya antes emitido en otras ocasiones y en otros documentos; pero las gracias de su estilo, y el vivo color ido y realce que da su imaginación a los asuntos más áridos, hacen parecer con novedad ideas con las que el mismo autor y la influencia de sus doctrinas nos habían familiarizado.

     «Objeto de la administración -dijo en uno de sus más elocuentes discursos, -objeto de su solicitud es el hombre antes de nacer, y lo es después que ha cesado de existir. En las escuelas del arte, prepara en efecto la administración socorros a las parturientas, y allana así allana senda de la vida a los que la naturaleza condena a recorrerla. Contra el virus maligno, que debe luego inficionar su sangre tiene la administración preparado un poderoso contraveneno en otro virus benéfico, que por la inoculación infiltra en sus venas. Preservado por ella el niño, de la lepra que durante siglos diezmó la infancia, la administración le lleva por la mano a las escuelas, que tiene establecidas; infiltra asimismo en su mente los gérmenes del saber, y le preserva de la lepra de la ignorancia, tan mortífera para el espíritu, como lo es para el cuerpo el virus de la sangre. Adulto en breve el Infante, la administración cuida de que ejercicios gimnásticos desarrollen sus miembros, y de que nuevos y más elevados conocimientos fortifiquen su inteligencia. Domiciliado en un pueblo, la administración vela sobre su seguridad y reposo, y cuida además de que aguas copiosas y saludables aplaquen su sed, alimentos abundantes y sanos satisfagan su hambre, árboles frondosos le proporcionen sombra y frescor en el verano, y calles espaciosas, ventilación, y comodidad en todas las estaciones. Ella abre cauces estrechos para llevar la fecundidad y la vida a las campiñas áridas, y los abre anchos para que los surquen barcos, cargados de los productos del suelo y de la industria. Ella borda las márgenes de estos cauces, cubiertas ya de pingües esquilmes, de vastas y sólidas rutas, sobre las cuales se alzan a su voz protectora cómodos y elegantes albergues, donde el viajero halle no sólo abrigo y seguridad, sino sosiego y aún regalo. De sus avenidas aleja ella al mendigo, y aún al ocioso, que no siendo observados ni corregidos, harían de la vagancia y de la miseria escalones para el crimen.

     La administración proporciona ocupación a los hombres robustos en los trabajos públicos; proporciónala en hospicios a los desvalidos, y a los delincuentes en los establecimientos de corrección. Socórrelos en sus dolencias, ora abriendo las puertas de los hospitales, ora derramando sobre el hogar doméstico los dones de la compasión privada y los consuelos de la caridad pública. A los desgraciados, que fruto de la flaqueza o del crimen, son abandonados al nacer, por sus padres, tiene la administración abiertos desde luego asilos para alimentarlos; y más tarde escuelas y talleres, donde, adquiriendo medios de vivir a sus propias expensas, pueden retribuir a la sociedad los beneficios de su santa tutela. Ni aún al morir el hombre, abdica la suya la administración. Ella preside a los funerales, aísla el asilo de los muertos, y señalando a los vivos la mansión que les aguarda, les ofrece en cada tumba un recuerdo de su miseria y una lección de moralidad.

     Si en las fases más importantes que acabo de recorrer de la vida del hombre en sociedad, es permanente y activa la acción de la administración, no lo es menos en las demás situaciones, ligadas como lo están íntimamente todas las de la existencia social. ¿Qué harían, en efecto, las autoridades militares y marítimas para el reemplazo, de las tropas de mar y tierra, si la administración no les señalase la juventud propia para entrambos servicios? ¿Qué harían los encargados de la cobranza de los tributos, si la administración no reuniese en el conocimiento exacto y completo de la materia imponible, los elementos de la equidad de la repartición, equidad de que depende esencial y casi exclusivamente la puntualidad en los pagos? ¿Qué haría la justicia misma con los criminales no merecedores del último suplicio, si la administración no preparase cárceles donde se custodiase a unos, talleres penitenciarios donde se corrigiese a otros, y presidios donde los más delincuentes hallasen a la vez escarmiento aprendizaje y castigo? ¿Hasta qué punto, en fin, no se neutralizarían las ventajas mismas del tráfico marítimo, si lazaretos ventilados y cómodos no reuniesen todos los medios de sofocarlos gérmenes de muerte, que entre sus algodones envía tal vez Esmirna a Marsella y Nueva York a Liverpool? Aún a los ministros del culto, sustraídos por la naturaleza de sus funciones a la influencia de la administración, los arrastra ella en su órbita, asociándolos a proyectos de beneficencia, y haciéndolos así colaboradores del bien, que de otro modo no tendrían medios de fomentar.

     Con razón, pues, califiqué yo un día de inmensa la administración, y enumeré y aún desenvolví los beneficios de su omnipresencia. Con razón igualmente dije en otra parte que se podía definir a 'la ciencia de lo útil y dañoso', dando a entender con esta designación -intencionalmente vaga, aunque exacta -ser ilimitada la esfera de sus atribuciones.

     En su incomensurable espacio yacerían sin fin mezclados y confundidos todos los intereses sociales, si no cuidase de su deslinde y clasificación una emanación de aquella alta inteligencia, que organizó un día los elementos de la materia, que se agitaban en el seno del caos primitivo. Como para el orden del mando físico amalgamó al crearlo, o separó aquellos elementos la mano del Supremo Hacedor, así amalgama o separa la administración la enorme masa de intereses aislados, en cuya armonía consiste la organización del mundo social. Hacer confluir en un punto de conveniencia común la mayor suma posible de estos intereses, fundirlos cuando son afines, impedir cuando son antipáticos el contacto, que luego traería el roce, y el choque a la larga, tal es la misión sublime de ese poder, que se designa en la actualidad bajo el nombre de administración.»

     Creemos que nuestros lectores nos agradecerán la inserción de tan bellas páginas. La ciencia así definida merecía tener por profesor a un poeta. Es cierto, sin embargo, que podemos preguntarnos al leerla, si eso es poesía, o si eso es la verdad: por lo que a nosotros toca, confesamos que no nos atrevemos a resolver la cuestión. En esa magnífica pintura creemos que hay algo más que administración. Ese cuadro es la vida, la sociedad entera, y nosotros no tenemos tan alta idea de la acción de los gobiernos, -a lo menos en lo que hasta ahora, por la experiencia y la historia los conocemos, -que creamos que ella sola es poderosa a constituir la vida, la organización de la sociedad.

     La administración pública es siempre más superficial, más egoísta de lo que para los grandes fines se requiere. En la administración no hay sentimientos, no hay entusiasmos, no hay creencias, no hay grandes pasiones, pocas veces abnegación, pocos sacrificios. El interés, el cálculo, la razón sola no bastan para dirigir a las sociedades, como no bastan las fuerzas mecánicas y las afinidades químicas para hacer vivir los cuerpos físicos; y en la administración no hay más que cálculo, interés, razón a lo más. Por eso las sociedades sin administración perecen; pero con administración sola no viven. Con anarquía y desgobierno se corrompen; pero con administración sola no se regeneran.

     Hay fuera del gobierno y de la administración moralidad, religión, sentimientos, principios, costumbres, que tienen una fuerza de acción y de vida, que no les dan los hombres, que no les dan los gobiernos; que la reciben de más alto, de más divino origen; así como hay males y vicios, y plagas sociales, que la administración no basta a extirpar, cuando la providencia permite que se desencadenen. El Sr. Burgos debe saberlo mejor todavía que nosotros, y a costa de una amarga experiencia. Por eso creemos que cuando da a su ciencia favorita la importancia a que la encumbra, está él mismo persuadido, de que la realidad de los hechos nunca puede arribar a la ideal perfección de tan bellas teorías. Mucho, sin embargo, pudiera acercarse, si al frente de los negocios públicos, hubiera siempre hombres entusiastas como él, hombres en quienes el interés del bien público fuera pasión.

     Tales hombres pueden cometer errores, como en todos los géneros los caracteres muy apasionados los cometen, y el Sr. Burgos acaso no está exento de ellos en su corta, aunque importante vida política. Pero a los hombres fríos y egoístas -por sabios que hayan sido, -jamás les han debido los pueblos adelantos ni favores; y los que ha dispensado Burgos a su patria, no serán estériles; y día vendrá que se recojan los frutos de los gérmenes fecundos que ha sembrado.

     Para él ha empezado ya la posteridad. Los partidos y combinaciones políticas en que pudiera figurar, han pasado por largo tiempo. Extraño a todos, aguarda el término de su vida en el retiro de su casa; y los consuelos de la amistad, los cuidados de la familia mitigan los agudísimos dolores de gota, que a intervalos amenazan su existencia. Burgos, casado desde 1805, ha tenido varios hijos, por cuya felicidad y fortuna se ha desvelado constantemente. Un hombre de una existencia tan afanada y laboriosa como la que acabamos de recorrer, no ha puesto menos cuidado en sus asuntos domésticos que en sus trabajos literarios y en los negocios públicos. Hombre de orden y de arreglo, no descuidó por la ciencia la fortuna. Sus constantes afanes, sus conexiones de amistad, y la buena posición en que se ha visto para hacer a veces lícitas, pero lucrativas especulaciones, acrecentaron su caudal en términos de haber servido la recompensa de sus tareas de fundamento a las imputaciones de malversación de que le culpó la envidia, con motivo de sus agencias en el empréstito Guebhard; al paso que ha gastado muchos años y considerables sumas en empresas grandiosas de agricultura, no coronadas todas con próspero resultado.

     Su carácter es una mezcla de calidades, que rara vez se reúnen; pero que una vez reunidas, no pueden menos de formar un sujeto altamente apreciable. Ningún hombre muestra más apego que él a sus doctrinas, ninguno tiene convicciones más íntimas y profundas; y nadie, sin embargo, profesa más respeto a las doctrinas y convicciones de los otros. Severo hasta la rigidez con respecto a los principios, es tolerante hasta la condescendencia con las personas que más opuestos los profesan. Serio y ceñudo naturalmente, hasta pasar por áspero y desabrido, es ameno en su trato familiar, festivo en su trato íntimo, agasajador y rumboso en su casa, amigo de la sociedad y de proporcionar recreos y placeres a los que disfrutan de su confianza y aprecio. Vehementísimo, impetuoso, irasci celer, como dijo de sí mismo el poeta latino a quien él ha hecho hablar la lengua de Garcilaso, es frecuentemente dócil y complaciente hasta la debilidad.

     El mérito ajeno le entusiasma. En el poder, colocó en los destinos por él creados, a los que creía que por su mérito eran dignos de ellos, aunque supiera que habían sido enemigos suyos; y amigos y parientes no recibieron en aquella época testimonios de predilección particular. Creemos que la injuria que ha dejado más profundos rencores en su corazón, y de la cual conservará más huellas, fue la que recibió en el Estamento de Próceres, y debemos respetar ese sentimiento de la ancianidad, noble, justo en su origen, y que recaía sobre un corazón ya lastimado por otros ultrajes. Por lo demás, sabemos que no conserva enemiga contra sus perseguidores, y consideramos con placer que aunque un disculpable compromiso de su juventud le atrajo tanta enemistad, y aunque los partidos ingratos han mirado con tanto desdén, y compensado con tantas acusaciones e invectivas sus grandes talentos, y sus no menores servicios, él con medios de fortuna, amigos, y consideración en el extranjero, no ha podido nunca borrar de su corazón el amor de la patria, fuera de la cual no podía vivir.

     No le fue traidor tan dulce sentimiento. Cuando creía venir a encontrar un sepulcro, han podido los aires vivificadores de su querida Andalucía ensanchar su corazón, dar treguas a la hora fatal que creía próxima; y prestar aún sombra a sus canas, -por días... ¡que quisiera dilatar largamente nuestro deseo! -las encantadas y pintorescas márgenes del Genil y del Darro.



Apéndice.

     Suspendida la biografía del Excmo. Sr. D. Javier de Burgos en 1842, en que la escribió el Sr. Pastor Díaz, y habiendo vivido aquel hasta 1848, nos ha parecido conveniente apuntar sumariamente los hechos, que entre una y otra época pasaron, tomándolos de la Biografía que al frente de su obra póstuma Anales del reinado de doña Isabel Segunda se publicó con las iniciales A. P.

     A los veinticinco años de haber publicado el señor don Javier de Burgos su traducción en versos castellanos de todas las obras de Horacio, emprendió y llevó a cabo su corrección y reforma, enriqueciendo sus comentarios, todo lo cual dio a la estampa en 1844.

     En 1843 fue electo Diputado por Granada, y a los dos meses nombrado Presidente de la Comisión para el arreglo del sistema tributario, de la cual eran vocales los señores Santillán, Pita Pizarro y Mon, terminándose en ocho meses tan importantes trabajos.

    Reelecto para las Cortes de 1844, fue nombrado Senador vitalicio a fines del verano de 1845; individuo del Consejo Real, y Presidente de su sección de Hacienda.

     En Mayo de 1846 ocupó nuevamente el Ministerio de la Gobernación, en el cual acordó y preparó una subasta de doscientos millones de reales para obras públicas, las Ordenanzas de Montes y una Instrucción para el deslinde y amojonamiento de los del Estado, de propios y comunes de los pueblos y de establecimientos públicos. Nombró una comisión para extender un proyecto de ley a fin de uniformar en todo el reino el sistema de pesas y medidas, cuya ley en efecto se dictó y ha tenido ejecución; fijó el espíritu de la de 1845 sobre ayuntamientos, y dio nueva y acertada organización a la Real Academia de San Fernando. Instrucción pública, beneficencia, carreteras, conducción de aguas a Madrid, fueron así mismo objeto de su atención especial: en diez y nueve días que duró en este último Ministerio, despachó más de dos mil expedientes, prodigio de actividad que su biografía debe consignar.

     Al cabo de dicho tiempo, él y el Presidente de aquel Ministerio hicieron dimisión, y vuelto a la paz de su hogar, tornó también a la Presidencia de la Sección de Hacienda del Consejo Real.

     A poco empezó a adolecer, y en 22 de enero de 1848, a los sesenta y nueve años de su edad, entregó su espíritu al Criador. Sus restos mortales yacen en el cementerio situado extramuros de la Puerta de Bilbao.

     Aunque Burgos sobresalía ante todo como administrador y economista, y como hombre de gobierno, no olvidando el carácter literario de esta publicación, por cuyo prisma principalmente se le considera, séanos permitido conservar dos rasgos característicos, que bajo este aspecto ilustran sus últimos momentos. Poco antes de fallecer se levantó, a las siete de la mañana, a corregir pruebas: era cercano su fin, y se deleitaba en conversar de literatura y administración.

     Sus últimas palabras fueron consagradas, al mismo tiempo que a la religión, a la excelencia del idioma del Lacio. Leyéndole el sacerdote, en aquella extremidad, algunas oraciones en castellano, «Los Evangelios, los Evangelios, -le dijo el moribundo; -y en latín; que me gustan más.» ¡Pocos momentos después dio el alma a Dios!

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