Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

Observaciones sobre la educación física, intelectual y moral, de Herbert Spencer1


Concepción Arenal



La gran reputación del autor de este libro, que, traducido al español, ha circulado bastante, y lo mucho bueno que contiene, nos mueve a llamar la atención sobre lo que juzgamos malo, más peligroso, porque, cuando a la verdad se mezcla el error, es fácil confundirlos, máxime si una eminencia científica da su prestigio para facilitar la confusión. Otro motivo hay para que la crítica bien intencionada venza naturales repugnancias y respetos, que, por otra parte, no pueden halagar sino a las medianías, y es que lo erróneo en la obra de Spencer nos parece efecto de una reacción, porque, como él dice: Cuando se abandona un error, ocurre de ordinario que se cae durante cierto tiempo en el error opuesto. Esta propensión del autor lo es también de muchos lectores, de la mayoría probablemente, y que no estando contenida, como en él, por una gran inteligencia y una vasta instrucción, exagerará el movimiento reaccionario; que sabido es cómo todos los discípulos acentúan y aumentan los extravíos del maestro.

No debe desconocerse el progreso, pero tampoco aplicar a la educación un evolucionismo exagerado. Debe estudiarse y respetarse la Naturaleza, pero sin convertir su culto en superstición, sin ir a parar a un naturalismo que ofrece graves inconvenientes. Han de estudiarse las armonías de lo bueno y de lo útil, pero sin hacer de la utilidad la base de la moral; porque si la utilidad es excelente como coronación del edificio, es pésima como cimiento. Ha de proscribirse la cruel y estúpida máxima de que la letra con sangre entra, pero sin tener por seguro que el maestro no sabe enseñar cuando el niño (cualquier niño) no tiene gusto en aprender.

Como el libro de Spencer nos parece exageradamente evolucionista, naturalista y egoísta (o utilitario); como hallará muchos lectores con las mismas tendencias, acaso tengan alguna utilidad las observaciones que nos ha sugerido y exponemos a la consideración de los que del asunto se ocupan.

No vamos a rebatir todo lo que nos parece inexacto, por carecer en algunos casos, al negar, de la seguridad que al afirmar parece tener el autor. La psicología del niño existe como necesidad, para algunos como aspiración, no como ciencia, porque no la tenían hasta aquí los únicos que hubieran podido constituirla. Los pensadores no se ocupaban de la niñez, dejándola encomendada a las madres y a los maestros de primeras letras, que, en su ignorancia, no ya un cuerpo de doctrina, pero ni aun materiales para formarle podían suministrar. Por eso no nos parece siempre prudente la seguridad con que se habla del espíritu del niño; por eso tenemos acerca de él, en muchos casos, dudas que otros no tienen, y la persuasión de que, cuando se sepa más, se demostrará la inexactitud de muchas cosas que hoy admitimos como ciertas.

No vamos a hacer un resumen del libro de Spencer, porque nos dirigimos a los que le han leído o han de leerle; que obras de esta clase no aprovechan conocidas por extractos. Únicamente, para la necesaria claridad, seguiremos en nuestras observaciones el mismo orden establecido en el libro, que consta de cuatro partes:

Primera. ¿Qué conocimientos son mas útiles?

Segunda. De la educación intelectual.

Tercera. De la educación moral.

Cuarta. De la educación física.






ArribaAbajo

- I -

¿Qué conocimientos son mas útiles?


Spencer enaltece las excelencias de la ciencia, y no seremos nosotros los que dejemos de aplaudirle por el entusiasmo y la verdad con que la ensalza. Sí, tiene razón cuando dice que la ciencia es moral, religiosa, artística y poética, y no conocemos pensador elevado y profundo, hombre verdaderamente científico, que no tenga algo de artista, de poeta y de sacerdote, que no nos impulse hacia lo bello y lo infinito. Si se nos opone una larga lista de eminencias científicas que han escandalizado a las almas timoratas, responderemos que el escándalo proviene más de la forma que de la esencia; está, por lo menos, tanto en los que le reciben como en los que le dan, blasfemos para los que cifran su fe toda y su fervor en el sacramento y en el culto, pero no impíos para el que tiene más alta y amplia idea de la religión. Y aunque uno u otro hombre científico pudiera ser tachado de impiedad, cosa tal vez no tan fácil como creen los que le acusan, no dejaría por eso la ciencia de ser religiosa; no se puede buscar y hallar la verdad sin aproximarse a Dios.

Pero la ciencia que ensalzamos, la que nos parece moral, religiosa, artística y poética, tanto quiere decir como conocimiento; abraza toda la esfera espiritual del hombre, y es la que puede dirigir y consolidar su educación. No es ésta o aquélla, o varias o muchas formas de actividad disciplinada, metodizada, ilustrada y dirigida: son todas las actividades, porque todas constituyen el hombre y han de ser objeto de la educación.

Spencer clasifica, según su importancia, las principales direcciones de la actividad, y lo hace de la manera siguiente:

1.º Actividad que concurre directamente a la conservación del individuo;

2.º Actividad que, proveyendo a las necesidades de la existencia, contribuye indirectamente a su conservación;

3.º Actividad empleada en educar y disciplinar la familia;

4.º Actividad que asegura el mantenimiento del orden social;

5.º Actividad de varias clases, empleada en llenar los momentos de ocio de la existencia, es decir, en la satisfacción de gustos y sentimientos.

«Tal es, dice, el orden jerárquico de las diferentes direcciones de la actividad... Es de toda evidencia que, en primer término, están las acciones y precauciones con cuyo auxilio nos aseguramos incesantemente nuestra seguridad personal..., actividades de diferentes géneros de importancia decreciente... En el desenvolvimiento sucesivo de la sociedad, la familia ha precedido al Estado; los hijos han sido educados antes de la existencia del Estado, y podrían seguir siéndolo después de su destrucción; el Estado perecería sin ellos; de esto resulta que los deberes de padre de familia tienen más importancia que los de ciudadano... La ciencia que concurra más directamente al desarrollo de la familia debe, pues, prevalecer sobre la que asegura la existencia de la sociedad. Las numerosas artes de agradable entretenimiento que llenan los ocios dejados por más grandes ocupaciones, tales como la poesía, la música, la pintura, etc., implican claramente la preexistencia social... Por consiguiente, todo lo que contribuya a formar buenos ciudadanos es más importante que cuanto pueda servir para adquirir ciertos talentos y satisfacer el gusto, y en materia de educación debe preferirse lo primero a lo segundo... Es innegable que estas diferentes ramas de educación tienen entre sí lazos muy estrechos, y que cualquiera de entre ellos ayuda útilmente para adquirir los demás... No pretendemos que sea necesario desenvolver la ciencia de la vida práctica proscribiendo el estudio de las artes y de la literatura; por el contrario, es preferible saber algo de todo esto. Sin embargo, las grandes divisiones que hemos establecido subsisten a pesar de esas ligeras restricciones, y se deducen unas de otras según el orden indicado, porque las divisiones correspondientes de la vida real dependen unas de otras en el mismo orden... Huyamos de consagrar nuestra inteligencia a un orden exclusivo de conocimientos, por importantes que nos parezcan, con perjuicio de los demás; dirijamos igualmente nuestra atención hacia todos, graduando nuestros esfuerzos por su valor relativo. Es preciso, sin embargo, exceptuar los casos en que aptitudes particulares determinan racionalmente la vocación de una ciencia especial, que se convierte en verdadera profesión. En general, el objeto de la educación debe ser adquirir en la mayor medida posible los conocimientos que ayuden más eficazmente a desenvolver la vida individual bajo todos sus aspectos, limitándose a desflorar aquellos que concurran con menos eficacia a este desenvolvimiento.»

Hacemos estas citas como recuerdo e indicación, pero comprendiendo que es necesario leer todo el libro para persuadirse que, a pesar de ciertas salvedades y concesiones que un talento superior no podía menos de hacer, Spencer, si no es exclusivista, si no limita la educación a ciertas facultades, prescindiendo completamente de otras, por el orden jerárquico que establece, y por sus explicaciones, claramente se ve la mayor importancia que da a los conocimientos que, a su parecer, contribuyen más eficazmente al bienestar físico y prosperidad material del individuo, y cierta indiferencia, por no decir desdén, con que mira la satisfacción de gustos y sentimientos, y el modo de distraer los momentos de ocio, como él dice, con muy poca exactitud, a nuestro parecer.

Ocurren tres objeciones esenciales al sistema propuesto:

Primera. Se considera sucesivo lo que es simultáneo.

Segunda. Se considera accesorio lo que es esencial.

Tercera. Se llama la atención del educador sobre la importancia de los actos, en vez de insistir sobre la dificultad.

Considera sucesivo lo que es simultáneo.- Spencer tira una línea y la divide en cinco partes, diciendo: esto tiene importancia primera, aquello segunda, etc., en vez de trazar una circunferencia dividida en cinco, seis o diez partes, que sobre esto habría mucho que hablar, pero todas equidistantes del centro, y con importancia igual, si no en la extensión, en el tiempo, de modo que alguna puede ser mayor, pero ninguna es después.

Seguramente, lo primero que necesita el niño así que nace es respirar y mamar; pero desde el momento en que empieza su vida de relación y puede comenzar a educarse, en vez de la escala o la línea se presenta la circunferencia y la simultaneidad de lo que se supone sucesión.

Su instinto de conservación hace mucho, pero necesita ser auxiliado por superior experiencia de los peligros que, sobre todo en los pueblos muy cultos, están como enmascarados y no pueden precaverse por el solo impulso instintivo.

No tiene deberes de padre que llenar, pero sí de hijo, de nieto, de hermano, y hay que dirigirle y enseñarle en sus relaciones de familia. No tiene que dar su voto para nombrar alcalde ni diputado, ni declarar en juicio, pero sus relaciones sociales con criados, vecinos, amigos, compañeros o desconocidos, son desde luego jurídicas, conforme o contra justicia, y hay un derecho que respetar o que hacer valer, ya se trate de un juguete o de la posesión de un palacio.

Respecto a la categoría que en el orden numérico ocupa el último lugar, debe notarse que, tan pronto como el niño tiene aptitud para recibir alguna influencia educadora, se observan en él impulsos buenos que hay que auxiliar, impulsos malos que hay que reprimir, gustos que hay que depurar y aburrimientos que conviene entretener. El egoísmo, raíz de los males que obra el hombre, prepondera en el niño que no es delicado en sus aficiones ni escrupuloso para divertirse haciendo daño y causando dolor. Al mismo tiempo que se educan sus facultades, hay que educar sus sentimientos y sus gustos; porque tan seguro como que comerá y beberá cuando tenga hambre y sed, es que querrá ser primero para todo, si no único, e imponer su voluntad y divertirse. El objeto de los deseos no altera esencialmente la importancia subjetiva que tienen: que se encapriche con una mujer que no le ama o no le conviene, o se lo antoje la luna; que se distraiga de penosas preocupaciones oyendo música clásica, o que cese su llanto al escuchar el ruido desacorde que la niñera hace golpeando un objeto de loza, de cristal, o una superficie metálica, no será menos cierto que, en el albor de la vida, como en la plenitud de ella, si no en el mismo grado, de la misma naturaleza, hay impulsos que reprimir, gustos que depurar, y estados del ánimo molestos y aun aflictivos en que es conveniente o necesario promover una modificación.

No es tampoco exacto, como pretende Spencer, que «la ciencia que concurra más directamente al desarrollo de la familia debe prevalecer sobre la que asegura la existencia de la sociedad».

Observemos lo primero que es una misma la ciencia que contribuye al bien de la familia y al de la sociedad, aunque haya alguna variación de forma en sus aplicaciones. Así, por ejemplo, las leyes que lo son verdaderamente de la economía política tienen aplicación a los individuos lo mismo que a las sociedades, y la higiene pública y la privada no parten de principios diferentes. Después, o antes, nótese que, si no puede haber sociedad sin individuos, tampoco hombres sin sociedad2, y que, por consiguiente, es tan necesario condicionar racionalmente las relaciones sociales como las de familia.

En cuanto a que las bellas artes implican la preexistencia social, cierto que no pueden existir sin sociedad: pero ¿ésta existe sin ellas? Las tribus más rudas rinden culto a la belleza, y Spencer, que donosamente compara la instrucción tal como se ha dado, y aun se da, al salvaje que no se abriga y se adorna, ya que es tan entusiasta, y aun diríamos fanático, de la Naturaleza, debiera haber visto cuán hondas raíces tiene lo que ligeramente se califica de superficial; que el hombre, aun el más rudo, no vive sólo de pan, y que es tan naturalmente artista como sociable. Y decimos esto por lujo de condescendencia con las propensiones naturalistas del autor, porque, en cuanto a nosotros, lo que nos parece importante para educar al niño no es dirigir la razón y muchas veces soltar la imaginación sobre el hombre de la Naturaleza, sino estudiar bien el de hoy, y comprender la diferencia de lo que es natural en los bosques primitivos y en las grandes ciudades. Pero, aun dejándolas o internándonos en los bosques, ya vemos en el salvaje al artista, que antes prescinde de la comodidad que de la belleza.

Consintiendo por un momento en admitir como reglas lo que, cuando más, serán datos, y aceptando puntos de vista que no nos parecen propios para descubrir la verdad, siempre descubrimos ésta: que todas las actividades del niño como del hombre son simultáneas, y que simultáneamente debe obrar sobre ellas la educación para ser provechosa.

Se considera accesorio lo que es esencial.- En los errores no hay orden, pero sí encadenamiento, y después de calificar de sucesivo lo que es simultáneo, era difícil no tener por accesorio lo que es esencial-, lo principal será lo primero. Spencer quiere que ante todo y sobre todo se enseñe la ciencia; que el niño aprenda y el hombre sepa cómo se conserva la vida y la salud, y los medios de prosperar, y los deberes de padre y de ciudadano; esto es lo importante, y luego, mucho después, se verá cómo entretiene sus ocios y cómo satisface sus gustos.

Es un hecho que el niño, desde muy pequeño, lo mismo que tiene hambre si no se alimenta, se aburre si no se ocupa o se entretiene, si no trabaja o no se divierte; y no puede ser de otro modo, puesto que el espíritu necesita alimento como el cuerpo. Se dirá que la ciencia le alimenta: respondemos que sí, pero en parte nada más, porque el espíritu necesita y aspira, no sólo a lo verdadero, sino a lo bueno y a lo bello, y, como el descanso material del sueño, ha menester el espiritual de alguna distracción o recreo. Forman parte integrante del hombre sus sentimientos, sus gustos y la necesidad de distraer el tedio de sus ocios. Es asunto más digno de estudio que estudiado la importancia de las diversiones y su influencia; que, a comprenderse bien, sería objeto preferente de legisladores, estadistas, moralistas y filántropos.

El niño desde muy temprano quiere, no sólo distraerse, sino salirse de la realidad, y recurre a la ficción; juega a las visitas, al toro, a hacer comidas, a comprar y vender, a civiles y ladrones, y a otras mil cosas que inventa, según las circunstancias, para gozar en la representación de lo que realmente no tiene. Cuando el juego no consiste en un ejercicio que por condiciones especiales absorbe toda la atención, ésta se complace en situaciones que, con ser mentidas y saberlo él, no dejan de proporcionarle un grande entretenimiento. Más tarde, en la inacción o en el preciso descanso, el peso del tedio será más abrumador, y más complicados y peligrosos los medios de sustraerse de él. Los millones de hombres que se pervierten, que se arruinan, que en vez de protección dan malos ejemplos a su familia, ¿contra qué escollo han ido a estrellar su virtud? Sucumbieron al distraer los ocios y satisfacer los gustos; ésa es la gran sima donde se hunde la moralidad de los rudos y de los cultos, y allí hay que acudir, con la ciencia sí, pero también con el sentimiento y con todo lo que eleva y purifica el gusto. Si para nosotros no fueran simultáneas las actividades, no vacilaríamos en dar lugar preferente a las que Spencer coloca en el último; porque si los extravíos del hombre están principalmente en sus diversiones y en la satisfacción de sus gustos, si allí pierde tantas veces la salud, la fortuna, la virtud y la honra, donde existen los peligros mas inminentes deben dirigirse los mayores esfuerzos para conjurarlos.

Dado el hecho innegable de que el niño y el hombre necesitan distraerse, cuando no lo hagan racionalmente se divertirán brutalmente; dado que el niño y el hombre tienen afectos, éstos pueden convertirse en pasiones que les extravíen si no hallan alimento sano y dirección conveniente. Repetimos que el auxilio de la ciencia, lejos de desdeñarse, debe tenerse en mucho; pero ha de entenderse la ciencia en su sentido más lato de conocimiento; ha de comprender la psicología y la moral, lo mismo que la fisiología y la economía política, de modo que, conociendo al niño, tanto físico o intelectual, como afectivo y artista, comprenda todas sus necesidades, todas sus aspiraciones, todas sus aptitudes, todos sus peligros, en cuyo caso no podrá menos de considerar como cosa esencialísima cuanto al sentimiento y al gusto se refiere.

Se llama la atención del educador sobre la importancia de los actos en vez de insistir sobre su dificultad.- Este error está relacionado con los anteriores; pero las funciones que principalmente deben de llamar la atención del educador y exigen su principal cuidado, no son las más importantes, sino las más difíciles. Lo más importante para vivir, es respirar; pero como esto se hace instintivamente, no se necesitan lecciones para que el niño respire. Ya Spencer se hace cargo de que el instinto auxilia para la conservación de la vida; pero omite la advertencia esencial de que los grandes esfuerzos del educador han de dirigirse a las grandes dificultades que ofrecen los afectos convertidos en pasiones, las inclinaciones pueriles o perversas, y la grosería o depravación de los gustos. Hay cosas importantísimas que el niño hace naturalmente, o con poco esfuerzo, y el del educador ha de tener por objeto principal aquellas que necesitan mayor auxilio externo, porque para realizarse encuentran interiormente más dificultad. Esto, que en general es cierto, tiene aún mayor importancia en las aplicaciones particulares, y según la naturaleza del individuo y su posición social. Si se trata de un niño muy rico, se puede prescindir casi de los medios más propios para proveer a la subsistencia, y es preciso una atención especial para que el empleo de la riqueza no tenga una influencia depravadora. Las inclinaciones varias, si son desordenadas por su dirección o por su fuerza excesiva, necesitan correctivo en la medida de su persistencia, y a veces cuesta más trabajo corregir un defecto pequeño que dirigir poderosas iniciativas. Cosa bien sencilla parece que el educador, como todo el que encuentra una dificultad, ha de medir a ella el esfuerzo; lo que importa mucho es penetrarse bien de que esta dificultad no se halla siempre en las cosas que se califican de primera importancia, y que además varía mucho según los individuos. Y no se diga que nunca merece atención primera lo que no es principal, porque los defectos en las personas son como las vías de agua en los barcos, y si se los deja, nadie sabe hasta donde podrán crecer y complicarse.




ArribaAbajo

- II -

La educación intelectual


Censura Spencer con tanta razón como energía los métodos de enseñanza hasta aquí seguidos, y que para muchos países (entre los cuales desgraciadamente se encuentra España) no pertenecen al pasado, sino al presente.

Las palabras en vez de las cosas;

Los libros en lugar de los hechos;

La autoridad ocupando el puesto de la razón;

La rutina sustituyendo al plan razonado;

Las fórmulas que se encomiendan a la memoria pasivamente, y la tendencia a embotar la originalidad y energía individual, en vez de estimularlas, desconociendo las ventajas de la gimnasia del espíritu, y que las relaciones que se encuentran se saben mejor que aquellas cuyo conocimiento es debido al trabajo ajeno;

Las reglas generales y las abstracciones antes de conocer lo particular y lo concreto;

La mortificación sustituida al natural atractivo que el conocimiento de la verdad tiene;

La hostilidad que existe entre el maestro y el discípulo, en vez de la armonía que debiera existir.

Tales son los principales cargos que el autor razona contra los antiguos métodos de enseñanza en la segunda parte de su obra, que es, a nuestro parecer, la de mayor mérito y utilidad. Pero si en ella hay mucho digno de aceptación y de elogio, también hay algo esencial que no podemos admitir como verdadero, y es lo que calificábamos al comenzar estas observaciones de naturalismo y evolucionismo exagerados.

Mucho convendría en ocasiones definir ciertas palabras antes de usarlas, porque, cuando su significación es base o clave de sistemas o teorías, preciso es saber con exactitud lo que por ellas quiere significar el pensador que las emplea; tal es, en el caso presente, la palabra naturaleza.

Hay que observar la Naturaleza e imitarla;

Hay que tomar las lecciones de la Naturaleza;

Hay que seguir los impulsos de la Naturaleza;

Hay que confiar en la Naturaleza;

Sigamos confiados la disciplina de la naturaleza, etc.; etc., etc.

Estas y otras frases semejantes, empleadas con frecuencia por muchos escritores y por nuestro autor, aparecen con una significación vaga, porque no se sabe a punto fijo lo que entienden por la naturaleza.

Se dirá que ya se comprende lo que quieren decir poco más o menos; pero en asuntos graves, del poco menos y del poco más resulta a veces la desviación de dos líneas que forman ángulo; muy pequeña primero, crece indefinidamente a medida que se prolonga. De acuerdo en algunos principios, en muchos tal vez, al ir haciendo aplicaciones empiezan las divergencias, que pueden llegar y llegan hasta el punto de que unos ven en la Naturaleza una fiera que es preciso encadenar, y otros una divinidad a quien se debe adoración: a los últimos se inclina Spencer, si no pertenece absolutamente a ellos. «Hoy comenzamos a comprender (dice) que las cosas llevan en sí mismas su regla y su ley; que el trabajo, el comercio, la navegación, la agricultura, subsisten mejor sin reglamentación que reglamentados», etc., etc.

Que las cosas todas tienen su ley, es claro; pero que la ley de ellas sea lo mismo que su regla equitativa, cuando se trata de aplicaciones sociales, he aquí lo dudoso en ocasiones y lo falso en otras. Siguiendo al autor en las comparaciones materiales, a que es aficionado, demasiado aficionado, diremos que es ley que el fuego reduzca a ceniza objetos de gran utilidad sometidos a su acción, pero que esta ley no lleva consigo las reglas que deben establecerse para evitar el daño, lo cual no se logra sin ciencia, arte y grandes sacrificios, que a veces llegan hasta el de la vida. El barco que sigue la línea más recta con velocidad igual, llega más pronto a su destino; pero esta ley no lleva en sí la regla de que, al avistar otro en la misma línea y opuesta dirección, para evitar un choque se desvíen ambos de su rumbo hacia la derecha, o sea dándose la mura de babor, como dicen los marinos, regla de que, según es fama, se apartan con frecuencia los ingleses con daño ajeno y propio. Es ley económica que, en igualdad de todas las demás circunstancias, el cargamento de un buque vale más cuanto es mayor; es ley también que los armadores quieran realizar cuanta ganancia les sea posible sin preocuparse mucho, y a veces ni poco, de las fatigas o peligros que aumenta una carga excesiva; por lo cual, después de muchos clamores y de muchas desgracias, Inglaterra tiene la honra de haber establecido la regla de que sus barcos no puedan cargarse mas de lo que indica una línea blanca que llevan al costado y ha de quedar visible fuera del agua. Sin duda se confunden las trabas con las reglas, aquéllas son funestas; éstas, no sólo útiles, sino necesarias, y sin las pocas y mal seguidas que hay sería imposible la navegación y el comercio, para el que se pide la supresión de todos los reglamentos.

En cuanto al trabajo, parece imposible que nadie que haya visto trabajos, o sepa de ellos, diga que lleva en sí mismo su regla y su ley, justa se entiende, y adecuada al bienestar y perfección del hombre. La sociedad ha tenido que intervenir respecto de las horas de trabajo, especialmente de los niños, y para el saneamiento y disminución de peligro de muchas industrias, siendo muy sensible que no intervenga más y proteja más eficazmente la salud y la vida de los trabajadores. Al pobre marinero, a quien la miseria lanza sobre un buque podrido que no debía navegar; al pobre albañil, que cae de un andamio porque el dueño de la obra no desembolsa unos cuantos duros, decidles que el trabajo lleva en sí su regla y su ley: sí, la ley que se resume en esta exclamación: ¡Ay de los vencidos!, es decir, de los débiles, y los débiles son los pobres y los ignorantes cuando se hallan enfrente de los ricos y de los que saben. Pero ¿qué digo pobres e ignorantes? Spencer, él, inteligente y sabio, que no creo que esté necesitado, porque en Inglaterra, dicho sea en honor suyo, los grandes pensadores que trabajan no suelen ser pobres; Spencer, ¿no se duele de haber abusado él mismo del trabajo intelectual con perjuicio de su salud? ¿Cómo, si lleva en sí su regla y su ley?

La idolatría de la Naturaleza, que conduce al dejar hacer, dejar pasar en la sociedad, si hay lógica, debe establecer la misma regla en la familia con perjuicio de la educación.

Todo lo que sucede es natural (a menos que no se tenga por milagroso); y como no todo lo que sucede es bueno, de aquí la necesidad o la conveniencia de modificar en cierta medida la Naturaleza, y de sustraerse en ocasiones a su imperio absoluto. La vida, tanto la fisiológica como la social, es una alternativa continua en que el hombre se aprovecha de la Naturaleza y la combate, en términos de que si se sale de ella perece, y si se abandona a ella perece también. El educador deberá tener esto muy presente.

Extraña Spencer y clama contra el hecho de que para hacer un par de botas sea necesario aprendizaje, y que no se exija conocimiento alguno para desempeñar la difícil misión de padre de familia. Aunque haya en esto mucho que deplorar, no hay nada que extrañar, siendo la formación de la familia una cosa instintiva, natural, y su educación una cosa reflexiva y que requiere mucho trabajo, mucha ciencia y mucho arte.

Si la Naturaleza es el bien, ¿cómo se ha llegado al mal? ¿De dónde ha venido el impulso y el poder de separarse de ella y enseñar a los niños por métodos preternaturales? ¿De dónde salió todo el absurdo artificio pedagógico, y cómo los hombres no comprendieron primero con más facilidad y ejecutaron naturalmente lo que era natural? Porque racional no es sinónimo de natural; el conocimiento de la Naturaleza no brota de ella, sino que, por el contrario, es obra de siglos y de los esfuerzos constantes de muchas generaciones. «Así como se ha demostrado (dice Spencer) que ninguna disciplina, por hábilmente combinada que esté, influye en la moralidad del preso tanto como la disciplina moral del trabajo, de igual modo, en materia de educación, es imposible obtener resultados satisfactorios sin someterse a las leyes naturales, limitándose a secundar el movimiento espontáneo del espíritu en su progreso hacia la madurez.»

Cierto que el trabajo, si no es el único, es un esencial elemento de la corrección del penado; pero bien puede decirse que no hay cosa menos natural. El delincuente, por lo común, es holgazán; para él, lo natural es no hacer nada, y la organización del trabajo en las prisiones constituye un problema dificilísimo que, lejos de resolverse naturalmente, exige mucha ciencia, mucho arte, mucha perseverancia y abnegación. A la verdad, no comprendemos la razón de comparar el penado al niño, cuando la espontaneidad de aquél, auxiliada a veces por las circunstancias, suele ser la que le ha llevado a presidio, y a contenerla y modificarla se dirige la acción penitenciaria. Pero, prescindiendo de la mayor o menor exactitud de la comparación, ¿es la espontaneidad del niño impulso tan suficiente ni guía tan seguro que el maestro deba limitarse a secundar su movimiento espontáneo? Permitido es dudarlo, y más si la regla se aplica a todos los niños, lo mismo a los más activos que a los más apáticos, de igual modo a los de escasas facultades que a los muy inteligentes.

En apoyo de que la repugnancia por tal o cual estudio no es innata, sino producida por el sistema poco juicioso del maestro, nuestro autor cita a Fellenberg cuando dice: «La experiencia me ha enseñado que la indolencia en los jóvenes es cosa tan contraria a su necesidad natural de actividad, que, a menos de ser efecto de una mala educación, es casi siempre indicio de algún defecto constitucional.» Sobre que lo absoluto de la proposición está limitado por un casi, que bastaría para que el maestro no calificase de malo su sistema de enseñanza porque un discípulo no tuviera gusto en aprender, tiene otra limitación más amplia en la posibilidad de un defecto constitucional. Estos defectos, ¿son raros, o frecuentes? Es probable que haya sobre el asunto variedad de opiniones; pero si los defectos constitucionales existen, muchos o pocos, y el que los tiene ha de recibir educación (la necesita más), el educador no debe considerar siempre la falta de gusto en aprender como prueba de que no sabe enseñar.

La actividad en la niñez y en la juventud es grande y espontánea, salvas excepciones que suelen ser de origen patológico; pero ¿lleva siempre consigo su regla, de modo que pueda constituirla para el educador, tanto respecto a su dirección como de su intensidad? Por debajo y por encima del nivel medio intelectual hay deficiencias apáticas y exuberancias absorbentes: débiles de espíritu que hallan más molestia que gusto en ejercitarle, y extraordinariamente fuertes en una o varias facultades que monopolizan, por decirlo así, la actividad y la espontaneidad, y, lejos de tener gusto, necesitan esfuerzo para ejercitar las otras, lo necesario para el conveniente equilibrio y armonía. En todos estos casos, la falta de complacencia en aprender no indica la de aptitud para enseñar.

Es también una afirmación demasiado absoluta la de que «la actividad sana (de las facultades intelectuales) es agradable, y la que no lo sea degenerara en morbosa». Si ésta es la regla, que lo dudamos, tiene muchas excepciones, y podemos afirmar alguna de ellas. Si el autor reconoce «que algunas de nuestras facultades superiores, todavía poco desenvueltas en la raza, y que sólo poseen en cierto grado las mejores organizaciones, no son siempre impulsadas a una actividad suficiente por su objeto», ¿cómo afirma que respecto de otras no puede acontecer lo propio, y con las mismas en inferior grado? Téngase en cuenta que las mayores diferencias intelectuales, entre hombres que no son imbéciles ni están locos, son de cantidad, no de cualidad; que el esfuerzo que esta cantidad necesita es relativo a la fuerza del que ha de hacerle, y será penoso para el que tenga poca aptitud intelectual o poca actividad, mientras puede ser agradable a otro más inteligente y activo. Repugna a la razón y no puede invocarse la experiencia a favor de una ley que hace siempre atractivo el ejercicio de las facultades inferiores, dejando para las más elevadas la necesidad de penoso esfuerzo, como si todas no fueran de una misma naturaleza, y la diferencia de aptitudes no pudiera hacer penoso o placentero el mismo grado de tensión mental.

Respecto al poder de la espontaneidad, es más fácil negarle contra razón o exagerarle que apreciar su verdadero valor. El niño desde muy temprano está rodeado de lecciones y estímulos que pasan desapercibidos, pero que constituyen un elemento de vida intelectual de la mayor importancia. La observación de los sordo-mudos tal vez podría ser útil a los que exageran el poder de la espontaneidad. La suya, si no abandonada completamente a los propios medios, recibe escaso auxilio cuando la educación no es muy esmerada; ¿y qué resultado produce? Puede verse en la limitada actividad intelectual y obscurecida razón del sordo-mudo, a quien no se han dado medios de remediar el aislamiento en que le tiene su enfermedad, de vencer el obstáculo que, oponiéndose a la comunicación con sus semejantes, le priva de los medios espirituales exteriores que estimulan, auxilian, y puede decirse vivifican la espontaneidad. La suya ¿por qué es tan apática? ¿Por qué discurre tan poco y tan mal cuando, a fuerza de arte, no se le pone en comunicación con los que tienen actividad mayor y discurren bien? No faltará quien, confundiendo la espontaneidad intelectual y la vivacidad material con que el sordomudo procura suplir la falta del oído, suponga que juzgamos equivocadamente la iniciativa de su espíritu; pero es lo cierto que se halla muy paralizado, como saben todos los que de cerca le observan. Se dirá que la espontaneidad, para manifestarse con su natural poder, necesita circunstancias normales, y que las del sordo-mudo no lo son: cierto; pero ¿qué es lo que constituye las circunstancias normales? La sociedad con los semejantes, que es comunicación de sentimientos, de ideas, y el aumento que resulta de fuerzas reuniéndolas y aplicándolas más provechosamente por medio de la división del trabajo. Pero el niño da mucho menos que recibe, aun en la esfera del sentimiento, y en otras recibe, sin dar en mucho tiempo nada en cambio: es cierto que no recibe pasivamente, pero también lo es la gran importancia de lo que se le dé ya como alimento, ya como estímulo, probando la observación que de uno y otro necesita, y que, por lo tanto, el maestro no debe limitarse a secundar el movimiento espontáneo del espíritu, como dice el autor. Aquí vemos también el efecto de la reacción: antes el discípulo era pasivo; ahora ha de serlo el maestro, cuando la educación intelectual debe ser el resultado armónico de la actividad de entrambos, de las diversas iniciativas que parten de cada uno de ellos, varias en número y calidad según los casos, y que confluyen a los mismos puntos para producir el mayor efecto útil, que es el máximo desarrollo armónico de las facultades intelectuales.

Si la misión de un maestro se reduce a secundar movimientos espontáneos, ¿cómo afirma Spencer que «educar a un niño no es cosa fácil y sencilla, sino, al contrario, extraordinariamente difícil y compleja, la tarea más ruda de la vida adulta?» ¿Cómo dice que el alto concepto de la educación no puede ser realizado «por personas apasionadas, poco amantes, poco previsoras... y que requiere en la practica mucho trabajo y abnegación?» Porque el sistema no puede cerrar el paso a la verdad en una inteligencia tan amante de ella.

Con razón observa nuestro autor que, si bien en principio nunca se ha desconocido que era necesario adaptar la enseñanza a la capacidad del discípulo, las dificultades a las fuerzas intelectuales, y que el niño no puede comprender y reflexionar como comprende y reflexiona el hombre, en la práctica, aunque no se prescindiera absolutamente de estas verdades, tampoco se las aplicaba con rigor y constancia, sino que, por el contrario, se obraba con frecuencia como si se desconocieran u olvidaran. Pero si merece elogio por combatir enérgicamente el sistema de reglas, generalizaciones y abstracciones con que se fatiga la cabeza de los niños y se obscurece, en vez de iluminar, su inteligencia, no es igualmente laudable la exageración de evolucionismo en que, a nuestro parecer, incurre, y que, combinada con lo que exagera el poder de la espontaneidad y las excelencias de la Naturaleza, tendría graves inconvenientes para el que no separase lo cierto de lo exagerado y aun de lo falso en la teoría. Apoyaremos nuestra afirmación en algunas citas textuales:

«... es ésta una deducción a cuya exactitud harán justicia cuantos conocen la relación que existe entre la evolución del individuo y la de la humanidad.»

«El rasgo común de todos estos métodos (los buenos) es que conducen al espíritu del niño por los caminos que ha seguido el espíritu de la humanidad.»

«La educación del niño debe seguir en su modo y orden la misma marcha que la educación de la humanidad, considerada bajo el punto de vista histórico.»

«... resulta que desde el momento en que ha existido un orden determinado para la adquisición por la humanidad de los diferentes conocimientos que ésta posee, existe en el niño una predisposición a adquirir esos conocimientos en el mismo orden. De modo que, aun cuando este orden fuera en sí mismo indiferente, se facilitaría la educación cuidando de conducir al espíritu del individuo por los trámites que pasó el espíritu de la raza. Pero este orden no es3 indiferente en sí mismo, y de aquí la razón fundamental por cuya virtud la educación debe reproducir, en pequeño, la historia de la civilización. Puede probarse, además, que el desarrollo histórico está sometido a leyes necesarias, y que sus causas se aplican lo mismo al individuo que a la especie. Para no entrar en la exposición detallada de todas estas causas baste decir ahora que si la inteligencia humana, asediada por toda clase de fenómenos y esforzándose por comprenderlos, ha llegado, después de una serie infinita de comparaciones, especulaciones, experiencias y teorías, a la ciencia de cada objeto por un un camino particular, es razonable inferir de ello que la relación del espíritu con los fenómenos es tal que no puede adquirir esta ciencia por ningún otro camino. De las razones expuestas se deduce que, para hallar el buen método de educación, debe consultarse la marcha que la civilización ha seguido.»

¿Qué quiere decir esto? Para nosotros significa que el educador debe saber la historia de la inteligencia humana en cuanto es posible saberla; los caminos que ha seguido; aquellos por donde se ha extraviado; los obstáculos que se opusieron a su progreso, y los medios y modos con que los ha vencido. Que de este conocimiento debe sacar provechosas lecciones para el grado de las ideas que procure dar o despertar en el niño, porque su infancia en muchas cosas puede compararse a la de los pueblos, y la psicología de los primitivos alguna luz puede dar respecto a la de los primeros años del hombre. Los párrafos citados y otros análogos tienen para nosotros esa significación; pero ¿tendran la misma para todos los lectores? Es de suponer que no, porque necesitan interpretar y, lo que es más, suprimir parte del texto, cuya letra, convirtiendo las analogías en identidades, da fuerza de ley a la comparación, que, si a veces sirve de auxiliar a la verdad, otras muchas aparta de ella.

Al leer que se ha de conducir el espíritu del individuo por los mismos tramites por que pasó el espíritu de la raza..., que no puede adquirirse la ciencia por ningún otro camino..., que para hallar el buen método de educación debe consultarse la marcha que la civilización ha seguido..., considerada bajo el punto de vista histórico..., y otras semejantes, ¿no habrá algún lector que haga preguntas parecidas a éstas? Las apatías, los terrores, las pasiones, el engaño, el abuso de la fuerza bruta, estos y otros obstáculos que se han opuesto al progreso de la inteligencia, porque son naturales, porque son históricos, ¿han de considerarse como medios obligados para llegar al conocimiento de la verdad, como escalones, cuando fueron hierros punzantes que tantas veces se clavaron en los pies y hasta en las entrañas de los que intentaban elevarse hasta ella? ¿Cuánto tiempo ha de dejarse a cada niño en cada uno de los infinitos errores en que la humanidad ha caído, y hasta dónde deben tolerarse las pasiones salvajes y los gustos bárbaros? ¿Basta la vida para adquirir ninguna ciencia, si ha de seguir, ni iniciar siquiera, el individuo los caminos por donde ha pasado la inteligencia de la humanidad?

Dejando aparte estas y otras dudas que puedan ocurrir a algún lector, y los muchos comentarios y críticas de que son susceptibles los párrafos citados, y otros en el mismo sentido que podrían citarse, procuraremos probar que el paralelismo en el desarrollo del individuo y de la raza, que de Comte toma Spencer, y cuyo conocimiento, preciso a su parecer, aplica a la educación intelectual, es imposible de plantear por dos razones tan poderosas, que cualquiera de ellas basta para invalidar la teoría.

PRIMERA.- No puede establecerse con exactitud la dirección de la primera línea.

En efecto; la norma que busca el autor, y la que necesita dado su sistema, es el desarrollo espontáneo, natural, de las facultades intelectuales de la raza, para conducir por el mismo camino al individuo que se educa. Pero el desarrollo histórico, el único que con alguna exactitud puede estudiarse, no es el espontáneo, que no ha podido verificarse, por circunstancias exteriores que han turbado su trabajo interno y cambiado y torcido su dirección.

El abuso de la fuerza; el desdén por los méritos espirituales; la superstición; los fanatismos político y religioso; las hostilidades de nación y de raza; el espíritu estrecho y egoísta de casta y de clase; los vicios; las pasiones; todo, en fin, lo que tuerce la marcha del hombre por los caminos de la justicia, arroja obstáculos en el de la verdad, y produce rodeos, desviaciones, caídas, que no permiten marcar con exactitud cuál habría sido la dirección de la inteligencia y sus progresos, si sus impulsos espontáneos y naturales fuerzas no se hubieran contrarrestado por otras extrañas u hostiles. En medio de todo ese oleaje tempestuoso, ¿cómo encontrar la cristalización que no puede formarse sino en aguas tranquilas? En la marcha progresiva de la inteligencia humana se ve una resultante, pero es imposible fijar con exactitud la intensidad de todas las fuerzas que hay que sumar y restar para formarla, y por cuanto entró la espontaneidad intelectual. Ahora bien; como esta espontaneidad en su verdadero valor (imposible de graduar) es la que se da como guía, extraviará al que como tal la tome. No pudiendo estudiarse sino la marcha histórica de la inteligencia humana, que no es idéntica al desenvolvimiento natural, no es dado conocer éste con exactitud suficiente para marcar su dirección espontánea y tomarla como regla. Así, pues, para establecer el paralelismo nos encontramos con la insuperable dificultad de que la primera línea no puede trazarse sino por puntos arbitrariamente establecidos, y que no coincidirán las más veces con los que se buscan y se necesitan para señalar el verdadero camino.

SEGUNDA.- Trazada la primera línea del desenvolvimiento de la raza, el del individuo no puede ser paralelo.

Suponiendo (lo imposible) fijada con exactitud la marcha del desenvolvimiento espontáneo, natural, de la inteligencia humana, la línea que le marca, claro esta que tiene una dirección fija, inmutable, porque sus puntos son hechos acaecidos, y que no está en poder humano ni divino hacer que no hayan sucedido o que sucediesen de diferente modo una vez consumados. El desarrollo intelectual de la raza está, pues, representado por una línea cuya dirección no puede variar, mientras que la del individuo varía de una manera constante. Imaginemos que en un momento histórico, hace cuarenta siglos, por ejemplo, existía el paralelismo en cuestión; el niño, al nacer, tenía el organismo y disposiciones adecuadas para establecerle, y seguía en su desarrollo intelectual el mismo camino que había seguido el de la raza. Pero ésta progresa psicológicamente; el niño, sobre todo de la clase media y elevada (de cuya educación trata Spencer), no nace con las mismas aptitudes y disposiciones que el niño salvaje; de modo que el proceso de su desenvolvimiento intelectual tiene un punto de partida distinto y diversa inclinación; y como esos puntos van variando a medida que el nivel intelectual se eleva, hay en la línea que forman una continua desviación de aquella otra línea invariable que representa la marcha intelectual de la raza en su desarrollo histórico, y no puede haber entre ellas paralelismo. Si alguno lo niega, no será Spencer y su escuela, que más bien que atenuar exageran los efectos de la herencia. Él dice que un niño francés nace francés y lo será hágase lo que se haga; lo mismo nacerán españoles, ingleses y alemanes. Y ¿desde cuándo sucede así? Porque en los niños de las cavernas no se comprende que existieran esas diferencias que se observan hoy en los diversos pueblos. ¿Qué decimos en los diversos pueblos? Por desgracia, en uno mismo puede notarse la diferente aptitud intelectual que tienen los niños, según que sus antecesores han ejercitado o no las facultades mentales. Si estas diferencias son conocidas de cualquiera que observa; si se presentan con caracteres, no sólo psicológicos, sino anatómicos, cuando las circunstancias las han acentuado en el curso de la vida, ¿cómo ciertas analogías se califican de identidades, asegurando que el niño, todo niño, nace salvaje, constante e igualmente salvaje, que existe paralelismo entre su desarrollo intelectual y el de la raza, que tiene que marchar por los mismos caminos que ella siguió? No nos parece necesario insistir más para que todo el que no esté ofuscado por el espíritu de sistema se persuada de la imposibilidad radical del paralelismo; porque, si se pudiera trazar la primera línea (que no se puede), la segunda no será paralela a ella, por la sencilla razón de que se va separando a medida que la raza progresa intelectualmente y los niños nacen con más facultades mentales.

Para terminar el examen de esta parte de la obra haremos una observación sobre asunto muy esencial. Spencer establece, y a nuestro parecer con excelente criterio, que los métodos para la instrucción tienen también ventajas para la disciplina y gimnasia intelectual; y siendo esto así, ¿se puede afirmar que la instrucción ha de ir siempre acompañada de placer? Si toda educación, lo mismo la moral que la intelectual y la física, es la preparación a la vida más completa y perfecta, ¿el placer continuado es el mejor modo de prepararse? ¿En los caminos de la existencia no hay más que flores? ¿No se encuentran espinas punzantes, dardos envenenados contra los cuales se necesita fuerte coraza, en vez de la delicada epidermis con que el placer cubre a los que arrulla? El niño de quien se desvía toda sensación que no sea grata, ¿se apresta bien a las luchas y a los dolores del hombre? ¿A qué edad se rasgará el velo que cubre las amarguras de la vida, y se dirá al adolescente: ¡Despierta de tu dulce sueño, abre los ojos a las tristes realidades, prepárate a los grandes combates de la existencia! Y ¿qué decimos al adolescente? El niño tiene también dolores. Nace llorando, la Naturaleza le da enfermedades y padecimientos que podrán aminorarse, no suprimirse, y que por hoy, y por mañana y por siglos, serán grandes, aun para las clases afortunadas que ignoran las penas de la miseria. El niño a quien hayamos evitado toda sensación penosa, ¿cómo soportará bien los padecimientos físicos, las privaciones, que algunas o muchas ha de tener, cuando se compare con otros más afortunados, y el ver que se comparte con su hermano menor el cariño de que gozaba él solo? No hay que amargar la vida del niño, pero no hay que hacérsela tan exageradamente dulce que se relajen los resortes de su alma, como se le estraga el estómago cuando come con exceso golosinas. Este sistema de instrucción exageradamente placentero, caso que sea practicable (que lo dudamos, al menos hasta el grado que el autor quiere), este sistema enervante en la esfera moral, no lo tenemos por bueno para el desarrollo de la inteligencia, ni Spencer tampoco cuando dice: «Las verdades generales exigen ser conquistadas por el propio esfuerzo para tener utilidad verdadera y permanente. El proverbio: dineros del sacristán, cantando se vienen y cantando se van, lo mismo que a la fortuna, es aplicable a la ciencia.»

En efecto; del no interrumpido jolgorio intelectual resultaría, en la mayoría de los casos, la facilidad de olvidar lo que tan fácilmente se aprendía, y, al menos como regla, parece condición de fijeza en los conocimientos un grado menor o mayor de trabajo para adquirirlos. Trabajo decimos, y no mortificación; el esfuerzo racional, necesario o conveniente para fijar las ideas y entonar el espíritu, no es tortura ni placer; no es la senda erizada de espinas de la antigua pedagogía, ni la vía cubierta de flores que reacciona contra ella, sino un camino accidentado, áspero a trechos, a veces fácil, donde hay ratos de cansancio y de reposo, cuyos goces ignora el que no conoce la fatiga.




ArribaAbajo

- III -

La educación moral


Lo decimos con sentimiento, pero debemos manifestarlo con franqueza: este capítulo, que debiera ser el mejor, es lo más débil del libro; y como en un tratado de educación la moral es lo primero, la obra de Spencer, si no flaquea por la base, le falta muy poco, y aunque tenga mucho verdadero que aprovechar, tiene mucho erróneo que corregir; no bastan los buenos métodos para neutralizar el veneno de los malos principios.

De la moral que nuestro autor quiere inculcar a los niños desde muy temprano puede dar idea el párrafo siguiente:

«Las madres dirigen mal la educación de sus hijos, porque no se dan cuenta de esta verdad: que en el hogar doméstico, como en el mundo, la única disciplina saludable es la experiencia de las consecuencias buenas o malas, agradables o desagradables, que derivan naturalmente de nuestras acciones.»

Como se ve, es la moral utilitaria con toda su verdad y su mentira, sus sofismas, sus vacíos y sus contradicciones, que de todo esto hay en el capítulo que vamos a examinar. Se ha dicho tanto y tan concluyente contra la doctrina del interés, que nada añadiríamos si no fuera posible que el libro caiga en manos de los que no han visto la refutación de sus doctrinas, o se lea por personas que desconocen el error cuando varía de forma, y hacen necesario rebatirle bajo todas aquellas en que se presenta.

Como sea grato aprobar, y censurar penoso, comenzaremos por la tarea más agradable, elogiando cual merece aquella parte de la obra de Spencer en que abomina del excesivo rigor de los padres, y pone de manifiesto cuán absurdo y perjudicial es sustituir el cariño por el miedo, la obediencia por la sumisión mecánica, la cordial franqueza por la suspicaz reserva, y la razón por la autoridad. Así se tuerce la dirección de los niños, así se resabian en vez de educarse, así se desmoralizan y se depravan muchas veces. Considerando cómo se agrian las relaciones que debían ser cariñosas, los grandes males que resultan del alejamiento moral de los miembros de la familia, y de la privación de aquellos goces hijos del amor, de la confianza, del abandono, que abren el corazón y elevan los sentimientos, Spencer dice: « Es ley de la Naturaleza, visible para todo observador, que los que se ven privados de los goces superiores de la vida traten de buscar como una compensación en el disfrute de los goces inferiores: los que no saborean las dulzuras de la simpatía, corren tras de las dulzuras del egoísmo, y viceversa; las relaciones cordiales entre padres e hijos disminuyen el número de las faltas cuya fuente es el egoísmo.»

Verdades profundas, claras y dignas de ser meditadas por tantos padres como sustituyen los lazos del amor por las cadenas de despóticos rigores. Este párrafo, y otros que en el mismo sentido hay en esta parte de la obra, nos parecen dignos de los mayores elogios, si bien creemos que se exagera el poder de los resortes afectivos en ciertas ocasiones, como más adelante tendremos ocasión de observar.

La índole de este trabajo nos impone una brevedad que recordamos al lector para que no extrañe nuestro silencio respecto de gran número de proposiciones, silencio que no significa que las tengamos por buenas, sino deseo de ser concisos, y de no distraer la atención del lector sobre puntos menos importantes, a fin de concentrarla sobre los esenciales, que a nuestro parecer son los siguientes:

1.º No se puede dar el nombre de moral al cálculo de las ventajas e inconvenientes que resultarán para el individuo de sus acciones malas o buenas.

2.º La experiencia del niño es falaz guía.

3.º No es cierto que, aun tratándose de leyes físicas, el castigo sea siempre indefectible y proporcional a la infracción.

4.º No es cierto que las infracciones de la ley moral lleven consigo infalible y proporcional castigo (aun menos que las de la ley física).

5.º No es cierto que, aunque el castigo llamado natural siga a la infracción de la ley moral, baste para evitar la reincidencia y sea la única disciplina saludable.

6.º No es cierto que basten las consecuencias llamadas naturales, ni los resortes afectivos, para corregir a los que incurren en faltas graves.

1.º El cálculo de lo que conviene al individuo no es la moral.- Ya se sabe que el bien es bueno y el mal malo, y que si los vicios y los crímenes fuesen útiles y agradables siempre y universalmente para el hombre, no los reprobaría; y, como dice el autor,«si fuera posible que los actos bondadosos multiplicasen los padecimientos humanos, renegaríamos de su bondad». No hay, pues, que insistir sobre esto, ni rebatir lo imposible, ni tener la prueba de que no existe armonía entre lo bueno y lo útil.

Pero útil, ¿a quién? Aquí entran las dificultades y las diferencias, y el punto en que se separan el cálculo y la moral. Si el niño, como quiere Spencer, ha de medir la moralidad de las acciones por las consecuencias buenas o malas que para él resultan, no puede apreciarlas bien con semejante medida, porque mientras el bien de todos no entre como factor en la conducta de cada uno, no es posible elevarse a la idea de deber, ni tener otra que la de provecho; y como sin deber no hay moral, impropiamente hablan de moralidad y de educación moral los que dan como la mejor o la única regla de conducta para el niño (y para el hombre) el cálculo de lo que le será más útil.

El deber, la utilidad de todos, y en que está comprendida la suya, tiene la sanción de la conciencia humana, es ley moral, y en casos escrita, respetable y generalmente respetada; el provecho, la utilidad del individuo, él la aprecia, él sabe o cree saber lo que le conviene, él es o cree ser el mejor juez de lo útil, que confunde en muchas ocasiones con lo agradable, y si no juzga bien, no puede decirse que falta, sino que se equivoca; en la doctrina de la utilidad individual no existen hombres malos ni buenos, sino hábiles o torpes calculadores. ¡Cuán perjudicial debe ser para la sociedad y para el individuo sustituir el deber (la ley moral de la conciencia humana hecha en bien de todos, con la calma, la imparcialidad y la inteligencia posibles en el momento en que se promulga) por el cálculo del provecho individual, que no se eleva a las altas regiones desde donde puede verse lo que realmente es malo o bueno, y que tantos apetitos ciegan o arrastran para que no aprecie más que la complacencia del momento y llame utilidad al gusto!

Hay un mínimum de armonía entre la utilidad del individuo y la de la sociedad, a que se llama honradez legal; el que no llega a este mínimum, el que no ve más que su utilidad y prescinde de la de los otros ostensiblemente y en materia grave, se llama delincuente e incurre en responsabilidad criminal. El que pasa de este mínimum, a medida que prescinde de la utilidad suya para no pensar sino en la de los otros, es bueno, excelente, heroico, sublime, va recorriendo todos los grados de la abnegación hasta llegar al sacrificio, y el aprecio y el respeto y el amor que inspira están en proporción del olvido que hace de su propio bien para tener presente sólo el de los demás. La conciencia, el corazón y la razón de la humanidad miden la excelencia moral de los hombres por su abnegación, y todo el que ha procurado llegar a la raíz de las acciones perversas ve en los criminales grandes y ciegos egoístas.

Así, pues, enseñando al niño a tener por regla de conducta su interés personal, por acción buena la que le produce provecho, y por mala aquella de que le resulta daño, se le darán reglas para la vida que podrán llamarse prudentes, útiles, pero no se le enseña moral. Y es lógico y notable que en esta parte de la obra que vamos examinando no recordamos haber leído una sola vez la palabra conciencia. Se supone, sin duda, que no la tiene el niño, porque entre los motivos que han de influir en su conducta no se habla de remordimientos ni de las satisfacciones interiores que resultan de hacer mal o de hacer bien.

Todas las reglas que da Spencer tienen carácter negativo: que el niño no juegue con el fuego, porque quema; no haga esperar para salir a paseo, porque se quedará en casa; no pierda su navaja, porque se encontrará sin tener con qué cortar; no hurte, porque tendrá que restituir, incurriendo además en la reprobación y el enojo de sus padres. Ciertamente, no hacer mal es lo primero, pero no es lo único; el hombre que a esto se limita nadie le querrá para amigo, y la sociedad compuesta de tales hombres sería más para huida que para buscada. El que se concreta, pues, a la parte negativa; el que no procura que el niño sea activo para el bien, ni da reglas ni hace indicación alguna respecto del modo de estimular y ejercitar sus buenos instintos y generosos impulsos, no diga que le educa moralmente, sino que le mutila de la manera más lastimosa. Insistimos, pues, en que no hay exactitud en el título de la obra de Spencer, puesto que la educación moral que está en él no se halla en el libro, y el capítulo que de ella pretende tratar contiene reglas que podrán llamarse de prudencia, cálculos que podrán calificarse de útiles, máximas que podrán ser tenidas por provechosas; máximas, cálculos y reglas que es posible que coincidan alguna o muchas veces con la moral, pero que no son la moral, ni lo serían aunque coincidiesen siempre, porque hay que distinguir las circunstancias, aunque sean inseparables de un fenómeno, y sus consecuencias, aunque sean inevitables, de SU RAÍZ, DE SU ESENCIA.

Haremos notar de paso que la Naturaleza, tan invocada por Spencer, no deja al cálculo, sino a la abnegación, la conservación de la especie; ésta sucumbiría si la inmensa mayoría de los padres, que son pobres, calculasen en vez de sacrificarse. Para nosotros, el argumento, como tal, no tiene fuerza, pero debe tener mucha para el autor, que parece considerar lo natural como bueno y justo, sin contar las cosas que, sin serlo, califica de naturales.

2.º La experiencia del niño es falaz guía.- Spencer quiere que se sustituya la experiencia de los males que resultan de la infracción de las leyes físicas a los razonamientos y a la autoridad y a la fuerza, que sólo debe emplearse en casos en que correría gran peligro el niño si no se le apartara inmediatamente de él. El principio es bueno, pero se exagera, porque la experiencia de los niños no es ni puede ser tan grande como su imprudencia, y porque los resultados de ésta no son ni tan infalibles ni tan proporcionales como dice el autor y ha menester su teoría.

La experiencia del niño, si no es más que personal, es insuficiente en la mayor parte de los casos, porque él no ha tenido tiempo ni aptitud para hacerse experimentado, y necesita de la experiencia de los otros, como cuando se trata de utilidad ha menester tener en cuenta la de los demás para obrar razonable y moralmente. De la exageración de la autoridad se pasa a la de la personalidad, suponiendo en el niño la que aún no puede tener. El ejemplo del fuego, en el cual no mete la mano porque recuerda que quema, conviene al propósito del autor más que a la realidad y verdadera experiencia; porque si los chicos desde muy pequeños saben que la lumbre quema y no llevan a ella las manos, aun de muy grandes juegan con el fuego si no se les amonesta o se les aparta de entretenimiento tan peligroso. Decimos el fuego por seguir al autor; pero ya se sabe que hay otros mil peligros continuos de que el niño no se guarda, ni puede guardarse, si se le deja solo con su experiencia, que ha menester el auxilio de la general, según queda dicho, como su utilidad necesita combinarse con la de los otros.

3.º El castigo o reacción no es proporcional indefectiblemente a la infracción de la ley.- A lo incompleto o nulo de la experiencia de niño agréguese que el castigo no es tan proporcional ni tan indefectible como supone el autor. Aun en el caso de quemadura por imprudencia, el que tiene buena encarnadura sana pronto, y el que está mal humorado sufrirá mucho y podrá lamentar complicaciones graves: esto aun realizado el daño. Mas para que no se verifique, ¡cuántas circunstancias influyen y cuán diversas consecuencias resultan del mismo hecho! Este muchacho bebe agua sudando, y no le pasa nada; aquél se acatarra o coge una pulmonía; uno pega fuego a sus ropas, que, por ser de lana, no le dan pábulo y escapa con ligeras quemaduras; otro, vestido de algodón, se abrasa: aquí se cae un niño de una grande altura, donde por imprudencia se subió, y queda ileso; allá la caída produce la fractura de un miembro o la muerte. Todos los días estamos oyendo frases como éstas: ¡Qué golpe tan desgraciado! ¡Buena suerte tuvo en no hacerse más daño! ¡Por milagro no se mata!, etc., que prueban lo ilusorio de la infalibilidad y de la proporcionalidad de las consecuencias dañosas de una acción imprudente. Y si aun los hombres, cuando se trata de satisfacer sus pasiones o sus gustos, tienden a prescindir de los casos en que traen malos resultados, para no tener presentes sino aquellos en que se logran sin daño; si la impunidad, aunque sea rara excepción, alienta a infringir la ley lisonjeándose el infractor de que ha de alcanzarla; si esto sucede a espíritus maduros por la práctica de la vida, ¿qué no acontecerá al niño, cuyo aturdimiento e inexperiencia le impulsan a mirar como excepción, no como regla, la infalibilidad y la proporcionalidad entre el castigo y la infracción de la ley física? La experiencia personal del niño no basta para apartarle del peligro, y la del hombre no confirma las pretendidas proporciones infalibles entre las infracciones (aun físicas) y los castigos.

4.º A la infracción de la ley moral no sigue proporcional e infalible castigo.- Hemos visto que las leyes físicas no reaccionan contra el que las infringe tan infalible y proporcionalmente como pretende el autor; que se aparta aún más de la verdad asimilando a ellas las morales y suponiendo que la sociedad, como la Naturaleza, proporciona a la culpa el indefectible castigo, y que es tan seguro que de una mala acción resultará para el que la ejecuta un daño proporcionado a ella, como que una espina clavada causará dolor. Este ideal de justicia debe ser más dulce para el que le considera realizado, que propio para dirigir la educación en una sociedad que se halla tan lejos de él.

La disciplina llamada moral, de las consecuencias llamadas naturales, o sean los resultados sociales de infringir las leyes de la equidad, irán teniendo mayor importancia y más vasta esfera a medida que el niño se aparta de la cuna y se aproxima a la juventud y el joven a la edad viril, ya porque sus relaciones se extienden y complican, ya porque sus pasiones se manifiestan con mayor fuerza. Y a medida que discurra y observe mejor, ¿se convencerá más de que la sociedad es tan justa que indefectiblemente proporciona la pena a la culpa de los que proceden mal? Este convencimiento no nos parece que puede resultar de la observación de los hechos.

Primeramente, el muchacho y el joven que suponemos observador, sin lo cual no puede aplicar las reglas del libro, verá la población dividida en dos partes, llamadas sexos, y en los que la misma acción (ceder a la pasión o al instinto), según se pertenece a uno o a otro, produce resultados diferentes u opuestos: lo que en la mujer se llama debilidad, en el hombre se llama triunfo; lo que para ella es infamia, es para él vanagloria. Sin ir más adelante, la regla de la proporcionalidad es, en materia grave, inaplicable a la mitad de aquellos a quienes debe ser aplicada, y, por lo tanto, no es regla. Y la sociedad, que en cosa tan esencial es tan injusta, ¿hará estricta justicia en todas las demás? No: la moral colectiva, como la del individuo, es de una sola pieza, o de varias armónicas, solidarias, y que no pueden funcionar con independencia; y la sociedad, que es inexorable, tolerante o aplaudidora de la misma acción, según que trate de una mujer o de un hombre, es decir, de un débil o de un fuerte, revela una raíz profunda y extensa de injusticia, y no distribuirá sus premios y sus castigos de un modo infalible y proporcional.

El resultado social (o natural, como dice el autor) de una acción mala, depende principalmente de cuatro circunstancias:

La acción en sí;

Las cualidades del que la realiza;

Su posición social;

Lo que se llama fortuna, acaso, casualidad.

Ya hemos visto que, en cierto género de faltas que llegan hasta delitos y crímenes, la cualidad de ser hombre o mujer hace que el mismo hecho sea condenado, tolerado o aplaudido. Entre las mujeres mismas, la más grave infracción de la ley moral en las relaciones de sexo, el adulterio, se pena, se tolera y aun se aplaude (a la adúltera al menos), según la voluntad del marido, su dureza, su candor o su connivencia, y según la culpable es pobre o rica, bonita o fea, plebeya o de clase, elegante o cursi.

Después de las infracciones de la moral en las relaciones sexuales, la más común es la apropiación de lo ajeno, de los infinitos modos que en un pueblo muy culto es posible apoderarse de lo que pertenece o debe pertenecer a otro.

La acción de privar a uno de lo que le pertenece (cuando no se emplea violencia) es la misma introduciendo la mano en el bolsillo de su dueño, o defraudándole astutamente con engaños y supercherías, a las que no se puede aplicar (o al menos no se aplica) la ley penal. Es muy frecuente que los hombres de negocios y las grandes compañías se apropien lo que moralmente no les pertenece, y lo hagan, no sólo con impunidad, sino con el aplauso y la consideración que tiene la gente rica, mientras va a presidio un pobre por apropiarse con circunstancias agravantes (que tal vez no debieran agravar) una corta cantidad o un objeto de poco valor, o cometer delitos inventados por los Gobiernos. Al contrabandista pobre, a quien se coge con un fardo, se le pega un tiro o se le condena a prisión; al contrabandista rico, que es el que dirige desde su casa las operaciones y cobra los seguros, se lo deja tranquilo, y si realiza una gran fortuna se le considera. Son infinitos los modos de apropiarse inmoral e impunemente lo que a otros pertenece o debía pertenecer: por jugadas de Bolsa, agios y supercherías, en que aparecen tantas veces los hombres de negocios como jugadores tramposos, y los contratistas como explotadores infames o crueles. Todas estas personas, que son muchas, muchísimas, por sus cualidades personales, de astucia, ingenio, etc., y por su posición social, ejecutan con ventaja la misma acción que a un pobre, torpe e imprudente, le lleva a presidio. Hay otros mil modos de fraude moral, si no legal, para apropiarse lo de otro, como la usura, las ventas en que se engaña en la calidad o en el precio, etc., etc., por cuyo medio se saca provecho en vez de recibir daño.

Además de las cualidades personales y la posición social, hay circunstancias fortuitas que varían las consecuencias de un hecho: el mismo golpe, dado con la misma intención, mata a un hombre o le produce una herida leve; un cuerpo, lanzado aturdidamente, cae al suelo sin que nadie se aperciba, o hiere a un transeúnte, dando lugar a la pena por imprudencia temeraria, etc., etc. Un muchacho pobre comete faltas que le ponen al borde del abismo, en donde es poco menos que imposible que no caiga y cae; las mismas en un muchacho rico, no tienen consecuencias graves. Un joven sin padres ve su reputación comprometida o perdida por hechos que para otro no adquieren publicidad gracias a la circunspección de su familia.

Si de las acciones que en esencia iguales, según la forma, llevan a los salones o a las cárceles, pasamos a las que, aunque altamente inmorales, la ley no pena en ningún caso, veremos que, aun respecto del vicio que lleva en sí mismo la pena, ésta puede ser, y es casi siempre, mucho más grave para el pobre corrompido que para el rico, influyendo además las cualidades personales; de manera que hombres más perversos, pero más prudentes, conservan la salud mejor que otros menos malos que ellos, pero cuya imprudencia es mayor.

En esa masa inmensa de acciones inmorales que no son vicios ni constituyen en ninguna circunstancia delitos, ¡cuánto mal se hace, sin que al causante le resulte daño, por un conjunto de circunstancias de que no forma parte su voluntad torcida! ¡De cuántos modos los perversos, los egoístas, la gente sin corazón, mortifican y abusan de los que son mejores que ellos, pagando en ingratitud y penas los beneficios y el cariño que reciben!

Y si de los que hacen mal pasamos a los que obran bien, ¡de qué diferente modo recompensa la sociedad, según la clase de beneficios y la posición social del que los hace! Así como hay una gran masa de mal que la ley no pena ni el mundo reprueba, y circula por ella como un virus desconocido que contamina la sangre, hay una suma de bien desapercibido, de virtudes obscuras, de abnegaciones ocultas, de sacrificios ignorados que son el nervio del cuerpo social; al parecer no sabe que existen, y no existiría sin ellos. Este fluido vital le recibe de todas las clases, pero especialmente de la más numerosa, con la cual tiene el mayor número de deudas no reconocidas. Las virtudes que no piden recompensa, que no la quieren, y aquellas a las cuales se niega, componen una suma de bondad sin premio, proporcional a la maldad sin castigo; hay desdichada proporción entre las responsabilidades que no se exigen a los fuertes y hábiles que faltan, y los premios que no se dan a los débiles y sencillos que merecen.

Decirle al niño que la mejor, la única regla es la de las consecuencias buenas o malas, agradables o desagradables, que resultarán para él de sus acciones, aun prescindiendo de toda moralidad, es inducirle a un error del que saldrá muy pronto. No necesita tratar mucha gente para conocer una o varias personas, legalmente egoístas, cuya felicidad parece estar en razón inversa de su merecimiento; otras cuya mala suerte contrasta con sus buenos procederes, y en apercibirse, en fin, que no es tan seguro el daño de obrar mal y el beneficio de conducirse bien, como que el fuego quema y que una espina que se clava causa dolor. El resultado de la equivocación deshecha tiene que ser desastroso; porque si no hay más norma de conducta que la proporción del provecho o perjuicio que reporta el individuo según el bien o el mal que hace, una vez descubierto que tal proporcionalidad no existe, no sólo falta regla fija a qué atenerse, sino que, por reacción, es posible que pase el educando, de creer segura la proporcionalidad entre los resultados de sus buenos o malos procederes, a pensar que no existe relación alguna entre ellos, lo cual es otro error. Es razonable decir al niño que, por lo común, acarrea daño el hacerle, y que el obrar bien suele producir beneficio, pero sin esa seguridad y esa proporcionalidad que no comprobará. Suele... por lo común... ¿Y cuando así no suceda? ¿Con qué se llena el vacío que dejan esa multitud de casos en que no hay recompensa exacta, castigo adecuado; en una palabra, justicia? No sabemos con qué los llenará el autor y su escuela; nosotros le llenamos con la conciencia, con el sentimiento de dignidad, con la idea de deber. El deber, no contra, sino sobre el cálculo, y formando parte de éste, como elemento importantísimo; la conciencia, el dolor interior en medio de la exterior prosperidad, la satisfacción íntima ante el resultado adverso. Decíamos más arriba que sin la idea de deber podía haber reglas de conducta, pero no de moral; ahora podemos añadir que ni reglas razonables pueden darse, porque las infinitas excepciones vienen en la práctica a invadir la regla, que en este caso deja de serlo, cuando las tiene, porque socavan el edificio, que se desploma si no le apuntala la conciencia; afortunadamente, no se puede suprimir en el hombre como en los libros, y por eso la humanidad vive y progresa.

5.º Aunque el castigo llamado natural siga a la infracción de la ley moral, no basta para evitar la reincidencia, ni es la única disciplina saludable.- El vicio es el que lleva en sí más seguro castigo, y, no obstante, es la infracción a la ley moral en que hay más reincidentes. El vicioso arruina su salud, su reputación, su fortuna, si la tiene; ve palpablemente y sufre las consecuencias de sus depravados apetitos, sin que por eso los enfrene. El delincuente, según el sistema penitenciario y el estado social, escarmienta y se enmienda más o menos; el vicioso es muy raro que no lo sea hasta la muerte, y eso que el castigo del vicio es mucho más infalible que el del delito. No sabemos dónde habrá visto el autor la eficacia del castigo que él llama natural; no será en su país, donde, para combatir el vicio de la embriaguez, se ha recurrido (y con buen éxito) al medio moral y preventivo de las asociaciones de templanza, y no bastando, se le ha penado por la ley, siendo pasmoso el número de reincidencias; no será en su patria, donde otra clase de viciosos no escarmienta tampoco, habiéndose introducido la poco laudable novedad de que el Gobierno cuide de su salud y los proteja contra sí mismos; protección ilusoria e inmoral, dicho sea de paso, pero que prueba la ineficacia del cálculo para enfrenar los apetitos desordenados.

Aquí nos haremos cargo de una excursión al campo penitenciario, desdichadísima, como todas las que por él emprende el autor (en este libro), y es necesario copiar, no pudiendo extractarse, el párrafo siguiente, por contener casi tantos errores como palabras:

«Si se necesitara otra prueba de que la reacción natural de nuestras acciones es la más eficaz de las penalidades, que ninguna penalidad inventada por el hombre puede reemplazarla, se hallaría en la esterilidad de nuestros sistemas penales. De todos los métodos de disciplina criminal propuestos y declarados en vigor por los legisladores, ninguno ha respondido a las esperanzas que en él se fundaron. Los castigos artificiales no han enmendado nunca a los culpables, y a veces han producido en ellos una recrudescencia de criminalidad. Las únicas penitenciarías en que se ha obtenido algún éxito son las establecidas por particulares, cuyo régimen es: imitación, en lo posible, del de la Naturaleza; es decir, en el cual no se hace sino aplicar las consecuencias de la mala conducta o dejar que dichas consecuencias se produzcan, disminuyendo la libertad del delincuente en la medida indispensable para la seguridad social, y obligándole a ganarse la vida con el entorpecimiento de esta traba. Vemos, pues, en primer lugar, que la disciplina mediante la cual enseña la naturaleza al niño a regular sus movimientos, es la misma que retiene en el respeto de la ley a la mayor parte de los hombres, y por cuya influencia se moralizan más o menos; y en segundo lugar, que todas las disciplinas de invención humana, aplicadas a los peores de nuestros semejantes, son impotentes cuando se alejan de la divinamente ordenada, y no dan señales de éxito ínterin no se acercan a ella, etc., etc., etc.»

Vamos por partes, como se procura separar para devanarla, las de una madeja muy enredada, por ser grande el enredo intelectual del párrafo copiado. Hay errores de concepto y de hecho.

Es error de hecho suponer que las únicas penitenciarías que han obtenido algún éxito son las establecidas por particulares, porque imitan a la Naturaleza. Los particulares no tienen ningún sistema especial, ni imitan a la Naturaleza, que en este asunto no ofrece modelos, sino que se aprovechan de los progresos de la ciencia. El éxito que obtienen (cuando lo obtienen, que no es siempre) consiste en que no se dirigen a grandes e inveterados criminales, sino a jóvenes o niños que, por lo común, no han cometido infracciones graves, ni adquirido el hábito del mal, y (téngase muy en cuenta esto, que se ignora o se olvida) que están en la edad en que se varía mucho. Además, los particulares que se dedican a la corrección de delincuentes tienen vocación y la caridad propia de ella: éste es el secreto de su éxito; cuando esta caridad y vocación faltan, los resultados son muy poco lisonjeros. Añádase que esos particulares no obran en oposición y con independencia de los Gobiernos; que, por el contrario, los subvencionan más o menos, los reglamentan, y siempre los vigilan e inspeccionan, como no puede menos de suceder tratándose de la aplicación de la ley penal. No es exacto, pues, que los particulares posean el método natural, y que los legisladores, por ignorarlo, hagan leyes penales ineficaces para la corrección de los penados. Ni ¿cómo era posible que así sucediese? Esos legisladores, que saben lo que en las penitenciarías regidas por particulares pasa, porque lo saben los Gobiernos y todos los que de ciencia penitenciaria se ocupan; esos legisladores, que ven informes, memorias y estadísticas, que tienen datos y noticias de cuanto se hace y de su resultado, ¿no es moral e intelectualmente imposible que cierren los ojos a la luz del bien y de la verdad, y que, palpando los buenos efectos de la disciplina divinamente ordenada, desconozcan esta revelación y se obstinen en los desastrosos métodos de invención humana? Ya se comprende que hoy no es posible semejante obstinación de la ignorancia o de la maldad por parte de todos los legisladores, aun de aquellos ilustrados y humanos que dedican mucho dinero y mucho trabajo a la corrección de los delincuentes, y, por lo tanto, a buscar los mejores sistemas al organizar las penitenciarías.

A creer lo que dice el autor de los castigos artificiales y los naturales, parece que el buen sistema penitenciario es un producto espontáneo de la tierra, como las frutas silvestres, o una ley como la que traza su curso a los astros y la sucesión de las estaciones. ¿Por qué no habrán alargado la mano los hombres para coger el saludable fruto, en vez de envenenar el cuerpo social con nocivos alimentos, y habrán cerrado los ojos tan obstinadamente para no ver la disciplina divinamente ordenada, única capaz de corregir a los culpables? ¿Cómo tantos pueblos de diversas razas y civilizaciones, en diferentes latitudes y climas, y por tan larga serie de siglos, no han dado en el quid divino de los castigos naturales? ¿Se comprende que lo natural no se haga naturalmente, ni aun siquiera se vea ni se sienta, ni se sospeche que exista? Todo esto es, no sólo incomprensible, sino imposible, y lo cierto es que las penitenciarías bien regidas (por particulares o por funcionarios públicos, que en realidad tienen este carácter los directores de todas) son una cosa tan natural como la locomotora o el teodolito. Una cosa es que se observen las leyes de la Naturaleza y las propiedades de los cuerpos para hacer instrumentos y máquinas, como se estudia psicología para formular buenos métodos de educación y corrección, y otra muy distinta decir que todas estas cosas son naturales porque se armonizan en vez de ponerse en pugna con la Naturaleza.

Lo natural en materia penal es el talión, ojo por ojo, diente por diente; la venganza perpetuada en las familias que, después de muchos siglos y de un gran progreso, se llama todavía venganza pública. ¿Cómo ha de ser imitación de la Naturaleza la privación de libertad, cuando sólo en los pueblos civilizados existen medios de recluir a los delincuentes? No hay nada menos natural, y para que se emplee más ciencia y más arte, que una penitenciaría en que se obtiene algún éxito, y los pueblos en estado de naturaleza, y aun los bárbaros y medianamente civilizados, no sólo no emplean esos medios naturales para la corrección de sus delincuentes, sino que no creen en ella; y esta falta de fe unida a otras, explica su crueldad con ellos. Lo último que estudian, que saben y que ejecutan los pueblos, es el modo de corregir a sus culpables, y se los ve brillar en las ciencias y en las artes, prósperos en la industria y el comercio, orgullosos de su poder y sin avergonzarse de su vergonzoso sistema penal, ni de las crueldades e infamias que se cometen en sus prisiones o en sus colonias.

No es tampoco exacto que en estas penitenciarías establecidas por particulares, que suponemos que serán las destinadas a niños y jóvenes porque no vemos que puedan ser otras, se disminuya la libertad del delincuente en la medida indispensable para la seguridad social; sucede todo lo contrario, porque, teniendo allí la pena carácter esencialmente correccional, educador, la privación de libertad está menos en relación de la gravedad del delito que de los medios de educar al delincuente; así que, cuanto más joven es, y, por tanto, menos peligroso, suele estar más tiempo recluso, a fin de que salga ya educado e instruido. De todos modos, es el legislador, y no los particulares, los que determinan ese tiempo y las circunstancias esenciales del modo de aprovecharle.

Como en los pueblos bárbaros y civilizados, en los que se aproximan a la perfección en el sistema penitenciario como en los que se alejan más de ella, las penas tienen de común e indefectible mortificar al penado, ser para él malas y desagradables consecuencias de su conducta, todo sistema penal debía ser eficaz para corregirle, según la doctrina del autor. ¿Por qué no lo es? Porque la doctrina es falsa; lo que se comprueba aún más observando que las penas más crueles que, según ella, como más desagradables, debían ser más eficaces, son contraproducentes y pervierten en vez de moralizar.

No hay, pues, nada que no sea inexacto y erróneo en la argumentación que en los sistemas penales pretende fundarse; y nos hemos detenido a rebatirla, aunque brevemente, porque, fundado en ella, exclama el autor con incomprensible seguridad: «¿No nos señala lo dicho el principio directivo de la educación moral?» Lo dicho prueba todo lo contrario de lo que se pretende probar, poniéndose una vez más de manifiesto que la moralidad y el cálculo son cosas distintas, y que, aun tratándose de criminales, el temor sólo de las malas consecuencias de los hechos no es medida de corrección. Por lo demás, no admitimos que puedan hacerse aplicaciones, de todas las reglas que para ellos se establezcan, a las personas honradas, y menos a los niños. Cierto que el hombre moral e intelectual existe en el delincuente, como el hombre fisiológico está en el enfermo; pero de aquí no se sigue que en las casas, y para las personas sanas, debe establecerse el régimen del hospital.

6.º No es cierto que basten las consecuencias llamadas naturales, ni los resortes afectivos, para corregir a los niños que incurren en faltas graves.- Spencer, suponiendo que son una misma cosa la naturaleza, la justicia, la razón y la lógica, llama naturales a las consecuencias que son lógicas en una situación dada, que no lo serían en otra, y que de seguro dejarían de serlo en estado de naturaleza. La consecuencia natural para el que no trabaja, es que no coma; la lógica, si es pobre y no tiene quien le socorra, es que padezca hambre; si halla quien le auxilie, que sufra privaciones; si es rico, que se pasee y se regale; para los niños, como para los hombres las consecuencias de sus acciones varían mucho, según su posición social, carácter de sus padres, etc., etc.

Ofrécense en el libro algunos ejemplos en comprobación de la doctrina: el niño que pierde su cortaplumas, se ve privado de él; la niña que hace esperar para ir a paseo, se quedará en casa; el que desarregla los muebles, tendrá que arreglarlos, etc., etc., además de incurrir en el desagrado de sus padres, que será proporcional a la falta. Aunque esto último no sea exacto, y aunque si de los casos que se traen en comprobación de la teoría se pasara a otros más numerosos y frecuentes ya no la comprobarían, prescindiremos de todo cuando se trata de faltas leves.

Pero ¿y las penas? El autor se hace la misma pregunta, y emplea algunas páginas para venir a decir que con las faltas graves se ha de hacer lo mismo que con las leves; en primer término las consecuencias naturales, y en segundo, la reprobación de las personas queridas, su indignación, su desvío, etc., cosas (dicho sea de paso) mucho más naturales que las así llamadas, y que pueden dividirse en materiales y afectivas. Ofrece un ejemplo de falta grave y frecuente: el hurto. ¿Qué hacer con el niño que ha hurtado? Que sienta la consecuencia natural, privándole de sus juguetes a manera de restitución, y además, del aprecio y del afecto de las personas queridas. Este es el proceder de los legisladores justos con los que se apropian lo ajeno, afirmación que no es más exacta que las otras hechas por el autor cuando de materia penal se trata.

Contra el que ataca a la propiedad, la pena consta de tres partes: una, la restitución cuando es posible, representada en el niño por la privación de juguetes; otra, la reprobación de la opinión pública, que puede equivaler a la de los padres; y la tercera, que varía según las ideas y los sentimientos del pueblo que la aplica, son palos, azotes, trabajos forzados, muerte, privación de libertad, algo, en fin, que constituye un elemento esencial de penalidad; porque a nadie le ocurre que al ladrón que puede restituir no se le imponga otra pena que reprobar su mal proceder; el niño, cuando, si no legal, moralmente delinque, necesita, como el hombre, de ese elemento de penalidad que se suprime; y aun respecto a los otros, no hay la proporcionalidad que la justicia y la eficacia de la pena requieren.

Se dice que el niño indemnizará, con el dinero de los juguetes de que se le prive, la cantidad sustraída; en este caso, como en otros, se supone siempre que pertenece a familia rica o bien acomodada, porque las demás no dedican a juguetes sumas de importancia. Pero, en fin, aunque no se trate más que de señores, la gravedad del hurto o del robo no puede consistir menos en la cantidad que en las circunstancias con que se ha sustraído: abuso de confianza, despojar a una persona necesitada, consentir que se sospeche o se culpe a un inocente, etc., etc. En estos y otros casos no hay proporción entre la cantidad robada, el daño hecho y la culpa cometida; la restitución pecuniaria, que priva de un entretenimiento, puede ser un equivalente del dinero que se ha quitado, pero no equitativa ni eficaz para la enmienda; de modo que esta consecuencia natural, que es, según Spencer, el primer elemento de corrección y represión, flaquea por la base; carece de justicia y de eficacia, aun en los casos (que serán los menos) en que pueda echarse mano de él. Queda el elemento que ocupa el segundo lugar: la indignación de las personas queridas, la cólera, el desvío, la privación de sus caricias, de sus pruebas de afecto, y esta pena sí que será proporcional (según el autor) a la culpa, porque, cuanto mayor sea ésta, más se indignarán y se afligirán los padres. Nada de esto es exacto.

El carácter de los padres y sus circunstancias quitan al castigo parte de la exacta proporcionalidad que se le supone; pero hay otra razón que la hace enteramente ilusoria. Por terrible que sea esta verdad, hay que verla y decírsela a los que la ignoran: los niños, como los hombres, que cometen faltas muy graves, son por regla general los más egoístas, los que menos sienten y aman, y, por consiguiente, aquellos sobre que obran con menos energía los resortes afectivos. El dolor de haberla cometido no es por lo común proporcional a la culpa; si hubiera de establecerse proporcionalidad, más bien sería inversa. La conciencia adormecida del hombre malo necesita de algún punzante despertador; y aunque no sigamos al autor en sus aplicaciones del sistema penal al educativo, y del delincuente al niño, no es menos cierto que éste, por regla general, es menos sensible y cariñoso cuanto comete faltas más graves; y fiar mucho en los resortes afectivos, cuya eficacia está en razón inversa de la necesidad de su energía, es asemejarse al nadador que lucha contra poderosa corriente y pretende apoyarse en lo mismo que le arrastra.




ArribaAbajo

- IV -

Educación física


Este capítulo está lleno de justas censuras contra el modo antihigiénico de criar a los niños, y con gran provecho se atenderán los razonamientos y se practicarán las reglas que hay en él. Sólo en un punto el autor, de acuerdo con sus anteriores afirmaciones, no nos parece que lo está con la experiencia, y es: la confianza excesiva que tiene, aun en los casos de enfermedad, en los apetitos, en los instintos. Cierto que deben tenerse siempre en cuenta y seguirse; pero hasta cierto punto no más, mirando por dónde van, y no dejándose conducir con los ojos cerrados, como si ellos no pudieran errar nunca el camino: aquí vemos también la reacción del instinto abominable se ha pasado al instinto infalible. La verdad está en medio de estos extremos: el instinto es un buen guía en circunstancias normales y en sujetos perfectamente equilibrados; pero en cuanto falta la armonía, la completa normalidad tanto en lo físico como en lo espiritual, el instinto, no sólo puede extraviar, sino que extravía con frecuencia; y siendo su perversión unas veces síntoma, las más causas del mal, no se lo puede pedir remedio ni tomarle por guía incondicionalmente.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Aquí terminaríamos estas observaciones si no creyéramos que deben completarse con otra relativa, no a lo que el autor dice, sino a lo que no ha dicho. Spencer habla de religión, pero incidentalmente, y sólo para manifestar que la ciencia, lejos de ser impía, es religiosa; sobre esto escribe bellamente y cita hermosas frases. Pero en un tratado de Educación física, intelectual y moral nos parece que se necesitaba algo más que afirmar esta armonía, y que era necesario dar al educador consejos y reglas en lo que a la religión se refiere. Tal vez se alegue que un autor tiene el derecho de dar a su obra la extensión que le parezca, excluyendo lo que no considere indispensable, y que sólo puede exigírsele que trate bien el asunto dentro de los límites que él trace; que si así sucede en general, en este caso particular puede añadirse que Spencer no es teólogo, ni sabe de dogmas, ni de verdades reveladas, ni entiende de otras que aquellas que su razón alcanza, ni se le ha de hacer un cargo porque no enseña lo que ignora.

Alguno tendrá quizá este razonamiento por bueno; nosotros no. Los asuntos no son como esos animales de estructura tan sencilla y homogénea que tienen todos los elementos de su vida en cualquier parte de su cuerpo, y partiéndolos se multiplican lejos de destrozarse; los asuntos tienen sus límites propios, que no es dado reducir mucho sin inutilizarlos: son organismos intelectuales; y como un zoólogo no puede dar a conocer una especie prescindiendo de alguna cosa esencial que la caracteriza, tampoco un filósofo, tratando de la educación del hombre, debe hacer caso omiso de un elemento humano tan esencial como la religión. La religión ¿se califica de insensatez? Aun concediéndolo, siempre resultará que para los insensatos que la tienen se escribe; y prescindir de ella, aun en el concepto de que sea un absurdo, es hacer como el sastre que cortara ropa para jorobados prescindiendo de la joroba: las prendas tendrían muy buen corte, pero no podrían usarse; y si alegara que debían sentar bien a todo hombre bien conformado, y que, por lo tanto, eran de recibo, se le podrían rechazar, manifestándole que se trataba de vestir hombres contrahechos.

Pero ni aun es éste el caso. Spencer no es un impío de pacotilla que califica la religión de farsa inventada por los curas, sin otra razón de ser que la necedad de los fieles y el interés del clero y del sacerdocio de todos los siglos y países, no. Nuestro autor ha probado en otra obra4, y establecido tan bien como el que mejor, los fundamentos psicológicos de la religión y las profundas raíces y extensas ramificaciones que tiene en el sentimiento y en la inteligencia humana. Siendo esto así, como él lo sabe y lo ha dicho; si padres, madres, maestros, maestras, niños y niñas han de ser, mejor o peor, más o menos religiosos, ¿cómo, al darles reglas para la dirección de la vida, puede prescindirse de un elemento tan esencial de ella? Aunque el autor no tenga religión (lo ignoramos), ¿desconocerá su influencia en la mayor parte de las personas a quienes se dirige? ¿Dejará que sobre este asunto piensen, crean y hagan lo que quieran, por más absurdo y perjudicial que fuere, sin hacer observación ni darles regla ni consejo alguno? Bien está que, no siendo teólogo, se abstenga de discutir dogmas; que no investigue su verdad como historiador, ni como creyente los premios o castigos que establecen para después de la muerte. Pero como moralista y pensador, ¿puede desconocer la influencia de los dogmas, de los preceptos religiosos, de los ritos, de la organización de las iglesias, en las ideas, los sentimientos, los gustos y las acciones de los hombres? Y si esta influencia será razonable o absurda, moral o inmoral, buena o mala para el niño y para el joven, ¿el educador no debe señalarla? Si no sabe ni cree saber nada de los problemas de ultratumba, que calle; si ignora los arcanos de la existencia del hombre y de su destino, que guarde silencio y no prefiera el error a la duda, el absurdo al misterio; todo esto es razonable y honrado; pero cuando se trata de esta vida, de lo que influyen en la moralidad, la dignidad y la dicha del hombre los dogmas y los preceptos, el asunto varía; no es divino, sino humano, y constituye un objeto de estudio como cualquiera otro. Si el moralista no entra en la cuestión de las verdades reveladas, no puede prescindir de las demostradas; y si no discute el origen divino de las reglas, debe poner en evidencia su influencia humana. Bajo este aspecto, la religión es de la competencia de todo pensador y asunto obligado del que educa. Como omisión sería ya una falta; pero se agrava porque la atmósfera moral e intelectual pesa sobre el espíritu como la física sobre el cuerpo, y tiende a que desaparezca el vacío que, cuando no se llena con la verdad, se ocupa con el error.

Para mitigar los dejos amargos de la crítica, aun la mejor intencionada, con las dulzuras del merecido elogio, vamos a terminar copiando estas hermosas y profundas palabras de Spencer, que ellas solas valen un libro, y más que muchos libros:

«... Está aún por reconocer, pero es verdad, que la última fase del desarrollo mental en el hombre y la mujer sólo se presenta con el cumplimiento verdadero de los deberes paternales. Y cuando esta verdad sea reconocida, se verá cuán admirable es esa disposición de las cosas que somete al ser humano, por medio de sus afecciones más poderosas, a una disciplina que sin ésta eludiría.

»Al paso que algunos acogerán este concepto de la educación con duda y desaliento, creemos que otros verán en la elevación misma del ideal que encierra la prueba de su verdad. Que no pueda ser realizado por gentes apasionadas, poco amantes, poco previsoras; que exija el concurso de las facultades más altas de la naturaleza humana para su realización, esto les probará, a nuestro parecer, que es susceptible de adaptarse a los Estados sociales civilizados. Que requiera en la práctica mucho trabajo y abnegación, será prueba de que promete abundante cosecha de felicidad para el presente y el porvenir. Las personas inteligentes, repetimos, verán que mientras el falso sistema de educación es un doble azote para el padre y para el niño, el sistema verdadero es un doble beneficio para el que da la educación y para el que la recibe.»





  Arriba
Indice