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A la Reina Nuestra Señora Doña Isabel de Borbón

Mujer de Filipo Cuarto, Rey de España, Señor de la monarquía del mundo más glorioso, Hija de Enrique el Grande, Rey de los Franceses


Las honras que Dios ha hecho, y esta gran Corte de Vuestra Majestad, celebrando por doce días, ya en oficios religiosos, ya en legos concursos de aplausos y aclamaciones en nobleza y vulgo al muy Venerable Padre Confesor de Vuestra Majestad, el Maestro Fray Simón de Rojas, varón verdaderamente evangélico y de todas maneras grande, me ordena la obediencia que dé a la estampa; que las consagre al nombre augusto de Vuestra Majestad, la razón, la materia, el sujeto, el autor, el interés. No dejan que sea elección, tan honrosa deuda la hacen. La razón, pues expiran estos escritos loores de un criado de Vuestra Majestad, tan privado en la gracia y justicia de la conciencia, que era la dirección soberana de sus acciones. Divino y dichoso fuero, en que ni el príncipe padece servidumbres, ni el vasallo teme fortunas. La materia, que es de virtud y de perfección, y Vuestra Majestad entre las grandezas sagradas de su imperio, juzga el servicio de Dios y la familiaridad espiritual de él por la mayor de ella. El sujeto, porque el Maestro Fray Simón de Rojas era tan de Vuestra Majestad en el amor como en la fidelidad, y obedeciendo la inclinación natural, ya a la caridad cristiana, ya al respeto eminente, la suya no era puntualidad, sino ansia. Al autor, pues he llegado, no merecido, a que Vuestra Majestad oiga la humildad de mis sermones con gusto, que lo haya así manifestado una y otra vez, y que con palabras de tanto juicio como autoridad, me haya defendido de la calumnia de mi obscuridad achacada, aprobando en mí el no volver a lo dicho, y acusando en los oyentes el no atender a lo predicado. El interés, pues lo es tan grande (bien que generoso) la prescripción magnífica del nombre de Vuestra Majestad que ilustra la frente de estos papeles, a quien, cuando no guarde cuanto decoro y respetos debe la envidia, porque es blasfemo lado de la soberbia, que ya se los perdió a Dios, cuando se cebe, si no en la santidad de la materia, en la infelicidad del estilo, por lo menos le ha de doler verme tan al abrigo Real de esas gloriosas Lises, y con ocasión merecedora de protección tan grande con que, honrosamente agraviado en su dolor, descansaré del mío. Pide, empero, el asunto forzosamente algunos días de dilación, por las circunstancias que han de vestirle, pues fuera de la relación breve de las exequias y de las alabanzas más largas de los sermones, antepongo a ellas la vida y accidentes de ella admirables, con que se glorificó Dios en este siervo suyo; y a esto un sumario aparato, o epítome, del origen de esta Religión y sus más excelentes hijos Religión que Vuestra Majestad debe mirar muy por suya, pues para la fábrica de ella, así material como mística, dio el reino cristianísimo de Francia solar y piedras. Por breve que sea esta disposición para el afecto que Vuestra Majestad, tierna si constante, ha mostrado y para la instancia que nuestras obligaciones y los deseos de todos nos hacen, son perezosas las prensas. Así, entretanto presento a Vuestra Majestad en humilde lisonja de su sentimiento, no en presumido consuelo de su dolor, la oración que hice y dije el día que nuestra Religión, después de las demás esclarecidas comunidades, pagó los oficios justos a este gran hijo, a este mayor padre. Antiguo ejemplo seguí, no de los oradores profanos sólo, que de éstos no hallamos hoy sino una oración fúnebre de Demóstenes, y acaso la más tibia de las suyas, y ésta imitada de Cicerón en una de sus Filípicas, otra de Platón, que él atribuye a Aspasia, y ambas no de difunto determinado, sino a los manes, que ellos llamaban, y a la memoria de los que en defensa de su patria murieron en la guerra. De Marco Antonio se lee también otra singular oración sobre el cadáver sangriento de Julio César en la plaza de las Proas, referida o hecha por Dion Casio. No seguí, pues, ejemplo de erudición profana, si bien ésa no quiere San Gregorio Nacianceno que la condene ningún hombre de seso, como ni el cielo o la tierra deben huirse en los beneficios: porque los haya atribuido mentirosas deidades la superstición entre sus engaños. El ejemplo veneré (imitar no supe) del mismo Gregorio, del Niseno, de Jerónimo, de Ambrosio, de Bernardo, luces de la Iglesia, e intenté temeridad nueva, por no haber sufrido nuestra lengua hasta hoy (no por incapaz, sino por medrosa) una oración perpetua. Mas ¿por qué a la capacidad no hemos de quitarla el miedo? Y que, como las armas, la lengua también latina ceda al imperio español. Que ningún idioma hay clásico que no haya comenzado también vulgar. Errado habré, y mucho, con la ignorancia, con la priesa, con la inexperiencia, mas, siendo el primero que me fío a estas ondas, mis errores le servirán de doctrina al que navegare después. Y si, contentos con aprender los escarmientos no más, ninguno me siguiere, por lo menos quedaré solo. La misma oración es que dije, que hice no, así porque jamás pude hacer discípula puntual la memoria de la pluma, como porque el calor del decir me empeñó a pedazos, en más estilo y aun mayor materia de lo que me había dictado la prevención. No van con ella, como yo deseara, por más propria ofrenda los afectos que la piedad del sujeto, más que la energía del orador, movió en orador y en oyentes, que es victoria ésta de la voz sola. Dios, Padre de lumbres y dones, a cuya gracia reconozco, humilde cuanto a la naturaleza y al arte debo, estudioso, los comunicará más eficaces a Vuestra Majestad, que tanto se le parece, entre mil raras virtudes, en la del honrar sus amigos tanto. A los Príncipes, breves deben darse los memoriales, pero la relación necesaria al que informa, no merece nombre de larga nunca. Guarde nuestro Señor la real persona de Vuestra Majestad los siglos en que nuestros deseos y nuestras necesidades se conforman.

Fray Hortensio Félix Paravicino.


Oración fúnebre

Largo durar parece, fieles, el de estas honras. A mí, a quien tocaba continuar el principio del llanto siempre, me obliga mayor imperio a ponerle fin. Mal capto vuestra benevolencia, cuando bien solicite vuestra atención, que vuestra docilidad, de su mismo afecto ha mejorado el nombre y, desatada en ternuras sedientas, aclama las gloriosas memorias del casto, del pobre, del humilde, del caritativo, del orador, del penitente, del espíritu profético, del lince de pensamiento, del obediente, del último taumaturgo, obrador de maravillas, del más reciente y afectuoso devoto de la Virgen, del mayor sustituto de Gabriel, del no sólo mayor solemnizador, sino más dulce, más sonora, más perpetua trompa del Nombre de MARÍA, que a los términos del mundo, si no dilató la voz, despertó los ecos. Que ésta es la perífrasis, si no la definición del nombre de Fray Simón de Rojas, nuestro, si difunto temporal, viviente eterno. Mal capto, pues, vuestra benevolencia, en decir que acabo o cierro el llanto de sus honras, que como van envueltas en sus alabanzas, me prometo de vuestro amor, que por no hacer caducos sus loores, quisiérades sin fin vuestros sentimientos. Al mismo tiempo le ha dado alguno en que respirar la honra debida a estas religiones sagradas que primero han celebrado, si no hecho, las nuestras; porque las honras del justo, Dios sólo las hace. Como también (confieso ingenuamente), no sólo me ha quitado el empacho, sino acusado las dudas de predicar santuario, lo que miraba túmulo, habiendo oído solemnizar nuestro Reverendísimo Padre, el primer día por Isaac, más misterioso que risueño, lleno todo de bendiciones; el segundo, por coadjutor de la Providencia Divina y limosnero mayor de Dios; el tercero por no sólo atento, sino santo deseador de la quietud de la muerte; el cuarto, por justo prevenido y Enoc arrebatado; el quinto, por Elías celador y Serafín, émulo ya de Gabriel en la voz, ya de los de Isaías en las alas; el sexto, por gloria de nuestra Militante Jerusalén, por alma y vida de todo; el séptimo, por ramillete de Dios, libre del tormento mortal; el octavo, por Job alegre en su fin, por palma victoriosa y triunfante en él; el nono, por Simón, Sacerdote Grande, por estrella, luna y sol santo, con que tanta erudición y espíritu, tantos gigantes, o tantos soles, a quien en esta carrera de luz sucedo, no sólo me han abierto, sino trillado el camino de alabar a Simón por Santo, Voz que han dispensado ya la piedad y caridad cortés en divinas letras, aun con los que viven, y que en su original idioma no significa más que singularidad extremada. Veo, empero, la arena de la carrera, para decirlo así, tan multiplicadamente hollada, que apenas descubro senda por donde no sea fuerza repetir estampas el paso. Y todavía, si como cumplo obediencias religiosas, quisiera ostentar afectos de ánimos tiernos, desacreditada justamente quedara hoy mi voluntad. Apostar las palabras con el llanto, fiar de la lengua la deuda de los ojos, o es grande temeridad en la presunción, o es en el amor gran tibieza. Confieso que si en la muerte de los fieles condenó San Bernardo las lágrimas de carne, como sospechosas de la fe de la resurrección, en la de los varones santos no tienen excusa, si no se pasan al gozo. Mas, si la presencia amable de este religioso excelente, si la vecindad de los beneficios que en salud espiritual y temporal recibió de él este pueblo, desde la majestad sagrada que nos gobierna hasta el menor vasallo que le obedece, obliga a universal sentimiento, a descompuesto llanto, a dolor eterno (que al fin, si los oídos creen, son los que miran los ojos) los hijos de su hábito y de su amor, los perpetuamente beneficiados, aun más que asistidos, con ser asistidos siempre, yo, que desde el primer uso de la razón religiosa, le hallé santo, le hallé padre, le hallé amigo, vi en él ejemplo, descubrí ternura, experimenté caridad, gocé consuelo, y ahora tan dura, tan presta, tan arrebatadamente le pierdo, ¿qué sentimiento no debo tener? ¿De qué lágrimas debo, no cubrir los ojos, no regar el rostro, desatar, sí, en esa sangre amorosa la alma, y de manera que aun la color acredite la verdad? Que en pérdidas miserables no hay hazañería que no sea deuda. Por ventura mi carne, como Job gritaba, ¿es de bronce? ¿Es fortaleza de pedernal la mía? No es posible sino que falte al ser hijo, cuando me resolví a ser orador. ¡Oh, que me opongo a la santidad con el miedo, a los milagros con el desconsuelo, a la seguridad de su intercesión con el llanto! No opongo tal. Hijo de Dios era Cristo, el remedio del mundo obró su muerte, y no sola la Madre, no sólo los hijos, los elementos todos hicieron sentimiento. Y, como dijo el Crisóstomo, viendo morir a su autor, afectaban las criaturas todas el acabarse. Que importa creer cuanto la piedad fundada en tanta razón permite, la santidad, la excelencia, las maravillas de un varón grande, para no sentir su falta, para no llorar su muerte, para no doler su ausencia. No, empero, no entristezca de manera su muerte que no gocemos también el ejemplar de su vida. Guíenos el horror de que se nos fue a reconocer la presencia que con tantas luces de virtudes y milagros nos enseñó. Que si, como dijo Ambrosio en el exordio de la oración fúnebre a Valentiniano, Emperador de esperanzas, pero que al fin murió sin bautizarse, y toda ella la ocupó, o en sentimientos suyos, o en loores del muerto el santo, si parece importuna cosa inquietar las heridas que guarecen y hablar mucho en lo que faltó, también se halla escondido en la inadvertencia el consuelo, con poner presente lo que se ha ido; que ya en los dobleces de la ropa de José sangrienta topó Jacob, descuidado algún alivio, cuando en ella despedazada abrazaba sus despechos, doctamente advertidos del Nacianceno. Muerto, pues (cuando la arte o el amor proprio más la rehúsen), muerto se nos ofrezca al sentimiento el Venerabilísimo Padre Fray Simón de Rojas, el Confesor de la Majestad de Isabel de Borbón, Señora y Reina nuestra, varón en vida y ejemplo, en virtud y en beneficios, sin ayuda de los encarecimientos, admirable. Esto (como del gran Teodosio el Ambrosio mayor dijo tiernamente), esto, nos amenazaban aquellos prodigiosos hielos del hibierno: aquel ceño del cielo implacable, en nubes, en fríos, en aguas, en meteoros, o impresiones duras, nuevas, inclementes. Esto la oposición del verano abrasada, los ladridos, cuanto mudos, ardientes del can del cielo. Esto las pérdidas, ya importunamente intimadas de unos y otros, ya descuido, o ya desdicha. El atrevimiento no osado, sino fatal de la obstinación rebelde contra la obediencia natural, contra las armas invencibles, contra la costumbre de España victoriosa. Esto los vasos, zozobrados una vez, a pique otra. Esto la fe infame del mar (como dijo Tertuliano) que hasta hacer tormenta la calma, sobornó las ondas. Esto los eclipses vecinos de sol y luna, trabajos soberanos que molestan lo incorruptible y, en pronóstico de su influencia usurpada, visten la luz de luto, la cargan de tinieblas. Esto las continuas y casi epidémicas enfermedades que despiertan cuerdos temores, si merecen nombre de peste. Estas señales todas esta pérdida amenazaban. No quiero conjeturas, no afecto el deducir las reprehensiones, ni en Jacob con Labán, ni en José con Putifar, ni en Sodoma con Lot, busco los ejemplos: la misma voz de este varón grande sea hoy el texto más proprio.

Un día o otro, antes que muriese, fieles, dijo a un pariente suyo, que me estará oyendo: «Grandes trabajos, temo, hijo, a España: ofendido mucho está Dios, procurémosle aplacar todos, en su estado cada uno». Desde esta palabra el primer trabajo fuiste tú, Simón. ¿Cuáles serán los demás? ¿Cuáles, si éste es el primero de todos? Y si han de ir siempre creciendo, ¿cuáles? Cuando el incendio de Troya, advirtió el gran latino que se habían ausentado de la amenazada ciudad los dioses, desamparando sagrarios y aras. Y en la destrucción de Jerusalén, el otro oráculo de los políticos reparó en lo mismo. La gloria de Dios (que es texto mejor) vio salir Ezequiel del Templo, obligada del humo de él. Que fuegos y humos, culpas y penas, tan seguras consecuencias suelen ser como dolorosas. Hoy no el justo sólo, sino el ángel, y del Ave Maria, saca Dios de Madrid, sabiendo su Majestad obligar al de Babilonia a amparar idólatras. ¿Qué podrá, fieles, querer Dios hacer de nosotros? ¿Qué? Respondedme, que a cualquier agudeza vuestra entregaré mis miedos. Bien que éstos nos harán luz con el cuidado, a no perder de vista sujeto tan grande como el que nuestra oración, absuelta de las comunes deudas del púlpito y animada a panegírica funeral y cristiana, celebra cuanto llora.

Para llegar, pues, dispuestos al llanto de su muerte, cómo vivió atendamos. No han menester patria ni padres los hijos de la luz verdaderos: naturales del Cielo son, allá gozan ambos bienes, pero el resplandor real, hasta los mesones deja famosos cuando camina. La ciudad de Valladolid, insigne en alma y en cuerpo, en varones digo y en edificios, en apacible y fértil terreno si en algo crespo clima, gozó sin méritos ser la cuna de Simón. Grato cielo el suyo aquel día, y digno de alabanzas y amores, ya más menudas, prolijas todas, pues por patria del gran Basilio, hasta de ser feroz de caballos excelentes, alaba el mayor Demóstenes (el Nacianceno quiero decir) allá en Capadocia. Sus padres, de la nobleza de las Montañas y limpieza de Castilla, Rojas, Ríos, Navamueles, cuyos proprios nombres dará su historia y de cuya piedad y temor de Dios pudo, temprano heredero, recibir, no sólo la vida, sino el modo de ella. Así seguras de su virtud las águilas, más en gloria que en examen, encargan desde los errores al nido a los hijuelos el acierto todo del sol. La Iglesia nota en sus santos el no ser dignos de ella y refieren en los anales breves que los dedica siempre aquesa circunstancia. San Sinesio acusó en Andrónico lo contrario; de otro tal tirano lo mismo San Enodio. Noble quiere Salomón que sea un marido honesto, y de ver en gobierno a un ruin, no acaba su sabiduría toda de consolarse.

A la imagen del Hijo de Dios, Jesucristo Redentor nuestro, quiere San Pablo que la divina y paternal presciencia haya formado los predestinados y los santos especialmente que llamó, justificó y glorificó, ya en esenciales méritos y premios, ya en accidentales aplausos y respetos de culto. Así, pues, será no sólo razonable, sino dichosamente forzoso, copiar de ese original soberano (que en la mano omnipotente de Dios logró toda su valentía) este eminente predestinado a cuanta luz de experiencias y sombra de fe piadosa puede la devoción atinar.

Comience, pues, a esta luz primera el primer trazo. Que Cristo, si bien pobres, de padres nobles y sangre real estima su linaje, y habiendo de señalar tan presto en un establo su nacimiento, entra San Mateo deduciendo de tantos reyes su línea, del árbol de Jesé ilustre la pequeña rama (bien que florida, singular y pura) de su Madre. San Lucas reduce, no hasta la nobleza originaria de Adán, sino hasta el origen imperial del mismo Dios, su estirpe gloriosa.

Nació el Hijo de Dios eterno temporalmente y según la carne, de una madre virgen, quedando tal y, en testimonio de esa verdad, y en consecuencia de toda pureza y libertad de culpa (adelantada a la servidumbre), sin que le costase el parto un dolor. De nuestro Simón (llamado así por nacer día de aquel apóstol glorioso), que aun se hubo de llamar su madre María, para que diese nombre más propriamente al que por hijo adoptado, pero tan fervorosamente devoto capellán de ella, nacía a esta luz, de nuestro Simón, pues, dijo lo mismo de nacer sin dolor de su madre, ella, que era el mejor testigo, refirieron y refieren sus hermanos, testifican los oyentes, han solemnizado los predicadores. ¡Rara cosa, aun para dicha! ¡No creíble, para creída! No sé cómo tan levemente se ha pasado por cosa tal, porque es prerrogativa tan propria de María ser madre sin dolor, al parecer, como ser virgen y madre, a lo menos consecuencia forzosa de un parto verdaderamente santo, singular y diferente de los demás en todo. Y en estas singularidades de la maternal pureza de aquella criatura, sobre toda imaginación santa, sobre todo afecto amable, sobre todo deseo, dichosa María, no admite en otra mujer, ni aun representaciones distantes Dios. Y así, queriendo señalar en su primer ascendiente Sara un ejemplo, y en su prima Isabel una prueba, la una y la otra fueron estériles, no doncellas; porque hasta de las significaciones celó Dios en su madre esta maravilla, para que pueda llamarla singular a todas luces la Iglesia. Y no sólo esto, pero aun con las piedras incapaces no quiso dispensar, en que se grabase en ellas esta semejanza.

Resucitó al día tercero el Hijo de María (que ése es el hijo del hombre siempre), y heredándose a sí mísmo la gloria que granjeó en su muerte con triunfales resplandores, sin inquietar la pizarra, sin turbar el sello, dejó el sepulcro. No pudo haber más hermosa imagen de la integridad de su madre y su nacimiento de ella. Pues el mismo Señor sale de la piedra insensible, sin desellarla, como de la racional y santa, sin ofenderla. ¿Resucitaron también con él otros Santos? Sí, dice el evangelista. Y ¿fue sin quitar también las piedras de los sepulcros? No: que los monumentos se abrieron antes, y arrancadas milagrosamente las losas de ellos, dieron lugar a los resucitados, como si los cuerpos gloriosos pudiesen topar esquinas. Pues, ¿el poder de Dios embarazóse en el mármol? ¿Recateó el pedernal la obediencia? No, sino celo la presentación la deidad y lo demasiado de parecido el amor. Salir de un sepulcro sin levantar la tapa es semejanza de la pureza y del nacer de María Cristo, pues represéntela él mismo en su sepulcro, no los demás en sus monumentos. Levántese Dios sin llegar a la puerta de la sepultura y figure su nacimiento en la acción; resuciten los santos a acompañarle; sacuda la tierra llena las venas de espíritu y de vital impaciencia los cadáveres que la infaman, cuando el obediente Jonás hace su corazón temporal depósito, no prisión eterna; hagan, empero, al manifestarse a la luz, pedazos las tinieblas (pues las llamó Tertuliano sepultura del sol, como a la noche muerte): que no quiere Dios fiar ni a una piedra la singularidad de su Madre. Harto es que él mismo, o agradecido, o gustoso, de la pureza con que nació, repita en su sepulcro la semejanza. Y aun ésta, si advertís, fieles (curiosos también, como devotos) en ella, no la ejecutó cuando vivía vida mortal, y su cuerpo, huérfano voluntariamente de la gloria del alma, se estaba con las cualidades de cuantidad y de corpulenta sustancia, cuya pasión propria es ocupar su lugar y estorbar ese efecto a otro, no penetrándose sus dimensiones (que llaman los lógicos, sus medidas los castellanos) de ancho, de largo y profundo, sino ya resucitado, cuando la sutilidad, dote de su humanidad gloriosa, sin particular milagro, sino por razón del estado mismo, poda hacer esa gentileza. Así la hizo en el sepulcro ahora, y en el cenáculo luego, sin que unas puertas o otras de leño o mármol se abriesen. Porque celó tanto las maravillas que obró al nacer su madre, de penetrarse cuerpos mortales sin lesión alguna que ni en sí mismo cuando mortal, quiso poner ejemplo a la semejanza. Hacer símiles tan vecinos de María, ni a sí mismo lo da Dios. Pero falta aun otra atención rara: que si bien al salir del sepulcro imitó glorioso y penetrador el primer nacimiento con el segundo, en cuanto a la integridad, no, empero, quiso ejecutar lo parecido en la falta de los dolores. Y así fue tan grande el temblor de la tierra, tan pavoroso el estruendo de ella, que cayeron asombradas las guardas todas. Pues ¿qué estruendo? ¿Qué temblor en ocasión tan alegre es éste, tierra? ¿Qué desdén es éste a tu misma dicha? Ya te sufrimos desalumbramientos medrosos en la muerte, ¿por qué ahora ostentas temores alumbrados en la vida? ¡Ah! que es la tristeza de la madre, cuando llega el punto de dar a la luz el infante (que dijo Cristo), la congoja de la cierva (que insinuó David) cuando quiere dar de sí el hijuelo y el cielo la dispone y la ayuda a truenos. Que aun los favores del Cielo en los partos brutos son con muestras de dolor y de espanto. Es que nace este Señor resucitado de las entrañas de la tierra, y padece los dolores del parto. Descabelló, dice San Pedro, Jesucristo al resucitar, los dolores infernales, las ansias del sepulcro rasgó, triunfante. Estremecimiento, pues, tan ruidoso, ruido o rumor tan estremecido, no es terremoto sólo, dolores de la tierra son. De parto está sin duda, que aun representando su nacimiento en la integridad, no quiere honrar su monumento con la falta de los dolores, habiéndose empeñado Isaías a que en todas circunstancias sería glorioso. Que es sentencia tan de Dios la del parto con dolores y tan merecida de este linaje, a quien sirven (bien que violentadas) las criaturas, que una piedra que esté de parto de Dios, ha de padecerlos. Sólo en María sin pecado puede haber parto, y no puede haber dolor. Pues ¿cómo, Señor, la madre de Simón no los padece, o si los padece, no llega a sentirlos ella, ni a ver muestras los demás? Eso, ni a una piedra se lo soléis vos sufrir. Pues en la madre de Simón lo sufre. Tan parecido hermano le quiere Dios, que apariencias tan solas de la verdad de su madre, quiere comunicar a la de Simón.

Pasó adelante nuestro Redentor por las menudencias de la niñez primera o infancia semejante a los hermanos en todo. Bien que en travesuras ilustres y misteriosas (por que aún consagremos la voz común de aquellas edades) pues sacaba con las manecillas, apenas libertadas de la faja, el basilisco retirado a las peñas, no bastándole para defensa a la culebra el vivar más oculto y el menos ancho de sus escondrijos torpes y venenosos. Alcides de más verdad que el otro que acredita la mentira, que créditos hay de mentiras, como desdichas también de verdades, pues de esta victoria de Cristo contra la culebra de Eva, canta en la cuna nuestro Simón la victoria con el Ave: porque refieren madre, hermanos, deudos (que son los testigos de las familiaridades forzosos) que la primera palabra que dijo fue Ave Maria. ¿Quién de los santos no ha dicho, quién de los oyentes no sabe que la plática de Gabriel con María fue oposición de la de Satanás con Eva, y que de la victoria de la Cruz aquella salutación fue el ensayo? Luego en una misma edad, en unas mismas cunas, Cristo, Hijo de Dios, ensaya la batalla, Simón, su hermano adoptivo, canta la victoria. La diferencia pudiera ser que en Cristo señala la demonstración Isaías, antes de saber llamar padre y madre, que a este estilo de hablar quiso también Dios atarle. Pero Simón con esa voz misma llamó a la suya, porque ¿qué Madre, sino María, le hemos conocido a Simón? Y así parece este milagro natural en él, porque lo mismo que en los niños es decir mamá, fue en Simón el decir María.

Ya de la boca de Platón mienten, de la de Ambrosio (con más razón divino) cuentan que entraban a ellas a labrar la salvia del cielo las abejas. Pero de la de Simón salen Aves, y esas Marías: nuevo panal de miel, nunca con más rigor virgen, porque Aves Marías sólo salen de la boca de Gabriel (si dijésemos) en su virilidad; pero de la de Simón en su infancia. Crédito grande de esta gran Señora, y a nuestros ojos más esto segundo que lo primero. ¿Simón más que el ángel? En esto sí y las suposiciones quitan siempre la aspereza a los encarecimientos. De Jesucristo dijo David que perficionó de los niños e infantes del pecho sus alabanzas. Pues ¿los ángeles que le aclamaron Salvador, los hombres que aun ciegos le gritaban Hijo de David por los campos? No importa, que son los unos muy entendidos y muy interesados los otros, y así las pueden hacer, pero perficionarlas, los niños solos (que como impedidos de la razón, y no admitidos aun a la habla), no por sí juzgan, ni por sí manifiestan, sólo es Dios el que habla en ellos. Luego si el ángel dijo la primera vez Ave Maria, y Simón niño en la cuna la entonó la segunda, más se acredita, al parecer, la Virgen de Simón, que de Gabriel, porque el ángel hizo la alabanza, Simón la perficiona. Gabriel, aunque enviado de Dios, de discreto, si no de embajador, podía decir algo de su sentimiento, y en Simón, niño de aquella edad, no puede hablar sino Dios. Y aun pudiera sobre esto pensarse que Gabriel dividió la salutación: Ave dijo sólo, y luego llena de gracia, y el nombre de María para el temor de ella le guardó (y ¿qué sé yo si también para él proprio?), pero nuestro Simón ve tan sin temores su madre, que juntó al Ave el Maria, y siempre repite ambas voces juntas en perfección perpetua de la alabanza del ángel. ¡Oh, Serenísima Virgen! Madre a Dios, Madre a tanto pecador, Madre a todo justo, ¿qué Madre habréis sido a un hijo que sobre los ángeles a quien reináis perficionó vuestras alabanzas? Con que igualmente dejamos dicho, fieles, que de las bocas de los niños también (para que en todo se le pareciese) perficionó Dios las alabanzas de esta conformidad de su imagen, de Simón digo, no sólo por la caridad de él con ellos, sino por las aclamaciones de ellos con él. El santo, el Padre Rojas, el bendito, el que viene en nombre de Dios, ¿no son ecos conocidos de las voces de los chicuelos desde el suelo, desde la ventana, desde los pechos de sus madres mismas? ¿Queréis pasar de los oídos esta verdad a los ojos, testigos, si no más fieles (aunque los haya llamado así el otro latino), más escrupulosos de las maravillas? Haced pintar una imagen cargada de las caricias de mil rapaces y de las bendiciones de una figura humana con ellos, y si es de mujer, diréis que es la caridad (retrato de la de Dios); si es de hombre, o ha de ser de Cristo, o Simón; porque de ningún otro santo se lee este pueril pero seguro testimonio y aclamación. Sí, pero el hábito los diferenciaría. Esa excusa hace mayor la gloria. Porque de los brazos de Cristo y de Francisco desnudos se teme el mismo sabroso error, y así ponen la manga de su hábito al uno, para que la manera distinga fácilmente de la copia el original.

Pues ¿qué mayor gloria de este excelente varón puedo yo decir, entre el parecerse a Cristo, que poder hacer el menor viso (a alguna luz) de mi seráfico padre, jayán a cuyos hombros debe tanta redención de su ruina la Iglesia? Sí, pero faltan las llagas y las señales de aquella esclavitud libre de los siervos de Jesucristo, cuyas estampas no debió a los hierros, sino a la misma humanidad herida este serafín impreso. ¡Ah! que son las visibles éstas, las cuales confieso que mereció San Francisco sólo (no sentencio contra nadie, mi devoción miro), pero las de interior santidad, San Pablo se preciaba de ellas a gritos y a ningún excelente predestinado pueden faltar.

Volvamos, pues, a Simón, que pintábamos con los niños, o volvamos a vuestro interés, cortesanos, advirtiendo que en el grado que permite la piedad y la buena fe, mientras la fe, sobre buena, infalible, os lo asegura, le tengáis por abogado de ellos. Porque a varios santos ha dado Dios singulares abogacías, y a nuestro Simón (como hemos dicho) insigne.

Creció Jesucristo nuestro Señor, hasta tener doce años, y en ellos hizo aquella maravilla de doctrina en el templo. Nuestro Simón la hizo de piedad con su gracia. Porque siendo rudillo y simplecillo en aquellos años, y deseándole su padre dirigir a los estudios, porque dos tíos suyos (canónigos de aquella santa iglesia de Valladolid) le amparasen, que ambos querían regresar en él sus prebendas, él se estaba siempre haciendo a la Virgen altares, cuando volvía de la iglesia mayor, o de nuestra Señora de la Antigua, adonde acomodaba seguramente los hurtos que de sí hacía a la escuela o al estudio, contra la guarda de su mayor hermano. Un día, pues, de las velas que encendía en su altarillo prendió la luz en algún cendal: ardió, y con él, parece que la casa. Levántase el miedo, o cae: alza el grito el rumor, el concurso, que se quema. Levántase a ellos Simón, o desciende, que alguna elevación le enajenaba acaso, y diciendo Ave Maria, se apagó el fuego. De tal vida era el agua, para no dar al fuego la muerte. De Elías, llevado en triunfal lumbre o en luminoso triunfo al Cielo, un carro de fuego al fin (de quien no supo la gentilidad más atenta deducir con verisímil arte la ruina o precipicio de Faetón) ponderó el gravísimo Ambrosio que aprendió aquel insaciable elemento a ayunar y no quemarle, viéndole tan ayunador. Doctrina válida sin duda con el fuego, pues en el horno de Babilonia la admitió otra vez, vergonzosa acusación de inclinaciones libres, tan pocas veces reprimidas al imperio soberano, cuando las naturales, incapaces de razón, afectan su obediencia. Más prevenido en Valladolid nuestro incendio, si no más misterioso, tuvo respeto a no cebarse en prendas del que veía entonces lo que había de ayunar después. Si ya no es que Simón le previno a Elías, pues refieren sus hermanos, que solos siete meses tomó el pecho. El que hubiere visto esta singularidad en otro, podrá llamar, no milagroso, sino natural este ayuno. Sobre la cabeza de Julio Ascanio (esperanza tan grande como tierna de las posesiones de Roma soberbias) vio o soñó la antigüedad una imperial llama, que blandamente lamiendo el pelo, en resplandeciente halago le lisonjeó (si no rizó) las guedejas, presagio tan dulce como lucido de la majestad latina que le esperaba. Sobre el cabello de Simón en años parecidos ardió llama real de María a coronar, no a abrasarle, avisos del verdadero reino, que consiste en servir al que los reparte. Fuego, fuego, grita el compañero de mi serafín en carne, de aquel Cristo de sayal, hechizo universal de los fieles, que se me quema Francisco. No quema, aunque arde, que es planta vecina y devota de la zarza de Moisés, y sabe ya el fuego hacer buena vecindad a las zarzas. Fuego, fuego, que se quema Simoncico: arde, no se quema, que está apellidando la zarza y rocía con Ave Maria la llama en quien sabe poseer respetos la significación sola de aquese nombre. Llama es que sabrá ilustrar, y no arder, lo que ha comprehendido. Aquí los padres (bien venía): «¿Cómo nos habéis hecho doler así?» Aquí Simón (mejor viene): «¿No sabíades que me importa acudir a las cosas de mi Madre?» Pero no quiso la Virgen que le achacasen o diesen en rostro más la rudeza a su siervo, así siendo, no sólo ignorante, sino tartamudo, le deslazó la lengua y le alumbró el ingenio, quedando en el discurso tan vivo, en la expedición tan veloz. No sé como pasó este milagro, si como a Bernardo algún rayo de su leche le desató el lazo de los labios, o si, hermano ya de leche en sus alabanzas, algún serafín se los cauterizó, como allá a Isaías. La pureza y el ardor todos le vimos, el rubí de las brazas veríale Dios.

Desde doce hasta treinta años, no sabemos de nuestro Redentor más que haber crecido o mostrádose crecer en edad, sabiduría, y gracia con Dios y con los hombres. Así no sabemos de Simón más que haber crecido desde esa edad, que le prohijó nuevamente Dios más por suyo, con la vocación a esta Religión, de su nombre y de su amparo, no hecha por santos (si bien hacedora de ellos), sino por él mismo. No sabemos, digo, más que haber crecido desde esa edad en ella, en sabiduría y gracia con Dios y con los hombres, oyendo Artes y Teología, leyendo las unas y otras ciencias, discípulo alentado, maestro perfecto, sabio discípulo con los maestros, y maestro humilde con los discípulos, hasta los treinta años. ¿Qué obras heroicas cubre aquí el silencio? ¿Qué luces de virtudes y maravillas esconde la obscuridad? Tú, Señor eterno, que te ataste tal vez a siglos temporales por amor nuestro y que en el Sacramento de diez y ocho años sellaste la prevención de tus sacramentos, verás si conviene manifestar los accidentes escondidos de tan sustancial perfección, o si pareciéndose a ti la imagen en las luces de los favores, será bien que se parezcan también las sombras de los silencios.

De treinta años, o aquella vecindad, comenzó a ser ministro, oficio de Jesucristo Redentor nuestro, que a una acción y otra de ministrar y redimir dijo él mismo que había venido. ¿Cómo le podía dejar de imitar en ellas nuestro Simón? Cómo trató los oficios, qué cruz le fueron continua, cuánto llevó la llave de ellos al hombro, cuán eficaz ejemplo fue de virtud a sus súbditos, quitado me lo han, si no del corazón, de los labios, tantos insignes oradores (o si quieren más este nombre, tan célebres predicadores) como en tiempo y en partes me han precedido. Mas ya de la edad que le hallo (como dijo Agustino) comienzan los misterios en el ejercicio excelente de las virtudes, colores que imitan en verdad, no en pintura, a Dios, con que ya pide la imagen eficacia grande en la representación, valentía en lo parecido. Para esto aparejemos el lienzo, o tomémosle aparejado, siendo la pureza y castidad la imprimación universal de él. La singularidad de virgen perpetuo persuadió siempre su trato, sus acciones, sus palabras. Han hablado en ella sus confesores, juzgándolo así sus asistentes; han conformado los superiores y los predicadores lo han dilatado. La castidad votada con aquel privilegio grande de haberle ceñido Dios, o ya efectiva o interiormente, o ya con la demonstración de Tomás prodigiosa, materia ha sido de este púlpito repetida, y toda ella debida prevención de nuestra pintura, habiendo de mirar hacia Cristo. Pues habiendo dudado de Abel doctos hombres por qué en tanta falta de ellos y en tan necesaria propagación, no le deja Dios llegar a casarse, responde el fénix de los ingenios Agustino, que el primer mártir que representase la persona de Jesucristo había de ser sacerdote y virgen. Así fue el último glorioso padre mío, que no excuso volverme tal vez a ti, que me ahoga la disimulación, como el cordel pudiera.

Salga, si no a los ojos, a la voz, el llanto, y vayan tus loores de la mano con mis ternuras. Tú fuiste así, inocente Abel y puro. Mas ¿qué mucho, en asalto tan continuo, tan continuo vencimiento, si es María el muro inexpugnable y sus pechos sirven de rebellines, desde el día que asentó contigo por su carne las paces? Bien que granjeado el favor a oraciones infatigables, que el sueño mal prudente de las doncellas, más ayudó que la hora de la noche, a cerrar las bodas.

Casto y puro el campo, hechos los trazos o muestras del rasguño, se ofrece luego al meter colores lo grosero del ocre o del azarcón, humildes y bajas tintas con que entraremos a celebrar su pobreza, virtud tan de Jesucristo, que con ser él la riqueza de Dios, hasta derramarse todo, se enamoró de su desnudez. Así la amó nuestro Simón, desde el nacer al morir, así vivió siempre, siendo fuerza que sus hijos le vistiésemos, porque tenía entrañas tan de padre, que aun ésas, no sólo su caridad, sino su pobreza, las representaba patentes. Confesor era de la Reina nuestra Señora, con seiscientos ducados de gajes que cobraban religiosos y pobres, y subiendo pocos días ha a Palacio, le vio el compañero sin medias, con unas calcetas que descubrían la carne. «Pues, Padre Reverendísimo, ¿la decencia real? ¿El aseo debido a gustos tan generosos, aunque modestos, como los de aquel cuarto?» «Padre, espíritus hay a quien se les sufre todo, ya conocen el mío; aunque me era lícito, no parece conveniente cuidar de mí.» Púsosele un pobre delante. ¡Ah, Padre, cuanto más desnudo está allí Cristo que aquí Simón! ¿Qué sé yo si el pobre era el de San Martín? ¿Qué sé yo? Pudiera serlo, que ya le vio, si no la calle, el zaguán de alguna casa, por ver un niño desnudo, no partirle la capa (que, como venida del Cielo, sin partirse sabe amparar) sino desnudarse el vestido interior y cubrirle. ¿Cuántas veces le sucedió esto mismo? ¿Cuántas juntó con el remedio que ofrecía, la necesidad en que se quedaba? ¿Cuántas (como dijo de Basilio el Nacianceno) se supo hacer más que todos por una ambición extraña? Pues llegarlo todo a tener, es imposible; llegarlo a despreciar, es poder doblado. ¿Qué celda era la suya? ¿Qué adorno el de ella? Ya lo visteis allá, ya muchas veces lo habéis oído aquí. Pero ¡qué grande ánimo, si no temeridad, es hablar en esta materia, los que siendo hermanos de su profesión cumplimos tan mal con ella! Es bien verdad, que el espíritu de altísima pobreza no es dado a todas las religiones y que con su variedad regular todas hermosean la Iglesia, siendo en unas más la contemplación, la acción en otras; éstas de aspereza, otras por caridad. Y sin estar en igual distancia de la tierra todas, todas son esferas del Cielo, porque más o menos blandas, austeras más o menos, las profesiones, el espíritu es no admitir impresiones peregrinas, afectos entiendo de tierra, que turben la pureza de su ser, mas no desdeñan el servirse de su materia y vapores para comodidad de sus influencias. Así en ellas también las estrellas, que a las eternidades previenen luz (los hijos, digo, suyos), aunque estén en un mismo cielo, no las mira igualmente el sol: una, atenta a influir, no luce tanto; otra, agradecida a los resplandores que recibió, paga en usuras más hermosas su beneficio. La complexión, los estudios, la educación, las ocupaciones, los oficios y los puestos diferencian los religiosos. Las celdas, los libros, las pinturas, los aseos, con gusto y licencia de los superiores, con sabidurías y ayudas de costas de los príncipes, epiqueya es de las religiones, atención al espíritu trabajado y a la decencia del ministerio, pues aun llegando a curiosidad demasiada, no pasa de venial el achaque. ¡Dichoso aquel, que tan dentro del fuego de Dios se halla, que no siente, como Elías, si la capa se le cae! No tenía obligación por su profesión a tanta pobreza como a la que se ató este varón grande. Ejemplo no culpable pudiera hallar para acomodarse de algo, como para sus hijos lo hallaba. Mas por eso era Fray Simón de Rojas, porque no era como yo. Por eso era tan conforme imagen de Jesucristo: porque de tantos hermanos aspiró a ser primogénito. Por eso no le alabamos de sólo observante, sino de verdaderamente perfecto, que las perfecciones eminentes sobre lo permitido se arman. Donde no, la desnudez de su habitación extraña fuera deuda que pagaba, no ejemplar de perfección que nos proponía. Y la verdad es que a los querubines de la ciencia no parece que les toca (es verdad que mejor fuera) vivir tan ardientes, como el serafín del amor. Sus cercos tienen las jerarquías. Mas el Esteban que mira al Cielo sólo, abierto le ve, y en él a Jesucristo. ¡Oh, infunde, Árbitro Soberano de todo, infunde altísimo espíritu de pobreza y dejamiento en los que en menores años acertábamos a ver mejor! Y pues tenemos el ejemplo tan a los ojos, líbranos de lazo los pies y conforma nuestra vida a la imagen de tu muerte, Señor!

Deseos son éstos aprendidos de este varón, en que pidió a Dios con instancia tierna que le dejase morir tan desnudo y pobre como él había muerto. Respondió a sus deseos Dios: cuando estaba en el último parasismo mortal, no sólo enviaron sus Majestades (digno ejemplo de príncipes, sobre católicos, grandes) por sus hábitos todos, sino que acudió la piedad, instó la devoción, se empeñó la ansia a desnudarle. Éste le cogía el gregüesquillo pobre, aquél el jubón roto, alargóse uno a la manta, otro a la túnica interior, éste cortaba un pedazo, aquél otro. Finalmente la emulación piadosa, el temor devoto le dejó en carnes, acudiendo a quererle cubrir, y no pudiendo, sus hijos al más sobrio Noé que vio la naturaleza. No los vestidos, la sangre le quitaban los Grandes de España, llenando de ella los lienzos. ¡Quedo, quedo, que hacéis pedazos un cuerpo, aunque tan venerable, al fin vivo! No hago mal en decir el quedo tan recio, pues hubo persona determinada a cortarle un dedo antes que llegase a expirar. ¡Oh, admirable despojo, no sólo de tu pobreza, sino de tu triunfo, bosquejado en Job admirablemente! Desnudo nací de las entrañas de mi madre, y desnudo volveré a ellas, decía aquel trofeo que levantó a la paciencia Dios, aquel padrón en que prescribió nuestras desconfianzas a infamia eterna. Han atribuido estas voces los intérpretes comúnmente a despecho real de una pobreza suma, pero aquel río de la elocuencia, el Crisóstomo (si ya no es el mar de ella), las entiende de su triunfo divinamente. Pues no podía hablar de su madre carnal, a quien no había de volver, sino de la natural la tierra, en que se iba a convertir; luego habla de la desnudez, de la inocencia de aquel estado primero en que Dios nos crió en Adán, desnudos e inocentes, santos a todos, antes de pecar nuestro padre y tener necesidad de vestirse y de vestirnos. Que tienen más que afrenta los vestidos, dice el Clemente de Alejandría, y mostrar al mundo qué indigna se reconoce de ser vista una criatura que tantos artificios de gala esconden. Desnudo está nuestro Job, el hermano de Jesucristo, el parecido a su Cruz. Victoriosamente triunfando vuelve a la primera inocencia y manifiesta al mundo que es el primer hombre a quien la piedad, no sólo desnudó, sino quitó hasta la sangre, habiéndole desnudado a Jesucristo el odio.

Todos ayudamos, Simón, a tu despojo, todos levantamos en tu persona el trofeo desnudo de la inocencia: no era sólo piedad de llevar tus reliquias el quitarte la camisa, sino obediencia del Cielo, ya a tus deseos ardientes, ya al primer inocente estado. Quédate desnudo, triunfa, muestra al Cielo, que del lugar acaso más culpado, sale la mayor inocencia. Así ignorante el odio de los enemigos de Cristo (que pocas veces es atinado) le desnudó en el madero en que entraba, no a batallar sólo, sino a vencer, admitiendo en sí, como dijo el culto y grave León, las manos furiosas, que mientras atienden al delito proprio, sirven a los intentos del Redentor. Flaca fe, si piedad valiente, envolvió en lienzos y olores el cadáver sacrosanto (si merece este nombre a la filosofía un cuerpo muerto a quien la forma oculta de la divinidad no desamparaba). Así acusó lazos ociosos y decencias afectadas al tercer día la majestad del Crucificado, y en desnudez victoriosa, en sencillas y puras luces se levantó del sepulcro. Que quien se viste de luz, desmintiendo va la púrpura con que le embarazan, así la inocencia, como los artífices que le pintan con capa, que no hay más púrpura que la de sus heridas en su resurrección, ni más vestidos que el de sus luces. ¡Oh, Simón! ¡Oh, Job evangélico! ¡Oh, emulación dichosa de Jesucristo! Tan desnudo como él mueres: flaca fe nuestra te volvió a vestir, modestia medrosa te apresuró al sepulcro, allá te vestirán desnudo lumbres de resurrección.

Siendo tan pobre, sí sería también humilde, que le cansa al Espíritu Santo la soberbia del pobre mucho. Siendo humilde, sí le verían alegre, que ha dado el error humano en atribuir a la virtud el ceño, como si pudiese haber verdadera alegría, sino en la casa de Dios. O como si las melancolías del poderoso tuviesen que hacer novedad, siendo gloria humana la que mentirosa y temporalmente le beatifica. Cuando le hizo Dios a Abraham el favor de hablarle y prometerle, ya de cien años, el hijo, dice el Sagrado Texto que se arrojó a la tierra y que se rió. Si se riera a la promesa, pudiera ser incredulidad. Pero arrojarse al favor, humildad fue. Así, al correr recio el viento, amaina el piloto cuerdo las velas. Al suelo, Abraham, amaina, que te viene Dios a visitar, que te hace grandes promesas, el favor es mucho, el viento muy gallardo, lógrense humildes las velas, que templadas tomarán puerto, hinchadas buscarán los escollos. A la tierra, pues, humilde, y a la humildad risueño: que humildad en los favores y risa en las humildades, es muy de padres e hijos de Dios. ¿Quién vio a nuestro Simón, cuando más favorecido, que no le viese arrojar al suelo, que no le viese reír de camino? En el Convento de Tejeda, Santuario grande de nuestra Orden, consagrado a la Virgen Santísima, en un devoto bulto suyo, ilustre con maravillas frecuentes, le cogió la nueva de confesor de la Reina nuestra Señora: bien dije, cogió a quien huía. Así se llama comúnmente alcanzar las honras, porque le buscan, no coger ellas, porque pocos se les defienden. Cogióle, digo, la nueva, y se arrojó a reír un mes, cuando acá le lloraban otro. A Samuel llamaba a la media noche Dios para que fuese el Sumo Sacerdote y el confesor (si dijésemos) no sólo real, sino rey o juez del pueblo, e íbase a Heli cada vez, a ver si le mandaba algo en que le sirviese. Samuel, que te llama Dios a mandar: pues yo me voy a servir. Padre Rojas, a mandar a Madrid: hijo, a servir a Tejeda. Padre, a valer en el mayor Palacio: hijo, a humillarme en la mejor soledad. Padre, a ser grande con Isabel: hijo, a ser menor con María.

No fue sólo, fieles, su humildad en los favores del mundo: mayor la reconozco en los de Dios, pues en los que recibió de su Majestad Divina, no sólo de los hombres, del mismo Dios solicitaba el silencio. Cuando bajó del monte nuestro Redentor (donde enseñaron su rostro y sus vestidos a resplandecer al sol y a blanquear a la nieve) encargó a sus discípulos que no publicasen en su vida al mundo aquel singular favor, supuestos sus decretos. Rara humildad quiere Teofilato que sea, si a otras cauciones lo dirigen otros Padres. Sea humildad, que es grande el ejemplo, y véase en Cristo (como dijo San Bernardo) que sola su humildad pudo hacer llama sin humo. Pues aun a sus apóstoles no les alcanzó el privilegio, y de verse hacer milagros, se pisaban en la luz hasta dar de ojos. Cuerdo Moisés el que con cualquier velo, si no la sepulta, siquiera la amortaja. Luz del mundo llamó a los ministros de su Evangelio Cristo; ésta es el sol, luna y estrellas, y estas luces no hacen humo, las artificiales sí, el candil, la candela, la hacha. No me permitáis, Señor, pues me admitís sucesión indigna de oficio tal, que ni mi doctrina haga humos de vanidad, ni mi proceder dé menos buen ejemplo. ¡Ay, Simón, en cuánta llama no diste humo! ¡En cuántos resplandores no hiciste sombra! ¡Cuánto anduvo Cristo a esconder sus glorias! ¡Cuánto a manifestar sus afrentas! ¡Que tuviese tantos raptos este héroe espiritual, y que ninguno lustroso viésemos, y cuando tuvo uno de horror mortal, le hubiesen de ver los seglares todos! ¡Oh, favor debido (entre nuestra candidez) a tu humildad solamente! ¿Quién escondió el milagro de haberte ceñido de castidad Dios, hasta que le desnudó la obediencia, sino tu humildad? ¿Quién la Salve que te cantaron una noche los ángeles en el coro, si la curiosidad ajena no te acechara en tu (si bien absorto) mal cautelado enajenamiento? ¿Quién la compañía que te hacía a tus visitas la Virgen, si esa misma gran Señora no se quisiera manifestar? ¿Quién tantas maravillas como se ignoran? ¿Quién tantas como se dicen, si la forzosa asistencia de los beneficiados no las vocearan, sino tu humildad espantosa? Pues llegó a encargar hasta Dios mismo el secreto. Así entiendo dos casos raros. El uno de una señora (Grande de España), a quien declarándole (siendo Dama) su pensamiento delante de una amiga, sintió mortalmente la manifestación la señora por el testigo (que llamarse amigos, o serlo, no debe ser todo uno). «No se congoje Vuestra Señoría, la dijo el santo varón, que no tendrá inconveniente». ¡Caso milagroso! Totalmente a la compañera se le olvidó, sin poder jamás acordársele qué le había dicho el Padre Rojas aquella tarde. El otro caso es que habiendo, con particulares oraciones, alcanzado de la Virgen que le manifestase en qué circunstancia (aunque fuese aparente) se agradaría más, y cómo solicitaría la afición cuidadosa de los fieles y la sencillez devota de sus rosarios, a tiempo que así la profanaba, no sólo el aseo, sino la gala de la materia y de las guarniciones, y habiendo alcanzado de esta Serenísima Reina la manifestación de estas cuentas blancas y cordón azul, con un nudo solo, de quien no sólo mudanza y modestia, sino maravillas tan grandes hemos visto, salió de la oración tan alborozado, que le guardaban mal las ansias el secreto: encargaba la devoción a éste, encarecía el provecho a aquél, hablaba como misterioso en los frutos, fuerza era que la atención le hurtase algo a la confianza. Deseó la devoción más y la sed de sus discípulos: encargó a una hija de confesión, muy su favorecida, que le apurase santamente en el caso; convencióle a espirituales ternuras, y confesóle cómo había pasado. Pero, ¡caso segunda vez prodigioso! que haciendo diligencias con ella para saber el suceso, jura que de cosas milagrosas que la comunicó, sólo se acuerda de estas palabras últimas: «Hija, estime mucho este rosario, por la honra que ha de dar la Virgen a un siervo de Dios después de su muerte». Pues ¿así se olvida lo deseado? Lo que se aprendió con gran sed, ¿tan frescamente se pierde de la memoria? Es que no sólo de humilde obligó al secreto a los hombres, sino a su Madre y a Dios. Y de camino os digo que no sabemos cómo pasó puntualmente aquesta revelación. De pedazos sueltos de su doctrina se colige lo que he dicho, y algún gran sacramento en ello, hasta decir a un hijo suyo un día: «Padre, si por instancia de algún devoto me falta un momento este rosario, una hormiga de esos cuadros temo; pero con él en la mano, le aseguro, en verdad de espíritu, que me atreva a entrar sin recelo por la mitad del infierno mismo». Con que no os digo que bajó del Cielo la materia, ni que subió allá, si bien es tan gran reina María, que se trae consigo su corte. Dígoos con seguridad que se agrada especialmente la Virgen con los rosarios de estas colores, en representación de su Concepción purísima, y en el desaseo cuidadoso y modesto de un nudo solo de guarnición, que ha pretendido el Cielo con ellos acusar vuestra profanidad. Pues no hay instrumento de devoción que no hayáis hecho gala, y cuando se enferma de los remedios, mortal es la dolencia. Que se han visto y ven cada día milagros grandes con ellos. Que os prometo, si no por mi espíritu, por mi obligación, gran fruto de naturaleza, de gracia, y estaba por decir de fortuna, al que con fervor cándido se entregare a esta devoción. Mas ¿dónde me lleva la mía a dejar el curso de mi oración? Tu humildad (Padre amoroso), de recatada de secretos, me ha hecho a mí pródigo pero no mentiroso de promesas. Debía de temerse, fieles, de la vanidad, que es carcoma que ha troncado cedros; porque, ¿de qué otro achaque podía temerse? De la carne,¿qué se ha de temer el que no sólo la tenía ceñida a privilegios, sino desangrada a azotes? ¿Desangrada? Podrida, que bien saben médicos y religiosos que en ocasión forzosa a manifestarlo, le hallaron las espaldas que a pedazos se canceraban, de las disciplinas que había tomado.

De la gula, ¿qué se había de recelar, el que en los ayunos, no sólo imitó los cuarenta días de Moisés y Elías, sino que los hizo años, bien que interpolados de domingos, de fiestas, de ocasiones de prudencia? ¿Queréis oír una menudencia considerable? Cierto, a mi sentir, todos sus ayunos los acreditó una golosina: así dijo (después de Agustino) el más docto Africano, Tulio tres veces, que las paciencias de Job, con una impaciencia de reprehender las blasfemias de su mujer se acreditaron. Estando un sábado en la noche nuestro Simón en la celda de un superior suyo, ponían la mesa para cenar: «Quédese, Padre Rejas». «Ya ve Vuestra Paternidad el día que es, responde, que es sábado, y de María. Por vida mía, no, Padre.» «Pues, en obediencia, que se quede, y cene de lo que hubiere.» No era vianda de abstinencia, ni era pecado: un plato regalado era de aquel día, familiar cuidado de algún amigo. Sentóse, cenó, igual, alegre. ¡Buen provecho te haga, oh afrenta santa de hipócritas! ¡Oh, prudente ejemplo de obedientes y ayunadores! Más ayunaste comiendo, que ayunando otros!

De la desobediencia, ¿qué había que recatarse el que, no sólo guardaba súbdito, sino prelado, daba a un religioso mozo la obediencia, para que le mandase algunas cosas, y él pudiese merecer con ellas? Traza milagrosa y parecida a la que halló el Hijo de Dios, para que no obstante su igualdad con el Padre, pudiese con él merecer. Pues aun su misma sangre hipostáticamente unida a su divinidad, no fuera de tanta estimación, si no hubiera dado primero al Padre la obediencia. Pero, ¿que aun se la diese a Juan y que quisiese ser bautizado de él, y le pareciese justicia igual obedecer el súbdito a la Ley, y el superior al ejemplo? ¿Dios a un hombre la obediencia? ¿Que os espantáis de Dios Hombre a un hombre? Dios antes de humillarse a hombre la sabe dar. ¿No se paró a la voz de Josué el So1, cuando más empeñado iba en su carrera? ¿No hizo espejo de sus rayos la cuchilla del capitán y ajustó la rienda a la luz, cuanto largó la brida al caballo el emperador? Pues Dios, dice el Espíritu Santo, era el que obedecía, para acreditar virtud tan excelente. ¡Ea, luz de la Religión: ea, sol de las virtudes, dale a un soldado bisoño la obediencia, para mayor gloria de tu hacedor!

Al odio de los enemigos ¿qué tenía que cautelar el que en todo era caridad? ¿El que nunca conoció amigos, porque enemigos no los podía tener? El que en caridad, ya esquiva, ya ansiosa, para sí andaba siempre a buscar razones de penalidad, y para los demás siempre de alivio. ¿Cuántas veces afectuosamente me persuadió a mí regalo en la ocasión misma de su abstinencia? ¿Cuántas veces me advirtió la falta de alguna imagen en mi estudio, cuando él en su celda padecía falta de todo, si no es de padecer faltas, como de su Basilio predicó el gran Nacianceno? En la Cruz estaba nuestro Redentor (suma inocencia) entre dos ladrones, y no sólo los circunstantes decían mal de él y no de los ladrones, sino que los ladrones proprios le blasfemaban. ¡Oh, divino imán de yerros!, dice el Pelusiota, ¡Oh, sagrada esponja de agravios! Yo añadiría grosero, que las tirabas a ti de todos, que no se escapó ni un desdén para un ladrón de tu lado. ¿Cómo lo habíamos de pasar con descomodidad nosotros, cómo habían de estar nuestras celdas pobres? No dejaba en Simón la sed de los trabajos, ni pobreza, ni descomodidad que nos pudiese caber. ¿Que había de temer tibiezas de su profesión el que con tanta caridad de limosnas, de visitas, de diligencias, acudía a los cuerpos, con tanta contemplación de doctrina atendía a las almas, como predicaba, como estudiaba para ello en los santos, en especial en Tomás, aquel Príncipe de la Escuela, de cuya doctrina fue gran devoto?

Pero más especialmente en Cristo, a quien no siempre aguardaba a predicar crucificado, porque le arrebataba desde los pechos de su Madre, niño; y así, en los misterios de su Nacimiento, de su Circuncisión, de su Huida a Egipto, se detenía mucho. Era un relámpago su condición; pero (como de los de Dios dijo David) la caridad le había desatado en lluvias. Comuniquéle tal vez, en menores años, acerca de mi estilo y mi genio: trájome los ejemplos que todos veneramos, de León y de Crisólogo; bastantemente llegó a quietarme. Servir con el talento, no es imitar otros, sino beneficiar el que ya dio el Cielo. La singularidad no afectada, debiendo ser agradecimiento a Dios, librarse podría de la soberbia: no es reprehensible el pintor que inventa: piedad es loar al que copia. Las condiciones de los artífices se retratan en sus obras, y siendo el celo evangélico, ni las enteras, ni las suaves, merecen reprehensión. Al olor del cebo dulce, o a la armonía del reclamo, admiten la prisión muchas avecillas, que al trueno de una escopeta, bien que sagrado nombre (séame lícito decirlo así) de los Boanerges de España, todo el horizonte suelen huir. Nuestro Redentor comparó los ministros de su Evangelio a los pescadores, no porque tal vez no sea menester apurar las fieras, a quien en los estruendos de los cañaverales puso las madrigueras David, sino porque de ordinario suelen los cazadores tirar señaladamente al ciervo o al jabalí. El pescador, sin saber qué pez caerá, acomoda el cebo dulce al anzuelo, y suele acaecer que el tirador más diestro y más instante vuelve del monte sin caza, habiendo ejercitado el natural y la arte, no la dicha; y el pescador a la orilla del río, con la blandura de su paciencia y con la humildad de su caña, vuelve, no sólo la barcina con aludas, sino la capacha con peces. Bien así nuestro dulcísimo pescador en la suavidad de su cebo prendió mil almas, y no bermejuelas solas, almas sencillas, sino sacudido pez, y mayor. Hamete, esclavo berberisco, obstinado más que comúnmente en su secta, llegó a oírle predicar en la iglesia del Caballero de Gracia, donde tantos años consagró los sábados nuevamente a la Virgen, y en la blandura de la primer razón (halago fielmente infiel, que escondía la eficacia del anzuelo) le dijo: «Hamete, ¿es ahora buen tiempo?» « Sí, Padre.» «¿Cómo quieres llamarte?» «Juan.»

Al distraimiento de la oración ¿qué temor podía tener el que en continuada unión (que llaman los místicos) vivía con Dios siempre? No fue solamente murmuración, sino ignorancia de María desatenta, el quejarse de que su hermana la había dejado sola servir, quedándose ella en conversación con Cristo. Porque de aquella oración nacían estas acciones, como la caridad infatigable de Simón con los pobres, de la oración continua con Dios nacía. Y es mucho continua: que una hora no pudieron estar en ella los discípulos con Cristo, cuando la suya porfió hasta la sangre. ¡Oh, Maestro de caridad (como dijo de San Malaquías San Bernardo) todo tuyo, y todo de todos, que ni la caridad te dejó descuidar de ti, ni la propriedad olvidar a los otros! Si viérades, fieles, en la celda, en el coro a Fray Simón, parece que vivía a sí y a Dios no más. Si le viérades llevado de la muchedumbre de este lugar, empeñado en los cuidados de tantos, dijérades, que no había nacido sino para Madrid solamente. De ningún lado, finalmente, parece que podía temerse, sino la vanidad. Pero caso grande, mayor, digno de más espirituoso aliento que el mío. Ni de la vanidad tuvo que temerse. Así se lo dijo a un discípulo suyo, tal vez que las honras, los oficios, la aclamación, todo le seguía. «Padre, por la gracia de Dios, tan seguro estoy de vano, como de torpe.» ¡Oh, prodigio del ser humano caído, pues en él despides centellas de justicia original! No afirmo que no tuvo pecado venial: sé la nota que dan las escuelas a los que del monstruo de la santidad, el Bautista, se atreven a sentirlo; sé cuán amiga, cuán insensiblemente se pasa a la voluntad por el mismo recato este vicio. Acuérdome que Agustino se temía de las alabanzas de sus sermones, siendo tan gran predicador, como padre de ellos. He oído decir de San Vicente Ferrer, que al que en medio del aplauso vulgar le preguntó cómo iba de vanidad, le respondió: «va y viene, hijo mío». Pero del todo pasó al pasmo, que de achaque, que no sé si se libró el Bautista, que se congojó Agustino, que casi cedió Vicente, diga que no tiene que recelarse Simón. El mayor enemigo es la torpeza, el más disimulado la vanidad; si a estos dos padrastros no temes tiro, si de estos dos amigos falsos no esperas traición, invencible hombre pareces. Éste y el que de ti se ha dicho, y todos hemos experimentado, que en cincuenta y tantos años nadie te vio acción a que pudiese atribuir culpa, son los mayores de cuantos milagros de ti se cuentan. ¡Oh, a qué tiempo de oración se me presentan las obras prodigiosas de este sujeto! Nuevas velas, mas segundo viento. ¿Cómo viento? ¿Cómo velas? Remos, sudor pedían. ¿Quién le quitó al orador cristiano el poder invocar a lo menos en el mayor cuidado, quién, Serenísima Virgen, el valernos siempre de Vos? y más en la oración de un siervo tan vuestro, que pudiera durar por Salutación toda ella. ¿Qué pecho de metal? ¿Qué lengua, librada en innumerables de bronce, emprenderá tanto aliento? Enfermos, lisiados, ciegos, muertos (si damos crédito a relaciones sencillas, bien que no en contradictorio juicio aun apuradas), ¿quién los reducirá a orden, si se huyen ellos del número? ¡Oh, bendito seas tú, Señor, que tanta gracia das a los tuyos!

La hija del gran señor resucitada, aquí lo habéis oído. Otro religioso nuestro, que hoy vive en la Mancha, aquí lo vieron todos, expiró un día, después de muchos, de un tabardillo, que tiene tan conocidos como peligrosos los términos. Iban a doblar por él: detuvo los religiosos el varón justo; fuese al alcoba del noviciado, adonde estaba el difunto (tal juzgaron cuantos le asistieron), ajustóse a la cama como Eliseo; respiró en él, y diole vida. ¿No hay más que respiró, y diole vida? En tan gran devoto de María, que es nuestra verdadera respiración (como la llamó el doctísimo Idiota) no hay más para dar vida que respirar. Oyéndome está un religioso desahuciado ya en otra tempestad de tabardillo, cuya vida le costó, no sólo tres noches de oración, sino de porfía, que también ha gozado aquel coro alientos de apostarle a Dios intercesiones a resistencias, si allá el tabernáculo gozó de Moisés sólo. Llegó el religioso, digo, a esto que dicen desahuciar: que cuando la esperanza (último aliento que llamó Sócrates de la vida), aun a respirar no se atreve, hecho está ya de ella. Una y otra noche había el cristiano Moisés solicitado casi porfiadamente la alba, casi importunamente el sol, y se cerraba la noche más. Había rogado, digo, por la salud del enfermo a la Madre, había instado al Hijo, y no le había respondido bien. ¡Qué tierno de amoroso, qué congojado de despedido, llegó después de maitines a la celda, a la cama del enfermo! «Hijo, malo está, mucho se defiende Dios; pero fuerza le habemos de hacer» (Eso si violento, divino, que el cielo saben arrebatar los tales). Volvió la tercera más eficaz (que así es siempre la Trinidad, aun en el número), comenzó a flaquear la noche, a permitirse rogar la deidad del sol, la vecindad del alba; concedióle el Cielo el favor, corre desalado (que llama nuestra lengua) pero a la verdad, con las alas que la promesa le daba: entra alborozado a las cuatro de la mañana: «¡Ea, hijo, Dios me le ha dado, ánimo a ser mejor!» «¡Oh, Padre que me han desahuciado los médicos!» «Hijo, mejor médico es Dios.» Vuelven los médicos, reconocen un lentor desusado y frío. Si este sudor le da, muere; si este sudor le da, vive. Diole, vivió. ¡Oh, Rafael humano, medicina divina, que aun sin sobresaltos de monstruos, sin humos de extrañas fieras, das saludes, ahuyentas males! Presente está una gran señora, que estorbándola un vehemente dolor de estómago una confesión general, le mandó al dolor que aguardase, y hasta que la hizo, aguardó. Algo antes de acabar el sagrado oficio, comenzó a molestarla el dolor, acudió con la mano el suavísimo Padre: «Oh, dolor, que no hemos acabado.» Cesó, volvióse. No sabía el dolor lo que hacía, pero obligóle Simón a lo que debía hacer, como nuestro Redentor a la calentura. Cerca están los padres de una niña, a quien libró de la enfermedad que llaman Hércules, al contacto de su rosario. Vecinos son los de otra ciega, que con saliva, no gredosa en la tierra, sino pura en su mano, restituyó a nuestra luz: que no era bien emular del todo la acción de Jesucristo, autor como Dios siempre de la formación del hombre. Ya habéis oído también la tormenta, que a vista de Túnez padeció nuestra Redención, soberbio sobre alterado el mar, rizas las ondas, el huracán insolente, el vaso a pique. Saca el rosario uno de los redentores (varón nombrado ya justamente), que con particular cuidado le había dado nuestro Simón, y como señal de María, su mejor norte, tranquiló el mar. Tantas estrellas como cuentas blanquearon, tantos Santelmos como estrellas resplandecieron. Mujer me oye, que ha cuatro días, que instando a un religioso por una cuenta sola de un rosario, y no se la queriendo permitir, se quebró, no el cordón sino la cuenta, que en la porfía de estos aplausos, por lo fuerte, no por lo delgado, se quiebra. Ministro sirve a su Majestad en oficio grande de pluma, a quien desde el coro amparó una noche, a la mitad de ella, en un riesgo al parecer inevitable de vida y alma, encargando a aquella hora a su hermano que le ayudase a rogar por él. Madrugó a la mañana el religioso, preguntó al hermano: «A las doce de la noche ¿en qué parte estabas?» Porque le había dicho el Padre Rojas lo que he contado. Temblor alegre ocupó al mancebo, ya de ver sus acciones manifestadas a un hombre ausente, a pesar del rebozo de la noche y de la imposibilidad de la distancia, ya de verse librado así, por el amparo que pensó menos. Gran señor de la Corte testifica que le profetizó la muerte de nuestro santo y entendísimo príncipe Felipe Tercero. Hombres de gran seso aseguran que vio un día una mujer principal a la Virgen Santísima que le iba acompañando a las visitas que hacía.

Ahí viven y ahí cuentan los cocheros de su Majestad (y no son gente perdida por milagros), que llevándole a Aranjuez a la confesión un día, les dijo que se iría adelante rezando un rato, mientras acomodaban un tirante que se había desatado entonces. Atáronle en un punto (que son muy mañosos de sus obligaciones). No parecía. ¡Válgame Dios! ¿Si ha pasado aquella lomilla? Llegan, no parece. Dale, dale, cochero. ¿Cuatro caballos reales afrenta un hombre a pie? En cuatro leguas no le alcanzaron. Una hora había que a las tapias de Valdemoro les aguardaba. Pero cuando fueran de los concebidos del viento, mal alcanzaran al que con el viento del Espíritu Santo caminaba. No caminó por las aguas nuestro Simón; pero por el aire, que es más que por la tierra, dieran con él.

Un religioso de gravísima orden, docto y nada hazañero, asegura que habiéndose excusado de confesar una mujer principal enferma, vino un escudero a llamar al Padre Rojas, el cual le respondió: «Dígale, amigo, al Padre que se ha excusado (y es digno de advertencia que con bendición de la obediencia, por cierta atención natural y forzosa, no andaba con el hábito sino en el de clérigo), dígale, dijo, al Padre que se excusó, que vaya, que importa él ahora más que yo al servicio de Dios». Pasmó a la noticia de lo oculto el religioso, conjuró al escudero ¿qué le había dicho? Protestó que sólo le había llamado y representádole una gran necesidad. Fue a ver la enferma, entró un aposento y otro, recibióle en el último una niebla espantosa, y encaminado por la oscuridad de la mano con el miedo, sintió como vuelta a la pared la doliente: «No puedo, Padre, volver el rostro, que me asombra un demonio horrible con quien tengo hecho un pacto miserable.» Extraña ignorancia es sin duda fiarse del enemigo, pero darle atadas las manos ¿qué cabeza puede argüir? Animóse en fe de quien le enviaba y en Dios principalmente, el varón docto; oró la penitente, averiguó la culpa, aplicó el remedio, exorcizó el espíritu malo, desató la conciencia, rompió la obligación, huyó el dueño torpe, desvaneció la niebla, dejóse gozar la luz.

Cielos, ¿quién es éste a quien obedecen las enfermedades, los dolores, la muerte, el mar, los vientos, los ministros infernales tiemblan? ¿Qué hospital no ha sentido la caridad suya? ¿Qué casa pobre no ha alcanzado sus beneficios? ¿Qué oficial, qué ciudadano, qué noble, qué señor, qué príncipe, qué majestad no ha experimentado sus maravillas? ¿Qué queréis saber de milagros? Preguntaos unos a otros (y sean sospechosos testigos los domésticos) y veréis que os llega, no sólo a agradar, sino a oprimir su gloria. Largos, si no inmensos, océanos se descubren hacia esa parte: templemos las velas ya, y vámonos recogiendo al puerto con su muerte.

Aquí, Señora, aquí, Señora, a Vos os invoco, María, único norte, sola estrella después del sol a nuestra navegación peligrosa. Y no os llamo, Señora, para volver por la honra de vuestro capellán, de vuestro siervo, del ángel de vuestras segundas Anunciaciones, sino por la honra vuestra. Jamás zozobró bajel que se fió a las aguas en vuestro nombre. A vuestro crédito toca que sea la mejor muerte la que padecen los vuestros, o a vuestra devoción más alta daréis horror. No nos dice otra cosa la Iglesia, no nos intiman otra cosa espirituales y doctos, sino que los amigos de Dios, con nada como con vuestra devoción, aseguran la mejor muerte. Vio todo el mundo la vida de este gran varón: tocó con las manos su devoción, abrasada a la menor sospecha de vuestro nombre. Si no es el mejor modo de morir el suyo, de grandes obscuridades cargáis, Señora, la devoción vuestra; mucha sombra, si no horror, la ponéis. Arrojaron los labios del otro devoto vuestro, después de muerto, un lirio o azucena de cinco hojas, por cinco salmos que cada día rezaba a vuestro nombre. Quien le rezó tantos, quien le alcanzó rezo, quien a él y al rezo introdujo fiestas, ¿qué macollas de ellas no arrojará? Perdonadme, Señora, que puro afecto de vuestro servicio es el que me arrastra. Señora, mortificada ha de quedar mi fe, corrida mi esperanza, bien que mía la culpa sola, si el día que menos pensemos, a pesar de aquella urna que le oprime blandamente, no arrojare lirios aquella boca, repetidora perpetua de vuestro nombre, para que se consuele Isabel de ver nacer de Simón los lirios de su Francia.

La muerte, fieles, de este gravísimo Padre, no fue prevención sola de lo que os han dicho: confesarse generalmente, llamar estos o aquellos acreedores, escribir cartas y testimonios. Prevención fue de toda la vida, imitando la muerte y pasión de Jesucristo, de cuya imagen, por consejo del apóstol, hemos copiado la nuestra. Dad siempre vuelta, digo otra vez, alrededor de la vida con la mortificación de nuestro Señor. Así las daba a esos claustros, así a esa iglesia, retratando sus agonías, emulando sus agravios nuestro Simón, como os han insinuado. Una noche imitaba la oración del huerto, y en tan verdaderas como representadas ansias reiteraba aquella tormenta bermeja del vivo océano de su sangre, que ya salpicó con las olas de sus congojas el Cielo de su alma, ya penetró por las venas de la tierra, o antes se extravenó a arroyos por su cuerpo. Otra, se hacía atar de los novizuelos y que, atándole las manos con un cordel, simulasen el estruendo y violencia de aquella noche en que dio la luz sobre sí tan permitido imperio a las tinieblas. Otra, suponía las casas de los pontífices y obligaba a que maltratasen su rostro los que más que a sí le querían, como dijo Amos. A mayor luz, alguna de ellas remedó tan tierno el paso de la coluna, que bajando a la en que suele estar nuestro Redentor en esa capilla de la Soledad, se hacía amarrar a ella, obligó en obediencia los religiosos a segundar aquella roja lluvia, que permitió sobre sí servilmente a infames azotes aquel Soberano Dueño, solo hacedor de las serenidades. Dos horas sería el rigor, inundando los efectos sangrientos, si no los diluvios, el suelo de la capilla. Quien entrara, fieles, a aquella hora y viera la coluna con dos rostros, dos cuerpos desnudos, atados del cordel, desgarrados de los azotes, ¿no se embarazara al juzgar? ¿No hallara después el cuerpo de Jesucristo, que hacía sombra? ¿No viera a Simón que le hacía espaldas a Cristo? Príncipes devotos que la sangre medicinalmente vertida estimábades, ángeles que recogisteis la de Jesucristo y presentáis la de sus siervos ante sus ojos, que la habéis quitado de sus túnicas y pañuelos, como ya se ha dicho, milagrosamente, no cubra la tierra tanta sangre como Job dijo. Dulce trabajo tenéis en que ocuparos, infatigable Custodio.

La última, coronado de espinas se hacía llevar con una Cruz grande al hombro, tirado de una soga, de rodillas por las piedras. Ya daba de ojos con ella, ya la toleraba constante, bañados los pies en sangre, los hombros en dolor, en sudor el rostro, los ojos en llanto. Hasta hacerse atar con sogas a ella, como pintan los ladrones y se quedaba así tres horas, desde las dos a las cinco, en una noche de hibierno, llena de la escarcha, no del rocío, la cabeza. Porque de cuantas veces le halló así la alba a Cristo a la puerta de su esposa la alma (haya una alma, haya una esposa), que entre las mismas inclemencias le acierte a rondar a Dios. No sé cómo no se hizo clavar, que esto faltaba sólo. ¿Que sé yo, si habiendo visto tan común el error de los pintores en diferenciar a sogas las crucifixión de los delincuentes, quiso imitar aquella humildad, como San Pedro la inversión de su martirio? El trueco, digo, del leño bendito en que dio la vida, que, divertido a flores de tu alabanza, te he dejado al rigor del hibierno tan grandes espacios. Déjame que te desate presuroso, que te abrace tierno, que bese tus manos devoto, tus pies humilde, que me desaliente obligado y que me acierte a correr medroso.

¿Paréceos que estará Cristo con este hombre en la memoria ejecutada de su pasión? Si sólo contada de dos discípulos incrédulos, le ató con ellos hacia Emaús este listón carmesí de su sangre, no ajustado sólo a sus labios, sino ondeando los cabos por todo el cuerpo, ¿serále memoria dulce al Señor? ¿Queréis ver un espectáculo digno verdaderamente de Dios, que no se ha de deleitar, como aun Séneca atinó, en ver la fiera solicitar su muerte por el venablo, o en la representación de un teatro profano? Pues veislo aquí vivo, repetido, santo, y repetido quizá por eso, porque no se contentó Dios con ver representar una vez sola tan agradable, tan majestuosa, tan dulcemente horrible tragedia. ¿Por qué pensáis, dice Pascasio, que hizo tantas finezas Dios en el Sacramento? Porque puso en él la memoria de su Pasión, y quiere con ella santificar las almas. De aquí han deseado atreverse a decir doctos hombres que, cuando no se hubiera Cristo atado con palabra de fidelidad a asistir en el Sacramento, en ser sólo aquel misterio santísimo eterna memoria de su Pasión, se pudiera cuerdamente creer la infalibilidad de su asistencia en la hostia. Luego en esta memoria continua de Fray Simón de Rojas, como en sacramento temporal y humano, no pudiste faltar nunca, eterno Señor y divino. Con estas meditaciones, pues, llegó a su celda, donde le hallamos a las siete, habiendo entrado a las cinco; porque lo demás pasó en el coro después de los maitines del Nombre de María, nombre y Santiago mejor al conflicto de esta milicia última. Hallámosle en él (último sí, mas no conflicto) totalmente enajenado de los sentidos. Dejo las alegorías dulces, que ya por rapto, ya por mudo y retirado coloquio celestial, han los predicadores con espíritu, con agudeza, con liberalidad, aclamado. Señal de grande verdad la que, contra alguna oposición de la experiencia, posee, como la luz de Dios, interior respeto. Pero, Señor, ¿dura muerte, o apoplética, o epiléptica, como quieren médicos graves? Ahora veámosle el nombre al mal, juzgaremos más naturalmente de él. Enfermedad sagrada le llaman, por tocar en la cabeza. ¡Oh, cómo no tocó en la nuestra, Padres, cuyo llanto no he despertado en esta oración, por no interrumpir el orden de ella forzosamente, cuyo ejemplo no os he propuesto, porque os veo amorosamente imitarle, cuya pérdida no os he representado, porque os veo que santamente impacientes os lleva, os tiene, os posee el dolor. Sagrado mal, pues, había de ser el que fue así dueño de tanto bien. Hércules le llaman otros, porque dicen que murió Hércules de él, sujeto mentido de los sucesos, pero moral en la significación, que a pedazos arrancó con la camisa venenosa su misma carne en el fuego de Oeta, despojo parecido al que San Pablo encarga del hombre viejo tan incorporado con la camisa y veneno de la sierpe antigua de Adán y que el nuestro imitó espiritualmente en su vida y que en su muerte acabó con quitarle la camisa y la sangre y la carne también quisiera con piadosas violencias la devoción. Hipócrates le llama mal de niños. ¿De qué mal había de morir el Padre Rojas, sino de mal de niños, por el amor, por la semejanza?

Sí. Mas, todavía la causa de mal así crudo, ¿cuál puede haber sido, que sea leve? Galeno siente que de vapor sólo, ocasionado de viles viandas, llega a causarse. ¿De qué mal, preguntáis, murió el Padre Rojas? ¿De mal de cincuenta años murió en treinta y seis horas? Hipócrates cuenta un caso en que de hambre dio este accidente apoplético. ¿No os parece que sus ayunos granjearon bien esta muerte? ¡Oh, que murió muy apriesa! Lo mismo dijo Pilatos de Jesucristo, y sobre tan excesivos tormentos (que fue menester una deidad, si no por sustituta, por sustentadora de la humanidad que padecía) se maravilló que hubiese expirado. No fue mucha priesa treinta y tres horas de enajenación, ni la prevención lo había sido en los discursos primeros, o en el aparato último. Dichos maitines, cantado el himno de Laudes, como Cristo el de la cena, retirado solo en oración tres horas hasta las cinco, fue a su celda, dobló su manta, púsola en el suelo, la almohada a la cabecera, echóse en ella a morir, o por mejor decir muerto se echó a enterrar, que así es el primer entierro de los religiosos después de haber expirado, como aparato para el segundo, y era bien que preparase el entierro, pues Dios le había preparado la muerte, como allá en el mar la ballena para el profeta. Que si el horror de una fiera, bien que escamosa, le sirvió a un fugitivo de atajo para el puerto, a puerto mejor y por menos rodeos de ondas había de conducir la ballena de la muerte al más obediente Jonás, que después del mejor que santificó el mar, que mató la muerte, ha conocido este siglo. ¡Oh, que duró el sueño treinta y tres horas! Sueño vigilante llamó San Ambrosio al del justo, y tan trabajador aquel ocio cuanto ociosos otros desvelos, como se vio en Jacob, cuando Dios le habló durmiendo: que a quien nació luchando, durmiendo le abrazará Dios, si ya durmiendo no lucha también. ¡Raro accidente y sustancial, fieles, y que ninguno le haya tocado! En aquel letargo mortal, en aquella insensibilidad o feria de los sentidos común, cuando le hacían algún remedio, cuya aplicación tenía indecencia forzosa, acudía cuidadosamente a cubrirse. Los apopléticos ¿son recatados? ¿Los epilépticos son modestos? ¿A la decencia acudís con sueño tan profundo? En el centro de vuestra alma está Dios; viéndole está vuestro puro corazón. Segundo y medicinal asombro, que a cuantos remedios le hizo la arte, acudió la naturaleza, no condescendió la gracia, evidente filosofía que no era opresión natural, sino sobrenatural llamamiento.

Muertas las luces del mundo mayor, recibió el Padre Eterno a su Hijo. Muertas las luces del menor mundo, recibió el Hijo al hermano. No fue la lengua sola la atada, el cuerpo todo fue el muerto y son bienaventurados los muertos, no los vivos, que mueren en el Señor. Que los muertos antes al mundo, se mueren (como deben) en Dios. La ansia de un hijo mudo, viendo en la muerte un Rey padre, bastó a darle la habla y la presencia de una madre Reina, a un hijo que hablaba se la quitó, privilegio, no rigor, privilegio tan grande que tiene olor del más singular, si no el más divino suyo, que es la Concepción. ¿Cuál es la razón que dan cuantos hombres de piedad y ciencia sabemos de no haber hecho Dios de fe este misterio de la Purísima Concepción de la Virgen, sino el despertar los ingenios fieles, para descubrir cada día, con singulares conjeturas, más excelsas alabanzas? que a ser de fe, con un crédito sencillo, aunque venerador, como de otros misterios, se contentaran. Pero con la duda, medrosa la emulación, y émula la piedad, ¿qué singularidades de la Madre de Dios no han descubierto en particular gloria suya?

Bien así, pues, si hubiera muerto este religioso Padre con un modo común de una enfermedad larga, una despedida de sus hijos dulce, llena de doctrina y ternura, como en muerte de santos ordinaria, pasara la buena fe, cuando no desatenta, a lo menos no cuidadosa. Pero siendo la muerte repentina en la voz común, extraña en la singularidad, sin oír, sin ver, sin sentir, y viendo el muerto un religioso ejemplar en ejercicio perpetuo de una singular oración, en continua caridad, en obras maravillosas, en la devoción mayor de la Virgen, de su nombre, de sus misterios, que habemos visto después de los héroes y santos, que nos propone con testimonio irrefragable la Iglesia, hanse obligado la ciencia y la devoción en una misma deuda a descubrir razones, a atinar sospechas divinas, a sospechar misterios, con tanta agudeza, con tanta dulzura, con tanta seguridad, que igualmente han acreditado las lenguas, que han hablado en su alabanza, y la que muda los dio tan soberanamente que hablar.

Luego ha tratado la salida del mundo de su siervo María, como su entrada en él. No neguemos que es sombra de gran cuidado (siendo la Virgen tan fiel a los suyos, pidiéndole siempre la Iglesia que a la muerte los asista) el ver su más devoto llegar a morir más extrañamente. Misterio, privilegio que la Virgen le ha dado, cubrir de sombras la muerte de su capellán con su Concepción propria. «Fiel Siervo mío, dice María: mi Concepción y tu muerte esconderán nieblas, pero de gloria: como yo entré en el mundo, y como tú sales de él, horror será, pero horror sagrado, quietud de tu fin y ejercicio de otras piedades.» Voz es la de nieblas de gloria que me hace acordar aquella última alabanza (que olvidó de permisión, no de descuido, el orador de ayer grande) con que el Eclesiástico celebra a Simón el gran Sacerdote, llamándole arco resplandeciente entre tinieblas de gloria. Encuentro de palabras, gloria y nieblas, que piden para desempeño el suceso de los reyes, cuando al dedicar Salomón el Templo, una niebla grande le ocupó todo, sin poderse ver los ministros. A esta ocasión, Señor, a la dedicación religiosa de vuestra casa, y a la consagración de un templo tan vuestro, nieblas y horrores? ¿Qué guardáis, Señor, para infamar palacios sacrilegos, oráculos mentirosos y emulación de vuestra Deidad locas, en numerosa superstición, si así desfavorecéis tan piadosa fábrica, tan respetable trabajo? Previno esta obscuridad en la de su Templo el Rey sabio, y dijo a voces: «La gloria de Dios está con nosotros». Señal que no quiso Dios, ni faltar a su servicio, ni familiarizar su presencia. Así quedó la luz a los ojos menos vulgar entre las tinieblas y favorecidos sus siervos en sus ánimos de la gloria de su venida. Estas, pues, son las nieblas de la gloria, las que a las glorias de Dios no aprisionan, sino sirven, y entre ésas, dice el Eclesiástico que es Simón un arco resplandeciente y obscuridad que al respeto humano apostó tesón a la caridad de Dios inaccesible. Nieblas con que la gloria no descogió resplandores, ceden en Simón al arco de sus luces, porque es dispensación de aquel Señor mismo, que llama a las tinieblas como a luz, y en el ser y no ser, no se le excusan las obediencias.

A la dedicación última del templo de Simón vino Dios, y por que no le vean los demás, se arreboza de la nieblas, adormece el cuerpo, obscurece los sentidos, ilustra la alma, avisa el entendimiento, abrasa la voluntad. Dios se esconde, y su siervo resplandece: arco de luces en nieblas de gloria, es favor de aquel Señor, que ya se dignó poner prendas de su misericordia en los arcos.

Mirad si ha vuelto por la muerte de su siervo María, aun parece que más que por la de su Hijo; pero no había menester el Hijo los fiadores que el siervo. Conoció a Cristo por Hijo de Dios y Santo el Centurión, viéndole hablar en la muerte, tan alentado a clamores, que después de la singularidad dulce, con que habéis visto tratar esto, ésta parece la causa natural de que se sirvió la gracia. Por la habla, y por la habla animosa, coligió la filiación y la santidad. Pero que la hayan colegido tan doctos hombres de ver morir este siervo de Dios sin habla, hazaña es de María, importante a su devoción, a que se sirvió añadir, o prevenir, otra. Pues el gentil conoció por santo a Cristo, de oírle hablar, y sin oírle, ni verle, un moro de Berbería ha escrito a nuestro Simón por santo, ¿qué novedad es que así se haya juzgado de la particularidad de su muerte?

Por tal, por singular, digo, confieso tu muerte, gran Padre mío; pero ¿quién podrá desimaginar a un amor grande de no haberse despedido de lo que amaba, y se imposibilitó de ver más en la vida, o a lo menos en la muerte que vive ausente?

Extraño ejemplo de Cristo, que para la agonía última se apartó de los suyos todos. ¿Es posible que no pudimos, amable Padre, recibir vuestra bendición? ¿Que nos tiranizó la muerte aun el cerrarte los ojos? Mas si acaso fue también otro privilegio escondido de vuestra madre. Costumbre fue y descanso de la antigüedad, la madre o el hijo y, a falta, el más cercano pariente, recibir en sus labios el último aliento del que moría y cerrarle los ojos a la despedida última de esta luz. Así introduce el otro latino a la hermana de la reina de Cartago no tanto cogiendo con los labios la sangre de la herida, cuanto buscando en ella si erraba todavía algún aliento. Hallóse imposibilitado de ejecutar esta piedad Cristo en la Cruz con su Madre. Así la llamó mujer, cuando no pudo ejercer con ella oficios blandos de Hijo, así encomienda al Eterno Padre el espíritu, pues a ningún pariente de su sangre podía. ¿Cómo no te pudimos tus hijos, gran Padre, cerrar los ojos, depositar en nuestros pechos, asegurar en nuestras memorias tus alientos? Porque a la verdad, más pariente, y mejor, era la madre y encargóse de ello María. Al fin, te vimos muerto antes de morir, y tú ¿aun nuestro vivo llanto no pudiste registrar, que te fuiste? ¿Y qué, en esta vida mortal no hemos más de verte? ¿Que el amor ha de padecer experiencias y creer sólo consuelos? ¿Que han de apelar a la eternidad sola nuestras ternuras?

Yo no puedo más, fieles, con la mía. Al punto que me llamaba algún eficaz agradecimiento, una muerta gratitud me arrebata.

¡Oh, ilustrísimas religiones, esclarecidas comunidades, oficinas de santos, talleres de virtudes y letras, seminarios de dignidades, gobiernos, mitras, tiaras! ¡Colegios de noblezas, de ingenios, de cortesías! Nadie da más que quien tiene mucho, y más en materia de honra, que es envidiosísima pretensión. Pródigas habéis andado con la mía, pero tal honra tenéis, tal eminencia de ella gozáis seguramente os habéis derramado; que ni los vapores que encarga al sol, ni las aguas que fía a la tierra le pueden hacer al mar falta. La menor hermana, si no la de menos edad, es entre vosotros la mía, pero desde hoy, con vuestras bendiciones, ha de crecer a millares.

Ministros sagrados de Jesucristo, trompas sonoras, dulces, eficaces del Evangelio, Padres míos en la doctrina, cuyas huellas, como las del suyo Ascanio, voy siguiendo con pasos desiguales, de Dios tendréis el premio, de este varón insigne la intercesión, que son a tanta deuda tibias mis gracias.

Gloriosa madre mía, Madrid, Villa capaz de la mayor Corte, patria generosa de Dámasos y de Melquíades, de Isidros y Marías, fértil solar de armas, de letras, de religión y de urbanidad, atención agradable del Cielo, envidia hermosa de todo el mundo, en quien amigablemente conjuradas, si la naturaleza te favorece, la gracia te honra. Y tú, espirituosa alma de ella e ilustre comunidad, diez años de vida hacen naturaleza: más que doblados te amó, te sirvió, te asistió, te vivió tan venerabilísimo Padre. Suceda en tu amor y en tus oficios a mi labrador divino este pastor más que humano. Pon, sí, a tu mano derecha el patrón, el abogado a lo menos a la siniestra, y débale tu amor nobles y religiosos cuidados de ayudar a que se declare por de fe su gracia, por de fe su gloria: que Atlante serás a mayores y reales hombros en esta celestial pesadumbre.

Sub correctione Sancta Mater Ecclesia.





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