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ArribaAbajoNuestra señora de los desamparados

A la niña María Pelliza

-Era este un militar -contábanos una noche, rodeada de siete niñas, mamá Teresa, antigua nodriza de la familia, negra cordobesa ladina y sentenciosa, que había manejado los pañales de tres generaciones-, era un militar jaranista y pendenciero. Llamábanlo el capitán Rogerio, y mandaba una compañía de alabarderos, cuyo regimiento daba guarnición a Valencia, sobre las costas del Mediterráneo.

A los vicios ya enumerados, el capitán reunía el de jugador: jugador desdichado pero incorregible, que en busca siempre del desquite, echaba sobre el tapete verde cuanto había a las manos.

Consumido su patrimonio, Rogerio cayó en poder de los usureros. Sueldo, espada de gala, uniforme de parada, todo fue vendido por unos cuantos puñados de oro que devoró luego el abismo insondable del garito.

Consecuencia obligada de estos percances era el   —290→   humor de perros que jamás abandonaba al capitán, y que tropezaba con frecuencia en cosillas de sus soldados expresado en sendos planazos, más de una vez severamente censurados por sus jefes, sin que por ello aquel rabioso se enmendara.

Pero quien más tenía que sufrir con este furor crónico del capitán, era su pobre mujer, joven bella y buena como un ángel.

En verdad que a ella no le pegaba como a sus soldados; pero, lo que es peor aun, para una alma delicada, abrumábala con palabras duras, la espantaba con horribles juramentos, rechazaba brutalmente su obsequiosa solicitud, y hasta le imputaba su constante malaventura, atribuyéndola a un sino adverso que -decía- pesaba sobre ella.

La pobre Lucía, sencilla y humilde, comenzaba a creerlo, y se preguntaba, qué pecados le habían atraído aquel anatema.

Lucía había perdido a sus padres, carecía de familia, y su orfandad la aislaba en el triste recinto de su hogar donde pasaba las noches temblando de miedo, no tanto de su soledad, como de ver llegar a su esposo con el sarcasmo en los labios y la cólera en el corazón.

No teniendo a quien comunicar sus penas, Lucía se refugiaba en el seno de Dios y oraba en fervorosas plegarias.

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En tanto el capitán, cada día más encenagado en sus vicios repartía entre la orgía y el juego el tiempo que las ocupaciones de cuartel le dejaban libre, sin acordarse para nada de sus deberes de esposo y padre de familia; o si los recordaba, era para decirse que siendo su mujer buena y laboriosa, nada faltaría en su casa, por más que él derrochara.

Un día de pago en el regimiento, Rogerio se dirigía al cuartel llevando consigo el haber de su compañía.

Al atravesar el cuerpo de guardia, encontrose con el teniente Astolfo, joven calavera como él y compañero suyo de libertinaje.

-¡Acabarás de llegar! -exclamó este-. Pero... -añadió palpándole la escarcela- ¿tienes dinero? ¡Oh! ¡he ahí el mágico metal, que se encarga de responder con su armonioso ruido!

-Es el pre de mis soldados.

-¿Y el tuyo?

-¡El mío! Ya sabes que está pasando cuarteles de invierno en las arcas del judío Isaac.

-¡Ah!... ¿Y no sería posible sacar algo más a ese descreído?

-Como no sea un mandamiento de prisión que cargue conmigo a chirona.

¡Y de otro lado!

Si estoy como una patena. Todo ha pasado por esa criba.

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-Las joyas de tu mujer.

-Duermen igualmente en las gavetas de aquel maldito.

-¡Cómo! si no hace tres días, vi en los lindos dedos de la dama valiosos anillos.

-Pregunta por ellos a los cuatro vientos. ¡Se los pedí, entregómelos, y abur!

-Bien, la quedará algo: los dijes del diario.

-¡Bah! se hace collares de rosas y pendientes de violetas.

-Lástima... carecer de dinero para empeñar una partida, precisamente en el momento que el pájaro que te debe tan fiera revancha, te envía, aunque solapado, un insolente desafío.

-¡Qué dices vive Dios! ¡El siciliano!

-Oílo decir anoche a maese Andrés -mirándome por lo bajo-. Me marcho mañana, Andrecillo; porque desplumado he a todos los gallos de Valencia. Sin embargo, concédoles el desquite del estribo, y mañana en tu garito haré la razón a esos guapos. ¿Crees tú que alguno se atreva a darme cara?

-Yo apostaría -dijo el hostelero- a que el capitán Rogerio no se lo hará decir dos veces.

-¡Qué! si ayer le gané su última blanca, y además la gana de volver a las andadas.

-¡Por la cruz de mi toledana! ¿Eso dijo el mal nacido? ¡Pues yo haré ver a ese hijo de pirata quién   —293→   es el capitán Rogerio!... ¡Pero ah!... ¡si soy como ese bellaco ha dicho... un hombre sin blanca!

-No hablara yo así, en lugar tuyo, llevando oro en la escarcela.

Rogerio se estremeció, y en sus ojos relampaguearon los ardientes estímulos del vicio que absorbía su vida. Sin embargo, vacilaba todavía.

-¡La paga de mi gente!... ¡No! -exclamó, rechazando la irresistible tentación-. Cómo exponer a los azares de la negra estrella que me persigue, hace tanto tiempo, el único bien que me resta: ¡el honor!

-Tendría; ¿por ventura razón el siciliano? ¿habraste vuelto cobarde?

-¡Astolfo!

-¡Por tu vida! ¿qué nombre daré a quien se deja amilanar por esos miedos? ¡Los caprichos de la suerte! ¡Insensato! por lo mismo que es una divinidad veleidosa, está próxima a sonreírte. ¡Oh! ¡ven! y que el jactancioso insular reciba una buena lección.

Rogerio cayó en el lazo de seducción que le tendía su amigo, y lo siguió al garito.

Estaba situado este lugar de reprobación en una callejuela morisca, y tenía por entrada un portal oscuro que conducía a la antesala flanqueada de aparadores cargados de garrafas que contenían vinos, cidra y licores espirituosos.

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Un rumor confuso mezclado de imprecaciones y de metálicos ruidos salía por bocanadas de la cámara inmediata, cuya puerta custodiaba un hombrecillo rechoncho, colorado de fisonomía jovial, que se cuadró para dar paso a los recién venidos, sonriéndoles con un guiño de significativa expresión.

-Nuestro hombre esta aquí -exclamó Astolfo.

-Tanto mejor -repuso el capitán.

Y ambos pasaron adelante con el ademán familiar a parroquianos de tales parajes: calado el chapeo, una mano en el pomo de la espada, la otra atusando el mostacho.

La pieza en que entraron era una sala espaciosa y abovedada, probablemente el gineceo de algún antiguo harem, a juzgar por las ventanas guarnecidas de fuertes celosías. Alumbrábanla cinco lámparas pendientes de cadenas de hierro sobre otras tantas mesas forradas de pato verde y rodeadas de banquetas.

En torno a la del centro, más grande que las otras, agrupábanse en confusión abigarrada una multitud de hombres cuyos semblantes lívidos expresaban los horribles trances de una ansiosa expectativa, fijos los desencajados ojos en un círculo trazado en la superficie de la mesa, en cuyo centro, divididas por una línea vertical había dos letras: S. A.

Al lado de estos, al parecer, fatales caracteres manos   —295→   crispadas por nerviosas convulsiones amontonaban puñados de oro, que desaparecían y se renovaban al fatídico caer de los dados, entre aclamaciones y blasfemias.

Apoyado en una de las mesas colaterales, solo, y puesta la mano sobre un cubilete de dados, vestido negro, alta gorguera, y espadín al cinto, hallábase un hombre de edad indefinible, color cetrino, rizada cabellera y barba punteaguda, cuyo bigote se retorcía sombreando una boca de labios delgados y sarcásticos. Había algo de lúgubre en su espaciosa frente; y bajo sus pobladas y unidas cejas, relampagueaban unos ojos de expresión, a la vez burlona y triste, que fijaban en la puerta la mirada del que espera.

Al divisarlo, Rogerio apartándose de su amigo, fuese derecho a él.

-¿Me esperabais?

-Seguro de que vendríais.

-Y no obstante, no ha mucho expresabais audazmente lo contrario.

-¡Ah! ¡ah! ¡ah! Era para mejor obligaros a venir.

En verdad, próximo a partir, pésame el lastre de oro que llevo conmigo, ganado así tan fácilmente, en un golpe de fortuna; y vedándome la cortesía devolverlo a mis nobles adversarios, deseara que lo recobren, al menos como yo sé he ganado. Por ello he venido aquí. Esta mesa es mi palenque   —296→   -añadió dirigiéndose a la asamblea-, quien quiera, venga, que aquí estaré hasta el primer canto del gallo.

-Menos palabras, y al hecho -exclamó Rogerio.

-Y bien, ¡pardiez! ¡que me place! -respondió el incógnito.

Y así hablando, vació su escarcela y derramó en la mesa una cascada de relucientes doblones.

Imitolo el capitán, y no sin secreta vergüenza, alineó delante de sí tres doradas pilas de ducados: ¡la manutención de los cien valientes confiados a su cuidado!

Y la partida comenzó.

Lances diversos. Luego, la fortuna pareció inclinarse del lado de Rogerio; y tres golpes de dados le dieron otras tantas serias, que cercenaron enormemente la banca de su contrario, con gran contentamiento de Astolfo, quien dejando la puesta empeñada en la mesa común, vino a colocarse a espaldas de su amigo.

Por cuarta vez el cubilete sacudido por la mano del capitán, arrojó un par de treses que acabaron la obra de las senas, despojando al incógnito de todo el oro que llevaba consigo.

Rogerio dejó sobre la mesa el cubilete, y mirando a su antagonista con aire de triunfo.

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-Llegó mi vez -dijo- de ponerme a vuestras órdenes. ¿Cesa o sigue la partida?

Sin responder, quitó este de su dedo un anillo cuya piedra ocultaba en el revés de la mano.

Un lampo fulgoroso iluminó la sala, deslumbrado al capitán, que fijó una mirada de asombro en el rutilante carbunclo posado sobre la mesa y de cuyas facetas se desprendían rayos móviles y rojos como las llamas de un incendio.

-Ocho mil doblones contra esta joya que brilló en la nívea mano de la Zoraya -dijo el incógnito, poniendo el dedo sobre la misteriosa piedra.

-Pagárala yo con un tesoro -respondió Rogerio, fascinado por los purpúreos resplandores que partían de aquel foco luminoso- pero, desquite y ganancia juntos, no alcanzan, sabeíslo bien a esa suma.

-Seguid, señor capitán -repuso el desconocido con acerada sonrisa-, seguid; que joya sé yo en poder vuestro más valiosa y superior en belleza a este rojo hijo del abismo.

El capitán recorrió rápidamente los rincones de su memoria, sin encontrar ni joya ni nada que valiera un ardite; pero seducido cada vez más por la irradiación del carbunclo, arrebató los dados y sacudiéndolos con mano febril, los arrojó sobre el verde tapete.

Una sorda imprecación se escapó de los labios de Astolfo.

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La superficie de los dados ostentaba dos puntos negros de terrífica significación.

-¡Ases! -exclamaron en coro los espectadores que rodeaban la mesa.

Por vez primera en su vida, Rogerio perdió su serenidad.

Y era, que, también por primera vez, él, jugador, pendenciero, mal esposo y calavera insigne, se había apartado de la probidad y del honor. Derrochaba lo suyo; y su ruina, si le pesaba, no le causaba vergüenza.

Ahora estaba anonadado. ¡El sueldo de su compañía perdido; un preso, una sentencia, la muerte! ¡Oh! ¡la muerte era nada; pero la degradación! la degradación, previa, ante el cadalso, en presencia de sus camaradas, ante el mundo, donde su nombre quedaría envilecido.

Todos estos fúnebres cuadros cruzaron en un segundo la mente de Rogerio.

-Y bien, señor capitán, ved que el tiempo marcha y que el canto del gallo no esta lejos. ¿Ceso o sigue la partida?

Y hablando así el incógnito sonreía, no con su sonrisa hiriente, sino con gracia y cortesía.

Pesárale al capitán aquel aire comedido: habría querido, al contrario, pretexto para una querella.

-Me habéis ganado todo, y por tanto nuestra   —299→   partida ha concluido -respondió conteniendo su despecho.

-¡Todo! ¿Y esa joya?

-En verdad que no me sé poseedor de ninguna.

-Yo sí sé que sois su dueño. Juego contra ella el oro que os he ganado y esta llama del infierno -y señalaba el carbunclo.

El capitán se estremeció de gozo.

-¡Pues bien! -dijo- sea cual fuere, está en juego.

La misma siniestra sonrisa rizó los labios del incógnito, que tomando de su escarcela una hoja de pergamino, trazó con la uña del pulgar algunas letras.

-He ahí la joya del capitán -dijo doblando la hoja y colocando sobre ella el carbunclo.

-Seguid, capitán -le dijo inclinándose.

-Estabais feliz, y deseo que salgáis de aquí contento. Os cedo mi derecho.

Rogerio sintió, al arrojar los dedos, algo extraño que le hizo cerrar los ojos.

El2 silencio que sucedió al ruido fatídico de su caída, se los hizo abrir de nuevo.

Los mismos dos fatales puntos negros se destacaban en la blanca superficie del marfil.

¡Había perdido! El proceso, la condenación, la muerte y la deshonra surgieron otra vez en su espíritu, mientras el incógnito, pasando a su dedo el carbunclo,   —300→   empujó hacia el capitán el montón de oro que le ganara, se puso en pie y le dejó, presentándole la hoja de pergamino.

-Tal precio tiene a mis ojos vuestra joya que la proclamo mi única ganancia. Mañana a la última hora del día os aguardo más allá de las ruinas del convento de benedictinos a la vera del encinar que costea el camino del puerto. Os conozco por demasiado galante para estar cierto que seréis puntual.

Y saludando con su sarcástica sonrisa, tendió la mano al capitán, se la estrechó y se fue.

El corro de espectadores se dispersó, dejando a los dos amigos solos.

Astolfo estaba agobiado de remordimientos. Aunque disipado y libertino asaz, no había perdido la conciencia; y el mal paso a que condujera a su camarada pesaba en su ánimo.

Rogerio sufría la reacción de las catástrofes: habíase tornado sereno. Ya no tenía derecho a llamarse hombre honrado; su honra había sucumbido; ni hombre pundonoroso: veíase forzado, paría ocultar su falta, a aceptar el oro que por desprecio su contrario le dejara.

Y en tanto que hundido en esas crueles reflexiones atravesaba, cogido al brazo de su amigo, las calles   —301→   alumbradas ya por la luz del alba su mano distraída desdoblaba maquinalmente la hoja del pergamino.

De repente, los ojos de Rogerio se quedaron fijos en una palabra en él escrita; y su rostro se tornó pálido y en el dolor que invadió su alma conoció la existencia y el valor de la joya que él poseía y que acababa de perder. La cólera sucedió luego al dolor; y apretando el puño de su espada:

-Te he vendido infamemente -exclamó, besando el nombre trazado en el pergamino-, pero a precio de mi alma, yo te reconquistaré.

-¿Dirasme por Dios, qué es lo que de nuevo te agita? -dijo Astolfo, espantado de la situación en que veía a su amigo.

-¿Quisieras hacer mucho por mí?

-¿Lo dudas?

-Pues déjame.

Y desasiéndose del brazo de su amigo, se alejó a largos pasos...

La luz del alba encontró a Lucía desvelada esperando a su marido.

Tres golpes pausados y suaves sonaron en la puerta.

-No es él ciertamente -díjose Lucía-. Así no llama Rogerio; sobre todo cuando trasnocha da unos golpes que muchas veces lo han puesto en conflicto con la ronda. ¿Quién va?

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La voz de su esposo mensurada y suave llenó de asombro a la pobre joven, habituada a los coléricos apóstrofes con que en esas ocasiones la saludaba. Y al abrir la puerta violo pálido y triste, alargándole una mano helada, que estrechó la suya, besándola con trémulo labio.

-¡Dios mío! -murmuró inquieta- ¿de dónde acá esta dulzura que me espanta más que su enojo? Sin embargo, está triste y parece que sufre. Consolémoslo, que no hay dolor que resista al halago de una mujer amante...

El sol iba a ocultarse, y sus últimos rayos iluminaban la bella figura de Lucía que de pie ante un espejo adornábase con las galas sencillas de la pobreza. No obstante, ella sonreía porque se encontraba linda; y estaba linda porque: pobreza, mal trato, dolor, la juventud todo lo dora.

Y mientras abrochaba a su cuello el collar de rosas, y prendía en su negra cabellera un velo de gasa, decíase, entre gozosa y admirada.

-Algo misterioso pasa en el alma de mi marido. ¡Cuán triste está!... pero también qué suave y cariñosa. Su mirada se fija en mí, con dolor y amor entrañable. Hase tornado además apacible y bueno. ¡Dios lo tenga de su mano!

Poco después, ambos asidos del brazo, ella alegre, él sombrío, salieron de la ciudad y seguían el camino   —303→   a la vera del encinar. Las ruinas del convento de benedictinos surgieron luego de entre un grupo de cipreses con sus muros desmoronados, y sus góticas torres.

-Rogerio -dijo la joven sonriendo cariñosa a su marido-, yo he venido aquí otra vez, cuando era niña, paseando con mis compañeras. Recuerdo que, mientras ellas corrían en este prado, yo, obedeciendo a un consejo de mi madre moribunda, penetré en ese templo abandonado, y fui a prosternarme ante la Santa Virgen que estaba en el altar. Pero notando que sus vestiduras estaban manchadas por las lluvias, y desgarrado el velo que cubría su sagrada cabeza, subí hasta ella, y desprendiendo, mis galas, adornela con ellas, y coloqué mi velo en su divino rostro. ¿Me permitirás entrar a dirigirle una plegaria?

El capitán quedó solo, recostado en el tronco de un ciprés, en cuya cima cantaba el búho con lamentoso acento.

Lúgubres pensamientos oscurecían su mente, semejantes a las negras siluetas de los árboles en aquella hora vespertina.

-¡Pobre Lucía! -exclamó- ¡hela ahí, que viene con pie ligero, alegre, confiada ignorante de la infamia de aquel a quien unió su destino!... ¡Ha llorado!... y temiendo mis injurias al aspecto de sus lágrimas las recataba bajo su velo. ¡Ah! ¡ella no sabe que yo las   —304→   enjugaría con mis labios, y las pagara con mi sangre!

Así discurriendo, cogió el brazo de su compañera, estrecholo contra su pecho, y siguió con ella el sendero que se extendía más allá de las ruinas. Ambos callaban; y aquel silencio, impresionaba hondamente a Rogerio. Habría querido romperlo; pero una fuerza extraña enmudecía su lengua y anudada la voz en su garganta.

No de allí a mucho, a la vuelta de una encrucijada, Rogerio divisó al incógnito que de pie y los brazos cruzados lo aguardaba.

A su vista, un sentimiento de indignación, ardió en sus ojos, y su mano apretó convulsiva el puño de la espada.

El desconocido, mostrándole el sol que desaparecía en el horizonte:

-Creí que no vendrías ya -le dijo, con su irónica sonrisa.

-Bien sabéis -respondió el capitán- que sé cumplir mi palabra. He ahí la prenda que he perdido: os la entrego. Y ahora os reto a duelo; porque quiero recobrarla con la punta de la espada.

Y desenvainó el acero.

El desconocido, volviéndose a la mujer velada, que estaba ante él inmóvil y silenciosa:

-Esclava -le dijo-. tu señor va dos veces a comprarte: en el juego y el combate. Pero, levanta ese velo, y muéstrale tu semblante.

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A estas palabras, una voz dulcísima, que estremeció el corazón de Rogerio con misterioso pavor, se elevó de bajo el blanco cendal, diciendo:

-Aquel que se dice mi señor, acérquese, y levántelo si puede.

En el mismo instante, un rugido espantoso resonó en el espacio, y una ola de fuego envolvió al capitán, y lo arrojó a tierra sin sentido...

Cuando volvió en sí, y que poniéndose en pie miró en torno suyo, encontrose solo: su mujer y el incógnito habían desaparecido, y él, fatigado, dolorido, hallábase bajo el mismo ciprés donde quedara aguardando a su esposa en tanto que esta entraba en el derruido templo, para hacer una plegaria.

-¡Era el demonio! -exclamó- ¡y yo que pretendía reconquistar a mi esposa de manos de un hombre, hela entregado al enemigo del género humano, que rabioso de su virtud, le habrá dado la muerte!

Sin embargo, aquel hombre tan arrebatado, tan intemperante, en la cotera, no se abandonó a sus funestos estímulos. Era que el arrepentimiento, un arrepentimiento profundo, inmenso, invadió su alma, y llevó sus pasos al templo donde penetró golpeando su pecho con honda contrición.

El día acababa; el santuario estaba lleno de sombra, solo allá en el fondo de la nave, un rayo de luz,   —306→   deslizándose entre las grietas de la bóveda, iluminaba el tabernáculo.

De repente él se detuvo y exhaló un grito.

Lucía, envuelta en su velo, dormía a los pies de la Virgen, recostada en las gradas del altar.

Aquel grito despertó a la joven que, viendo a su marido, alzose de pronto.

-¡Perdona, amigo -le dijo asustada-, no ha sido culpa mía! Velé anoche, esperándote, y el sueño me ha ganado.

Rogerio cayó de rodillas ante ella y ante la Divina Señora, que de lo alto de su trono parecía sonreírles.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Rogerio fue desde entonces un modelo de virtudes. Abandonó la vida tempestuosa de los campamentos, habitó y labró los campos, donde adquirió la paz del alma, el más hermoso de los bienes. La fortuna que buscara en vano entre los azares del juego, vino a visitarlo en las labores pacíficas de la vida rural. Fue rico, y derramó en torno suyo el amor y la caridad. Reedificó el templo donde tuvo lugar el milagro de su conversión, y lo consagró a aquella que en la tierra sufrió y lloró en la orfandad, y que es ahora en el trono de Dios la protectora de los desamparados.


 
 
Fin de Nuestra señora de los desamparados
 
 


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ArribaAbajo Impresiones del dos de mayo

Era el 27 de abril, uno de los últimos de la temporada de Chorrillos. Nunca la villa de los palacios había tenido tantos huéspedes: nunca su delicioso baño estuvo tan concurrido.

Felices y desgraciados, todos gozan en ese lugar bendito, a donde nos lleva siempre una esperanza: esperanza de dicha, esperanza de alivio; pero siempre la esperanza, esa única felicidad verdadera.

La vida que se tiene en Chorrillos es fantástica como un cuento de hadas. El individuo se centuplica, porque está a la vez en todas partes: en el malecón, en el baño, en la plaza, en el hotel, en el templo. Se caza, se pesca, se organizan brillantes partidas de campo en los oasis del contorno. Las niñas cantan, bailan, ríen, triscan; las madres se extasían con esos cantos, con esas danzas, esos juegos, esas risas, mientras que sentadas en cuarto alrededor de una mesa, se entregan a las variadas combinaciones del rocambor.

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Yo misma, con una mortal amenaza suspendida sobre el corazón y agonizando en el alma la esperanza, tenía, ese día, las cartas en la mano y decía:

-¡Juego!

-¡Más!

-¡Bien!

-Solo de espadas: esplendente, imperdible.

-Un momento -dijo de pronto el cesante asentando la baceta- que esta mano sea un oráculo. La escuadra española se aproxima; va a atacarnos. ¿De quién será la victoria? ¡España! ¡Chile! ¡Perú! -dijo señalándonos al jugador, a mi compañero y a mí.

-Roba tú -me dijo este, en vez del van sacramental-; yo tengo miedo a las espadas.

-Yo las amo. Son las armas de mi familia... Pero ¡ay! ¡aquellos que las llevan han caído todos, unos por la mano de Dios, otros por la de los hombres!

¡Y robé!

Robé la espada, dos chicos, y tres caballos; con los que di al esplendente solo, un esplendente codillo.

-¡Viva el Perú! -clamamos todos los gananciosos.

El del solo, aunque peruano y ardiente patriota, guardó silencio. Tan cierto es que el amor propio se sienta sobre todos los amores.

En ese momento sonó a lo lejos la detonación de un cañonazo, repetido tres veces por el eco de los cerros.

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-Ese cañón no es ni del castillo ni de la bahía: es de afuera -dijo el derrotado jugador, que como viejo marino, entendía de ello.

Y añadió levantándose y tomando su sombrero:

-Señores, órdenes para el Callao.

La escuadra española ha llegado.

En efecto, pocos instantes después, dos, diez, veinte personas vinieron a darnos el mismo aviso que acababa de traer un tren extraordinario.

Imposible sería escribir el mágico efecto que produjo esta noticia, cayendo de repente sobre aquel nido de molicie. Dos horcas después, los hombres, jóvenes, viejos y niños, habían desaparecido y se hallaban en el Callao, pidiendo sitio en las baterías. Las madres desoladas corrían en pos de sus hijos, para abrazarlos todavía antes del combate, y las niñas, palpitantes a la vez de zozobra y de entusiasmo, se apresuraban a llegar a Lima, ansiosas de ver a sus novios con el brillante uniforme de bomberos.

En fin, al anochecer de ese día, Chorrillos estaba solitario, y por sus calles desiertas vagaban solo cuadrillas de perros, disputándose los restos de los interrumpidos festines.

Lima era ahora el foco de una inmensa agitación.

En los colegios y en los conventos se limpiaba, y forjaban armas; los salones se habían convertido en boticas, donde las manos más bellas preparaban hilas   —310→   y remedios, mientras otras formaban cucardas para los combatientes.

El Ministerio de la guerra estaba sitiado por una multitud de individuos que solicitaban boletos de pasaje para las baterías del Callao; y los trenes que partían cada media hora, no bastaban a la muchedumbre de voluntarios, que se precipitaban apiñándose en los vagones.

Entre ellos presentose un anciano, llevando consigo una hoja de servicios que acreditaban una edad de 108 años y su presencia y cooperación en las principales batallas de la independencia.

El coronel Espinosa escribió de su puño esa boleta, recomendando en ella al benemérito soldado con expresiones propias de aquel entusiasta y noble corazón.

Entretanto, el plazo señalado en la intimación de Méndez Núñez tocó a su término, y el anhelado 1.º de mayo envió su luz.

El alba encontró a Lima entera de pie y rebulléndose en todos sentidos.

Unos se dirigían a las alturas, otros a los templos; los más a la estación del Callao.

Yo seguía el impulso de este mar de vivientes, protegida por la estela de mi cuñado que, venido en comisión, regresaba a su batería. Una oleada de pueblo nos separó.

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Por dicha divisé el grupo de sombreros blancos de las hermanas de caridad, con quienes debía ir al Callao; me reuní a ellas, y ocupamos solas un vagón, entre los bomberos franceses y los italianos.

Las brillantes cimeras de los unos recordaban los compañeros de Godofredo; el perfil académico de los otros a los de César.

En el momento de partir, una bella joven se asió a la portezuela de nuestro vagón, suplicando con voz angustiosa que le dieran un asiento.

Las hermanas se compadecieron de ella y la hicieron entrar. Era la esposa del capitán Salcedo3 que mandaba un cañón en la torre de la Merced.

La pobre niña iba cargada de dulces y fiambres para regalar a su marido, y su gracioso rostro brilló de contento al tomar asiento a nuestro lado.

En fin, la campana toca los seis tañidos de marcha. Una aclamación inmensa ahogó el silbido del pito, y el pesado equipaje se deslizó majestuoso entre dos muros compactos de los que nos saludaban con gozo y envidia.

Y el camino huía detrás de nosotros, con las casas y los huertos; y Baquíjano con su cementerio pasaron como una visión; y el Callao con su bahía, y mas allá, la escuadra enemiga, nos aparecieron acercándose   —312→   con pasmosa rapidez; y a su vista una prolongada aclamación partió del largo convoy.

De súbito el tren queda inmóvil en frente de Bellavista.

-¿Qué sucede?

-Bajemos -respondió con voz breve la superiora de Santa Ana.

-Pues qué ¿no vamos a servir al hospital de sangre en el Callao?

-El hospital de sangre está aquí. Sería peligroso para los heridos ser asistidos en un lugar barrido por la metralla y amenazado de incendio.

Y la buena religiosa que debía ser entendida en el asunto, pues se encontró en la toma de Sebastopol, atravesó con las otras hermanas el polvoroso médano que nos separaba de las primeras casas del pueblo.

Yo las seguí silenciosa y triste. ¿Por qué? ¿no iba a asistir a los heridos? ¿qué importaba que fuera en el Callao o allí?

¡Ah! quizá en el fondo del alma, donde se ocultan los sentimientos que no queremos confesar ni a nosotros mismos, esperaba que una bala benéfica me librara de la horrible desgracia que veía en lontananza.

Perdóneseme en gracia de que escribo mis impresiones, esta dolorosa reminiscencia del corazón, mezclada a los gloriosos hechos de ese gran día.

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Tomada posesión del hospital, la superiora me destinó a ayudar a la hermana boticaria en la confección de vendas y apósitos. Arreglamos para ello un gran salón pavimentado con madera, y nos entregamos a esa triste ocupación no sin dolorosas reflexiones, que la una ocultaba obedeciendo a la regla, la otra al largo hábito de sufrir.

No de allí a mucho llegó un gran refuerzo de colaboradoras. Las señoritas B... y Hortensia, la linda hija del malogrado artista D... se presentaron en nuestra improvisada oficina, y apoderándose de telas y ungüentos, en un momento dieron cima a la obra, dejando alineados tendales de emplastos, de vendas y de compresas.

Preparados los socorros de la ciencia, la hermana, boticaria pensó en los del cielo. Fue a buscar una caja de medallas de la Virgen y me ordenó enlazarlas, para ser repartidas entre los combatientes.

Entregada estaba a esa ocupación, cuando los bomberos de Lima, que con los otros dos cuerpos habían estado en ejercicio, invadieron el salón, señalado por error para alojarlos.

Aunque admirados de encontrar en su vivac aquella mezcla de pócimas de monjas y seglares, no se desconcertaron por ello. Echaron abajo sus sacos de noche, de donde en vez de sábanas comenzaron a salir pollos, jamones y toda suerte de fiambres,   —314→   acompañados de ricos frascos de bohemia llenos de un Italia de Palpa, más rico todavía. Y aquellos apuestos jóvenes, la flor de Lima, se dieron a contentar su apetito de veinte años, sazonando aquel almuerzo con entusiastas brindis, en los que revelaban el propósito, llevado a cabo por muchos: de tomar doble acción en el combate; como bomberos y soldados.

Acabado el desayuno, volvieron a pedir el sagrado talismán, que recibieron doblada la rodilla y guardando, un recogimiento que contrastaba singularmente con su bulliciosa alegría.

Después de ellos llegaron muchos otros, artilleros y paisanos, al servicio de las baterías, que de paso a sus puestos, recordando las tradiciones de la cuna, querían llevar consigo esa prenda de su fe.

Entretanto, el día declinaba y la escuadra española yacía inmóvil y silenciosa, con gran impaciencia de nuestros defensores, que ansiaban el momento de enviar mortales andanadas a los incendiarios de Valparaíso.

Sin embargo, la jornada pasó en la enojosa inacción de la expectativa.

En fin, al acabar una noche que a todos pareció eterna, un rumor extraño, semejante al que haría el mar saliendo de su profunda cuenca, se dejó oír, primero lejano, confuso, zumbante, atronador.

Era un pueblo inmenso, que afluía de todas partes   —315→   y se precipitaba en oleadas, llenando el espacio que media entre Bellavista y el Callao; que se apoderaba de las alturas, y enarbolando estandartes atronaba el aire con belicosas aclamaciones.

La brisa del alba, disipando los vapores de la noche, descubrió la bahía, que presentaba un espectáculo imponente.

Las naves españolas con sus flámulas y gallardetes al aire y arriba su gente habían tomado posición delante del puerto, impasibles a los movimientos provocativos de atrevidos buquecillos.

Los buques extranjeros, abandonando su fondeadero y agrupados a distancia guardaban la actitud de testigos en aquel formidable duelo.

Nubes blancas interceptaban a trechos el azul del cielo, y sus sombras débiles daban a aquel cuadro un aspecto fantástico.

Era ya la mitad del día, y la ansiedad había llegado a su colmo. Techos, paredones, huacas, todo estaba lleno de espectadores, que, en diversas actitudes, tenían la vista fija en un mismo punto. El campanario del pueblo era el mejor sitio de observación. A favor de un larga-vista colocado allí se veía perfectamente todo lo que pasaba a bordo de los buques españoles.

De repente, el flanco de la Numancia arrojó una llamarada seguida de un trueno. La batería de Santa Rosa envió al momento igual respuesta; y una bomba   —316→   de hierro, rasando el agua, fue a hundirse en su seno, rompiendo la coraza de acero que la cubría.

El combate se empeñó entonces, crudo, terrible. Las granadas se elevaron en todas direcciones: describiendo humeantes parábolas, venían a caer sobre la muchedumbre, que lejos de huir se arrojaba sobre ellas y las desarmaba.

-En nombre del cielo, señoras, bajen ustedes de esa torre -exclamaba el gobernador.

Los enemigos tienen cañones de mucho alcance, y puede llegarles una bala.

-Envíenos usted más bien la bandera de la gobernación para hacerla flamear en esta altura y que nos miren los godos -respondió la señorita Juana B.

Una salva de aclamaciones estalló en ese momento, ahogando el ruido del combate.

¡Qué la motivaba!

Una de las naves españolas, yacía de costado y mojaba sus mástiles en el agua. Vino otra a ocupar su lugar y el fuego continuó de una y de otra parte nutrido y mortífero.

En lo más encarnizado de la lucha viose de repente surgir un hombre pegado al asta de una bandera de las baterías, arrollada por el viento, elevarse con la agilidad de un acróbata, llegar a lo alto, dar al aire el pabellón nacional, y descender lentamente, desafiando las balas que llovían sobre él.

  —317→  

Habríamos dado un mundo por reconocerlo, pero el alcance del larga-vista no llegaba a tanto.

Sin embargo permitíanos ver los enormes boquetes abiertos por nuestras balas en las naves enemigas, y el estrago y la consternación derramados en su gente. Cada andanada de nuestras baterías, rebotando en la superficie del agua, les llevaba la muerte envuelta en dos elementos. ¡Ah! sin el funesto acontecimiento que arrebató al ilustre Gálvez, y con él a tantos valientes privándonos de la única batería que podía llenar este nombre, ninguno de esos fanfarrones incendiarios de ciudades inermes habría vuelto a su península para aumentar el oprobio de su derrota con los honores del triunfo.

-Señoras, los heridos llegan: es hora de ir al hospital -gritaron de abajo muchos que anhelaban aquel puesto.

Al llegar a la primera sala, donde estaban ya acostando a los heridos, para hacerles la primera cura, sentimos una extraña detonación que hizo temblar la tierra y rompió los vidrios de algunas ventanas.

El mismo siniestro pensamiento atravesó la mente de todos; pero nadie tuvo valor de comunicarlo.

Sin embargo, muy luego palpamos la fatal evidencia; aquella hermosa batería de donde Gálvez dirigía el combate, había volado, sembrando en torno los mutilados cuerpos de sus defensores. Vímoslos   —318→   llegar conducidos por el pueblo, que en esta ocasión se excedió a sí mismo en valor y abnegación.

Cada una de nosotras temía encontrar a los suyos en aquellas formas desfiguradas por el polvo, el fuego y la sangre.

Las salas del hospital ocupadas por los enfermos traídos el día anterior del Callao no bastaron pana recibir a los heridos, y se resolvió organizar otro en el cementerio de Baquíjano.

Allí nos enviaron con tres hermanas que instalaron a los heridos en el hospital y las viviendas de la Capellanía.

A pesar de nuestro ardiente deseo de hacerlo todo para aquellos desdichados, la actividad de las hermanas de caridad nos usurpaba la mayor parte de nuestra tarea con gran pesar nuestro. La bella Jacinta B., los ojos llenos de la lágrimas y sus blancas manos manchadas de sangre, corría a recibir los moribundos, los reclinaba en su seno, mojaba sus labios con bebidas refrigerantes y les dirigía palabras de consuelo.

Un jinete montado en caballo blanco, se abrió paso entre la multitud. Traía consigo dos heridos: uno en brazos, otro a la grupa.

Recostado sobre su espalda, el moribundo había empapado en sangre los hombros los vestidos y hasta los bigotes canos de su conductor.

Este dejó a uno en los muchos brazos que se   —319→   alargaron para recibirlo; se inclinó hasta el suelo para que tomaran el otro sin causarle daño, y partió a carrera tendida, volviendo muchas veces con la misma carga.

Sin embargo, en cada uno de esos viajes atravesaba de sur a norte la línea de baterías, con los espacios desabrigados que lo separaban, barridas a cada minuto por huracanes de metralla. Pero ¿qué mucho, si ese hombre se llamaba Alvarado Ortiz?

Entretanto las detonaciones del cañón empezaban a ser menos frecuentes, sucediendo a ellas una tempestad de aclamaciones, que se elevaba, extendiendose desde el Callao hasta las torres de Lima, a vista de la derrotada escuadra, que, mohína, maltrecha y acosada por los brutales adioses del Victoria, del Loa y del Tumbes se retiraba al fondeadero, que no debía abandonar sino para ir a ocultar su vergüenza en las lejanas aguas de Filipinas.

La noche había oscurecido, y al gozo del triunfo comenzaban a mezclarse mortales inquietudes, los gemidos de los moribundos nos recordaron con terror los deudos y amigos que habían ido al combate, y que a esta hora se hallarían quizá tendidos en tierra, muertos o expirando sin socorro alguno.

-¡Al Callao! ¡al Callao! -clamaron muchas voces. Y una larga caravana de mujeres partió de Baquíjano.

Caminábamos, costeando la banda derecha del   —320→   camino, para evitar el choque de los grupos de gente que lo llenaban, yendo y viniendo, envueltos en la sombra, corriendo, llamando, interrogando y prorrumpiendo en gritos de alegría o de dolor.

-¿Guillermo? -exclamaba una voz.

-¿Mamá?

-¡Hijo del alma! ¡Bendito seas, Dios mío, que me lo devuelves!

Y besos mezclados de sollozos resonaron en las tinieblas.

-¡Cómo! ¡este niño, que no tendrá aun doce años, estaba en las baterías! ¿quién tuvo la crueldad de enviarlo allí?

-Soy, por dicha, alumno del colegio militar, es decir que, aunque escalando los muros del establecimiento, me presenté al combate en corporación.

¡Mas luego nos diseminamos en diferentes baterías! Yo elegí la de Chacabuco.

-Entonces ¿conoció usted al joven Abel Galíndez?

-Murió en la explosión de la torre de la Merced.

-¡¡Abel!! ¡¡hermano mío!!... -un grito terminó esta dolorosa exclamación.

La negra silueta de un jinete que pasó a nuestro lado fue por todas nosotras reconocida.

-¡Felipe!

  —321→  

-¡Felipe!

-¡Felipe!

-¡Presente! ¿Qué me quiere esta procesión de fantasmas?... ¡Ah!... señoras mías, ¿cómo imaginar que esos delicados pies transitarán por estos andurriales?

-¡Noticias! ¡noticias! ¡noticias!

-¿Qué es de mi hijo? ¿lo ha visto usted, Felipe?

-Ha combatido como un diablo en la batería de Chacabuco. Acabo de hablar con él.

-¿Y mi hermano? Entre los muertos oí un nombre que es el suyo.

-Está con el general La-Cotera. Esto importa decir que ha ganado mucha gloria.

-Y mi padre, Felipe, ¿mi padre?

-Valiente como en Ayacucho, como en Junín y como siempre.

-¿Y mi marido? ¡por Dios hábleme usted de mi marido!

-¡Ay! compadézcalo usted...

-¡Dios mío! ¡ha muerto!

-Peor que eso, amiga querida... ¡No le fue dado tomar parte en el combate! ¡Ah! no pueden ustedes calcular cuánto dolor encerrará para siempre esta frase: no pudo asistir al combate del 2 de mayo.

¡Sí! porque desde el primero al último, todos los que han tenido acción en esta jornada han conquistado   —322→   una gloria inmortal. ¿Van ustedes al Callao? Pues ahora verán qué fortificaciones defendían a los que hoy han alcanzado tan esplendido triunfo.

Algunos sacos de tierra fueron el único material empleado en la construcción de esas baterías, que hoy han destrozado y hecho huir a una escuadra entera.

Y usted, Felipe ¿qué rol ha tenido en los episodios de este hermoso día?

-El mejor que podía desear: he estado en todas partes, como ayudante, llevando órdenes a las baterías. En la de Ayacucho vi al anciano coronel Barrenechea, subido sobre un cañón, descubierto el cuerpo y hecho blanco de las balas enemigas, precisando las punterías con la agilidad y el arrojo de los veinte años.

Al pasar delante de la puerta del castillo, una bomba pasó por encima de mí, colocándose dentro, estalló sobre la cabeza del centinela, que impasible echó el arma al hombro, exclamando con voz vibrante: ¡Viva el Perú!.

En ese momento una detonación espantosa estremeció la tierra: y una columna de humo mezclada de extraños objetos se elevó en los aires. Era la torre de la Merced que desaparecía, arrebatando a los héroes que la defendían.

Cuando llegué, al sitio de la catástrofe, encontré en él al coronel Espinosa. El viejo soldado de los   —323→   Andes, inclinado sobre los escombros, ocupábase en recoger los carbonizados restos de las víctimas, sin cuidarse de las balas que caían en torno. Su alta estatura, su ceño adusto, sus pobladas cejas, sus bigotes humeantes, y aquellos ojos de águila, le daban un aspecto sobremanera imponente. ¿Halló al amigo que buscaba? Lo ignoro. La vorágine de fuego que vi elevarse en el aire fue horrible, y debió devorarlo todo.

Sin embargo, vi la mano fraternal de un compatriota desenterrar a dos valientes colombianos sepultados en aquellas abrasadas ruinas.

Recordé entonces que aquella mañana vi llegar a dos heridos saludados con entusiasmo por los espectadores, que repetían los nombres de Ucros y Zuviría.

Recordé también que al lado de la camilla que conducía a uno de ellos: marchaba un joven que no quería separarse de él.

Pensando y platicando así, habíamos llegado a las primeras casas del Callao.

Felipe nos dejó para tornar a Lima; y nosotras nos empeñamos en aquellas calles, que conservaban todavía el olor de la pólvora.

Llenábalas un ruido tumultuoso que nos atemorizó.

Era el gozo de triunfo que tanto se parece al furor.

  —324→  

Quien nos vio aquel día tan valientes, desafiando las bombas rellenas de metralla, no habría podido reconocernos a esa hora, silenciosas, palpitantes, asidas de las manos, temblando como la hoja en el árbol.

Una de nosotras tropezó de repente con un objeto blando, pero resistente. ¡Era un muerto!

A esa vista, la banda volvió caras y echó a correr. Una sola prosiguió su camino y se internó en la ciudad, cruzada solo por patrullas o pandillas de ebrios. Era aquella que iba en busca de su hijo. ¡Amor de madre! ¡Amor de madre! ¡tú has de sobrevivir a las ruinas del mundo!

Llegamos a Baquíjano, muy persuadidas de que solo servíamos para barchilones, y para comadrear nimiedades en los divanes de un salón.

Dividímonos en dos partes: una se quedó en Baquíjano para servir a los heridos que aun quedaban en Bellavista, la otra regresó a Lima.

Las calles desde San Jacinto hasta la Estación estaban siempre, como el día anterior llenas de pueblo, que victoreaba, ebrio de toda suerte de embriaguez. Pero entre ese pueblo estaban mezcladas las más distinguidas señoras de Lima, llevando consigo lujosas camillas para llevarse a los heridos, cuyo cuidado se disputaban con celo fraternal y santo.

  —325→  

Presencié una de esas escenas que tuvo lugar en la Estación.

-Señora, voy a llevar conmigo este herido.

-Señora, eso no puede ser, pues ya lo he trasladado a esta cama.

-Si usted lo permite en ella me lo llevaré.

-¿Con qué derecho?

-Soy su hermana.

-¡Oh! ¡qué lástima! Vamos a buscar otro que sea solo en el mundo.

Pero, ¡ay! vosotros que habéis visto esas bellas manifestaciones del patriotismo que anima el alma de estas hermosas hijas de la benevolencia, guardad vuestra admiración para otras más meritorias. Id a ver las ahora en la mortal epidemia que está diezmando al pueblo, id a verlas, desafiando al contagio, arrodilladas a la cabecera de los enfermos en la miserable morada del pobre, donde su abnegación ha de quedar ignorada; contempladlas allí, y postraos y adoradlas.


 
 
Fin de Impresiones del dos de mayo
 
 


  —326→     —327→  

ArribaAbajoGethsemaní

A la señorita Ana Pintos

Era el día primero de los Ázimos, aquella fiesta solemne, simulacro del fin del cautiverio egipcio y del regreso a la patria.

El cumplimiento de las profecías se acercaba, y Jesús, viendo llegada su hora, dejó la aldea de Bethania, donde moraban Lázaro, Marta y María, aquellos amigos que él tanto amaba, y seguido de sus discípulos llegó delante de Jerusalén.

-Maestro, ¿dónde quieres que preparemos la Pascua? -dijéronle estos.

-Id -les respondió-, y llegados a la primera fuente seguid a un hombre que, lleno el cántaro, lo asienta en la cabeza y vuelve a su casa. Entrad en esta y decid al dueño: el Señor desea comer contigo la Pascua.

Los discípulos obedecieron, y Jesús, sentado en una piedra quedose solo.

La hora de nona había pasado hacía largo tiempo;   —328→   y el sol próximo al ocaso, doraba con sus últimos rayos la ciudad querida de sus abuelos, la hermosa Sunamitis cantada por la lira de Salomón, que alegre y risueñas se extendía sobre dos colinas acariciada por las tibias brisas de la primavera.

Y Jesús, contemplándola lloró.

Lloró sobre su grandeza y santidad pasadas, y sus presentes abominaciones: y su tremendos castigos, y su destrucción postrera, que veía surgir inminente en las lontananzas del porvenir...

Y alzando los ojos hacia la Eterna Clemencia, encontró la eterna Justicia, que, abarcando los ámbitos del cielo, severa, inexorable pedía la hostia de expiación.

Entonces, como en el día que bajando del padre, vino a tomar su puesto en la humanidad degenerada, lleno el corazón de piedad y de amor infinito, ofreciose otra vez por ella en holocausto...

Y cuando sus discípulos vinieron a buscarlo para decirle que todo había sido hecho como él lo mandara, encontráronlo triste pero sereno.

Mientras atravesaban las calles de la ciudad, invadida por una inmensa muchedumbre de pueblos, que, desde los confines del reino venían a celebrar la Pascua, uno de los doce compañeros de Jesús rezagándose furtivamente, penetró en el palacio del pontífice...

  —329→  

Llegados a la casa donde los discípulos siguieran al hombre del cántaro, su dueño, saliendo a recibirlos, condújolos a un rico sostenido por columnas de alabastro y tapizado de púrpura, donde estaba aderezada la mesa, coronada por el Cordero Pascual, y flanqueada por canastillos de lechugas amargas y panes sin levadura.

Al centro, colocado cerca de una hidria de vino, brillaba un cáliz de oro adornado con piedras preciosas.

Puestos a la mesa, levantose Jesús, y tomando una toalla y un lebrillo de agua, lavó los pies a sus discípulos, diciéndoles:

-Así como yo lo hago ahora, pídoos que os sirváis los unos a los otros: y que si me amáis, os améis con mi amor para que os conozcan por míos.

A tiempo que Jesús volvía a sentarse a la mesa, un hombre, con la respiración anhelante del que ha caminado aprisa, entró en el cenáculo.

Era Judas.

Su rostro impasible, en fuerza del disimulo, arrostró impávido las miradas de sus compañeros; pero no pudo resistirla de Jesús, dulce, triste, intensa, que le hizo bajar los ojos lleno de confusión; y que volvió a encontrar, cuando alzándolos de nuevo, miró a Jesús, que decía:

-Con deseo he deseado comer con vosotros esta   —330→   Pascua, que será la última, hasta que se cumpla en el reino de mi padre; porque mi hora ha llegado, y es necesario que os deje.

Y ellos, contristados:

-¿Adónde vas, Señor? -le decían-, donde vayas llévanos contigo.

-Donde yo voy vosotros no podéis seguirme ahora; pero yo os prepararé el camino -respondioles él con acento de entrañable ternura. Pero hablando así, turbose de repente e, interrumpiéndose, añadió:

-En verdad os digo, que uno de vosotros me ha de entregar en manos de mis enemigos.

Y ellos, apenados, le preguntaban uno a uno:

- Por ventura, ¿soy yo, Maestro?

Y Pedro exclamó, en un arranque de fervoroso entusiasmo:

-¡Oh! ¡Maestro! no seré sin duda yo, que, lejos de traicionarte, daré por ti mi sangre y mi alma.

-¿Darás por mí tu sangre y tu alma? -díjole Jesús, mirándolo con una sonrisa de inefable tristeza. En verdad te digo que antes del primer canto del gallo, me habrás negado tres veces.

En fin, tomando un trozo de pan y el cáliz de vino, hizo de ellos una celestial sustancia, y se les dio en ella para siempre añadiendo:

-Haced esto en mi memoria.

Jesús, viendo que todo lo que a ese acto concernía estaba cumplido, dijo: «¡Basta!», y recitado el Himno   —331→   dejó la mesa; y saliendo de la casa y de la ciudad, seguido de sus discípulos, atravesó el Cedrón, y dirigió sus pasos hacia un jardín llamado de Gethsemaní, que extendía su verde fronda al pie del Monte Olivete; lugar ameno y solitario, donde él iba con frecuencia para aislarse de los hombres y orar al Padre.

Mientras caminaba, un grande pavor, el pavor de la carne, rebelada contra las sublimidades del sacrificio, apoderose de él; y volviéndose a los suyos:

-¡Triste está mi alma hasta la muerte! -les dijo-. Velad y orad conmigo.

Y penetrando en el jardín, adelantose solo, y cayó postrado en tierra...

Mediaba la noche: una noche serena de primavera; la luna llena, filtrando sus plateados rayos al través del ramaje, alumbraba igualmente el grupo de hombres que, encargados de velar, dormían egoístas el grosero sueño de la materia; y más lejos, la figura sublime de Jesús, postrado en tierra, pálido y angustiado.

El peso de los dolores humanos que echara sobre sí, agobiaba su alma; y en las medrosas visiones de la hora postrera, el espectro del inmenso porvenir le apareció siniestro, espantable. Vio las cóleras, los odios y las persecuciones que los suyos habían de sufrir, al derramar en el mundo su divina palabra;   —332→   vio las guerras y las horribles matanzas que por su nombre y en su nombre habían de ensangrentar la tierra que él había venido a redimir; y la serie innumerable de los mártires, desde Esteban hasta Delboy, desde Molé hasta Juan de Hus y hasta Atahualpa, desfiló, silenciosa, lúgubre, ante su mente contristada.

Y él, que pocas horas antes llorara sobre Jerusalén, lloró ahora sobre la humanidad entera, y poseído de angustiosa agonía, la sien bañada de sangriento sudor:

-¡Padre! -exclamó- ¡haced que pase de mí este cáliz!

Mas, cuando su alma aniquilada por el dolor, iba a desfallecer, he aquí que de un cúmulo de blancas nubes aisladas en el azul del cielo, desprendiose una luz diáfana, azulada, que descendiendo a él, tomó de súbito la figura maravillosa de un arcángel. Veía en sus manos un cáliz misterioso, que, doblando una rodilla vertió delante de Jesús.

Era su sangre, su sangre, que mezclada a la de esos héroes de su fe, al tocar la tierra hizo brotar una planta, que convertida en un árbol gigantesco, cubrió con sus ramas el mundo; abrió, mal grado de los aquilones, su robusta florecencia, y maduró sus frutos, que gustados por los hombres, secaron en sus almas el odio, haciendo nacer el amor...

Y Jesús leyó en ellas esas divinas palabras,   —333→   resumen de toda su doctrina: ¡Libertad! ¡Igualdad! ¡Fraternidad!

La mística visión desapareció; y Jesús, alzándose de tierra, sereno, sublime, la frente cercada de divinos resplandores, salió al encuentro a sus enemigos, y se entregó a la muerte.


 
 
Fin de Gethsemaní
 
 


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ArribaAbajoEl día de difuntos

Si queréis sorprender los misterios de la vida, visitad este día la morada de los muertos.

A fin de que su memoria no estorbe en las alegrías del año, los vivos la han relegado al reducido espacio de una jornada. En esas veinte y cuatro horas de conmemoración, todos, inconsolables y consolados, todos acuden al cementerio y se agrupan en torno a los sepulcros; los unos para borrar con otras lágrimas las huellas de sus lágrimas; los otros para reemplazar con guirnaldas de hermosas flores la triste yerba del olvido.

Los estragos de la peste han aumentado la lúgubre peregrinación, que desde el alba llenaba las calles vecinas a Maravillas y el prolongado callejón que se extiende fuera de la portada.

A la seis la verja que cierra el recinto exterior del panteón ábrese dando paso a la multitud que lo invade silenciosa, derramándose en sus esplendidos jardines, perfumados con las flores de todas las zonas.

  —336→  

Óyese por todos lados un ruido de puertas como el despertar natural de una populosa metrópoli. Es la ciudad de la muerte, que abre sus sepulcros a la ofrenda del recuerdo.

Y el silencio se puebla de rumores; y se escuchan gritos mezclados de sollozos; y los callados ecos de aquellas bóvedas repiten nombres borrados ya del libro de la vida. El tumulto crece; la multitud se entrega a bulliciosas pláticas, razonadas con extrañas consejas sugeridas por la lectura de los epitafios, esos jeroglíficos del dolor.

¡Murió mártir!

-Decía un mármol, donde ostentaba su belleza soberana una mujer en cuya frente brilla el sol de diez y ocho primaveras.

¡Los días de mi peregrinación fueron cortos y malos!

-Decía otro. Y sobre la bíblica leyenda, un nombre poético entrelazado a una lira, sonaba al oído como una deliciosa melodía.

¡Ay!

-Tenía por única inscripción una lápida aislada como un anatema. ¡Qué historia de decepciones y de dolor cifrara esa lúgubre interjección!

Pero el día se adelanta y los epitafios desaparecen bajo lujosas coronas y perfumados ramilletes.

  —337→  

He allí los mausoleos que se cubren de flores. Aquí sobre un pedestal, a cuyas esculturas se entrelazan ramos de laurel, elévase un hermoso grupo. Es el sepulcro de Althaus. El busto del general corona la cúspide de una columna. Al lado, con un pie sobre el pedestal y el otro asentado en la base de la columna, la estatua de su hija, la bella Grimanesa, en una actitud admirable de gracia, reclina su linda cabeza en el seno paterno, dando a la admiración esos brazos que Fidias envidiara para su Venus.

Cerca de allí, bajo la bóveda de una capilla óyense sollozos desgarradores. Es la viuda de un héroe, que llora sobre su tumba.

Más allá, en tu frío lecho de piedra, duermes, bella Emilia, el eterno sueño. La admiración y el amor envolvieron en doradas nubes de incienso tu corta vida. ¿Qué te ha quedado de todo eso?

¡Y tú también, Martín! tú el hijo mimado de la dicha, el protagonista de las fiestas, el ensueño de las hermosas; ¡cuán solo y olvidado yaces! En tu sepulcro no hay otras flores que las que mi mano ha aglomerado durante un año, y que ahora cambio con este ramillete, cuyo aliento llevará a tu hondo sueño los perfumes de la vida.

Allí están los campeones del 2 de mayo; aquí las víctimas de la fiebre amarilla: Irigoyen y   —338→   Pacheco, esos astros que tanta luz irradiaron, yacen juntos, como en los versos del poeta.

Y allá, lejos, entre las rosadas adelfas, un emblema de eterno recuerdo señala el sepulcro del hermoso niño, cuya mirada parecía encerrar un secreto del cielo.

Pero abandonemos estos sitios, donde el dolor palpitante, aun pesa en el alma como el mármol que los cubre, y pasemos de los dominios de la muerte a la región de la apoteosis, donde los héroes de la independencia, Lamar, Necochea y Salaverry, duermen bajo las palmas de la inmortalidad.

Al centro del más bello de los jardines que adornan el exterior del vasto edificio; entre bosquecillos de floridos arbustos, y sombreado por un grupo de cipreses, un bellísimo templete de alabastro, eleva su elegante cúpula, coronada de una estatua. Su interior en forma de capilla está cubierto de ricas esculturas en madera y mármol; y el oro y pinturas de exquisito gusto brillan en los muros, en el altar y en la parte interior de la capilla.

Este monumento digno de un semidios es el sepulcro de La-Rosa y Tarragona.

Ciérralo una graciosa verja que corre en torno rematada en sus ángulos por cuatro pilastras. Allí estacionábase agrupada la multitud contemplando   —339→   aquella magnífica aparición -¡provoca a morir!- dijo a mi lado un joven del pueblo.

Palabras de profunda significación, en aquel hombre que llevaba la blusa del obrero, y que no podía aspirar a esa tumba sino con la muerte gloriosa de los héroes a quienes está destinada.

Sin embargo, la inmortalidad de la gloria no alcanza a iluminar las sombras de la muerte; ¡y llevaríamos de este lugar, desolantes impresiones, sin esa cruz que se eleva, sobre las tumbas como un faro de esperanza y de inmortalidad!...


 
 
Fin de El día de difuntos
 
 


  —340→     —341→  

ArribaAbajoLa ciudad de los contrastes

En un oasis asentado entre las arenas del mar y las primeras rocas de los Andes, extiéndese la opulenta metrópoli.

Capital de la más rica de las repúblicas sudamericanas, cuenta a granel los millones que afluyen a su tesoro, por centenas los palacios de mármol que se alzan en su recinto; pero se rehúsa una casa para sus recepciones oficiales, un teatro donde recibir los grandes artistas, que atraídos por su esplendor vienen a visitarla.

En el flanco septentrional de una bella plaza adornada con fuentes, jardines y estatuas, álzase apenas del suelo un ruinoso, sucio y grotesco edificio   —342→   coronado de una baranda de madera carcomida, y flanqueado de tiendas atestadas de telas vistosas y de una profusión de objetos heterogéneos. Diríase un bazar de Oriente.

Llámanlo Palacio de Gobierno. Sus huéspedes, curándose muy poco de esa transitoria morada, conténtanse con forrarla interiormente de seda, oro y mármol para su propio confort, dejando a sus sucesores el cuidado de la parte monumental.

Cinco cuadras de allí distante, un engañoso frontispicio da entrada a un caserón vetusto, informe, cuarteado en todos sentidos, y con las más pronunciadas apariencias de un granero:

¡Es el teatro!

Y sin embargo, con la cuarta parte del oro y las pedrerías que en su espléndido entusiasmo ha derramado Lima en ese escenario sobre sus artistas favoritos, habría podido construir el más hermoso teatro del mundo.

Y sin embargo, aun, en las noches de estrenos cuando las encantadoras hijas del Rímac llenan las tres líneas de palcos, que el gas resplandece, y los abanicos se agitan, y las miradas se cruzan, un prestigio extraño, casi divino, trasforma el derruido edificio; y ningún joven abonado lo cambiaría entonces por el más suntuoso teatro de París, por el más aristocrático de Londres.

  —343→  

Pero esta misma ciudad, desdeñando indolente la creación de esos monumentos que con el tiempo, son la base material de la vida social, consagra a la exposición de su industria un bellísimo palacio, aloja a sus sentenciados en alcázares de granito y sepulta a sus muertos en basílicas de mármol.

Al traspasar la portada de Guadalupe divísanse ambos: palacio y alcázar.

El uno gracioso, elegante, adornado con todos los órdenes de arquitectura, cercado de jardines donde se elevan los más sombrosos árboles; donde se abren las más hermosas flores, donde cantan las más canoras aves, donde rugen las más horribles fieras.

El otro, sombrío pero magnífico, agrupando sus bronceadas piedras en muros y bóvedas de severo e imponente aspecto. Tras de esos muros, bajo esas bóvedas, en vez del fatídico ruido de cadenas, escúchase el alegre golpear de instrumentos industriales; y en el silencio de la noche las notas melodiosas de Verdi y de Bellini se exhalan de ese recinto; llevando al alma de los desventurados que allí moran, recursos y esperanzas:

Es la Penitenciaría.

Si en pos de grandezas se torna la mirada hacia el nordeste, descúbrese más allá de la puerta de Maravillas una ciudad de mármol, blanca como un   —344→   cisne y medio oculta entre la sombra inmóvil de los cipreses. En su extenso recinto se alzan en profuso desorden, cúpulas, pilastras, columnas cuyo elegante corte se dibuja en el azul del cielo. Creeríasela una fantástica, aparición entrevista allá en el fondo de un sueño.

Pero al aproximarse, al abarcar con una ojeada aquel suntuoso conjunto, detalles de un primor exquisito revelan el nombre de ese inmenso hacinamiento de riquezas artísticas:

Es el Cementerio.

Sin embargo, trabajo cuesta al pensamiento asimilar a la idea de la muerte un lugar donde por todas partes respira la vida en su más ardiente expresión. Amor, dolor, resignación, plegaria, todos los sentimientos sublimes del alma palpitan bajo la blanca inmovilidad de esas estatuas, que de entre del embalsamado follaje de los rosales se alzan esparciendo en torno a los helados restos que guardan esa vida inmortal trasmitida al mármol por el fuego sagrado del genio.

En fin, si dejando la mansión de los muertos, el viajero penetra en la ciudad, encuéntrala habitada por un pueblo compuesto de las tres razas primitivas en tan iguales proporciones, que completando el contraste haríanlo vacilar entre Pekín y Congo, si el sello de belleza incomparable que este clima   —345→   afortunado imprime en la raza caucásica, no le forzara a exclamar:

-¡Lima!


 
 
Fin de La ciudad de los contrastes
 
 




  —346→     —347→   Abajo

Escenas de Lima




ArribaAbajoRisas y gorjeos

¡Helas ahí! Como las golondrinas en una mañana de primavera, llegan riendo, cantando y derramando en todas partes a su paso, luz y alegría; en todas partes... ¡hasta en mi corazón! Sus nombres mismos son armoniosos y dulces como una caricia: ¡Emma! ¡Julia! ¡Rosa! ¡Eleodora! ¡Cristina! ¡Florinda! El alma rejuvenece al contacto de esas jóvenes flores que comienzan a abrir su cáliz a las promesas de la vida; y plácele seguir el vuelo vagaroso de sus ilusiones, como a la mirada el de esas bandadas de blancas aves que cruzan el cielo en las tardes de verano.

-¡Qué trozo tan bello es ese que acabas de cantar, querida mía! No lo conozco. ¿A qué partitura pertenece?

  —348→  

-Es una romanza de la ópera Guaraní, la última pieza de mi estudio. Cierto que es una música deliciosa, llena de dulzura, y de un carácter original. Sin embargo, la música no es para mí realmente bella, sino cuando refleja el recuerdo.

-¿No es verdad?... Pero, ¡ah! tus recuerdos, risueños, frescos, datan de ayer, y los encierra una aurora.

Julia suspiró profundamente; y dejando la romanza de Guaraní entonó, con los ojos llenos de lágrimas -Caro nome que el mio cor- esa cascada de perlas del Rigoletto.

Entre las compañeras de Julia, una voz murmuró un nombre: Maximiano. Recordé entonces, que no hacía mucho tiempo, una mano aleve dio la muerte a ese bello joven tan querido en la sociedad. ¡Pobre Julia! ¡En el riente miraje de sus recuerdos, alzábase ya una cruz!

-¡Al viento las penas! -exclamó Florinda, pasando su pañuelo sobre los húmedos ojos de la cantora-. ¡Oh! si cada una fuera a hablar de las suyas, el cuartel de Santa Ana, en el cementerio, puede decir si yo tengo derecho de estar entre los vivos.

-También tu -gritó Emma-. ¡Esto amenaza volverse un de profundis! ¡Bah! ¡silencio! ¡y basta de sombra!... ¿Quién ha oído anoche el violín encantador de la señora Filomeno?

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-Yo.

-Y yo.

-Yo también.

Todas.

-¡Qué melodía celestial! ¡Ese instrumento tiene una alma, y siente, habla, ríe, llora!

-¡Y un sueño en Lima! ¡Qué horizontes inmensos de azul y grana, poblados de doradas quimeras, describen las notas melodiosas de esa brillante fantasía! Al escucharla, creía percibir el murmullo de los ríos, el canto de las aves, el susurrar de la brisa entre la fronda de las selvas.

-Tú te inclinas al idilio. A mí me aparecía un castillo feudal erizado de almenas y torreones. Yo era su castellana, y escuchaba, asomada a una gótica ojiva, el amartelado canto de un trovador.

-¡Aristócrata hasta en sueños! Alma mía, esa raza está amenazada de una enfermedad mortal: la polilla. Yo, nieta de un prócer de la Independencia, hija de un republicano, sueño con un tribuno joven y elocuente, que, invocando el símbolo sagrado de la ventura humana: Libertad, Fraternidad, Igualdad, electriza al pueblo con el calor de su palabra; con el fuego de su mirada; y que al descender del pavés donde lo ha elevado el entusiasmo de la multitud, cae a mis pies y me llama su esposa.

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Aquellas hermosas soñadoras que reían, cantaban, y hablaban de sus halagüeñas ilusiones, en tanto que la guerra civil abría a sus pies su espantosa sima, parecíanme una legión de ángeles sembrando flores sobre un abismo.