Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Peligrosas palabras

Luisa Valenzuela





La tarea de escribir es desgarradora y dichosa al mismo tiempo. Es un buceo a ciegas en el magma donde se forman las imágenes y las asociaciones, es un dejarse llevar por la creación a todo galope pero con la rienda corta, evitando desbocarse, y es al mismo tiempo un minucioso enfrentamiento con algo tan manoseado y vilipendiado y gastado y sorprendente como puede ser el lenguaje.

La palabra: nuestra herramienta y a la vez nuestra enemiga, Espada de Damocles, a veces, suspendida sobre nuestras cabezas cuando nos volvemos incapaces de emitirla, de dar con la palabra clave, el Abretesésamo que nos permitirá entrar en un nuevo texto. Por eso a menudo digo que la literatura, la producción de literatura, es una maldición de tiempo completo. Y no sólo porque a cada paso nos asalta la duda o porque el cuestionamiento de la utilidad del escribir se plantea en cada página, sino sobre todo porque atenacea lo otro: la culpa o el terror de no estar escribiendo, de no estar escribiendo cada hora de la vida como lo exige cierto oscuro deseo tan opuesto al otro oscuro deseo que nos empuja a la calle y a esa otra vida que llamamos vida.

Del sillón en el que tengo la idea hasta el escritorio donde podré escribirla la distancia no es grande, es infranqueable.

Es la misma distancia que media entre el querer decir y el no poder decirlo. Es la forma de resistencia que ofrecen las palabras a ser atrapadas como tales, y nosotros, escritores y escritoras, con una red de cazar mariposas, siempre corriendo tras las dichosas palabras con intención aviesa: no ya de clavarlas, rígidas, con un alfiler al texto, sino de conservarlas vivas, un poco revoloteantes y cambiantes, para que el texto tenga la iridiscencia necesaria -quizá llamada ambigüedad- que permitirá a cada lector enfocarlo desde su ángulo y reinterpretarlo.

Y en ese juego del rompecabezas literario no interesa aquello que escribo sino cómo lo escribo (James Joyce, Felisberto Hernández, Clarice Lispector... muchos insistieron en la misma idea). En la articulación entre la anécdota narrada y el estilo de narración, por llamarlo de alguna forma, es donde reside el secreto del texto y donde podemos asistir a ese deslumbramiento de la palabra que alternativamente puede asumir el rol de perro fiel, de cuchillo o de dado.

Una palabra en apariencias inocente cobra esplendor y se transforma gracias a la intención con la que es lanzada desde lejos, gracias a esa cama que se le ha venido preparando con la cantidad de otras palabras que la preceden. Y no hablemos de los silencios de los que de todos modos es imposible hablar. Lo no dicho, lo tácito y lo omitido y lo censurado y lo sugerido cobran la importancia de un grito.

Los rígidos semiólogos hablan de la «contaminación» del lenguaje y se refieren a la polisemia, es decir, a los desconcertantes sinónimos, a la analogía y a las diversas connotaciones que en cada palabra perturban su naturaleza y su funcionamiento.

Las escritoras hacemos nuestro agosto con estas llamadas contaminaciones, las afilamos, les sacamos brillo, las exponemos de la mejor manera posible para que la luz de la lectura haga resaltar todas sus facetas, hasta las más ocultas, aquellas con las que se nos imponía silencio. Las ignoradas hasta por nosotras mismas. Las que eluden hasta nuestra propia censura, la represión interna.


Los frutos del verano

Estoy en la plaza del mercado y pregono mi mercadería. Ella viene a reconvenirme, justamente a mí, que nunca pisé el convento. Viene hacia mí y me dice: Cuidate m'hijita. Y yo como si no la oyera sigo gritando: Acérquense, toquen, toquen, palpen con ganas, nunca encontrarán más bellos, más turgentes. Tengo los brazos en jarra y la vista fija en los pomelos. A ella no la miro y ella sigue increpándome: Ese no es el camino, m'hija, el pregón es otro, todo lo que dices envilece al mercado, pertenece a otra parte, está mal dicho.

Y yo como si nada, insisto: Aquí encontrará la más roja de las carnes, la piel más suave. Hago referencia a los tomates, claro está, los frutos del verano. Ella en mí sólo reconoce una semilla aviesa, ni se fija en los frutos.

Vi abrirse el gran portón del convento en la otra punta de la plaza del mercado y la vi salir y supe sin tener por qué saberlo que esta única, increíble transgresión a su ley de clausura me estaba dedicada. Qué calamidad. Yo que no me meto con nadie, sólo miro y a veces pregono. Las demás vendedoras también miran y pregonan pero según parece yo lo hago con mayor intensidad y mejores resultados. No por eso más fuerte.

Ella, que nunca sale del convento, salió para encararme ¿todavía le quedan esperanzas? Fui la única que le escapé sin realmente escaparme, simplemente no prestando atención a sus palabras. Dicen que sus palabras eran radiantes como el sol del verano y reverberaban sobre la nieve. Eso fue un invierno. Parece que las demás se acurrucaron al calor de esas palabras -salvación, decía, según parece, y amor eterno- y se dejaron entrampar para siempre. Yo estaba en otra cosa. Esperaba palabras con otro calor adentro, no un calor de rigidez sino un calor cambiante, titilante. Y sólo me decían palabras de colores y me hablaban de fuegos de artificio a los que yo muchas veces me sumaba. El color de ella era blanco, qué aburrido. Yo ahora pregono el dulzor de mis frutas, su encendida pulpa. En esta plaza del mercado, casi un soco, donde todo se atiborra y se abigarra, yo pretendo que mi puesto sea distinto y mi mercadería especial, por eso ella me busca. Después de haberme dejado olvidada por los años de los años ahora se digna instalarse frente a mí para recriminarme. Esto no se dice, no debe ser dicho, me previene, y yo sé muy bien lo que puede y lo que debe ser dicho bajo este toldo que protege mi puesto, entre perfumados mangos y guayabas. Las más dulces y las más fragantes, para derretirse en la boca, para la especial caricia de la lengua. Una pulpa exquisita. La delicuescencia, el placer del olfato. Huelan, acaricien, prueben. El que prueba se la lleva.

Y para ella mascullo entre dientes: Usted pretende saber lo que de verdad se dice, eso no existe. Son pura leche, grito, mientras ofrezco un par de cocos. Bien peludos.

Ella pega media vuelta, y sin disimular su furia desanda el camino andado. Por mi causa ha salido del convento y al convento vuelve por mi efecto. Toda de blanco, su pelo también blanco. No le tiro los cocos que tengo en cada mano, le tiro las palabras que quizá vino a buscar sin confesárselo. ¡Arrastrada! Le grito. Traidora, peor que mala perra, le grito, y todo el mercado se pone en mi contra porque la cree una santa. Miren qué pulpa, qué jugos, qué tersura, quisiera gritar y no me sale. Ladrona, ladrona, grito entonces y el epíteto la alcanza justo cuando está por entrar al convento y entonces nunca más. Pero justo antes de que el portón se cierre tras sus pasos alcanzo a gritarle ¡Tuna llena de espinas, papaya seca! Y puedo reintegrarme así al mercado y los frutos del verano me sonríen.







Indice