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Pequeño manifiesto

Luisa Valenzuela





En las eternas discusiones teóricas solemos olvidar que detrás de todo escritor/a de ficción hay un ser humano que dormita, dispuesto a saltar a la menor provocación del mundo externo y/o a la menor cosquilla de la pluma. Si para Borges el hombre (léase ser humano) es un animal literario, también puede decirse que el ser humano es un animal político. Y no se trata de una clara y fácil opción sino de una conflictiva dualidad con la que debemos aprender a convivir. El animal literario en cada escritor/a requiere paz e intenta sustraerse de las perturbaciones externas para poder crear a su antojo. El animal político no lo deja, cada tanto lo despierta de su dulce ensueño con un zarpazo a traición. Y entonces acudimos a las marchas de protesta, escribimos artículos, ensayos, columnas y hasta libros de testimonio. Y tratamos de no contaminar la ficción con aquello que alguna vez se llamó «el mensaje».

Porque la literatura exige toda la libertad posible. La literatura es el cruce de las aguas -las claras y las borrosas- donde nada está precisamente en su lugar porque no conocemos el tal lugar: lo buscamos. Si creemos tener una respuesta a los problemas del mundo más nos vale ser políticos e intentar o no arreglar algo con el poder que la política nos otorga. La literatura no pretende arreglar nada, es más bien una perturbadora, es la gran removedora de ideas, gracias a lo cual las ideas no permanecen estancadas hasta descomponerse.

Pero es precisamente en esta perturbación de las aguas que se cruzan donde se hace necesario tener una conciencia clara, una base sólida para presentar los problemas desde diversos ángulos, ofreciendo así nuevas perspectivas de enfoque.

No creo en absoluto que los escritores y las escritoras seamos o debamos ser jueces, pero tampoco debemos pretender ser la ciega y bella Justicia. Somos simples testigos con las antenas bien alertas, testigos del mundo externo y también del interior, entremezclados como siempre sucede. Ni crudo realismo ni difuso surrealismo, más bien una combinatoria de ambos con añadiduras personales varias para pintar esta realidad en la cual quienes se creen dueños de la verdad o quienes instauran los dogmas pretenden manipularnos a su antojo.

El hecho literario no se concentra ni en la marioneta ni en la mano que la mueve sino en un intento de percepción de los hilos invisibles que van de la una a la otra. El tratar de ver los hilos nos obliga a entrecerrar los ojos, la claridad de nuestra mirada será mayor cuanto menos tratemos de imponer una visión preconcebida pero cuanta más conciencia tengamos de las injusticias.

Evitar escribir directamente sobre el tema sin perder contacto con el tema, manteniéndonos profundamente conscientes del propósito, como si se tratara de una forma de Zen o arte de la arquería de la lengua: disparar la flecha sin sobrecargarla con preconcepto alguno. Si logramos armar una buena flecha, y si el tiro está lanzado con intención certera, dará en el blanco. Incluso si dicho blanco ni siquiera está a la vista al disparar la primera frase.

Toda escritura de ficción es una forma de lectura de la realidad que va desarmando y rearmando metáforas y asociaciones y posibles escamoteos.

En el acto de escribir se intentan romper no sólo las barreras de censura externas sino también las barreras de la autocensura, de la negación, del miedo y de cuanto propósito espurio pueda bloquear el flujo narrativo.

Así como el tema del poder, el de la memoria se hace recurrente e imprescindible.

¿Quién quiere revolver los fantasmas del pasado?, se oye decir con demasiada frecuencia. Hay escritoras y escritores que sentimos casi el deber de hacerlo, quizá con una mano liviana para poder decir lo indecible, valiéndonos quizá del humor negro o del grotesco o de otros desvíos y senderos marginales que nos permitirán hablar de lo que más nos desgarra.

Seguimos escribiendo para descubrir, para develar, pero también para señalar aquello que preferiríamos olvidar.

Es el juego del cuestionamiento constante y es un juego peligroso no porque estemos necesariamente combatiendo contra una censura más o menos obviable, sino porque nunca podemos permitirnos la cómoda tierra firme de la seguridad a ultranza donde se regodean aquellos que han matado a su otro animal, ya sea el político o el literario. Aquellos que se autodenominan respectivamente literatos o políticos, y no son lo que somos nosotras: el escenario de una lucha que muchas veces nos desgarra.





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