—437→
1918
—440→
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—441→ | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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1919
—443→
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—444→ | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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1919
—445→(Aguas fuertes y óleos de la ciudad de Santiago de Guayaquil) | ||||||||||||||||||||
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—446→
Malecón nocturno | ||||||||||||||||||||
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—447→
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—448→
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—449→
(Barrio de San Alejo) | ||||||||||||||||||||
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—450→
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—451→
(Tradición del Barrio) | ||||||||||||||||||||
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—452→
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—453→
A José Eduardo Molestina S.
Paseaba por la ribera, oyendo el discurso que murmuraba el río, cuando vi a un niño, a un rubio adolescente que se entretenía en arrojar piedras al agua bulliciosa. Los cabellos desordenados, chispeantes los ojos, las cejas casi unidas, en alto el puño rosa que lanzaba los guijarros, era su actitud la de esos efebos que los artífices latinos modelaron en el bronce inmortal.
Lanzadas por aquella catapulta de carne infantil, las piedras hendían el aire, trazando una graciosa parábola que rayaba de negro el espacio azul, y caían —454→ en el agua rompiendo con agria música los cristales del río. Al caer de cada guijarro, el agua temblaba, delatándose en innúmeras circunferencias concéntricas, que se extendían, se extendían, se extendían, hasta agonizar en la opuesta orilla. Después, el agua volvía a su quietud especular y seguía corriendo, grácil y cantarina...
Y esto pensé yo, frente a ese niño, que lanzaba piedras al río: -Naturaleza, Madre: ¡cómo, en todo, nos das tus símbolos! Acabas de enseñarme la fragilidad de lo humano; bien se ve, en la piedra arrojada, nuestro destino: ascendemos en un instante, cruzamos la extensión de lo infinito; pero ¡ay! luego hemos de caer, irremisiblemente, a perdernos en la corriente de lo Innombrable y de lo Eterno...
Madre, ¿por cuánto tiempo se marcará en las ondas la huella de mi caída?...
—455→
Danzabas en la terraza, tu carne bañada por la luna, olía a luna. Y la luna era un escudo de plata, sobre el corazón de la Noche.
A la luz de las antorchas amarillas, tu desnudez enjoyada era una llama, rosa-pálida y tembladora.
Al danzar, tus pulseras, tus ajorcas, y tus collares producían una música metálica y sensual.
Y, bajo los ojos vigilantes de la Noche, la música de tu euritmia y la música de los lejanos mundos rutilantes se fundían en una vasta y silenciosa armonía.
—456→
Yacías semidormida, armada de tus encantos, junto a mi corazón inerme.
Con el ritmo de la onda, entre nubes de gasas malvas, movíanse las lunas rosadas de tus senos.
El cielo estaba más cerca de nosotros, como si Dios inclinara la frente para vaticinar nuestro destino.
Y una ternura inmensa oprimía mi corazón, mi corazón exaltado en un irrefrenable deseo de llorar.
—457→
A José Eduardo Molestina
Amigo:
Tengo el alma como un búcaro lleno de florecillas de nuestros campos; de ellas tomo la que es más querida: una violeta color de ojera, regada por el llanto de una emoción inolvidable. Acéptala. Y cuando vuelva a su reino mi espíritu desterrado en el mundo, deshoje sus pétalos y aspire en ellos el doloroso perfume de mi recuerdo.
Medardo Ángel.
—458→- I -
Vuelvo a vosotros -campos de mi tierra- malherido del alma, huyendo al tumulto de la ciudad en que viven los malos hombres que nos hacen desconfiados y las malas mujeres que nos hacen tristes.
En una curva de mi camino detengo el paso doloroso para evocaros, tierra de promisión digna de las dulces cañas de la égloga. A esta hora crepuscular en que os evoco, estaréis, húmedas campiñas olorosas a yerba buena y alfalfa, goteada de rocío preparando vuestras maravillosas escenografías de ocaso, para el rojo drama del poniente: la decapitación del rey solar tras la guillotina de los cerros. Y luego, cuando baja la noche su telón de seda estrellada y huele a mango y tamarindo la brisa suave de plumones de garza, y trasciende su dulzura el chirimoyo y se evaporan los floridos naranjos, tú, solemne campo del anochecer, estarás atento al músico río que habla, con voz enronquecida de cangagua, sibilinas palabras y a la flauta del sapo que estrena, plateado de luna, su levita verde y al violín que rasca el grillo que hospedan los gamalotes y al pito del chaguiz burlón.
Acaso irá, bordeando la vega, un peón que canta una de esas canciones, sencillas y tristes que hablan de amores, de besos, de sangre. Y la voz dulcificada por el viento que arrulla el platanal y rige el cabeceo de las palmas, se hundirá en el silencio nocturno como una queja de pájaro herido y rodará como una lágrima sobre el rostro de la noche azul y dorada...
¡Bendita, verde tierra, que fuiste caricia para mis ojos y reposorio y balsámico aceite para mi corazón! Dame la ingenua paz del espíritu, la santa sencillez del alma, la claridad de tus albas que sonrosan los cielos del color de las mejillas adolescentes, la transparencia de tu río que se enrosca a manera de musculoso brazo y te oprime, besándote. Y que, un día, retorne a ti, cuando esté mi cuerpo maduro para la eterna cosecha, y me lleven a —459→ dormir el largo sueño en el herboso cementerio del pueblo; y que de mi carne dolorida brote, después, un ramo alegre de florecillas de los campos, en cuyos cálices beban las gotitas del cielo, las irisadas mariposas campesinas y los agrestes pájaros...
- II -
Como una garza, albeaba en la verdura de las palmas y el oro bruñido de los anchos platanales, la casa de la hacienda.
Era en un recodo del río donde el agua tenía apariencias de ondulado surá verde, a la sombra tembladora de las ramas. Como un beso de bienvenida oreó mi rostro el viento de campesino aroma; las rejeras reboneaban copiando en sus grandes ojos húmedos, la calma de los campos y, viéndolas, comprendí el sonante verso de Carducci: «il divino dei pian silenzo verde»
36.
Al saltar me rodearon los curtidos rostros de los peones familiares; eran viejos amigos y más de uno me llevó en el arzón de su montura; cuando yo era un niño y tenía ojos alegres como estrellas de mayo y una risa tan sonora como un cascabel; y no era un melancólico.
Cordial, vino a mí don Simón, el mayordomo: ¡Pero este hombre! -decíame, sonriendo, el bonachón; y, en secreto: «Sé que escribe en los periódicos»... Y yo incliné la cabeza, confundido, en confesión de mi falta...
- III -
Clarín del gallo anunciador del alba; sonrisa de oro del sol sobre el mugido, patriarcal del buey en cándida evocación —460→ betlemita; dulzor acariciante de la brisa mañanera; y las perlas del agua sobre el raso verdeante de la campiña; y la flauta del azulejo que cantaba, balanceándose en retorcido algarrobo; y los hombres rudos, con el machete en la cintura, en raudos potros de alegres relinchos; y la leche de azulada espuma tibia, olorosa a maternales ubres de la rejera que se acababa de ordeñar; y el gemido obstinado del ternerito que pedía su lactación; y la mórbida, la cebosa blancura, con estrías de oro, del suche que decoraba mi ventana; ¡y el sentir del alma como un nido de pájaros...!
¡Oh, mañanas divinas del campo, en la primavera...! Como me saludaran despierto a esta hora temprana, alguien llamó a mi puerta.
Era una mocita morena, bien garrida; traíame oloroso desayuno y diome los buenos días con voz musical de fresca resonancia.
-¿Cómo te llamas? -le pregunté.
-¿No se acuerda, señor no se acuerda de María Jesús?
-¡Oh, sí: María Jesús, sí! ¡Qué crecida! ¿sabes? Estás bonita.
María Jesús sonrió.
Y recordaba: esta María Jesús tenía una historia; era hija de un revolucionario, un montonero bravo como un tigre y una señorita primogénita de rico hacendado. Un día murió la madre -veinticinco años, trenzas rubias, ojos tristes, frente lunar y empalidecida de una enfermedad ignorada-; una noche murió el padre, luchando en la maraña palúdica, luchando contra los hombres del gobierno -o su gente- quemó la hacienda, destrozó los sembríos y mató las reses que no pudo pillar: había hecho justicia.
María Jesús tenía entonces 15 años, lindos como quince rosas; los ojos negros de mirar hondo y triste; la tez morena de manzana madura y el pelo azuleante de lo negro, y la boca sensual del progenitor audaz y bravo, y —461→ los senos duros como frutos verdes, estrujados en el vestido blanco, limpísimo...
Y esta sed de amor, esta fiebre maldita que se consume sin tregua, que arde inextinguible, hoguera alimentada por mi propio corazón, hizo inclinar mi alma sobre el cristal diáfano de su alma cándida; y preguntele, ya temblando la voz con el divino -con el mil veces sabido y deseado- temblor de la pasión recién nacida:
-Y tú ¿me recuerdas?...
- IV -
Tras el bosque dormido la Noche avanzaba, extendiendo sobre los campos silenciosos la sombra de sus grandes alas azules, salpicadas de astros.
En la antigua sala, que tuvo en pretéritos días, rurales elegancias, el viejo Pleyel cubría un rectángulo.
Acababan de traerme un encargo de piezas de mis autores favoritos: Grieg, Chopin, Brahms, dulces aliviadores de mis nostalgias juveniles. María Jesús, con un enorme ramo de flores, entró luciendo su fresca sonrisa y su moño lila y sus ojos húmedos siempre, como un cielo estrellado de otoño, tras la lluvia.
En el viejo vaso de porcelana azul -donde un mandarín, bajo minúsculo cerezo florido, muequeaba con bizarra actitud decapitante, en kimono de oro y negro- las flores temblaban como estremecidas aún de dolor de haber abandonado sus ramas.
Por la ventana una llovizna de ópalo diluido se venía del campo, y María Jesús anunció:
-¡La luna!...
Y la cola felpuda del gato señaló el rostro empolvado de la reina fantasma que adelantaba arrastrando la túnica de algodón de una rizada nube.
Carraspeó, afuera, el grillo, y un azulejo probó su flautín en dos largos trémolos...
—462→Yo sentía en mi alma un dulce peso de lágrimas y emoción contenida.
Como un ensayo pulsé en la bemol y a la presión del índice la cuerda se quejó en largo suspiro metálico... Era un divino Nocturno Op. 9 del celeste mago de Polonia. No sé qué embriaguez de mi propia emoción me poseía y mi misma torpeza ejecutante, vencida por arrebato inspirado, hallaba extrañas pulsaciones y desconocidos acentos para interpretar, la melancolía desoladora del poeta del clavicordio.
La noche estrellada sobre los campos ahítos de silencio... la luna, desnuda como una blanca emperatriz, divina de impureza, en el triclinio azul del profundo cielo..., y aquel perfume de naranjos en flores... y aquel pájaro burlesco, trasnochador, cantante, que retornaba al nido silbando el leitmotiv de su agreste ópera... y aquel piano antiguo, evocador de pretéritas sonoridades, rozado por unos dedos trémulos y aquel Nocturno de encanto que vence toda expresión verbal, en una noche, en el campo, ¡bajo la luna!
Terminado el poema, estremecido de no sé qué sueños, volvime hacia mi dulce amiga: yacía en la penumbra violeta de la sala, cerca del balcón, y la luna le hacía un halo de santa, y su gracia leve sugería vírgenes empalidecidas de Boticcelli o Burne Jones; o bien aquella Beata Beatrix del extático prerrafaelita inglés Dante Gabriel Rossetti; y sus manos de rosa transparente cubrían su rostro inclinado en un escorzo de llanto y su cuerpo temblaba como una gran magnolia movida por el viento. Interroguela tímido:
-¿Qué tienes?...
Y ella volviendo a mí los ojos, rebosantes de infinito, me acarició con su negra mirada:
-No sé... es que esa música hace dar una penita -dijo, y se inclinó llorando.
Guayaquil, enero de 1918.
—463→
(Para La pluma, de Guayaquil)
La profesión literaria que tú sueñas camino de gloria, es muy dura, joven iniciado.
Ante, todo, la gente se preocupa mucho, por eso que llaman la «Escuela» del escritor. Si escribes con la serena unción de Fray Luis, la gloriosa frescura del vino añejo del Marqués de Santillana o la pureza del hondo Jorge Manrique, te llamarán desenterrador de momias y encarnizante; si lo haces con la ingenua sencillez de los primitivos, sin oropeles, sin floreos retóricos ni mitologías de similor, serás un pobre bárbaro; si amas las modernas ondulaciones del Ritmo y pones tu alma melodiosa en áureos versos de melífero dulzor, que tengan el vago encanto de una tarde nórdica vestida de bruma, te dirán decadente y serás víctima de cuanto Hermosilla roe, zancajos de rimador.
Al comienzo de tu labor literaria te llamarán los cofrades ya ensayados por el sacro óleo del Tiempo, «esperanzas de futuras glorias»; pero tienes que resignarte a ser una esperanza vitalicia: si sospechan que puedes hacer tambalear sus tronos de pontífices, te lapidarán...
—464→Para gozar de los favores del público tienes que despersonalizarte, que ingresar al rebaño, que pensar en armonía con la comunidad: nadie te perdonará la irreverencia de permanecer de pie cuando todos rastrean, y el triunfo es, casi siempre, de los que tienen las más flexibles espinas dorsales: para obtenerlo debes inscribirte en las muchas cofradías del elogio mutuo, en que se reciben y dispensan títulos literarios.
Si vas hacia la muchedumbre a darle, como Cristo, el pan de tu carne y el vino de tu sangre, en tus versos, dirán que mendigas los aplausos de la ignara turba y que estás sediento de glorias de plaza pública; si te encierras en tu yo, como en la torre inaccesible del conde de Vigny, desdeñoso de las modas literarias y de la réclame en boga, te tacharán de ególatra y se hará el vacío a tu alrededor.
Los «queridos compañeros», serán tus más fieles detractores. Eso no significa que se abstengan de elogiarte cuando tú puedas pagar el elogio en igual y más valiosa moneda...
En tan áspero camino irás dejando trozos de tu alma y cuando llegues a la anhelada cumbre -si llegas- serás un prematuro envejecido y los laureles de tu corona te punzarán las sienes como si fueran espinas.
Pero, lo más probable, es que mueras poco menos que desapercibido; tu defunción la anunciará, entre un aviso de específico yanqui y un suelto de crónica, el diario de que fuiste «asiduo colaborador»: aquello será el epílogo de la tragicomedia de tu vida, y debes agradecer -en ultratumba- al Director, que haya suprimido la inserción del réclame de una fábrica de embutidos para dar cabida a tu óbito.
Por lo demás, si te abstienes en tu propósito, ten la seguridad de que, soñador incurable, poseso de una santa locura, has de morir con los ojos deslumbrados por la luz de tus sueños imposibles, fijos en la cima ideal donde sonríe aquella divina proxeneta que se llama Gloria.
—465→
Por muchos soles, por mucha sucesión de lunas, han resonado nuestras voces en la sacra sella de Apolo, Nuestro Señor; el discorde concierto de las liras, de las arpas, de las trompas, de las guzlas ha volado, como bandada armónica de pájaros líricos, bajo nuestro divino cielo de impar belleza, a las cuatro direcciones del infinito. Mas, casi siempre, advirtiose en nuestro canto el eco velado de lejanas voces maestras y extrañas sugestiones guiaron los dedos que tan sabiamente despertaban esas amables músicas, sometidas a pautas ajenas.
¿Os acordáis? Eran las fastuosas fiestas de Versalles, las soirées de las palatinas elegancias, el Grand Trianon, bazar de las aristocracias extintas, las sonrisas de las marquesas Pompadours, los minuets y las gavotas ritmadas a un aire cortesano de Scarlatti o Couperin, los cabellos empolvados que copiaban las cornucopias de oro, las siluetas casi aéreas de exquisitas languideces que Watteau, Fragonard o Creuzo aprisionaron, con toda su vaporosa gracia, en telas admirables.
—466→¿Os acordáis? Eran los boscajes de bellorita húmeda, en las tardes rosalinas, las desnudas rondas, los tibios muslos de Calixto, las siete cañas -oh, adorable Sirinx! del dios-sátiro, las armoniosas caderas de Hermafrodito, el rapto de las ninfas, la cuadriga radiosa del hijo de Hiperión, los venustos cuellos, los lirados brazos de ebúrnea morbidez, los galopantes centauros: toda la fábula amable del pueblo selecto; de la Hélade dulce de Palas Atenea, al Musageta y Afrodita.
¿Os acordáis? Era el Oriente de las ensoñaciones: las reinas impúdicas, temblorosas de febriles deseos bajo las túnicas consteladas de pedrería, los cuerpos reales macerados en perfumes, las balanceantes caravanas, los tetrarcas nutridos de crueles voluptuosidades, la humareda aromática de los pebeteros, las rizadas barbas de los tiarados príncipes de Assur y Nínive, de los rajás de las mil y una nochescas Indias, de los magnates de los fabulosos califatos. Y los remotos países del sol naciente: las niñas pálidas, de ojos oblicuos y pies increíbles, los cornígeros cascos de los samurais, las visiones de Ou-ta-ma-ro, las sugerentes figuras de O-ku-say, el cerezo florido de los parques minúsculos, rodeando las pagodas parecidas a tazas de porcelana en el misterio de la tierra legendaria que oyó a Confucio las prédicas vespertinas; las ondulosas espirales de humo de la buena droga que da la paz, la serenidad espiritual, la sabiduría.
Todo el Mito: en cortejo interminable del Ayer legendario; la teoría ingenua o espantable, trágica o sonriente de la Fábula.
Y fuimos, como niños deslumbrados, recogiendo en nuestras pupilas cándidas, de hombres sin pasado, las visiones del museo de las gracias difuntas, de los poderes dormidos en seculares sueños.
Y donde el Tiempo díjonos: ¡Adora! inclinamos piadosos las cervices. Y donde dijo: ¡Arrodíllate y reza! doblamos las rodillas. Venite adoremus, clamábamos, en el umbral de la Historia, a las sombras empalidecidas de los dioses difuntos. Y el pedestal de todos los ídolos, y las peanas de todos los iconos, supieron de nuestros ósculos.
—467→Más, la voz áurea de los nuevos clarines anuncia, amigos, el santo advenimiento de todos los días. Heme de retorno del Archipiélago que recorrí en la trirreme del orfebre de Los trofeos; de retorno de la Hélade a que guiome el marmóreo Leconte; del país de los arrozales y los yamenes que visité con Téophile, «mago perfecto de las Letras»; de la Thulé brumosa, poblada de ligeras sombras de almas, a do fui en el yatch ligero del sibilino Stéphane de la Herodiade; del Versalles diciochesco del galante satanida, nuestro padre Verlaine...
Y tienen mis labios el sabor amargo de las heces de todos los vinos y el Hada Curiosidad ya no me sonríe tentadora; porque llevo el alma triste del fin de todas las fiestas carnales.
Pero hay, Hermanos, una divina ventura que tentar.
Os hablo en nombre del ancho azul que auspicia nuestros alados sueños; en nombre de nuestras selvas, donde florece el prodigio, y de nuestros bosques en continuo parto de maravillas; en nombre de nuestros ríos, que ciñen plateados anillos al dorso desigual del Colombino Continente; en nombre de las espesuras fragantes que respiran aromas tan intensos que son un placer doloroso para los sentidos exasperados; en nombre de los nidos musicales en que los pájaros se columpian tal un ramillete de trinos; en nombre del Cotopaxi, mirador de los Andes, y del Chimborazo, que sintió en la testa nívea el pie del sublime Simón, padre de Naciones; y del Pichincha, donde la espada fúlgida del héroe escribió, con la sangre de un efebo mártir, la última página de la Ilíada libertadora.
Nuestro pasado es Palenke, Utlatán, Imbaya y la antigua Quito. Bolívar supera mil veces al deiforme Aquiles; Sucre es más que el raptor de Helena; Calderón vale Ayax.
No es el Taigeto más bello que el monte patrio cuya elegancia gótica se yergue como un altar de la enorme Basílica de mármol níveo de los Andes; ni la vetusta —468→ pirámide de Cheops tiene mayor prestigio de belleza que el inmenso Cotopaxi, monstruoso diamante pulido en cono por un celeste artífice; ni eres -Oh, Ganges, estremecido por los avatares de las viejas razas de las oscuras teogonías- lo que nuestro armonioso río oriental, ese místico Amazonas que se encrespa sobre triclinio de oro, como el azteca emperador en su lecho flamígero.
Nuestros son las venusinas palomas, los cóndores de acerado pico y garra corva y el águila emblemática, golada de armiño, que asciende en ansias de abanicar el sol; nuestros los elásticos tigres de no menos gracia flexible que los que siguieron al carro de Baco, en su retorno de las Indias, en los mitológicos desfiles dionisíacos; y los esbeltos corceles de piel corruscante y alígero galope; y las mariposas, miniaturas del iris, con toda la gama cromática temblándoles en el peluche, espolvoreado de sol, o brillante de luna, de sus alitas frágiles.
Que el sol de América desvanezca, en una esfumación de incoloras nubes, los pálidos fantasmas del cortejo de los pretéritos siglos. Y sea el nuestro el idioma divina del eterno Dolor, del Amor eterno.
Y cantemos nuestros cielos, más pródigos de astros, más millonarios de constelaciones que los lejanos cielos nórdicos; nuestro sol, que es más sol que los empalidecidos astros de las islas de las heladas brumas; nuestros árboles -enormes liras que pulsa el Beethoven iracundo del huracán, el suspiroso Chopin del viento del crepúsculo, el susurrante Schumann de la brisa de la mañana. Cantemos -rapsodas y líridas- las hazañas de aquellos que fatigaron a las alas de la Victoria y para cuya grandeza es paupérrimo el bravo idioma de Castilla, este prócer idioma, sonoro como el rebote de las lanzas de los escudos broncíneos de los conquistadores.
Cantemos la faz rosada de nuestra Aurora y el rostro dulcísimo, velado por una tristeza innominable, de nuestro Crepúsculo; y el Mediodía en que el éter vibrante hace un halo de oro a cada cosa; y nuestra Noche, —469→ rubia reina que arrastra, por las salas del infinito, su larga túnica bordada de perlas y diamantes.
Cantemos las rutas desconocidas del Futuro; cantemos al Futuro, intacto vientre en que se incuban los brillantes destinos del porvenir.
Y bajo el azul baldaquino en que escriben los astros su pitagórico abecedario de signos luminosos, resuene la sonora orquesta, que canta la espléndida apoteosis de la Raza hija del sol, de los antiguos capitanes progenitores de la Libertad del Continente, de los artistas, de los profetas, de los mártires, de los conductores de pueblos y los cazadores de hombres: de Calderón, de Olmedo, de Rocafuerte, de Llona y de Montalvo.
—470→
(Para los de La idea de Quito)
Hasta el retiro donde, en laboriosas vigilias, cincelo, con paciente amor de orífice mis gemadas custodias, mis cálices, combados armónicamente, como la cadera de Calixto, mis joyantes copones -para contener el vino purpúreo de mi corazón, en la celeste misa diaria celebrada en la silla del Arte- me llega vuestra voz, vuestra fina voz colmada de juvenil ternura, anunciando que, una vez más, la falange apolínea se lanza, a golpes de ala de Pegaso y Clavileño, como nuevos cruzados, a la conquista de la jerosilimitana ciudad de la Gloria, donde erige sus cúpulas, de mórbidas curvaturas de senos jóvenes, la catedral del Verso.
Y vuestra pura voz de adolescentes líricos, trae a mi juventud, inclinada en gesto meditativo, la visión intacta de aquellas horas primeras de la iniciación, cuando paseaba por los claustros del Colegio mi gesto indolente de —471→ prematuro melancólico y desmadejaba, en el Gimnasio, mis melenas de tinta, anubarradas en mi frente donde los ensueños recién nacidos ensayaban su vuelo, con las débiles alas de las estrofas primogénitas.
No es, en verdad, la hora propicia para que el Cisne -símbolo de la Belleza Pura- fíe al eco de los bosques dormidos la música, llorosa o letífica, de sus crepusculares cantos; Calibán atisba en la sombra espesa; y los soñadores inútilmente esperan ver salir, con el nuevo sol de la mañana, al invicto Caballero, al loco divino, que esgrimiendo «la lanza en ristre todo corazón», liberte a la Princesa Poesía prisionera, por malsines y follones, en hermética torre de almenado castillo inaccesible.
Pero, vosotros, jóvenes amigos, tenéis la fe -que derribó las murallas de la ciudad de Jericó, según el texto de los sagrados libros, y que salva al héroe, al místico y al santo: ella os salve.
Vosotros venís escudados de primaveras, millonarios de entusiasmo, vibrantes de anhelos fervorosos, sonrientes y alocados y canoros, como una bandada de gorriones; sois, en los labios de la Patria envejecida, paupérrima y desangrada, como una luminosa sonrisa prometedora; os nutrís de conocimiento y aún no tenéis el corazón envenenado por los vinos ponzoñosos de los viñedos de la Vida.
Cantad, cantad como carillones de oro que estremece la brisa de Primavera; decid los cantos nuevos, las nuevas palabras reveladoras; marchad de espaldas a la sombra, en armonioso grupo, unánimes, como los efebos dionisíacos de las metopas, como las canéforas de los bajos relieves, o las vírgenes de rostros magnolinos en la procesión de las Grandes Panateneas; y, como la divinidad helénica, cortadle a la trágica Medusa del Odio la cabeza horripilante y clavadla en el bronce argentino de vuestros escudos.
Que sea vuestra guía la Atenea Promakos, que, desde la áurea colina, presidió los destinos de la metrópoli griega y señalaba a las generaciones de hombres sabios —472→ y bellos la ruta solar -el camino de la gloria hacia el Futuro- con el extremo chispeante de su lanza de oro.
El espíritu de Ariel presida, con su invisible, pero cierta presencia, vuestra lírica guerra; sed altos, sed nobles, sed puros; haceos diamantinos, por la claridad y la firmeza, y acordaos que las almas excelentes, como las piedras preciosas, deben multiplicar en infinitas irradiaciones, la luz que reciben.
Grabad en vuestros blasones, como divisa, el alejandrino de Rubén:
Adelante, en el vasto azur; siempre adelante. |
Y, si el amigo que estas frases os dice, tiene algún sitio en vuestros corazones, puros de la purísima claridad del alba, sólo os ruega que le recordéis con cariño como a un hermano mayor, como aquel que, liberado ya de las disciplinas paternales, añora el cordial fuego de la casona familiar y vuelve los ojos nostálgicos al dulce asilo de sueños primeros, allí donde escuchó, en horas de revelación, ¡la voz de miel de la sirena del Ideal!
¡Que Apolo y las nuevas fraternas inspiradoras os asistan!
—[473-476]→ —477→
(1) El árbol del Bien y del Mal.- (Poesía y poemas en prosa).
-1.ª edición de 100 ejemplares.- Imprenta «La Reforma», Guayaquil, 1918. En 8.º- Portada con ilustración renacentista. (Agotada).
-2.ª edición, con prólogo de Alejandro Carrión («Medardo Ángel Silva o el cansancio al amanecer».) Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1953.- 184 págs. numeradas y 6 de índice, s. n. (De una copia del libro original proporcionada a la Casa de la Cultura por Abel Romeo Castillo.)
(2) María Jesús.- Novela montubia.
-1.ª edición, en el folletín del diario El Telégrafo de Guayaquil (26 a 29 de enero de 1919).
-2.ª edición, Editorial Mundo Moderno de J. M. Pérez Flores, Guayaquil, 1925 (Agotada).
-3.ª edición revista Claridad.- Quito, 1927.
—478→(3) La máscara irónica.- Libro en prosa, conteniendo ensayos de crítica literaria y crónicas periodísticas (las de la sección «Al pasar», aparecidas en 1919 en las columnas de El telégrafo de Guayaquil, bajo el seudónimo de «Jean d'Agrève»).- (Inédita).
(4) El crimen del puente del Machangara.- Relato novelesco, escrito en 1919 y no publicado. (Inédito. Debió desaparecer en el incendio que destruyó después de la muerte del poeta, la casa habitación perteneciente a su madre, en el Callejón Juan Pablo Arenas, de Guayaquil).
(5) Trompetas de oro.- (Poesías épicas).- (Quedó inédito. - Un ejemplar manuscrito entre sus papeles, en la biblioteca de doña Piedad Castillo de Leví y otro ejemplar enviado en cuaderno de recortes a don Rufino Blanco Fombona para ser incluido en la colección de poetas americanos de la Editorial América de Madrid, que no fue publicado).
(6) Poesías escogidas.
Selección y Prólogo de Gonzalo Zaldumbide.
-1.ª edición Editorial Bouret, 23 rue Visconti, París 1926.- XVI y 162 páginas, en 32.º.
-2.ª edición.- Incluida en la Antología de la Moderna Poesía Ecuatoriana (Volumen I, páginas 125 a 185).- Edición patrocinada por el alcalde de Quito Dr. José Ricardo Chiriboga Villagómez.- Dirección Artística: Dr. Humberto Salvador.- Medina Hnos. libreros-editores- Quito, 1949.- Prólogo del volumen primero por Alfredo Pareja Díez-Canseco.
-3.ª edición.- SOLCA, Quito, 1953.- XXXIII y 198 páginas en 32.º. (Imprenta Talleres Gráficos de la Universidad Central.- Edición para cooperar a la lucha contra el cáncer).
Por orden cronológico
(1) Parnaso Ecuatoriano por José Brissa- Editorial Maucci, Barcelona, s. a. (1918-?).
(2) «Resumen Antológico de la Moderna Poesía Lírica Ecuatoriana» (incluida en el n.º IX de la revista Vida Intelectual, correspondiente a 19 de marzo de 1921.- Año IX.- Imprenta Nacional, págs. 38 a 103.- Lo referente a Medardo Ángel Silva corre de las páginas 55 a 63).
—479→(3) Selección de modernos poetas y prosistas ecuatorianos, publicado por la Sociedad de Escritores Los Hermes. (Quito, 1924).
(4) Índice de la poesía ecuatoriana contemporánea.- Prólogo y Selección de Benjamín Carrión.- Editorial Ercilla, Santiago de Chile, 1937.
(5) Producciones de poetas ecuatorianos (en alemán), publicado por el Departamento de Propaganda, Turismo e Información del Ministerio de Previsión.- Folleto de 50 páginas. (Quito, 1941).
(6) Antología de poetas americanos por Ernesto Morales.- Santiago Rueda, editor.- Buenos Aires, s. a. (1941).
(7) Antología de poetas ecuatorianos.- Selección, prólogo y notas de Augusto Arias y Antonio Montalvo.- Ediciones del Grupo América.- Imprenta del Ministerio de Educación Pública.- Quito, 1944.
(8) Historia de la Literatura Hispanoamericana, obra en 2 tomos, por Julio A. Leguizamón.- Editoriales Reunidas S. A.- Buenos Aires, 1945.
(9) Antología de la moderna poesía ecuatoriana.- Edición Patrocinada por el Alcalde de Quito Dr. J. R. Chiriboga Villagómez.- Director Literario: Dr. Humberto Salvador.- Medina Hnos. libreros-editores.- Volumen I (la obra consta sólo de dos volúmenes y reproduce en el primero, la obra completa de Ernesto Noboa Caamaño, Arturo Borja, Humberto Fierro y Medardo Ángel Silva; con prólogo de Alfredo Pareja Díez-Canseco; el segundo la de Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero y Miguel Ángel León, con prólogo de Benjamín Carrión. (Quito, 1949).
(10) Poesía Universal (Grandes Poemas).- Selección y ordenación de María Romero.- Editorial Zig-Zag.- Santiago de Chile, s. a. (1949-?).
(11) Los mejores versos de la poesía ecuatoriana.- Cuadernillos de Poesía (n.º 24).- Dirigidos por Simón Latino.- Prólogo y notas por S. L.- «Poesía ecuatoriana» por Cristóbal Garcés Larrea. (l.ª edición.- Bogotá, 1950- Reproducción en Buenos Aires, 1956).
—480→
Por orden cronológico
(I) «La nueva poesía guayaquileña», por Julio César Endara. (En la revista Renacimiento) de Guayaquil, Año I, Número II (agosto de 1916).
(2) Panorama de la literatura ecuatoriana, por Augusto Arias, Imprenta Nacional.- Quito 1936.
(3) Historia de la literatura americana, por Luis Alberto Sánchez (5 ediciones: Editorial Ercilla, Santiago de Chile), 1937 y 1940; Buenos Aires, 1944 y 1950.- 5.ª edición bajo el título de Nueva Historia de la Literatura Americana, Editorial Guaranie, Asunción del Paraguay, 1950.
(4) Esquema de la poesía ecuatoriana, por Vicente Moreno Mora.- Tipografía de la Universidad.- Cuenca, 1938.
(5) Destino de la poesía ecuatoriana, por Jorge Carrera Andrade.- (En Revista Iberoamericana.- octubre, 1942).
(6) Valores ecuatorianos, escritores y poetas, por el Rvdo. Reginaldo María Arízaga O. P..- Quito, 1942.
(7) Presencia del pasado por Hugo Alemán (29 Semblanzas y 1 Paisaje).- Casa de la Cultura.- Vol. I.- Quito, 1949.
(8) «Retablo de una generación decapitada» por Raúl Andrade, ensayo incluido, primero en el libro Gobelinos de niebla (Quito, 1943) y luego, en El perfil de la quimera (Quito, 1951).
(9) Historia de la literatura ecuatoriana, por Isaac J. Barrera. l.ª edición en 3 volúmenes.- Publicaciones de la Academia Ecuatoriana correspondiente a la Española.- Quito, 1944 1950; 2.ª edición en 4 volúmenes.- Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana.- Quito, (1953-1955).
(10) La literatura del Ecuador, por Isaac J. Barrera.- En la colección de «Las Literaturas Americanas» de la Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Literaturas: Sección Argentina y Americana.- Universidad de Buenos Aires.- Imprenta de la Universidad.- Buenos Aires, 1947.
(11) La novela ecuatoriana, por Ángel F. Rojas (Ediciones del Fondo de Cultura Económica), México, 1949.
(12) El relato ecuatoriano, por Benjamín Carrión.- Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2 volúmenes.- Quito, 1950.
—481→(13) Ruta de la poesía ecuatoriana contemporánea (Breve contribución para una crítica selectiva), por César Andrade y Cordero Cuenca, 1951.
(14) El movimiento moderno en la poesía guayaquileña por J. A. Falconí Villagómez.- Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana.- Quito, 1952.
(15) Breve Historia del Modernismo por Max Henríquez Ureña.- Fondo de Cultura Económica.- México-Buenos Aires.- l.ª edición, México, 1954.
Por orden cronológico
(1) «Letras Ecuatorianas» por J. A. Falconí Villagómez, en «Los jueves literarios» de El telégrafo de Guayaquil, edición de 4 de noviembre de 1915.
(2) «Un niño poeta», por Próspero Salcedo Mac Dowall en el n.º 2 de la revista Anarkos, correspondiente a 17 de enero de 1916.
(3) Medardo Ángel Silva, artículo por Guillermo Latorre, en la revista Vida Intelectual de Quito, época IV, n.º 4, correspondiente a 19 de marzo de 1916.
(4) Medardo Ángel Silva por Luis Alberto Sánchez, en la revista Vida Intelectual de Quito, Época VII.- Núm. VI, correspondiente a 19 de marzo de 1918.
(5) «María Jesús», juicio crítico por Gladio Isar (J. A. Falconí Villagómez) en El telégrafo de 23 de febrero de 1919.
(6) «Retrato», por don (Jorge Díez), en Caricatura de Quito, n.º 26, de 15 de junio de 1919.
(7) «Un poeta suicida», por Gonzalo Zaldumbide, en la revista Caricatura, en el Suplemento Literario.- Serie I, n.º 1, del Domingo 13 de junio de 1920. (Con algunas variantes fue adaptado más tarde, en 1926, para Prólogo de la Selección de Poesías de Medardo Ángel Silva publicada en París, 1926).
(8) «El extraño caso de Silva» por J. A. Falconí Villagómez, en la revista Patria, número 167, en homenaje al poeta fallecido. (Guayaquil, 1921).
—482→(9) «Un poeta americano poco conocido en España», por Abel Romeo Castillo, en la revista madrileña Patria grande, órgano de la Federación Universitaria Hispanoamericana, n.º 7 de julio de 1926.
(10) «Vida y muerte de Medardo Ángel Silva», por José Ayala Cabanilla, artículo fechado en Guayaquil el 25 de julio de 1936 y publicado en la Página Literaria de El telégrafo de esa fecha.
(11) «Aniversario de un poeta suicida», artículo de Raúl Andrade, publicado en La mañana de Quito e insertado en su libro Coctails.- Crónicas (1934-1935).- Prólogo de Benjamín Carrión.- Portada y ex libris de Canela.- Caricatura de Guillermo Latorre.- Talleres Gráficos de Educación, Quito, 1937.
(12) Medardo Ángel Silva, por Mary Corylé, pequeño ensayo firmado en Quito, a 3 de marzo de 1942 y publicado en la Página Literaria de El Telégrafo.
(13) Semblanzas Biotipológicas (la de Medardo Ángel Silva, entre otras) por el Dr. Agustín Cueva Tamariz.- Cuenca, 1944.
(14) Medardo Ángel Silva, conferencia, por Adolfo H. Simonds. Pronunciada en el Núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en el ciclo especial dedicado al poeta en junio de 1946. (Inédita).
(15) Medardo Ángel Silva, conferencia, por J. J. Pino de Icaza. Pronunciada en igual ciclo de junio de 1946.
(16) Primeros años y luchas de Medardo Ángel Silva, conferencia por Abel Romeo Castillo. Leída en el Núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, dentro del mismo ciclo el lunes 21 de junio de 1946. (Inédita).
(17) «La Trágica Muerte de Medardo Ángel Silva», conferencia, por Abel Romeo Castillo.- Leída en el Núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el lunes 28 de junio de 1946, cerrando el ciclo mensual en homenaje al poeta, organizado por el autor de la conferencia, quien presidía, entonces, interinamente el Núcleo del Guayas, por ausencia del titular. (Inédita).
(18) «Poesías épicas de Medardo Ángel Silva: Cabalgata Heroica y otras», por J. A. Falconí Villagómez, en El Telégrafo de 10 de junio de 1952.
(19) «La muerte trágica» del poeta Medardo Ángel Silva, fragmento de la conferencia sobre el mismo tema, por Abel Romeo Castillo, en El Telégrafo de 10 de junio de 1952.
(20) «Medardo Ángel Silva o el Cansancio al Amanecer» (prólogo a la 2.ª edición de El árbol del Bien y del Mal) por Alejandro Carrión, fechado en Quito, 1953.
—483→(21) Una interpretación de Medardo Ángel Silva, ensayo por T. J. Pino de Icaza. Imprenta del Colegio Nacional Vicente Rocafuerte.- Guayaquil, enero de 1955.
(22) «Una nueva interpretación de Medardo Ángel Silva», artículo por Otto Raúl González, en Letras del Ecuador, n.º 105, Año XI.- enero-marzo de 1956.
Por fecha de aparición
(1) Vida intelectual.- Órgano del «Comité 19 de marzo».- Publicación eventual (Anual) Quito, 1911-1923.- (Cada año cambiaba el Comité, de dirección y de taller editorial).- N.º 1-19 de marzo de 1911; n.º 11.- Número extraordinario.- 5 de junio de 1923.- Colección revisada en la Biblioteca Municipal de Quito.
(2) Revista Juan Montalvo.- Publicación Literaria mensual.- Director: José Buenaventura Navas.- Guayaquil.- Imprenta y Litografía del Comercio.- Calle 18 A (Antes S. Vicente) número 1111-13.- (1912-1916)- n.º 1, abril de 1912.- n.º 25.- Julio de 1916. Colecciones revisadas en las Bibliotecas Municipales Quito y Rolando de Guayaquil.
(3) Letras.- Revista Mensual de Literatura: Director: Isaac J. Barrera.- Imprenta de la Universidad Central.- Quito, 1912-1919.- (N.º 1 de agosto de 1912; n.º 51 y último, enero de 1919; al final del n.º 48.- Julio-agosto de 1917.- publicó un «Índice» del contenido anterior; (colección revisada en la Biblioteca Nacional de Quito).
(4) Ciencias y letras.- Revista Mensual.- Directores: Dr. Bartolomé Huerta y José Ricardo Palma; luego sólo este último.- Guayaquil, 1912-1940 (?)
(5) El telégrafo literario.- Directores: Manuel Eduardo Castillo, José Antonio Falconí Villagómez y Miguel Ángel Granado y Guarnizo.- Guayaquil, 1913-1914. (N.º 1- 9 de octubre de 1913.- N.º 16 y último.- 22 de enero de 1914).- (Colección propia de Abel Romeo Castillo).
(6) Anarkos.- Revista ilustrada.- Director: Ernesto López Mindreau.- Guayaquil, 1916.- (N.º 1 enero; n.º 4, marzo 20).- Colección revisada en las Bibliotecas Nacional de Quito y Rolando de Guayaquil.
—484→(7) Helios.- Revista Mensual.- Director: Carlos S. Granado y Guarnizo.- Imprenta Moderna.- Guayaquil, 1916.- (N.º 1.- abril; n.º 9.- diciembre).- Colección revisada en la Biblioteca Nacional de Quito.
(8) Renacimiento.- Revista Mensual de Literatura.- Dirección: J. A. Falconí Villagómez.- José María Egas M. (después fue ampliada con Wenceslao Pareja, Medardo Ángel Silva, M. E. Castillo y Castillo, J. Eduardo Molestina, Alfredo Espinoza Tamayo, Aurelio Falconí y Adolfo Hidalgo Nevares).- Guayaquil 1916-1917.- (N.º 1.- Julio de 1916.- N.º 2.- Vol. II.- Agosto de 1917.- Al final del n.º 10.- Abril de 1917, apareció un Índice de Autores y trabajos aparecidos en el Vol. I que se cerró con dicho número).- Colección propiedad de Abel Romeo Castillo.
(9) Patria.- Revista Mensual.- Director: Carlos Manuel Noboa.- Redactor: Medardo Ángel Silva.- (1916-1920).
(10) Guayaquil gráfico.- Revista mensual.- Director: Antonio Lamota Guayaquil.- 1916-1934. (N.º 1.- Febrero 1916; n.º 12, marzo 1936).
(11) Atenea.- Revista mensual.- Directores: J. Buenaventura Navas y Medardo Ángel Silva.- Guayaquil.- 1916.- Publicó un solo número.- N.º 1, marzo 6, (1916).
(12) La idea.- Órgano de la Sociedad Literaria «César Borja».- Directores: Luis Alberto Sánchez y César A. Orellana.- Quito, 1917-1919. (N.º 1, 15 de abril de 1917.- N.º 17.- Marzo, de 1918).
(13) La ilustración.- Revista Mensual.- Director: Alejo Mateus.- Guayaquil, 1917-1923.
(14) España.- Revista Mensual de artes y letras hispanoamericanas.- Director Literario: Medardo Ángel Silva.- Guayaquil, 1917.- (N.º 1.- Noviembre de 1917).
(15) Caricatura.- Semanario Humorístico de la Vida Nacional.- Redactores: Jorge Díez, Enrique Teraum, Guillermo Latorre, Rafael Alvarado, Nicolás Delgado, Alberto Coloma Silva, etc..- Nota.- en el n.º 16.- «Este semanario no tiene Director». Quito, 1918-1920 (?).- N.º 1.- 8 de diciembre de 1918.- N.º 72, 20 de junio de 1920).
(16) La pluma.- Revista Literaria Ilustrada.- Director: José Buenaventura Navas.- Guayaquil, 1918.- (N.º 1, septiembre de 1918).
(17) Melpómene.- Revista Literaria Mensual.- Directores: José de la Cuadra y Jorge Japhet Matamoros.- Imprenta de la Sociedad Filantrópica del Guayas.- Guayaquil, 1918.- (N.º 1.- Junio.- N.º 3.- Agosto de 1918).
—485→(18) Juventud estudiosa.- Revista Mensual.- Director: Teodoro Alvarado Olea.- Redactores: José de la Cuadra, Tomás Alfonso Mateus Peñaranda, Colón Serrano, Abel Romeo Castillo y otros.- Imprenta de la Filantrópica.- Guayaquil, 1919.
—[486]→ —487→
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Caso de aguzada sensibilidad el de Alfonso Moreno Mora (1890-1940) y, como tal, de esquivos ademanes, de contenida emoción que rima con una vida generalmente silenciosa. Al releerle en su libro prologado por Víctor Manuel Albornoz, en el que se distribuyen sus poemas de acuerdo con las épocas de su existencia o la afinidad de sus temas, nos afirmamos en que la expresión poética es la biografía del alma y si acuerda, casi siempre, con los pasos del hombre, descubre también la flor trémula de la última verdad, que no es posible revelar a quienes pasen desentendidos o indiferentes sino en la forma de la poesía por la que los sentimientos singulares, como depurándose, ingresan a la universalidad.
En tratándose de los poetas y los artistas, cada uno constituye el humano problema de su reacción y de sus expresiones, el creativo impulso en el que les buscamos. Alfonso Moreno Mora pertenece a la generación modernista y si no es uno de los poetas de la vida frustrada por «exquisitas dolencias», él también reproduce, en la ruta de su destino, la tristeza, casi temáticamente elaborada, que fue motivo de solitaria heroicidad y hasta de ennoblecimiento para los —490→ que llegaron en los finales del siglo o en los comienzos de una centuria que ha marcado uno de los más violentos tránsitos entre la penúltima agonía de la rosa y el crecimiento del uranio.
Moreno Mora nace en 1890. Es un contemporáneo de Borja, de Noboa Caamaño, de Fierro, y, por el estado de alma, también del melodioso Medardo Ángel Silva que viene un poco más tarde, contradictoriamente oscuro y afinado, para morir por el flanco de la angustia, que no implica, desde luego, una tan cruenta lucha como la que toca a las generaciones de ahora. Moreno procede de una rama de poetas. De las raíces de aquel taciturno del Libro del Corazón que se sintió atraído por el ojo profundo de la cisterna. Su infancia -para evocar a Machado-, son recuerdos de la hacienda; visiones camperas; lentas veladas en las cuales se alzan las figuras de los abuelos; antigua teoría de mobiliarios y de retratos; viajes ecuestres, a campo traviesa. En su sonetario de evocador «A la sombra del recuerdo», Moreno ha trazado, con una seria ternura, las siluetas de sus antecesores; las de las estancias de la casa familiar que van de la sala a la capilla; las del jardín y el pesebre; las de los árboles amigos; las de los breves habitantes del campo como la torcaz y los mirlos, y nos ha referido, por fin, historias de caballos, cediendo, en otra vez, al gusto de dibujar la estampa huyente de los venados dentro de su propio sol de tarde que pone aplacados reflejos en su cornamenta de rama.
Abrasa, con poco interés, la profesión de farmacéutico y por rendirse a solicitaciones cotidianas, ejercita episódicamente el profesorado. Pero cuando regresa de los quehaceres que le habrán sonado a vulgar prosa, escribe para su propio saber de confesarse o rehacerse, o de agravar su dolencia, los poemas de Jardines de Invierno, de Elegías, de Estampas. Después de dárselos a conocer a sus amigos, destruye varios de sus versos, conformándose con su pensamiento de lo
fugitivo. Entre contadas alegrías elabora el desencanto
—491→
y se aproxima al final. El 1.º de abril de 1940, como escribe Víctor Manuel Albornoz, le encuentran «dormido como lo quiso, dormido para siempre, sosteniendo la frente adusta en la diestra de extenuado marfil, con los ojos suavemente entrecerrados, como si siguiera soñando»
.
En estrecha coincidencia con los de la generación modernista, últimos románticos o simbolistas, este fino, doliente poeta, asume la postura irrevocable del melancólico. No es una manera, porque se viene desde el fondo de predestinada sensibilidad. Pero él, como los de La Flauta de Ónix, La Romanza de las Horas y El Laúd en el Valle, acrecerá su tristeza, dejará sin cortar los filos de sus cipreses.
De antemano ha fijado su parábola autobiográfica, en esos versos que tienen el tono de la queja de Darío por la fuga de la juventud. Su vida es una mariposa. Hay el vidrio de una ventana. Afuera, en el jardín, la rosa y la gracia matinal. Ver, y no gozar de la existencia, corta para tanto anhelo, mientras la primavera revuela, canta y perfuma. La mariposa iría sobre el jardín en ligeras alas, discurriría sobre la frescura del agua que revienta en espumas. Pero allí está el cristal, imagen de su tormento de encerrado contemplativo. Quiere volar, y porfía, hasta que han de verla, en una vez, al pie de los vidrios, muerta.
En sus Jardines de Invierno por cuyas estrofas pasa la melancolía del Juan Ramón Jiménez de los primeros días, su música delgada, habla Moreno Mora de su mal de otoño: «Mi juventud se ha acabado./ Tengo el mal de otoño. Tengo/
una tristeza tan grande/ que me muero, sí, me muero./ En el patio había rosas./ Las salas me daban miedo./ Las rosas del patio eran/ rosadas como sus dedos./ Ah, las cosas que se piensan/ acodado en la ventana,/ mientras se muere la tarde/ luminosa y resignada./ Huele el jardín. En la fuente/ debe estarse oliendo el agua./ Un vago perfume aroma/ el pañuelo de mis lágrimas»
.
El suyo es más bien un otoño subjetivo, porque el otro, cuando las hojas ocres se desprenden en una seca lluvia, desconocido en parajes ecuatoriales, sería más extraño en la comarca azuaya de frutales y de molles, de ríos músicos y golondrinas que hacen verano. Pero Moreno Mora, ya en olor de pesadumbre, se ha puesto detrás de la ventana que será como un ritornello en buena parte de sus poemas. Así están el paisaje distante, las luces entrevistas; abierta, como hacía el pretérito, la memoria. Cuando escriba sus Elegías, la tinta del recuerdo aclarará las figuras y no obstante la seguridad de algunas de sus estampas que dieron razón a quienes creían en su tacto de parnasiano o en la pericia de sus sonetos de arte, es materia de ayer la que le reclama. No quiere vivir en presente; acentúa su retrospectivismo.
Hombre bueno, propicio por lo mismo a ese ceder de algo de sí que es la admiración, cuando ensaye sus sonetarios biográficos, se afanará en esos retratos móviles que dedica a Crespo Toral y a Honorato Vásquez. Explora en la serenidad de Crespo para preguntarse si aquella radiosa calma, cruzada de breves ironías, le viene del Evangelio. Para interrogarle si siempre la carne es triste y hay sólo heces al fondo de las copas. Cuando dibuja la silueta, de Vásquez, envuelto en su española capa, cuando le sigue en sus a la vez inocentes y sabios paseos de maestro y de estudiante, es su bondad la que esplende sobre todo, y cuando le ve dormir en paz última, inclinándose hacia el recuerdo de ese lector del Kempis, levanta otra vez su tristeza. Quedan solos los libros de su biblioteca. Su jardín se ha deshecho como flavo montón de hierba seca.
Temperamental o cultivado, habrá que señalar ese mal del siglo de los poetas del novecientos, que en el sutil Alfonso Moreno Mora toma el carácter de enfermedad de otoño. Menos premiosa que la de ahora, acaso por lo mismo, la edad de los
modernistas no supo o no quiso buscar los antídotos. Pero advirtió, como en toda poesía verdadera, los días por venir. Así Moreno
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Mora siente que el aire está impregnado de brea y gasolina y el paso de la humanidad va entre oleadas de sangre. Alcanza al tiempo de los países del hierro y de las incubadoras. Al de los bueyes pensativos que se quedan a rumiar su tristeza mientras avanza la máquina. Al ocaso de las gestas heroicas. Y escribe en sus tercetos de Visión Lírica: «La actitud noble y brava está sola en el mármol... ¡La belleza se acaba!»
.
Pero sobre la exclamación del poeta, la poesía que no termina realiza nuevos viajes sobre este mundo castigado por el fuego, quizá fuera para remodelarse y volver a vivir.
Miguel Ángel León (1900-1940) no fue de aquellos que como en el poeta de Valencia quisieron «sentirlo, verlo y adivinarlo todo»
, más por exceso de sensibilidad que por precoces meditaciones. Llegado después, cuando a las tóxicas o figuradas flores del mal reemplazaron los cantos ecuatoriales y la fecunda inquietud de otras tendencias, afila, desde el principio, como ágil venablo, su canto. Porque los poetas que dan sus versos desde el novecientos veinte, en días de primera adolescencia, si bien herederos de algún amable posromanticismo, si con próximas influencias de los simbolistas y los modernistas, llevaban más que la depresiva forma de anticipado duelo, voluntad alegre que determinó la resistencia de quienes, como lo quería el sereno González Martínez, lograron torcer el cuello del cisne de la elocuencia.
León escribió un poema de sugerencias cósmicas. Halló en el símbolo la fuerza vivificante de su temperamento. Originalmente cantó al fuego, al agua, al aire y a la brisa. Magnificó los paisajes, vistiendo de inesperado color a los sentimientos. No quiso modelar el mármol de los parnasianos, aún cuando en algunos —494→ de sus sonetos haya la redondez del ritmo y la justeza de la rima. El barro dúctil surgió por él en nuevas figuras, con la propiedad del limo nativo y los latidos del Ande, y como lo creyeron algunos de sus críticos, tuvo también una voz alta y ancha para la épica.
Como en poético juego quiso en una vez darnos la prueba de que hubiera podido ilustrar las galerías discordes y al final olvidadas del «ultra», pero con esa su sonrisa seria que tanta autoridad confería a sus pensamientos. León abrió caminos, dijo cosas irreveladas. Una revista nacida bajo el alero de la provincia y al frígido contacto del aire chimboracense, aire alto y cernido, y cerca de las rosas riobambeñas, le reveló en sus primeros versos. Se llamaba Acuarela, en sus páginas escribían Miguel Ángel Zambrano, Gerardo Falconí, Rafael Vallejo Larrea, y tendía al fortalecimiento de los ritmos andinos, como en anticipación a ese «Canto al Chimborazo» en el que León desarrolló imágenes de vanguardia, acertando en ejemplar alegoría, digna de ponerse al lado de «Mi Delirio sobre el Chimborazo» de Bolívar, pero con una más numerosa y actual teoría metafórica.
De la generación de Jorge Carrera Andrade y Gonzalo Escudero, su nombre va unido al de estos poetas de obra notable en excelencia y consecuencia. Su primero y único libro, Labios sonámbulos, reúne poemas de grande modernidad, entre los cuales, como en otros de época mediada, hemos creído encontrar algún sentido de tragedia y una visión un tanto plenaria y pánica de la muerte. En ellos tienen escalofriante impresión el viento que toca la puerta, la soledad, la lámpara que cierra los ojos y las palabras que andan de puntillas.
Ignacio Lasso considera a la de Miguel Ángel León como a la única poesía creacionista de nuestra patria, cuando afirma: «Es curioso cómo León confesaba pertenecer a la línea poética de Tristán Tzara, el precursor de la lírica surrealista, cuando la verdad es que
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trabajaba su poema -manera característica en él- con reflexiva asiduidad. Resultaba, pues, su poesía distinta del automatismo, el sarcasmo y la distorsión: calidades dominantes del dadaísmo. ¿Qué es lo que singulariza y da valor
a la poesía de Miguel Ángel León? La transposición de su mundo sensible. El poema de León registra las más delicadas y nimias sensaciones. Los movimientos tenues que llegan del misterio. Los mensajes subjetivos que apenas se captan.
Del mismo modo, en el poema de León palpitan los grandes latidos del cosmos. Valiéndose de la imagen, -técnica exclusiva- sugiere o contrasta, insinúa o define. Prefiere sorprender las sensaciones extrañas para traducirlas en un lenguaje plástico y rotundo. En el panorama de la poesía contemporánea del Ecuador -la que va de este siglo- destácase el duro y brillante estilo de León. No tiene antecedentes ni continuadores. Se queda como la única muestra de poesía creacionista»
.
De gran vigorosidad su «Elegía de la Raza», descubre aptitud dramática y los versos engarzan imágenes de páramo y cordillera. Pequeña obra maestra, desarróllase completa hasta en las que llamaríamos proporciones aristotélicas y resiste, igualmente móvil y conmovedora, a la relectura y a todos los matices de la recitación.
Poeta original el que dijo que para escribir su libro encuadernará la sombra y grabará su rima con una punta de estrella.
Como en los poemas de su libro Camino, el de Antonio Montalvo (1901-1953) fue aparentemente tranquilo, si hemos de pensar en las desazones del hombre, sobre todo cuando de espíritus sensibles se trata; apoyado en una serena conformidad. Itinerario
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para señalar la huella del deber y amor de poeta para ir fijando los recuerdos, como acuarelas de toque leal o reminiscencias de música. Porque Montalvo fue también un poeta de recuerdo. Sobre los escenarios de su marcha evocativa, la tierra frutal de Tungurahua, su cuna, y la ciudad de Quito en donde pasó la mayor parte de los años de su vida, supo animar esperanzas así cuando describía como cuando recordaba. Quiso que hasta sus lágrimas fueran «un rocío trémulo y rutilante»
que caía sobre su corazón, y de tal modo, aún en sus horas de poeta de dolor, el ancestro soleado, el paisaje floral de su infancia, solían precaverle de los fríos invernales.
Hay que volver al título de su poemario, Camino, para pensar en la digna y conforme ruta de su paso; en su avanzar sin ambiciones; en el sencillo decoro de su confidencia y en la noble fraternidad de la que rebosaba su alma, sin las palabras excedentes de la retórica de la vida. De adolescente, levanta con Alfredo Martínez, en los tipos de imprenta, un libro conjunto y alterno, un «Alba de ensueño», en cuyas estrofas suspira y confía a la vez un alma sincera. El color de la provincia se ofrece para sus pinceladas y el subjetivo apunta también así su fe como su inquietud. Cuando funda Los centauros, revista de nuevas letras o cuando anima la hoja periódica que se bautiza con el nombre de la primera de las entregas de don Juan Montalvo, El cosmopolita, le guían el culto de la honradez y el amor de la belleza.
En Quito funda la revista América que se queda con su consistente monumento de volúmenes, para decir de toda su época de las letras ecuatorianas y de una labor de auténticos alcances americanistas que señala el ejemplo y la realidad. Antonio Montalvo ha madurado. El poeta acendra sus valores. Un aire de meditación circula por sus estrofas que rememoran el solar ambateño o dejan homenaje cariñoso para Quito. Escribe artículos sobre el Continente cuya literatura se ha dedicado a conocer con perspicaz atención —497→ y se dedica al examen de las letras patrias en las notas críticas que traza para su revista. Glosa las páginas montalvinas, por las que siente predilección de familia y le tienta la vida del doctor de la Colonia, Eugenio, Espejo, para descubrir en la duna de su curiosidad universal, el vasto reflejo de las ideas. Su poema gana en plasticidad.
Carlos Dousdebés (1902-1950), quien se alista tempranamente en la revista Juventud37 que en 1920 publican Eduardo Samaniego y Álvarez, Alfredo Gangotena, Jorge Villagómez Yépez y otros colegiales más tarde alejados de las letras.
Dousdebés es el poeta intimista que busca motivos de luces y transparencia, y ama, como observa Alfonso Rumazo González, a las rosas, al cielo estrellado, al agua; que mantiene dolor que nunca llega a la queja y cuyos versos se doran como los fulgores de un cirio —498→ místico y lleva espíritu religioso que le permite ser leve sobre las guijas del sendero.
Un solo libro de sus poemas fue ordenado y publicado por la Biblioteca Ecuatoriana, en 1930, cuando Dousdebés emprendió su viaje a Nueva York en busca del conocimiento de la gran ciudad de las elevaciones y las velocidades, y obtuvo de tal visión un tanto babélica, el contraste que le haría pensar más asiduamente en los aledaños nuestros, en la Quito de callejas retorcidas y memoriosas hornacinas, en la tierra de Mariana de Jesús, del barroco original y el encaje plateresco.
El nombre que se da al libro de Carlos Dousdebés acuerda con la pureza de los asuntos y las albares imágenes: Surtidores Blancos. Allí el poeta abre ventanas al jardín, como si fuesen las de su casa del viejo e historiado barrio de La
Loma, y, a poco, quiere hablar «desde muy adentro»
. Tiéntanle las luces cristalinas y acude al tema «nerviano» de las rosas bellas cuyas espinas hieren, pero para la devolución, como en amable holocausto, de la gota de sangre. Decurre por su «arquería floral»
, y un tanto pensieroso escribe otros poemas para su «camino de la tarde»
, más presentido que real, con espíritu de resignación, pero aún le esperan sus «flores de nácar» y en los poemas finales dirá de la nueva primavera y de signos celestes como la brújula y el nadir.
Suave, cariciosa, la música de Dousdebés, prefiere la esperanza de las navidades; la fraternal confidencia, por más que le obsedan tristezas, o alcance, como todo ser humano, el perfil de los días aciagos. En su poesía armoniosa y de corazón salvado se buscará a Dousdebés para renovar esas tersas emociones que supo interpretar en fácil canto.
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Alfredo Gangotena (1904-1944), «el poeta que el Ecuador dio a Francia, como Uruguay lo hizo con Lautréamont y Supervielle»
, es caso excepcional en nuestra literatura por las calidades de la obra, la originalidad de las imágenes y la estructura de sus libros, especie de interiores sinfonías por los tiempos que se relacionan y prosiguen. Poemas de «algebraico sentido»
en los que se vertieron el análisis propio y la espiritual tormenta de aquel dilecto que penetró en la abstracción de
las matemáticas y que fuera en la École de Mines de París -la tierra de sus elecciones, casi su segunda patria-, estudiante de singulares dones y después Ingeniero de Minas.
Poesía francesa han dicho algunos de sus comentaristas, pero no menos nuestra por varios de sus apuntes de la naturaleza de aquí y hasta recuerdos de la historia y de ancestros aborígenes, y, sobre todo, poesía que, en cuanto digna de su nombre de creación, está destinada a vencer los tiempos y los límites de países y circunstancias.
En Francia publicó sus libros Orogénie (1928), Nuit, con un poema prologal de Jules Supervielle (1938). En Quito y en lengua francesa Absence (1932), y un cuaderno en lengua española Tempestad Secreta (1940).
Varios de sus poemas fueron vertidos al castellano por Jorge Carrera Andrade para su Antología de la poesía francesa contemporánea y por Gonzalo Escudero y Filoteo Samaniego para su Poesía completa, editada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1956. Las más sutiles, las más altas esencias de la poesía dieron a su obra un contenido vital y de extraordinaria incursión en las zonas del misterio, en las íntegras soledades del hombre, más completas a veces cuando se pasa por entre la población de los seres que nos interrogan o acuden a resolver las preguntas que no hemos formulado. Desde su «Ausencia» se apuntan tales exploraciones en el limbo de la soledad y uno de sus libros
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(Nuit), está en el dominio de la noche. «Tempestad secreta», para Jaime Barrera «es un canto de amor. Un poema alto y purísimamente erótico, en el que se entremezclan por igual palabras de vida y de muerte. La muerte rondando siempre por las cercanías de los poetas, celosa tal vez de su condición casi divina, y de su capacidad para ver y prever. Es un canto de amor con la soltura grata y concentrada que hace recordar la joya clásica del Cantar de los Cantares»
.
Alfredo Gangotena alcanzó lugar preferente entre los poetas franceses y su crítica encareció las expresiones logradas de amargura y angustia que alientan en sus símbolos y se revelan en algunas de sus tangibles figuras.
Juan David García Bacca que ha escrito una exégesis de sus libros, se rinde a paralelo -dentro de naturales diferencias- que comporta uno de los más grandes elogios que de nuestro poeta ha podido hacerse, buscando para posible título de sus páginas una frase igual a la que compendia o resume la maravillosa poesía de éxtasis y extrahumano sueño de San Juan de la Cruz, el senequita:
«Llama de Amor viva -dice García Bacca- uno de esos envidiables títulos que los autores geniales saben encontrar: para ciertas obras suyas, y en nuestro caso San Juan de la Cruz para una de las suyas en que declara en canciones las que "hace el alma en su íntima unión con Dios". No puso Alfredo Gangotena a su poemario en conjunto, pues no lo recopiló ni dejó que lo hiciera esa plebeya igualitaria que es la Muerte, título alguno significativo y clave de su oculto y propio, tras
de su obvio y común sentido. A mi cuenta y riesgo, tal vez no muchos ni graves por mi fraterna amistad con el poeta, me atrevería a plagiar un tantico el título de la obra citada de Fray Juan; y dar a toda la obra poética de Alfredo Gangotena el título de Llaga de Amor viva»
«Porque, concluye García Bacca, Gangotena vivía en carne viva, sin dermis
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ni epidermis protectoras, y esto es afirmación de su sinceridad, puede añadirse, como también de su capacidad de sufrimiento. En llaga de amor viva, por eso, y también con el espíritu de aventura y geometría que le aprisiona en
avalancha, como declaró en su poema "Cuaresma", recordando a Pascal, al "pequeño Blas"»
.
Ignacio Lasso (1911-1943), afinando poéticos apuntes desde las bancas del Colegio Mejía, se da a conocer en las páginas de Élan y en las revistas de esos estudiantes inquietos que mantuvieron la devoción literaria. Apenas vencidos los veinte años publica el único libro Escafandra, en cuyo nombre aparece la suerte del buzo por los mares interiores en pos de la perla de la emoción o de la rama de corales que parece arrancada del árbol que sangró. Benjamín Carrión dijo de esos veintiocho poemas de penetración, de sugestividad: «A pesar de sus incursiones rotundas, valientes, de alto valor poético por las barricadas revolucionarias, Lasso es nuestro caso más significado del poeta americano de mente y sensibilidad europeas. Su sitio estaría en la lista de poetas de Contemporáneos y Ulises de México. Su predilección expresa y su acercamiento a Jaime Torres Bodet, lo clarifican y fijan esa posición. Es transparente, claro, perfecto de técnica».
Otros críticos advirtieron en su manera una orientación surrealista y en la Antología de poetas ecuatorianos (1944) se dijo que todas las inquietudes del ser lírico se plantean en sus cuadernos y la presencia más conmovedora de su destino reside en las revelaciones de su mundo interior, de maravilla y desencanto. Su libro es el del buceo de la imagen. Poemas de visiones de la tierra, de la evocación marina -mar no visto, pero sentido, comprendido, por la intuición
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de la poesía-, y otros, los más, de la penetrativa gracia en los paisajes interiores, en el remanso íntimo, alguna vez en el Caribdis propio. Tomó Lasso, dentro de una modalidad francamente moderna, puras esencias simbolistas y algo también de lo durable y trascendente del romanticismo. De simbolismo nuevo que da en el módulo del realismo y de breve reminiscencia romántica, es su poema «Pesadumbre», de la vejez, de la descomposición de las cosas: «No sé por qué he
vuelto a ponerme muy triste,/ a mirar el mundo con ojos de huérfano/ acurrucado en medio de los desconciertos. / En el piano ya no suenan dos teclas./ Los zapatos, los libros y los sueños están viejos./ Las menudas ambiciones/ embarcaron en
un tren que se ha descarrilado»
.
Poemas como «Cumpleaños», «Agro», «Orfeo», etc., merecen antologizarse y reunirse en volumen con los de su último tiempo, de pulidez formal que marchaba con el ahondamiento del pensar. Poemas del propio ambiente, otros como de ecuménico escenario y algunos para el rastreo biográfico, inclusive los que, como su bello «El monarca del país de la niebla», parecen distintos o extraños, pero que recomponen algo de su expectativa y hasta de sus premoniciones.
La poesía de Lasso, por más refinada que hubiese sido o parecido, está con las realidades y los signos de nuestro tiempo, que se precisan en su Ensayo sobre la angustia, esa especie de testamento poético, o se aclaran en sus poemas de la víspera, como cuando nota que hay un largo camino de inmóviles hormigas que acaban de morir porque ya sube el agua o cuando se refiere a las flores pisoteadas por el paso brutal de la historia o cuando piensa en los asfodelos que están inaugurando su colección de adjetivos heridos.
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