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ArribaAbajoDerecho internacional

Nociones preliminares


Sumario: 1. Definición del Derecho de Gentes. - 2. Autoridad de que emana. - 3. Sanciones. - 4. División en interno y externo. - 5. En natural e instituido. - 6. Su fuerza obligatoria. - 7. Autoridades en materia de Derecho Internacional.

1. Definición del Derecho de Gentes. - El Derecho internacional o de gentes es la colección de las leyes o reglas generales de conducta que las naciones o Estados deben observar entre sí para su seguridad y bienestar común.

2. Autoridad de que emana. - Toda ley supone una autoridad de que emana. Como las naciones no dependen unas de otras, las leyes o reglas a que debe sujetarse su conducta recíproca sólo pueden serles dictadas por la razón, que a la luz de la experiencia, y consultando el bien común, las deduce del encadenamiento de causas y efectos que percibimos en el universo. El Ser Supremo, que ha establecido estas causas y efectos, que ha dado al hombre un irresistible conato al bien o la felicidad, y no nos permite sacrificar la ajena a la nuestra, es, por consiguiente, el verdadero autor de estas leyes, y la razón no hace más que interpretarlas. El Derecho internacional o de gentes no es, pues, otra cosa que el natural, que, aplicado a las naciones, considera al género humano, esparcido sobre la faz de la tierra, como una gran sociedad de que cada cual de ellas es miembro, y en que las unas respecto de las otras tienen los mismos deberes que los individuos de la especie humana entre sí.

3. Sanciones. - Toda ley supone también una sanción, esto es, una pena que recae sobre los infractores, y mediante la cual el bien común, de que la pena es una garantía, se hace condición precisa del bien individual.

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El Derecho natural tiene tantas sanciones diferentes, cuantas son las especies de males que pueden sobrevenirnos a consecuencia de un acto voluntario, y que no se compensan por bienes emanados de ese mismo acto (entendiendo por bien todo sentimiento de felicidad o placer, y por mal todo sentimiento contrario). Estos males, o son producidos sin la intervención humana y en fuerza sólo de las leyes físicas que gobiernan el universo material, o consisten en la pena interior con que nos afecta la aprensión de los padecimientos ajenos, o nos vienen de la aversión, ira o desprecio de los hombres; de aquí la sanción que podemos llamar física, la sanción simpática, la sanción de la vindicta humana o sanción social. Esta última, en el seno de la sociedad civil, se ejercita y se regulariza en gran parte por las leyes positivas y la administración de justicia.

Pero hay otras dos sanciones que consagran, por decirlo así, las anteriores, y dan al Derecho de la naturaleza toda su dignidad, colocándolo bajo la tutela de la divinidad y de nuestra propia conciencia. La sanción de la conciencia o sanción moral es la pena que en un corazón no enteramente depravado acompaña al testimonio que el alma se da a sí misma de la irregularidad de sus actos; y la sanción religiosa consiste en los castigos con que la divinidad ofendida conmina a los que violan sus leyes.

La sanción de la vindicta humana es la que obra entre las naciones del modo más general, constante y eficaz. Pero aun ella influye con mucho más vigor y regularidad en la condena que observan unos con otros los individuos, que en las relaciones mutuas de los pueblos o de las potestades supremas. En el Estado civil, medianamente organizado, la fuerza de la sociedad, empleada contra los infractores de las leyes, es superior a la de cualquier individuo, por poderoso que sea. Pero las naciones no han constituido una autoridad que, armada con la fuerza de todas, sea capaz de hacer cumplir a los Estados poderosos ni aun aquellas reglas de equidad natural que están reconocidas como más esenciales para la seguridad común.

Ni podemos decir que el interés particular de cada nación la induce a cooperar con las otras al escarmiento de la inhumanidad o injusticia. Los Estados, como los individuos, suelen decidirse por motivos inmediatos y momentáneos que obran vivamente sobre sus pasiones; y desatienden los que se las presentan a lo lejos de un modo especulativo y abstracto. Una nación formidable por su poder insulta a un Estado débil. Las otras, atendiendo a su seguridad propia, deberían coligarse para castigar el insulto. Mas, adoptando esta conducta, tendrían que someterse, desde luego, a todas las calamidades y contingencias de la guerra, para evitar un peligro incierto y   —133→   distante. Así vemos que cada una de ellas, aunque susceptible de vivos resentimientos cuando se le hace una injuria, mira con indiferencia, o a lo sumo con una indignación tibia y pasajera, los agravios ajenos.

Además, para obtener la reparación sería una liga de estados, semillero de disputas y querellas, que empeoraría muchas veces los males en vez de ponerles remedio.

No por eso hemos de pensar que la opinión de los hombres, su alabanza o vituperio, su amor u odio, carezca de todo influjo sobre la conducta de los Estados. Hay circunstancias que dan vigor, aun en la política, a este gran móvil de las acciones humanas. La primera es la cultura intelectual, que difunde las sanas ideas morales, y propende continuamente a cimentar las relaciones de los pueblos sobre la base de la justicia, que es la de su verdadero interés. La segunda es el incremento, de la industria y del comercio, que hace apreciar cada vez más la seguridad, la confianza mutua. La tercera es la semejanza de instituciones: toda la historia testifica que los pueblos que se rigen por dogmas, costumbres y leyes análogas, simpatizan más vivamente unos con otros, y se sujetan a reglas más equitativas en sus negocios comunes. La cuarta, en fin, es la igualdad, o lo que puede suplir por ella, el equilibrio de intereses y fuerzas. Un Estado que por su excesiva preponderancia nada teme de los otros, puede emplear el miedo y la compulsión para hacerlos servir a sus miras; rodeado de iguales, se verá precisado por su interés propio a cultivar su buena voluntad y a merecer su aprobación y confianza.

La operación de estas causas se descubre a las claras en la historia de las naciones modernas. Si las de Europa y América forman una familia de Estados, que reconoce un Derecho común infinitamente más liberal que todo lo que se ha llamado con este nombre en la antigüedad y en lo restante del globo, lo deben al establecimiento del cristianismo, a los progresos de la civilización y cultura, acelerados por la imprenta, al espíritu comercial que ha llegado a ser uno de los principales reguladores de la política, y al sistema de acciones y reacciones, que en el seno de esta gran familia, como en el de cada Estado, forceja sin cesar contra las preponderancias de toda especie.

4. División en interno y externo. - La palabra Derecho tiene dos sentidos. En el primero (que es en el que se ha tomado hasta ahora) significa una colección o cuerpo de leyes; en el segundo significa la facultad de exigir que otro ejecute, omita o tolere algún acto, facultad que tiene por objeto inmediato el beneficio de la persona en que existe, pero que debe promover al mismo tiempo el beneficio común. Derecho, en   —134→   este sentido supone siempre una obligación correlativa de ejecutar, omitir o tolerar algún acto; porque es evidente que no podemos tener la facultad de exigir un servicio positivo o negativo, si no existe en alguna parte la necesidad de prestarlo.

Los derechos -y por consiguiente las obligaciones- son perfectos o imperfectos. Derecho perfecto, llamado también externo, es el que podemos llevar a efecto, empleando, si es necesario, la fuerza: en el estado de naturaleza, la fuerza individual; y en la sociedad civil, la fuerza pública de que está armada la administración de justicia. Derecho imperfecto, o meramente interno, es aquel que no puede llevarse a efecto sin el consentimiento de la parte obligada.

Esta diferencia consiste en lo más o menos determinado de las leyes en que se fundan los derechos y las obligaciones. Los actos de beneficencia son obligatorios, pero sólo en circunstancias y bajo condiciones particulares; y a la persona que ha de ejecutarlos es a quien toca juzgar si cada caso que se presenta se halla o no comprendido en la regla, porque si ésta fuese general y absoluta, produciría más daño que beneficio a los hombres. Debemos, por ejemplo, socorrer a los indigentes; pero no a todos, ni en todas ocasiones, ni con todo lo que nos piden; y la determinación de estos puntos pertenece exclusivamente a nosotros. Si fuese de otro modo, el derecho de propiedad, sujeto a continuas exacciones, perdería mucha parte de su valor, o más bien no existiría.

De aquí resulta que, aunque la necesidad moral que constituye la obligación, existe siempre en la conciencia, hay muchas obligaciones que, sometidas al juicio de la parte que ha de observarlas, lo están consiguientemente a su voluntad, por lo que toca a los efectos externos. Un particular o una nación que desatiende una de estas obligaciones, obra mal, sin duda, y se labra no sólo la desaprobación de la Divinidad y la de su propia conciencia, sino la censura y aversión de los hombres; mas no por eso podrá el agraviado recurrir a la fuerza para hacer efectivo el derecho, porque en materias que por su natural indeterminación no admiten una regla precisa, lo que se hiciese para corregir la voluntad, destruiría la independencia del juicio, a que por el interés mismo del género humano deben sujetarse las obligaciones de esta especie.

Decir que un servicio que se nos pide es de obligación imperfecta, es lo mismo que decir que el exigirlo por la fuerza sería violar nuestra libertad y hacernos injuria.

El Derecho de gentes, o la colección de las leyes o reglas internacionales, se llama interno, en cuanto mira únicamente a la conciencia, y determina lo que ésta manda, permite o veda; y externo, en cuanto determina las obligaciones cuyo cumplimiento   —135→   puede exigirse por la fuerza. Y de lo expuesto se sigue evidentemente que puede una nación estar obligada a prestar un servicio, según el Derecho interno, al mismo tiempo que tiene la facultad de rehusarlo, según el Derecho externo. Una nación, por ejemplo, está obligada en el fuero de la conciencia a franquear sus puertos al comercio de las otras, siempre que de ello no le resulte daño, como regularmente no le resulta, sino más bien utilidad y ventaja; pero si por razones buenas o malas determinase prohibir todo comercio extranjero, las otras naciones, con quienes no hubiese pactado permitirlo, deberían someterse a ello, y si apelasen a la violencia o la amenaza para compelerla a que lo permitiese, le harían una grave injuria336.

5. En natural e instituido. - Se llama Derecho de gentes natural, universal, común, primitivo, el que no tiene otro fundamento que la razón o la equidad natural, y voluntario, especial, convencional, positivo, el que han formado las convenciones expresas o tácitas, y cuya fuerza sólo se deriva mediatamente de la razón, que prescribe a las naciones, como regla de importancia suprema, la inviolabilidad de los pactos.

El Derecho de gentes universal puede producir todo género de obligaciones. En cuanto produce obligaciones perfectas, suele llamarse necesario.

El Derecho de gentes positivo autoriza siempre a emplear la fuerza para hacer cumplir las obligaciones que prescribe. A veces, al mismo tiempo que positivo, es natural y necesario, porque no necesitaba de una convención para producir obligaciones externas; otras natural y voluntario, porque sin la convención obligaría sólo en conciencia; y otras enteramente arbitrario, porque saca toda su fuerza del pacto.

Derecho consuetudinario es el que nace de la costumbre, esto es, de lo que se practica entre dos o más naciones sobre alguna materia. Una costumbre, si se refiere a cosas indiferentes o que la ley natural no ordena ni prohíbe, sólo obliga a las naciones que han querido observarla; y esta obligación se origina de un contrato tácito, en que por el hecho de adoptar voluntariamente una práctica, parece que nos empeñamos a regirnos por ella. Por consiguiente el Derecho consuetudinario es una parte del convencional o positivo. Pero no hay ninguna razón para suponer que adoptando una costumbre hemos querido empeñarnos irrevocablemente a observarla. Podemos, pues,   —136→   asemejar las obligaciones del Derecho consuetudinario a las que nacen de aquellos pactos que cada parte se reserva la facultad de terminar cuando quiere, dando noticia a la otra con la anticipación necesaria para no causarle perjuicio337.

Aunque el Derecho primitivo es de suyo inmutable como fundado en relaciones constantes de orden y justicia, puede variar mucho en sus aplicaciones por causa de las diferentes circunstancias en que suelen hallarse las sociedades humanas. Puede ser además mejor conocido e interpretado en una edad que en otra; y así es que, relativamente a éste como a los otros ramos del saber, se han visto incontestables adelantamientos en los tiempos modernos. Finalmente hay convenciones y costumbres que son legítimas según la conciencia, y que no dejan por eso de producir efectos externos, porque la independencia de cada Estado sería quimérica si los otros se arrogaran la facultad de llamarlos a cuenta y de invalidar sus pactos.

El derecho introducido por los pactos y la costumbre es al derecho primitivo de gentes lo que el código civil de cada pueblo es a los preceptos y prohibiciones de la ley natural. Especifica, pues, y regulariza lo que en el Derecho primitivo era vago y necesitaba de reglas fijas. Dictaba, por ejemplo, la naturaleza que las naciones tuviesen apoderados por cuyo medio comunicasen entre sí, y que se dispensase a éstos una completa seguridad en el desempeño de su cargo; pero dejaba por determinar la forma de sus credenciales y la extensión de sus inmunidades, puntos que si no se fijaban, abrían campos a desavenencias y fraudes. Esta determinación pudo hacerse de varios modos, y era menester que convenciones expresas o tácitas fijasen alguno como en efecto lo han hecho.

Desgraciadamente quedan todavía muchos casos en que por la vaguedad de las leyes naturales se necesitan reglas específicas que sirvan para evitar las controversias o dirimirlas. La prescripción nos ofrece un ejemplo. Las leyes civiles han definido con bastante precisión el título natural que la posesión tranquila de largo tiempo nos da a la propiedad de las cosas; pero en el Derecho de gentes no hay todavía regla alguna que determine el espacio de tiempo y las demás circunstancias que se requieren para que la posesión prevalezca sobre todo otro título.

En una familia de naciones, como la que forman actualmente los pueblos cristianos, cuando se halla establecida una de estas reglas que corrigen la necesaria imperfección de las leyes naturales, la nación que caprichosamente se apartase de ella obraría contra el interés general. Importa, pues, sobremanera, conocerlas.

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El Derecho convencional puede considerarse también bajo otro aspecto: él es, con relación al primitivo, lo mismo que los pactos de los particulares con relación a las leyes y estatutos de cada pueblo. Él forma las alianzas, transige las diferencias, solemniza las enajenaciones, regula el comercio, crea, en fin, gran número de obligaciones especiales, que modifican el Derecho común, pero que sólo tienen vigor entre los contratantes, interesando, por consiguiente, poco o nada a la ciencia, si no es en las naciones que se rigen por ella338.

6. Su fuerza obligatoria. - Las naciones modernas de Europa han reconocido el Derecho de gentes como una parte de la jurisprudencia patria.

«Por aquellos estatutos -dice Sir W. Blackstone-, que se han hecho de tiempo en tiempo en Inglaterra para reforzar esta ley universal y facilitar su ejecución, no se han introducido reglas nuevas, sino sólo se han declarado y explicado las antiguas constituciones fundamentales del reino, que sin ellas dejaría de ser un miembro de la sociedad civilizada». El canciller Talbot declaró que el Derecho de gentes en toda su extensión era una parte de las leyes británicas. Los tribunales de los Estados de la Federación Americana han expresado una doctrina semejante.

La legislación de un Estado no puede alterar el Derecho de gentes, de manera que las alteraciones obliguen a los súbditos de otros Estados; y las reglas establecidas por la razón o por el consentimiento mutuo, son las únicas que sirven, no sólo   —138→   para el ajuste de las diferencias entre soberanos, sino también para la administración de justicia de cada Estado en todas aquellas materias que no están sujetas a la legislación doméstica.

7. Autoridades en materia de Derecho Internacional. - No hay un código en que estén recopilados los preceptos y prohibiciones del Derecho internacional, sea natural, sea instituido; lo que produce incertidumbres y dudas, que los Estados poderosos no dejan nunca de interpretar a su favor. A falta de este código se recurre ordinariamente a las obras de los autores más acreditados de jurisprudencia internacional, como son Grocio, Wicquefort, Puffendorf, Barbeyrac, Bynkersckoek, Burlamaqui, Wolfio, Valin, Vattel, Emerigon, Azuni, Pothier, Martens, Pardessus y otros. En algunos puntos no es uniforme su doctrina; pero donde los principales escritores están de acuerdo, hay una fortísima presunción a favor de la solidez de sus máximas, y ninguna potencia civilizada se atreverá a despreciarlas, si no tiene la arrogancia de sobreponerse al juicio del género humano; de lo que a la verdad no han faltado ejemplos en los últimos siglos y en la parte más culta de Europa.

Vattel es el escritor más elegante y popular de esta ciencia, y su autoridad se ha mirado tiempo ha como la primera de todas. Su obra ha sido citada con respeto en los juzgados de almirantazgo, donde se ventilan causas que conciernen a esta clase de jurisprudencia, en los debates de las asambleas legislativas y en las negociaciones diplomáticas. Pero Vattel -dice un autor moderno- carece de precisión filosófica. Sus discusiones son a menudo vagas y a veces fastidiosamente difusas. Después de todo, no hay obra alguna que dé nociones exactas del Derecho de gentes natural e instituido, y cuyas máximas se hallen suficientemente apoyadas en argumentos, autoridades y ejemplos. De la edad de Grocio a la nuestra ha crecido considerablemente el código de la guerra; sus leyes se han fijado con exactitud y se han mitigado en gran parte. La captura marítima y las obligaciones y privilegios de los neutrales han llegado a ser asuntos de la más elevada importancia. Ocurrimos, pues, ahora, como a fuentes más seguras y auténticas, a las decisiones de los almirantazgos y demás tribunales que administran justicia en casos de Derecho de gentes, y a las ordenanzas y reglamentos que han publicado algunas potencias para la dirección de sus juzgados y para noticia de las naciones extranjeras339. Los tratados entre dos o más naciones pueden rara vez citarse como pruebas del Derecho natural de gentes, a no ser que en ellos se propongan los contratantes interpretar y registrar las obligaciones naturales,   —139→   y en este caso no sólo suministran una autoridad respetable, sino una verdadera norma de Derecho, a que deben conformarse en su conducta con los demás Estados. Además, cuando en gran número de convenciones se estipula sobre algún punto una regla uniforme, tenemos fundamento para inferir que es dictada a todos por la razón, a lo menos según las circunstancias en que se halla entonces el mundo político340.

Consideraremos a las naciones primeramente en el estado de paz; después en el de guerra; y daremos al fin una breve idea de los medios de comunicación entre los soberanos o del Derecho diplomático.



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ArribaAbajoParte primera

Estado de paz



ArribaAbajoCapítulo I

De la nación y el soberano


Sumario: 1. Nación o Estado. - 2. Igualdad, independencia y soberanía de las naciones. - 3. Soberanía originaria, actual y titular. - 4. Inmanente y transeúnte. - 5. Personalidad de las naciones. - 6. Derecho de un Estado al reconocimiento de los otros. -7. Derechos que se derivan de la independencia y soberanía de las naciones. - 8. Perpetuidad de las naciones.

1. Nación o Estado. - Nación o Estado es una sociedad de hombres que tiene por objeto la conservación y felicidad de los asociados; que se gobierna por leyes positivas emanadas de ella misma, y es dueña de una porción de territorio.

2. Igualdad, independencia y soberanía de las naciones. - Siendo los hombres naturalmente iguales, lo son también los agregados de hombres que componen la sociedad universal. La República más débil goza de los mismos derechos y está sujeta a las mismas obligaciones que el imperio más poderoso.

Como una nación rara vez puede hacer algo por sí misma, esto es, obrando en masa los individuos que la componen, es necesario que exista en ella una persona o reunión de personas encargada de administrar los intereses de la comunidad, y de representarla ante las naciones extranjeras. Esta persona o reunión de personas es el soberano. La independencia de la nación consiste en no recibir leyes de otra, y su soberanía en la existencia de una autoridad suprema que la dirige y representa.

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3. Soberanía originaria, actual y titular. - El poder y autoridad de la soberanía se derivan de la nación, si no por una institución positiva, a lo menos por su tácito reconocimiento y su obediencia. La nación puede transferirla de una mano a otra, alterar su forma, constituirla a su arbitrio. Ella es, pues, originariamente, el soberano. Pero lo más común es dar este nombre al jefe o cuerpo que, independiente de cualquiera otra persona o corporación, sino es de la comunidad entera, regula el ejercicio de todas las autoridades constituidas, y da leyes a todos los ciudadanos, esto es, a todos los miembros de la asociación. De aquí se sigue que el poder legislativo es actual y esencialmente el soberano.

El poder legislativo, el poder que ejerce actualmente la soberanía suele estar constituido de varios modos: en una persona, como en las monarquías absolutas; en un senado de nobles, o de propietarios, como en las aristocracias; en una o más cámaras, de las cuales una a lo menos es de diputados del pueblo, como en las democracias puras o mixtas; en una asamblea compuesta de todos los ciudadanos que tienen derecho de sufragio, como en las Repúblicas antiguas; en el príncipe y en una o más cámaras, como en las monarquías constitucionales que, según el número y composición de las cámaras, pueden participar de la aristocracia, de la democracia, o de ambas.

En algunas monarquías constitucionales se supone que la sanción real es lo que da el vigor y fuerza de leyes a los acuerdos de las asambleas legislativas: esta es una ficción legal; el príncipe tiene en ellas el título, aunque no el poder de soberano.

4. Inmanente y transeúnte. - La parte de la soberanía a que se debe atender principalmente en el Derecho internacional es aquella que representa a la nación en el exterior, o en que reside la facultad de contratar a su nombre con las naciones extranjeras. Los tratados son leyes que obligan a los súbditos de cada uno de los soberanos contratantes; pero la autoridad que hace esta especie de leyes, y la autoridad de que proceden las leyes relativas a la administración interna, pueden no ser exactamente una misma. En las monarquías absolutas lo son; en las monarquías constitucionales y en las Repúblicas suelen ser diferentes. Así en Inglaterra el príncipe, que concurre con los Pares y los Comunes en la formación de las leyes internas, dirige por sí solo las relaciones exteriores, y contrata definitivamente con las potencias extranjeras. Adoptando el lenguaje de algunos publicistas, se puede llamar soberanía inmanente la que regula los negocios domésticos, y   —143→   transeúnte la que representa a la Nación en su correspondencia con los otros Estados341.

Es importante determinar a punto fijo cuál es la persona o cuerpo en que reside esta segunda especie de soberanía según la constitución del Estado, porque los pactos celebrados con cualquiera otra autoridad serían nulos.

Importa además que los actos de esta soberanía no salgan de la esfera de las facultades que la están señaladas por la constitución, porque todo contrato en que los excediese, adolecería también de nulidad.

Sin embargo, es preciso observar que la constitución de un Estado no es una cosa fija e inmutable, sino que experimenta (como lo acredita la historia de casi todos los pueblos) ya vaivenes violentos que la arrastran de un extremo a otro, ya alteraciones lentas y progresivas que la hacen tomar diferentes formas con el trascurso del tiempo; de manera que sería muchas veces dificultoso a las naciones determinar cuál es en cada una de ellas el órgano legítimo de representación externa y hasta dónde se extienden sus poderes, según las leyes vigentes; y así la mejor regla a que los estados extranjeros pueden atenerse en esta materia, es la posesión aparente de la autoridad con quien tratan, y la aquiescencia de la nación a sus actos.

5. Personalidad de las naciones. - La cualidad esencial que hace a la nación un verdadero cuerpo político, una persona que se entiende directamente con otras de la misma especie bajo la autoridad del Derecho de gentes, es la facultad de gobernarse a sí misma, que la constituye independiente y soberana. Bajo este aspecto no es menos esencial la soberanía transeúnte que la inmanente; si una nación careciese de aquélla, no gozaría de verdadera personalidad en el Derecho de gentes.

Toda nación, pues, que se gobierne a sí misma, bajo cualquiera forma que sea, y tiene la facultad de comunicar directamente con las otras, es a los ojos de éstas un Estado independiente y soberano. Deben contarse en el número de tales aun los Estados que se hallan ligados a otro más poderoso por una alianza desigual en que se da al poderoso más honor en cambio de los socorros que éste presta al más débil; los que pagan tributo a otro Estado; los feudatarios, que reconocen ciertas obligaciones de servicio, fidelidad y obsequio a un señor; y los federados, que han constituido una autoridad común permanente para la administración de ciertos intereses, siempre que por el pacto de alianza, tributo, federación o feudo, no hayan renunciado la facultad de dirigir sus negocios internos, y la de entenderse directamente con las naciones extranjeras. Los   —144→   Estados de la Unión americana han renunciado esta última facultad, y por tanto, aunque independientes y soberanos bajo otros aspectos, no lo son en el Derecho de gentes.

Dos o más Estados pueden ser regidos accidentalmente por un mismo príncipe, como lo hemos visto en la Gran Bretaña y el Hanóver. Cuando por la uniformidad de la ley de sucesión están inseparablemente unidos, como Austria, Bohemia, Hungría, y reino Lombardo-Veneto, su independencia recíproca desaparece respecto de las naciones extranjeras342.

6. Derecho de un Estado al reconocimiento de los otros. - La independencia y soberanía de una nación es a los ojos de las otras un hecho, y de este hecho nace naturalmente el derecho de comunicar con ellas sobre el pie de igualdad y de buena correspondencia. Si se presenta pues un Estado nuevo por la colonización de un país recién descubierto, o por la desmembración de un Estado antiguo, a los demás Estados sólo toca averiguar si la nueva asociación es independiente de hecho, y ha establecido una autoridad que dirija a sus miembros, los represente, y se haga en cierto modo responsable de su conducta al universo. Y si es así, no pueden justamente dejar de reconocerla, como un miembro de la sociedad de las naciones.

En el caso de separarse violentamente de una antigua nación y constituirse en Estados independientes una o más de las provincias de que estaba aquélla compuesta, se ha pretendido que las otras naciones estaban obligadas a respetar los derechos de la primera, mirando a las provincias separadas como rebeldes y negándose a tratar con ellas. Mientras dura la contienda entre los dos partidos, no hay duda que una nación extraña puede abrazar la causa de la metrópoli contra las provincias, si lo cree justo y conveniente, así como la de las provincias contra la metrópoli en el caso contrario. Pero una vez que el nuevo Estado o Estados se hallan en posesión del poder, no hay ningún principio que prohíba a los otros reconocerlos por tales, porque en esto no hacen más que reconocer un hecho y mantenerse neutrales en una controversia ajena. Las Provincias Unidas de los Países Bajos habían sacudido el yugo de la España antes de expirar el siglo XVI, pero España no renunció sus derechos sobre ellos hasta la paz de Westfalia en 1648; y las otras naciones no aguardaron esta renuncia para establecer relaciones directas y aun alianzas íntimas con aquel nuevo Estado. Lo mismo sucedió en el intervalo entre 1640, en que el Portugal se declaró independiente   —145→   de la España, y en 1668 en que la España reconoció esta independencia.

Pero semejante conducta de parte de las otras naciones, no sólo es lícita sino necesaria, porque, como expuso Mr. Canning en su nota de 25 de marzo de 1825 al Sr. Ríos, ministro español en la corte de Londres, justificando el reconocimiento de los nuevos Estados americanos por la Gran Bretaña, «toda nación es responsable de su conducta a las otras, esto es, se halla ligada al cumplimiento de los deberes que la naturaleza ha prescrito a los pueblos en su comercio recíproco, y al resarcimiento de cualquiera injuria cometida por sus ciudadanos o súbditos. Pero la metrópoli no puede ser ya responsable de actos, que no tiene medio alguno de dirigir ni reprimir. Resta, pues, o que los habitantes de los países cuya independencia se halla establecida de hecho no sean responsables a las otras naciones de su conducta, o que en el caso de injuriarlas, sean tratados como bandidos y piratas. La primera de estas alternativas es absurda, y la segunda demasiado monstruosa para que pueda aplicarse a una porción considerable del género humano por un espacio indefinido de tiempo. No queda, por consiguiente, otro partido que el de reconocer la existencia de las nuevas naciones, y extender a ellas de este modo la esfera de las obligaciones y derechos que los pueblos civilizados deben respetar mutuamente y pueden reclamar unos de otros».

Al ejemplo de la restauración de los Borbones al trono francés después de una larga serie de años y de revoluciones, ejemplo alegado por el ministro español en prueba del inextinguible derecho de los soberanos legítimos, contestó victoriosamente Mr. Canning, que todas las potencias europeas, y España una de las primeras, habían reconocido los varios gobiernos que, expelida la dinastía borbónica, dominaron Francia por más de veinte años; y no solamente los habían reconocido, sino contraído alianzas con todos ellos y especialmente con el de Bonaparte; contra quien, si se coligó toda Europa, no lo había hecho por un principio de respeto a los derechos de la antigua familia, sino alarmada por la insaciable ambición de aquel conquistador. Inglaterra abrió negociaciones en 1796 y 97 con el Directorio; hizo la paz en 1801 con el Consulado; la hubiera hecho en 1806 con el Imperio, si hubiesen podido ajustarse los términos; y si desde 1808 hasta 1814 no quiso dar oídos a las indicaciones pacíficas de Francia, procedió así por consideración a España sola, con quien el Emperador pertinazmente rehusaba tratar. Mr. Canning añade que aun en 1814 la Gran Bretaña no distaba de una paz con Bonaparte sobre bases razonables; y que, aun excluido Bonaparte, fue materia de discusión entre los aliados si convendría colocar en el trono francés un príncipe de la familia de Borbón.

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7. Derechos que se derivan de la independencia y soberanía de las naciones. - De la independencia y soberanía de las naciones se sigue que a ninguna de ellas es permitido dictar a otra la forma de gobierno, la religión, o la administración que ésta deba adoptar; ni llamarla a cuenta por lo que pasa entre los ciudadanos de ésta, o entre el gobierno y los súbditos. La intervención de Rusia, Prusia y Austria en los negocios internos de Polonia, y el derecho que a consecuencia se arrogaron de desmembrarla y de extinguir por fin su existencia política, se miró generalmente como un escandaloso abuso de la fuerza. Durante el curso de la revolución francesa ocurrieron varios ejemplos de esta violación del derecho que tienen las naciones independientes para constituirse como mejor les parezca. Tal fue la invasión de Francia por las armas prusianas en 1792, y la hostilidad declarada por Francia en las épocas subsiguientes de su revolución contra los Estados monárquicos. Tal fue también la invasión de Nápoles por Austria en 1821, y la de España por Francia en 1823 bajo pretexto de sofocar un espíritu peligroso de innovaciones políticas. La opinión pública se ha declarado contra esta especie de intervención como inicua y atentatoria.

No hay duda que cada nación tiene derecho para proveer a su propia conservación y tomar medidas de seguridad contra cualquier peligro. Pero éste debe ser grande, manifiesto e inminente para que nos sea lícito exigir por la fuerza que otro Estado altere sus instituciones a beneficio nuestro. En este sentido decía la Gran Bretaña a las cortes de Europa en 1821 (con ocasión de las medidas anunciadas por la llamada Santa Alianza contra las nuevas instituciones de España, Portugal y Nápoles, y de los principios generales que se trataba de fijar para la conducta futura de los aliados en iguales casos), «que ningún gobierno estaba más dispuesto que el británico a sostener el derecho de cualquier Estado a intervenir, cuando su seguridad inmediata o sus intereses esenciales se hallaban seriamente comprometidos por los actos domésticos de otros Estados; pero que el uso de este derecho sólo podía justificarse por la más absoluta necesidad, y debía reglarse y limitarse por ella; que de consiguiente no era posible aplicarlo general e indistintamente a todos los movimientos revolucionarios; que este derecho era una excepción a los principios generales, y por tanto sólo podía nacer de las circunstancias del caso; y que era peligrosísimo convertir la excepción en regla, e incorporarla como tal en las instituciones del Derecho de gentes». «Los principios que sirven de base a esa regla -decía la Gran Bretaña- sancionarían una intervención demasiado frecuente y extensa en los negocios interiores de los otros Estados; las cortes aliadas no pueden apoyar en los pactos existentes una facultad   —147→   tan extraordinaria, y tampoco podrían atribuírsele a virtud de algún nuevo concierto diplomático entre ellas, sin arrogarse una supremacía inconciliable con los derechos de soberanía de los demás Estados y con el interés general, y sin erigir un sistema federativo opresor, que sobre ser ineficaz en su objeto, traería los más graves inconvenientes»343.

Por consiguiente, la limitación de las facultades del príncipe, los derechos de la familia reinante, y el orden de sucesión a la corona en los Estados monárquicos, son puntos que cada nación puede establecer y arreglar cómo y cuándo lo tenga por conveniente, sin que las otras puedan por eso reconvenirla justamente, ni emplear otros medios que los de la persuasión y consejo, y aun esos con circunspección y respeto. Si una nación pone trabas al poder del monarca, si le depone, si le trata como delincuente, expeliéndole de su territorio o condenándole tal vez al último suplicio; si excluye de la sucesión un individuo, una rama o toda la familia reinante; las potencias extranjeras no tienen para qué mezclarse en ello, y deben mirar estos actos como los de una autoridad independiente que juzga y obra en materias de su competencia privativa. Es cierto que la nación que ejecutase tales actos sin muy graves y calificados motivos, obraría del modo más criminal y desatentado; pero después de todo, si yerra, a nadie es responsable de sus operaciones, en tanto que no infringe los derechos perfectos de los otros Estados, como no los infringe en esta materia, pues es de suponer que conservando su independencia y soberanía, haya renunciado la facultad de constituirse y arreglar sus negocios domésticos del modo que mejor le parezca.

Francia ha ejercido recientemente estos actos de soberanía nacional en la revolución que derribó la rama primogénita de Borbón, y elevó en su lugar la de Orleans. Las grandes potencias continentales, después de haber estado algún tiempo en expectativa, han reconocido solemnemente la nueva dinastía.

Supongamos que dos príncipes se hubiesen obligado a mantenerse el uno al otro en posesión del trono; este pacto se aplicaría a los casos en que una tercera potencia quisiese turbar a cualquiera de los contratantes en la posesión del trono; pero sería monstruoso considerarlo como una liga personal de éstos contra los respectivos pueblos. El título de propiedad patrimonial que se atribuyen algunos príncipes sobre sus Estados, se mira en el día por los más célebres publicistas como una quimera: el patrimonio privado es para el bien de su dueño; pero la institución de la sociedad civil no ha tenido por objeto el bien del príncipe, sino el de los asociados.

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De lo dicho se sigue: 1º, que en los casos de sucesión disputada, la nación es el juez natural entre los contendientes; y 2º, que la renuncia que hace un miembro de la familia reinante de sus derechos a la corona por sí y sus descendientes, no es válida en cuanto a los últimos, si la nación no la confirma. Los que son llamados al trono por una ley fundamental que determina el orden de sucesión, reciben este derecho, no de sus antepasados, sino de la nación inmediatamente. Por eso se creyó necesario en España que las renuncias de las infantas Ana y María Teresa de Austria, casadas con Luis XIII y Luis XIV de Francia, recibiesen la forma de leyes acordadas en cortes, y efectivamente se les dio esta forma en las de Madrid de 1618 y 1662; con lo que fueron legalmente excluídos de la sucesión a la corona de España los descendientes de aquellas princesas.

Síguese también de lo dicho, que cuando un soberano cede a otro una provincia o distrito, por pequeño que sea, el título del cesionario puede sólo nacer del asenso de la parte que se supone cedida, la cual por su separación del todo a que pertenecía, adquiere una existencia nacional independiente. Le es lícito, pues, resistir a la nueva incorporación, si la cree contraria a la justicia y a su interés propio. Lo que se llama cesión en este caso es una simple renuncia.

8. Perpetuidad de las naciones. - Finalmente, una nación, cualesquiera alteraciones que experimente en la organización de sus poderes supremos y en la sucesión de sus príncipes, permanece siempre una misma persona moral; no pierde ninguno de sus derechos; sus obligaciones de todas clases respecto de las otras naciones no se menoscaban ni debilitan. El cuerpo político subsiste el mismo que era, aunque se presente bajo otra forma, o tenga diferente órgano de comunicación.

Los príncipes restaurados han querido a veces excusarse de cumplir las obligaciones contraídas por los gobiernos que les han precedido, calificándolos de usurpadores, y como tales, incapaces de ligar a la nación con sus actos. Pero esta excepción es inadmisible. Francia, durante la Restauración, la opuso largo tiempo a los Estados Unidos de América, que reclamaban cuantiosas indemnizaciones de propiedades americanas ilegítimamente confiscadas en la época precedente; pero tuvo por fin que abandonarla. «¿Debemos nosotros -decía el duque de Broglie, ministro de negocios extranjeros, a la Cámara de Diputados en la sesión del 31 de marzo de 1834-, como lo había hecho el gobierno de la restauración, o más bien, como había intentado tímidamente hacerlo, alegar la irresponsabilidad de un nuevo gobierno por los procedimientos del antiguo? Un efugio tan vergonzoso era indigno de nosotros».

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Tal es el principio general, bien que sujeto a limitaciones que indicaremos más adelante344.

Aun cuando un Estado se divide en dos o más, ni sus derechos, ni sus obligaciones padecen detrimento, y deben gozarse o cumplirse de consuno, o repartirse entre los nuevos Estados de común acuerdo345. Bynkerschoek censura la conducta de Inglaterra que rehusaba a Holanda la libertad de pesca, pactada entre Enrique III de Inglaterra y Felipe archiduque de Austria, alegando que el pacto se había celebrado con el archiduque, no con los Estados generales. Él acusa también de mala fe a Dinamarca, que no quiso guardar a aquellos Estados el pacto de Espira, ajustado con el emperador Carlos V a favor de los belgas346.

Cuando un Estado es totalmente absorbido o conquistado por otro, los derechos y obligaciones de ambos respecto de las naciones extranjeras subsisten íntegros en el nuevo Estado, compuesto de los dos. Y si un Estado es parcialmente subyugado por otro, conserva su existencia y su identidad, y por tanto sus derechos y obligaciones anteriores347.




ArribaAbajoCapítulo II

De los bienes de las naciones


Sumario: 1. Bienes de la nación. - 2. Títulos. - 3. Requisitos que legitiman la apropiación. - 4. Cuestión relativa a la alta mar. - 5. De algunos títulos en particular: Ocupación. - 6. Prescripción. - 7. Restos de la comunión primitiva.

1. Bienes de la nación. - Los bienes de la nación son de varias especies. Los unos pertenecen a individuos o a comunidades particulares (como a ciudades, monasterios, gremios) y se llaman bienes particulares; los otros a la comunidad entera   —150→   , y se llaman públicos. Divídense estos últimos en bienes comunes de la nación, cuyo uso es indistintamente de todos los individuos de ella, como son las calles, plazas, ríos, lagos, canales; y bienes de la corona o de la República, los cuales o están destinados a diferentes objetos de servicio público, verbigracia las fortificaciones y arsenales, o pueden consistir, como los bienes de los particulares, en tierras, casas, haciendas, bosques, minas, que se administran por cuenta del Estado; en muebles; en derechos y acciones.

2. Títulos. - Los títulos en que se funda la propiedad de la nación o son originarios o accesorios o derivativos. Los primeros se reducen todos a la ocupación, sea que por ella nos apoderemos de cosas que verdaderamente no pertenecían a nadie, como en la especie de ocupación que tiene con más propiedad este nombre; o de cosas cuyos dueños han perdido por un abandono presunto el derecho que tenían sobre ellas, como en la prescripción; o finalmente de cosas que por el derecho de la guerra pasan a la clase de res nullius y se hacen propiedad del enemigo que las ocupa. Los títulos accesorios son los que tenemos al incremento o producto de las cosas nuestras. Y los derivativos no son más que trasmisiones del derecho de los primeros ocupadores, que pasa de mano en mano por medio de ventas, cambios, donaciones, legados, adjudicaciones, etcétera. Todo derecho de propiedad supone consiguientemente una ocupación primitiva.

3. Requisitos que legitiman la apropiación. - Las cosas fueron todas al principio comunes. Apropiáronselas los hombres por grados: primero las cosas muebles y los animales; luego las tierras, los ríos, los lagos. ¿Cuál es el límite puesto a la propiedad por la naturaleza? ¿Cuáles los caracteres con que se distinguen las cosas que el Creador ha destinado para repartirse entre los hombres, de las que deben permanecer para siempre en la comunión primitiva?

Si toda propiedad supone, según hemos visto, una ocupación primitiva, es evidente que no son susceptibles de apropiarse las cosas que no pueden ocuparse, esto es, aprehenderse y guardarse para nuestro propio y exclusivo uso y goce.

Pero la susceptibilidad de ser ocupadas no es el único requisito que legitime la apropiación de las cosas, o la posesión que tomamos de ellas con ánimo de reservarlas a nuestra utilidad exclusiva. Porque si una cosa permaneciendo común puede servir a todos sin menoscabarse ni deteriorarse, y sin que el uso racional de los unos embarace al de los otros, y si por otra parte, para que una cosa nos rinda todas las utilidades   —151→   de que es capaz, no es necesario emplear en ella ninguna elaboración o beneficio: no hay duda que pertenece al patrimonio indivisible de la especie humana, y que no es permitido marcarla con el sello de la propiedad.

La tierra, por ejemplo, puede ocuparse realmente, supuesto que podemos cercarla, guardarla, defenderla: la tierra no puede servir indistintamente al uso de todos; sus productos son limitados; en el estado de comunión primitiva un vasto distrito sería apenas suficiente para suministrar a un corto número de familias una subsistencia miserable; la tierra, en fin, no acude con abundantes esquilmos sino por medio de una dispendiosa preparación y cultura, de que nadie se haría cargo sin la esperanza de poseerla y disfrutarla a su arbitrio. La tierra es, pues, eminentemente apropiable.

Capacidad de ocupación real, utilidad limitada, de que no pueden aprovecharse muchos a un tiempo, y que se agota o menoscaba por el uso, y necesidad de una industria que mejore las cosas y las adapte a las necesidades humanas, tales son las circunstancias que las constituyen apropiables. La primera por sí sola no basta sin la segunda o la tercera. La primera hace posible la apropiación y las otras dos la hacen legítima.

Con respecto a las cosas que sin estar rigurosamente apropiadas sirven ya al uso de algunos individuos o pueblos, sería necesario un requisito más: que la apropiación no perjudicase a este uso, o que se hiciese con el consentimiento de los interesados.

4. Cuestión relativa a la alta mar. - Hemos visto que la tierra es apropiable. ¿Lo es igualmente el mar? Selden, Bynkerschoek y Chitty creen que sí; Grocio, Puffendorf, Vattel, Berbeyrac y Azuni lo niegan. En primer lugar examinemos si es o no capaz de ser ocupado realmente.

Un estrecho de poca anchura, un golfo que comunica con el resto del mar por una angosta boca, pueden ser fácilmente guardados y defendidos por la nación o naciones que señorean la costa. Esto mismo debe decirse de un gran mar interior, como el Caspio, el Euxino y aun el Mediterráneo todo; pues no hay duda que si los Estados que lo circundan quisiesen apoderarse de él de mancomún y excluir a las demás naciones, no tendrían mayor dificultad para hacerlo, que una tribu de indígenas para reservar a su exclusivo uso un espacioso valle accesible por una sola garganta.

La ocupación de un mar abierto, verbigracia el Océano Índico entre los trópicos, sería mucho más difícil aun para el Estado que fuese dueño de todas las tierras contiguas; y la dificultad subiría muchos grados, si se tratase de una porción de mar, distante de todo establecimiento terrestre; pero no   —152→   sería de todo punto insuperable para una gran potencia marítima. Su posesión podría ser a veces turbada; mas no por eso dejaría de ser efectiva. Basta cierto grado de probabilidad de que turbándola nos exponemos a un mal grave, para constituir una posesión verdadera, pues aun bajo el amparo de las instituciones civiles hay cosas cuya propiedad no tiene mejor garantía.

En realidad, ni aun el dominio efectivo de todo el Océano es por naturaleza imposible; bien que para obtenerlo y conservarlo sería menester una preponderancia marítima tan exorbitante, y favorecida de circunstancias tan felices, como no es de creer se presente jamás en el mundo.

Mas aun extendiendo esta capacidad de ocupación cuanto se quiera, no habrá razón para afirmar que «tanto el Océano como los otros mares pertenecen, a manera de las demás cosas apropiables, a los que sin valerse de medios ilícitos son bastante poderosos para ocuparlos y asegurarlos»348, porque esta sola circunstancia no justificaría la apropiación.

La utilidad del mar, en cuanto sirve para la navegación, es ilimitada: millares de bajeles lo cruzan en diversos sentidos sin dañarse ni embarazarse entre sí; el mismo viento, dice Puffendorf, se necesitaría para impeler todas las escuadras del mundo, que para una sola nave; y la superficie surcada por ellas no quedaría más áspera ni menos cómoda que antes. El mar, por otra parte, no ha venido a ser navegable por el trabajo ni por la industria de los hombres: en el mismo estado se halla ahora que al principio del mundo. Debemos, pues, mirarlo, por lo que toca a la navegación, como destinado al uso común de los pueblos.

Se dice que la navegación de un pueblo perjudica realmente a otro, ya quitándole una parte de las ganancias que sacaría del comercio, si no tuviese rivales; ya exponiendo a peligro sus naves y sus costas, particularmente en tiempo de guerra. Parece, pues, justificada la apropiación de los mares, aun en cuanto navegables por el menoscabo evidente de utilidad que el uso de unos pueblos ocasiona a otros349. Pero de este raciocinio se inferiría que el más fuerte tiene siempre derecho para convertir en monopolio cualquiera utilidad común, por ilimitada, por inagotable que sea, y que si pudiésemos interceptar el aire y la luz, nos sería lícito hacerlo para vender el goce de estos bienes a los demás hombres; principio palpablemente monstruoso. Las naves y las costas de un pueblo que fuese único dueño del mar, estarían más seguras sin duda; pero las naves y las costas de los otros pueblos estarían más expuestas   —153→   a insultos; y la equidad natural no nos autoriza para proveer a nuestra seguridad propia a expensas de la ajena.

Como medio de seguridad basta el dominio de aquella pequeñísima porción de mar adyacente, que no puede ser del todo libre, sin que este uso común nos incomode a cada paso, y que podemos apropiarnos, sin hacer inseguro el territorio de los demás pueblos, y aun sin embarazar su navegación y comercio.

No debemos, pues, contar las ventajas de un monopolio debido únicamente a la fuerza, ni la seguridad exclusiva que resultaría del dominio, entre los frutos naturales y lícitos cuyas mermas legitiman la apropiación.

Se alega también que el mar necesita de cierta especie de preparación; que la industria del arquitecto naval y del navegante es lo que le ha hecho útil al hombre350. Pero a las utilidades que un pueblo saca del mar por medio de la navegación, nada contribuyen los arsenales y los buques de otro pueblo; cada cual trabaja por su parte con la fundada esperanza de que la recompensa de sus tareas no le será arrebatada; y el ser comunes los mares, lejos de debilitar esta esperanza, le sirve de fundamento. No es esto lo que sucedería, si fuesen comunes las tierras: nadie podría contar con el producto del campo que hubiese arado y sembrado; los industriosos trabajarían para los holgazanes. Es verdad que mientras es libre la navegación de los mares, un descubrimiento en las artes de construcción, en la náutica o en la geografía, no aprovecha exclusivamente a la nación inventora; pero ella reporta las primeras ventajas; y después que ha sido suficientemente premiada, es cuando el invento útil entra en el patrimonio común de los pueblos. Este es el curso ordinario de las cosas, y sin disputa, el que produce mayor suma de utilidad al género humano; por consiguiente, el más justo.

No hay, pues, motivo alguno que legitime la apropiación del mar bajo el aspecto en que ahora lo consideramos. Además, él sirve ya a la navegación de casi todos los pueblos: este es un uso que les pertenece, y de que no es lícito despojarlos.

Pero bajo otro aspecto el mar es semejante a la tierra. Hay muchas producciones marinas que se hallan circunscritas a ciertos parajes; porque así como las tierras no dan todas unos mismos frutos, tampoco todos los mares suministran unos mismos productos. El coral, las perlas, el ámbar, las ballenas, no se hallan sino en limitadas porciones del Océano, que se empobrecen diariamente y al fin se agotan. Las ballenas frecuentaban en otro tiempo el golfo de Vizcaya; hoy día es necesario perseguirlas hasta las costas de Groenlandia y de Spitzberg;   —154→   y por grande que sea en dichas especies la fecundidad de la naturaleza, no se puede dudar que la concurrencia de muchos pueblos haría más difícil y menos fructuosa su pesca, y acabaría por extinguirlas, o a lo menos por alejarlas de unos mares a otros. No siendo pues inagotables, es lícito a un pueblo apropiarse los parajes en que se encuentran. Mas esto se entiende sin despojar a otros de un derecho adquirido. Si dos o más naciones frecuentan una misma pesquería, no pueden excluirse mutuamente; y para que alguna de ellas se la apropie, es necesario el consentimiento de los demás partícipes351.

5. De algunos títulos en particular: Ocupación. - Determinados los objetos que son capaces de apropiación, y en qué términos, hablaremos de aquellos modos de adquirir en que el Derecho de gentes tiene algo de peculiar que merezca notarse. Nos limitaremos en este capítulo a la ocupación de las tierras nuevamente descubiertas y a la prescripción, reservando las accesiones territoriales para el que sigue, y a la captura bélica para cuando se trate de lo concerniente a la guerra.

Cuando una nación encuentra un país inhabitado y sin dueño, puede apoderarse de él legítimamente, y una vez que ha manifestado hacerlo así, no es lícito a las otras despojarla de esta adquisición. El navegador que hace viajes de descubrimiento, cuando halla islas u otras tierras desiertas, toma posesión de ellas a nombre de su soberano, y este título es generalmente respetado, si le acompaña una posesión real. Pero esto solo no basta. Un pueblo no tiene derecho para ocupar regiones inmensas que no es capaz de habitar y cultivar; porque la naturaleza, destinando la tierra a las necesidades de los hombres en general, sólo faculta a cada nación para apropiarse la parte que ha menester, y no para impedir a las otras que hagan lo mismo a su vez. El Derecho de gentes no reconoce pues la propiedad y soberanía de una nación sino sobre los países vacíos que ha ocupado de hecho, en que ha formado establecimientos, y de que está usando actualmente. Cuando se encuentran regiones desiertas en que otras naciones han levantado de paso algún monumento para manifestar que tomaban posesión de ellas, no se hace más caso de esta vana ceremonia, que de la bula en que el papa Alejandro VI otorgó a los Reyes Católicos el dominio del Nuevo Mundo recientemente descubierto352.

  —155→  

Se pregunta si una nación puede ocupar legítimamente alguna parte de un vasto espacio de tierra, en que sólo se encuentran tribus errantes, que por su escaso número no bastan a poblarlo. La vaga habitación de estas tribus no puede pasar por una verdadera y legítima posesión, ni por un uso justo y razonable, que los demás hombres estén obligados a respetar. Las naciones de Europa, cuyo suelo rebosaba de habitantes, encontraron extendidas regiones, de que los indígenas no tenían necesidad, ni hacían uso alguno sino de tarde en tarde.

Érales, pues, lícito ocuparlas y fundar colonias, dejando a ellos   —156→   lo necesario para su cómoda subsistencia. Si cada nación hubiese querido atribuirse desde su principio un territorio inmenso para vivir de la caza, la pesca y frutas silvestres, nuestro globo no hubiera sido capaz de alimentar la centésima parte de los habitantes que hoy lo pueblan.

Las tribus pastorales que viven errantes dentro de ciertos límites sin haberse repartido la tierra entre sí, llevando de un paraje a otro sus movibles aduares, según sus necesidades y las de sus ganados, la poseen verdaderamente, y no pueden ser despojadas de ella sin injusticia353. Pero hay alguna afinidad entre este caso y el precedente, y sería difícil fijar los caracteres precisos que distinguen la posesión verdadera de la que no lo es, y el uso racional y justo del que tiene un carácter diverso354.

6. Prescripción. - Pasemos a la prescripción355. Los escritores de Derecho de gentes distinguen dos especies, la usucapión y la prescripción propiamente dicha. La primera es la adquisición de dominio fundada en una larga posesión, no interrumpida ni disputada, o según Wolfio, la adquisición de dominio fundada en un abandono presunto. Diferénciase de la del Derecho romano en que ésta exige una posesión de cierto número de años, prefijado por las leyes, mientras que en la del Derecho de gentes el tiempo es indeterminado.

La prescripción propiamente dicha es la exclusión de un derecho fundada en el largo intervalo de tiempo durante el cual ha dejado de usarse, o según la definición de Wolfio, la pérdida de un derecho en virtud de un consentimiento presunto.

La usucapión es relativa a la persona que adquiere; la cual, mediante ella, se convierte en dueña legítima de lo que ha poseído largo tiempo; la prescripción propiamente dicha es   —157→   relativa a un derecho que, por no haberse ejercido largo tiempo, se extingue. Usucapimos el dominio: los derechos y acciones prescriben.

Como la palabra usucapión es de uso raro en las lenguas modernas, sino es en el estilo del foro, se acostumbra emplear el término prescripción todas las veces que no hay necesidad de señalar particularmente la primera especie.

La prescripción es aún más importante y necesaria entre las naciones que entre los individuos, como que las desavenencias de aquéllas tienen resultados harto más graves, acarreando muchas veces la guerra. Exigen la paz y la dicha del género humano, aun más imperiosamente que en el caso de los particulares, que no se turbe la posesión de los soberanos sino con los más calificados motivos, y que después de cierto número de años se mire como justa y sagrada. Si fuese permitido rastrear siempre el origen de la posesión, pocos derechos habría que pudiesen disputarse. Se engañan, pues, los que creen que la prescripción no tiene fundamento alguno en la justicia natural; ellos confunden el Derecho, que incontestablemente emana de la razón como necesario para la seguridad en el goce de los bienes, con las formas y requisitos a que las leyes civiles han determinado sujetarlo.

La prescripción puede ser más o menos larga, que se llama ordinaria, y puede ser también inmemorial. Aquélla requiere tres cosas: la duración no interrumpida de cierto número de años; la buena fe del poseedor; y que el propietario se haya descuidado realmente en hacer valer su derecho.

Por lo que toca al número de años, una vez que el Derecho convencional lo ha dejado por determinar, las circunstancias que prestan motivo para presumir en el supuesto propietario de un antiguo derecho, un verdadero abandono, aunque no positivamente expresado, harán tal vez más fuerza que el mero transcurso del tiempo. Los ejemplares ocurridos podrán también servir de norma; y sobre todo, a nadie debe de ser permitido recusar la regla que él mismo haya adoptado en sus controversias con otros.

Si el poseedor llega a descubrir que el verdadero propietario no es él sino otro, está obligado en conciencia a la restitución de todo aquello en que la posesión le haya hecho más rico. Pero no puede oponerse la excepción de mala fe, aun contra la prescripción ordinaria, sino es en los casos de evidencia palpable; en los otros se supone siempre que la nación ha poseído de buena fe.

En orden al descuido del propietario son necesarias tres condiciones: 1ª que no haya habido ignorancia invencible de su parte, o de parte de aquellos de quienes se deriva su derecho; 2ª que haya guardado silencio; y 3ª que no pueda justificar   —158→   este silencio con razones plausibles, como la opresión o el fundado temor de un mal grave.

La prescripción inmemorial da al poseedor un título incontrovertible356.

7. Restos de la comunión primitiva. - Pero357 los derechos de propiedad de que están revestidos tanto la nación en cuerpo como los individuos que la componen, no han extinguido de todo punto en los demás individuos y pueblos la facultad de servirse de los objetos apropiados. Esta facultad, resto de la comunión primitiva, subsiste o revive en dos casos: en el uno es el derecho de necesidad y en el otro el derecho de uso inocente.

El primero es aquel que la necesidad sola nos da para ciertos actos que de otro modo serían ilícitos, y sin los cuales no podemos cumplir una obligación indispensable, como la de conservarnos. Es preciso, pues, para que este derecho tenga cabida, que se verifiquen dos condiciones: es a saber, que la obligación sea verdaderamente indispensable, y que sólo por el acto de que se trata nos sea posible cumplirla. Si, por ejemplo, una nación carece absolutamente de víveres, puede obligar a sus vecinos, que los tienen sobrantes, a que le cedan una parte de los suyos por su justo precio, y aun arrebatárselos   —159→   por fuerza, si rehúsan vendérselos. Y no sólo reside este derecho en el cuerpo de la nación o en el soberano, sino en los particulares. Los marineros arrojados por una tempestad a una playa extranjera, lo tendrían para obtener a viva fuerza los medios indispensables de subsistencia, si se los rehusasen los habitantes.

Una necesidad igual de parte de la nación a quien se demanda el socorro, invalida el derecho del demandante.

El demandante queda obligado a satisfacer, cuando le sea posible, el justo precio del socorro obtenido de grado o por fuerza.

Utilidad o uso inocente es el que no produce perjuicio ni incomodidad a los demás hombres y particularmente al dueño de la cosa útil. Derecho de utilidad inocente es el que tenemos para que se nos conceda este uso.

Este derecho no es perfecto, como lo es el de necesidad, pues al dueño de la cosa es a quien toca decidir si el uso que se pretende hacer de ella le ha de perjudicar o no. Si otro que él se arrogase la facultad de juzgar en esta materia y de obrar en consecuencia, el dueño de la cosa dejaría de serlo. Sin embargo, cuando la inocencia del uso es absolutamente indubitable, la repulsa es una injuria, que autoriza a la nación ofendida para hacerse justicia apelando a las armas.

Si por las leyes y la costumbre de un Estado se permiten generalmente ciertos actos a los extranjeros, como por ejemplo, transitar libremente por el país, comprar o vender ciertas mercaderías, cazar o pescar, no se puede excluir de este permiso a un pueblo particular sin hacerle injuria, porque eso sería negarle, lo que por el hecho de concederse indiferentemente a todos, es aun en nuestro propio juicio una utilidad inocente. Para que una exclusión particular de esta especie no se mirase como una injuria, sería necesario que se apoyase en algún motivo plausible, como el de una justa retorsión o el de la seguridad del Estado.



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ArribaAbajoCapítulo III

Del territorio


Sumario: 1. Partes del territorio. - 2. Límites y accesiones territoriales. - 3. Inviolabilidad del territorio. - 4. Servidumbres. - 5. Tránsito por aguas ajenas.

1. Partes del territorio. - El territorio de una nación es toda aquella parte de la superficie del globo, de que ella es dueña, y a que se extiende su soberanía.

El territorio comprende, en primer lugar, el suelo que la nación habita, y de que dispone a su arbitrio para el uso de sus individuos y del Estado.

En segundo lugar, comprende los ríos, lagos y mares interiores. Si un río atraviesa diferentes naciones, cada una es dueño de la parte que baña sus tierras. Las ensenadas y pequeños golfos de los ríos, lagos y mares que limitan su suelo, le pertenecen igualmente. Los estrechos de poca anchura, como el de los Dardanelos, y los grandes golfos que, como el Delaware de los Estados Unidos de América358, comunican con el resto del mar por un canal angosto, pertenecen asimismo a la nación que posee las tierras contiguas.

El territorio comprende, en tercer lugar, los ríos, lagos y mares contiguos hasta cierta distancia. Para la determinación de esta distancia, por lo que toca a los ríos, he aquí las reglas que deben tenerse presentes:

1ª El pueblo que primero se ha establecido a la orilla de un río de pequeña o mediana anchura, se entiende haber ocupado toda aquella parte del río, que limita su suelo, y su dominio alcanza hasta la orilla opuesta; porque siendo tal el río, que su uso no hubiera podido servir cómodamente a más de un pueblo, su posesión es demasiado importante, para que no se presuma que la nación ha querido reservársela.

2ª Esta presunción tiene doble fuerza, si la nación ha hecho uso del río, como para la navegación o la pesca.

3ª Si este río separa dos naciones, y ninguna de las dos   —161→   puede probar prioridad de establecimiento, la dominación de una y otra se extiende hasta el medio del río.

4ª Si el río es caudaloso, cada una de las naciones contiguas tiene el dominio de la mitad del ancho del río sobre toda la ribera que ocupa.

5ª Ninguna de estas reglas debe prevalecer, ni contra los pactos expresos, ni contra la larga y pacífica posesión que un Estado tenga, de ejercer exclusivamente actos de soberanía sobre toda la anchura del río que le sirve de límite359.

Esto mismo se aplica a los lagos. Así, de la prioridad de establecimiento a la orilla de un lago pequeño o mediocre, se presume ocupación y dominio, mayormente si se ha hecho uso de sus aguas para la navegación o la pesca; y si no puede probarse prioridad de establecimiento, o si el lago es de una grande extensión, lo más natural es considerar a cada pueblo como señor de una parte proporcionada a la longitud de la orilla que ocupa; subordinándose en todo caso estas reglas a la antigua y tranquila posesión y a los pactos.

En cuanto al mar, he aquí una regla que está generalmente admitida: cada nación tiene derecho para considerar como perteneciente a su territorio y sujeto a su jurisdicción el mar que baña sus costas, hasta cierta distancia, que se estima por el alcance del tiro de cañón, o una legua marina360.

Además de las bahías, golfos, estrechos, comprendidos entre costas y promontorios que pertenecen al Estado, varias naciones se han atribuido jurisdicción y dominio sobre ciertas   —162→   porciones del mar, a título de posesión inmemorial. Tal era la soberanía de la República de Venecia sobre el Adriático. La supremacía que ha reclamado Gran Bretaña sobre los estrechos contiguos (the narrow seas) se ha reducido a exigir que se hagan en ellos ciertos honores al pabellón, los cuales se le han concedido o rehusado según las circunstancias, y nunca han sido reconocidos por una aquiescencia general.

Mientras las costas del Euxino fueron poseídas exclusivamente por Turquía, se pudo mirar aquel mar como cerrado (mare clausum), y la Puerta Otomana tuvo derecho para prohibir su navegación y la de los estrechos por donde comunica con el Mediterráneo; pero después de las adquisiciones de Rusia en aquellas costas, el imperio ruso y las demás potencias marítimas navegan libremente el Mar Negro, y sus naves mercantes pasan sin estorbo los Dardanelos y el Bósforo; derecho que les fue expresamente reconocido en el tratado de Adrianópoli, celebrado en 1829 entre Rusia y la Puerta.

Los publicistas daneses alegan posesión inmemorial a favor de la supremacía de Dinamarca sobre la Sonda y los canales entre el Báltico y el Océano. En virtud de esta posesión, reconocida por varios tratados, cobra Dinamarca un impuesto a las naves que transitan por aquellas aguas. Hay naciones privilegiadas que sólo pagan los derechos que se fijaron en el tratado de 1645 entre Dinamarca y Holanda; las no privilegiadas se sujetan a una tarifa más antigua sobre las mercaderías especificadas en ella, y pagan uno y un cuarto por ciento sobre todos los otros artículos.

El Báltico se ha considerado por las potencias marítimas de sus costas como un mar cerrado para otras naciones relativamente al derecho de la guerra, de manera que, mientras están en paz las potencias del Báltico, no es lícito, según ellas, a ningún beligerante cometer hostilidades en sus aguas. Inglaterra ha declarado que no reconoce semejante principio.

Alejandro, emperador de Rusia, por el úkase de 4 (16, nuevo estilo) de noviembre de 1821, se atribuyó el dominio exclusivo de toda la costa noroeste de América, desde el estrecho de Behring hasta el grado 51 de latitud norte, de las islas Aleutias sobre la costa oriental de Siberia, y de las islas Kuriles desde el mismo estrecho hasta el cabo del sur, en la isla de Ooroop, a los 45 grados y 31 minutos de latitud norte; vedando a todas las demás naciones la navegación y pesca en las islas, golfos y puertos dentro de estos límites, y prohibiendo que las naves extranjeras se acercasen a los establecimientos rusos allí situados, a menor distancia que la de 100 millas italianas, so pena de confiscación de la carga. Alegaba Rusia tres títulos: el de descubrimiento, el de ocupación primitiva y el de pacífica y no disputada posesión por más de medio siglo; añadiendo   —163→   que estas aguas formaban un verdadero mar cerrado, y que, sin embargo, se limitaba a prohibir por aquella disposición el contrabando. Varias potencias reclamaron; y por una convención del 5 (17) de abril con los Estados Unidos, se estipuló que serían libres la navegación y pesca en todos los puntos no ocupados; que los Estados Unidos no formarían establecimientos sobre las costas e islas adyacentes al norte de los 54 grados 40 minutos de latitud, ni Rusia al sur del mismo paralelo; y que no se haría comercio con los naturales, en licores, armas y municiones de guerra361.

A la verdad, puede suceder que ciertas porciones del mar sean de propiedad peculiar de ciertos Estados; mas para desvanecer la presunción general a favor del uso común, sería menester que el que se atribuye este dominio exclusivo, estableciese sus títulos de un modo claro y satisfactorio, probando el reconocimiento expreso o la aquiescencia de otras naciones, v. g. por pesquerías de que éstas hayan sido excluidas; por el cobro de impuestos a que hayan estado sujetas; por el largo ejercicio de una jurisdicción no disputada; por presidios o fortalezas que atestigüen haberse proclamado y sostenido el derecho362.

En cuarto lugar, el territorio de una nación incluye las islas circundadas por sus aguas. Si una o más islas se hallan en medio de un río o lago que dos Estados posean por mitad, la línea divisoria de las aguas deslindará las islas o partes de ellas que pertenezcan a cada Estado, a menos que haya pactos o una larga posesión en contrario.

Con respecto a las islas adyacentes a la costa, no es tan estricta la regla. Aun las que se hallan situadas a la distancia de 10 o 20 leguas, deben reputarse dependencias naturales del territorio de la nación que posee las costas, a quien importa infinitamente más que a otra alguna el dominio de estas islas para su seguridad terrestre y marítima.

En quinto lugar, se consideran como partes del territorio los buques nacionales, no sólo mientras flotan sobre las aguas de la nación, sino en alta mar; y los bajeles de guerra pertenecientes al Estado, aun cuando navegan o están surtos en las aguas de una potencia extranjera.

Últimamente, se reputan partes del territorio de un Estado las casas de habitación de sus agentes diplomáticos, residentes en país extranjero363.

  —164→  

2. Límites y accesiones territoriales. - Nada importa más a las naciones para precaver disputas y guerras, que fijar con la mayor exactitud los linderos o términos de sus territorios respectivos. Estos linderos pueden ser naturales o demarcados. Los linderos naturales son los mares, ríos, lagos y cordilleras. Los demarcados son líneas rectas imaginarias, que se determinan de cualquier modo; lo más común es señalar sus intersecciones pot medio de columnas, padrones, u otros objetos naturales o artificiales.

Llámanse territorios arcifinios los que tienen límites naturales. Se presume que es arcifinio el territorio situado a las orillas de un río o lago, o a las faldas de una cordillera; la parte litoral necesariamente lo es.

Cuando el territorio es limitado por aguas, la línea divisoria que lo separa de los Estados vecinos o de la alta mar, se   —165→   determina por las reglas expuestas en el artículo precedente. Si el límite es una cordillera, la línea divisoria corre por sobre los puntos más encumbrados de ella, pasando por entre los manantiales de las vertientes que descienden a un lado y al otro.

Es propia de los territorios arcifinios limitados por ríos o lagos, la accesión aluvial. En virtud de este derecho les acrecen las tierras que con el trascurso del tiempo deja a veces descubiertas el lento retiro de las aguas.

Cuando un río o lago deslinda dos territorios, sea que pertenezca en común a los dos Estados ribereños fronteros, o que éstos lo posean por mitad, o que uno de ellos lo haya ocupado enteramente, los derechos que tienen ambos sobre este lago o río, no sufren mudanza alguna por aluvión; las tierras insensiblemente invadidas por las aguas, se pierden para el uno de los ribereños y las que el agua abandona en la ribera opuesta, acrecen al dominio del otro. Pero si por algún accidente natural el agua que separaba dos Estados se entrase repentinamente en las tierras de uno de ellos, pertenecería desde entonces al Estado cuyo suelo ocupase, y el lecho o cauce abandonado no variaría de dueño364.

3. Inviolabilidad del territorio. - El territorio es la más inviolable de las propiedades nacionales, como que sin esta inviolabilidad las personas y los bienes de los particulares correrían peligro a cada paso.

De dos modos puede violarse el territorio ajeno: ocupándolo con ánimo de retenerlo y señorearlo, o usando de él contra la voluntad de su dueño y contra las reglas del Derecho de gentes.

Los Estados ambiciosos suelen valerse de diferentes pretextos para apoderarse del territorio ajeno; el más ordinario y especioso es el de la seguridad propia, que peligra, según ellos dicen, si no toman éstos o aquéllos límites naturales, que los protejan contra una invasión extranjera. Pero conceder a los pueblos un derecho tan indefinido, sería lo mismo que autorizarlos para despojarse arbitrariamente unos a otros, y en vez de cimentar la paz, ninguna regla sería más fecunda de discordias y guerras.

Debemos, además, abstenernos de todo uso ilegítimo del territorio ajeno. Por consiguiente no se puede sin hacer injuria al soberano, entrar a mano armada en sus tierras, aunque sea para perseguir a un enemigo, o para prender a un delincuente.

Toda nación que no quisiese dejarse hollar, miraría semejante conducta como un grave insulto, y no haría más que defender los derechos de todos los pueblos, si apelase a las armas   —166→   para rechazarlo y vengarlo. No nos es lícito, sin el consentimiento de una nación que no nos ha hecho injuria, ocupar, ni aun momentáneamente, su territorio, sino cuando éste es el único medio de defender el nuestro, amenazado de una invasión inevitable y próxima; y aun entonces, pasado el peligro, estaríamos obligados a la restitución365.

4. Servidumbres. - El territorio del Estado, como las heredades particulares, suele hallarse gravado con servidumbres diferentes. Las unas pertenecen al Derecho natural; las otras al convencional o consuetudinario.

Las primeras no son quizá otra cosa que modificaciones del derecho de utilidad inocente.

Podemos sentar como un principio incontestable y de frecuente aplicación a las cuestiones relativas al uso del territorio ajeno, que un inconveniente o perjuicio de poca monta no nos autoriza para rehusar un servicio de que resulta una grande y esencial utilidad a otro pueblo, y que allanándose éste a compensarnos completamente aquel perjuicio, el caso se reduciría a los de un uso de evidente inocencia, cuya denegación sería justa causa de guerra.

Pasemos a los derechos que una nación tiene por pacto o costumbre sobre las posesiones territoriales de otra, como el de cortar madera en sus bosques, navegar o pescar en sus aguas. En casos de esta especie puede suceder que se hallen en contradicción dos derechos diferentes sobre una misma cosa, y que se dude cuál de los dos deba prevalecer. Atenderemos entonces a la naturaleza de los derechos y a su origen.

En cuanto a su naturaleza, el derecho de que resulta mayor suma de bien y utilidad debe prevalecer sobre el otro.

Por ejemplo: si la nación A tiene derecho de cortar madera en los bosques de la nación B, esto no quita a B la facultad de destruirlos para fundar colonias y labrar la tierra, porque si le fuese necesario conservarlos por consideración al uso de A, no sólo sería la propiedad del Estado B ilusoria, sino que se sacrificaría la mayor utilidad a la menor. De la misma suerte, el uso de la pesca que tiene M en las aguas de N, no embaraza al segundo la facultad de navegar en ellas, aunque esta navegación haga menos fructuosa su pesca, porque este perjuicio es de menos entidad que el otro. Pero si P tuviese el derecho de navegar en las aguas de Q, no sería lícito a Q echar sobre ellas un puente o calzada que obstruyese la navegación, pues no podría ponerse en balanza la conveniencia que le resultaría de aquella obra, con la disminución de bienestar y de   —167→   felicidad que probablemente ocasionaría con ella a P, embarazando su navegación y comercio.

Por lo que toca al origen y constitución de los derechos, que es el punto de mayor importancia, he aquí las reglas que parecen más conformes a la equidad: 1ª. El derecho más antiguo es por su naturaleza absoluto, y se ejerce en toda su extensión; el otro es condicional, es decir, sólo tiene cabida en cuanto no perjudica al primero, pues no ha podido establecerse sino sobre ese pie, a menos que el poseedor del primer derecho haya consentido en limitarlo. 2ª. Los derechos cedidos por el propietario se presumen cedidos sin detrimento de los demás que le competan, y en cuanto sean conciliables con éstos, si no es que de la declaración del propietario, de los motivos que éste ha tenido para la cesión, o de la naturaleza misma de los derechos, resulte manifiestamente lo contrario366.

5. Tránsito por aguas ajenas. - El tránsito de las naves extranjeras por los mares territoriales, se mira en general como un uso inocente, y las naciones lo conceden sin dificultad unas a otras367.

Lo mismo es naturalmente aplicable a los ríos y lagos. La diferencia de circunstancias, sin embargo, produce algunas modificaciones importantes con respecto a los ríos, en los cuales el tránsito por aguas ajenas suele ser absolutamente indispensable para el comercio de los Estados ribereños. Una nación, que es dueña de la parte superior de un río navegable, tiene derecho a que la nación que posee la parte inferior, no le impida su navegación al mar, ni la moleste con reglamentos y gravámenes que no sean necesarios para su propia seguridad, o para compensarle la incomodidad que esta navegación le ocasione. En el año 1792, cuando España poseía la boca y ambas orillas del Misisipí inferior, y los Estados Unidos de América la orilla izquierda de la parte superior del mismo río, se sostuvo fuertemente por parte de los Estados Unidos, que la ley de la naturaleza y de las naciones les daba derecho a la navegación de aquel río hasta el mar, sujeta sólo a las reglas que España razonablemente creyese necesarias a su seguridad y a la protección de sus ordenanzas fiscales. Sostuvieron, además, los Estados Unidos, que como el derecho a un fin acarreaba el derecho a los medios indispensables para obtener este fin, la facultad de navegar el Misisipí llevaba consigo la de echar ancla o amarrar a la playa, y aun la de desembarcar en caso necesario368.

  —168→  

Como las dos riberas del Misisipí están ahora comprendidas en el territorio de la Federación Americana, la navegación de este río pertenece exclusivamente a los Estados Unidos369.

El mismo principio se ha seguido y aun ampliado en las convenciones de la Europa moderna. Las potencias que concurrieron al Congreso de Viena en 1815, sentaron por base para el reglamento de navegación del Rhin, el Neckar, el Mein, el Mosela, el Meusa y el Escalda, todos los cuales separan o atraviesan diferentes Estados, «que la navegación en todo el curso de estos ríos, desde el punto en que empieza cada uno de ellos a ser navegable hasta su embocadura, fuese enteramente libre, conformándose los navegantes a las ordenanzas que se promulgasen para su policía, las cuales serían tan uniformes entre sí, y tan favorables al comercio de todas las naciones, como fuese posible»370.

Adoptose igual regla para la libre navegación del Elba, entre las potencias interesadas en ella, por un acta firmada en Dresde el 12 de diciembre de 1821. Los tratados de 3 de mayo de 1815 entre Austria, Rusia y Prusia, confirmados en el Congreso de Viena, establecieron la misma franqueza para la navegación del Vístula y de los otros grandes ríos de la antigua Polonia. Principios semejantes se extendieron al Po371.

Las discusiones entre Gran Bretaña y Estados Unidos acerca de la navegación del río San Lorenzo, presentan la cuestión de la libre navegación de los ríos bajo todos los puntos de vista. Estados Unidos posee las riberas meridionales de los lagos y del San Lorenzo hasta el punto en que su frontera septentrional toca al río, mientras que Gran Bretaña posee no sólo esta ribera desde dicho punto hasta el mar, sino todas las riberas septentrionales del río y de los lagos. Estados Unidos alegaba a favor de la franquicia el juicio de la Europa civilizada, expresado en los pactos de que se acaba de hacer mención. Agregábase que la navegación de aquel río habla sido, antes de la independencia americana, propiedad común de todos los súbditos británicos que habitaban el continente. Pero por parte de Gran Bretaña se sostenía que los publicistas más eminentes miraban este derecho de tránsito como una limitada y accidental excepción del derecho superior de propiedad, sin distinguir el uso   —169→   de un río que corre por entre los dominios de una sola nación, del de cualquiera otra vía de comunicación, terrestre o acuática, natural o artificial, y sin distinguir tampoco el uso mercantil y pacífico del que podía tener cabida para objetos de guerra, ni el uso de las naciones ribereñas del de otras naciones cualesquiera. Pidiendo, pues, aquella franquicia los americanos, debían estar dispuestos a concederla por reciprocidad en las aguas del Misisipí y del Hudson, accesibles a los habitantes del Canadá por medio de unas pocas millas de acarreo terrestre, o de las comunicaciones artificiales creadas por los canales de Nueva York y de Ohio. De aquí la necesidad de limitar un principio tan extenso y de tan peligrosa trascendencia, restringiéndolos a objetos de utilidad inocente, calificada de tal por el respectivo soberano; de reducirlo, en una palabra, a la categoría de derecho imperfecto. Ni en la doctrina de los publicistas, ni en las estipulaciones de Viena, fundadas en el común interés de los contratantes, había nada que obligase a considerarlo como un derecho natural absoluto. Del mismo modo se interpretaban las convenciones relativas al Misisipí. Y en cuanto al goce común de las aguas del San Lorenzo antes de la independencia, el tratado de 1783, que la reconocía, estableció un nuevo orden de cosas dividiendo los dominios británicos de Norteamérica entre Gran Bretaña y los Estados Unidos.

Insistían éstos diciendo que el San Lorenzo era como un estrecho entre dos mares, y que la navegación de los estrechos era accesoria a la de los mares que se comunicaban por ellos. Inglaterra y Estados Unidos poseían exclusivamente la navegación de los lagos, y el San Lorenzo media entre éstos y el mar. ¿Era, pues, razonable que uno de los copropietarios de los lagos, privase al otro de esta vía necesaria de comunicación, formada por la naturaleza? Ni era lo mismo el derecho de tránsito por agua que por tierra; este segundo ocasionaba incomodidades y detrimentos a que no estaba expuesto el primero. En cuanto a la regla de reciprocidad, Estados Unidos la aceptaban, pero en circunstancias análogas. Si se descubriese entre el Misisipí y el alto Canadá una conexión como la que existe entre Estados Unidos y el San Lorenzo, no vacilaría la Unión en aplicar iguales principios a ambos ríos; pero no debe confundirse el uso de un río que nace y muere en los dominios de una sola potencia, con el de aquellos que corren por las tierras de una nación y desembocan al mar dentro de los límites de otra. En el primer caso el abrir o no aquellas aguas a las naciones extranjeras, era una cuestión de puro comercio exterior, y el soberano podía reglarla como mejor le pareciese. Mas en el segundo la navegación de todo el río era un derecho natural de las potencias ribereñas superiores, del que no podían ser privadas por el capricho del Estado que poseía la   —170→   embocadura. En fin, los tratados de Viena no probaban que este derecho naciese sólo de consideraciones especiales y de convenciones, porque las leyes de la naturaleza, aunque suficientemente obvias e inteligibles en sus objetos generales, dejan en duda muchos puntos particulares, que resultan de las varias y complicadas necesidades de la navegación y el comercio modernos. Los pactos de Viena y las otras estipulaciones análogas (decían los ministros de la Federación) habían sido un homenaje espontáneo al Supremo Legislador del Universo, rompiendo las cadenas artificiales y las trabas interesadas con que pertenecen colectiva o distributivamente a la nación; al goce de sus grandes dádivas372.




ArribaAbajoCapítulo IV

Del dominio, el imperio y la jurisdicción


Sumario: 1. Dominio. - 2. Enajenaciones del dominio. - 3. Imperio sobre los habitantes, incluso los extranjeros. - 4. Potestad legislativa, reguladora de los derechos de propiedad. - 5. Imperio sobre los ciudadanos en país extranjero. - 6. Efectos extraterritoriales de las leyes. - 7. Jurisdicción. - 8. Materia de la jurisdicción. - 9. Valor extraterritorial de los actos jurisdiccionales.

1. Dominio. - La utilidad pública exige que el soberano tenga la facultad de disponer de todas las especies de bienes que pertenecen colectiva o distributivamente a la nación; al establecerse la cual, se presume que no concedió la propiedad de ciertas cosas sino con esta reserva. La facultad de disponer, en caso necesario, de cualquier cosa contenida en el Estado, se llama dominio eminente, o simplemente dominio373.

Hay, pues, dos especies de dominio inherente a la soberanía: el uno semejante al de los particulares, que es el que se ejerce sobre los bienes públicos, y el otro superior a éste, en virtud del cual puede el soberano disponer no sólo de los bienes públicos, sino también de las propiedades de los particulares, si la salud o la conveniencia del Estado lo requieren.

  —171→  

Emana de este dominio la facultad de establecer impuestos, y el derecho de expropiación, por el cual se dispone de una propiedad particular para algún objeto de utilidad pública, indemnizando al propietario.

Cuando se dice que tal o cual extensión de país está sujeta al dominio de un soberano, se entiende al dominio eminente, y los territorios sobre los cuales este ejerce, se llaman también dominios.

Un Estado puede tener propiedades en el territorio de una potencia extranjera, pero no podrá entonces ejercer sobre ellas más que el dominio ordinario, semejante al de los particulares, porque el dominio eminente pertenece al soberano del territorio.

Los efectos del dominio consisten en dar a la nación el derecho exclusivo de disfrutar sus bosques, minas, pesquerías, y en general el de hacer suyos todos los productos de sus tierras y aguas, ya sean ordinarios, ya extraordinarios o accidentales; el de prohibir que se transite o navegue por ellas, o permitirlo bajo determinadas condiciones, quedando a salvo los derechos de necesidad y de uso inocente y los establecidos por tratado o costumbre; el de imponer a los transeúntes y navegantes contribuciones por el uso de los caminos, puentes, calzadas, canales, puertos, muelles, etcétera; el de ejercer jurisdicción sobre toda clase de personas dentro del territorio; y el de exigir que las naves extranjeras que entran o pasan, hagan en reconocimiento de soberanía los honores acostumbrados374.

2. Enajenaciones del dominio. - Como el derecho de enajenar los bienes públicos375 no es necesario para las funciones ordinarias de la administración, no se presume en el príncipe que no está investido de una soberanía plena, a menos que la nación se lo haya conferido expresamente; pero se presume en la autoridad legislativa, si por las leyes fundamentales la nación no se lo ha reservado a sí misma; y en este último caso no es válida la enajenación de territorio ni de los demás bienes públicos, si no la autoriza directamente la nación o una   —172→   necesidad imperiosa, que da al soberano todas las facultades indispensables para la salud del Estado.

Los diferentes miembros de la asociación política se hallan reunidos para trabajar de concierto en la felicidad común, y por consiguiente ni el depositario de la soberanía, ni la nación misma tiene la facultad de traficar en ellos, enajenándolos, cualesquiera que sean las ventajas que se prometa de semejante tráfico. La nación no está facultada para la desmembración de sus provincias sino con el consentimiento de ellas o cuando una necesidad extrema lo requiere para salvar el Estado.

Así como el dominio eminente no comprende por lo común la facultad de desmembrar el Estado, tampoco es lícito a una provincia separarse de la asociación de que es miembro, aunque sea por sustraerse a un peligro, y aunque el Estado no se halle en situación de darle un socorro eficaz e inmediato. Pero esta regla tiene sus excepciones: 1ª. Si una provincia se halla en el caso de rendirse a un enemigo o perecer, la irresistible ley de la necesidad cancelará sus primeras obligaciones, jurando fidelidad al vencedor, no hará injuria a su soberano natural; 2ª. Si se alteran las leyes fundamentales del Estado, los miembros de la asociación política a quienes no agrade el nuevo orden de cosas, pueden erigirse en Estados independientes o agregarse a otras naciones; 3ª. Si el Estado se descuida en socorrer a un pueblo que hace parte suya, si una provincia sufre una opresión cruel, o ve que se sacrifican constantemente sus intereses a los de otros miembros favorecidos, este pueblo abandonado o maltratado tiene derecho para proveer a su seguridad y bienestar, separándose de aquellos que han quebrantado primero las obligaciones recíprocas.

3. Imperio sobre los habitantes, incluso los extranjeros. -La soberanía, que, en cuanto dispone de las cosas se llama dominio, en cuanto da leyes y órdenes a las personas se llama propiamente imperio. Las funciones del uno y del otro se mezclan a menudo, y un mismo acto puede pertenecer ya al dominio, ya al imperio, según se considera con relación a las personas o a las cosas.

El imperio recae ya sobre los ciudadanos, ya sobre los extranjeros.

El imperio sobre los extranjeros tiene los mismos límites que el territorio; el Estado no puede dar leyes ni órdenes a los individuos que no son miembros de la asociación civil, sino mientras que se hallan en sus tierras o sus aguas.

Sin embargo, hay objeto de administración doméstica en que se tolera el ejercicio del imperio y por consiguiente de la jurisdicción, fuera de los límites del territorio. Por un estatuto   —173→   británico de Jorge II, estaba prohibido el trasbordo de mercaderías extranjeras a la distancia de menos de cuatro leguas de la costa, sin pagar derechos; y una acta del Congreso americano, de 2 de marzo de 1799, contiene igual prohibición376. Sir William Scott declaró en el caso del Louis, que los Estados marítimos se han atribuido el derecho de visita y registro, en tiempo de paz, dentro de ciertas porciones de mar adyacente, que por la cortesía de las naciones han sido considerados como partes de los dominios de aquéllos para varios objetos domésticos, y sobre todo para los reglamentos fiscales y defensivos, más inmediatamente dirigidos a su salud y bienestar; tales son, dijo, nuestras leyes de resguardo marítimo, que sujetan las naves extranjeras a este examen, a moderadas distancias de la costa377. En Francia la aduana, por medio de sus embarcaciones, ejerce la policía hasta la distancia de cuatro leguas de la costa378. La Corte Suprema de los Estados Unidos, guardando consonancia con esta costumbre, ha reconocido que el ejercicio de jurisdicción sobre todo ese espacio de mar adyacente, con la mira de proteger la observancia de los reglamentos de navegación y comercio, era conforme a las leyes y usos de las naciones379.

La misma Suprema Corte ha declarado repetidas veces que las embarcaciones extranjeras, a consecuencia de una ofensa contra las leyes del Estado, cometida en el territorio, podían ser perseguidas y apresadas en alta mar, y llevadas a los puertos americanos para el competente juzgamiento380. Esto, sin embargo, no se extiende al derecho de vista y registro. El que aprehende la nave lo hace bajo su responsabilidad: si prueba delito que merezca confiscación, queda justificado; si no lo prueba, debe compensar plenamente los perjuicios381. En un estatuto británico de Jorge IV se previene que todo buque nacional o extranjero, que se descubriese haber estado a distancia de menos de una legua de las islas de Guernsey, Jersey, Alderney, Sark o Man, o dentro de cualquiera bahía, ensenada o río de alguna de dichas islas, teniendo a bordo efectos de ilícito comercio, sea confiscado con ellos382.

Otra decisión de aquella Corte, pronunciada en 1824, establece que el derecho de visitar y registrar los buques nacionales, y los extranjeros destinados a puertos americanos, con   —174→   la mira de proteger la observancia de las leyes relativas al comercio y a la hacienda pública, podía verificarse legítimamente en alta mar, pero no en el territorio particular de otra nación383. Pero la Alta Corte del almirantazgo británico, en el caso del Louis arriba citado, expresó muy diversa opinión. «El derecho, dijo Sir W. Scott, que recientemente se ha atribuido la Suecia de registrar en alta mar los buques extranjeros destinados a puertos suecos, fué resistido por nuestro gobierno como ilegal, y Suecia dejó por fin de insistir en él»384.

4. Potestad legislativa, reguladora de los derechos de propiedad. - Del dominio y del imperio emana la potestad de dar leyes sobre la adquisición, goce, enajenación y trasmisión de las propiedades existentes en el territorio del Estado.

La ley del Estado en que se hallan los bienes. raíces, es la que determina lo concerniente a ellos, aun cuando sean poseídos por extranjeros o por personas domiciliadas en país extraño; de donde se infiere, según la doctrina común, que si un extranjero posee bienes raíces en nuestro suelo, no puede disponer de ellos a título gratuito en perjuicio de sus descendientes o ascendientes, sino hasta concurrencia de lo que permita a los ciudadanos las leyes locales; que no puede hipotecarlos, sino por los medios y con las formalidades prescritas por las mismas leyes; y que en las sucesiones ab intestato los bienes raíces son regidos, no por las leyes del país a que perteneció el difunto, sino por las del territorio en que están situados los bienes385.

  —175→  

Con respecto a los muebles, la regla que se sigue es la misma que para los bienes raíces. Pero en los muebles se reconoce generalmente que la ley del domicilio del difunto regla la trasmisión hereditaria y ab intestato386.

La ley del domicilio del que otorga un acto regla las formalidades a que debe sujetarse el acto, donde quiera que estén situados los bienes muebles de que en él se dispone387, sin perjuicio de las solemnidades externas necesarias para que conste la autenticidad del acto en el país donde debe producir sus efectos.

Finalmente, cualquiera influencia que se conceda a las leyes de un Estado sobre los bienes situados en suelo extraño, debe siempre quedar salvo el derecho del fisco de cada nación para   —176→   suceder en los bienes que existen en ella, a la falta de todo otro heredero. El fisco en este caso sucede menos como heredero que por su derecho a ocupar los bienes vacantes, derecho inherente a la soberanía territorial.

5. Imperio sobre los ciudadanos en país extranjero. - Con respecto a los ciudadanos, el imperio no está circunscrito al territorio. Así es que son responsables al Estado de su conducta por actos de infracción de las leyes patrias, aun cometidos en territorio extranjero.

Hay leyes meramente locales, que sólo obligan al ciudadano mientras se halla dentro de los límites del territorio. Hay otras de cuya observancia no podemos eximirnos donde quiera que estemos, como son aquellas que nos imponen obligaciones particulares para con el Estado o para con otros miembros de la asociación civil a que pertenecemos. Así todo acto de hostilidad de un ciudadano contra su patria es un crimen donde quiera que se cometa. Así el ciudadano que testa en país extranjero, debe dejar a sus hijos o a sus otros herederos forzosos, ciudadanos del mismo Estado que él, las legítimas que por las leyes patrias les pertenecen; y estos herederos, defraudados de sus legítimas, tendrían acción para que se les integrasen de los bienes del testador existente en el territorio patrio388.

En general las leyes relativas al estado civil y capacidad personal de los ciudadanos, ejercen su imperio sobre ellos donde quiera que residan. Tales son las que determinan la edad en que se puede contraer matrimonio, la necesidad del consentimiento de los padres para contraerlo, los impedimentos que lo hacen ilícito o nulo, y las obligaciones a que por la unión conyugal se sujetan ambos consortes. Lo mismo se aplica a las leyes que reglan la legitimidad de los hijos, los años de la pubertad y de la edad mayor, la capacidad o incapacidad de los menores para ciertas funciones, y los requisitos y formalidades de la emancipación. Todas estas leyes se pueden decir que viajan con los ciudadanos a donde quiera que se trasladan389. Su patria puede, por consiguiente, desconocer y castigar todos los actos ejecutados en contravención a ellas, cualquiera que fuese el valor que se diese a tales actos en país extranjero390.

  —177→  

La misma regla se aplica a la disolución del matrimonio. Manifiestos son los inconvenientes que se seguirían, si el que se ha casado bajo el imperio de leyes que lo hacen indisoluble pudiese disolverlo mudando de domicilio, o lo que sería peor, trasladándose momentáneamente a otro país donde las leyes autorizasen la disolución. El divorcio quoad vinculum pronunciado en estas circunstancias no tendría valor alguno ante las leyes bajo cuyo imperio se celebró el matrimonio391 . Con respecto al divorcio à mensa et toro es otra regla. Este divorcio tiene por objeto la tranquilidad de las familias y la seguridad personal y doméstica, que no pueden protegerse eficazmente sino por la autoridad local. Así vemos que en todas partes se concede con arreglo a las leyes locales392.

La excepción más frecuente al principio de la indelebilidad de las obligaciones emanadas de la ciudadanía nativa, es la que nace del derecho de los estados soberanos a naturalizar extranjeros, a domiciliarlos, y a conferirles los privilegios de su nueva naturaleza o domicilio. Esto, relativamente a los privilegios comerciales, está generalmente admitido, y así lo observa   —178→   Gran Bretaña, no obstante que sus leyes desconocen de todo punto el derecho de abdicar la ciudadanía nativa393.

6. Efectos extraterritoriales de las leyes. - Las leyes de un Estado no tienen más fuerza en otro que la que el segundo haya querido voluntariamente concederles; por consiguiente no producen por sí mismas obligación alguna en los súbditos de los otros Estados, que existen fuera del territorio del primero; y de aquí es, por ejemplo, que una garantía de neutralidad en una póliza de seguro no se falsifica por la sentencia de un tribunal extranjero, que haya condenado el buque neutral por contravención a cualquiera ordenanza o reglamento, que adicione o altere en alguna cosa el Derecho común de gentes, y que no tenga a su favor los pactos entre la nación que condena la presa y la nación a que pertenece el buque394.

Las leyes de un Estado se suponen ignoradas por los otros, los cuales, por consiguiente, si no intervienen tratados en contrario, no están obligados a prestar la fuerza de la autoridad pública para compeler a persona alguna a obedecerlas. Son palpables los inconvenientes que resultarían de un sistema contrario. Las naciones ejercerían una continua intervención en los negocios domésticos una de otra, de lo que resultarían choques y desavenencias. Ni sería conciliable semejante derecho con los de expatriación voluntaria y de asilo. Con respecto a los ciudadanos que no han abandonado su patria para siempre, ésta, en la mayor parte de los casos, tiene medios dentro de sí misma para hacer respetar sus leyes.

Las naciones modernas han llevado esta independencia recíproca más allá de los límites que la equidad natural parece prescribirles. Es una regla establecida en Inglaterra y en Estados Unidos de América, que una nación no está obligada a darse por entendida de los reglamentos comerciales o fiscales de otra; y por una consecuencia de esta regla, no se rehúsa la protección de las leyes a los contratos relativos al tráfico de los ciudadanos con los súbditos de las potencias extranjeras, aunque en los contratos mismos se eche de ver que se trata de una especie de tráfico que las leyes de estas potencias prohíben. En los tribunales de la primera se ha decidido que no era ilegal el seguro de un viaje en que se trataba de defraudar al fisco de una nación amiga con documentos ficticios. Mas, aunque está tolerada esta práctica, es difícil conciliarla con los principios universales de justicia. Para hacer el contrabando en país extranjero es necesario inducir a los súbditos a quebrantar las leyes que están obligados a obedecer, lo   —179→   cual es instigarlos al crimen. Agrégase a esto la obligación natural de observar las leyes del Estado que nos dispensa hospitalidad, y nos permite traficar con sus súbditos bajo la condición tácita de conformar a ellas nuestra conducta. Obrar de otro modo es proceder de mala fe; y un contrato dirigido a fomentar semejante comercio no debe producir obligación. No se puede alegar a favor de esta práctica la dificultad de saber los complicados reglamentos fiscales de las naciones con quienes tenemos comercio. Difíciles son también de conocer las leyes extranjeras relativas a los contratos, y con todo eso no se dejan de interpretar y juzgar según ellas los que se han celebrado en país extranjero. No se divisa motivo alguno para que las naciones cultas no concurran desde luego a la total abolición de un sistema tan directamente contrario a las reglas de probidad entre hombre y hombre, si no es el lucro mezquino que produce a las potencias marítimas395.

Aunque un Estado sólo atiende a sus propias leyes para calificar de legales o ilegales los actos que se ejecutan bajo su imperio, los actos ejecutados en otro territorio y bajo el imperio de otras leyes deben calificarse de legales o ilegales con arreglo a éstas. La comunicación entre los pueblos estaría sujeta a gravísimos inconvenientes, si así no fuese: una donación o testamento otorgado en un país no nos daría título alguno a la propiedad situada en otro: dos esposos no serían reconocidos por tales desde que saliesen del país cuyas leyes y ritos han consagrado su unión; en suma, nuestros más preciosos derechos desaparecerían, o sólo tendrían una existencia precaria, luego que dejasen de hallarse bajo la tutela de las instituciones civiles a cuya sombra han sido creados.

7. Jurisdicción. - La jurisdicción es la facultad de administrar justicia. Su extensión es la misma que la del imperio. A los tribunales de la nación corresponde tomar conocimiento de todos los actos que están sometidos a la influencia de sus leyes, y prestar la fuerza de la autoridad pública a la defensa y vindicación de todos los derechos creados por ellas.

Las personas que existen dentro del territorio se hallan   —180→   privativamente sujetas a la jurisdicción del Estado. Las naciones extranjeras no tienen facultad para instituir en él un tribunal o judicatura de ninguna clase, sino es que el soberano del territorio se la haya conferido. Fundada en este principio declaró la Corte Suprema de la Federación Americana, el año 1794, que no era legal la jurisdicción de almirantazgo ejercida por los cónsules de Francia en el territorio de aquellos Estados, pues no se apoyaba en pacto alguno396.

La misma Corte declaró el año 1812, en un caso célebre en el que estuvieron presentes todos los jueces: que la jurisdicción de los tribunales es una parte de la que reside en el Estado, en virtud de su independencia y soberanía; que la jurisdicción del Estado en su territorio es necesariamente exclusiva y absoluta, y no es susceptible de ninguna limitación, que él no se haya impuesto a sí mismo; que toda restricción, a que se intentase someterla y que se originase de una fuente externa, menoscabaría su poder soberano en esa parte y lo trasladaría al Estado de que emanase la restricción; y que, por consiguiente, todo lo que limita esa plenitud de jurisdicción dentro del territorio, debe rastrearse al consentimiento de la nación misma, y no puede derivarse de otra fuente legítima397.

Cesa la jurisdicción de un Estado dentro de su propio territorio:

1º Cuando la persona de un soberano entra en las tierras de una potencia amiga. Representando la dignidad y soberanía de su nación, y pisando el territorio ajeno con el beneplácito del gobierno local (beneplácito que en tiempo de paz se presume), está exento de la jurisdicción del país en que momentáneamente reside.

2º Respecto de los agentes diplomáticos.

3º Respecto de los ejércitos, escuadras o naves de guerra, que transitan por nuestras tierras, o navegan o anclan en nuestras aguas. Para el tránsito de tropas por tierra se necesita el permiso expreso de la autoridad local; pero si no hay prohibición expresa, los puertos de una potencia se consideran abiertos a las naves de las otras con quienes la primera está en paz398.

La territorialidad de las naves de guerra y de los agentes diplomáticos expresa por medio de una ficción o metáfora esta independencia de la jurisdicción local.

En alta mar los buques de toda potencia, sean públicos o particulares, permanecen sujetos a su jurisdicción. Si se comete   —181→   un crimen a bordo de un buque en alta mar, sólo la nación a que pertenece el buque puede juzgar y castigar al reo399.

El derecho de visitar y registrar los buques extranjeros en alta mar, no existe en ningún tiempo respecto de las naves públicas o de guerra, ni en tiempo de paz respecto de las naves privadas, a no ser que se haya concedido por tratados. Como la piratería es a un mismo tiempo un crimen y un estado de guerra contra todas las naciones, cada una de ellas puede apresar la nave pirática en alta mar, y apoderarse de los que la mandan y tripulan para enjuiciarlos y castigarlos. Pero sobre la nave pirática que se acerca a la costa, sólo tiene jurisdicción el soberano que manda en ella; y aunque no tendría razón para llevar a mal que una fuerza extranjera aprehendiese en sus aguas a un enemigo común del género humano, estaría sin duda autorizado para exigir que el aprehensor le entregase a la justicia local400.

El comercio de esclavos que antes era considerado como legítimo está hoy prohibido por casi todas las naciones cristianas, y aun declarado en algunas de ellas piratería. Pero esta piratería no es la del Derecho natural de gentes: es creada por las leyes civiles; y no nos confiere, sino por medio de pactos, la facultad de visitar y registrar un buque extranjero en alta mar y en tiempo de paz, y la de aprehender y juzgar a los traficantes de esclavos401.

Como varias potencias han rehusado conceder a otras esa facultad de visita y registro, se abusa a menudo de su bandera para cubrir el comercio de esclavos; y Gran Bretaña, empeñada en abolir este infame tráfico, ha reclamado y sostenido el derecho de visitar en todo tiempo cualesquiera embarcaciones sospechosas con el sólo objeto de reconocer si es genuina la bandera que llevan, dejándolas ir en libertad con su carga, aunque sea de esclavos, si las embarcaciones pertenecen a Estados que no han concedido a Gran Bretaña la facultad de registro y jurisdicción. Es preciso confesar que sin ese derecho de visita, los otros vendrían a ser en gran parte ilusorios402.

  —182→  

8. Materia de la jurisdicción. -Habiendo examinado la extensión de la jurisdicción, se sigue ahora considerar la materia sobre qué recae:

1º El conocimiento de los delitos cometidos en cualquier parte del territorio de la nación, sean ciudadanos o extranjeros los delincuentes, compete primitivamente a sus juzgados403.

Por consiguiente, el delito cometido a bordo de cualquier buque mercante en nuestras aguas, debe ser privativamente juzgado y castigado por nuestras judicaturas, entendiéndose por delito la contravención a nuestras leyes. Si un acto, pues, cometido en una nave extranjera surta en nuestras aguas no fuese prohibido por nuestras leyes, pero lo fuese por las leyes del país a que pertenece la nave, el conocimiento y castigo de ese delito no correspondería a nuestros juzgados nacionales. Por el mismo principio, las infracciones de la disciplina interior del buque extranjero cometidas por individuos de la tripulación, no son de la competencia de nuestros juzgados404.

  —183→  

2º En las obligaciones civiles, la consideración de la materia está íntimamente unida con la de las personas.

En primer lugar, es un principio generalmente reconocido que todo contrato confiere jurisdicción a los tribunales del país en que se ha celebrado405.

Sin embargo, las leyes de cada Estado pueden limitar la jurisdicción de sus judicaturas respecto de los extranjeros transeúntes. Así según las leyes francesas, cuando un contrato celebrado en Francia tiene por objeto la construcción, equipo, abastecimiento, o venta de un buque, el contratante extranjero puede ser demandado ante los tribunales franceses para su ejecución, aunque no esté domiciliado en el reino. La misma protección se concede, según aquellas leyes, a los contratos celebrados en Francia entre extranjeros, con obligación de entregar una mercadería o su precio en Francia. De la misma manera, un extranjero, aunque no esté domiciliado, puede ser citado ante los tribunales franceses para el cumplimiento de las obligaciones que ha contraído con un francés en Francia. Pero en los otros casos no serían competentes los tribunales franceses, a menos que los contratantes extranjeros les prorrogasen la jurisdicción, o que hubiesen elegido domicilio en el reino para la ejecución del contrato.

Y así sería aunque se probase que en la nación del demandado acostumbran los tribunales conocer de contratos otorgados en ella por extranjeros, o que sus leyes ordenaban a los ciudadanos someterse relativamente a los contratos celebrados en otro país, a los juzgados locales. «Es innegable, dice Merlín, que el gobierno de los Estados Unidos de América, a quien toca administrar justicia a sus ciudadanos, puede delegar esta administración a nuestro gobierno para mientras residan en Francia; pero que sus leyes obliguen al gobierno francés a tomar sobre sí este cargo, repugna a todos los principios, porque la delegación de jurisdicción, de potencia a potencia, es un verdadero mandato, para cuyo valor es indispensable que concurra la voluntad del mandatario. El consentimiento del gobierno americano a que sus ciudadanos litiguen ante los tribunales franceses, fuera de aquellos casos en que pueden ser constreñidos a ello por nuestras leyes, no puede imponer obligación alguna a los tribunales franceses sino después que nuestro gobierno haya aceptado este encargo y proclamado la aceptación, hasta entonces ni aun debe presumirse que lo sepan, pues a nuestro gobierno corresponde exclusivamente   —184→   hacer saber las reglas que determinaban la competencia de las judicaturas francesas406.

En cuanto a los contratos celebrados en país extranjero están igualmente discordes las opiniones de los escritores, y la práctica de las grandes naciones.

«La protección que debe concederse a los extranjeros, no se limita -dice Fritot- a asegurar la ejecución de las obligaciones contraídas con ellos en el territorio, antes bien abraza el cumplimiento de las obligaciones contraídas en país extranjero, y según las leyes y formas de otras naciones; y no sólo en las controversias entre extranjeros de un mismo país, sino entre los de países diversos, y aun entre extranjeros y ciudadanos... En Inglaterra y en los Estados Unidos de América un extranjero tiene acción contra otro por deudas contraídas en país extranjero. Nada más natural ni más justo que dar a las partes los medios de hacer cumplir sus obligaciones recíprocas. Se dice, es verdad, que Inglaterra lleva en esto la mira de atraer el comercio a sus puertos, haciendo participar a los extraños del amparo de sus instituciones civiles. ¿Pero por ventura hace mal Inglaterra en consultar su interés de ese modo? ¿Y no debieran los demás pueblos seguir su ejemplo? Se dice también que los magistrados de una nación ignoran las leyes de las otras y es de temer que las interpreten y apliquen mal. Pero la razón y la moral, que deben ser la base de toda la legislación, son inmutables y universales, de todos los tiempos y países; y a las partes que imploran el auxilio de los tribunales es a quien toca dar a conocer el espíritu de sus convenciones y el de las leyes bajo cuyo imperio contrataron»407.

Según esta jurisprudencia, todo contrato por lo que toca a su valor, su inteligencia, las obligaciones que impone y el modo de llevarlas a efecto, debe arreglarse a las leyes del país en que se ajustó; pero si ha de ejecutarse en otro país, se le aplican las leyes de este último. Por consiguiente, se suponen incorporadas en el contrato mismo todas las leyes que lo afectan; y los tribunales de cualquier país, que tengan actual jurisdicción sobre las partes, pueden hacerles cumplir sus obligaciones recíprocas con arreglo a las cláusulas expresas del contrato y a las leyes incorporadas en él408.

La capacidad personal de los contratantes depende de su condición civil en el Estado de que son miembros, la cual, como vimos arriba, viaja con ellos a donde quiera que se trasladan. Si la mujer casada, si el menor, según las leyes de su patria, o del país en que han fijado su domicilio, son inhábiles para   —185→   contratar, sus contratos serán inválidos cualesquiera que sean las leyes del país en que se han celebrado, o del país en que se quiere llevarlos a efecto. Pero en materias comerciales, cuando el país de la celebración del contrato es el mismo en que se ha de ejecutar, se atiende solamente a sus leyes para calificar la capacidad de los contratantes. Son manifiestos los inconvenientes que se seguirían de adoptar otra regla.

La forma externa del contrato depende enteramente de las leyes del país en que se celebra. Si no se observan éstas, el contrato es nulo ab initio, y no puede llevarse a efecto en ninguna otra parte. Pero hay diferencia entre las formas externas (por ejemplo, si ha de ser por escritura privada o pública, con el sello de las partes, etcétera), se determinan por la ley del país en que se contrata (lex loci contractus); las pruebas de su existencia (por ejemplo, si son o no admisibles en juicio las testimoniales), se determinan por las leyes del país a cuyas judicaturas se recurre (lex fori)409.

El efecto de las leyes incorporadas en los contratos no se extiende, pues, a alterar las formas de los procedimientos judiciales que son propios del país a cuyos juzgados se ocurre, ni las reglas que éstos siguen relativamente a las pruebas o a la prescripción410.

Aunque la forma en que debe otorgarse un testamento se sujeta a las leyes locales, para que sea protegido por los tribunales de otro país, es necesaria que primeramente se autorice, o como dicen los franceses, se homologue en éste411.

Notaremos también que las leyes o reglamentos puramente fiscales no obran fuera del territorio. La falta de un sello público, que piden las leyes de un país con el objeto de producir una renta fiscal, no puede alegarse como causa de nulidad ante los juzgados de otro412.

Finalmente, ninguna nación está obligada a reconocer una especie de Derecho, que sus leyes han condenado o proscrito como contrario a la ley divina positiva, a la justicia natural, o a las buenas costumbres. Así el dueño de un esclavo no puede reclamar los derechos de tal en países cuya legislación ha abolido la esclavitud y declarado libre a todo hombre que pise su suelo, como sucede en Inglaterra, Francia, Prusia y Chile.

9. Valor extraterritorial de los actos jurisdiccionales. -Resta ver cuál es el valor de los actos jurisdiccionales fuera del territorio del Estado. Las reglas siguientes adoptadas por   —186→   la Suprema Corte americana parecen conformes a los más sanos principios. «Si un tribunal extranjero no puede, según el Derecho de gentes, ejercer la jurisdicción que asume, sus sentencias no tienen valor alguno». Acerca de la jurisdicción que los tribunales extranjeros puedan ejercer según las leyes de la nación a que pertenecen, el juicio de los mismos tribunales es la única autoridad a que debe estarse: «Toda sentencia de adjudicación pronunciada por un tribunal que tiene jurisdicción en la materia del juicio, da sobre la cosa adjudicada un título incontrovertible en los países extranjeros». «Los tribunales de un soberano no pueden rever los actos ejecutados bajo la autoridad de otro»413.

Para la mejor inteligencia y aplicación de estas reglas generales, haremos algunas observaciones.

1º Una sentencia criminal pronunciada en un Estado no produce efectos en otro, porque ni puede ejecutarse en la persona o bienes del reo, que se hallen fuera de los límites del Estado, ni le acarrea las inhabilidades civiles a que convencido de un crimen infame quedaría sujeto en otro país. Con todo, una sentencia de condenación o absolución, pronunciada por autoridad competente, daría al supuesto delincuente la excepción de cosa juzgada contra el que le persiguiese por el mismo delito en otro país. Pronunciada por autoridad incompetente sería nula, y no serviría de nada al reo contra la justicia del país a cuyas leyes hubiese contravenido414.

2º El juzgamiento de un tribunal competente que procede in rem es decisivo en cuanto a la propiedad de la cosa de que se trata; y el título que confiere a ella debe reconocerse en los demás Estados. Tienen este valor no sólo las sentencias en causas de presas bajo el Derecho de gentes, sino los fallos de los almirantazgos, cortes de hacienda y demás judicaturas que aplican las leyes civiles. Por dudosa que parezca la autoridad de una sentencia extranjera en cuanto al mérito de los hechos accesoriamente envueltos en el juicio, la paz del mundo civilizado y la seguridad y conveniencia general del comercio exigen manifiestamente que se dé pleno y completo efecto a tales sentencias, cuando en otro país se trata de controvertir el título específico de propiedad declarado por ellas415.

3º Aunque la división de la herencia mueble de un extranjero se sujete a las leyes del país en que tuvo su domicilio, no por esto se sigue que la distribución deba siempre hacerse por los juzgados de ese país con exclusión de los de aquel en que se hallan los bienes. Siendo un deber de todo gobierno proteger   —187→   a sus ciudadanos en el cobro de sus créditos, no sería justo, cuando la sucesión está solvente, dejar salir los fondos y poner a los acreedores en la necesidad de perseguir sus derechos en país extranjero416.

4º Los principios adoptados por Inglaterra, España y Estados Unidos, sobre el valor extraterritorial de los actos jurisdiccionales, no son tan universalmente seguidos, que deban considerarse como de Derecho natural estrictamente obligatorio. La autoridad de las leyes de un país y de los actos jurisdiccionales que se ejercen bajo su imperio, se admite en otros países, no ex propio vigore sino ex comitate; o según la doctrina de Hubert, quatenus sine praejudicio indulgentium fieri potest417. Así la jurisprudencia francesa ha adoptado en esta materia otros principios. Las sentencias de los tribunales extranjeros pronunciadas entre extranjeros, se ejecutan en Francia sin nuevo examen y en virtud de un simple pareatis; pero si se trata de dar valor a una sentencia extranjera contra un francés, o contra un extranjero domiciliado en Francia, su autoridad se desvanece: no hay sentencia: el francés y el extranjero domiciliado tienen derecho para pedir que la causa se ventile de nuevo ante sus jueces naturales418.

La distinción que vamos a exponer entre los actos jurisdiccionales extranjeros que pueden reformarse y los que no pueden, es la que parece más fundada en justicia.

Si estos actos jurisdiccionales recayeron sobre obligaciones contraídas bajo la influencia de las leyes del mismo país a que el tribunal pertenece, deben ser siempre reconocidas en los otros países, ciñéndose los juzgados de éstos a hacer cumplir por un simple exequatur o auto de pareatis las decisiones que han intervenido en la materia.

Pero no sería lo mismo si se tratase de convenciones celebradas bajo el imperio de nuestras leyes, ya entre un ciudadano y un extranjero, ya entre dos ciudadanos, o entre dos extranjeros. Los actos de jurisdicción extranjera que han recaído sobre estas convenciones, y que les han dado una interpretación contraria al espíritu de las leyes patrias, pudieran ciertamente reformarse; y no hay duda que nuestras autoridades judiciales tendrían derecho para restablecer su verdadera interpretación según las reglas de justicia y de equidad, bajo cuyo imperio se ajustaron419.

Según la doctrina de Vattel, «no debe un soberano dar oído a las quejas de sus súbditos contra un tribunal extranjero, ni   —188→   tratar de sustraerlos a los efectos de una sentencia pronunciada por autoridad competente; eso sería lo más a propósito para excitar desavenencias continuas». Es verdad que el mismo autor añade: «que se debe obligar a los súbditos, en todos los casos dudosos, y a menos que haya una lesión manifiesta, a someterse a las sentencias de los tribunales extranjeros por quienes han sido juzgados». ¿Pero por qué esa restricción? Para averiguar si hay lesión, es necesario examinar la causa a fondo; y entonces, ¿a qué se reduce el principio?420.

La distinción que dejamos expuesta es la más racional y equitativa; y cuando fuera de ella ocurriese un caso de injusticia manifiesta, quedaría siempre al agraviado el recurso de la reparación solicitada de soberano a soberano por el conducto de los agentes diplomáticos, como en las causas de presas marítimas, condenadas contra el Derecho de gentes.




ArribaAbajoCapítulo V

De los ciudadanos y de los extranjeros


Sumario: 1. Modos de adquirir la ciudadanía. - 2. Modos de perderla. - 3. Entrada de los extranjeros en el territorio. - 4. Refugio. - 5. Asilo. - 6. Naufragio. - 7. Mansión de los extranjeros en el territorio; sus derechos y obligaciones según sus diferentes clases. - 8. Sus derechos civiles.

1. Modos de adquirir la ciudadanía. - Ciudadano, en el Derecho de gentes, es todo miembro de la asociación civil, todo individuo que pertenece a la nación.

Esta cualidad se adquiere de varios modos, según las leyes de cada pueblo. En muchas partes el nacimiento es suficiente para conferirla, de manera que el hijo de un extranjero es ciudadano por el hecho de haber nacido en el territorio421 . En   —189→   algunos países basta la extracción, y el hijo de un ciudadano422

aunque jamás haya pisado la tierra de sus padres, es también ciudadano423. En otros el domicilio, esto es, cierta manera de establecimiento, o cierto número de años de residencia continua, de que se infiere el ánimo de permanecer para siempre, habilita a los extranjeros para obtener la ciudadanía. Y en todos puede el soberano concederla por privilegio a un extraño.

La mera extracción es el menos natural de estos títulos, porque no supone por sí misma una reciprocidad de beneficios ni de afecciones entre el ciudadano y la patria. El domicilio y el privilegio, generalmente hablando, no pueden competir con el nacimiento. La sociedad en cuyo seno hemos recibido el ser, la sociedad que protegió nuestra infancia, parece tener más derecho que otra alguna sobre nosotros; derecho sancionado por aquel afecto al suelo natal, que es uno de los sentimientos más universales y más indelebles del corazón humano424.

Para que el privilegio, el domicilio o la extracción impongan las obligaciones propias de la ciudadanía, es necesario el consentimiento del individuo425.

  —190→  

El nacimiento por sí solo no excusa tampoco la necesidad de este consentimiento; porque si debe presumirse que el extranjero conserva el ánimo de volver a su patria, y para desvanecer esta presunción se necesita que la parte declare de un modo formal, o a lo menos por hechos inequívocos, su voluntad de incorporarse en otro Estado; y si es conforme a la razón que el hijo no emancipado siga la condición del padre, es manifiesto que las leyes, propendiendo a separarlos, obrarían de un modo violento; que la naturalización del hijo que vive bajo la potestad paterna, se opera ipso facto por la naturalización del padre; y que de otro modo es indispensable el consentimiento del hijo, luego que tenga la facultad de prestarlo426.

Ciudadanos naturales son, pues, propiamente los que han nacido de padres ciudadanos y en el territorio del Estado; los otros son adoptivos o naturalizados; y su consentimiento es necesario para legitimar su naturalización según el Derecho de gentes427.

2. Modos de perderla. - La ciudadanía cesa o por la expatriación penal, o por la expatriación voluntaria.

  —191→  

En el primer caso la patria renuncia todos sus derechos sobre el individuo.

En el segundo los pierde, si las leyes permiten a los individuos la expatriación voluntaria.

Pero aun cuando no la permitan, los lazos que unen al ciudadano con su patria no son indisolubles. Maltratado por ella, compelido a buscar en otro suelo el bienestar y la felicidad que no puede encontrar en el suyo, le es lícito abandonar la asociación a que pertenece, e incorporarse en otra. Este es un derecho que las leyes civiles no pueden privarle, y en el ejercicio del cual, como en el de todos aquellos que envuelven la disolución del vínculo social, cada individuo juzga y decide por sí mismo428. Puede sin duda abusar de él; pero si abusa o no, es una cuestión cuyo examen sería difícil a las naciones extranjeras y en que éstas no son jueces competentes.

Aun en el supuesto de que los otros Estados debiesen mirar la emigración como un delito, no podrían negar al extranjero refugiado en su seno el asilo que por humanidad y por costumbre se concede a los delincuentes que no han cometido crímenes atroces.

De lo dicho se sigue: 1º, que si la antigua patria del emigrado le reclama, los otros Estados, aun mirándole como delincuente, no tendrían obligación de entregarle; y 2º, que si el emigrado, después de naturalizarse en otro país, cae en poder del Estado a que perteneció primero, y éste le trata como delincuente, su nueva patria no tiene derecho para considerar semejante procedimiento como una injuria429.

  —192→  

3. Entrada de los extranjeros en el territorio. - Pasemos a los extranjeros no naturalizados, y consideremos primeramente su entrada en el territorio.

Según el Derecho externo, el soberano puede prohibir la entrada en su territorio, ya constantemente y a todos los extranjeros en general, ya en ciertos casos, o a cierta clase de personas, o para ciertos objetos. Según el Derecho interno, la prohibición debe fundarse en justicia, en motivos razonables   —193→   de seguridad o conveniencia. De todos modos, es necesario que sea pública, y que lo sean también la pena en que se incurra por la desobediencia, y las condiciones con que se permite la entrada.

4. Refugio. -El derecho430 de un desterrado a la acogida de la nación en que se refugia, es imperfecto. Esta a la verdad debe tener muy buenas razones para rehusarla. Consultando las reglas de la prudencia, que le manda alejar de su suelo a los advenedizos que pudieran introducir enfermedades contagiosas, corromper las costumbres de los ciudadanos, o turbar la tranquilidad pública, no debe olvidar la conmiseración a que son acreedores los desgraciados, aun cuando hayan caído en infortunio por su culpa. Pero a la nación es a quien corresponde hacer juicio de los deberes que la impone la humanidad en tales casos; y si se engaña, o si obra contra su conciencia, no es responsable a los hombres.

Los proscritos no deben abusar de la hospitalidad que se les dispensa, para inquietar a las naciones vecinas. Si lo hacen, el Estado en cuyo territorio residen, puede expelerlos o castigarlos; y la tolerancia sería mirada justamente como una infracción de la paz.

5. Asilo. -La nación431 no tiene derecho para castigar a los extranjeros que llegan a su suelo por delito alguno que hayan cometido en otra parte, si no es que sean de aquellos que, como la piratería, constituyen a sus perpetradores enemigos del género humano. Pero si el crimen es de grande atrocidad o de consecuencias altamente perniciosas, como el homicidio alevoso, el incendio, la falsificación de moneda o documentos públicos, y el soberano cuyas leyes han sido ultrajadas reclama los reos, se le deben entregar para que haga justicia en ellos; porque en el teatro de sus crímenes es donde pueden ser más fácilmente juzgados; y porque la nación ofendida es a la que más importa su castigo. Llámase extradición esta entrega.

Como la obligación de entregar al delincuente nace del derecho que tiene cada Estado para juzgar y castigar los delitos cometidos dentro de su jurisdicción, se aplica igualmente a los súbditos del Estado a quien se pide la extradición que a los del Estado que la solicita y a los de otro cualquiera432.

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Asilo es la acogida o refugio que se concede a los reos, acompañado de la denegación de sus personas a la justicia que los persigue. «Sobre el derecho de asilo -dice Fritot-433, hay que hacer una distinción importante. El que ha delinquido contra las leyes de la naturaleza y los sentimientos de humanidad, no debe hallar protección en parte alguna; porque la represión de estos crímenes interesa a todos los pueblos y a todos los hombres, y el mal que causan debe repararse en lo posible. El Derecho de gentes, según el marqués de Pastoret, no es proteger un Estado a los malhechores de otro, sino ayudarse todos mutuamente contra los enemigos de la sociedad y de la virtud. Según M. de Réal, los reyes entregan los asesinos y los demás reos de crímenes atroces a sus soberanos ofendidos, conformándose en esto a la ley divina, que hace culpables del homicidio a los encubridores del homicida. Pero si se trata de delitos que provienen del abuso de un sentimiento noble en sí mismo, pero extraviado por ignorancia o preocupación, como sucede en el caso del duelo, no hay razón para rehusar el asilo».

Se concede generalmente el asilo en los delitos políticos o de lesa majestad; regla que parece tener su fundamento en la naturaleza de los actos que se califican con este título, los cuales no son muchas veces delitos, sino a los ojos de los usurpadores y tiranos; otras veces nacen de sentimientos puros y nobles en sí mismos, aunque mal dirigidos; de nociones exageradas o erróneas; o de las circunstancias peligrosas de un tiempo de revolución y trastorno, en que lo difícil no es cumplir nuestras obligaciones, sino conocerlas. Pasiones criminales los producen también muchas veces; pero no es fácil a las naciones extranjeras el examen de estos motivos, ni son jueces competentes.

Un Estado puede tener justas razones para no permitir la residencia en su territorio a esta clase de reos, pero el entregarlos se miraría como un acto inhumano y bárbaro.

Aquellos jefes de bandidos, que apellidando la causa de la libertad o del trono, la deshonran con toda especie de crímenes, y no respetan las leyes de la humanidad ni de la guerra, no tienen derecho al asilo.

Es costumbre conceder asilo a todos los delitos que no están   —195→   acompañados de circunstancias muy graves. Pero las naciones pueden limitar por tratados el derecho de asilo, y así lo hacen los pueblos vecinos o que tienen frecuentes comunicaciones comerciales, obligándose recíprocamente a la entrega de soldados o marineros desertores, de los ladrones, etcétera. Ward considera estos tratados como una prueba de los progresos que hacen las naciones en regularidad y orden.

La legislatura de Nueva York se ha extendido a más todavía, autorizando al gobernador para la entrega de todo delincuente acusado de homicidio, falsificación, hurto o cualquier otro crimen, a que las leyes de Nueva York impongan la pena de muerte o prisión en la cárcel de Estado, siempre que las pruebas del hecho sean suficientes, según las mismas leyes, para prender y enjuiciar al reo434.

6. Naufragio. - Los náufragos, y generalmente aquellos que una tempestad u otro accidente forzoso obliga a arribar a nuestras costas, tienen un derecho particular a la conmiseración y hospitalidad. Nada más bárbaro que la costumbre de pillar sus efectos, que en otro tiempo fue general en Grecia, Italia, las Galias y toda Europa. Los romanos, a la verdad, reconocieron que los efectos náufragos no debían pertenecer ni al fisco ni al primer ocupante, porque permanecía dueño de ellos el que lo era antes del naufragio, en quien no se debía presumir la intención de abdicar su dominio435. Pero con la avenida de las naciones septentrionales, revivió la antigua barbarie. Durante la edad del feudalismo, los señores vecinos a la costa, después de haber participado, como particulares, de la rapiña de estos efectos, se la apropiaron como un derecho exclusivo, inherente al dominio territorial. La influencia de las luces y del comercio ha desterrado al fin esta práctica. En todos los pueblos civilizados se han establecido reglas para prohibir el pillaje de propiedades náufragas, y para su conservación y custodia a beneficio de los propietarios, sujetándolas a un premio moderado de salvamento. Cuando durante algún tiempo no se hace reclamación alguna por los náufragos o sus representantes, se adjudican a las personas a que se debe su conservación, o al fisco436.

7. Mansión de los extranjeros en el territorio; sus derechos y obligaciones según sus diferentes clases. -Las restricciones437 y desventajas a que por las leyes de muchos países   —196→   están sujetos los extranjeros, se miran generalmente como contrarias al incremento de la población y al adelantamiento de la industria; y los países que han hecho más progresos en las artes y comercio y se han elevado a un grado más alto de riqueza y poder, son cabalmente aquellos que han tratado con más humanidad y liberalidad a los extranjeros. Pero si prescindimos de lo que es o no conveniente en política y economía, y sólo atendemos a lo que puede o no hacerse sin violar los derechos perfectos de las otras naciones, podemos sentar como una consecuencia incontestable de la libertad e independencia de los Estados, que cada uno tiene facultad para imponer a los extranjeros todas las restricciones que juzgue convenientes, inhabilitándolos para el ejercicio de ciertas profesiones y artes, cargándolos con impuestos y contribuciones particulares, etcétera. Estas reglas deben ser conocidas de todos y no es lícito alterarlas caprichosamente. En caso de hacerse de ellas alguna novedad que empeore la condición de los extranjeros, dicta la justicia, que se conceda un plazo razonable a los que no quieran conformarse con el nuevo orden, para que se trasladen con sus bienes a otra parte. La salida de los extranjeros debe ser enteramente libre, si no es que momentáneamente la impida alguna importante razón de Estado, como en el caso de temerse que fuesen a dar a los enemigos noticias de que resultase peligro. En fin, es obligación del soberano que les da acogida atender a su seguridad, haciéndoles justicia en sus pleitos, y protegiéndolos aun contra los naturales, demasiado dispuestos a maltratarlos y vejarlos, particularmente en países de atrasada civilización y cultura. El extranjero a su entrada contrae tácitamente la obligación de sujetarse a las leyes y a la jurisdicción local, y el Estado le ofrece de la misma manera la protección de la autoridad pública, depositada en los tribunales. Si éstos contra derecho rehusasen oír sus quejas, o le hiciesen una injusticia manifiesta, puede entonces interponer la autoridad de su propio soberano, para que solicite se le oiga en juicio, o se le indemnicen los perjuicios causados.

Los actos jurisdiccionales de una nación sobre los extranjeros que en ella residen, deben ser respetados de las otras naciones; porque al poner el pie en el territorio de un Estado extranjero, contraemos, según se ha dicho, la obligación de someternos a sus leyes, y por consiguiente a las reglas que tiene establecidas para la administración de justicia. Pero el Estado contrae también por su parte la obligación de observarlas respecto del extranjero, y en el caso de una palpable infracción, el daño que se infiere a éste, es una injuria contra la sociedad de que es miembro. Si el Estado instiga, aprueba o tolera los actos de injusticia o violencia de sus súbditos contra   —197→   los extranjeros, los hace verdaderamente suyos, y se constituye responsable de ellos para con las otras naciones.

Hay dos clases de extranjeros, los transeúntes que transitan por el territorio, o hacen mansión en él como simples viajeros o para el despacho de negocios que no suponen ánimo de permanecer largo tiempo; y los habitantes o domiciliados, que son aquellos a quienes se permite establecerse permanentemente en el país, sin adquirir la calidad de ciudadanos. Se consideran transeúntes los empleados de una potencia extranjera que desempeñan alguna comisión relativa al servicio de ella, aunque no sea de naturaleza transitoria, como los cónsules y agentes comerciales.

Lo que se ha dicho en este artículo se aplica a los extranjeros de cualquier clase y condición que sean, exceptuando los ministros públicos, de los cuales se tratará en la tercera parte de este curso. Resta manifestar las diferencias que se observan entre los transeúntes y los habitantes o domiciliados.

Toca indudablemente a la jurisdicción local fijar las condiciones bajo las cuales se contrae voluntaria o forzosamente el domicilio. Los extranjeros habitantes deben soportar todas las cargas que las leyes y la autoridad ejecutiva imponen a los ciudadanos. Están por consiguiente obligados a la defensa del Estado, si no es contra su propia patria. Pero es necesario que el peso de los servicios y gravámenes de esta especie se reparta en una proporción equitativa entre los ciudadanos y los extranjeros, y que no haya exenciones o preferencias odiosas entre los de diversas naciones438.

Los transeúntes están exentos de la milicia y de los tributos y demás cargas personales; pero no de los impuestos sobre los efectos de uso y consumo.

8. Sus derechos civiles. - La sana política aconseja igualar a los extranjeros con los naturales en lo que respecta a la adquisición de los títulos de propiedad, y al uso y disposición de los bienes que posean dentro del territorio del Estado. Los bienes raíces son los únicos que pueden razonablemente exceptuarse de esta regla.

Una nación, pues, consultando su propia utilidad, se abstendrá de arrogarse sobre los extranjeros aquel derecho odioso de peregrinidad o albinagio (droit d'aubaine), por el cual se les menoscababa el derecho de sucesión, ya fuese en los bienes de un ciudadano, ya en los de un extranjero, y consiguientemente no podían ser instituídos herederos por testamento, ni recibir legado alguno; y llegando a morir en el territorio del Estado, se apoderaba el fisco de todos los bienes que poseían   —198→   en él y despojaba a sus herederos legítimos de una gran parte de la sucesión y a veces de toda ella439. Las leyes de algunos países han llevado el rigor en este punto hasta incapacitar a la viuda del extranjero, aunque ciudadana, de las sucesiones que le tocaban durante el matrimonio, porque la mujer, según ellas, hasta la época de su viudedad seguía la condición del marido. Entre las naciones cristianas apenas ha quedado vestigio de este bárbaro derecho. La Asamblea Constituyente lo suprimió del todo en Francia, haciendo a los extranjeros capaces de suceder en todos los casos, aun a los ciudadanos franceses. El Código civil en los artículos 11 y 726 limitó esta liberal disposición a los extranjeros de los países en que se trataba del mismo modo a los franceses; pero fue restablecida en toda su integridad el año 1819.

El Derecho de detracción (droit de traite foraine, gabelle d'émigration, jus detractus, right of detraction), derecho en virtud del cual se retiene una moderada porción de los bienes, tanto de los súbditos naturales, como de los extranjeros, cuando dejan para siempre el territorio del Estado en que han nacido o residido largo tiempo, no tiene la odiosidad del anterior, porque la extracción de estos bienes es una pérdida para el Estado, que tiene por consiguiente algún título a esta especie de indemnización440. Pero esta doctrina es disputable. Lo que se pierde por la salida se compensa por lo que se gana con la entrada de valores, cuando no se embaraza con desfalcos la circulación natural de las propiedades entre las diversas naciones; o si hay alguna diferencia es contra los países, cuyos reglamentos opresivos o mal entendidos ahuyentan las personas y capitales extranjeros441.

«Supuesto que el extranjero permanece ciudadano de su patria, los bienes que deja (dice Vattel) deben pasar naturalmente a sus herederos según las leyes del Estado de que es miembro; lo cual no se opone a que en los bienes raíces se   —199→   sigan las leyes del país en que están situados». Burlamaqui establece la misma doctrina. Pero si el extranjero somete a las leyes, costumbres y usos de cada pueblo no sólo las propiedades raíces que adquiere en él, sino también los bienes muebles que allí posee, y aun su persona misma, parece natural que dejando viuda, hijos legítimos o naturales, u otras personas, que sean ciudadanos del Estado, o se hallen domiciliados en él, y a quienes por las leyes locales toque el todo o parte de los bienes, tengan estas personas derecho para reclamar su cuota legal en el patrimonio del difunto442.




ArribaAbajoCapítulo VI

Del derecho comercial y marítimo en tiempo de paz


Sumario: 1. Obligación que tienen las naciones de comerciar entre sí. - 2. Libertad de comercio, según el derecho externo. - 3. Tratados de comercio. - 4. Fuentes del derecho consuetudinario comercial y marítimo. - 5. Gravámenes a que está sujeto el comercio de las naciones amigas.

1. Obligaciones que tienen las naciones de comerciar entre sí. - Mientras duró la comunión primitiva443, los hombres tomaban las cosas de que tenían necesidad donde quiera que se les presentaban, si otro no se había apoderado primero de ellas para sus propios menesteres. La introducción del dominio no ha podido verificarse sino en cuanto se dejaba generalmente a los hombres algún medio de procurarse lo que les fuese útil o necesario. Este medio es el comercio, porque de las cosas que han sido ya apropiadas no podemos hacernos dueños sin el consentimiento del actual propietario, ni obtener este consentimiento sino comprándolas o dando cosas equivalentes en cambio. Están pues obligados los hombres a ejercitar unos con otros este comercio para no apartarse de las miras de la naturaleza, que les prescribe favorecerse unos a otros en cuanto   —200→   puedan, siempre que les sea dable hacerlo sin echar en olvido lo que se deben a sí mismos.

De aquí se sigue que cada nación está obligada a permitir y proteger este comercio por todos los medios posibles. La seguridad y comodidad de los caminos, puertos y mercados es lo más conducente a ello, y de los costos que estos objetos le ocasionen puede fácilmente indemnizarse estableciendo peajes, portazgos y otros derechos moderados.

Tal es la regla que la razón dicta a los Estados y que los obliga en conciencia. Fijemos ahora los principios del derecho externo.

2. Libertad de comercio, según el derecho externo. - El derecho que tiene cada pueblo a comprar a los otros lo que necesita, está sujeto enteramente al juicio y arbitrio del vendedor. Este por su parte no tiene derecho alguno perfecto ni imperfecto, a que los otros le compren lo que él no necesita para sí. Por consiguiente cada Estado es árbitro de poner sus relaciones comerciales sobre el pie que mejor le parezca, a menos que él mismo haya querido limitar esta libertad, pactando concesiones o privilegios particulares en favor de otros Estados.

Un simple permiso o tolerancia, aunque haya durado algún tiempo, no basta para establecer derechos perfectos; porque la autoridad, inherente al soberano, de arreglar las relaciones comerciales de sus súbditos con las otras naciones, es un jus merae facultatis, que no prescribe por el no-uso444.

Las pretensiones de dictar leyes al comercio y navegación de otros pueblos han sido constantemente rechazadas. Los portugueses, en el tiempo de su preponderancia naval en el Oriente, trataron de prohibir a las demás naciones de Europa todo comercio con los pueblos de la India. Pero esta pretensión se miró como absurda; y a los actos de violencia con que quisieron sostenerla, dieron a las otras naciones justo motivo para hacerles la guerra.

En virtud de esta libertad de comercio el soberano está autorizado: 1º, para prohibir cualquier especie de importación o exportación; 2º, para establecer aduanas y aumentar o disminuir a su arbitrio los impuestos que se cobran en ellas; 3º, para ejercer jurisdicción sobre los comerciantes, marineros, naves y mercaderías extranjeras dentro de los límites de su   —201→   territorio, imponiendo penas a los contraventores de sus ordenanzas mercantiles; y 4º, para hacer las diferencias que quiera entre las naciones que trafican con la suya, concediendo gracias y privilegios particulares a algunas de ellas445.

Cuando se imponen prohibiciones o restricciones nuevas, dicta la equidad que se dé noticia anticipada de ellas, porque de otro modo podrían ocasionarse graves perjuicios al comercio extranjero.

Una nación obrará cuerdamente si en sus relaciones con otras se abstiene de parcialidades y preferencias, siempre odiosas; pero ni la justicia ni la prudencia reprueban las ventajas comerciales que franqueamos a un pueblo en consideración a los privilegios o favores que éste se halle dispuesto a concedernos.

3. Tratados de comercio. - Los tratados de comercio446 tienen por objeto fijar los derechos comerciales entre los contratantes, ya sea durante la paz, ya en el estado de guerra entre los contratantes, ya en el estado de neutralidad, esto es, cuando el uno de ellos es beligerante y el otro neutral.

En cuanto al primer punto, especificar los privilegios relativos a las personas y propiedades, concedidos por cada una de las partes contratantes a los súbditos de la otra, que vengan a hacer el comercio en sus puertos, o residan en su territorio, como la exención de ciertas cargas, de confiscación y secuestros, el libre ejercicio de su industria, la facultad de testar o de transmitir sus bienes ab intestato según las leyes de la patria del testador, las franquicias relativas a aduanas, tonelaje, anclaje, etcétera. Agrégase frecuentemente una tarifa o enumeración de los artículos de mutuo comercio, con sus precios, para que éstos sirvan de norma en el cobro de los derechos de aduana; pero la tarifa no es necesariamente inalterable en toda la duración del tratado. Suelen también determinarse en él la autoridad, jurisdicción y privilegios de los cónsules.

En cuanto al estado de guerra, el principal objeto de los tratados es eximir de apresamiento y embargo las personas y propiedades de los súbditos de cualquiera de los contratantes, que al tiempo de estallar la guerra residan en el territorio del otro; concederles un plazo para la salida de sus personas y efectos, después del rompimiento de las hostilidades; o especificar las condiciones bajo las cuales pueden permanecer allí durante la guerra. En algunos tratados se ha estipulado la continuación de ciertos ramos de comercio a pesar de la guerra.

En cuanto al tercer punto, se suele estipular en los tratados   —202→   de comercio la exención de angarias a favor de los buques del Estado neutral; se enumeran las mercaderías que deberán considerarse como contrabando de guerra, y se fijan las penas a que estarán sujetos los traficantes en ellas; se determinan las reglas y formalidades de los bloqueos y de la visita de las naves; y se especifican los ramos de comercio que han de gozar de las inmunidades neutrales.

Los tratados de comercio pueden ser o de duración indefinida o por tiempo limitado. Lo más prudente es no obligarse para siempre, porque es muy posible que ocurran después circunstancias que hagan pernicioso y opresivo para una de las partes el mismo tratado de que antes reportó beneficio.

Los derechos comerciales adquiridos por tratado son también de mera facultad, y por tanto imprescriptibles. Hay con todo circunstancias que podrían invalidar esta regla. Si, por ejemplo, pareciese evidente que la nación ha concedido un privilegio o monopolio comercial con la mira de proporcionarse una mercadería de que necesitaba, y la nación agraciada dejase de proporcionársela, no hay duda que la primera podría revocar el privilegio y concederle a otra, por haber faltado la segunda a la condición tácita.

Cuando un pueblo posee sólo cierta especie de producciones naturales, otro puede por un tratado adquirir el privilegio exclusivo de comprárselas, para revenderlas al resto de la tierra. Si este pueblo no abusa de su monopolio vendiendo a un precio exorbitante, no peca contra la ley natural; mas aun dado el caso que lo hiciese, el propietario de una cosa, de que los otros no tienen necesidad indispensable, puede según el Derecho externo, o reservarla para sí, o venderla al precio que guste.

4. Fuentes del derecho consuetudinario comercial y marítimo. - Por lo que hace al Derecho comercial fundado en la costumbre447, bastará presentar aquí una breve enumeración histórica de los códigos mercantiles que han gozado de más autoridad entre los Estados de Europa, como documentos de las reglas a que han consentido sujetarse. Casi todas las previsiones de estos códigos son relativas al tráfico marítimo, porque a causa de las ventajas del acarreo por agua, y de la situación marítima de las principales potencias, la mayor parte del comercio exterior se ha hecho por mar.

El más antiguo sistema de leyes marítimas se dice haber sido compilado por los rodios como 900 años antes de la era   —203→   cristiana. Corre impresa una colección con el título de Leyes Rodias; pero manifiestamente espuria. Todo lo que sabemos de la jurisprudencia marítima de aquel pueblo se reduce a lo que nos dicen Cicerón, Tito Livio, Estrabón y otros escritores antiguos, y a los fragmentos conservados en el Digesto448. Parece por un rescripto de Antonino que las controversias marítimas se dirimían por el Derecho rodio, en todo lo que no era contrario a textos positivos de las leyes romanas.

Acaso la parte principal del Derecho marítimo de los rodios, se conserva, aunque esparcida según la conexión de materias, en el Digesto y el Código de Justiniano. M. Pardessus ha recopilado todas las leyes romanas relativas a negociaciones marítimas, y por ellas se ve cuánto deben a la jurisprudencia de Roma las naciones modernas, aun relativamente al comercio de mar, que se supone haber sido mirado con indiferencia por los conquistadores del mundo.

Una de las colecciones de costumbres y usos marítimos que han gozado de más celebridad, y acaso la más antigua de todas en el Occidente, es la conocida con el título de Rôles o juzgamientos de Oleron. Diversas han sido las opiniones sobre su origen y sobre la edad en que se redactó, atribuyéndola algunos a Ricardo I de Inglaterra, otros a su madre Eleonora, duquesa de Aquitania, y suponiéndola otros tomada de las ordenanzas de Wisby o de Flándes. M. Pardessus cree que estas leyes son de origen francés, y que se recopilaron algún tiempo antes de que por el casamiento de Eleonora pasase a un rey de Inglaterra la Aquitania, esto es, antes de 1152. Lo cierto es que en el siglo XIV servían ya para la decisión de las causas marítimas, y que desde el siglo XIII gozaban de cierta autoridad en España, donde se tuvieron presentes para varias disposiciones contenidas en el Código de las Siete Partidas449.

Sin detenernos en las colecciones a que se han dado los nombres de Damme y de Westcapelle, ciudades de los Países Bajos meridionales, porque está probado que son meras traducciones de los Rôles; sin hacer alto en las Costumbres de Amsterdam, de Enchuysen, de Stavern, tomadas en parte de los Rôles, en parte de las ordenanzas de varias ciudades del Báltico; mencionaremos la compilación que se conoce generalmente con el título de Derecho Marítimo de Wisby, en Gotlanda, presentada por los jurisconsultos e historiadores del Norte como el más antiguo monumento de legislación marítima de la Edad Media. Pero él contiene, según M. Pardessus, pruebas claras de haberse formado, no por autoridad soberana, sino por una   —204→   persona privada que quiso reunir en un solo cuerpo varias disposiciones de los Juzgamientos de Oleron, de los de Damme, del Derecho de Lubeck, observado por los mareantes de la Unión Hanseática, y de las Costumbres de Amsterdam, Enchuysen y Stavern. Su redacción no puede ser anterior al siglo XV.

De todas las antiguas recopilaciones de leyes marítimas, el Consulado del Mar es la más célebre, la más completa, y la más generalmente respetada. Fuera de los reglamentos puramente comerciales que contiene, deslinda con bastante precisión los derechos mutuos de beligerantes y neutrales en lo concerniente al comercio del mar, y ha contribuido mucho a formar en esta parte el Derecho Internacional que hoy rige. Casi todos los que mencionan esta obra ponderan su mérito, y algunos parecen como embarazados para hallar palabras con que significar la admiración que les inspira. Se echará de menos en ella el orden o el buen gusto, dice Pardessus, pero no puede desconocerse la sabiduría de sus disposiciones, que han servido de base a las leyes marítimas de Europa.

Los jueces domésticos a quienes tocaba el conocimiento de causas relativas al comercio, se llamaban Cónsules; su autoridad y jurisdicción, Consulado; de aquí el título de esta famosa colección. Se ha exagerado su antigüedad refiriéndola al año 900 de la era cristiana. Según Capmani, se compiló por los magistrados de Barcelona en tiempo del rey D. Jaime el Conquistador; y como en ella no se hizo más que consignar los usos ya establecidos y antiguos en los puertos del Mediterráneo, no es extraño que la atribuyesen tanta antigüedad, y que Pisa, Génova y otros países disputasen a los catalanes la gloria de haberla dado a luz. Pero el sabio escritor de quien tomamos estas noticias, adhiere a la opinión de Capmani en cuanto al origen barcelonés del Consulado. El catalán fue ciertamente el idioma en que se compuso, y el siglo XIV la época de su redacción.

Otro sistema de leyes marítimas que ha merecido mucha aceptación es el de la Liga Hanseática, formado sucesivamente en varios de los recesos o dietas que celebraban en Lubeck los diputados de la Liga, y más particularmente en los de 1591 y 1604.

Pero el cuerpo más extenso y completo es la Ordenanza de Marina, de Luis XIV, dada a luz en 1689; obra maestra, que se formó bajo la dirección de Colbert, entresacando lo mejor de todas las antiguas ordenanzas de mar, y a que concurrieron los más doctos jurisconsultos y publicistas de Francia, precediendo consulta de los parlamentos, cortes de almirantazgo y cámaras de comercio del reino. Hay en ellas ciertas disposiciones sugeridas por el interés nacional; pero a pesar de este   —205→   defecto, es mirada como un Código de grande autoridad, y con el juicioso comentario de Valin, es una de las fuentes más copiosas y puras de jurisprudencia marítima.

5. Gravámenes a que está sujeto el comercio de las naciones amigas. - El permiso de comerciar con una nación, y de transitar por sus tierras, mares y ríos, está sujeto a varios importantes derechos. Tal es, primeramente, el de anclaje, impuesto que se percibe de toda embarcación extranjera siempre que echa el ancla en un puerto, aunque venga de arribada, o forzada por algún temporal; salvo que habiéndolo pagado saliese, y algún accidente la obligase a volverse, antes de haber hecho viaje a otra parte450.

De aquí proceden también las angarias, o el servicio que deben prestar a un gobierno los buques anclados en sus puertos, empleándose en trasportarle soldados, armas y municiones, cuando se ofrece alguna expedición de guerra, mediante el pago de cierto flete y la indemnización de todo perjuicio. El capitán de una embarcación extranjera que se pusiese en fuga para sustraerse a esta obligación, o que retardase con astucia el trasporte, o de cualquier otro modo suscitase dificultades que perjudicasen al suceso de la expedición, estaría desde luego sujeto a la confiscación de su buque, recayendo también sobre la tripulación las penas proporcionadas a su complicidad. Y si, el capitán aporta maliciosamente a otra parte y vende allí las provisiones o aprestos de guerra, se acostumbra castigarle rigurosamente y aun con el último suplicio, exponiéndose también a graves penas los que comprasen estos efectos a sabiendas. Pero sería contra la equidad el precisar una embarcación a que hiciese segundo viaje.

Ninguna embarcación puede excusarse de las angarias bajo pretexto de dignidad o de privilegio particular de su nación.

Derívase del mismo principio el derecho de embargo, por el cual una potencia prohíbe la salida de los buques anclados en sus puertos, y se sirve de ellos para algún objeto de necesidad pública y no de guerra, indemnizando a los interesados. Este derecho y el anterior se sujetan a unas mismas reglas. Azuni pretende que en el uso del derecho de angarias no se halla el gobierno obligado a indemnizar la pérdida por causa de naufragio, apresamiento de enemigos, o de piratas; pero es mucho más conforme a la equidad natural conceder esta reparación en ambos casos, cuando el accidente que ha causado la pérdida, proviniendo de la naturaleza del servicio, no debe mirarse como enteramente fortuito, y cuando por otra parte el flete no es bastante grande para compensar el peligro.

  —206→  

Otra carga, conocida también con el nombre de embargo, es la que consiste en prohibirse la salida de todos los buques surtos en un puerto, para que no den aviso al enemigo de alguna cosa que importa ocultarle, verbigracia el apresto o destino de una expedición militar451.

Sólo una absoluta urgencia puede autorizar esta suspensión de los derechos de los estados amigos. Pero como la parte interesada es el único juez de la necesidad que se alega, es imposible evitar el abuso. De aquí es que las naciones han procurado eximirse de este gravamen, estipulando que sus naves, tripulaciones y mercaderías no puedan embargarse en virtud de ninguna orden general o particular, ni aun so color de la conservación o defensa del Estado, sino concediendo a los interesados una plena indemnización.

Del derecho de preención (jus praemptionis), por el cual un Estado detiene las mercaderías que pasan por sus tierras o aguas para proporcionar a sus súbditos la preferencia de compra; del de escala forzada, que consiste en obligar las embarcaciones a hacer escala en determinados parajes, para reconocerlas, para cobrar por ellas ciertos impuestos, o para sujetarlas al derecho anterior; del de mercado o feria (droit d'étape, right of staple) que consiste en obligar a los traficantes extranjeros a que expongan al público en un mercado particular los efectos que llevan de tránsito; y del de trasbordo forzado para proporcionar a las naves nacionales el beneficio del flete, acaso no queda ya ejemplo ni aun en los ríos de Alemania; y por la tendencia de las naciones modernas a la inmunidad del comercio y a la facilidad de las comunicaciones se puede anunciar que, si subsisten algunos, desaparecerán totalmente. La convención del 15 de agosto de 1804 entre Alemania y Francia y los reglamentos del Congreso de Viena restringieron considerablemente su ejercicio.

6. Cuarentena. - Entre los gravámenes a que está sujeto el comercio en todo tiempo, no debe omitirse la cuarentena. Cuando un buque es obligado a hacerla, por venir de un puerto apestado, o porque hay otro motivo de temer que propague una enfermedad contagiosa, se le pone en un estado completo de incomunicación por un espacio de tiempo que en general es de 40 días, aunque puede ser mayor o menor según las circunstancias. El principal documento que sirve para averiguar si el buque debe hacer cuarentena y por cuánto tiempo, es el   —207→   certificado, boleta o fe de sanidad, dada en el puerto de donde procede el buque. En este documento se notifica el estado de salud de aquel puerto. Se llama certificado limpio el que atestigua que el puerto se hallaba exento de ciertas enfermedades contagiosas, como la peste o la fiebre amarilla; sospechoso, si había sólo rumores de infección; y sucio, si la plaza estaba apestada. Su falta, cuando el buque viene de paraje sospechoso, se consideraría como equivalente a un certificado sucio.

En todos tiempos ha habido gran diversidad de opiniones sobre el carácter contagioso de varias enfermedades. El de la peste de Levante, por ejemplo, se ha revocado en duda por muchos hábiles profesores de medicina, que la han observado en los países donde aparece más a menudo. No obstante las frecuentísimas comunicaciones comerciales de Inglaterra con las plazas en que suele hacer más estragos la peste, y sin embargo de la notoria facilidad con que se eluden los reglamentos de sanidad en los puertos británicos, no hay ejemplo de que en más de un siglo haya prendido la infección en ellos, o en los empleados y sirvientes de los lazaretos. Ni hay motivo de creer que la peste que afligió a Londres en 1665 y 66 fuese la misma de Levante, y parece más verosímil que la engendrase espontáneamente una viciosa constitución de la atmósfera originada de la estrechez de las calles, la densidad de la población, la escasez de agua para los menesteres domésticos, la acumulación de inmundicias, y otras circunstancias que contribuían a la insalubridad de Londres antes del grande incendio de 1666, desde cuya época no ha ocurrido un solo caso de peste. Es sabido que los turcos no tienen el menor recelo de usar la ropa de los que han muerto de la peste, y que los vestidos y sábanas que quedan en los lazaretos forman uno de los emolumentos de los gobernadores, y se venden públicamente en los bazares. De la fiebre amarilla se cree ya casi universalmente que no es contagiosa. Pero pocas enfermedades habrán producido tanto terror por la actividad del supuesto contagio que la produce, como la cólera morbo que desoló algún tiempo a Europa. En todas partes han sido sin fruto las vigorosas providencias que se han tomado para atajar su carrera, y la opinión que en el día parece tener más séquito es, que la cólera no es contagiosa tampoco; que nace de una constitución atmosférica particular, y que contra sus efectos es mucho más eficaz la policía sanitaria doméstica, que las cuarentenas y lazaretos, porque dado el caso que no detenga la marcha del contagio, por lo menos modera su actividad y disminuye el número de sus víctimas. Admitiendo, pues, que sobre los misteriosos medios de propagación de éstas y otras dolencias no se sabe todavía lo bastante para formar un juicio seguro de la utilidad de las cuarentenas, lo cierto es,   —208→   que para purificar el aire y mantener la sanidad de las poblaciones se debe atender principalmente a la limpieza y ventilación de las ciudades y casas, a la desecación de los pantanos y marjales, buena calidad de las provisiones de abasto, abundancia de agua para el servicio de las habitaciones, y otros bien conocidos objetos de policía doméstica.




ArribaAbajoCapítulo VII

De los cónsules


Sumario: 1. Oficio y clasificación de los cónsules; idea general de sus atribuciones y requisitos para serlo. - 2. Autoridad judicial de los cónsules. - 3. Funciones de los cónsules a favor del comercio y de los individuos de su nación. - 4. Inmunidades de los cónsules.

1. Oficio y clasificación de los cónsules; idea general de sus atribuciones y requisitos para serlo. - Los cónsules452

on agentes que se envían a las naciones amigas con el encargo de proteger los derechos e intereses comerciales de su patria, y favorecer a sus compatriotas comerciantes en las dificultades que les ocurran.

El objeto principal de la misión del cónsul es velar sobre los intereses del comercio nacional, sugerir los medios de mejorarlo y extenderlo en los países en que reside, observar si se cumplen y guardan los tratados, o de qué manera se infringen o eluden, solicitar su ejecución, proteger y defender a los comerciantes, capitanes y gente de mar de su nación, darles los avisos y consejos necesarios, mantenerlos en el goce de sus inmunidades y privilegios, y en fin, ajustar y terminar amigablemente sus diferencias, o juzgarlas y decidirlas, si está competentemente autorizado.

Cuando el comercio llevó a puertos lejanos multitud de navegantes y traficantes de varias naciones, que regularmente viajaban con sus propias mercaderías, los de cada país solían   —209→   elegir un árbitro, que dirimiese sus diferencias según las leyes y usos patrios. Ya con la mira de alentar el comercio extranjero, ya por la influencia de aquel principio que prevaleció tanto en la época de la emigración de los pueblos del norte, cuando se juntaban varias razas en un mismo suelo: «que cada uno debe guardar las leyes de la sociedad en cuyo seno ha nacido»; los soberanos de los puertos dispensaban de buena gana a estos árbitros una autoridad semejante a la de sus jueces, y se la otorgaban algunas veces por privilegios escriturados. Diose a esta especie de magistrados el título de cónsules, porque tal era el que tenían los jueces domésticos de comercio en Pisa, Luca, Génova, Venecia y Barcelona. Pero cuando los comerciantes dejaron de viajar ellos mismos con sus mercaderías, y los contratos y operaciones mercantiles se hicieron por escrito, y por medio de factores y de agentes, fue menguando poco a poco la jurisdicción consular, y prevaleciendo la de las justicias locales; a lo que contribuyó grandemente la semejanza de leyes y usos de los pueblos cristianos. Por eso vemos que subsisten los antiguos privilegios de los cónsules europeos en los puertos de naciones infieles453.

Los Estados más civilizados no empezaron a emplear esta clase de agentes en sus relaciones recíprocas hasta fines del siglo XV o principios del XVI.

Nómbranse, además de los cónsules ordinarios, cónsules generales y vicecónsules; éstos para los puertos de menor importancia, o para obrar bajo la dependencia de un cónsul; aquéllos, para jefes de cónsules, o para atender a muchas plazas comerciales a un tiempo. Las atribuciones y privilegios de estos empleados son unos mismos respecto de los gobiernos extranjeros.

Los cónsules pueden, también, cuando han recibido facultad para ello, nombrar agentes de comercio, cuya obligación es prestar todos los buenos oficios que están a su alcance, a los súbditos del Estado a quien sirven, manteniendo correspondencia con el cónsul respectivo y ejecutando sus órdenes. Algunos Estados conceden a sus ministros diplomáticos y a sus cónsules la facultad de nombrar vicecónsules.

Aunque las funciones consulares parecen requerir que el cónsul no sea súbdito del Estado en que reside, la práctica de las naciones marítimas es bastante laxa en este punto; y nada es más común que valerse de extranjeros para que desempeñen este cargo en los puertos de su misma nación. Las leyes españolas exigen que los cónsules sean ciudadanos naturales   —210→   del Estado a quien sirven, y no domiciliados en España; pero a los vicecónsules se les dispensa del primer requisito454.

Algunos gobiernos prohíben a sus cónsules ejercer la profesión de comerciantes; pero generalmente se les permite. Es una regla recibida que el carácter de cónsul no protege al de comerciante, cuando concurren ambos en una misma persona455.

Ninguna nación está obligada a recibir esta clase de empleados, si no se ha comprometido a ello por tratado, y aun en este caso no está obligada a recibir la persona particular que se le envía con este carácter; pero si no la admite, es necesario que haga saber al gobierno que la ha nombrado, los motivos en que se funda su oposición. El cónsul viene provisto de un despacho o patente de la suprema autoridad ejecutiva de su nación, y su nombramiento se notifica al jefe del Estado en que va a residir, el cual expide una declaración, llamada exequatur, aprobándole y autorizándole para ejercer funciones de tal.

2. Autoridad judicial de los cónsules. - Ningún gobierno puede conferir a sus cónsules poder alguno que se ejerza sobre sus súbditos o ciudadanos en país extranjero, sin el consentimiento de la autoridad soberana del mismo. De aquí es que en los tratados de navegación y comercio se tiene particular cuidado de determinar las facultades y funciones públicas de los cónsules456.

  —211→  

Si un soberano concediese a su cónsul atribuciones judiciales que no estuviesen fundadas en tratado o costumbre, los juzgamientos de estos cónsules no tendrían fuerza alguna en el país de su residencia, ni serían reconocidos por las autoridades locales, pero podrían tenerla en la nación del cónsul y obligarían bajo este respecto a los ciudadanos de ella, y a los extranjeros en sus relaciones con ella.

Los cónsules en los países europeos no ejercen comúnmente sobre sus compatriotas otra jurisdicción que la voluntaria; y en las controversias sobre negocios de comercio sus facultades se limitan de ordinario a un mero arbitraje457. En Inglaterra no tiene autoridad judicial ninguna. El gabinete de Washington, en las instrucciones circuladas a sus cónsules en 1º de julio de 1805, les hace saber que no pertenece a su oficio ninguna especie de autoridad judicial, sino la que expresamente se les haya concedido por una ley de los Estados Unidos, y sea tolerada por el gobierno en cuyo territorio residen; y que todo incidente que por su naturaleza pida la intervención de la justicia, debe someterse a las autoridades locales en caso de no poder componerse por los consejos y amonestaciones del cónsul458. Las leyes españolas declaran que los cónsules no pueden ejercer jurisdicción alguna, aunque sea entre vasallos de su propio soberano, sino sólo componer amigable y extrajudicialmente sus diferencias, y procurar que se les dé la protección que necesiten para que tengan efecto sus arbitrarias y extrajudiciales providencias459. Si registramos los tratados de navegación y comercio y las convenciones consulares, apenas hallaremos estipulación alguna que les confiera más extensas facultades en la administración de justicia. En la convención de 13 de mayo de 1769 entre España y Francia, se previene que «los cónsules no intervengan en los buques de sus respectivas naciones sino para acomodar amigablemente las diferencias entre la gente de mar o entre sus compatriotas pasajeros, de manera que cada individuo, sea capitán, marinero o pasajero, conserve el derecho natural de recurrir a los juzgados del país cuando crea que su cónsul no le hace justicia460. En la antigua convención entre los Estados Unidos y Francia, se les dio cierta especie de jurisdicción en la policía de los buques y en las causas entre los transeúntes de sus naciones respectivas; pero al presente no hay en pie tratado alguno que conceda a los cónsules extranjeros residentes en el territorio   —212→   de la Unión ni aun estas limitadas facultades461. Hacen al mismo propósito el tratado de comercio de 1785 entre Austria y Rusia, artículo 19; el de 1781 entre Francia y Rusia, artículos 6, 7 y 8; el de la misma fecha entre Portugal y Rusia, artículo 4; el de 1816 entre América y Suecia, artículo 5; el de 1818 entre Prusia y Rusia, artículo 16; y otros varios462. Es de notar que las naciones en que más ha florecido el comercio han sido, a excepción de Francia, las más cuidadosas en restringir las atribuciones de cónsules extranjeros, y esto en aquellas mismas convenciones que se dirigían a protegerlo y fomentarlo; lo que prueba que aun en el concepto de estas naciones la autoridad judicial produce más inconvenientes que ventajas.

Francia hubiera querido seguir otro sistema. Ella ha conferido a sus cónsules la facultad de juzgar todo género de controversias entre los comerciantes, navegantes y demás franceses, y aun ha prohibido a éstos llevar los pleitos que tuvieren unos con otros a ninguna autoridad extranjera, conminando a los infractores con una multa de 1.500 francos. Pero oigamos sobre este asunto a uno de los más respetables jurisconsultos y publicistas de Francia.

«El derecho de poner en ejecución una sentencia empleando la fuerza pública es una emanación de la soberanía; todos los Estados están interesados en mantener esta regla, y todos la invocan cuando les llega el caso. Las cortes, tribunales y funcionarios a quienes se ha confiado el ejercicio de la jurisdicción voluntaria o contenciosa, sólo por delegación tienen este derecho; y en las legislaciones más conformes a los verdaderos principios, los decretos judiciales que llevan aparejada ejecución, suelen ir revestidos de una fórmula en que a nombre del soberano mismo se manda emplear en caso necesario la fuerza pública del Estado. Y de aquí es que ningún Gobierno reconoce fuerza ejecutoria en las sentencias o decretos extranjeros, y que, por consiguiente, ningún soberano tiene derecho para instituir en país extranjero, por su sola autoridad, judicatura alguna que decida las controversias entre sus súbditos, y cuyas sentencias tengan fuerza ejecutoria en él.

«Estos principios generales pueden modificarse por las convenciones que intervienen entre los soberanos, no sólo por lo que concierne a la ejecución de las sentencias y decretos extranjeros en su territorio, sino también por lo tocante a la jurisdicción de los cónsules, y al cumplimiento de lo que éstos provean. En esta materia, conocimientos positivos son más necesarios que teorías. Pero no debemos dejar de advertir que   —213→   la diferencia extremada de civilización entre los países iluminados por el cristianismo y los que profesan otras creencias, ha producido necesariamente otra diferencia no menos grande en la jurisdicción consular. Los cónsules extranjeros tienen extensas facultades en los pueblos infieles: el rey se ha procurado allí una especie de extraterritorialidad que da a sus cónsules, sobre todos los individuos de la nación francesa, casi los mismos derechos que ejercería sobre ellos un magistrado ordinario en su patria, y esto aun para la policía, y para la persecución y castigo de los delitos. En las naciones cristianas no es así. Hay pocos países en que las sentencias de los cónsules lleven aparejada ejecución, como las de los jueces locales; pues el mero hecho de haber admitido cónsules con derecho de juzgar, no basta para dar fuerza ejecutoria a sus juzgamientos. A veces debe pedirse esta ejecución, y no se concede sin conocimiento de causa; a veces la jurisdicción consular está reducida a un mero arbitraje.

«Por eso mismo la obligación impuesta a los franceses de no intentar acción alguna contra un compatriota sino ante su cónsul, requiere una distinción. Las leyes no deben aplicarse de un modo contrario a la intención del legislador. El fin que se propone el litigante obteniendo una condenación es el constreñir a su adversario a que la cumpla. Si las relaciones políticas entre Francia y la nación en que reside el cónsul son tales que la condenación consular no serviría de nada al litigante, porque no sería posible hacerla ejecutar allí, no parece justo que se le castigue por haber recurrido a la jurisdicción local, como la sola que pudiese acoger eficazmente la demanda. Así un francés interesado en obtener una sentencia que deba llevarse a efecto en un país donde los tratados no aseguran la ejecución de los juzgamientos consulares, no debería incurrir en ninguna pena por haber demandado a su compatriota ante la justicia local.

«Más aún en este caso el francés que quiere proceder ulteriormente contra su adversario en Francia, tiene interés en provocar una sentencia de su cónsul, que si bien destituida de fuerza en país extraño, cuando el soberano territorial no ha consentido en revestirla de un carácter ejecutorio, no por eso es nula en sí misma y respecto de Francia; antes bien, tiene allí igual valor que los actos de cualquier otro juzgado francés...

«Por claros y verdaderos que sean estos principios, se modifican, cuando por una desconfianza, acaso mal entendida, pero a que puede ser necesario someterse para evitar mayores inconvenientes, el gobierno local no permita al cónsul ejercer funciones judiciales sobre sus compatriotas, aun cuando las sentencias no hayan de ejecutarse sino en Francia. En tal caso el cónsul debe abstenerse de ellas, y Francia tendrá el derecho   —214→   de retorsión contra los cónsules del gobierno que trata de este modo a los suyos»463.

Según el mismo autor, es de derecho común que todas las disputas relativas a los salarios y demás condiciones de enganche de la gente de mar, y todas las contiendas que se suscitan en la tripulación de un buque o entre los marineros y el capitán, o entre los capitanes de dos o más buques, sean decididas por el cónsul. Los jueces locales, aun cuando se ocurre a ellos con esta clase de demandas o querellas, tienen la cortesía de remitirlas al cónsul respectivo, auxiliándole para que se cumplan sus disposiciones, sin apreciar el mérito de éstas. El interés común dicta esas reglas; sin ellas no se podría mantener el orden en las tripulaciones, ni obligarlas a continuar el viaje.

En esta especie de jurisdicción de los cónsules (ejercida a falta de funcionarios consulares por los capitanes respecto de cada buque) y en la que se les haya concedido por capitulaciones o costumbres, se comprenden todos los oficiales y gente de mar de las naves mercantes de su nación, aunque no sean ciudadanos de ella; pues entrando a servir bajo su bandera, se someten tácitamente a sus leyes y usos marítimos464.

Es práctica general que el cónsul legalice los documentos otorgados en el país de su residencia para que hagan fe en su nación. Con el mismo objeto, atestigua los actos relativos al estado natural y civil de las personas, como matrimonios, nacimientos y muertes; da certificados de vida; toma declaraciones juradas por comisión de los tribunales de su país; recibe protestas; autoriza contratos y testamentos. Donde las leyes locales lo permiten, se encarga de los bienes de sus conciudadanos difuntos, que no dejan representantes legítimos en el país, y asegura los efectos de los náufragos, en ausencia del capitán, propietario o consignatorio, pagando el acostumbrado premio de salvamento465.

3. Funciones de los cónsules a favor del comercio y de los individuos de su nación. - Como encargados de velar sobre la observancia de los tratados de comercio, toca a los cónsules reclamar contra sus infracciones, dirigiéndose a las autoridades del distrito en que residen, y en caso necesario al gobierno supremo por medio del agente diplomático de su nación, si le hay, o directamente en caso contrario.

El cónsul lleva ordinariamente un registro de la entrada y   —215→   salida de los buques que navegan bajo su bandera, expresando en él los capitanes, cargas, procedencias, destinos y consignaciones. Suele hallarse facultado para exigir a los capitanes de estos buques manifiestos jurados de la carga de entrada; como también de la carga de salida, cuando llevan destino a los puertos de la nación del cónsul; y esto segundo suele hacerse extensivo a los buques de otras naciones. El cónsul trasmite los duplicados de estos manifiestos a su gobierno.

Según la práctica de Gran Bretaña y de otras naciones, el cónsul no debe permitir que un buque mercante de la suya salga del puerto en que reside, sin su pasaporte; ni concedérselo hasta que el capitán y tripulación han satisfecho todas las justas demandas de los habitantes o prestado seguridad suficiente; a cuyo efecto les exige el pase o licencia de las autoridades locales.

El cónsul debe proteger contra todo insulto a sus conciudadanos, ocurriendo, si es necesario, al gobierno supremo. Si sucediere que las autoridades locales tomen conocimiento de delitos cometidos por sus conciudadanos fuera del territorio a que se extiende la jurisdicción local, reclamará contra tales procedimientos, requiriendo que se reserve cada caso de éstos al conocimiento de su juez competente, y que se le entreguen los delincuentes aprehendidos por las autoridades locales.

Debe también el cónsul, en caso de ser solicitado a hacerlo por sus compatriotas ausentes, inquirir el estado de los negocios de éstos en el distrito consular, y comunicar a las partes el resultado de sus gestiones. Un cónsul, según la doctrina reconocida por los Estados Unidos de América, es, en virtud de su oficio, apoderado nato de sus compatriotas ausentes que no sean representados de otro modo, pudiendo en consecuencia parecer en juicio por ellos, sin que se le exija mandato especial, si no es para la actual restitución de la propiedad reclamada466.

Si el país de su residencia está en guerra, es de la particular incumbencia del cónsul cuidar que por parte de los buques de su nación no se quebrante la neutralidad, e informar a los aseguradores compatriotas si se han invalidado las pólizas por la conducta ilegal de los capitanes o de otras personas interesadas en los buques o cargas.

4. Inmunidades de los cónsules. - Se ha disputado mucho si los cónsules tienen o no el carácter de ministros públicos. Si por ministro público se entiende un agente diplomático, no   —216→   hay fundamento para dar este título a un cónsul. Lo que constituye al agente diplomático es la carta credencial de su soberano, en la cual se acredita para todo lo que diga de su parte. El cónsul no va revestido de esta ilimitada confianza. Su misión no es a la autoridad soberana de un país extranjero, sino a sus compatriotas residentes en él. Por consiguiente, no le conviene el dictado de ministro público sino en el sentido general en que lo aplicamos a todos los empleados civiles.

De aquí es que los cónsules no gozan de la protección especial que el Derecho de gentes concede a los embajadores y demás ministros diplomáticos. En el ejercicio de sus funciones son independientes del Estado en cuyo territorio residen, y sus archivos y papeles son inviolables. Mas por lo tocante a sus personas y bienes, tanto en lo criminal como en lo civil, se hallan sujetos a la jurisdicción local. En la Convención de 1769 entre España y Francia, sólo se da a los cónsules (que sean ciudadanos del Estado que los nombra) la inmunidad de prisión, si no es por delitos atroces; si son comerciantes, esta inmunidad no se extiende a causa criminal o cuasi criminal, ni a causa civil que proceda de sus negocios de comercio; y además se determina, que cuando el magistrado local tenga necesidad de la declaración jurídica del cónsul, no podrá éste rehusarla, ni retardarla, ni faltar al día y hora señalados. En la Convención de comercio del 3 de julio de 1815 entre Gran Bretaña y los Estados Unidos de América, se estipula que en caso dé portarse el cónsul de una manera ilegal u ofensiva al gobierno del país, se le pueda castigar con arreglo a las leyes, si la ofensa está al alcance de éstas, o se le haga salir del país, significando el gobierno ofendido al otro gobierno las razones que haya tenido para tratarle de este modo. Los mismos Estados Unidos y Suecia estipularon el 4 de setiembre de 1816 que en el caso de mala conducta del cónsul se le pudiese castigar conforme a las leyes, privarle de sus funciones, o hacerle salir del país, dándole cuenta del hecho al otro gobierno; bien entendido que los archivos y papeles del consulado no habían de examinarse por ningún motivo, sino que deberían guardarse cuidadosamente, bajo los sellos del cónsul y de la autoridad local.

Vattel cree que el cónsul, por la importancia de las funciones que ejerce, debe estar exento de la jurisdicción criminal del país, a menos que cometa algún crimen enorme contra el Derecho de gentes; y que en todos los otros casos se le debe poner a disposición de su propio gobierno para que haga justicia en él. Otros escritores467 han sido de la misma opinión.   —217→   Pero la práctica moderna, dice Kent, no concede semejantes inmunidades a los cónsules; y puede mirarse como fuera de duda, que el Derecho de gentes no dispensa una protección más especial a estos empleados, que a las personas que han entrado en el territorio de la nación bajo salvo conducto, las cuales en lo civil y criminal están sujetas a la jurisdicción del país468.

Por la citada Convención entre España y Francia se les permite poner sobre la puerta de sus casas un cuadro con un navío pintado y esta inscripción: Consulado de España o de Francia; pero se declara al mismo tiempo que esta insignia no supone derecho de asilo, ni sustrae la casa o sus habitantes a las pesquisas de los magistrados locales, siendo merante una seña de la morada del cónsul para la conveniencia de los extranjeros que necesiten recurrir a él.

La Constitución de los Estados Unidos de América ha dado a la Suprema Corte de la Federación el conocimiento privativo de las causas que conciernen personalmente a los cónsules, como a los embajadores y ministros públicos. En España, para proceder a tomar a los cónsules una declaración jurídica, debe el magistrado trasladarse a su casa, y prevenírselo de antemano por un recado atento, señalándoles día y hora. Es costumbre solicitar del mismo modo su asistencia a los tribunales, cuando es necesaria, y darles asiento en ellos al lado de las autoridades locales.

Los cónsules, como los demás transeúntes, están exentos de la carga de alojamientos, tributos y contribuciones personales; pero no de los derechos impuestos sobre los efectos de uso y consumo469.



  —218→  

ArribaAbajoCapítulo VIII

De los títulos y de las precedencias


Sumario: 1. Títulos. - 2. Precedencia entre las naciones. - 3. Práctica moderna relativa al rango de los Estados y de los agentes diplomáticos, y a los honores reales.

1. Títulos. - Aunque la nación470 puede dar a su conductor los dictados y honras que quiera, es conveniente que en este punto se conforme al uso generalmente recibido, proporcionándolos al poder efectivo. Un Estado de corta población, sin rentas, comercio, artes, ni letras, decorado con el nombre de imperio, lejos de granjearse más consideración y respeto, se haría ridículo.

Las potencias extranjeras, por su parte, no están obligadas a deferir a los deseos del soberano que se arroga nuevos honores. Verdad es que si en éstos no hay nada de extravagante ni de contrario al uso, nada que anuncie pretensiones nuevas en perjuicio de otros Estados, no sería justo rechazarlos. Negar en tal caso a un gobierno extranjero el título que le ha conferido su nación, se miraría fundadamente como una señal de mala voluntad y un disfavor gratuito.

Los soberanos que desean recibir nuevos títulos y honores de parte de las naciones extranjeras, procuran asegurárselos por tratados. A falta de éstos la costumbre hace regla.

Algunas veces el reconocimiento de un nuevo dictado se concede bajo la condición expresa de que por esta novedad no se alterará el orden establecido. Cuando España y Francia reconocieron la dignidad imperial de Rusia, se hicieron dar letras reversales; y como Catalina II rehusase después renovarlas, la corte de Francia el 18 de enero y la de España el 5 de febrero de 1763, declararon que adherían al reconocimiento del nuevo dictado; pero que si en lo sucesivo alguno de los sucesores de la emperatriz llegase a formar pretensiones contrarias   —219→   al orden de precedencia establecido por el uso, volverían por el mismo hecho al estilo antiguo471.

2. Precedencia entre las naciones. -Como las naciones son todas iguales e independientes, ninguna de ellas puede atribuirse naturalmente y de derecho la primacía sobre las otras. Pero por supuesto que un vasto y poderoso Estado es, en la sociedad universal, mucho más importante que un Estado pequeño, la razón dicta que el segundo ceda el paso al primero en todas las ocasiones en que sea necesario que el uno de los dos lo ceda al otro. En esto no hay más que una prioridad de orden, una precedencia entre iguales. Los otros Estados han de dar la primacía al más fuerte, y por consiguiente sería tan inútil como ridículo que el más débil se obstinase en negarla.

La antigüedad es otro punto del que pende el rango, de los Estados, es decir, el orden de precedencia entre ellos. Una nueva nación no puede desposeer a las otras del lugar que tienen ya ocupado.

La forma de gobierno influye poco o nada en el rango. Si la república romana se atribuyó en otro tiempo la preeminencia sobre todos los monarcas de la tierra, si los emperadores y reyes se la arrogaron después sobre las repúblicas, ha consistido sólo en la superioridad de fuerzas, de que a la sazón gozaban. Los Provincias Unidas de los Países Bajos, la República de Venecia, la Confederación Helvética, reconocían la precedencia de los emperadores y reyes- y con todo esto Cromwell supo hacer respetar a todas las testas coronadas la dignidad de la República de Inglaterra, tratando con ellas de igual a igual, y la Francia democrática no se hizo respetar menos en sus relaciones con las monarquías más antiguas de Europa. Así que, por el hecho de mudar un pueblo su gobierno, ni sube ni baja en la escala de las naciones.

En fin, si los tratados, o un uso constante fundado en un consentimiento tácito, han fijado el rango de las naciones, es preciso atenerse a ellos.

3. Práctica moderna relativa al rango de los estados y de los agentes diplomáticos, y a los honores reales. - Como por la división de los Estados de Carlomagno pasó el imperio al hijo primogénito, el menor que heredó el reino de Francia, le cedió tanto más fácilmente el paso, cuanto estaba todavía reciente en aquel tiempo la idea de la majestad del verdadero imperio romano. Sus sucesores siguieron lo que hallaron establecido, y fueron imitados por los otros reyes de Europa. De este modo la corona imperial de Alemania se halló   —220→   en posesión de la primacía entre los pueblos cristianos, y el título de emperador se consideró como el más eminente de todos.

Los reglamentos que dictaron los papas472, y principalmente Julio II, para dirimir las dudas y controversias acerca de la precedencia de los soberanos de Europa, no han sido jamás reconocidos ni observados fuera del recinto de los concilios. Los soberanos tampoco han acordado de un modo formal sus pretensiones recíprocas, y en el Congreso de Viena se agitó esta cuestión vanamente.

Las potencias católicas conceden el primer lugar al Papa, en su carácter de Vicario de Jesucristo y Sucesor de San Pedro. Los otros príncipes que gozan de honores reales, aunque no le miran sino como soberano temporal de los Estados pontificios, y alegan tener derecho a precederle, sin embargo le ceden hoy el paso por cortesía. En el Congreso de Viena los embajadores de Rusia y de Gran Bretaña lo cedieron al nuncio del Papa.

Varias potencias, como Francia, España, Austria y Rusia, no admiten la igualdad de rango de los emperadores y reyes, sino respecto de algunos, y en ciertas ocasiones solamente.

La dignidad imperial o real473 de que estaban revestidos los soberanos más poderosos de Europa al tiempo que el ceremonial empezó a formarse, y la importancia que se dio entonces a la consagración de los emperadores y reyes, han sido las principales causas de las prerrogativas que se han arrogado sobre los jefes de los otros Estados, y que se miran todavía como las más altas y señaladas a que pueden aspirar las naciones. Estas prerrogativas, llamadas honores reales, consisten por parte de los Estados en la precedencia a todos los otros, y en la facultad de nombrar ministros de primera clase para las funciones diplomáticas (prerrogativas concedidas también a las grandes repúblicas, como la Confederación Helvética y los Estados Unidos de América); y por parte de los soberanos en la insignia de la corona imperial o real, y en el tratamiento mutuo de hermanos. El elector de Hesse y los grandes duques reinantes participan más o menos de todas ellas.

Los soberanos que gozan de honores reales sin tener el título de emperador o rey, ceden el paso a estos últimos; así como aquéllos que no están en posesión de los honores reales, lo ceden a todos los que gozan de ellos.

Potencias de igual rango suelen concederse unas a otras la alternativa; alternando entre ellas la precedencia ya en cierto orden regular de tiempo, ya por sorteo, ya tomando cada una el primer lugar en los documentos expedidos por ella. La práctica   —221→   más frecuente en los protocolos de los plenipotenciarios reunidos en una conferencia o congreso, es colocar las firmas en el orden alfabético de sus respectivas potencias.

Por el Derecho natural todo gobierno está autorizado para emplear su idioma en sus comunicaciones con otros. La conveniencia general hizo que Europa adoptase por muchos siglos la lengua latina, a que sucedió casi generalmente la francesa desde el reinado de Luis XIV. Los Estados que todavía retienen la suya, suelen agregar a los documentos internacionales expedidos por ellos una traducción en el idioma de los Estados con quienes tratan, dado que por parte de éstos se corresponda con igual cortesía. Así lo observan la Confederación Germánica, España y las cortes italianas. Los que hablan un idioma común se entienden siempre en él, como sucede entre los miembros de la Confederación Germánica, entre los Estados de Italia, entre Gran Bretaña y los Estados Unidos de América474.

El rango475 que los agentes diplomáticos acreditados a una misma corte han de guardar entre sí, se ha reglado por el acta del Congreso de Viena del 9 de junio de 1815476, al que concurrieron los plenipotenciarios de Austria, España, Francia, Gran Bretaña, Portugal, Prusia, Rusia y Suecia, las cuales invitaron a las otras potencias a adoptarlo. En él se estableció:

1º. Que los empleados diplomáticos se dividiesen en tres clases: 1ª., embajadores, legados o nuncios; 2ª., enviados, ministros u otros agentes acreditados de soberano a soberano; y 3ª., encargados de negocios, acreditados con los secretarios y relaciones exteriores (a los cuales añadieron los plenipotenciarios de Australia, Francia, Gran Bretaña, Prusia y Rusia en el congreso de Aquisgrán o Aix-la-Chapelle, sesión de 21 de noviembre de 1818, la clase de ministros residentes, intermedia entre los de segundo orden y los encargados de negocios).

2º. Que sólo los ministros de primera clase tuviesen el carácter representativo (en virtud del cual se les dispensan en algunas ocasiones las mismas honras que a sus soberanos, si se hallasen presentes).

3º. Que los enviados extraordinarios no tuviesen a título de tales superioridad alguna.

4º. Que en cada clase la precedencia entre los empleados diplomáticos se reglase por la fecha de la notificación oficial de su llegada, pero sin hacer innovación con respecto a los representantes del Papa.

5º. Que en cada Estado se estableciese un modo uniforme de recepción para los empleados diplomáticos de cada clase.

  —222→  

6º. Que ni el parentesco entre los soberanos, ni las alianzas políticas, diesen un rango particular a los empleados diplomáticos.

7º. Que en las actas o tratados entre varias potencias que admitiesen la alternativa, la suerte decidiese entre los ministros para el orden de las firmas. (Hoy se sigue generalmente el de las letras del alfabeto, y así se hizo en este mismo reglamento, firmando los plenipotenciarios en el orden siguiente: Austria, España, Francia, Gran Bretaña, Portugal, Prusia, Rusia, Suecia).




ArribaAbajoCapítulo IX

De los tratados


Sumario: 1. Tratados en general. - 2. Diversas especies de tratados. - 3. Disolución de los tratados. - 4. Pactos hechos por las potestades inferiores; esponsión. - 5. Pactos del soberano con los particulares. - 6. Pactos accesorios.

1. Tratados en general. - Tratado (foedus) es un contrato entre naciones477. Son hábiles para celebrar tratados no solamente los Estados que gozan de una plena y absoluta independencia, sino los federados, o los que se han colocado bajo la protección de otros, siempre que por el pacto de unión o de alianza no hayan renunciado este derecho.

Contratan válidamente a nombre de las naciones sus jefes, si ejercen una soberanía, ilimitada, o si por las leyes fundamentales están autorizados para hacerlo.

Las potestades supremas, o las que tienen el derecho de representar a la nación en sus pactos con los otros Estados, tratan por medio de procuradores o mandatarios revestidos de plenos poderes y llamados por esta razón plenipotenciarios. Cada uno de estos mandatarios tiene derecho para que se le exhiban los plenos poderes del que negocia con él un tratado, pero no las instrucciones478. Las facultades de estos plenipotenciarios   —223→   son definidas por el mandato, y todo lo que prometen sin exceder los términos de su comisión y de sus poderes, liga a sus comitentes. En el día para evitar peligros y dificultades se reservan los príncipes ratificar lo que se ha pactado a nombre de ellos por sus ministros479. Mas, para que pueda rehusarse de un modo honroso la ratificación, es necesario que el príncipe tenga poderosos motivos, como el de haber excedido o quebrantado las instrucciones el plenipotenciario, o el no haberse aprobado el tratado por la legislatura, donde esta aprobación es indispensable para que pueda válidamente ratificarse.

Si el príncipe contratante no ha menester el consentimiento de la legislatura, pero se compromete a cosas que para llevarse a efecto necesitan que se las dé fuerza de leyes, ¿estará o no obligado el cuerpo legislativo, en virtud de una ratificación en que no ha tenido parte, a darles esa forma, o dependerá de su voluntad el que tenga o no valor un pacto debidamente ratificado? Este es un punto en que no puede darse regla segura. El tratado de comercio de Utrecht, entre Francia y Gran Bretaña, quedó sin efecto, porque el parlamento británico rehusó modificar las leyes vigentes de comercio y navegación para adaptarlas al tratado. En los que exigen inversión de caudales la práctica del gobierno británico es estipular que el rey recomendará al parlamento la necesaria aprobación de fondos. Por otra parte, bajo la constitución de Estados Unidos, que confiere al presidente la facultad de ratificar con el asenso del senado, y dar a los pactos nacionales ratificados de esta suerte el carácter de leyes supremas, parece entenderse que el Congreso es obligado a desempeñar la fe pública, expidiendo las leyes necesarias para la ejecución480.

Los tratados son nulos, primeramente, por la inhabilidad de los contratantes481; 2º., por la falta de su consentimiento mutuo, suficientemente declarado482; 3º., por la omisión de los requisitos   —224→   que exige la Constitución del Estado483; 4º., por lesión enorme, que entre Estados no puede ser sino la que envuelve poco menos de una ruina completa; y 5º., por la iniquidad o torpeza del objeto.

Los tratados producen derechos perfectos, de que se sigue: 1º., que un soberano ligado ya con otra potencia por un tratado, no puede celebrar con otras potencias nuevos tratados contrarios al primero; 2º., que si un tratado se halla en contradicción con otro anterior celebrado con diversa potencia, el tratado anterior prevalece; 3º., que si media un pacto secreto entre dos potencias, se procedería de mala fe contrayendo obligaciones opuestas con otra, la cual, descubierto el engaño, tendrá a su arbitrio renunciar el nuevo tratado, o contentarse con la ejecución de las cláusulas que no se opongan al tratado anterior, exigiendo la indemnización de los perjuicios que a consecuencia experimente; 4º., que si llegan a ser incompatibles las promesas hechas en diferentes tratados, con diferentes potencias, las anteriores se entienden absolutas, y las posteriores condicionales.

Cuando un tratado por la mudanza de circunstancias llega a producir a una de las potencias contratantes un daño grave que no pudo razonablemente preverse, obraría contra la equidad la otra potencia, insistiendo en su cumplimiento484.

2. Diversas especies de tratados. - Los tratados son de varias especies. Primera división: tratados en que solamente nos comprometemos a cosas a que estábamos ya obligados por la ley natural, y tratados en que nos comprometemos a algo más.

Los primeros sirven para convertir en perfectos los derechos que naturalmente no lo son. Cuando se estipula cumplir una obligación que por sí misma es de rigurosa justicia, verbigracia abstenernos de una injuria, el tratado no crea ni perfecciona ningún derecho. Mas no por eso dejará de ser útil, sea, por ejemplo, para contener a los pueblos bárbaros, que lo creen todo lícito contra los extranjeros, y a los cuales suele hacer menos fuerza una obligación natural que la que ellos mismos han contraído por una promesa solemne, sea porque añadiendo   —225→   a un delito simple la agravación de las perfidia, se da más eficacia a la sanción moral.

Los tratados en que nos obligamos a algo más de lo que la ley natural nos prescribe, o son iguales o desiguales. En aquéllos los contratantes se prometen cosas equivalentes, ora sea absoluta esta equivalencia, ora proporcionada a las facultades de los contratantes, o a su interés en el objeto del tratado; en éstos, las cargas que se imponen son de diferente valor.

No es lo mismo tratado igual que alianza igual: en los tratados iguales se guarda la equivalencia de concesiones recíprocas; en las alianzas iguales se trata de igual a igual, o admitiendo solamente alguna preeminencia de honor, a la manera que trataban los reyes con el emperador de Alemania, o la Federación Helvética con Francia. De la misma suerte, los tratados desiguales imponen cargas de diverso valor, y las alianzas desiguales establecen una diferencia considerable en la dignidad de los contratantes. Pero estas dos especies de desigualdad andan frecuentemente unidas.

Segunda división: tratados propiamente dichos y convenciones. Los primeros están destinados a durar perpetuamente, o por largo tiempo, verbigracia un tratado de paz, de comercio o de límites. Las segundas se consuman por un acto único, pasado el cual, quedan enteramente cumplidas las obligaciones y extinguidos los derechos de los contratantes, verbigracia, una convención para el canje de los prisioneros que dos beligerantes se han hecho uno a otro485.

Tercera división: tratados personales y reales. Los tratados personales se refieren a las personas de los contratantes y expiran con ellas: los tratados reales no dependen de las personas, y los derechos y obligaciones que constituyen son inherentes a las naciones. Para distinguir unos de otros se debe atender a las reglas siguientes: 1º. Todo tratado concluido por una república es real, y, consiguientemente, no se invalida por las mudanzas que sobrevengan en la forma de gobierno, salvo que se refiera a ella; 2º. Los tratados concluidos por monarcas se presumen generalmente reales; 3º. Los que obligan para siempre o por tiempo determinado son reales, pues no dependen de la duración de la vida de los contratantes; 4º. Lo son igualmente aquellos en que el soberano se empeña por sí y sus sucesores o en que se declara expresamente que tienen por objeto el bien del Estado; 5º. Si el pacto es de aquellos que granjean un beneficio permanente al Estado, hay motivo para presumirlo real, a menos que se exprese o se demuestre claramente   —226→   que se ha concedido este beneficio por consideración a la persona del príncipe reinante; 6º. En caso de duda se presume real el pacto, si rueda sobre cosas favorables, esto es, que tiendan a la común utilidad de las partes, y personal en el caso contrario.

En el día, para evitar dudas, los soberanos determinan cuidadosamente la duración de los tratados, expresando que se obligan a sí mismos, sus herederos y sucesores para siempre, o por cierto número de años, o que sólo tratan por el tiempo de su reinado, o por un asunto personal o de familia, etcétera. Acostumbran también confirmar las alianzas reales estipuladas por sus predecesores, precaución que no es del todo inútil, pues los hombres suelen hacer más caso de las obligaciones que ellos mismos han contraído expresamente, que de aquellas que les han sido impuestas por otros.

Cuando un tratado personal expira por la muerte de uno de los contratantes, se puede dudar si se extinguen o no por el mismo hecho las obligaciones del otro. Si el tratado establece prestaciones determinadas y ciertas, que se suponen equivalentes, y que las dos partes se prometen una a otra como por vía de cambio, el que ha recibido la suya debe dar lo que ha prometido en retorno, o por lo menos compensarlo, o restituir las cosas in integrum. Pero si se trata de prestaciones contingentes e inciertas, que no obligan si no se presenta el caso de cumplirlas, su retorno es también contingente, y llegado el término de la alianza, todas las obligaciones expiran.

Si el sobreviviente, creyendo que el pacto era extensivo al sucesor, obrase en consecuencia, verbigracia, suministrándole tropas o víveres, el soberano beneficiado, o debe mirar el pacto como renovado tácitamente, o recompensar los servicios recibidos.

Los pactos de familia son una especie de tratados personales con la diferencia de no limitarse a un individuo solo, extendiéndose a la familia entera o a los herederos naturales de los contratantes.

Los tratados pueden, además, dividirse en tantas especies, como son los diferentes negocios de que los soberanos pueden tratar unos con otros. Hay tratados de paz, de alianza, de neutralidad, de subsidio, de navegación y comercio, de límites, etcétera. Los tratados que se hacen con el Papa, como jefe de la iglesia católica, para la administración de los negocios eclesiásticos, se llaman concordatos.

3. Disolución de los tratados. - Los tratados se disuelven primeramente por haberse cumplido su objeto. Así, una alianza estipulada para una guerra particular, expira por el tratado de paz.

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2º. Se disuelven por haber llegado a su término, ya sea fijo, como en los tratados de comercio que se estipulan por tiempo limitado, ya eventual, como en los tratados personales, cuando acaba la vida o reinado de uno de los príncipes contratantes, o como en los pactos de familia por la extinción, abdicación o destronamiento de la dinastía reinante.

Se pregunta si la alianza personal expira, cuando por alguna revolución uno de los contratantes ha sido despojado de la corona. Si un rey es injustamente destronado por un usurpador, no pierde el carácter de tal por el solo hecho de perder la posesión del reino, y conservando sus derechos, conserva con ellos sus alianzas. Pero si la nación depone al rey, no toca a ningún otro Estado o príncipe erigirse en juez de su conducta, y el aliado personal que tratase de auxiliarle, haría, sin duda, una grave injuria al pueblo que ha usado de sus derechos deponiéndole. Pero en los casos dudosos y cuando la voluntad nacional no se ha declarado libremente, se debe, naturalmente, sostener y defender al aliado.

Un tratado cuyo término llegó a expirar, puede renovarse por el consentimiento expreso o tácito de las partes. El consentimiento tácito no se presume fácilmente; es necesario fundarlo en actos que sólo pudieron ejecutarse a virtud de lo pactado, y aun entonces es necesario averiguar si de estos actos se infiere la renovación o sólo una extensión del pacto. Cuando cumplido el número de años por el cual se acordaron ciertas franquicias comerciales, siguen los contratantes gozando de ellas a sabiendas, han consentido tácitamente en extender la duración del pacto, y cualquiera de los dos tiene la facultad de terminarlo cuando guste, notificándolo anticipadamente al otro. Pero supongamos que un soberano hubiese estipulado con otro la facultad de mantener guarnición en una de sus plazas durante diez años, pagándole en ellos un millón de pesos. Si expirado el término, en vez de retirar su guarnición, entrega otro millón de pesos y su aliado lo acepta, el tratado en tal caso se renueva tácitamente.

Aunque expirado el término de un tratado, cada cual de los contratantes queda libre, con todo si sólo el uno de ellos hubiese reportado el beneficio, parecería poco honroso que se negase a renovar el pacto, mayormente aproximándose ya el caso de utilizarlo el otro a su vez.

3º. Los tratados se disuelven por la infidelidad de uno de los contratantes. El injuriado puede entonces o apelar a las armas para hacerse justicia, o declarar roto el pacto.

Cuando entre dos naciones hay más de un tratado, por la infracción de uno de ellos no se exime directamente la parte injuriada de las obligaciones que los otros le impongan; pero puede intimar al infractor que si no le hace justicia, romperá   —228→   todos los lazos que la ligan con él, y en caso necesario llevar a efecto la amenaza.

Algunos, extendiendo esta regla a los diversos artículos de un mismo tratado, pretenden que la violación de uno de ellos no es suficiente motivo para rescindir inmediatamente los artículos que no tienen conexión con él. Pero no se trata aquí de lo que pueda hacerse por principios de moderación y generosidad, sino de estricta justicia. Bajo este aspecto, parece más fundada la doctrina de Grocio. Toda cláusula de un tratado tiene la fuerza de una condición, cuyo defecto lo invalida. Estipúlase algunas veces que por la infracción de uno de los artículos no dejarán de observarse los otros; precaución cuerda, para que las partes no se desdigan ligeramente de sus empeños.

4º. Se disuelven los tratados, cuando una de las naciones aliadas se destruye o pierde su cualidad de nación, esto es, su independencia política. Así cuando un pueblo se dispersa, o es subyugado por un conquistador, todos sus tratados perecen. Pero los derechos concedidos a perpetuidad por la nación no se invalidan por la conquista. Lo mismo decimos de las deudas nacionales, o de aquellas para suya seguridad se ha hipotecado alguna ciudad o provincia.

Si un pueblo se pone bajo la protección o dependencia de otro, no puede ser sino con la reserva de las alianzas o tratados anteriores, a los cuales no puede irrogar detrimento por este nuevo pacto. Si lo hace obligado de la necesidad, sus antiguas obligaciones subsisten en cuanto no son incompatibles con él.

La mudanza de forma de una sociedad no cancela sus obligaciones anteriores, y si tuviese algunas que fuesen incompatibles con la nueva forma, sólo por una necesidad imperiosa le sería permitido tomarla.

5º. Se disuelven los tratados por el mutuo consentimiento de las partes.

6º. Se disuelven también por la imposibilidad absoluta de llevarlos a efecto.

7º. En fin, la guerra cancela los tratados que antes de ella existían entre los beligerantes486. Mas esto no debe entenderse de un modo absoluto. Hay tratados que, suspensos durante la guerra, reviven luego sin necesidad de acuerdo expreso. Tales son los de cesión, límites, cambios de territorio, y en general todos aquellos que establecen derechos que no pueden derogarse tácitamente. Un tratado de comercio necesitaría renovarse explícitamente en el tratado de paz, para que no se entendiese que había caducado por la guerra; pero si por un   —229→   pacto anterior a la guerra se hubiese reconocido cierta demarcación de frontera, que no hubiese sufrido alteración por las conquistas de uno de los beligerantes sobre el otro, sería menester, para que no reviviese, que se hiciese una nueva demarcación en el tratado de paz. Aun suponiendo que los de 1783 y 1794 entre Gran Bretaña y los Estados Unidos hubiesen caducado por la guerra de 1812, no se seguiría de aquí la extinción de los derechos de propiedad inmueble, otorgados por los dos primeros a los súbditos de Gran Bretaña en aquellos Estados, y a ciudadanos americanos en Gran Bretaña, y así lo declaró terminantemente la Corte Suprema de Estados Unidos. Según ella, la cancelación de los pactos preexistentes por la guerra no puede mirarse como una regla universalmente verdadera, no obstante la generalidad con que los publicistas la sientan. Cuando en los tratados se conceden derechos de propiedad territorial, o cuando sus estipulaciones se refieren al estado mismo de guerra, sería contra todas las reglas de legítima interpretación el suponer que tales convenios caduquen por el solo hecho de sobrevenir hostilidades entre los contratantes. Si así fuera, decía la Corte, hasta el tratado de 1783, que demarcaba el territorio y reconocía la independencia de los Estados Unidos, habría perecido por la guerra de 1812, y el pueblo americano habría tenido que pelear otra vez por ambos; suposición tan monstruosa, que no es necesario impugnarla. La Corte en conclusión declaró que los tratados en que se estipulan derechos permanentes y arreglos generales que envuelven la idea de perpetuidad, y se refieren al estado de guerra como al de paz, no caducan sino se suspenden, cuando más, por la guerra; y a menos que se renuncien o se modifiquen por nuevos pactos, reviven luego por la paz487.

Apenas es necesario advertir que un tratado no se invalida por medio de protestas secretas, ni por la mudanza de religión de uno de los contratantes; y que no hay autoridad sobre la tierra que pueda absolverlos de sus obligaciones recíprocas488.

4. Pactos hechos por las potestades inferiores; esponsión. - Ligan igualmente a las naciones los pactos celebrados a su nombre por las potestades inferiores, a virtud de una comisión   —230→   expresa o de facultades inherentes a ellas. Se llaman potestades inferiores o subalternas las personas públicas que ejercen una parte del imperio a nombre y por autoridad del soberano, como los generales, gobernadores y magistrados.

Si una persona pública hace un tratado o convención, sin orden del soberano, y sin estar autorizado a ello por las facultades inherentes a su empleo, el tratado es nulo, y sólo puede darle valor la voluntaria ratificación del soberano, expresa o tácita. La ratificación tácita se colige de aquellos actos que el soberano se presume ejecutar a virtud del tratado, porque no hubiera podido proceder a ellos de otro modo. Esta especie de convenio se llama esponsión (sponsio)489.

El esponsor, si el Estado no confirma sus actos, no se halla por eso en el caso de un particular que hubiese prometido pura y simplemente a nombre de otro, sin comisión para ello. El particular está obligado, si no se ratifican sus promesas, a cumplirlas por sí mismo, o a restituir las cosas a su estado anterior, o en fin a indemnizar a la persona con quien ha tratado. Su esponsión no puede tomarse en otro sentido. Pero no sucede así regularmente con el hombre público que ha prometido sin orden ni facultades. Con respecto a él, se trata de cosas que suelen exceder infinitamente sus medios. Si ha obrado de mala fe atribuyéndose una autoridad que no tenía, puede el engañado exigir su castigo; pero si él mismo ha dado a entender que no estaba facultado para ligar a su gobierno, si nada ha hecho para inducir a la otra parte a creerlo así, se debe presumir que ésta ha querido correr un riesgo, esperando que por consideración al esponsor o por otros motivos se ratificaría la convención; y si el éxito no corresponde a sus esperanzas, sólo debe quejarse de su propia imprudencia.

El esponsor, en el caso de desaprobarse lo que ha pactado con un enemigo, no está obligado a entregársele, si no se ha comprometido expresamente a ello, o si la costumbre no le impone esta ley, como se verificaba en el Derecho fecial de los romanos. Satisface a su empeño haciendo de su parte todo lo que legítimamente pueda para obtener la ratificación. Pero si le es posible cumplir por sí mismo el convenio, o dar una indemnización, debe hacerlo para desempeñar su palabra490.

Al soberano del esponsor toca manifestar desde luego su oposición al pacto, si no tiene ánimo de ratificarlo; y restituir todo lo que haya recibido a virtud de él, o en caso de no serie testo posible, su valor. Se deshonraría abusando de la credulidad   —231→   o generosidad del otro contratante, aun cuando fuese su enemigo. Pero si por la excesiva confianza de éste en un pacto cuya ratificación era incierta, hubiese logrado sustraerse a un peligro, la equidad natural no le obligaría a colocarse otra vez en él.

5. Pactos del soberano con los particulares. - El soberano puede también hacer contratos con los particulares, sea de su nación, sea de las extrañas. Las reglas a que están sujetos son las mismas que entre personas privadas; bien que el soberano, usando de su dominio eminente, puede alguna vez anular los pactos hechos con los súbditos, lo cual ya se sabe que sólo tiene cabida, cuando una grave consideración de bien público lo exige, y concediendo una liberal indemnización a los interesados.

6. Pactos accesorios. - Resta hablar de aquellos contratos internacionales que tienen por objeto asegurar la observancia de otros contratos. Se pueden reducir a cuatro: garantía, fianza, prenda y rehenes.

La garantía es un pacto en que se promete auxiliar a una nación para constreñir a otra a que le cumpla lo pactado. La garantía puede prometerse a todas las partes contratantes, o solamente a algunas de ellas o a una sola. Sucede también que los contratantes se garantizan recíprocamente la observancia de lo pactado.

He aquí las reglas principales a que está sujeta la garantía: 1ª., el garante no interviene, sino cuando es requerido a hacerlo; 2ª., si las partes quieren de común acuerdo revocar o modificar sus obligaciones recíprocas, no puede el garante impedírselo: regla importante para precaver el peligro de que un soberano poderoso, a pretexto de una garantía, se ingiera en los negocios de sus vecinos, y trate de dictarles leyes; 3ª., expira la obligación del garante, si las partes alteran lo pactado, sin su aprobación y concurrencia; 4ª., no está obligado a intervenir con la fuerza, sino cuando la potencia garantida no se halla en estado de hacerse justicia a sí misma; 5ª., si se suscitan disputas sobre la inteligencia del pacto garantido, y el garante halla infundadas las pretensiones de la parte a quien ha prometido auxiliar, no le es lícito sostenerlas, por lo cual es de su obligación averiguar el verdadero sentido del pacto; 6ª., es nula de suyo la garantía que recae sobre un pacto inmoral o inicuo; 7ª., en caso de duda se presume que la garantía no expira sino con el pacto principal.

Los soberanos se garantizan a veces el orden de sucesión de una familia, o la posesión de sus Estados respectivos. La   —232→   garantía no es entonces un pacto accesorio, sino un tratado de alianza.

La caución o fianza es un pacto por el cual una potencia se obliga a cumplir lo pactado por otra, si ésta es infiel a su promesa. Es más segura una fianza que una garantía, porque el fiador debe cumplir la promesa en defecto de la parte principal, mientras que el garante tiene sólo la obligación de hacer lo que le sea posible para que el que la ha hecho la cumpla.

Por el contrato de prenda o empeño se entregan, o solamente se hipotecan ciudades, provincias, joyas u otros efectos para la seguridad de lo pactado. Si se ceden al mismo tiempo las rentas o frutos de la cosa empeñada, el contrato se llama anticresis.

Reglas: 1ª. Al tenedor de la prenda sólo compete la custodia, no los frutos ni la administración o gobierno de ella, si no se le han concedido expresamente; y es responsable de la pérdida o deterioro que acaezca en ella por su culpa; 2ª., Si se le concede el gobierno de la ciudad o provincia empeñada, debe mantener su constitución y sus leyes; 3ª., La prenda no puede retenerse, ni la hipoteca subsiste, una vez satisfecha la obligación para cuya seguridad se han constituido; 4ª., Si la obligación no se cumple dentro del término convenido, puede la potencia acreedora apropiarse la prenda u ocupar la hipoteca hasta concurrencia de la deuda o de una justa indemnización.

Los rehenes son personas de consideración que una potencia entrega a otra en prenda de una promesa.

Reglas: 1ª., Dan rehenes no solamente los soberanos, sino las potestades subalternas; 2ª., Sólo un súbdito puede ser dado en rehenes a pesar suyo; no corre esta obligación al feudatario; 3ª., Como los rehenes se suponen ser personas de alta esfera, se miraría como un fraude vergonzoso hacer pasar por tales las que no lo son; 4ª., Sería también grave mengua que el soberano que los ha dado autorizase su fuga, o que habiéndose fugado y siéndole posible restituirlos, no lo hiciese; 5ª., La nación que los entrega debe proveer a su subsistencia; 6ª., Si alguno de los rehenes llega a morir, o sin participación de ella se fuga, no está obligada a poner otro en su lugar, salvo que se haya comprometido expresamente a ello; 7ª., La libertad sola de los rehenes está empeñada: si su soberano quebranta la fe dada, quedan prisioneros; mas según el Derecho de gentes que hoy se observa, no es lícito darles la muerte; 8ª., Se pueden tomar las precauciones necesarias para su custodia; hoy día su palabra de honor se considera como seguridad suficiente; 9ª., Si alguna persona sustituye por cierto tiempo a la que estaba en rehenes y ésta muere, la primera queda libre de todo empeño; si muere el sustituto, dura la obligación del principal; 10ª., Si un príncipe dado en rehenes sucede a la corona, debe permitirse su canje por otra persona o personas,   —233→   que constituyan una seguridad equivalente, pero en caso de infidelidad por parte de la potencia deudora, se podría lícitamente detenerle; 11ª., Cumplida la obligación del soberano de los rehenes, son ipso facto libres, y no es permitido retenerlos por otro motivo, si no es que durante el empeño hayan cometido algún crimen o contraído deudas en el territorio del otro soberano.




ArribaAbajoCapítulo X

Interpretación de los tratados, leyes y otros documentos


Sumario: 1. Necesidad de las reglas de interpretación. - 2. Axiomas generales. - 3. Reglas particulares. - 4. Reglas relativas a la distinción entre lo favorable y lo odioso. - 5. Reglas relativas a los casos de contradicción o incompatibilidad.

1. Necesidad de las reglas de interpretación. - Es necesario fijar reglas para la interpretación de los tratados491, testamentos, leyes y demás actos escritos, que sirvan para fundar derechos entre los diferentes Estados; primeramente por la inevitable ambigüedad a que da margen muchas veces la imperfección del lenguaje; 2ª., por la generalidad de las expresiones que es necesario saber aplicar a los casos particulares que se presentan; 3ª., por la perpetua fluctuación de las cosas humanas, que produce nuevas ocurrencias difíciles de reducir a los términos de la ley o tratado, si no es por inducciones sacadas del espíritu del legislador o de los contratantes; 4ª., por las contradicciones e incompatibilidades aparentes o reales que en lo escrito se nos ofrecen, y que es necesario examinar cuidadosamente para conciliarlas, o a lo menos para elegir entre los diferentes partidos; y 5ª., por la estudiada oscuridad de que se sirven muchas veces los contratantes de mala fe   —234→   para labrarse especiosos derechos, o prepararse efugios con que eludir sus obligaciones.

2. Axiomas generales. - Las máximas generales en materia de interpretación son éstas: 1ª., que no se debe interpretar lo que no tiene necesidad de interpretación; 2ª., que no debe hacerse novedad en la inteligencia de las palabras a que siempre se haya dado un sentido determinado492; 3ª., que si el que pudo y debió explicarse clara y plenamente, no lo ha hecho, es suya la culpa y no puede permitírsele que introduzca después las restricciones que no expresó en tiempo493; 4ª., que ni el uno ni el otro de los interesados tiene la facultad de interpretar el tratado a su arbitrio; 5ª., que en toda ocasión en que cualquiera de los contratantes ha podido y debido manifestar su intención, todo lo que ha declarado suficientemente se mira como verdadero contra él; 6ª., que cuando los tratados se hacen proponiendo una de las partes y aceptando la otra, como sucede en las capitulaciones de plazas, debe estarse principalmente a las palabras de la parte que propone, aceptadas por la otra parte494; y 7ª., que la interpretación de todo documento debe ajustarse a reglas ciertas, propias a determinar el sentido en que su autor o autores lo extendieron, y obligatorias a todo soberano y a todo hombre, en cuanto deducidas de la recta razón y prescritas por la ley natural.

3. Reglas particulares. - Pasando a las reglas particulares que se deducen de estos axiomas, me limito a dar un catálogo desnudo de ellas, remitiéndome, por lo tocante a sus ilustraciones, a Vattel, libro II, capítulo 17.

1. En todo pasaje oscuro el objeto que debemos proponernos es averiguar el pensamiento de la persona que lo dictó; de que resulta que debemos tomar las expresiones unas veces en un sentido particular y otras en el general, según los casos495.

2. No debemos apartarnos del uso común de la lengua, si no tenemos fortísimas razones para hacerlo así. Si se expresa que las palabras se han de tomar precisamente en su más   —235→   propia y natural significación, habrá doble motivo para no separarnos del uso común; entendiendo por tal el del tiempo y país en que se dictó la ley o tratado, y comprobándolo, no con vanas etimologías, sino con ejemplos y autoridades contemporáneas.

3. Cuando se ve claramente cuál es el sentido que conviene a la intención del legislador o de los contratantes, no es lícito dar a sus expresiones otro distinto.

4. Los términos técnicos deben tomarse en el sentido propio que les dan los profesores de la ciencia o arte respectiva; menos cuando consta que el autor no estaba suficientemente versado en ella.

5. Si los términos se refieren a cosas que admiten diferentes formas o grados, deberemos entenderlos en la acepción que mejor cuadre al razonamiento en que se introducen y a la materia de que se trata.

6. De que se sigue que es necesario considerar todo el discurso o razonamiento para penetrar el sentido de cada expresión, y darle no tanto el significado que en general pudiera convenirle, cuanto el que le corresponde por el contexto496.

7. Si alguna expresión susceptible de significados diversos ocurre más de una vez en un mismo escrito, no es necesario que le demos en todas partes un sentido invariable, sino el que corresponda según el asunto (pro substrata materia, como dicen los maestros del arte).

8. Es preciso desechar toda interpretación que hubiese de conducir a un absurdo.

9. Debemos por consiguiente desechar toda interpretación de que resultase que la ley o la convención sería del todo ilusoria497.

10. Las expresiones equívocas u oscuras deben interpretarse por medio de los términos claros y precisos que con relación a la materia de que se trata ha empleado el autor en otras partes del mismo escrito, o en otra ocasión semejante.

11. Debe ser tal la interpretación, que entre todas las cláusulas del razonamiento haya la mayor consonancia; salvo que aparezca que en las últimas se ha querido modificar las primeras. Otro tanto se aplica a los diferentes tratados que se refieren a un mismo asunto.

12. Sabida la razón que ha determinado la voluntad del que habla, han de interpretarse sus palabras de manera que se conformen con ella. Mas es preciso saberla de cierto, y no   —236→   atribuirle intenciones o miras dudosas para violentar el sentido. Mucho menos será lícito suponer motivos secretos, contrarios a los que él mismo ha declarado.

13. Si ha habido más de una razón impulsiva, y es claro que el legislador o los contratantes no han querido la ley o el contrato sino en virtud de todas ellas reunidas, de manera que sin esta reunión no hubiera tenido lugar la disposición de la ley o contrato, la interpretación debe ser copulativa; y si por el contrario es manifiesto que la voluntad ha sido determinada por cada una de ellas separadamente, la interpretación debe ser disyuntiva. Supongamos que se hubiesen ofrecido ventajas particulares a los extranjeros artesanos y católicos que viniesen a establecerse en un país. Si no hay en él necesidad de pobladores, sino meramente de artesanos, y no se tolera otra religión que la católica, es manifiesto que el promisor exige ambas condiciones para que se verifiquen las promesas. Si por el contrario el país está escaso de población y sobre todo de artesanos, y es dominante en él la religión católica, pero no se excluyen las otras, hay motivo de creer que sólo se exige una de las dos condiciones498.

14. Conocida la razón suficiente de una disposición (esto es, la razón o conjunto de razones que la han dictado), se extiende la disposición a todos los casos a que es aplicable la razón, aunque no estén comprendidos en el valor de las palabras; y por el contrario si ocurre un caso a que no es aplicable la razón suficiente, debemos exceptuarlo de la disposición, aunque atendiendo a lo literal parezca comprenderse en ella. En el primer caso la interpretación se llama extensiva, y en el segundo restrictiva. Requiérese para una y otra conocer con toda certidumbre la razón suficiente.

15. No debe estarse al rigor de los términos cuando éstos en su sentido literal envolverían alguna cosa contraria a la equidad natural, o impondrían condiciones demasiado duras, que no es presumible hayan entrado en la mente del que habla499.

16. En todos los casos en que la natural latitud del significado pugna con las circunstancias que el autor ha tenido a   —237→   la vista, y que no ha querido o podido variar, es necesaria la interpretación restrictiva.

17. Si es manifiesto que la consideración del estado en que se hallaban las cosas dio motivo a la disposición o promesa, de manera que faltando aquél no se hubiera pensado en ésta, el valor de la disposición o promesa depende de la permanencia de las cosas en el mismo estado. Así los aliados que hubiesen prometido auxilios a una potencia poco temible por sus fuerzas, tendrían justo motivo para rehusarlos, y aun para oponerse a sus miras, desde el momento que viesen que lejos de haberlos menester, amenazaba a la libertad de sus vecinos.

18. En los casos imprevistos debemos estar a la intención más bien que a las palabras, interpretando lo escrito, como es verosímil que lo interpretaría su autor, si estuviese presente.

19. Cuando el temor de un suceso contingente es el motivo de la ley o del convenio, sólo pueden exceptuarse los casos en que el suceso es manifiestamente imposible.

20. En caso de duda, si se trata de cosas favorables, es más seguro ampliar la significación; y si se trata de cosas odiosas es más seguro restringirla500.

4. Reglas relativas a la distinción entre lo favorable y lo odioso. - Para distinguir la favorable de lo odioso, atenderemos a las reglas siguientes: 1ª., Todo lo que sin causar un gravamen notable a persona alguna, cede en beneficio general de la especie humana, es favorable, y lo contrario es odioso; 2ª., Todo lo que tiende a la utilidad común y a la igualdad de las partes, es favorable, y lo contrario es odioso; 3ª., Todo lo que va a mudar el estado presente haciendo consistir la ganancia de los unos en la pérdida de los otros, es odioso: incommoda vitantis melior, quam commoda petentis est causa; 4ª., Todo lo que contiene una pena es odioso; 5ª., Todo lo que propende a inutilizar un pacto y hacerlo ilusorio, es odioso; 6ª., En las cosas que participan de lo favorable y de lo odioso, debe compararse el bien con el mal, y mirarse como favorable aquello en que prepondera el bien, y como odioso lo contrario.

5. Reglas relativas a los casos de contradicción o incompatibilidad. - Si hay oposición entre dos o más leyes o pactos, he aquí las reglas generales que pueden guiarnos: 1ª., Si el permiso llega a ser incompatible con el precepto, prevalece el precepto; 2ª. Si el permiso llega a ser incompatible con la prohibición, prevalece la prohibición; 3ª., La ley o cláusula   —238→   que manda, cede a la ley o cláusula que prohíbe; 4ª., Lo más reciente prevalece; 5ª., En el conflicto de dos disposiciones, se debe preferir caeteris paribus, la menos general, esto es, la que concierne más especialmente al caso de que se trata; 6ª., Lo que exige una ejecución inmediata, prevalece sobre lo que puede diferirse a otro tiempo; 7ª., En el conflicto de dos deberes, se prefiere el que más importa al género humano; 8ª., En el conflicto de dos tratados, el uno jurado y el otro no, caeteris paribus, el segundo debe ceder al primero; 9ª., De dos cláusulas incompatibles, la que impone una pena, o la que impone mayor pena, debe ser preferida a la otra; y 10ª., Si dos cosas prometidas a una misma persona llegan a ser incompatibles, debemos prestar la que ella elija.




ArribaAbajoCapítulo XI

De los medios de terminar las desavenencias entre las naciones


Sumario: 1. Medios conciliatorios: transacción, mediación, arbitraje. - 2. Elección entre estos medios. -3. Medios en que se emplea la fuerza sin llegar a un rompimiento.

1. Medios conciliatorios: transacción, mediación, arbitraje. -Entre los particulares que han recibido una injuria501 y las naciones que se hallan en el mismo caso, hay esta diferencia: que un particular puede abandonar su derecho, o desentenderse de la injuria recibida, pero a las naciones no es posible obrar del mismo modo sin comprometer su seguridad, porque viviendo en el estado de natural independencia, a cada una de ellas toca la protección y vindicación de los derechos propios, y porque la impunidad de un acto de injuria o de insulto les acarrearía probablemente muchos otros; a lo que se agrega, que los negocios de las naciones son administrados por sus conductores o jefes, a los cuales no es lícito ser generosos en lo ajeno.

Una nación injuriada se halla, pues, muy pocas veces en el   —239→   caso de ceder de su derecho, y todo lo que puede y debe en obsequio de la paz, es recurrir primeramente a los medios suaves y conciliatorios para que se le haga justicia. Estos, después que por la vía de las negociaciones han hecho valer las razones que la asisten y solicitado inútilmente una justa avenencia sobre la base de una satisfacción completa, se reducen a la transacción, la mediación, y el juicio de árbitros.

La transacción es un medio en que cada uno de los contendientes renuncia una parte de sus pretensiones a trueque de asegurar el resto.

En la mediación, un amigo común interpone sus buenos oficios para facilitar la avenencia. El mediador debe ser imparcial, mitigar los resentimientos, conciliar las pretensiones opuestas. No le toca insistir en una rigurosa justicia, porque su carácter no es el de juez. Las partes contendientes no están obligadas a aceptar la mediación no solicitada por ellas, o a conformarse con el parecer del mediador, aunque hayan solicitado su asistencia; ni el mediador por el hecho de serlo se constituye garante del acuerdo que por su intervención se haya hecho.

Tratado el compromiso, esto es, convenidas las partes en someterse a la sentencia de un árbitro, están obligadas a ejecutarla, si no es que por una sentencia manifiestamente injusta se halla éste despojado del carácter de tal. Mas para quitar todo pretexto a la mala fe por una parte o por otra, conviene fijar claramente en el compromiso el asunto de la controversia y las pretensiones respectivas, para poner límites a las facultades del árbitro. Si la sentencia no sale de estos límites, es necesario cumplirla, o dar pruebas indubitables de que ha sido obra de la parcialidad o la corrupción.

2. Elección entre estos medios. - Los medios de que hemos hablado, se emplean con el objeto, ya de evitar, ya de poner fin a la guerra. Para facilitarlos se entablan conferencias y congresos, en que se reúnen los plenipotenciarios de tres o más potencias, a fin de conciliar las pretensiones de algunas de ellas, o dirimir controversias de interés general.

Por lo que toca a la elección de estos medios, debemos distinguir los casos ciertos de los dudosos, y aquellos en que se trata de un derecho esencial, de aquellos en que se agitan puntos de menor importancia. La transacción y el arbitraje convienen particularmente a los casos en que las pretensiones presenten algo de dudoso. Cuando se trata de un derecho claro, cierto, incontestable, el soberano puede defenderlo a todo trance, sin admitir términos medios, ni someterse a la decisión de árbitros; mayormente si hay motivo de creer que la parte   —240→   contraria no abrazaría los medios conciliatorios de buena fe, sino para ganar tiempo y aumentar nuestro embarazo.

En las cuestiones de poca importancia podemos abandonar nuestros intereses hasta cierto punto, y aun estamos obligados a hacerlo en obsequio de la paz y por el bien de la sociedad humana. Pero si se intenta despojarnos de un derecho esencial, si, por ejemplo, un vecino ambicioso amenaza a nuestra independencia, no debemos vacilar en defenderlo, cerrando los oídos a toda especie de transacción o de compromiso.

La mediación es de un uso mucho más general. Sin embargo, estamos autorizados a rechazarla como los otros medios conciliatorios, cuando es patente la mala fe del adversario y con la demora pudiera aventurarse el éxito de la guerra. Pero la aplicación de esta máxima es algo delicada en la práctica. El que no quiere ser mirado como un perturbador de la tranquilidad pública, se guardará de atacar atropelladamente al Estado que se presta a las vías conciliatorias, si no puede justificar a los ojos del mundo que con estas apariencias de paz sólo se trata de inspirarle una falaz seguridad y de sorprenderle. Y aunque cada nación es el único juez de la conducta que la justicia y el interés de su conservación la autorizan a adoptar, el abuso de su natural independencia en esta parte la hará justamente odiosa a las otras naciones, y las incitará tal vez a favorecer a su enemigo y a ligarse a él.

3. Medios en que se emplea la fuerza sin llegar a un rompimiento. - Agotados los medios de conciliación, llega el caso de hacer uso de otros, que sin romper enteramente las relaciones de paz y amistad, son ya un empleo de la fuerza.

El primero de estos medios es el talión, que consiste en hacer sufrir a la potencia ofensora la misma especie de daño que ella ha inferido a la potencia agraviada.

El talión, considerado como una pena, destinada, no a reparar el daño hecho, sino a proporcionar una seguridad para lo futuro escarmentando al ofensor, es un medio demasiado costoso entre particulares, porque dobla el mal a que se aplica como remedio, y aun es menos conveniente a las naciones, porque entre éstas la pena caería difícilmente sobre los autores del daño. ¿Qué derecho habría para cortar la nariz o las orejas al embajador de un bárbaro que hubiese tratado al nuestro de este modo? Semejante procedimiento podría sólo justificarse, cuando el acto talionado fuese habitual en la nación ofensora, cuyos súbditos serían entonces responsables de la conducta de su gobierno, y cuando por otra parte fuese necesario el talión para la seguridad de los súbditos propios.

Señalaremos las especies de talión que no tienen nada de   —241→   contrario el Derecho natural y están autorizados por la costumbre.

Cuando el tratamiento que reciben en un Estado los súbditos de otro, sin llegar a violar sus derechos perfectos, no parece bastante liberal o equitativo, la nación que se crea tratada con poca consideración o favor, puede intimar que usará de retorsión, esto es, que tratará del mismo modo a los súbditos de la otra; y nada le prohíbe llevar a efecto la intimación como un medio de obligar al otro soberano a variar de conducta. Así se practica frecuentemente en materia de navegación y comercio, adoptando un Estado respecto de otros reglamentos particulares, semejantes a los que el segundo ha establecido con respecto al primero.

En materia de injurias contra las personas, a todo lo que se extiende el Derecho de gentes reconocido por las naciones modernas, es a apresar y detener a los súbditos de otro Estado, sea para lograr de este modo la seguridad de los súbditos propios, cuando hay fundamento para temer que se les maltrate, sea para obtener la reparación competante, cuando se ha inferido la injuria. Las personas así detenidas se consideran como una prenda, y su libertad sola está empeñada. No hay, pues, un verdadero talión en este caso.

Cuando se trata de una deuda reconocida, o cuyo reconocimiento se demora con pretextos frívolos, o se niega a virtud de una sentencia manifiestamente parcial o injusta; o cuando se trata de una injuria o daño, que puede valuarse en dinero, y resarcirse por el apresamiento de propiedades de igual valor, se acostumbra hacer uso de represalias, apoderándose la nación agraviada de lo que pertenece a la nación ofensora, y apropiándoselo hasta concurrencia de la deuda o de la estimación del daño recibido con los intereses correspondientes. Si la ofensa ha sido cometida por particulares, no es lícito ordenar o conceder represalias, sino a consecuencia de la denegación de justicia del soberano de la parte ofensora, el cual hace de este modo suya la culpa.

Las propiedades apresadas pueden ser públicas o de particulares. De Estado a Estado, lo que pertenece a los miembros se mira como perteneciente al cuerpo; de que se sigue que en el ejercicio de las represalias no se hace diferencia entre los bienes de los particulares y los del público. Es verdad que de este modo parece recaer sobre los individuos la satisfacción por unos actos en que no han tenido parte; pero esta culpa es del Estado deudor, a quien toca indemnizar a sus ciudadanos por los daños que les ha acarreado su injusticia502.

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Están sujetas al ejercicio de las represalias todas las propiedades que lo están al apresamiento en tiempo de guerra. Las excepciones son las mismas con respecto al uno y al otro, y se tratará de ellas en la parte segunda.

Sólo la potestad suprema tiene la facultad de ordenar o conceder represalias. Cuando un particular se cree dañado en sus intereses por una potencia extranjera, recurre a su soberano para que le permita usar de represalias, y se le autoriza al efecto por una patente que se llama letras de represalia o letras de marca. Sin ella correría peligro de ser tratado como ladrón o pirata.

Como la protección que el soberano debe a sus súbditos es lo único que autoriza este medio de obtener justicia, se sigue que las letras de represalia no pueden darse nunca a favor de extranjeros no domiciliados. Pero el Derecho universal de gentes no se opone a que los tenedores o ejecutores de estas letras sean súbditos de otros Estados.

Si son justas las represalias, es permitida la violencia contra los que se resisten a ellas, y si se hace necesario quitarles la vida, se debe echar la culpa de esta desgracia a su injusta oposición.

La palabra represalias suele tomarse en un sentido más general que el que acaba de dársele, aplicándola a todo acto de talión.

Algunas veces en lugar de confiscarse desde luego los efectos apresados, se detienen solamente, sea con el objeto de restituirlos en caso de obtenerse por otros medios la reparación del daño recibido, sea como una medida de seguridad, cuando   —243→   se teme fundadamente que van a ser violados los derechos de propiedad de la nación o de los súbditos. Esta medida de detención provisional se llama embargo, y participa de la naturaleza del embargo hostil o bélico, de que se tratará más adelante.

El último medio que tenemos de hacernos justicia es apelar a las armas, rompiendo todas las relaciones de paz y amistad con la nación ofensora. Pasamos entonces al estado de guerra, que va a ser la materia de los capítulos que siguen.