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Lección LXI

División de la Oratoria en géneros. -Orígenes de la Oratoria. -Condiciones a que se somete su desenvolvimiento histórico. -Circunstancias que requiere la aparición de cada uno de sus géneros


Dos divisiones pueden hacerse de la Oratoria: una formal y otra esencial. Puede, en efecto, dividirse la Oratoria, atendiendo al medio de expresión, en hablada y escrita, según que el discurso sea pronunciado o leído. Puede también dividirse por razón del asunto en los géneros que indicaremos después.

La división de la Oratoria en hablada y escrita tiene escasa importancia y ninguna utilidad. Aparte de que deben ser preferidas siempre las divisiones esenciales a las formales, la Oratoria escrita no tiene la importancia ni el valor de la hablada. Además de que en los discursos escritos carece el orador de medios poderosos de persuasión, tales discursos son muy escasos, propios casi exclusivamente de la Oratoria académica o de la forense, y pocas veces debidos a grandes oradores. Añádase a esto que destinado el discurso escrito a ser leído en público, es decir, declamado, no se diferencia del discurso hablado hasta el punto de poder constituir género aparte.

Prescindiendo, pues, de esta división, tratemos de formar otra tomando por base el asunto de la composición oratoria. Esta división está hecha por todos los modernos preceptistas y se refiere a los diversos fines humanos. Todos ellos emplean como poderoso instrumento de acción la Oratoria, pudiendo haber, por consiguiente, tantos géneros oratorios como fines.

Sin embargo, como algunos de estos fines no se hallan constituidos socialmente ni tienen instituciones propias al amparo de las cuales la Oratoria pueda desarrollarse; como por otra parte algunos de ellos emplean la Oratoria de un modo tan semejante que, literariamente hablando, no puede dar lugar a la formación de géneros, -el número de éstos no corresponde exactamente al de aquellos, como tampoco su importancia.

En realidad, los fines humanos que dan lugar a verdaderos géneros oratorios, no son más que tres, a saber: la Religión, el Derecho y la Ciencia, que son los que poseen una organización social más acabada. Cierto que el Arte, la Industria, la Moral, también pueden ser objeto de las composiciones oratorias, pero sólo en cuanto éstas exponen sus principios, por lo cual no hay diferencia esencial entre los discursos que se ocupan de tales asuntos y los que versan sobre doctrinas científicas.

Pero si son tres los fines de la vida humana que inspiran a la Oratoria, y a cuyo servicio ésta se pone, no se ha de entender que es igual número el de los géneros oratorios; pues el Derecho se realiza y manifiesta de muy diverso modo, según que es público o privado y ésta diversidad se refleja en la que pudiera llamarse Oratoria jurídica. Los discursos en que se ventilan cuestiones referentes al derecho privado, nada tienen de común con los que se refieren al derecho público o político; habiendo, por tanto, dos géneros de Oratoria jurídica perfectamente distintos, que son la política y la forense.

Reconocemos, por consiguiente, cuatro géneros oratorios: la Oratoria religiosa, que como su nombre lo indica, tiene por objeto exponer y discutir todas las cuestiones relativas a la Religión; la política, que ventila las cuestiones de este género y se pone al servicio de las ideas e intereses de los partidos213; la forense que esclarece ante los tribunales las cuestiones de derecho privado en todas sus ramas y la académica o didáctica, que no es otra cosa que la exposición y discusión de las doctrinas científicas. En realidad, todos estos géneros tienen mucho de didácticos, pues en todos se exponen y discuten ideas y principios de carácter científico; pero al paso que la Oratoria académica limita sus aspiraciones a la enseñanza o esclarecimiento de la verdad, los otros géneros se encaminan a la acción y se proponen resultados prácticos más o menos inmediatos, teniendo, además, en ellos la pasión, el sentimiento y la fantasía una intervención y una importancia que no logran en el género académico, que es en rigor más que un verdadero género oratorio, una manifestación oral de la Didáctica.

Inútil juzgamos repetir aquí lo que siempre hemos dicho al hacer cualquiera división de géneros, a saber, que esta división no es abstracta, que estos géneros son aspectos diversos de una misma cosa, orgánicamente enlazados entre sí, y que caben otros muchos géneros intermedios y compuestos. Así es que los elementos de cada uno de los géneros oratorios se hallan en todos los restantes.

La Oratoria, considerada como enérgica y espontánea manifestación oral del pensamiento, es tan antigua como el hombre. Desde el punto en que desarrollado el instinto social, los hombres se reunieron para empresas comunes, debieron nacer opiniones diversas y haber deliberaciones que precedieran a la resolución y en que aquellas se discutieran. Los hombres de las tribus primitivas deliberaron acerca de sus intereses comunes; los guerreros arengaron a sus huestes; los sacerdotes amonestaron a los pueblos y expusieron las grandezas y maravillas de los dioses; y de esta suerte nació espontáneamente la Oratoria, que se halla bajo estas formas rudimentarias en todos los países, aun los más salvajes.

Más tarde, cuando la civilización se fue desenvolviendo y el Arte adquirió verdadera importancia, la Oratoria adquirió a su vez condiciones artísticas, y de ser espontáneo movimiento del espíritu, se elevó al rango de arte verdadero, y en breve fue poder formidable. Entonces la Oratoria fue objeto de estudio, se trazaron preceptos para los que a ella quisieran dedicarse, y se fundaron escuelas en que recibieran la necesaria enseñanza los futuros oradores. Tales fueron los colegios de los profetas hebreos, las escuelas de los sofistas y retóricos griegos, las de los retóricos latinos y otras semejantes.

Causas muy diferentes concurren, en el curso de la historia, a que prospere o decaiga la Oratoria. Por regla general, puede afirmarse, sin embargo, que la primera condición para que este arte se desenvuelva, es la libertad. Donde el pensamiento y la palabra no son libres, donde el temor enfrena la lengua del orador o la adulación la corrompe y degrada, la Oratoria difícilmente se produce, y casi siempre arrastra mísera existencia. Por eso los pueblos clásicos y las naciones modernas son los que han poseído más distinguidos y numerosos oradores.

Aparte de esta condición fundamental, favorecen o perjudican a la Oratoria otras circunstancias. Una de ellas es el carácter de cada pueblo. Hay razas que por efecto del clima, del temperamento, de la posición geográfica, del carácter y condiciones de su lengua, son locuaces por naturaleza y todo lo fían a la palabra, mientras otras ofrecen fenómenos enteramente distintos. Así se observa que los pueblos meridionales abundan en grandes oradores, notándose lo contrario en los países del Norte. Con excepción de Inglaterra, el cetro de la Oratoria ha pertenecido siempre a los pueblos del Mediodía o del Oriente. Los hebreos, griegos y romanos en la antigüedad; Francia y España en los tiempos modernos, son la mejor prueba de nuestro aserto.

Difícil es determinar a priori cuál de los géneros oratorios antes enumerados es el primero en la serie de los tiempos. Lo más probable, sin embargo, es que fuera la Oratoria política, principalmente en su aspecto militar.

La forense y la académica sólo pudieron producirse en pueblos muy cultos, en que la administración de la justicia se rodeaba de ciertas garantías y solemnidades y en que la Ciencia se cultivaba con interés en asociaciones y establecimientos especiales. Respecto a la Oratoria religiosa, sabido es que no ha existido en la antigüedad sino entre los hebreos y los sectarios del Budismo, y que casi puede considerarse como producto exclusivo de las religiones monoteístas.

La Oratoria política necesita de la libertad, y sólo ha prosperado, por tanto, en los pueblos libres, regidos por instituciones parlamentarias. Sólo en su forma militar puede existir en los pueblos que viven bajo el despotismo, y por eso, desconocida en el Oriente (salvo entre los hebreos), crece y se desarrolla en Grecia y Roma y en los pueblos modernos que viven bajo el régimen constitucional o democrático. Otro tanto sucede con la Oratoria forense y con la académica.

La Oratoria religiosa puede avenirse con un sistema de gobierno despótico; pero no ha existido en todos los pueblos. En realidad, su desarrollo y progreso se deben al Cristianismo.




Lección LXII

Géneros oratorios. -Oratoria religiosa. -Su concepto. -Sus condiciones. -Su influencia social. -Sus diferentes clases. -Su desarrollo histórico


Tiene por objeto la Oratoria religiosa la exposición, propagación y defensa de los dogmas y principios morales de las religiones positivas214. Los discursos pertenecientes a este género se pronuncian ante los fieles con ocasión de la celebración del culto, por regla general.

Si bien participa esta oratoria del carácter de la Didáctica, es en sus formas eminentemente popular, por razón de dirigirse a auditorios numerosos y heterogéneos y por proponerse más bien entusiasmar y edificar por medio del sentimiento, que convencer por medio de la razón. Sin embargo, en los tiempos actuales la Oratoria religiosa va tomando un carácter marcadamente razonador y polemista, a causa de las luchas sostenidas hoy por las Iglesias cristianas contra las negaciones del racionalismo215.

Basándose las religiones mas bien en la fe que en la razón y dirigiéndose por tanto principalmente al sentimiento y a la fantasía, la Oratoria religiosa concede gran predominio al elemento poético, tanto en su fondo como en su forma. El entusiasmo, la unción, el fervor místico, los recursos patéticos, la elegancia y brillantez en el estilo y un lenguaje florido, poético y arrebatador, son las condiciones generalmente exigidas en ella. Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que la claridad, la sencillez y la exclusión de todo sentimiento violento y de todo elemento cómico son condiciones inexcusables de todo punto en este género, tanto por su carácter popular como por la índole del fin social de que es expresión.

Las condiciones de la Oratoria religiosa varían según los géneros en que puede dividirse, según el carácter del auditorio y según las especiales circunstancias históricas en que se produce.

Con efecto, cuando el orador se propone simplemente exponer el dogma, su discurso ha de tener necesariamente un señalado carácter didáctico, siendo difícil que en él quepan elementos poéticos, a no ser cuando a ello se preste el dogma de que se trata. Así, un sermón sobre la Trinidad o la naturaleza de Cristo, habrá de ser metafísico y en cierto modo abstracto, y no habrá en él el movimiento, la acción y la poesía que son propios de un sermón sobre la Soledad de María o la pasión de Jesús.

En los sermones morales, en que el orador trata de corregir las costumbres y fortalecer a sus oyentes en la práctica del bien, mostrándoles las grandezas de la virtud y los horrores del mal, exponiendo los grandes principios de la Moral religiosa, pintando con vivos colores los premios y penas de ultratumba, el orador tiene ancho campo para con mover profundamente al auditorio y espaciar su espíritu por las regiones del sentimiento y de la fantasía. Otro tanto acontece cuando el orador ensalza las virtudes de los santos y el heroísmo de los mártires o pronuncia la oración fúnebre de los monarcas, de los héroes, de las celebridades de todo género. En esta clase de discursos es donde impera con más fuerza el sentimiento y donde la elocuencia religiosa puede llegar al más alto punto de perfección.

Asimismo, cuando el orador no se limita a exponer los principios de la Religión, sino que encomia sus excelencias y perfecciones, la defiende de los ataques de sus enemigos, o refuta las opiniones que le son contrarias, puede competir en energía, vigor, entusiasmo y habilidad con el orador político, y el púlpito convertirse en tribuna, con grave detrimento casi siempre de la unción que es propia de este género.

El carácter del auditorio influye también en las condiciones de la Oratoria religiosa. No pueden ser iguales un sermón pronunciado ante las clases más cultas de la sociedad, reunidas en la catedral de un gran centro de civilización, la plática dirigida al pueblo en la iglesia de una aldea, y la que pronuncia un misionero ante una tribu de salvajes. Desde el sermón filosófico y erudito a veces, poético otras, pero siempre atildado y elegante, hasta la ruda plática popular, familiar y sencilla, la Oratoria religiosa recorre una vasta escala de tonos y formas en que puede remontarse a las más sublimes y elocuentes inspiraciones o descender hasta los más llanos y vulgares conceptos. Para apreciar bien estas circunstancias, el orador religioso necesita conocer al auditorio y poseer el don inestimable de la oportunidad.

Mucho influyen también en este género las circunstancias históricas. Aparte de la acción general que en él tienen las condiciones peculiares de cada pueblo (por lo cual la Oratoria religiosa de los pueblos del Mediodía o del Oriente, difiere mucho de la de los del Norte), influyen también los momentos en que se produce.

Ardiente y entusiasta en las épocas de propaganda, tranquila y reposada en las de dominación, polemista, apasionada, batalladora en las de lucha y combate, la Oratoria religiosa refleja siempre la situación en que se halla la Iglesia, así como el carácter de ésta; pues no cabe comparación, por ejemplo, entre la ardiente oratoria de los antiguos profetas hebreos, la cabalística y metafísica de los rabinos, la pintoresca, apasionada y fanática de los musulmanes, la oratoria protestante, fría, razonadora y más moralista que dogmática, y la oratoria católica, a la vez filosófica, poética, apasionada, entusiasta, mística, sombría, pintoresca, rica en todo género de matices y tonos, y superior en todos conceptos a la de todas las religiones restantes. Ni hay tampoco paralelo posible entre las entusiastas apologías de los primeros cristianos, los doctos y filosóficos sermones de los Padres de la Iglesia, y las apasionadas polémicas de los oradores católicos en el período de lucha comenzado en la Reforma y que hoy ha llegado al más alto punto de exaltación.

Este género oratorio es uno de los que ejercen más profunda y poderosa influencia, por más que rara vez se encamine a conseguir un resultado práctico inmediato216. La alteza del fin a que sirve, la fuerza y arraigo de los sentimientos que excita, la autoridad de que se reviste, el elevado carácter y prestigio del orador, son otras tantas causas que concurren a producir dicha influencia. No menos contribuye a esto la manera especial y las circunstancias en que se pronuncian los discursos de este género. Pronunciados dentro del templo, por un ministro de la Divinidad, y escuchados con profundo respeto y religioso silencio por un auditorio pasivo, inerte, convencido de la verdad que en ellos se encierra y sometido a la autoridad de que son manifestación, su influencia es tanto más poderosa, cuanto que no está contrapesada por la del público. Si éste no se conforma con lo que el orador dice, ninguna protesta, ningún signo de desaprobación lo indica; y por regla general esto no sucede. Lo más frecuente es que el público (compuesto en su totalidad, o poco menos, de fervorosos creyentes) sea como blanda cera que el orador modela a su antojo. Únicamente pueden exceptuarse de esta regla las pláticas de los misioneros; pero aun éstos tienen en su favor su inmensa superioridad intelectual sobre el salvaje auditorio que les escucha.

Cierto es que la Oratoria religiosa no obra inmediata y directamente sobre la voluntad del público, como la política o la forense. Pero si su acción no es rápida, es en cambio eficaz y profundo y a la larga se traduce en hechos. Los acentos austeros o enérgicos, conmovedores o entusiastas del orador religioso, penetran en las almas de los creyentes y causan en ellas profundo efecto. Cuando el orador es elocuente, el auditorio cree escuchar la palabra divina, y lleno de piedad recoge con avidez las frases inspiradas en que se encierran la regla inmutable de la vida, la absoluta verdad y el símbolo de la salvación. Sobre todo, si el orador tiene el acierto de dirigirse más al corazón que a la inteligencia de sus oyentes, despertando en ellos el sentimiento místico y piadoso y exaltando su fe; si a esto une los recursos que pueden causar efecto en la fantasía, desplegando el cuadro de las bellezas que caben dentro de la concepción religiosa, su triunfo es seguro y sin esfuerzo manejará a su sabor al auditorio. La predicación bien dirigida y encomendada a oradores de verdadera elocuencia es, en tal sentido, uno de los más poderosos medios de propaganda, una de las más eficaces armas de que pueden disponer las religiones.

Los discursos religiosos reciben el nombre de pláticas y sermones. Por pláticas se entienden los discursos populares y por sermones los verdaderamente artísticos. Estos últimos pueden dividirse en las siguientes clases:

1ª. Sermones dogmáticos, dedicados a la exposición y defensa de los dogmas, a encomiar las excelencias de la Religión, o a defenderla de los ataques de sus adversarios, refutando además las doctrinas de éstos. En el primer caso se llaman expositivos, en el segundo apologéticos, y polémicos en el tercero. Estos sermones pueden versar sobre dogmas de carácter metafísico (como la Trinidad, por ejemplo), o sobre hechos milagrosos o notables de la historia religiosa o sagrada, estrechamente relacionados con el dogma (como la muerte de Jesús).

2ª. Sermones morales, cuyo objeto es exponer los principios y reglas de la Moral, combatir los vicios, refutar las doctrinas que sean contrarias a ella, etc. Pueden dividirse del mismo modo que los anteriores.

3ª. Panegíricos, destinados a narrar la vida de los santos, a enaltecer sus virtudes, celebrar su heroísmo si son mártires, referir sus milagros, y proponerlos como modelos al auditorio, sacando del relato de sus hechos consecuencias morales de carácter práctico.

4ª. Oraciones fúnebres, que se pronuncian en las exequias de personajes de elevada categoría, como son reyes y príncipes, altas dignidades eclesiásticas, caudillos militares, notabilidades políticas, científicas, artísticas, etc. Se asemejan a los panegíricos, pero con la diferencia que es natural entre encomiar a un santo y a uno que no lo es. Este género puede acercarse mucho, en ciertas circunstancias, al académico y aun al político.

La Oratoria religiosa sólo en ciertas religiones se ha desarrollado y adquirido verdadera importancia. Es indudable que aun en las más toscas manifestaciones de la vida religiosa, debe haber habido algo que se asemejara a la predicación; pero el carácter artístico, la elevación y el grado de desarrollo que ha alcanzado este género, datan de fecha relativamente reciente.

Con efecto, requiere la Oratoria religiosa ciertas condiciones especiales, que no se han realizado en todas las religiones, sino sólo en algunas. Exige, ante todo, que la religión de que sea eco, dé gran importancia a la Moral, sea universal y popular, y manifieste tendencias propagandistas. Requiere, además, la existencia de un sacerdocio bien organizado, que no forme una casta cerrada ni se encierre en impenetrable misterio, sino que viva en medio del pueblo, ejerciendo sobre él directa, inmediata y constante influencia. Necesita, por último, que la predicación forme parte integrante del culto y que se considere como elemento importante de éste.

Fácil es comprender, teniendo en cuenta estas consideraciones, que ni en las groseras religiones de los pueblos salvajes, ni en las de la mayor parte de los pueblos del antiguo Oriente, ni en las de Grecia y Roma, ha podido desarrollarse la Oratoria religiosa. Las primeras, por su rudeza y tosquedad, no consienten manifestación tan elevada del sentimiento religioso. La ley de castas, que excluía al pueblo del culto o le condenaba a papel pasivo y secundario; la escasa importancia que a la vida moral daban las religiones naturalistas y panteístas del Oriente; su carencia de espíritu propagandista; el impenetrable misterio con que rodeaban al dogma sus sacerdotes, eran causas suficientes para que en ninguna de dichas religiones apareciera la Oratoria. Menos aún podía manifestarse en los cultos puramente locales o familiares de los pueblos griegos y latinos, que nunca unieron la Moral a la Religión, ni se cuidaron de la educación religiosa del pueblo, ni atendieron a otra cosa que al aspecto poético del ideal religioso los primeros, y a su aspecto jurídico los segundos.

Sólo en cuatro religiones se ha desarrollado la Oratoria religiosa. El espíritu de propaganda que las caracteriza, sus tendencias a la universalidad, su carácter popular, la importancia que dan a la vida moral, el entusiasta misticismo de que están penetradas, su anhelo de dominar la vida entera, justifican sobradamente este hecho. Estas religiones son: el Cristianismo, el Judaísmo, el Mahometismo y el Budismo. Pero ninguna de ellas ha dado tantos días de gloria a la elocuencia como el Cristianismo, y dentro de él la Iglesia católica.

Los antiguos profetas (señaladamente Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel), y los rabinos hebreos; los bonzos budistas; los ulemas, santones, fakires, morabitos y derviches mahometanos, son los representantes de la Oratoria en estas religiones, y se distinguen generalmente por el carácter místico, entusiasta, y pintoresco de sus discursos. Pero los grandes modelos de este género deben buscarse, como dejamos dicho, en las Iglesias cristianas, y sobre todo, en la católica.

Mucho influyó en el portentoso desenvolvimiento de la Oratoria en la primitiva Iglesia, el hecho de propagarse el Evangelio en el país clásico de la elocuencia, en Roma. La Iglesia heredó las glorias de la Oratoria romana, se inspiró en sus modelos, y por eso desde el primer momento poseyó una pléyade de grandes oradores. Pero el siglo de oro de la elocuencia cristiana primitiva fue el siglo IV, en el cual brillaron, entre otros varones insignes, San Gregorio Nacianceno (328-389), San Gregorio de Niza (330-396), San Atanasio (m. 373), San Basilio (329-379), San Juan Crisóstomo (347-407), San Hilario (300-367), San Ambrosio (340-397), y San Agustín (354-430).

Aunque en la Edad Media la Oratoria decayó a la par que todas las manifestaciones de la cultura, no por eso dejó de haber en aquel tiempo notables oradores sagrados, como San Bernardo (1091-1153), Santo Tomás de Aquino, San Vicente Ferrer (1357-1419), San Francisco de Asís (1182-1226), y otros no menos importantes.

En los tiempos modernos, la Oratoria católica ha recobrado su antiguo esplendor, principalmente en Francia, donde en el siglo de Luis XIV, brillaron los eminentes oradores religiosos Bossuet (1627-1704), Fenelon (1651-1715), Bourdaloue (1632-1704), Massillon (1663-1742), y Fléchier (1632-1710). En el siglo actual se han distinguido en aquel país Lacordaire (1802-1861), Ravignan (1795-1858), el Padre Félix, el Padre Jacinto, y otros de menos importancia.

Italia no ofrece oradores religiosos importantes, excepto el célebre Savonarola (1452-1498). En Portugal sólo se distingue el jesuita Antonio Vieira (1608-1697). En España merecen mencionarse el Maestro Juan de Ávila (1502-1569), Fray Luis de Granada (1504-1588), y el padre Malón de Chaide.

Como oradores protestantes, pueden citarse Lutero, los predicadores alemanes Cramer (1634-1755), Mosheim (1694-1755), Jerusalem (1709-1789), Reinhard (1753-1812), Schleiermacher (1768-1834), y el norte-americano William Ellery Channing (1780-1842).

La Oratoria del protestantismo es notablemente inferior a la católica.




Lección LXIII

Géneros oratorios. -Oratoria política. -Su concepto. -Sus caracteres y condiciones. -Su influencia. -Clases en que puede dividirse. -Desarrollo histórico de este género


Exponer y dilucidar las grandes cuestiones jurídicas, morales, sociales, religiosas, etc., que se suscitan al discutir en los centros políticos las reformas legislativas y al dirigir la gobernación del Estado; defender y propagar los principios de los diversos partidos que se disputan el poder; dirigir, en suma, por medio de la palabra, la marcha de los negocios públicos, tales son los grandes fines que se propone la Oratoria política.

Caracteres muy especiales ofrece este género oratorio, que le colocan a gran distancia de todos los demás. Con efecto, ni en él se hallan la severidad y el carácter didáctico de la Oratoria forense y académica, ni la poesía, unción y sentimiento de la religiosa. Siendo eco de violentas pasiones y exaltados intereses, tanto o más que de principios científicos; representando el interés del momento, más que el permanente; produciéndose casi siempre ante auditorios divididos y apasionados, o agitados y tumultuosos, difíciles de dominar, y que con frecuencia se imponen al orador; tendiendo a un efecto inmediato y a un resultado práctico, no siempre conseguido, aunque con vehemente afán solicitado, y que se trata de alcanzar a toda costa y por todos los medios; -la Oratoria política se distingue por el predominio de la pasión, por el arrebato y vehemencia de sus acentos, por su carácter batallador, y por la importancia que en ella tiene la polémica. Rara vez es didáctica, y caso de serlo, la exposición de los principios no es en ella otra cosa que la bandera que se despliega antes del combate; si apela a la belleza y al Arte, no es tanto por miras estéticas, como por utilizar un arma poderosa y excitar, a la vez que la pasión, la fantasía de los oyentes; difícilmente es templada, mesurada y serena, y mucho menos dulce ni apacible; la pasión en todas sus formas es lo que en ella domina y le da carácter.

La tribuna es un campo de batalla, y el orador político es al modo de caudillo militar, obligado a poner en juego todos los recursos de la estrategia y de la táctica para vencer en una empeñada lid, en que el arma que se emplea es la palabra, que en ocasiones puede ser la más eficaz y mortífera de todas.

De aquí la inmensa variedad de recursos y de elementos que puede emplear el orador político. De aquí también la dificultad de precisar los preceptos a que ha de someterse esta oratoria. Con efecto, el lenguaje severo de la razón, el ímpetu arrebatador de las pasiones, los vuelos atrevidos de la fantasía, las agudezas del entendimiento, las armas penetrantes de la sátira, todos los recursos, todas las maneras de ser de la elocuencia tienen cabida en este género, a cuyo carácter sintético todo está permitido menos el sofisma, la mentira y la falta de pudor. Para este género no existen, por tanto, otras reglas que las que resulten lógicamente del asunto que se ventila o del público a quien el orador se dirige. La primera regla de este género es la libertad.

Como es natural, las condiciones de la Oratoria política varían según los asuntos de que se trata, las circunstancias en que se produce, el carácter de cada país, etc. Así los discursos pronunciados en las Cámaras legislativas se diferencian por razón del asunto sobre que versan; no pudiendo compararse, por ejemplo, los discursos en que se exponen tranquilamente los principios de un partido, o en que se discuten leyes y reformas administrativas, económicas o jurídicas, que no tocan de cerca a la política, con los que versan sobre la conducta de los gobiernos, medidas eminentemente políticas, cuestiones personales, etc.; ni tampoco un discurso expositivo con una réplica o una rectificación. Así, una discusión sobre el Mensaje de la Corona, sobre leyes de imprenta, suspensión de garantías, votos de censura a un ministerio, etc., se distingue notablemente de un debate sobre una ley de aguas, un código mercantil, o ciertos capítulos del presupuesto. Por la misma razón hay gran diferencia entre los debates de las Cámaras constituyentes y de las ordinarias, por ser más vitales los asuntos que en aquéllas se discuten y más definitivas las soluciones que se buscan.

En todos estos casos, la Oratoria política puede recorrer una vasta escala, desde el tono severo y razonador de una exposición verdaderamente didáctica, hasta la violencia de un debate personal.

Mucho influyen también en este género las circunstancias en que se produce. No se habla lo mismo ante las muchedumbres reunidas en el club o en el meeting, que ante las Cámaras legislativas. Diferénciase el tono de un discurso según que se pronuncia ante un severo y reflexivo Senado, compuesto de personas de edad madura y tendencias conservadoras, o ante una vehemente, movible e impresionable Cámara popular. Y no es igual tampoco el lenguaje del orador político en una situación normal y tranquila, o en medio de las agitaciones de una época revolucionaria. A esto debe agregarse que el carácter de cada pueblo influye también en el de la Oratoria política, pues ésta no es igual en los pueblos del Mediodía, siempre apasionados y entusiastas, y en los fríos y razonadores pueblos del Norte. También influye en esto el sistema de gobierno, pues no cabe comparar la elocuencia mesurada de los pueblos sometidos a un régimen templado, con los arrebatos que son propios de las democracias, donde la intervención activa de las clases populares en la gobernación del Estado, imprime a la Oratoria un carácter especial, y hace que en ella preponderen los entusiasmos y violencia de la pasión y las desordenadas inspiraciones de la acalorada fantasía popular, sobre la razón serena y el espíritu mesurado y circunspecto de los hombres de Estado que no se dejan dominar por las impresiones del momento, que tanto influyen en la conducta política de las muchedumbres.

La influencia de la Oratoria política es extraordinaria y lleva ventaja a la de la elocuencia religiosa, con ser ésta tan grande y eficaz. La razón de esto es el predominio que en ella alcanzan las pasiones, la intervención activa que el público tiene en ella, y su carácter eminentemente práctico. El orador político se encamina siempre a una acción inmediata, y aunque no siempre la consigue (sobre todo en las Cámaras, donde la resolución está determinada de antemano y la disciplina de los partidos se sobrepone al efecto de la palabra del adversario), cuando menos logra agitar la opinión y preparar para plazo no lejano la realización de sus aspiraciones. De aquí la importancia que el orador político da a la pasión. Su principal objeto, no tanto es convencer como persuadir, interesar y conmover, y el objetivo a que tiende es la voluntad. Por eso emplea con frecuencia los recursos que obran sobre ésta, es decir, los que afectan al sentimiento, a la fantasía y al interés personal o de partido del auditorio; por eso no repara en medios para lograr sus fines, y su única preocupación es imponerse al público a toda costa, arrancándole la adhesión a lo que en su discurso defiende, y desacreditando y pulverizando con la fuerza de sus razonamientos y la energía y elocuencia de su palabra a los que sostienen lo contrario.

Si el orador consigue sus propósitos, el efecto de su discurso es tan inmenso que puede hasta cambiar la faz de un país; de lo cual no faltan señalados ejemplos en la historia parlamentaria. En la mayoría de los casos este resultado no es inmediato; pero ocasiones ha habido en que lo ha sido, en que la palabra de un hombre ha bastado para derribar o salvar un gobierno, para provocar una revolución, para dar al traste con instituciones que parecían muy sólidas. Verdad es que en casos tales el triunfo del orador se debe a estar trabajada la opinión de tal manera, que la palabra de aquél no ha sido más que la chispa que hace estallar un incendio, cuyos combustibles estaban preparados desde mucho tiempo atrás. Es, pues, la Oratoria política un arma temible y peligrosa, de portentoso y seguro efecto, y es, por tanto, gravísima la responsabilidad del orador cuando, manejándola con imprudencia o de mala fe y poniéndola al servicio del error o de la injusticia, la trueca en instrumento de la ruina de la patria.

El público tiene en este género una intervención más activa que en ningún otro. Siempre prevenido en pro o en contra del orador, más dispuesto a escuchar la voz de la pasión o del interés que el acento severo de la razón y de la justicia, libre de las trabas que coartan la acción del auditorio a quien se dirige el orador religioso, viendo en el orador un ídolo, un fiel servidor y a veces cortesano, o un implacable y aborrecido enemigo, -manifiesta ruidosamente su aprobación o su censura, trata de imponerse al orador, ora exigiéndole que se doble humilde a sus deseos y se haga eco de sus intereses y pasiones, ora tratando de amedrentarlo, cohibirlo y ahogar su voz a toda costa. Obsérvase esto sobre todo en las grandes reuniones populares y en los días de agitación revolucionaria, y es frecuente que entre el orador y su auditorio se trabe un verdadero combate, en que no pocas veces triunfa el primero, si a la elocuencia arrebatadora de la palabra sabe unir el valor personal y la inquebrantable firmeza de su varonil y enérgico carácter.

Por estas mismas razones los triunfos y las derrotas en la Oratoria son más ruidosas que en ningún otro género y la gloria, el prestigio, la popularidad, la autoridad y la influencia del orador son extraordinarias; tanto como pueden serlo su descrédito y oprobio, que a menudo suelen seguir a las primeras, pues el orador político popular fácilmente encuentra al lado del Capitolio la roca Tarpeya y pasa en pocos días de la apoteosis al Calvario.

La Oratoria política puede dividirse en parlamentaria, popular y militar217. Compréndense en la primera los discursos pronunciados en las Cámaras legislativas, Diputaciones provinciales y Ayuntamientos; en la segunda los que se pronuncian en los clubs, meetings y manifestaciones populares; y en la tercera las arengas, proclamas, órdenes del día, etc., dirigidas a los soldados por los caudillos militares. Fácilmente se deduce de cuanto dejamos dicho que la pasión domina más en la Oratoria popular que en la parlamentaria, que su acción es más eficaz o inmediata, y mayor la intervención del público en ella; que en la Oratoria parlamentaria, es donde pueden hallarse elementos didácticos y mayor serenidad y templanza; y que la militar, destinada a excitar el valor y el entusiasmo de los soldados, ha de ser enérgica, clara y concisa, y dirigirse principalmente al sentimiento del honor.

El origen de la Oratoria política debe buscarse en las deliberaciones de las tribus primitivas y en las arengas de los guerreros; pero salvo la Oratoria militar, que es compatible con todos los gobiernos, este género sólo se desarrolla en los pueblos regidos por instituciones democráticas o parlamentarias, porque sólo en ellos existen Asambleas legislativas y centros políticos populares. Por esta razón no encontramos modelos de elocuencia política en el Oriente ni en la Edad Media. Grecia, Roma y los modernos pueblos europeos, especialmente Francia, Inglaterra y España, han sido los pueblos más fecundos en grandes oradores.

En Grecia floreció la Oratoria política, merced a su gobierno democrático. Son oradores griegos de primer orden Temístocles (533-490 a. d. C.), Arístides (m. 469), Pericles (494-429) Licurgo de Atenas (408-326), Démades (m. 318), Foción (400-317), Esquines (393-314) y Demóstenes (385-322) rival de Esquines, enemigo encarnizado de Filipo de Macedonia, el más grande de los oradores griegos, y uno de los renombrados de todos los tiempos. Además merecen citarse, como oradores distinguidos Alcibiades (456-404, a. C.), Critias, Antifón (4,80-411), Andócides (m. 468 a. C.), Hypérides (m. 322), Dinarco (m. 360), Alcidamas y Hegesipo.

Aunque antes de Catón hubo oradores en Roma, puede decirse que la Oratoria latina (tanto la política como la forense), comienza con él y termina en Cicerón, con el cual no compite ninguno de sus sucesores, que la convierten en un ejercicio retórico.

A Catón (123-149 a. d. C.) llamado el Censor y también el Mayor, sucedieron Servio Sulpicio Galba, Lelio, Escipión Emiliano (186-130), Lépido Porcina, Carbón (m. 119), Tiberio Graco (162-133) y su hermano Cayo (152-121), Emilio Escauro, Rutilio, Cátulo, Metelo, Memmio, Craso (140-91), Marco Antonio (144-88), Lucio Marcio Filipo, Cota, Sulpicio Rufo, Hortensio (115-51), César (101-44), y Marco Tulio Cicerón (107-43), el más grande de todos.

En los tiempos modernos la Oratoria política ha llegado a grande altura, sobre todo en Inglaterra, donde apareció primeramente por ser allí más antigua la libertad, en Francia y en España.

La Oratoria inglesa es fría, razonadora, diserta y de un carácter eminentemente práctico; la francesa se distingue por la brillantez, la energía y la pasión; la española por el predominio que en ella tiene la fantasía, por su carácter pintoresco, su arrebatada elocuencia y la pompa y sonoridad de su lenguaje. Pudiera decirse que la oratoria inglesa habla a la razón; la francesa a las pasiones; y la española al sentimiento, y sobre todo a la fantasía.

En Inglaterra se han distinguido el célebre dictador Cromwell (1599-1658), Bolingbroke (1678-1750), Walpole (1676-1745), Lord Chatham (1708-1778), Pitt (1759-1806) Burke (1730-1797), Fox (1749-1806), Sheridan, Oconnell (1775-1847), Gladstone y otros no menos importantes.

En Francia apareció la elocuencia política con la Revolución de 1789. Brillaron entonces el gran Mirabeau (1749-1791), Vergniaud (1759-1793), Barnave (1761-1792), Danton (1759-1794), Robespierre (1759-1794), Isnard (1751-1830), Maury (1746-1817), Cazales (1752-1805), Guadet (1758-1704) y Gensonné (1758-1793). En el presente siglo se han distinguido Foy (1775-1825), De-Serre (1777-1822), Decazes (1780-1860), Manuel (1775-1827), De Villéle (1773-1854), Martignac (1776-1832), Casimiro Périer (1777-1832), Benjamin Constant (1767-1830), Royer-Collard (1763-1845), Villemain (1790-1870), Lamartine, Bérryer (1790-1868), Guizot, Thiers, Julio Favre y Gambetta.

En España brillaron en este siglo Muñoz Torrero, el conde de Toreno (1786-1843), Martínez de la Rosa, Argüelles (1776-1844), Calatrava, Alcalá Galiano (1789-1865), López, Donoso Cortés (1809-1853), González Brabo, Ríos Rosas (1812-1873), Aparisi y Guijarro, Olózaga y otros muchos muy importantes.




Lección LXIV

Géneros oratorios. -Oratoria forense. -Su concepto. -Sus caracteres y condiciones. -Su influencia. -Su desarrollo histórico


Dilucidar las cuestiones a que puede dar lugar la colisión de derechos de los ciudadanos y acusar o defender a los reos de delitos comunes y políticos, tal es el objeto de la Oratoria forense. En ella siempre se defiende o se acusa, siempre se discute una cuestión de derecho civil o penal que importa esclarecer para conseguir de los jueces el fallo anhelado por el orador.

Este género tiene un carácter más práctico que ningún otro, pues del debate forense siempre resulta una resolución (un fallo). Pero este resultado no es el producto de la pasión o del interés, sino de la razón puesta al servicio de la justicia, y por consiguiente el orador no puede influir directamente sobre el sentimiento, sino sobre la inteligencia de los jueces. Además, el público se reduce en realidad a éstos, que son los que han de dictar la sentencia y a los que debe dirigirse el orador, no siendo el auditorio que a los tribunales concurre otra cosa que un mero espectador, que ninguna intervención directa tiene en el asunto y está reducido a un papel pasivo.

Por otra parte, el discurso forense versa sobre un hecho o caso concreto, que da lugar a la aplicación de un principio legal. Lo que importa, por tanto, es esclarecer el primero y determinar precisamente el criterio con que ha de realizarse la segunda; todo lo cual ha de ser el resultado de un proceso puramente intelectual, de una argumentación vigorosa, en que del encadenamiento de los principios y las consecuencias, y de la agrupación de las pruebas, resulte claramente demostrada la tesis que sustenta el orador. Y como toda cuestión forense es de hecho, de nombre y de derecho, lo que importa es: primero, esclarecer aquél, probando o negando su realidad; segundo, precisar su calidad y circunstancias; tercero, determinar la aplicación que al hecho debe tener la ley, interpretando ésta en su relación con el caso particular de que se trata. Probar hechos, defender derechos, interpretar leyes; he aquí lo que ha de hacer siempre el orador forense: y como toda cuestión de hecho es delicada de suyo, toda cuestión de derecho requiere extraordinaria claridad, y toda interpretación de leyes exige notable precisión y sumo tacto, -fácilmente se infiere que la solidez, la precisión y la claridad, tanto en las pruebas y argumentos que constituyen el fondo del discurso forense, como en el lenguaje en que se desenvuelven, son las condiciones fundamentales de este género, en el cual predomina necesariamente el elemento didáctico.

Ha de ser, por tanto, la Oratoria forense templada, severa, razonadora, y las condiciones principales de su lenguaje han de ser la precisión, la claridad y la concisión. No ha de entenderse por esto que el elemento poético esté excluido de ella; lejos de eso, juega importante papel en muchas de sus composiciones.

En efecto, si la severidad, la rigidez metódica, la dignidad del estilo, la naturalidad y claridad del lenguaje son condiciones generales de esta oratoria, varían y se modifican tales condiciones según el asunto de que se trata en el discurso, el auditorio a que éste se dirige y la función que desempeña el orador.

Un pleito en que se discute acerca del mejor derecho que asiste a cada litigante, ora pertenezca la cuestión al derecho personal, ora al derecho real, no puede dar lugar ciertamente a discursos apasionados y sentimentales, sino a disertaciones razonadas y tranquilas en que se expongan detenidamente los hechos, se interprete la ley, y con arreglo a estos datos se esclarezca la cuestión y se determine el mejor o peor derecho que cada parte asiste. Los rasgos de sentimiento y las figuras poéticas rara vez son oportunos en este linaje de cuestiones, antes bien inconvenientes y ridículos.

Pero cuando se trata de una causa criminal; cuando a nombre de la sociedad se pide el castigo de un culpable, o por el contrario se intenta arrancarle al rigor de la justicia, o al menos aminorar su pena; cuando para conseguir tal objeto se invocan altísimas consideraciones y se manifiestan patéticos afectos; cuando siendo dudosa y oscura la culpabilidad del reo, acaso se lucha por salvar a un inocente; y sobre todo, cuando el delito es político y el tribunal se convierte en teatro de lucha política, caben al lado de la fría razón y del método riguroso, el afecto entrañable, el ímpetu vehemente, el acalorado lenguaje del sentimiento y de la fantasía, siendo tales recursos no sólo aceptables, sino altamente oportunos y necesarios.

Varía también en este caso el aspecto del discurso según el carácter del tribunal. No es lo mismo perorar ante jueces encanecidos en el ejercicio de su magisterio y poco dispuestos a prestar oídos a otra cosa que a la ley, o ante jurados populares cuyo criterio no es tanto el texto legal, como la voz de su sensibilidad y de su conciencia. Recursos inútiles ante los primeros pueden ser eficacísimos ante los segundos, y claramente lo prueba así la experiencia en los países donde se halla establecido el Jurado.

Igualmente se modifica el carácter del discurso según el cargo que desempeña el orador, porque la vehemencia disculpable en quien demanda el perdón, parecería impropia en quien exige el castigo; el acusador fiscal debe por esto ser menos apasionado y más severo que el abogado defensor. Pero en el uno y el otro deben condenarse ciertos recursos, como el sarcasmo, la ironía, el ridículo y las agresiones personales, que se avienen mal con la austeridad de la justicia y con el respeto debido al tribunal.

Síguese de lo expuesto que los discursos que versan sobre materia criminal, son los que mayores condiciones artísticas ofrecen, los que abren campo más ancho a la elocuencia, los que mejor pueden contribuir a la reputación del orador. La alteza y trascendencia del fin a que se encaminan; las graves dificultades que suelen entrañar; el esfuerzo de ingenio y la suma de penetración y perspicacia que a veces requieren; la elevada función de que al orador invisten, ora erigiéndole en austero representante de la sociedad y de la justicia, que demandan el castigo del acusado, ora en defensor de la inocencia o en solicitante de misericordia, son circunstancias que prestan a estos discursos un carácter simpático y bello que influye notablemente en su cualidad estética. Por eso estos discursos (que cuando se trata de delitos políticos con la Oratoria política se confunden), son los que causan más hondo efecto en el ánimo del auditorio y los que más justo y universal renombre dan a los oradores forenses.

Con ser la influencia de este género oratorio tan eficaz e inmediata que no pocas veces la palabra tiene en él poder suficiente para hacer que prevalezcan la sinrazón y la injusticia, fascinando el ánimo y cegando la inteligencia de los jueces, no es, sin embargo, tan grande como en los géneros anteriormente expuestos, pues no se extiende más allá del recinto de los tribunales y rara vez determina movimientos generales de la opinión. Débese esto al carácter concreto de las cuestiones sobre que versa, a la constitución especial del auditorio, y sobre todo, al hecho de que las resoluciones prácticas que trata de alcanzar el orador no son más que la aplicación de una ley permanente y no llevan consigo (como acontece en las que intenta conseguir el orador político) una modificación general del orden establecido, que afecte a los intereses de la colectividad. La palabra del orador forense no puede producir un cambio profundo en el orden social; lo que de ella resulte importa sólo a un número reducido de personas, si el asunto es civil; y aunque interese a la sociedad entera, si se trata de una causa criminal, nunca resultará de su discurso otra cosa, que la resolución de un caso concreto. De aquí que (salvo en los procesos políticos), ningún interés de escuela o de partido se halle comprometido en el asunto; de aquí, por consiguiente, que la influencia de este género oratorio no pueda compararse con la del religioso y el político, por más que a ninguno de ellos ceda en importancia.

La Oratoria forense se desarrolla donde quiera que existe una buena administración de justicia que garantice el derecho de los litigantes y de los acusados y la libertad de los oradores. Por eso donde más ha prosperado ha sido en Grecia y Roma y en los pueblos civilizados de la época moderna.

La Oratoria forense de la antigüedad clásica se aproximaba mucho a la política y tenía más influencia que la moderna, así como mayor vehemencia, animación y carácter estético. Contribuían a esto la organización especial de los tribunales, la falta de rigor y precisión de la ley escrita, que dejaba mucho campo a la equidad y a los principios generales de jurisprudencia, la publicidad de los debates y lo numeroso de los auditorios. No es lo mismo perorar desde la tribuna de las arengas, en medio del Foro, y ante el pueblo entero, que en el estrecho recinto de los tribunales modernos.

En nuestros tiempos, el carácter de la Oratoria forense depende también en alto grado de la organización de los tribunales. Por eso es más brillante, eficaz e influyente donde el Jurado existe, que donde sólo funcionan los tribunales ordinarios.

Creemos inútil citar todos los grandes oradores que se han distinguido en este género. Por regla general, casi todos han sido a la vez oradores políticos, y para enumerarlos sería necesario, por tanto, reproducir los nombres ilustres que mencionamos en la lección anterior. Baste decir que los oradores de este género que más fama han obtenido en la antigüedad son: en Grecia, Antifón, Lysias (459-379 a. d. C.) e Iseo; en Roma, Catón, Craso, Marco Antonio, Hortensio, Cicerón, Quintiliano (42-118 d. C.) y Plinio el joven (61-115). En los tiempos modernos pueden citarse Dupin (1783-1865), Bérryer y Lachaud, en Francia; Jovellanos (1744-1811) y Meléndez Valdés, en España; y otros muchos que sería prolijo enumerar, o que hemos mencionado ya al ocuparnos de los oradores políticos.




Lección LXV

Géneros oratorios. -Oratoria académica. -Su concepto. -Su carácter especial. -Sus condiciones. -Sus diferentes clases. -Su desarrollo histórico


El último de los géneros oratorios puede considerarse como una transición a la Didáctica. Con efecto, la Oratoria académica218, cuyo objeto es exponer la verdad, discutir las opiniones científicas, y ensalzar las glorias y grandezas de la Ciencia y del Arte, no es en la mayoría de sus formas otra cosa que una manifestación oral de la Ciencia. No hay en ella el anhelo de obtener un resultado práctico inmediato, de conseguir el triunfo de un propósito determinado, de influir directamente en la voluntad y en los actos de los hombres. Sin duda que en término lejano, a esto se encamina, exponiendo y sustentando principios que a la larga se convierten en hechos; pero esto entra también en los propósitos de la Didáctica, y no puede confundirse con el carácter propio del fin oratorio. Del discurso o del debate académico, no resulta en el acto ningún hecho efectivo; la adhesión de los oyentes a la doctrina expuesta por el orador: he aquí el único resultado inmediato que éste puede proponerse.

Por tales motivos, la Oratoria académica es eminentemente didáctica, severa y razonadora, y en ella tienen menos cabida que en los otros géneros los arrebatos de la pasión y las galas de la fantasía. Sin embargo, ciertas composiciones, cuyo objeto no es enteramente didáctico (aunque con la Ciencia se relacione), pueden ostentar estas cualidades, que se hallan también en las polémicas que sobre cuestiones científicas se suscitan en algunos círculos literarios.

En este último caso, la lucha entre las diferentes escuelas puede ser ardiente y apasionada, por tratarse de un triunfo que, si al pronto no produce un resultado inmediato, en el porvenir puede ser de gran trascendencia. Y como las doctrinas científicas, por abstractas que parezcan, se relacionan estrechamente con los más caros afectos e intereses, como en ellas suelen ir envueltos graves problemas religiosos, sociales y políticos, los debates sostenidos entre escuelas opuestas (sobre todo en el campo de las ciencias filosóficas, morales y políticas), pueden ser tan apasionados y ofrecer tanto interés, calor y movimiento, que compitan con los que son propios de la vida política, y en ellos se manifieste la elocuencia en todo su esplendor.

Síguese de aquí que, por más que la influencia de este género no sea tan eficaz e inmediata como la de los restantes, no por eso deja de ejercerla, sobre todo cuando adopta las formas de la polémica, en cuyo caso se establecen entre los oradores y el auditorio relaciones muy semejantes a las que son propias de la Oratoria política. Y aun la simple exposición de las doctrinas científicas en una cátedra puede ejercer gran influencia en el ánimo de los oyentes, si el orador sabe adornar los principios que expone con las galas de la elocuencia.

Pero aun en estos casos, el orador académico no ha de olvidar que su principal propósito debe ser demostrar la verdad de sus doctrinas, y que no debe sacrificar a los primores del lenguaje la fuerza de los razonamientos y la severidad de la exposición didáctica. Si en otros géneros el orador se cuida, ante todo, de persuadir y conmover, en éste han de cifrarse sus esfuerzos en convencer, no olvidándose nunca de que la solidez de las pruebas, el orden de la exposición y la claridad del lenguaje, son las condiciones fundamentales de este género de discursos.

Dentro de estos límites, permitido ha de serle buscar también el efecto estético y exponer con calor, elegancia y brillantez su pensamiento, siempre que el asunto lo consienta o lo requieran las circunstancias; pues tampoco se ha de pensar que la Ciencia y el Arte son cosas incompatibles y que la primera no puede adornarse con las galas del segundo. Lejos de eso, pocos servicios pueden prestarse a la Ciencia, tan estimables como el de hacerla atractiva, difundirla entre los indoctos, y llevar sus luminosas verdades a todas las inteligencias.

Es de advertir que en este género oratorio es muy frecuente que los discursos sean leídos, lo cual les priva fácilmente de la mejor parte de su efecto, y los asimila a los trabajos puramente didácticos; pues, como hemos dicho, la verdadera manifestación de la elocuencia es la improvisación. En tales casos, el orador está muy expuesto a hacer una fría disertación retórica, en lugar de un verdadero y elocuente discurso.

En la Oratoria académica se comprenden las siguientes clases de composiciones:

1ª. Discursos pronunciados en los debates de los centros científicos y literarios (Academias, Ateneos, etc.). Versan estos discursos, no sólo sobre puntos teóricos, sino sobre cuestiones de carácter práctico, y se asimilan, como antes hemos dicho, a los políticos, de cuyo calor y apasionamiento suelen participar; siendo por tanto, la manifestación más oratoria y menos didáctica de este género.

2ª. Discursos pronunciados (y casi siempre leídos) en las solemnidades científicas, literarias, etc. Ocupan estos trabajos un término medio entre la rigurosa exposición didáctica y el discurso propiamente dicho. Son disertaciones sobre temas concretos, en que puede campear la elocuencia del orador y hallar cabida todo género de elementos artísticos, pero siempre con cierta entonación severa y sin apasionamientos ni violencias. Cuando a uno de estos discursos se contesta con otro (como sucede en las recepciones académicas), puede haber en ellos un tono polémico, tranquilo y mesurado por supuesto. En este grupo pueden comprenderse los discursos de recepción de los académicos, las tesis doctorales universitarias, los discursos de apertura de los establecimientos de enseñanza, centros científicos y literarios, tribunales, etc., los elogios de personas célebres en ciencias, artes y letras (muy semejantes a los panegíricos religiosos y muy susceptibles de galas oratorias), y en general cuantos discursos se pronuncian en las grandes solemnidades científicas, artísticas, literarias, industriales; en suma, en cuantas se refieren a las diversas manifestaciones solemnes de la actividad humana, excepto las religiosas y políticas.

3ª. Conferencias y explicaciones dadas en los diferentes centros de enseñanza. Esta es la manifestación más didáctica de este género oratorio. En estos trabajos todo debe sacrificarse al rigor científico; la pasión no ha de tener entrada en ellos; y el sentimiento y la fantasía han de someterse a las exigencias de la enseñanza. Cabe, sin embargo, que estas composiciones sean elocuentes y bellas; pero no cumplirá ciertamente su deber el profesor que a las galas de la Oratoria sacrifique las necesidades de la Ciencia219.

Inútil es decir que las condiciones de todos estos discursos varían según el carácter del auditorio y las circunstancias en que se pronuncian. Así, los debates de una asociación científica o literaria libre, son más animados y tumultuosos, por regla general, que los de las corporaciones oficiales. Los discursos pronunciados en las solemnidades literarias varían según el carácter de la solemnidad, el del orador y el del auditorio; no siendo igual el tono de un discurso académico y el de una tesis doctoral, por ejemplo. En las mismas explicaciones de cátedra se observa otro tanto, pues no es idéntico el lenguaje del que regenta una clase de niños y el del que se dirige a adultos, ni son iguales las conferencias de un Ateneo, las de una Universidad y las de un establecimiento de enseñanza popular. Acomodarse al grado de inteligencia y cultura del auditorio, al carácter del sitio en que habla y a la significación de la solemnidad en que toma parte, son obligaciones del orador académico que, como todos, nunca debe olvidarse de la oportunidad.

En la Oratoria académica no caben formas populares. Es un género puramente erudito, que sólo se desarrolla donde la vida intelectual es muy rica y la Ciencia está organizada en poderosas instituciones. Así es que sólo en pueblos muy civilizados existe este género.

Para citar los nombres de los que en él se han distinguido, nos sería preciso enumerar la mayor parte de los grandes pensadores de todos los tiempos, tarea tan difícil como enojosa. Renunciamos, pues, a emprenderla y nos limitamos a indicar que la Oratoria académica fue muy cultivada en Grecia y Roma por los sofistas y retóricos, que de ella hacían una profesión y tenían establecidas escuelas con este objeto. Isócrates (436-334), se distinguió en este género entre los griegos, y entre los romanos Marco Anneo Séneca (58 a. d. C. 32 d. C.), Quintiliano y Plinio el joven. En los tiempos modernos han brillado en este género muchos y muy notables oradores que sería prolijo enumerar.






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La didáctica



Lección LXVI

Concepto de la Didáctica. -Sus relaciones con los demás géneros literarios. -Su valor artístico. -Sus relaciones con la Ciencia. -Manera especial con que son consideradas las obras didácticas por la crítica literaria. -Condiciones de la Didáctica. -Cualidades especiales del lenguaje didáctico. -División de la Didáctica. -Su desarrollo histórico


La Didáctica es, como la Oratoria, un arte bello-útil, que proponiéndose la satisfacción de una necesidad del espíritu humano (la indagación y comunicación de la verdad), y no la mera realización de la belleza, no tiene propia finalidad; siendo, por el contrario, su fin extraño al Arte, el cual se convierte en este género en medio para el cumplimiento del fin científico. La Didáctica es, con efecto, la exposición artística de la verdad por medio de la palabra escrita.

Siendo evidentes las diferencias que separan de la Poesía a este género literario, es inútil mostrarlas; en cambio, debemos señalar las que lo distinguen de la Oratoria, con la cual tiene no pocas afinidades.

Tienen de común la Oratoria y la Didáctica el carecer de propia finalidad artística y el servirse del lenguaje prosaico; pero se diferencian: 1º. En que la Didáctica no emplea la palabra hablada; 2º. En que se limita a la exposición de las verdades científicas; 3º. En que no se propone un fin práctico inmediato; 4º. En que por regla general se dirige exclusivamente a la inteligencia, trata sólo de convencer, y no de conmover y persuadir, y no ejerce influencia directa en la voluntad; 5º. En que la producción de la belleza es en ella un fin muy secundario, de que con frecuencia prescinde, y no un elemento importante como en la Oratoria; 6º. En que no hay en ella verdadera concepción estética; 7º. En que sus elementos artísticos residen únicamente, por lo general, en su forma exterior.

La composición oratoria es una obra de arte, no sólo por su forma exterior, sino por la interna. Si no crea, como la Poesía, verdaderas formas imaginativas, cuando menos en la estructura de sus producciones, en los recursos de que se sirve, en la importancia que da a los elementos estéticos, la Oratoria aventaja a la Didáctica. Al fin extra-artístico que se propone, acompaña siempre el fin estético, y la producción de la belleza interesa en alto grado al orador. Nada de esto sucede en la Didáctica. La forma interna de sus obras no es estética, y si lo es por ventura, resulta así en la mayoría de los casos, porque el asunto lo lleve consigo, mas no porque de ello se cuide el escritor. Conténtase éste casi siempre con que la forma exterior de su trabajo (el estilo y el lenguaje) posean condiciones artísticas, y en caso necesario no vacila en sacrificar este requisito a las exigencias del pensamiento científico.

Es, pues, la Didáctica el menos artístico de todos los géneros literarios, toda vez que sólo en su forma exterior realiza la belleza220; pero cabe, sin embargo, dentro del Arte literario como género que produce lo bello, siquiera sea secundaria y accidentalmente. Importa tener en cuenta, no obstante, que las composiciones didácticas que no cumplan esta condición, no pueden ser consideradas como literarias, y que, por consiguiente, no entran en la literatura todas las manifestaciones escritas del pensamiento humano, sino únicamente las que ostenten formas exteriores dignas de llamarse bellas. Un tratado de matemáticas, por ejemplo, no puede incluirse entre las obras literarias.

Infiérese fácilmente de todo lo expuesto, que la Didáctica está íntimamente relacionada con la Ciencia, aunque de ella esencialmente se distinga, como también del arte científico.

En toda obra científica deben distinguirse dos cosas: el fondo y la forma externa que pertenecen a la Ciencia y la forma exterior que corresponde a la Literatura. La obra científica es la exposición de un sistema de conocimientos verdaderos y ciertos, hallados mediante libre y metódica indagación y desarrollados según un plan formado artísticamente. El arte de desenvolver metódicamente y según principios racionales todo el sistema de conocimientos que constituye la Ciencia, es lo que se llama arte interno científico, derivación del arte de pensar y conocer, que es una de las partes de la Lógica, en la cual deben ser expuestos los principios del arte científico. Pero la obra científica es formada para comunicar y enseñar la Ciencia a los hombres, y como el único medio de comunicarse éstos entre sí es la palabra, las verdades que constituyen el fondo de la Ciencia han de expresarse sensiblemente por medio de la palabra, siendo esta expresión la Didáctica. Este arte de expresar en la palabra la verdad científica se liga íntimamente y subordina al arte científico, cuya encarnación es por decirlo así, correspondiendo al metódico desarrollo del contenido de la Ciencia su información también metódica, y en lo posible bella, en la palabra, y viniendo a ser, por tanto, la Didáctica, la forma del arte científico, la forma exterior de la Ciencia.

Por consiguiente, el fondo de la obra didáctica es el sistema de conocimientos que constituyen la Ciencia a que se refiere; su forma interna es la construcción metódica debida al arte científico; y sólo su forma exterior (estilo y lenguaje) es lo que hay de literario en ella. Literariamente considerada, es la Didáctica, por tanto, una mera forma exterior, una simple vestidura estética de la Ciencia, un medio que ésta emplea para difundirse entre los hombres.

De lo dicho se deduce fácilmente el carácter con que debemos tratar aquí las obras científicas. Siendo su fondo ajeno a nuestro fin, sólo nos ocuparemos de su forma exterior, de su expresión en la palabra. De este carácter especial con que a nuestros ojos han de aparecer las obras científicas, resulta que para el literato estas obras valen sólo bajo su aspecto exterior y formal, no bajo el aspecto científico, pareciéndole superior (literariamente hablando) una obra científica de todo punto falsa en sus principios, pero bien escrita, a otra que científicamente la aventaje, pero que en su estilo y lenguaje sea defectuosa; así, por ejemplo, para el crítico filósofo Kant es superior a Cicerón, pero para el crítico literato Cicerón supera a Kant.

Fácil es ahora señalar las condiciones de las obras didácticas. Las formas propias de toda composición de este género son la exposición, la narración, la descripción y alguna vez la forma dialogada y la epistolar, excluyéndose las formas indirectas (símbolos, alegorías, ficciones novelescas) que sólo se toleran en las obras didácticas populares. La exposición es la forma más generalmente usada en estas composiciones, siendo la narración propia de las obras históricas, la descripción, de las obras dedicadas a exponer ciencias naturales y el diálogo, y la forma epistolar, de las ciencias morales, de la crítica, etc.

La fantasía goza de bien escasa libertad en la Didáctica. Como quiera que la verdad es la primera e inexcusable condición de toda obra didáctica, las ficciones poéticas están excluidas de este género y apenas son toleradas en algunas obras de carácter popular. Puede decirse, por tanto, que la fantasía creadora no existe en la Didáctica. En cambio la fantasía reproductiva y la schematica221, representan en ella un gran papel, sobre todo esta última, pero una y otra absolutamente subordinadas a la razón y sujetas a las exigencias del pensamiento científico.

A igual ley se somete el estilo. Severo y majestuoso, rara vez florido, casi nunca poético, ni puede reflejar tan vivamente como en la Poesía la individualidad del escritor, ni le son permitidas las galas que en aquel género reviste. El estilo severo es el más propio de las obras didácticas, sobre todo de las que se consagran a la exposición de ciencias filosóficas, jurídicas, experimentales, etc. El estilo compuesto puede emplearse en las obras religiosas, políticas, morales, en la exposición de la ciencia literaria, y sobre todo en la Historia, en la que puede tener cabida, mantenido por supuesto en justos límites, el estilo florido, que también suele ser empleado en las obras de carácter popular.

El lenguaje se somete a las mismas exigencias. El lenguaje puramente literario es el verdadero lenguaje didáctico; el lenguaje poético rara vez es admisible en este género. Las formas indirectas de expresión, las figuras, los tropos, las licencias poéticas, son galas casi enteramente excluidas de la Didáctica. Solamente en la Historia pueden permitirse estas bellas formas del lenguaje (excepto la versificación), siempre que de ellas no se abuse. En los demás géneros una imagen, una metáfora, no son admitidas sino por vía de ejemplo. Las condiciones esenciales del lenguaje didáctico son la claridad, la propiedad y la corrección: claridad para que el pensamiento científico sea fácilmente comprendido; propiedad rigurosa en el vocablo y en la frase, que han de reducirse a ser expresión exactísima de los conceptos juicios y razonamientos en que se exprese el fondo de la Ciencia; corrección extremada, porque no pocas veces la incorrección del lenguaje da al pensamiento una oscuridad que realmente no tiene.

Hay en el lenguaje didáctico un elemento que le es peculiar y que no aparece en el poético: el tecnicismo, esto es, el empleo de vocablos y giros especiales, exigidos por el pensamiento científico. Efectivamente, siendo el lenguaje expresión de todo nuestro ser y por tanto, de todos los fines de nuestra vida, contiene en su unidad multitud de lenguajes especiales (técnicos), apropiados a cada fin, entre los que figura el lenguaje de la Ciencia. Apareciendo en el desarrollo del pensamiento científico conceptos nuevos o al menos poco conocidos, y habiendo de ser expresados con palabras, suele suceder que en el lenguaje común no hay vocablo que propiamente los exprese, siendo necesario por tanto inventar un vocablo nuevo, un término técnico. Mas como la libertad en la admisión de estos términos puede dar lugar a muchos abusos que corrompan el lenguaje y perjudiquen a la conservación del carácter propio de cada idioma, conviene amoldarse en este punto a las siguientes reglas:

1ª. Sólo puede adoptarse un término técnico nuevo cuando en el lenguaje común no haya palabra alguna que pueda expresar el concepto científico que el nuevo término significa.

2ª. Todo vocablo nuevo de carácter técnico ha de ser formado con raíces propias del idioma hablado por el escritor que le quiere introducir, o al menos de la lengua madre de este idioma o de alguna de sus afines; pero jamás de lenguas enteramente extrañas, pertenecientes a tronco filológico distinto.

3ª. Cuando el pensamiento científico no sólo exija la admisión de nuevos vocablos, sino de nuevos giros, además de ser indispensable comprobar la necesidad absoluta de esta innovación, los giros nuevos se formarán con estricta sujeción a las leyes sintáxicas de la gramática general y a las que sean peculiares a la gramática de la lengua nacional. Bajo ningún pretexto podrá jamás el escritor didáctico infringir las leyes sintáxicas de su idioma patrio.

Tales son en suma las condiciones de la Didáctica. Réstanos ahora clasificar las obras pertenecientes a ella, siquiera no pueda afirmarse con verdad que lleguen a constituir géneros como en la Poesía. La razón es obvia. Los géneros poéticos se determinan por el fondo y por la forma y como el fondo de las obras didácticas es extraño al Arte literario, toda base de clasificación se refiere más o menos directamente a la forma y no puede dar lugar a la formación de verdaderos géneros.

Las obras didácticas pueden clasificarse atendiendo a tres puntos de vista diferente: a su asunto, al carácter de la exposición y a su extensión. Por razón del asunto se dividen en obras históricas y obras teológicas, filosóficas, políticas, morales, de ciencias físicas, etc.; por razón del carácter de la exposición en obras fundamentales y obras populares; y por razón de la extensión en obras elementales y obras magistrales. Consideremos separadamente estas clasificaciones.

La clasificación por razón del asunto, bajo el punto de vista científico es absurda, pero no bajo el literario, y aunque parece fundarse en el fondo de las obras didácticas, atiende más bien a la forma literaria especial que da a éstas el género de ciencias sobre que versan.

Efectivamente, por razones que más adelante tendremos ocasión de exponer, las obras históricas revisten caracteres literarios especialísimos que las distinguen de todas las restantes obras didácticas, hasta el punto de haber sido consideradas por muchos escritores corno género literario distinto de la Didáctica e intermedio entre ella y la Poesía. Por el contrario, las obras destinadas a exponer todas las restantes ciencias, con ser tan diversas bajo el aspecto científico, son tan semejantes, literariamente consideradas, que fácilmente pueden reducirse a un solo grupo, siendo casi imposible formar con ellas géneros distintos, según parece exigirlo la clasificación que de las ciencias se hace. Literariamente hablando, entre un capítulo de Tucídides y otro de Aristóteles hay una diferencia mucho mayor que la que puede haber entre uno de Aristóteles y otro de Hipócrates, con ser tan diferentes las obras de ambos autores bajo el aspecto científico.

Las dos divisiones restantes tienen en realidad un miembro común. Las obras fundamentales y las obras magistrales son enteramente lo mismo aunque bajo dos aspectos diferentes. Obra fundamental (con relación al carácter de la exposición) o magistral (con relación a la extensión) es aquella en que la Ciencia se expone en toda su extensión y profundidad y que se dedica a hombres ya versados en ella. En estas obras las formas literarias son rigurosamente didácticas. La severidad del estilo y la precisión del lenguaje, que ha de someterse estrictamente al pensamiento, son inescusables en ellas.

Los otros miembros de estas divisiones son muy diferentes. La obra elemental es rigurosamente científica, pero se distingue de la magistral en que, dedicada a la enseñanza de los que aspiran a la Ciencia no puede ser tan extensa ni profunda como aquélla. Las obras elementales difieren en extensión y profundidad según los grados de enseñanza a que se dedican, y por esta misma razón varían sus condiciones literarias. Las obras dedicadas a la enseñanza primaria y secundaria deben ser más amenas que las que se dedican a la enseñanza superior, porque para enseñar al niño hay que dirigirse a su fantasía más que a su razón. En toda obra elemental se exige una gran claridad en el lenguaje y un riguroso método en la exposición. Por último, las obras populares son las que tienen por objeto proporcionar instrucción a las personas que sin dedicarse a la ciencia aspiran a ser cultas, v. g. los hombres de mundo, el pueblo, las mujeres, etc. Por esta razón son en ellas menores las exigencias científicas y cabe mayor variedad en sus formas de exposición y en su estilo y lenguaje, que hasta pueden ser poéticos.

Como es natural, la Didáctica se ha desarrollado al par que la Ciencia, y su historia es la misma de ésta. Confundida con la Poesía y la Religión en sus comienzos, se ha ido luego separando de ellas hasta recabar su completa independencia, alcanzando su mayor grado de esplendor allí donde a la cultura científica se ha unido una gran cultura literaria. Bajo este concepto, pocos escritores didácticos compiten en méritos literarios con los griegos y romanos. En los tiempos modernos la Didáctica ha perdido en condiciones artísticas tanto como ha ganado en valor científico. Este género, como la Oratoria, requiere para desarrollarse cumplidamente condiciones legales y sociales que aseguren y garanticen la más amplia libertad del pensamiento.




Lección LXVII

Géneros didácticos. -La Historia. -Su concepto. -Sus caracteres y condiciones literarias. -De los diversos géneros históricos bajo el punto de vista literario. -Reseña de los historiadores más importantes


La Historia forma por sí sola un género didáctico, a causa de las diferencias que bajo el punto de vista literario la separan de los restantes, y hacen de ella el más artístico y poético de todos. Considerada como ciencia, es el sistema de conocimientos verdaderos y ciertos que el hombre puede poseer acerca de los hechos realizados por la humanidad en el tiempo y en el espacio222; considerada como género literario, es la exacta, animada, interesante y bella narración de dichos hechos. De este concepto de la Historia se deducen sin esfuerzo sus condiciones y su carácter especial dentro de la Literatura.

En efecto, trazando la Historia el cuadro inmenso y variadísimo de los hechos realizados por la humanidad, pintando el vasto e interesante drama que viene representando el hombre sobre la tierra, es realmente un género que tiene mucho de épico y de dramático, y que por multitud de razones se asemeja a la Poesía. La Historia es la Dramática real, como la Dramática es la Historia ficticia: y tiene muchas afinidades con la Novela, que es en lo imaginario lo que ella en lo real. De aquí que en su exposición quepan grande interés, animación, vida y movimiento; de aquí también que su estilo y lenguaje, sin perder la severa grandeza del género didáctico, gocen de mayor libertad que en otros géneros y puedan adornarse con las galas poéticas, sin apartarse por ello de las exigencias científicas. En la animada y viva narración de los grandes hechos históricos; en la pintura del carácter de las grandes figuras que aparecen en la historia; en la descripción de las costumbres de los pueblos, y de los lugares en que los hechos se han realizado; en los juicios y observaciones que al historiador sugieren los hechos mismos, -caben sin duda todo género de bellezas literarias.

Aquel arte interno científico de que nos hemos ocupado anteriormente, representa en la Historia un papel importantísimo e influye no poco en sus condiciones artísticas externas. Exponer metódica, sistemática y bellamente los hechos históricos; dar unidad a su variedad extraordinaria; atender en su enlace a la vez a la relación de lugar y tiempo y a la de causalidad y analogía; distinguir cuidadosamente, sin separarlos por completo, los hechos tocantes a las diversas esferas y fines de la vida, es tarea difícil y penosa, que una vez desempeñada con éxito, da a esta ciencia condiciones tales de belleza y atractivo, y tan decisivamente influye en sus buenas condiciones literarias, que fácilmente la convierte en uno de los más bellos y deleitables géneros literarios, sin dejar por eso de ser una de las ciencias más profundas, más importantes y más fecundas en aplicaciones para la vida.

Pero si por estas y otras razones la Historia se aproxima a la Poesía, distínguese de ella esencialmente por la ausencia de toda creación ideal, de toda ficción. Si la fantasía reproductiva tiene gran intervención en este género, la fantasía creadora es tan ajena a él como a cualquier otro género didáctico. Por esta causa son dignos de censura los historiadores antiguos, que con el objeto de pintar con vivos colores el carácter de los personajes históricos, no vacilaban en atribuirles arengas o discursos, acomodados en lo posible a su carácter, pero enteramente inventados por el historiador. Siquiera estas arengas diesen gran belleza a las narraciones, deben ser excluidas de la Historia, cuya primera o inexcusable condición es la verdad. Si la Historia no fuera más que un género literario, podrían tolerarse en ella estas libertades, pero es una ciencia y en la Ciencia no puede tener cabida la ficción.

Las formas más propias de la exposición histórica son la narración y la descripción. La narración es la que predomina, pero la descripción se emplea para pintar los caracteres, retratar las costumbres y describir los lugares en que los hechos se realizan. La exposición se usa también cuando a la narración de los hechos políticos acompaña la historia de las ideas y de las instituciones (historia de la Ciencia, del Arte, de la Religión); siendo necesario emplearla al ocuparse, por ejemplo, de sistemas filosóficos, producciones literarias, sistemas teológicos, etc., y también al juzgar los hechos y mostrar sus causas y consecuencias.

El estilo histórico, sin dejar de ser didáctico, esto es, severo, grave y elevado, puede ser vivo y animado en la narración, enérgico y nervioso en los retratos de los personajes y en las máximas y juicios de carácter moral sobre los hechos, profundo en las consideraciones filosóficas y galano y pintoresco en las descripciones. El lenguaje, sin perder tampoco las condiciones didácticas, puede ser florido y hasta poético, y siempre elegante, correcto y armonioso. Las imágenes y figuras poéticas pueden admitirse, a condición de que no se abuse de ellas223.

Las divisiones que suelen hacerse de la Historia deben ser consideradas aquí, solamente bajo el punto de vista literario. Estas divisiones se fundan: o en la extensión de la narración, o en los órdenes de hechos que en ella se consideran, o en la manera de considerarlos.

Por razón de la extensión se divide la Historia en general224, particular e individual. Es general cuando se ocupa de todos los hechos realizados en todos los tiempos y lugares por la humanidad; particular cuando se ocupa de los hechos realizados en una sola época (historia antigua, media, moderna), o por una sola raza, nación, provincia o municipio, en una época o en todas (historia etnográfica, nacional, provincial y local); e individual cuando trata de un sólo hecho (monografía) o refiere los hechos de una persona (biografía)225. Por razón de los órdenes de hechos que se consideran, la Historia puede ser externa o política, e interna. Es externa o política cuando expone los hechos exteriores realizados en el espacio y principalmente tocantes al fin político, como guerras, conquistas, revoluciones, etc., y es interna cuando expone más bien la historia de las ideas y se ocupa de otros fines distintos de la política, como la Ciencia, la Religión, el Arte, la Moral, etc. Por razón del modo de considerar los hechos se divide la Historia en narrativa, descriptiva, pragmática y filosófica. La historia narrativa se limita a exponer los hechos en su orden cronológico, sin investigar sus causas ni estudiar sus consecuencias, sin indagar la ley que los rige ni tratar de juzgarlos. La historia descriptiva tiende principalmente a deleitar la imaginación, esmerándose en la descripción pintoresca de los hechos, descendiendo a los detalles más minuciosos y mezclando con la narración todo género de episodios semi-novelescos y de carácter anecdótico. La historia pragmática considera las causas, consecuencias y enlace de los hechos, procurando deducir de ellos enseñanzas prácticas de carácter moral y político. Finalmente, la historia filosófica considera los hechos internos y externos en todas sus relaciones, indaga sus causas y efectos y se remonta a las leyes biológicas universales a que obedecen y que en ellos se manifiestan. La historia filosófica varía en sus procedimientos, según las diferentes escuelas históricas. Unas, en efecto, dando gran importancia a los hechos, quieren inducir de su estudio, mediante la generalización, las leyes que los rigen (escuela histórica). Otras, trazando a priori por un procedimiento filosófico la ley histórica, deducen de ella los hechos (escuela filosófica). Otras, en fin, sostienen que estudiando el hecho en todas sus relaciones y previo el conocimiento a priori de la ley biológica, ésta debe hallarse como mostrada y revelada en el hecho mismo, sin que del hecho se abstraiga la ley, ni de la ley se deduzca forzadamente el hecho (escuela filosófico-histórica o armónica).

Estos diversos géneros influyen bastante en las condiciones literarias de la Historia. La división por razón de la extensión no tiene para nosotros importancia, pues el estilo y lenguaje de la Historia son iguales en la historia general, o particular, modificándose solamente en las monografías y biografías, generalmente más vivas, animadas y pintorescas. La división por causa de los órdenes de hechos considerados, influye más en la forma, porque el mayor movimiento o interés de los hechos políticos abre a las galas del estilo y lenguaje un campo más ancho que el que pueden ofrecerles las exposiciones metódicas de sistemas filosóficos, descubrimientos científicos, etc.

Mayor importancia tiene la división por razón del modo de considerar los hechos. Con efecto, la historia narrativa es necesariamente más seca, descarnada y fría que la descriptiva, cuyo estilo y lenguaje pueden ser bellísimos y poéticos. La historia pragmática a su vez es generalmente superior, bajo el aspecto literario, a la filosófica, que es más profunda, y por tanto más severa. De aquí resulta que los grandes modelos literarios que hallamos en este género, pertenecen casi siempre a la historia descriptiva y a la pragmática y pocas veces a la filosófica. Si científicamente la Historia ha ganado inmenso valor con la aparición de las escuelas filosófico-históricas, literariamente ha perdido mucho, y fuerza es reconocer que si progresa como ciencia, decae de día en día como género literario.

El género histórico es sumamente antiguo. Todos los pueblos de alguna cultura han consignado por escrito sus hechos importantes. En sus orígenes, la Historia se confunde con la Poesía y con la fábula, y se conserva y trasmite por la tradición oral. Más tarde, los cuerpos sacerdotales la escriben en las formas rudimentarias de efemérides, anales y crónicas, o de ello se encargan funcionarios especiales al servicio de los reyes. En algunos pueblos, la Historia no pasa de este estado; en los más cultos va perfeccionándose sucesivamente y recorriendo diversos grados, desde la historia narrativa y pintoresca, mezclada con fábulas y leyendas, hasta la historia crítica y filosófica de nuestros días. Grecia y Roma son los pueblos que más y mejor han cultivado este género en la antigüedad. En nuestros días, elevada a la categoría de verdadera ciencia, pero algo decaída como producción literaria, la Historia se cultiva en todos los pueblos cultos, y señaladamente en Alemania, Inglaterra y Francia.

Los pueblos del Oriente han legado a la humanidad diferentes obras históricas.

Tales son los libros históricos de la Biblia, los Anales de los chinos, varias crónicas de los indios, las obras del sacerdote egipcio Manethon, del fenicio Sanconiaton y del caldeo Beroso, y los numerosos trabajos históricos de los árabes.

En Grecia aparece la Historia completamente formada ya, con tendencias pragmáticas y descriptivas y con más condiciones literarias que científicas. Los principales historiadores griegos son Herodoto de Halícarnaso (484-506 a. d. C.), Tucídides (471-395), Jenofonte (445-355), Polibio (205-134 a. C.) y Plutarco, cuyas Vidas de los varones ilustres son la colección de biografías más notable que se conoce. Merecen también mencionarse, aunque son muy inferiores a éstos, Diónisio de Halicarnaso, Diodoro de Sicilia, el judío helenista Josefo (37-95 d. C.), Apiano, Dion Casio, y Diógenes Laercio.

Menos literatos y más políticos y moralistas que los griegos son los historiadores latinos. Los más ilustres son César, Salustio (86-36 a. d. C.), Tito Livio (59 a. d. C.-18 d. C.), y Tácito. Entre los de segundo y tercer orden merecen mención Cornelio Nepote, Trogo Pompeyo, Floro, Veleyo Patérculo (19-31 d. C.), Valerio Máximo, Quinto Curcio, Suetonio, Aurelio Víctor, Eutropio y Amiano Marcelino.

Los primeros escritores cristianos cultivaron la Historia con especial aplicación al fin religioso, distinguiéndose entre ellos Paulo Orosio y San Agustín, que en su célebre Ciudad de Dios hizo un notable ensayo de filosofía de la historia.

En la Edad Media cayó la Historia en la mayor postración. Refugiada como todas las ciencias en los monasterios, redújose a mera crónica o narración sencilla de los hechos, enlazados simplemente por su orden cronológico. Lentamente fue levantándose de este estado y adquiriendo formas superiores hasta que el Renacimiento la devolvió su antiguo esplendor, gracias al hallazgo de los antiguos modelos clásicos.

Entre el gran número de cronistas de aquella Edad merecen citarse: en Francia San Gregorio de Tours (539-593), Villehardouin (1160-1213), Joinville (1223-1317), Froissart (1337-1410), y Commines (1445-1509); en Alemania Lamberto de Aschafemburgo, y Oton de Freisingen; en Inglaterra Beda el venerable (673-735); en Italia Dino Compagni y Villani (1310-1348); y en España el rey Don Alfonso el Sabio, los reyes de Aragón Don Jaime I el Conquistador y Don Pedro IV el Ceremonioso, el Arzobispo Don Rodrigo, Pero López de Ayala, Fernán Pérez de Guzmán, Alonso de Palencia, el cura de los Palacios, Mosén Diego de Valera, Hernando del Pulgar y otros menos importantes.

Después del Renacimiento y hasta llegar a la Revolución francesa, la Historia vuelve a tomar el carácter que distinguía a los historiadores clásicos, siendo por lo general pragmática. Sin embargo, la historia filosófica y la Filosofía de la historia, se anuncian con Bossuet, Voltaire, Vico (1668-1744) y Herder (1744-1803).

En Francia se distinguen en esta época De Thou (1553-1617), Brantome (1540-1614), Mezeray (1610-1683), Saint-Réal (1639-1692), Rollin (1661-1741) Vertot (1655-1735), Voltaire y Anquetil (1729-1808).

Son notables en Inglaterra Raleigh (1552-1618), que escribió la primera historia universal en lengua vulgar, Hume (1711-1776), Robertson (1721-1799), Gibbon (1738-1794) y Goldsmith.

En Alemania se distinguieron en el siglo XVIII Schmidt (1736-1794), que fue autor de la primera historia de aquel país, Schloezer (1737-1809), Schroekh (1733-1808) y Juan de Muller (1752-1809).

En Italia merecen mención Maquiavelo (1460-1527), Guicciardini (1493-1532), Dávila, el cardenal Pallavicini, Fray Paolo Sarpi (1552-1623) historiador del concilio de Trento, Muratori (1672-1750) y Giannone (1676-1735).

En esta época se distinguieron en España Fray Antonio de Guevara, Florian de Ocampo (m. 1555), Ambrosio de Morales (1513-1591), Zurita (1512-1580), el padre Mariana (1536-1623), que es el más notable de todos, Sandoval, Hurtado de Mendoza, Garibay, Moncada, (1586-1635), Melo (1611-1667), Coloma (1573-1637), Cabrera de Córdoba, Ávila, Luis del Marmol, Oviedo (1478-1557), López de Gomara, Fray Bartolomé de las Casas (1474-1566), Solís (1610-1686), Sepúlveda, Blancas, Bernardino de Mendoza, el marqués de San Felipe (m. 1726), el padre Flórez y Masdeu.

Después de la Revolución francesa la Historia ha adquirido un gran desarrollo, merced al perfeccionamiento de sus ciencias auxiliares (cronología, geografía, arqueología, etc.), y al gran desenvolvimiento de la crítica. Aunque conservándose las formas pragmática y descriptiva, va en aumento la filosófica, sobre todo después de la aparición de los modernos sistemas filosóficos alemanes y de los trabajos hechos sobre Filosofía de la historia por muchos eminentes pensadores, entre los que sobresalen Hegel (1770-1831) y Krause (1781-1832).

Alemania, Inglaterra y Francia son los países en que mejor se cultiva la Historia en nuestros días, sobre todo los dos primeros.

Los historiadores modernos más notables que nos presenta la Alemania, son Niebuhr (1776-1831), Schlosser (1776-1861), Ranke, Schiller, Heeren (1760-1842), Raumer, Moomsem, Curtius, Duncker, Weber, Hauser (1818-1867), Gervinus (1805-1871), Droyssen, Sybel y otros de mucha importancia.

En Inglaterra deben citarse, Turner (1768-1847), Lingard (1769-1851), Hallam (1778-1859), Macaulay (1800-1859), uno de los más notables historiadores modernos, Carlyle, Grote (1794-1871) y Buckle.

En los Estados-Unidos son dignos de mención Prescott (1796-1859), Washington Irving (1783-1859), Bancroft y Motley.

En Francia se han distinguido Guizot (1787-1874), Thiers, Barante (1782~1866), los hermanos Thierry, (Agustín, 1795-1856, y Amadeo, 1787-1873), Sismondi (1773-1842), Michelet (1798-1873), Lamartine, Luis Blanc, Enrique Martin, Mignet, Ségur (1780-1873), Capefigue y otros de menos importancia.

Pueden citarse en Bélgica Laurent, en Portugal Herculano y en Italia Botta (1766-1837), Micali (1780-1844), Coletta (1773-1831), César Cantú, Amasi, Vanucci, Fariní, Ranalli, Romanin, Ricotti y otros muy dignos de estimación.

Finalmente, España cuenta en este siglo con historiadores muy distinguidos, entre ellos Quintana, el conde de Toreno, Lafuente, el marqués de Pidal, Alcalá Galiano, Cavanilles y Ferrer del Río.




Lección LXVIII

Géneros didácticos. -Consideraciones generales sobre las composiciones didácticas que no son históricas. -Enumeración de las más importantes. -Obras teológicas y místicas, morales, sociales, jurídicas y políticas, obras filosóficas, obras que versan sobre ciencias naturales, trabajos sobre arte y literatura, colecciones de cartas, artículos periodísticos, y otros géneros diversos de composiciones didácticas de carácter literario


Obedeciendo a las razones indicadas anteriormente, reunimos en un sólo grupo todas las obras destinadas a exponer las ciencias filosóficas, teológicas, morales y políticas, sociales, físicas, naturales, etc. En todas ellas, excepto en las que tienen carácter popular y en algunas que sin tenerlo pueden poseer condiciones literarias bellas, el elemento artístico se subordina en absoluto al científico.

La forma expositiva es la más comúnmente empleada en estas obras, si bien a veces se usa la descriptiva (en las ciencias naturales sobre todo) y aún la dialogada y epistolar.

El estilo en estas obras es casi siempre severo y el lenguaje suelo no tener condición alguna poética: la claridad y la corrección son las únicas cualidades que en él se exigen.

Varían, sin embargo, estas condiciones según el diverso carácter de las ciencias. Al paso que en la Filosofía, en la Física, y en general en casi todas las ciencias naturales, es punto menos que imposible emplear formas literarias bellas, en las obras teológicas y místicas, en los tratados morales, en las obras políticas, sociales, económicas, en la critica artística y literaria y en algunas partes de las ciencias naturales caben más libertad y mayor belleza en el estilo y el lenguaje226. Estas condiciones existen siempre en las obras de carácter popular. La elocuencia y la poesía pueden aparecer fácilmente en las obras religiosas y políticas, como lo comprueban los mejores modelos de estos géneros, y otro tanto sucede en los estudios de crítica literaria o artística y en los artículos políticos y literarios de los periódicos y revistas, si bien los primeros suelen adoptar cierto carácter satírico que les hace figurar en la Poesía (sátira en prosa). Esta libertad que en estas obras se advierte es mayor aún en los diálogos y colecciones de cartas de carácter didáctico, donde suelen resplandecer las más relevantes condiciones literarias.

Por todas estas razones son muy escasos los buenos escritores en este género. En parte por los insuperables obstáculos que el carácter de estas obras ofrece al que aspire a ser buen escritor, en parte también por el escaso interés que la mayoría de los científicos suele conceder a la cuestión de forma, es lo cierto que en el inmenso número de escritores didácticos que nos son conocidos, son rarísimos los que bajo el aspecto literario merecen llamar nuestra atención227.

Sin que sea nuestro ánimo hacer una verdadera clasificación científica (lo cual no serviría para nuestro objeto), enumeraremos a continuación los diversos géneros de composiciones didácticas que no caben dentro del género histórico. Se observará que en esta enumeración no están representadas todas las ciencias, lo cual se explica atendiendo a que excluimos de ella las obras científicas que no pueden tener condiciones literarias, como los tratados de Matemáticas, por ejemplo; pues en tales trabajos, lo más que puede exigírsele al escritor es claridad y corrección en el lenguaje, pero no cualidades estéticas, de todo punto incompatibles con las materias en que se ocupa.

He aquí ahora los géneros a que nos referimos:

1º. Obras teológicas y místicas. -Cuando en este género el escritor se limita a exponer los principios teológicos en rigurosa forma científica, es extremadamente difícil que su obra tenga condiciones artísticas y quepa dentro del Arte Literario. Pero en los tratados místicos no sucede lo mismo, pues, siendo expresión de arrebatados sentimientos y conceptos grandiosos, es posible que en ellos campeen todas las bellezas de la Poesía y las galas de la elocuencia. Otro tanto acontece en las obras religiosas de carácter apologético o polémico, y en general en todas las que no se encierran en la pura exposición metódica del dogma.

Los mejores modelos de este género se hallan en la Teología católica. Los apologistas de los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, los grandes teólogos de la Edad Media, los inspirados oradores de la Francia moderna (señaladamente Bossuet, Fénelon y Montalembert), algunos escritores más poetas que teólogos como Chateaubriand y Lammenais (1782-1854), nuestros místicos españoles Ávila, Fray Luis de Granada, Fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús (1513-1582), San Juan de la Cruz, Malón de Chaide, Rivadeneyra, el Padre Luis de la Puente, Zárate, Estella, Venegas, Márquez, Nieremberg, y tantos otros, se han distinguido notablemente en estos trabajos. Por regla general casi todos los grandes escritores de este género han sido también célebres oradores.

2º. Obras morales. -Comprendemos en este género, más que los tratados teóricos de Moral, que en rigor pertenecen a la Filosofía, los estudios morales de carácter práctico en todas sus múltiples manifestaciones, tengan o no sentido religioso. En estos trabajos, como en los anteriores, puede haber relevantes condiciones artísticas, sobre todo si el escritor pinta con elocuentes frases las bellezas de la virtud y la deformidad del vicio, retrata caracteres, estudia instituciones, censura costumbres o da reglas para la dirección de la vida.

En este género se han distinguido los filósofos chinos Confucio (551-479 a. d. C.) y Meng-Tseu (n. 400 a. d. C.); los moralistas griegos Teofrasto (m. 286 a. d. C.) y Plutarco; y los latinos Cicerón, Lucio Anneo Séneca, Marco Aurelio (121-180 d. C.), Epicteto y Boecio (470-524). En los tiempos modernos se han señalado en Francia Montaigne (1533-1592), Charron (1551-1603), Pascal (1628-1662), La Rochefoucauld (1613-1680), Vauvenargues (1715-1747), Rousseau, y otros no menos notables. España cuenta también con eminentes moralistas, como son: en la Edad Media D. Sancho IV de Castilla, D. Juan Manuel, el antipapa Pedro de Luna, Juan de Lucena, y otros muy importantes; y en la Edad Moderna Fernán Pérez de Oliva, Cervantes de Salazar, Guevara, Quevedo, Gracián, y otros de señalado mérito. Hay que advertir que casi todos los escritores religiosos han compuesto trabajos de este género.

3º. Obras sociales, jurídicas y políticas. -En este grupo pueden incluirse todos los escritos que versan sobre la Ciencia que hoy se llama Sociología, como son los referentes al Derecho, a la Economía política, a la gobernación de los pueblos, y otras materias semejantes. Las obras técnicas sobre estas ciencias casi nunca pueden considerarse como literarias; pero en las que tienen carácter político práctico o se agitan cuestiones sociales y económicas de grande interés, suelo haber condiciones estéticas, por intervenir en ellas la pasión y el sentimiento que dan al lenguaje notable elocuencia en no pocas ocasiones. Esto se observa, sobre todo, en los escritos de los utopistas y en los trabajos que se refieren a la política palpitante.

Platón (430-348 a. d. C.), en Grecia; Cicerón en Roma; La Boétie (1530-1663), Rousseau, Montesquieu (1689-1775), De Bonald (1753-1840), el conde de Maistre (1754-1821), Benjamin Constant, Bastiat (1801-1850), Tocqueville(1805-1859), Vacherot y Proudhon (1809-1864), en Francia; Maquiavelo, Beccaria (1738-1794), Filangieri (1752-1878), en Italia; el Padre Mariana, Antonio Pérez (m. 1611), Quevedo, Saavedra Fajardo (1584-1648), Navarrete, Jovellanos, Floridablanca, Campomanes, Pacheco, Pastor Díaz, en España, son los escritores que más se han distinguido en este género.

4º. Obras filosóficas. -Por tales entendemos las que exponen los principios de la Filosofía en todas sus ramas. Género es éste que, por la aridez y el carácter abstracto de sus asuntos, pocas veces puede considerarse como literario, y siempre que alguna de sus producciones se exceptúa de esta regla, débese este hecho exclusivamente al ingenio del escritor. Platón, Cicerón, Descartes (1596-1650), Malebranche (1631-1715), Leibnitz (1646-1716), Cousin (1792-1867), Schopenhauer (1788-1860), Schleiermacher, y algunos otros, en número escaso, son los filósofos que pueden merecer el nombre de escritores distinguidos.

5º. Obras que versan sobre ciencias naturales. -Contamos entre éstas todas las que exponen las diferentes ciencias de la naturaleza, sean las propiamente llamadas naturales, sean las físico-químicas. Difícilmente se pueden calificar de literarias estas producciones. Únicamente ciertas exposiciones populares, ciertas descripciones de la naturaleza ofrecen condiciones artísticas. Pero los tratados de Física, Química, Fisiología, Medicina, Historia natural, etc., sólo por excepción y por obra del extraordinario genio de algún escritor, merecen el nombre de trabajos literarios. Hipócrates, Plinio el Mayor (23-79 d. C.), Bernardino de Saint-Pierre, Buffon (1707-1788), Humboldt (1769-1859), y Michelet pueden considerarse como modelos de este género.

6º. Trabajos sobre Arte y Literatura. -Constituyen este grupo todos los trabajos de crítica e historia literaria y artística, tanto teóricos como de aplicación. En este último caso, y cuando se juzgan producciones determinadas, puede haber mucha vivacidad y movimiento en tales escritos y cierta semejanza con la Sátira en algunas ocasiones. En este género se han distinguido muchos y muy notables escritores.

7º. Colección de cartas. -Constituyen lo que suele llamarse género epistolar, que comprende las cartas (familiares o destinadas a la publicación) escritas por personas doctas y dedicadas a ventilar todo género de cuestiones morales, políticas, críticas, literarias, etc. La familiaridad, la libertad y el espontáneo desenfado con que el escritor puede producirse en este género, le dan cualidades literarias muy relevantes.

Casi todos los grandes filósofos, moralistas, políticos y literatos han escrito colecciones de cartas, siendo muy célebres las de Cicerón y Plinio el joven, en la antigüedad. En España se han distinguido en este género Hernando del Pulgar, Ayora, Guevara, Antonio Pérez, el maestro Ávila, Santa Teresa, Cascales, Salazar, Jovellanos, Cabarrús y otros muy notables.

8º. Artículos periodísticos. -Estos trabajos, que versan sobre todo género de materias suelen ostentar cierta elocuencia y gallardía en el decir, sobre todo cuando tratan de política o de crítica artística y literaria. Sería imposible citar el gran número de escritores notables que se han distinguido en este género.

Pueden incluirse, además, en la Didáctica multitud de composiciones, que en rigor no caben en ninguno de los grupos que dejamos, expuestos, ora por participar de la naturaleza de varios de ellos, ora por no ser trabajos didácticos propiamente dichos, ni tampoco poéticos. Cosa es esta que no debe extrañar; pues la rica variedad de formas que puede revestir el Arte literario no permite que las clasificaciones que en él se hacen, ofrezcan una exactitud matemática. Tales divisiones son, más que otra cosa, cuadros muy generales, que entre sí se mezclan y confunden no pocas veces, y por cima de los cuales queda siempre, burlando el rigorismo de los preceptistas, la espontaneidad del espíritu humano, que difícilmente se amolda a cánones inflexibles en sus libres y geniales manifestaciones.








 
 
Fin de los principios generales de literatura y del tomo primero
 
 



ArribaAbajoSegunda parte

Historia de la literatura española



ArribaAbajoPreliminares


Lección I

Idea general y definición de esta asignatura. -Su contenido y extensión. -Su importancia. -División de la Literatura en erudita y popular. -Siglos, épocas y períodos en que consideramos dividida la Historia de la literatura española. -Plan para el estudio de esta asignatura


Conocidos ya, por la primera parte de este libro, el concepto y contenido de la Literatura en su sentido general, y estudiada ya como ciencia y como arte, vamos a ocuparnos ahora de sus manifestaciones en el tiempo y con relación sólo a nuestro pueblo, lo que vale tanto como decir que vamos a emprender el estudio de la Historia de la Literatura Española.

Con saber lo que la Literatura es y representa, se tiene una idea clara del fin y contenido de su historia. Así como el objeto de la Historia en general es la narración verídica y metódica de los hechos que la humanidad ha realizado en el tiempo y en el espacio, así el asunto de la Historia de la Literatura no es otro que la exposición, también metódica y ordenada, de las obras de arte creadas por el hombre mediante la palabra hablada o escrita.

En tal sentido, definiremos la asignatura a cuyo estudio dedicamos esta segunda parte del presente libro, diciendo que es: la exposición ordenada de las diversas obras de arte producidas en lengua española.

Dado este concepto general de lo que entendemos por Historia de la literatura española, haremos algunas indicaciones acerca del contenido y la extensión de dicha asignatura.

En primer lugar, hay que tener presente que nuestro estudio no puede ni debe en manera alguna, concretarse a la mera exposición de las manifestaciones literarias que en sí atesora la historia intelectual de nuestro país; pues con semejante limitación, el trabajo emprendido resultaría incompleto, y nos faltaría base sobre que fundar los juicios y las apreciaciones a que obliga la índole misma de la asignatura sobre que versa. Las instituciones y hechos que de un modo más o menos directo han ejercido en España influencia sobre las diferentes esferas de actividad en que se mueve el espíritu humano; el estado general del país en sus distintos períodos históricos; las literaturas extranjeras que han influido en la nuestra y la vida de los individuos cuyas obras literarias examinemos, todo esto debe entrar en un tratado de la índole del presente, y todo se necesita para dar a este estudio el carácter y las condiciones que le son peculiares. Claro es que todo ello habrá de sujetarse a muy reducidos límites, y que no tendrá cabida sino en cuanto sea absolutamente preciso para el esclarecimiento de los puntos que se traten y la debida justificación de los juicios que se emitan.

Cuanto aquí se acaba de indicar, precedido de los conocimientos generales que en estos preliminares se exponen, debe abrazar el estudio elemental de la historia literaria de un pueblo cualquiera, y juntamente con la exposición de las manifestaciones literarias del mismo pueblo, constituir el fondo de dicho estudio.

Por lo que a la extensión de éste respecta, hay que hacer algunas aclaraciones, sobre todo tratándose de un pueblo como España que por tantas vicisitudes ha pasado, que a tantas dominaciones ha estado sometido, y en el que por lo mismo, tan numerosas y varias influencias extrañas se han determinado.

En efecto, las diversas vicisitudes porque durante las Edades Antigua y Media ha pasado la Península ibérica, han sido causa de que en períodos más o menos largos hayan dominado en toda ella, o en parte, pueblos extraños que con sus instituciones y costumbres lograron implantar en nuestro suelo lenguajes distintos a los que hablaban los naturales del país. Por otra parte, los estados independientes en que estuvo dividida la Península hasta la definitiva constitución de la nacionalidad española, fueron causa de que algunas de nuestras comarcas adquirieran caracteres y costumbres particulares, lo que unido a las circunstancias que dieron lugar a la formación del idioma nacional, facilitó la creación de distintos lenguajes que, como el catalán y el gallego, por ejemplo, dominaron por algún tiempo en varias de las indicadas comarcas. Lo mismo en estos dialectos que en los idiomas extranjeros a que antes nos hemos referido, se produjeron, como era consiguiente, manifestaciones literarias, en gran parte de suma importancia, y cuyo estudio, siquiera sea poco detenido, no sólo compete, sino que interesa a la historia literaria de España.

Hay, además, que tener en cuenta que hasta que se formaron las lenguas romances, el latín fue nuestra lengua nacional, y que así como fue para la formación y desenvolvimiento de ésta un elemento importantísimo del cual no puede prescindirse cuando se estudia la historia de la lengua castellana, del propio modo la literatura a que dio lugar es un elemento que entra por mucho en la literatura española, elemento que la sirve como de precedente, según más adelante veremos, y del que no puede hacerse caso omiso en un estudio consagrado a la formación y desenvolvimiento de esa misma literatura.

Sería, pues, deficiente este estudio si en él no se tratase, siquiera sea en breve compendio, de las manifestaciones literarias, que por virtud de las vicisitudes arriba apuntadas, se han producido en nuestro pueblo en lengua que no es la castellana, y se prescindiera de la literatura hispano-latina (así del período de la dominación romana, como de los de la visigoda y musulmana) que tan admirable y ostensiblemente prepara la formación de la literatura propiamente dicha nacional, que, como la lengua en que se produce, tanto participa del genio, riqueza y vigor de la literatura y lengua latinas.

De cuanto hemos dicho acerca del contenido de la historia literaria de un pueblo, se colige la importancia de este estudio, importancia que sube de punto cuando se tiene presente que la Historia de la Literatura constituye una parte interesantísima de la Historia general, a la que suministra abundantes y preciosos materiales para su obra total, y luz muy clara para el conocimiento de los progresos que el espíritu humano ha realizado en el trascurso de los siglos. Por medio de la historia literaria de un pueblo, se llega a conocer el estado de cultura de ese mismo pueblo, así como los deseos, aspiraciones, sentimientos y creencias con que ha vivido o vive; por cuya razón se dice muy fundadamente que la Literatura es reflejo de las civilizaciones, depositaria de las creencias, sentimientos y aspiraciones de los pueblos, y otras frases más con que se avalora y enaltece su importancia y la utilidad de su estudio. Y esta importancia se acrecienta cuando se considera que la tradición literaria (que sólo por medio de la Historia de la Literatura puede conocerse a fondo) manifiesta cómo se ha realizado la educación de un pueblo, o del género humano cuando el estudio se generaliza, evidenciando a la vez la educación del individuo y coadyuvando a esta misma educación, en cuanto que la Literatura, como el Arte en general, tiene un carácter eminentemente educador.

Además de las divisiones históricas, de que más adelante hablaremos, se hacen otras, de las cuales hay alguna, de las que se fundan en el carácter del artista, que importa tratar aquí, por más que lo hagamos someramente.

Si se estudia con alguna atención el desenvolvimiento de la Literatura en todos los tiempos y países, se observará que existen manifestaciones literarias producidas exclusivamente por las muchedumbres, por las clases populares que trasmiten por medio de ellas de boca en boca, de generación en generación las hazañas de sus héroes o del pueblo a que pertenecen, y la expresión de sus sentimientos, de sus creencias y de sus aspiraciones. Igualmente se observará que hay otra literatura producto de las aristocracias religiosa, militar e inteligente, y que es hija del estudio o se halla modificada por él. La primera de estas literaturas se denomina popular, la segunda erudita, y se distinguen en que la una es siempre mas espontánea y original y retrata con mayor energía y exactitud el espíritu y la vida de la nación o pueblo en que se produce, al paso que la otra se inspira, mediante el estudio y la reflexión, en los hechos y creencias de todas las edades y de todos los tiempos y robustece el pensamiento del artista, y aun su inspiración, por medio del estudio. La literatura popular es más tosca y ruda, sobre todo en la forma, y más rica en leyendas y tradiciones poéticas que la erudita, la cual, además de expresarse en forma más culta, se funda principalmente en la reflexión y se vale del caudal de conocimientos acumulados por las generaciones precedentes y aun por las sociedades que le son contemporáneas. Los primitivos romances y algunos poemas como el del Cid, La vida de Santa María Egipciaca y otros, fundados en tradiciones o leyendas históricas o religiosas, pertenecen a la poesía popular.

Como ambas literaturas (la popular y la erudita) llegan al cabo a compenetrarse, a fundirse en la que se llama en todos los países Literatura nacional, importa mucho conocer la división que dejamos establecida con referencia a la vida social del artista que produce la obra literaria, porque mediante dicho conocimiento podremos apreciar mejor los elementos que constituyen la literatura total de un pueblo, y no habrá error al juzgar determinadas épocas o manifestaciones literarias, a las cuales podría aplicarse, careciendo de dicho conocimiento, distinto criterio del que exija su filiación y naturaleza.

Para terminar esta lección, daremos una idea general del plan que hemos de seguir en el estudio de esta asignatura, con cuyo motivo haremos algunas indicaciones acerca de su división histórica.

Tomando en su conjunto la manifestación hispano-latina y la española, puede considerarse dividida nuestra historia literaria en dos ciclos, división natural y que coincide con la que se hace de la historia patria en su total contenido. En el ciclo primero se comprende la literatura hispano-latina, y en el segundo la española, propiamente dicha.

Como el estudio del primer ciclo sólo nos interesa bajo el punto de vista histórico, y las manifestaciones que a él corresponden no debemos considerarlas más que como precedentes de las verdaderamente españolas, nos detendremos poco en él, y prescindiremos de pormenores y divisiones en que no puede entrarse, tratándose de una introducción a la Historia de la literatura nacional, que es el carácter con que en una obra, como la presente, debe hacerse dicho estudio. Sin embargo, procuraremos exponer aquellos hechos y circunstancias que deban servir como de base, de punto de partida para la mejor y más cabal inteligencia de la Historia de la literatura española. Así es, que en la indicada introducción, no sólo señalaremos los diferentes caracteres y las diversas tendencias de la manifestación hispano-latina en todas las fases de su desenvolvimiento, sino que haremos notar todo cuanto pueda contribuir a poner de manifiesto el enlace y relaciones de esta manifestación con la propiamente nacional.

A esta introducción seguirá el estudio de la literatura española que, como acontece a la hispano-latina, no sigue en todo el ciclo que la comprende una marcha regular y uniforme, en cuanto que las vicisitudes históricas que sufrió la Península ibérica durante dicho ciclo, la hacen con frecuencia variar de rumbo, tomar nuevos caracteres y presentar aspectos y matices que la crítica no puede menos de tener en cuenta. Estas vicisitudes históricas han modificado y variado, al propio tiempo que las costumbres e instituciones de nuestro pueblo, su manifestación literaria, en la cual han ido ejerciendo sucesivamente su influencia elementos extraños que le han hecho variar de rumbo, dotándola de caracteres peculiares, por muchos conceptos, dignos de estudio.

Así es, que desde el siglo XI, en que la literatura española se manifiesta en documentos escritos en romance castellano, la historia de las letras españolas corre casi la misma suerte que la nacionalidad, distinguiéndose en ella dos épocas, que corresponden exactamente a la división que de la Historia universal se hace en Edad Media y Edad Moderna. En efecto, influida por los mismos acontecimientos y perturbada por iguales vicisitudes que la historia nacional, la historia literaria de nuestro pueblo se forma en la época en que la nación se constituye, hace esfuerzos verdaderamente gigantescos por lograr su unidad, y poco a poco, pero con laborioso y perseverante trabajo, va recabando los elementos dispersos sobre que más tarde ha de levantar su poderío. Nace a la vez que la nación, y a pesar de los elementos extraños que en ella influyen todavía y de los dialectos y accidentes políticos que bifurcan su acción, en el reinado de los Reyes Católicos echa los cimientos de su unidad, a la vez que se echan los de la unidad nacional. Partiendo de este punto, en el que comienza la Edad Moderna, la literatura española entra en una nueva vida que se inaugura con la revolución iniciada en la Poesía por Boscán y Garcilaso, a la vez que la nación entra en una nueva época política, en esa Edad Moderna a que antes nos referimos.

Pero lo mismo que sucede en las épocas en que se divide el ciclo primero, acontece en las dos en que acabamos de dividir el ciclo segundo. Así resulta, que en la primera hay un período, que abraza desde el nacimiento de la literatura española hasta Alfonso X, en que ésta se muestra más nacional y verdaderamente espontánea, siendo original y presentando la circunstancia de ser, por punto general, anónima; domina en este período la poesía legendaria, y aparece la erudita. Sigue a éste otro período (el comprendido entre el reinado del Rey Sabio y el de D. Enrique II de Trastamara), en que la literatura erudita alcanza gran desarrollo, merced a las influencias que sobre ella ejercen las literaturas oriental y latina: durante él aparece la sátira y realiza grandes progresos el habla de Castilla, que en Las Partidas revela ya todo su genio. Desde D. Enrique II de Trastamara hasta D. Juan II, corre otro período en que el elemento caballeresco aparece y se introduce el arte alegórico, contra el cual protesta la antigua escuela poética: a la vez que la escuela provenzal es cultivada con entusiasmo, y se deja sentir la influencia hebrea en el campo de nuestra literatura, con lo que la escuela didáctica parece como que cobra nuevos bríos. El cuarto y último período de esta primera época del ciclo segundo, comprende desde el reinado de D. Juan II hasta el advenimiento de la Casa de Austria con el Emperador Carlos V, y en él empiezan a manifestarse las influencias del Renacimiento, que trae a las ciencias y las letras las tendencias clásicas de la antigüedad; las escuelas provenzal, alegórica y didáctica se comparten el dominio de la literatura española, juntamente con los poetas eruditos populares que tanta boga alcanzaron en la corte del Rey D. Juan II; y a la vez que la cultura intelectual aumenta considerablemente, sobre todo en el reinado de los Reyes Católicos, lo cual da lugar a un gran movimiento literario y a que el género didáctico, y principalmente el histórico, alcance gran desarrollo, el influjo del Renacimiento es cada vez más creciente, y se cultiva cada vez más y con mayor éxito el habla castellana.

En la segunda época pueden distinguirse dos períodos: corresponde el primero a la dominación de la Casa de Austria, y el segundo a la de Borbón. Con Boscán y Garcilaso, en tiempos de Carlos V, empieza el primero, y a él corresponde esa hermosa época llamada siglo de oro de nuestra literatura, que vino a notable y vergonzosa decadencia en tiempos de Carlos II. Con la Casa de Borbón se verifica un pequeño renacimiento de las letras, en las cuales se deja sentir la influencia francesa, que todavía no ha desaparecido.

Estas indicaciones trazan el plan general que habremos de seguir en el estudio de nuestra historia literaria, la cual dividiremos, por lo tanto, para los efectos de este estadio, del modo que se expresa en el cuadro siguiente:

  • Introducción: estudio del ciclo primero o de la manifestación hispano-latina (siglos I d. de J. C. hasta el XII de nuestra era), dividido en estas tres épocas:
    • Primera: dominación romana (siglos I al V de nuestra era).
    • Segunda: dominación visigoda (siglos V-VIII).
    • Tercera: dominación musulmana y tiempos de la reconquista (siglos VIII-XII).
  • Historia de la literatura española: estudio del ciclo segundo o de la manifestación nacional (siglos XII al XIX de esta era), comprendiendo las dos siguientes épocas:
    • Primera: Edad Media (siglo XII-XVI), que se divide en los siguientes períodos:
      • Primero: desde los orígenes hasta Alfonso X (siglos XII-XIII).
      • Segundo: desde Alfonso X hasta Enrique II de Trastamara (siglos XIII-XIV).
      • Tercero: desde Enrique II hasta D. Juan II de Castilla (siglos XIV-XV), y
      • Cuarto: desde D. Juan II hasta el advenimiento de la Casa de Austria (siglos XV-XVI).
    • Segunda: Edad Moderna (siglos XVI-XIX), dividida en los siguientes dos períodos:
      • Primero: dominación de la Casa de Austria (siglos XVI-XVIII).
      • Segundo: id. de la de Borbón (siglos XVIII-XIX).

Antes de entrar en el estudio histórico-crítico que anuncia el cuadro precedente, expondremos los caracteres de la literatura española, con indicación de las ideas y los sentimientos que la han inspirado, así como algunas consideraciones acerca del origen y desenvolvimiento de la lengua castellana, con lo que terminaremos estos preliminares.




Lección II

Caracteres generales de la literatura española en relación con nuestra historia. -Cualidades salientes del carácter del pueblo español, indicando su origen. -Tendencias peculiares y fisonomía especial de nuestra literatura. -Ideales que la han inspirado en sus diversas épocas


Después de haber determinado el concepto, la extensión y el plan de la Historia de la literatura española, debemos ocuparnos en determinar sus caracteres generales en relación con la historia y cultura del pueblo en que se ha producido, para lo cual hay que empezar por indicar los caracteres generales del pueblo español.

Las vicisitudes por que éste ha pasado desde sus comienzos, la mezcla de pueblos extraños que han entrado como factores importantes en su composición y los elementos que éstos mismos pueblos han traído consigo, son las causas determinantes de esos caracteres que tratamos de exponer, y de los cuales no debe prescindirse en un estudio de la índole del presente.

Pertenece el pueblo español a una raza meridional, de origen indo-europeo o ario, tan impresionable como de rica y exuberante fantasía. Formado en su principio por los iberos y los celtas, vienen luego a mezclarse con éstos consecutivamente los griegos, los fenicios, los cartagineses, los romanos, los godos, los árabes y los judíos, pueblos que traen nuevos elementos cuya influencia se observa de un modo sensible en todas las épocas de actividad del español, muy señaladamente el latino, el árabe y el germano, que son los que más han contribuido a dar carácter a nuestra nacionalidad, carácter que se determina más y como que se avalora en aquellas sangrientas y heroicas luchas que nuestros padres tuvieron que sostener con los invasores del suelo patrio.

Así es que desde muy antiguo, desde la invasión romana, ofrece nuestro pueblo como cualidades determinantes de su carácter, el valor, el patriotismo y el espíritu de independencia, juntamente con la piedad religiosa y el espíritu aventurero y batallador, que tanto le ha distinguido durante el primer período de la Edad Media, singularmente, y que el trato y la lucha con los romanos, los germanos y señaladamente con los árabes, vinieron como a poner más de relieve y sin duda alguna a avivar. Su fantasía poderosa, rica y plástica; su sensibilidad viva y enérgica; sus tendencias sensuales; su espíritu soñador y aventurero; sus exaltados sentimientos patrióticos; su fervoroso o intransigente sentimiento religioso, idolátrico y supersticioso a la vez; su inteligencia penetrante y poco reflexiva y su falta de sentido práctico; su amor a las formas externas; su valor personal y colectivo; su vanidad y orgullo nacionales a la par que individuales; su culto verdaderamente idolátrico por los sentimientos generosos y caballerescos, cuya manifestación más bella son la idea del honor y esa galantería poético-sensual que tan preciosos elementos ha suministrado a nuestra literatura, muy principalmente a la dramática; todo este conjunto, en fin, de cualidades, constituyen desde muy antiguo los caracteres distintivos de nuestro espíritu nacional, y dan razón de las principales ideas y sentimientos que, constituyendo verdaderos ideales, han inspirado en cada una de sus épocas a la literatura española, como luego veremos.

Y en todas esas múltiples y variadas cualidades que acabamos de enumerar, se descubre siempre la huella de alguno de los pueblos que han invadido nuestra Península, sobre todo del latino, del germano y del árabe que, como indicado queda, son los que más han contribuido a determinar el carácter de nuestra civilización. A los romanos, por ejemplo, debemos en política el sentido autoritario y centralizador, el amor a la igualdad más que a la libertad, y en religión el sentido formalista, supersticioso y pagano. Tenemos de los árabes el ser intolerantes y sectarios en todo; la voluptuosidad sensual de que siempre ha dado muestras nuestro pueblo en el amor, en las costumbres y en la poesía popular, por ejemplo; el carácter especial de nuestra galantería, rendida y celosa a la vez; mucho de nuestro espíritu soñador y fantástico y no pocas de nuestras costumbres populares. Últimamente, propios de la civilización cristiano-germánica que en nuestro pueblo imperaba en la Edad Media, y debidos en parte a la influencia que la oriental ejercía necesariamente sobre ella, como más culta, son otros sentimientos tan bellos como bien cimentados, que muy pronto se manifestaron como determinaciones también del carácter de los españoles. Estos sentimientos a que ahora nos referimos han sido germen de nobles hechos, de generosas ideas y de ricas y delicadas concepciones, y no son otros que los sentimientos caballerescos que tanto culto recibieron durante la Edad Media bajo el triple aspecto de la galantería, del honor y de la lealtad.

No quiere esto decir, ciertamente, que entre esas cualidades no las haya propias o debidas a otras causas que las invasiones de pueblos extraños. Las hay en efecto que deben ser consideradas como peculiares de nuestro pueblo, puesto que en realidad muchas de ellas son cualidades geográficas, climatológicas y étnicas, más o menos reforzadas o modificadas por las circunstancias históricas a que hemos aludido. Así, por ejemplo, el sensualismo y la indolencia no los debemos menos que a los árabes, a la geografía y al clima. El espíritu patriótico y el religioso con los caracteres indicados, el espíritu emprendedor, aventurero, utopista y soñador, así como el gusto por la libertad individual (no política, sino la que consiste en no obedecer a nadie, en ese espíritu de rebelión contra todo, que tanto distingue a nuestro pueblo), son, en efecto, cualidades étnicas por más que en ellas se descubra, como sucede, la influencia más o menos vigorosa de esos elementos extraños a que antes nos referíamos. Importa tener esto en cuenta para distinguir lo que es peculiar y originario de nuestro nativo carácter de lo que es allegado y como impuesto.

Ahora bien, si como en lugar oportuno queda dicho, el Arte (y la Literatura como parte de él), es el reflejo de la civilización, la expresión fiel de la vida de un pueblo, necesariamente en la literatura española deben reflejarse la ideas y los sentimientos que acabamos de mencionar. No respondería la Literatura al concepto que de ella se tiene, si no cumpliese esta condición, tan importante y esencial de su vida y naturaleza: la nuestra no podía sustraerse a esta ley biológica de la historia literaria en general y del Arte totalmente considerado.

Y así es en efecto. A poco que se penetre en el vasto campo de la literatura española, por ligeramente que se examine la rica colección de manifestaciones literarias que el ingenio español ha producido, se viene en conocimiento de esta verdad que afirmamos. La crítica más superficial tarda poco en descubrir que las ideas y sentimientos a que antes hemos hecho referencia constituyen otros tantos elementos característicos de la literatura española.

Así, y refiriéndonos a la esfera del Arte en general, adviértese en todo él por lo que a nuestro pueblo respecta, un excesivo predominio de la fantasía sobre la reflexión, tendencias señaladamente objetivas y plásticas, más inclinación al idealismo que al realismo, un culto exagerado de la forma con menoscabo del fondo, poco o nada atendido por punto general, y una mezcla extraña, en verdad, de sensualismo y misticismo; cuyos caracteres no son más que la traducción fiel, el reflejo vivo de varias de las cualidades que, como antes hemos visto, constituyen la fisonomía peculiar de nuestro pueblo228. Y estos caracteres generales del arte español han de manifestarse necesariamente en la literatura, que es el arte que mejor refleja la vida y carácter de los pueblos.

Así es que en todas las épocas en que hemos considerado dividida nuestra historia literaria, se observa el predominio de la fantasía sobre el espíritu reflexivo, cualidad que por una parte es debida a las peculiares condiciones geográficas y climatológicas de nuestra nación, y por otra a la influencia árabe, y que se manifiesta en la literatura por la pobreza de idea y la gran riqueza en la forma, por ese culto exagerado a ésta con menoscabo del fondo, que hemos indicado al tratar del Arte en general. Contribuye a esto también el genio y los caracteres de la lengua, que como instrumento mediante el cual expresan los pueblos toda su manera de ser, se adapta por completo a las condiciones del pueblo que la usa, teniendo por virtud de esta ley la nuestra tendencias señaladamente objetivas, y siendo propensa a ese refinamiento afectado y a esa hinchazón ampulosa que en nuestra historia literaria se conocen con los nombres de conceptismo y gongorismo. El misticismo que antes hemos señalado en el Arte contribuye también, y de un modo poderoso, a dar carácter a nuestra literatura, lo cual no obsta para que se manifiesten a la vez en ella, dando lugar a un contraste singular, las huellas del sensualismo que nos trajeron los árabes. Y de la misma falta de espíritu reflexivo y de la exuberancia de la fantasía, nace el predominio que nuestro pueblo ha concedido siempre a la Poesía y la Oratoria sobre la Didáctica, tan poco cultivada entre los españoles de todos los tiempos, singularmente de aquellos en que la Poesía se muestra más rica y pujante. Mientras que la Poesía es más dada al idealismo que al realismo y en general muestra más tendencias objetivas que subjetivas, pues la misma Lírica es poco subjetiva, en la Oratoria predomina la pasión y lo pintoresco, es decir, sobresale más el carácter poético que el didáctico. Y ese mismo predominio que dentro de la Poesía se advierte en favor de lo objetivo, dando la preferencia al elemento épico sobre el lírico, es causa a su vez de que nuestra Dramática sea por regla general muy objetiva, atendiéndose en ella más a la acción y al efecto, es decir, a lo externo, que a lo interior, a lo psicológico; así es que más que de pintar luchas del espíritu y estados psicológicos, y de causar verdaderas emociones estéticas, se cuida de las galas y pompas del lenguaje y de producir efectos con los cuales sorprenda y alucine.

Juntamente con estas tendencias que acabamos de bosquejar, determinan la fisonomía peculiar de nuestra literatura los ideales en que se ha inspirado, que son los mismos que sirven de base a todo nuestro desenvolvimiento histórico.

Dominados los españoles por los romanos, cuya política, una vez alcanzada la victoria, más era de atracción y asimilación que de repulsión, llegaron a confundirse con ellos al punto de que costumbres, instituciones, ideas y hasta aspiraciones eran las mismas para ambos pueblos, que vivían además unidos por el vínculo estrecho y poderoso del lenguaje. De aquí el que en la antigüedad y aun en los primeros años de la Edad Moderna, los ideales de nuestra historia y literatura fuesen los mismos que los de Roma, y tuviesen más de humanos y sociales que de religiosos. En gran parte, a Roma debemos esa aspiración al dominio universal, que en determinada época ha sido uno de los mayores ideales de nuestra historia y literatura, y ese espíritu guerrero y conquistador, del que todavía nos quedan reminiscencias, y que también ha servido de ideal, en la política y en la literatura, a la nación española. Con la dominación goda fue perdiendo poco a poco el terreno conquistado la influencia romana, y nuevos ideales reemplazaron a los que hasta entonces habían inspirado a nuestro pueblo, que bajo los godos cambia el ideal humano-social por el religioso, en el que continúa inspirándose con preferencia durante la primera mitad de la Edad Media, juntamente con el patriótico, que robusteció después en las luchas que tuvo que sostener con nuevos invasores. Mas tarde, ofrécese a nuestros pueblos como fuente de rica inspiración, debida en parte a los germanos y en parte a los árabes, el ideal caballeresco, elemento de gran importancia y que ejerce señalada influencia en nuestra literatura. Durante la primera época de la Edad Moderna (casa de Austria) síguese inspirando nuestro pueblo en los tres ideales que acabamos de indicar, a los cuales se agrega el sentimiento monárquico, juntamente con la tendencia a la dominación universal, que se reproduce con la política de Carlos V. Como en la segunda época de esta Edad (casa de Borbón) la literatura carece de la originalidad que en tiempos anteriores la distinguiera, es verdaderamente literatura de imitación, no tiene en realidad ideales, a lo cual no deja de contribuir el carácter indefinido de esta época de duda y de transición, en la que al haberse desechado los antiguos ideales no se han determinado aún bien los nuevos, sobre todo por lo que a la esfera del arte respecta, por más que la crítica los vislumbre y se esfuerce por precisarlos229.

Determinadas las tendencias peculiares y la fisonomía especial de nuestra literatura, y bosquejados los ideales en que se ha inspirado, pasemos a tratar de su medio de expresión, del lenguaje, con lo que completaremos el cuadro de las nociones, que en nuestro sentir, deben preceder al estudio de la historia literaria de un pueblo.