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ArribaAbajoPájaro Pinto

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ArribaAbajoAntelación

Traer a la literatura los estremecimientos, el claroscuro, la corpórea irrealidad o el realismo incorpóreo del cinema, la lógica de este arte, es procurarse nuevos efectos literarios, muy difíciles de situar en ningún género determinado.

Entre la novela y el poema ya existe una zona de interferencia, verdaderamente sugestiva. Entre el poema novelar y la cinegrafía, la interferencia resulta mucho más sugestiva. (Buscar una especie de proyección imaginista sobre la blanca pantalla del libro.)

Lo peor es que el interés argumental se suele perder bajo el desafuero de la fotogenia y de la metáfora.

Se suele perder.



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ArribaAbajoPájaro Pinto


- I -

El Pájaro Pinto, que era el pájaro frívolo que tenía la humanidad para sus niños y para sus biombos teatrales, se transmutó en pájaro grave después de la guerra. Volaba por el mundo hasta hace poco. Y un día -como se dirá luego, a su debido tiempo, al final- desapareció.

El año 19, a raíz del primer aniversario del armisticio, fue nombrado -como el ser de la más última y magnífica inocencia- ministro de Relaciones Exteriores de las cruces de madera. Todos sabemos lo que son las cruces de madera.

La primera vez que el confidente vio uno de estos huertos especiales, le pareció un campo de aviación. Silencioso. Con las escuadrillas fuera de los hangares, prontas y formadas para emprender el vuelo.




- II -

La más visible cosecha de la gran guerra ha sido ésta de las cruces de madera. Se trata de huertos. Simplemente. Unos grandes huertos, alegres hasta donde es posible, en los que brotan plantas, en la curiosa disposición de los plantíos vulgares, y cada una de aquéllas en forma de cruz.

Cada una tiene cuatro antenas: dos laterales, una superior y otra inferior. Por las dos laterales comunican con todo el mundo que hace ruido, lo mismo que cualesquiera otros aparatos de radio, y por la antena superior no se sabe, realmente. Como se dirige hacia arriba, suponen algunos que comunica con... (Pero la Biblia recomienda que no hagamos juicios temerarios. ¿Para qué hacerlos, pues?) Lo que sí es seguro es que por la antena vertical inferior comunica con el infierno. El palo clavado en tierra recibe por su afilada punta chispas mensajeras, y las envía con regularidad.   —94→   Van y vienen, del verdadero infierno a la punta del palo, y de la punta del palo al verdadero infierno. Éste se halla muy pasado el de Barbusse -y el limbo de Abraham, por lo tanto- y algo lejos del de Dante.




- III -

El Pájaro Pinto se puso serio después de la confidencia. Meditabundo. Estúpido. Dejó de acudir al llamamiento de los niños y de posarse al lado del pelícano y del dragón amarillo en el biombo del gabinete.

En cambio, aprendió a situarse, inmóvil, en las altas y metafísicas veletas, donde reflexionaba y jugaba a los naipes, barajando los días y las noches, harto de hacer: ¡cu cu!, en el reloj.

No. Ahora se sostenía graciosamente -como un canario sobre su caña- sobre el hilo de los tres filos. El filo de la media noche, el filo de la media tarde y el filo de mediodía.

Pinto recorrió, con calma y atención, todos los huertos de cruces de Europa, recibiendo de cada cruz, una por una, instrucciones particulares. Y luego, el mandato total de la Asamblea, que lo hizo ministro.

Pájaro Pinto recorría, con «patojo, flojo y cojo, mustio vuelo milenario», cual el cuervo de Poe, los campos de labor de las cruces. Iba del Yser a la Masuria, de la Masuria al Marne, del Marne al Isonzo, del Isonzo a Ypres y a Verdun...

Girada su visita, tomaba un largo vuelo y se posaba en una veleta.

Si era el filo de medianoche, sobre el Vaticano o el Kremlin. Si era filo de media tarde, sobre el Capitolio de Washington, y si era filo de mediodía, sobre la misma puntita del pezón de Francia. En la torre Eiffel.

En estas alturas comprobaba desoladoramente las mentiras grotescas que la humanidad radiaba desde cualquier punto de las cuatro panzas de la tierra a las indefensas cruces de madera. Entonces el noble y leal Pájaro Pinto, acostumbrado a los velivolismos jocundos de la fantasía de los niños y a los espacios azules, se tambaleaba como un borracho y marchaba a oficiar secretas consignas a las escuadrillas alineadas.



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- IV -

Pero lo más acongojante eran las misiones particulares de orden sentimental que solían encargarle.

Cada cruz le preguntaba ansiosa por su antigua familia, por sus antiguos amores, por sus dichas retrospectivas. Le rogaba que acudiese al antiguo hogar y le trajese noticias de los suyos.

Pájaro lo cumplía siempre. Siempre con idéntico resultado. Se vestía de cierto luto, estirado, con guantes negros, gafas ahumadas y un sombrero marrón con gasa negra. Iba a la casa y llamaba al timbre.

Salía la criada.

-¿Están los señores?

-No, señor. No están.

-Pues ¿dónde están?

-Se han ido al cine.

-¿Todos?

-Todos.

-¿La señora también?

-La señora también.

Entonces se hacía un silencio. Una pausa. Una tremación charlotesca. Pájaro daba una vuelta despacio para irse. Mas la voz de la criada musitaba cálidamente:

-Pero no se marche usted por eso, caballero. Pase usted... Pase usted, caballero -insistía sonriendo-. No volverán hasta tarde.

-¡Oh, no! No puedo -sonaba misteriosa la voz de Pájaro Pinto-, no puedo. Tengo que picar. ¿Comprende? Tengo que picar...

Y se iba, horrorosamente triste.




- V -

Como manifesté al principio, llegó al fin -ahora- el día en que dejó de volar el pájaro inadmisible -indiscreto y pueril- por la gran paz de nuestra atmósfera.

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Cumpliendo por vez postrera su obligación confidencial y ministerial, recorrió los extensos campos donde aguardaban las escuadrillas.

Y ya no vio nada. Absolutamente.

Todos los aparatos habían levantado el vuelo.





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ArribaAbajoXelfa, carne de cera


Prólogo

Xelfa se yergue en la plaza pública con su figura sin contorno, de civilizado. Áspero y analítico. Cursi, delante de las piedras de Eubea y de la basílica de Roma. Con sombrero de copa y levita -desesperado- todavía, pero nada más que unos minutos, en uno de esos jardines shakespearianos de luna romántica y un carácter.

-¿No sabes -le ha dicho un Poeta de Cabaret- que pisamos un terreno dificilísimo, desconocido?

ÉL (con voz pálida).- No. No pisamos ningún terreno.

P. DE C.- ¿No ves subir la cinta automóvil del camino y temblar sumisa la vida en la pantalla cinematográfica? Disimuladamente... Disimuladamente.

ÉL.- Veo que la Bestia Negra asciende porque sube en aeroplano. Pero luego baja. (Ríe.) ¿Cuándo dejaremos de disfrazar de útil lo voluptuoso?, y lo útil mismo... La ciencia misma... ¿Comprendes?

»¡Ah! ¿Qué horrible opresión siento en el pecho? (Hace gestos angustiosos como si se ahogase. Se le auxilia. Una copa de champán. Tranquilizado, queda silencioso. Callado consigo mismo.)

(Se le nota así más la carne de cera bajo el arco voltaico.)

Hizo el amor, lo consabido melifluo, y tampoco le convenció. Ni la acción ni el arte. Hasta cierto punto se dejó llevar por la mujer que con aires de imperio, de impertinencia suma, le cogió de la mano. Hubo -no ha de negarse- los nubarrones, las luces tempestuosas sobre la mar brava de su piel. Sobre los nervios de fuera, total. Pero el cordaje interior, nada. Son cordaje de tripa de perro.

Las fórmulas de la depravación demasiado civiles y agotadas.

Desgraciadamente.

Llegaron las desventuras. Se consteló su espíritu como el de cualquiera de ellas. Y pasó por trances gravísimos. Un hombre de fe los hubiera resuelto con la oración y la penitencia. Un concupiscente, con la ironía o el suicidio.

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Pero Xelfa halló que no le convencieron. ¡Espantoso hallazgo! Comprendió que la tragedia no importa por honda o por complicada, sino por razonable. Que el dolor no mata por intenso, sino por persuasivo. Liberarse de él -en civilizado, en gentil metafísico- es hacerle narigudo oponerle en cuclillas.

P. DE C.- Cuando te miro advierto que eres de cera, blanca y fría, y la ciudad que te rodea de níquel. Eres caprichoso, aéreo, flotas en una ingravidez moral que quizás sea la inmortalidad de tu tiempo.

»Pero, ¡qué arruinar el de esta piqueta del capricho! En el fondo te vencen los más menudos y groseros escrúpulos. ¡Dolorido microscópicamente!

»Moderno y lúgubre, lleno de sonrisas amarillas. Sin sol. No encuentras una pierna suficientemente fina. Ni un domicilio con la dimensión precisa. Ni un país sin postizo. Ni un mero afecto en la teoría general del mero hombre.

»¿Y tu sangre?

X.- Mi sangre corre. Pero no es sangre humana. Es como aquella sangre que pedía Homero para los dioses. Semejante al rocío, especie de vapor divino que, no substanciada por las frutas de Ceres ni el líquido de Baco, fluye inmortalidad.

P. DE C.- (inquieto, misteriosamente, al oído). ¡No lo creas!




Capítulo I

Xelfa volvió de la guerra



La partida

En la muralla de la alcazaba de Tetuán (Marruecos) hay un sitio donde parece haberse jugado a la pelota. Se advierten claras huellas de pelotazos. Son las señales producidas por la artillería de O'Donnell el año 60.

No se movía brizna, ni turbante, en la atmósfera quieta, este día de la partida de Xelfa, que esperaba con los demás soldados su regreso a España, en tres regresos. El de su espíritu, el de su cuerpo físico y el de su cuerpo uniformado. Desde las tres de la tarde aguardaba la llegada del tren de Ceuta que, a su regreso, había de conducirlos   —99→   a ellos, a los soldados repatriados. Un septiembre y unas cinco de la tarde. Y, enseguida, entre la espera impaciente, el sonido de una sirena ronca y el tren.

Se trataba de un tren ganso, azul oscuro, que venía andando a lo ganso, con el bamboleo característico de los gansos, e iniciando el: ¡cua, cua! Para echar humo abría el pico y estiraba el cuello. Parecía que marchaba siempre perseguido por el delantal de la granjera, el azul celeste, o que tenía prisa en meter el pico en la cazuela inmensa del sol africano. La auténtica cazuela de fuego, que no está sobre la lumbre, sino que la tiene dentro. Como han observado todos los africanistas, el sol de Marruecos da la sensación de que no se pone nunca. Realmente, no se trata de un sol de pintor, con alegría y policromías a la europea, sino de un sol moro, celoso y frutal, con un brillo sostenido de alfanje. El pintor europeo se encuentra con este sol y queda defraudado. Entonces, asalta el harem de este sol sultán, y allí goza de los verdaderos deleites de los interiores marroquíes. Unos interiores suaves y femeninos, odaliscados en gris, que rebajan con ternura los dorados fríos de la luz.

Todo el batallón de cazadores de Viriato, número 97, esperaba el embarque en la estación del ferrocarril. Volvían a la Península después de dos años de guerra, después de combatir constantemente en prolongados itinerarios estratégicos. Morían de vez en cuando. Pero como las «unidades» (sic) no mueren nunca, aunque perezcan sus individuos -se renuevan-, el batallón de Viriato aparecía siempre resurrecto, a toque de corneta, en cualquier campamento.

El soldado Juan Martín Bofarull, llamado Xelfa por sí mismo, contemplaba por última vez Tetuán y la vega. Juan Martín Bofarull tenía veintitrés años; pero Xelfa llegaba a los treinta. La cronología habíase quedado rezagada en la naturaleza cerúlea psicofísica de Xelfa. Xelfa quedó abstraído mirando, por última vez, Tetuán y la vega.

Con mucho cuidado, cogió con los párpados la vega y luego la dejó donde estaba. Tenía música y no le convencía. Los verdes musicales -exentos de veronés- y los blancos desentonados de las enjalbegadas casas morunas casi le molestaban. El oído no fue nunca su sentido directriz. El ojo sí. Por esto, ya le era más simpática Tetuán. De Tetuán, restándole a la ciudad lo que posee de filtración andaluza, lo que vio Galdós en Aita Tettauen y lo que siguen viendo los corresponsales de los diarios, se salva notable impresión. Tiene ya cierta alma de desierto. El oriente empieza a explicarse: amplíanse las curvas. Esta sensibilización de curvas arquitectónicas, humanas, espaciales, sentimentales,   —100→   que terminan en la gran curva misteriosa y cerrada de la circunferencia religiosa, ya son oriente. Curva ceremoniosa, lenta. El arco de la mazmorra y la curva gumía. La palmera del arábigo patio curvándose. La onda del salmo coránico. La noche, el silencio, la nariz del hebreo y algunas de las espirales del dolor, que arrancan del corazón de Mahoma y se elevan hasta la afilada media luna, como voluta de sahumerio...

(Don Pedro Antonio de Alarcón. Don Pedro Antonio de Alarcón, ¡eh! Hay en Tetuán más curvas que las de la joroba del dromedario.)

-¡A formar! ¡Vamos! ¡A formar!- gritó el oficial de la sección de Xelfa.

Otras voces gritaban lo mismo.

Formó el batallón y avanzaba el tren. El ganso azul oscuro avanzaba por la vía cuaqueando a derecha e izquierda. Sonó la sirena ronca y se paró. Al descender de un vagón el gordo morisco Mohamed ben Talud, medio tren se venció de su lado. Bajaban moros, alguna mora tapada, señoras, señoritas -con sus sombreros y sus sombrillas- y caballeros, paisanos y militares, residentes en Ceuta, que acudían al baile que se celebraría por la noche en el Casino Militar de Tetuán . Hacía varias semanas que el tren podía circular. No sonaba un «paco». La zona se hallaba pacificada.

Xelfa, formado, abrió en abanico la evocación de su vida africana y empezó a abanicarse lentamente, ahuyentando los mosquitos del calor. Su imaginación, en cambio, revistaba acelerada los episodios recién pasados. Dos años antes llegó a Tetuán con el batallón de Viriato. Llegó de noche. Había guerra. Lo metieron en un cuartel, lo sacaron, lo volvieron a meter en otro cuartel, durmió, y a la mañana siguiente marchó destacado con su compañía a la posición de Tifaruín. Una posición situada a ocho kilómetros de otra posición más grande, Ben Karrich, y a 22 de «la plaza».

¡La plaza! Aquí se detuvo en evocación absurda el imaginismo de Xelfa. Todo un poema le detenía en estas dos palabras. Veía la plaza de toros. Una plaza de toros especial, militar, donde en rara mezcla confusionaban elementos militares y taurinos. Alrededor del redondel veía adustos pabellones cuartelarios. Por el toril, en vez de toro, salía la boca de un cartón largo, gordo, negro como un miura. (También había en las gradas algo de bazar hebreo y sobre la presidencia una sábana blanca.) Cuando más tarde contempló   —101→   el triste espectáculo de las evacuaciones de muertos y heridos, en larga hilera hacia las hospitales de Tetuán, escuchaba en subconsciente e irrespetuosa mezcolanza las gritos de: «¡Eh, a la plaza!» de Madrid, en la calle de Alcalá, los días de toros. No ponía, desde luego, ninguna intención de sarcasmo en tal pesadilla.

La posición de Tifaruín constituía el pico de una pequeña montaña, rodeada de otras montañitas de su misma altura. Pelado, calcinado, rojizo todo. El cielo, apretando la base dentellada del horizonte, era un fanal azul. El azul inexorable, terco, engrudoso de Marruecos. A las ocho de la mañana se veía el mismo azul que a las ocho de la noche. La noche era igual que el día. Rara vez dejaba de ser la luna un pequeño sol enfundado. La fuerza militar a la que pertenecía Xelfa -unos 90 hombres mandados por un oficial grueso- se alojaba en varias tiendas de campaña, convenidas en agitadas campanillas cuando el viento, venciendo el azul terco, con ocres y arenillas del desierto, las azotaba. La jornada diaria, salpicada con toques de corneta, no resultaba dura por el trabajo, ni por los frecuentes tiroteos, sino por los aletazos que todas aquellas almas daban contra el terrible fanal que los aprisionaba, cristalizados y resecos, por un tiempo, sin horas, que no transcurría nunca. Para dormir, todos se ponían flotantes mosquiteros, que les daban el aspecto fantástico de aéreos moros muertos, con turbantes de nube. Lo alegre eran los toques de corneta. Es decir, según. El de diana parecía el gallo pimpante del corral. El de retreta, peor, un gallo negro que picoteaba con tiros. El gallo-máuser. Era la hora en que con mayor furia tiroteaba «el enemigo» la posición.

«¡El enemigo!». Otro imaginismo caprichoso. Los enemigos miran con un solo ojo, detrás de la esquina. De Tifaruín los trasladaron a Tetuán quince días. Después, al campo. Operaciones. Las marchas. Las acciones de guerra. Los reposos breves. Las marchas. Los combates grandes. Los heridos. Los muertos. Las marchas. Los enfermos. Un permiso -ocho días-. El descanso. Las marchas, y ¡muerto! (baja definitiva). ¡No! Una falsa alarma: un chinazo en la rodilla. Evacuado a Tetuán. Dinero. Algo de cabaret. Las marchas. «En columna volante». Las marchas. Las marchas por los prolongados itinerarios de la estrategia. Por fin, Tetuán. Cuartel. La paz. La repatriación.

La marcha. Pero ahora, la marcha a España.

A las seis partió el tren.



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El viaje. Una cinta histórica proyectada al revés

Desde Tetuán hasta Ceuta el tren va recorriendo los mismos lugares en que tuvo lugar la guerra hispano-marroquí del año 1860. Sólo que la cinta se proyectaba a la inversa del desarrollo de los acontecimientos. Así enarrollada, debiera haber ocurrido que las víctimas de los combates volviesen a la vida, puesto que ahora partían del momento en que murieron a los anteriores, y la entera «Guerra de África» comenzaba en la «Paz de África» victoriosamente iniciada en el final. ¡Oh, si se pudiera así remontar la vida! Pero no -pensaba Xelfa-, todavía no se ha inventado el motor contracorriente y contratémpico de la remontación.

Entre los compañeros de Xelfa, y en el mismo departamento, iba un soldadito rubio que era maestro y que, excitado por Juan Martín Bofarull, se puso a explicar, discursivo, las efemérides históricas.

-Desde aquí, muchachos, se divisa la vega de Tetuán. He aquí, muchachos, el panorama que hace sesenta y tres años se presentó a los ojos del ejército de la guerra de África... de la primera guerra de África. De la de O'Donnell . O'Donnell fue un general de la corte de Isabel II. Todo está igual en estos campos. Por aquí se extendieron las tropas españolas, ansiosas de tomar por asalto Aita Tettauen, «la ciudad de los ojos bellos», sobre la cual escribió después don Benito Pérez Galdós un «episodio nacional». Los generales O'Donnell, Prim y Ros de Olano...

La cabeza de Xelfa empezó a sumergirse en una especie de acuario hervoroso y feliz. En un duermevela francamente desconsiderado para el orador. Orador de su misma compañía y departamento de tren. El soldadito rubio.




O'Donnell, Prim y Ros de Olano

Tres hombres en un grupo estrecho, rodeando un hoyo. Prim miraba al hoyo. Se le había caído el reloj, y la mirada del general le perseguía hasta las Antípodas. Ros, vuelto de espaldas, extendía su bella mano de poeta sobre la pechera impecable del frac. Y O'Donnell, altísimo, no hacía más que decir a Prim:

-No se rasque tanto la barba negra. No se rasque tanto.

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Creciendo, O'Donnell, hasta casi mancharse con las primeras tintas del cielo, daba vueltas, desenvolviendo del cuerpo, en la gran faja que le arrollaba -vertiginosamente-, multitud de colores y periódicos: El Guirigay, La Iberia, Fray Gerundio.

La vega de Tetuán, entrando primero en el embudo del hoyo que iba abriéndose desmesuradamente, caía despacio, como no queriendo volcarse. Entonces, Prim se convirtió en Narváez y tiró de una punta del mantel, cayendo las copas, los fruteros, llenos de tetuaníes y de moros boabdiles, detrás del reloj. En la calle de Alcalá, frente a las Calatravas la reina Isabel II paró su coche y le dijo a O'Donnell:

-Dile a Juanito Prim que tenga cuidado con los automóviles, que hoy por poco le atropella uno en la calle del Turco.

Dijo la reina. Y sonrió, pálida y temblorosa, mientras sonaba la marcha real.

Hasta la llegada a Río Martín, el terreno, encarnizado y duro, no mostraba más suceso topográfico que la silueta de monte Negrón. En algún aduar veíanse el borriquillo, la mora andrajosa y el triste moro de patas de alambre y gran chilaba.

Desde Río Martín hasta Ceuta, el ferrocarril marchaba paralelo al mar. A la derecha, el mar. A la izquierda, terreno levemente montuoso, pero de terca firmeza mineral.

El Mediterráneo africano, que es el mar que sugiere con mayor infantilidad el mar azul de los mapas, parecía la consabida lámina de cinc bruñido. El caso es que el azul este no tiene demasiado calor, a pesar de su espejeo y de su violencia . La lumbre debe de estar por debajo. El espejo supone la superficie de hielo en la cual patinan los barcos. De pronto, rodeando un pequeño golfo que forma el mar, delante de su aduar, surgen unos peñascales incoordinables con el resto del paisaje , y entre ellos grandes túneles fabricados por corsarios y piratas del siglo XVI.

Aquí, en este golfo, bajo una atmósfera temblante, sombría y luminosa -no hay incompatibilidad pensando en ello con rapidez-, se refugiaba el bajel corso, cambiando su rombo oscuro por un banderín dorado. El turco sonaba sus pífanos y chirimías, en la noche, al aproximarse a la costa africana. En la gruta se encendían unas teas, y el navío se acercaba. Berberiscos, napolitanos, valencianos, malteses promovían sus algaras estrepitosas en la playa. Descendían del barco unos tributos para el rey de Marruecos: cautivas desnudas y adolescentes de España, y parte del tesoro apresado a un bajel francés. También sacaban al capitán Centellas, rabioso y encadenado. Desde el refugio marchaban los cautivos, conducidos por el látigo berberisco,   —104→   hacia Fez, hacia Tetuán, hacia Argel. Al amanecer, el turco levaba anclas, sonando otra vez sus chirimías. De repente, disparaba un cañonazo innecesario. Apaleaban a un cristiano enfermo que no les servía para nada. Lo remataban y lo arrojaban al mar. E izaban, en lo más alto del mástil de proa, un alegre banderín dorado.

De toda aquella perdida libertad del mar, queda sólo el mar, que es el mismo mar del pirata. Y un torpedero vigilante. Los azules delfines saltan ahora enamorados de la escuadra inglesa. Pero el Mediterráneo sigue tan espeso y tan aburrido en sus tres zonas. Parece un mar de leche azul. Las tres zonas mediterráneas son: el Marocco de los turistas Cook; la Costa Azul del novelismo cursi, y luego, desde Italia hasta el canal de Suez, el popular patio de vecindad europeo, tan arrabal de Inglaterra.

«Condesa», Los Castillejos. El tren paró. Cuando de nuevo echó a andar, un moro con chilaba parda, flotante al viento, corría en bicicleta, paralelo al tren, gritando y haciendo muecas felices. Los soldados, desde el tren, le increpaban, riéndose. Xelfa despertó a la algarabía.

Apareció un sargento con el dedo en el labio.

-Vamos a ver si no alborotamos. ¡Silencio! -dijo.

El soldadito rubio, el maestro, con su aire de feto en alcohol y la voz pedante que suelen fijar para siempre en la laringe pedagógica las Escuelas Normales, prosiguió:

-Muchachos. ¡He aquí Los Castillejos! Aquélla es la famosa loma de las mochilas. Otra efeméride gloriosa en la historia de España.

Todos los ojos ingenuos, ojos de niños contrariados, que tienen los soldados, se hincaron en aquellos pequeños montes negroverdes, ardorosos, en cuyos vértices se veían Los Castillejos: una especie de garitas ruinosas. Casi ninguno de aquellos soldados sabía lo que allí había ocurrido ni tenía la menor referencia histórica de Prim. Pero la sugestión de nombres que habían sonado en su oído muchas veces, con vibración fabulosa, les movió de repente la atención.

El sargento sonrió con aire de inteligencia. Aquella loma que Prim había tomado una sola vez, él la había tomado cinco o seis, todas las mañanas, cuando de soldado hacía instrucción en Ras Riffien. El sargento no ignoraba quién fue Prim. Ningún sargento de hoy lo ignora. Tienen obligación de saber historia de España para ascender a sargentos, e historia universal para ascender a oficiales.

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-En esa loma encontró D. Juan Prim y Prast, duque de Prim, marqués de los Castillejos (título que le concedieron por esta acción, precisamente), conde de Reus, vizconde de Bruch, seria resistencia por parte del enemigo. Sus huestes, los famosos Voluntarios Catalanes, retrocedieron dos veces ante el empuje enemigo. Como hacía mucho calor y las mochilas estorbaban a la tropa, mandó que las dejasen en el suelo. A pesar de eso, la tropa, fatigadísima, no avanza. Se ve que va a retroceder. El moro aprieta. Entonces el general exclama, con tremebundo acento: «¡Soldados! Vosotros podéis abandonar esas mochilas, que son vuestras, pero no podéis abandonar esta bandera, que es de la patria. Yo voy a meterme con ella en las filas enemigas. ¿Permitiréis que el estandarte de España caiga en poder de los moros? ¿Dejaréis morir solo a vuestro general? ¡Soldados!... ¡Viva la Reina!».

»Dice y da espuelas a su caballo. Si vuelven a retroceder los soldados y los moros cogen las mochilas, a Prim le habrían fusilado en llegando al campamento, si no lo matan antes los moros. Pero no. La tropa inicia con vigor la contraofensiva, y la loma, con su castillejo, fue tomada a la bayoneta. ¿Verdad, mi sargento?

-Ya, ya. Y hubo 400 bajas, con bastantes muertos. Al general Prim le dieron el tercer entorchado. Eso sí, hay que tener en cuenta que los moros tiraban entonces con espingarda.

(El moro con espingarda.)

El «boudoir» de una coqueta. La rubia cabecita pintada, moviéndose despacio delante del espejo de mano. Aro de marfil, mango de plata.

(Y el moro con la espingarda.)

La coqueta, loca de alegría, se vuelve al moro y le polvorea el rostro con la borla de los polvos.

(Y el moro con la espingarda.)

Desaparece la coqueta, y el moro, dando vueltas a la espingarda, como un dandy a un junquillo, se va muy triste.

Al fin, llegaron a Ceuta, poblachón de carácter andaluz, en donde el desaparecido presidio ha quedado preso fantasmagóricamente en el silencio. Suspenso en el silencio. Un silencio que baja de la fortaleza de El Hacho y lo envuelve todo. Los moros de Ceuta viven como los gitanos en su barrio, debajo de un puente.

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Xelfa cobró una cantidad importante en el Banco Hispano-Marroquí, y pidió permiso para regresar solo a Madrid. «Concedido». Gibraltar, un día. Algeciras, Ronda -tres días de Andalucía lloviendo y después de llover, «humedad y transparencia perla», el mejor ambiente de Andalucía-, Córdoba. Otro día. Madrid.

Las nueve de la mañana.






Capítulo II

Xelfa, enamorado



Solo

Encontrarse súbitamente sin las obligaciones acostumbradas, desplomadas para siempre alrededor de uno, produce cierto vértigo. No existiendo objetivos inmediatos para nuestra acción, la atención da una vuelta de campana, espaciase el espíritu en la nada y surge claro el abismo interior. También aquí, como en alta mar, el horizonte es redondo.

Y en lo más ajeno y mortal de la superficie estamos nosotros. Solo.

La soledad de dentro afuera. No la inversa, que es vulgar y dominable. La familia, el trabajo, los amigos, las aficiones bastan para combatir, poblándola, la soledad de fuera. La soledad de fuera puede diafragmarse. Un diafragma grande, esfumándola, la poetiza. Nos sentimos solitarios, héroes, atraemos cualquier ensoñación y ya estamos defendidos. Un diafragma pequeño la polariza en cualquier disciplina del pasatiempo, el coleccionismo o el juego de naipes o un juego intelectual : escribir, hacer matemáticas, abogacía, política. El quid consiste en colgarle farolillos a la veneciana a la soledad.

Pero en la soledad de dentro afuera no cabe ninguna defensa. Al menos de esta clase. Únicamente tratamientos antineurasténicos: glicerofosfatos (en inyecciones de preparados alemanes), duchas, ejercicio moderado, reposo moral, alimentación pobre en grasa, rica en albúminas y en hidratos de carbono.

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Tal soledad rechaza las defensas cordiales. Cógela el ámbito en derredor y tiene su risilla para la Venecia de los faroles.

Soledad, solitaria y sola. Pendular.

Tal sensación experimentaba Xelfa a los pocos días de llegar a Madrid, después de perfectamente instalado, equipado, provisto y adinerado.

Todo cuanto tenía que hacer en la vida estaba hecho. Había escrito a su familia -saludándola-, inmovilizada en un viejo punto de España. Había cumplido tiernamente. La ternura hacia los suyos le sacudía el corazón muchas veces. Pero esto no impedía que toda su familia, miembro por miembro, le fuera antipática. Lo «global» no obstaba a lo individual. No.

En Madrid tenía muchos amigos. Se hallaban en las tertulias de los cafés, en el casino y sobre el asfalto. Hubiera querido ir a buscarlos, conversar, distraerse con ellos.., Pero ¿para qué? No se movía. Su propio movimiento se le escapaba de la voluntad, uniéndose al movimiento de las cosas, mientras él permanecía quieto. Corrían los tranvías, los autos serpeaban impulsivos, rapidísimos punteaban los instantáneos anuncios eléctricos, y el ruido bárbaro ascendía en columna, como un humo nuevo, hacia el cielo.

Xelfa pensó qué debía marchar al círculo a ver a sus amigos. Empezaba a hincharse su voluntad. Un contacto de otra voluntad y se pondría en movimiento. Bastaría que un guardia le indicase: «Caballero, tenga la bondad de circular», e iría. O que estallase un neumático cerca. Su aguja volitiva señalaba el Norte. Repentinamente, en giro brusco, la aguja, estremecida, señaló el Sur.

¡Ah! Iría a casa de su tía a ver a su prima. Sí, a casa de su tía a ver a su prima. Él era un hombre con prima. Con una prima como la que todos tienen, bonita, coqueta, confianzuda, medio novia siempre, pero además: écuyère, y una tía especial: María Estuardo. Hacía bastante tiempo que no se veían. Recordaba a su prima la última vez que la vio, ya «hecha una mujer», en una visita breve, crepuscular, envuelta. Y la recordaba, detalladamente, muchos años antes, en el veraneo común en un pueblecillo de la sierra, cuando en las calurosas horas de la siesta ambos, en un ardiente desván solitario, mientras los demás dormían, colaboraban en un cuento de Maupassant. Doce años ella -entonces-, dieciséis él. Xelfa marchó luego a Francia. Volvió. Después, la milicia. Después, era ahora.

  —108→  

Ahora hay que tomar un taxi -pensó. Lo tomó y dio las señas: Velázquez, 54.

Echó el auto a andar y el imaginismo de Xelfa a divertirse, saltando sobre las cuatro ruedas elásticas del cajón. ¿Marcha un hombre rumbo a otro hombre? Xelfa pensaba que, evidentemente, marchaba un hombre rumbo a otro hombre, que él era un presentimiento vivo y que el auto era su estuche, el alegre ataúd del vivo. En la Cibeles le pareció más bien el camerino de un galán joven. Y según se iba acercando a la calle de Velázquez, caja de música, con Beethoven en el motor -andante maestro- y Stravinski en los saltos del ballestaje. Agotó, en una de esas ventajas inconcebibles del gran temperamento neurohepático, su soledad de dentro. Y se sintió alegre y notablemente hermoso. Xelfa era un hombre bello. Xelfa gustaba a Xelfa. Era alto, de un elegante rubio de salón y ojos grises, norteamericanos, femeninos y, sobre todo, reposados. El tono de la piel: cerúleamente deshumanizante, no a lo Montecristo, sino a lo Archibald Barrymore, de Hollywood.

El héroe sabía muy bien a lo que iba a Velázquez, 54.

Iba a enamorarse.




El motivo de la boa

La larga serpiente boa del pasamano de la escalera le condujo hasta la puerta de la casa de su prima. Le abrió la doncella.

-¿Qué desea?

-Nada.

-¿...?

-Soy pariente de las señoras. ¿Están?

-Tenga la bondad de esperar.

La doncella retrocedió casa adentro, un poco asombrada del «nada» y de la manera de hablar expectante, cortada y despaciosa de Xelfa.

Pasó a un gabinete y a poco salió la tía Gertrudis con su presencia agradablemente lejana y sonambúlica. La tía Gertrudis, desde que se quedó viuda, parecía venir siempre del cementerio de poner crisantemos amarillos precisamente en la tumba del esposo. El total aspecto bobo se desvanecía con la mirada sagaz y silenciosa. Miraba como dándose cuenta de todo y disculpándolo de antemano para no molestarse. No   —109→   era de creer -sin embargo- que ningún dolor de viudez diera tan particular proyección impávida. En realidad, sintió poco la muerte del esposo. Lo que pasaba por su alma eran los funerales de la juventud. Tía Gertrudis poseía cincuenta y cinco años. Ya estaba perfectamente ahumado el cristal de su juventud, y a través de él podía observarse sin pestañear el sol. Entre las dos actitudes, la de rebelión en vieja verde y la de resignación en noble anciana, había preferido ésta.

La tía Gertrudis se parecía a María Estuardo. En tal parecido se hallaba la clave de su corazón. Se trataba de una mujer a quien habían restado del espíritu toda Inglaterra. ¿Qué podían, entonces, importarla a ella, a la reina, las menudencias diarias, y por qué razón habría de acercarse a las cosas demasiado e interesarse por ellas, siendo tan realesco y confortable vivir en una nube? Doña Gertrudis, poco docta en historia, ignoraba quién fuese María Estuardo, ni su parecido psicofísico. Vestía trajes delgados y cardenalicios, cerrados en la garganta. Manga larga, falda hasta el tobillo. Cuando se cansaba de los tonos cardenalicios, descansaba en los oscuros. Colores lisos. A lo más llegaba al negro con pintas.

Esta señora enviudó, principalmente, de una voz bronca y autoritaria, que jamás tuvo para ella matices amables, y de un cuerpo grandote con puntiagudos bigotes en la cara. El marido fue empleado en el Real Patrimonio. Le quedaron 25 duros de viudedad. Si no hubiesen tenido ella y su hija Andrea más que esa cantidad mensual, la Estuardo se habría arrojado nuevamente al fondo de la historia de Inglaterra, para que la hubiesen decapitado otra vez. Pero, afortunadamente, el esposo atrajo para sí pingües beneficios en el Real Patrimonio.

Los hijos eran dos: José y Andrea. José residía en Filipinas. Andrea vivía con su madre y dos servidores: una cocinera vasca y una doncella andaluza.

Xelfa entró, conducido por su tía, en un gabinete pequeño, coquetón y perfumado, en el que, como en el resto de la casa, flotaba cierta atmósfera galante. El aparato de relojería doméstica, que sincroniza la vida de los hombres , sincronizaba en ésta también. Para Xelfa además existía, con preponderante imagen, que ya jamás podría separar del domicilio de sus familiares Gertrudis y Andrea, la serpiente de la escalera. La hermosa boa. Lustrosa, fría, estremecida. Al lado del gabinete se veía la alcoba de su prima. Xelfa atrapó inmediatamente otra imagen, ésta llena de sugerencias eróticas. El gabinete era algo glúteo; la alcobita, absolutamente, el monte de   —110→   Venus. Una cama amplia, de palosanto, demasiado ancha para lecho virginal y demasiado angosta para tálamo de nupcias. Sobre ella, unos guantes grises, un bolso y una novela. Todo entonado en rosa desvanescente. El gabinete, coloreado en azul, no bien acordado con el rosa de la alcoba. Gusto de la tía.

Con la luz fresca del día, estas dos habitaciones nevaban sus colores. Sobre todo, el azul, hasta irritar los nervios delicados de cualquier xelfa. En cambio, bajo la luz artificial, los colores y los objetos se bañaban en una luz de circo, donde se alzaba, mejor que en ninguna parte, la figura aligerada de la écuyère que vio siempre en Andrea su primo.

Al retrato al óleo de don José, el padre difunto, le ennegrecía profundamente la iluminación del circo. Le iba mejor, mucho mejor, la leche fresca de la luz diurna, que parecía chupar con golosos labios, por una paja, mientras le temblaba el bigote y sus ojuelos vivaqueaban en la estancia.

Tía y sobrino charlaron animada y cariñosamente un rato. Por último, apareció Andrea.

Xelfa -llamado Juan, como sabemos- se levantó sonriendo y le alargó la mano. Ella la apretó, cambiándose sonrisas y manos y palabras acogedoras, hasta que el episodio de sentarse trocó el verbalismo del saludo por el primer silencio de la mutua observación. Xelfa clasificó enseguida a su prima en este grupo: «Belleza de moda». Y luego siguió: «Ojos de aguamarina, aniñados, con un punto blanco, de ésos que ponen los pintores en los ojos, que a mí me parecen, en la mujer, naturales..., dan fulgor amoral; rostro muy japonífero; un triángulo bermellón, la boca, y el pelo como yo. Como el mío de color -exactamente-, y un poco más áspero y peinado de otra manera. No se ha atrevido a salir en pijama completo, sino sólo con el batín del pijama sobre la falda, bajo cuyos bordes salta la curva llena y redonda de la rodilla. Las piernas tienen estilo. Un bizantino adolescente. Y la gracia larga del hueso de la tibia, nunca olvidada dentro de la carnosidad precisa. ¡Qué bellas estas piernas de niña espigada, delgadas, ágiles como las del potro, y nerviosas igual que las del gamo! Tus manos, Andrea, son episcopales. ¡Malo! Estas manos gordezuelas son siempre manos viciosas. Pesarían demasiado en tu retrato, y más entre los colores finos, pero fuertes, que has elegido para el pijama y la falda: morado y heliotropo. Menos mal: la media, color de piel...».

  —111→  

Desde que Xelfa empezó a sentirse examinado por Andrea, tasado de arriba abajo, femeninamente estipulado, puesto en la balanza de precisión de sus ojos, le inquietó el fallo. Experimentó la dulce voluptuosidad de dejarse robar el aplomo. Sin resistir. Dejando que el primer dominio de aquella mujer quedase instalado. Notaba que, espiritualmente, le iba llevando el pulso. Dos espíritus en presencia, y más si son de varón y hembra, forcejean en su astral, y uno de ellos vence. El que vence descansa. Alarga los silencios. El vencido encuentra sus palabras, sin querer, un poco agitadas.

-¡Ah, no sé, no sé lo que voy a hacer ahora! Por lo pronto, no venir mucho a esta casa.

-(Una risilla maliciosa.) ¿Por qué? Te advierto que, enamorándote hasta cierto punto, no hay peligro.

-Ya lo sé. Además he venido aquí a enamorarme de ti. Lo he conseguido, aproximadamente, y me voy.

-No; quédate un rato. A ver si yo también me enamoro de ti un poquito...

-Pero ¡cómo! ¿Todavía no lo estás ni siquiera un poquito?

-En absoluto, chico.

Ambos ríen, quedándose un momento sus astrales quietos.

Doña Gertrudis permanecía largos ratos silenciosa. Parecía abstraída, como un pescador de caña. Pescaba en el silencio no sabemos qué extraños peces de oro o de marfil, o simplemente de cartón. El tirón de la caña lo sentían todos como un respingo. Ella continuaba impasible. Lo peor era cuando el anzuelo flotaba, balanceándose en el aire, sin saber dónde prender. Encendiose el huevo eléctrico del centro del gabinete, y la conversación de Andrea y Xelfa, que se había ido deslizando cuchicheante en algún sentimentalismo, giró brusca -por el huevo eléctrico, claro- en humorística.

-Resultas entretenido, Juan. ¿Sabes lo que debías hacer?

-No.

-Pues venir un rato todos los días a entretenerme. Me aburro mucho.

-Pero entonces el que se aburriría sería yo.

-Gracias. Eres muy galante.

-Regular.

  —112→  

-¿Te has fijado en que somos los dos iguales de rubios? Estamos de moda.

-Tú a medias. Por rubia, sí; pero por pijama, no. No te has atrevido a salir a verme en pijama completo, con pantalones y todo. Y ésa es una timidez completamente démodée...

-Es que no me acordaba de la clase de primo que eras tú, y podías asustarte.

-A lo mejor. Pero ahora que ya sabes que soy un pariente de confianza y que, además, estoy enamorado de ti, debes recibirme siempre como estés.

-¡Hombre! Como esté...

-Sí. Insisto. Como estés. Aunque sea en pijama y fumando cigarrillos orientales. ¿Eso también lo haces?...

-¡Ah!, sí.

-¿Lo aprendiste en tus largas residencias en Bagdad, Fez, El Cairo, Estambul, Delhi...?

-¡Oh, sí! En esos sitios y en el cine.

-¡Alma cosmopolita!... Magnífico. Has aprendido muchas cosas desde que no nos veíamos.

-Oye. ¿Cuánto tiempo hace que no nos veíamos, siete años u ocho? ¿Te acuerdas de aquel verano en El Escorial? Estábamos casi todo el día juntos...

-Durante las siestas jugábamos en el desván del hotel. ¿Te acuerdas?

-Sí.

Andrea eleva los ojos al huevo eléctrico en busca, sin duda, de cualquier irisación rosada para sus mejillas.

-¡Qué traviesos éramos! -insistió él, cruelmente, mirándola con impertinencia.

Pero a la excitación maligna, abusiva, dominadora, del que creía así por un instante libertarse de la ya establecida sumisión, reaccionó ella y, sonriendo audazmente, le clavó las pupilas despacio, y dijo:

-¡Y qué frescos! Es decir... yo. Tú eras un poco pazguatillo. ¿Te acuerdas? ¡Y qué afán tenías de tirar cosas al jardín! Un día quisiste tirar el gato.

Xelfa guardó silencio, mordiéndose los labios.

En este silencio sintiose el tirón de la caña de la tía Gertrudis. ¡Zas! Había pescado un gato. Un gatito pequeño, reluciente, doradito y bailarín, que mayaba con tiernos y lastimeros mayidos.

  —113→  

Xelfa, sorprendido, procuró variar el rumbo de sus palabras, para despedirse y marcharse.

Se levantó.

Las dos mujeres se levantaron también. Despidiéronse afectuosamente.

-Adiós, tía Gertrudis.

-Adiós, Juanito.

-Adiós, primita.

- Adiós, Juan.

-Que no nos olvides. Ven por aquí a menudo.

-Sí, sí. Volveré.

-Adiós.

-Adiós.

Estas palabras sonaban ya en la escalera. La tía Gertrudis, hierática y lejana, metiose enseguida. Andrea, apoyada en la barandilla, le veía bajar. Veía saltar su mano sobre los anillos de la serpiente. Xelfa bajaba acariciándola y comprendiéndola misteriosamente aliada.




«Llueve en mi corazón»

Fina lluvia de agua sobre la sensibilidad. Empape de fragancia húmeda. Esos «graves» de la escala profunda del olfato que desprenden los jardines regados al anochecer. Lo primero que brotó en el corazón de Xelfa fue una imagen. «La luz de las antorchas debe aprender a brillar de su hermosura», exclama Romeo al contemplar, por vez primera, a Julieta.

Vaga y vagoriza el amor entre simbolismos.

Surge la desazón, la ansiedad, el ínclito vacío de lo inmortal «en el cuerpo». La idea garibay, vagando entre sombras de castillos. (Fisiológicamente; una gran eliminación de urea.) El universo se torna romántico y revela los signos de su alfabeto a los ciegos de antes. La flor asciende de lo cursi a lo sublime en un solo perfume y acaso en un breve color... Se advierte por qué razón patética- nunca es la flor cursi. Y se advierte la trampa de lo cursi. Bajo la trampa, su pequeño tesoro.

  —114→  

Gánanse los simbolismos del universo -sensualizados- y amanecen los espacios líricos. La noche y las estrellas. El desnudo deja caer su capa. La mirada del amante sobre la amada es el reflector del barco que saltea la costa. (Aquí anotemos una deliciosa casualidad: todos los amantes lloran.)

Alguien en la taberna, un viejo jocundo, de Teniers, levanta un jarro de cerveza. Comienzan las grandes velocidades, los grandes lanzamientos en las inéditas pistas de lo sentimental. El hombre y la mujer experimentan la emoción eterna, de la eterna y más profunda gravitación cohesiva. Más rica en el hombre que en la mujer. Pero en la mujer infinitamente más fluida. En los flancos del vientre siente la mujer el eco físico del amor, sobre todo en los meses que no tienen erre. El hombre, debajo del pelo y en la nuca. Las corrientes sensoriales le suben hasta las sienes y, algunas veces, se ramifican hacia fuera. Es una fatua irradiación simbolista.

Juan llegó despacio a su casa completamente enamorado. Y se metió en la cama. Pero Xelfa se puso a leer, a fumar y a hacer gestos divertidos con la boca y los ojos, pensando que, en efecto, se había enamorado de su prima. Hasta cierto punto.

Paso tras paso llegó Xelfa al matrimonio. En el fondo de su historia amorosa con Andrea no había, realmente, el gran amor. Pero había un gran sucedáneo de ésos que justifican a los propios ojos la unión o el matrimonio. El matrimonio, más bien, con relativa unión. Para Xelfa, siempre perdido en pueriles imaginismos, su amor quedaba explicado en una pequeña simboligrafía: A-M-O-R. Veamos. Al principio, la ilusión por su novia subió por el trazo ascendente de la A, hasta llegar al vértice. Subió por el trazo de la izquierda, pero bajó por el de la derecha. Y se dijo: no. Mas volvió a ascender por el primer trazo de la M, quedándose colgado, después de salvar el primer pico, en el columpio y de los trazos medios. En tal columpio transcurrieron varios meses, finalizados en una playa veraniega, cierta amable noche, en la que, muy juntos, llevando Xelfa a su damita cogida de la cintura, arribaron a la culminación peligrosa del segundo pico. La caída habría sido terrible para Xelfa si, a la terminación vertical de ese trazo, no hubiese encontrado la curva grácil y salvadora de la O, como encuentra el rizador del rizo la circunferencia completa del looping. Sin esa O, habría muerto. Se habría estrellado.   —115→   Como el joven Werther. ¿Qué fue, en rigor, el joven Werther, sino un lupinista que no acertó a dar la vuelta completa? Cayó del zenit y su alma descendió en barrena.

La O de Xelfa era la gran O del amor redondo. Cuando el amor queda en AMO. Mas no quedó aquí su excursión sentimental y hubo de tropezar, enredándose el corazón y los sentidos, en el arabesco impaciente de la R.

Arabesco y cepo. Inútil la resistencia y pretender salir de él. Los dos en el balcón, ella y él, Andrea y Xelfa, atardecían todo un largo mes de mayo, anterior al junio de su matrimonio, buscándose dos oros diferentes. La mujer el de la palabra emocionada del hombre. El hombre el de las pupilas de la mujer. El hombre lo encontraba primero. Y a veces guardaba penosamente el metal precioso de su palabra para mejor recibir, en silencio, el oro de las otras pupilas. La mujer sabía dejar prendida la situación entera en sus dos fijos puntos luminosos. Luego, brillo ingenuo, un leve relámpago de teatro y, por último, el lento cierre de los párpados, que sin caer del todo ya sabían internarlo todo.

A la voz queda de la tía Gertrudis, que decía: «Vamos, niños, que hay que cenar», Xelfa comenzaba a despegarse del balcón. Un rato después se encontraba en la calle. Recibía, al doblar la esquina, el «adiós» de un fantasma tras de unos vidrios, y se iba. Notable el arabesco vulgar, que tan vulgarmente lo cogió en su cepo (la R).




Interrogatorio

Xelfa gustaba de enviar interrogatorios, numerados, a su novia. Gozaba con las respuestas, resquiciando, entre lo ingenuo o lo sabio de ellas, deslumbres de gesto, carácter o ideas. Barajaba preguntas y se detenía largamente en el vislumbre de cada respuesta:

17. Dime: ¿te gusta la vida en opereta, en ópera, en drama o en circo?

Me gustaría más en opereta. Pero la vida ¡es tan dramática! El circo me da miedo (no serviría para écuyère como tú quisieras).

22. ¿Cómo prefieres mejor llorar -o reír- tus pretextos, cara a cara o detrás de una cortina?

Esto no lo entiendo bien, explícamelo.

23. ¿Eres friolera?

Mucho. Sobre todo cuando pasan un cuchilla por un cristal.

  —116→  

38. Cuando me engañes, ¿hallarás perfectamente tu comedia, tus pretextos?

¡Oye! Yo note engañaré nunca con ningún pretexto. No pongas la horca antes que el lugar.

40. ¿Por qué tenéis ese retrato tan ridículo de tu padre colgado y desentonando en un gabinete tan bonito?

Es cosa de mamá. Yo no creo que sea tan ridículo. Papá era asimilado a capitán y esos bigotes eran los que se llevaban en su época.

75. ¿Qué edad teníais entonces?

Yo, quince años; José, diez u once.

79. Fíjate bien en esto: el amor que quiere inspirar una mujer perversa puede modelarlo, si es hábil, en el amor propio del hombre como en cera blanda. ¿Qué figura modelarías en el mío?

Aunque no entiendo del todo la pregunta, voy a contestarte. A ti te gusta sufrir para gozar más luego..., no sé si lo explico bien. Pero esto creo que nos pasa a todos. Yo te modelaría en «cura». Un cura muy jesuita y muy malo, pero que luego creyese mucho en Dios (ya te digo que no sé si me explico).

85. ¿Qué poetas de todos los que has leído te gusta más?

No recuerdo todos los que he leído, Verlaine, Cyrano de Bergerac. Bécquer me gustaba de niña. Y ahora, más, Rabindranath Tagore...

88. Estoy un poco enfermo, tengo anginas, no sé si mañana podré ir a buscarte. Me voy a acostar. Adiós.

114. Francamente, ¿debemos casarnos tú y yo?

No lo sé, francamente.

115. Te pregunto esto con ansia candorosa: ¿seremos felices? Dime.

Mucho me lo temo...

176. Níquel y cera.

Sí. O agua y azucarillo. ¡Cómo me molesta que escribas cosas incoherentes! Me parece que te burlas de mí.

181. ¿A qué cosa retaré con más audacia si me caso contigo?

Según tú dices, a Satanás; según yo pienso, a mí misma. ¿No crees que ya es bastante? No tengas cuidado, nene.

187. ¿Qué deporte te gusta ahora más, últimamente?

La aviación.

  —117→  

Hubo un día decisivo en que Xelfa se propuso seriamente el problema del matrimonio. Necesitaba casarse. No por Andrea, en sí misma, ni por él mismo, sino por los dos juntos. Sin perseguir ese complejo tan simplemente absurdo que llaman las familias la «felicidad» (el chocolate de las familias). Él ya sabía que no iba a ser feliz nunca. Lo sabía desde que nació, a los diecisiete o dieciocho años.

Tampoco creyó serenar su vida con el matrimonio. Quia. Era hombre de afectos inestables, de caprichosas idiocias en el carácter, inconcurrente a las fórmulas de los demás. El espectáculo del amor, del amor «cariño», constituyó siempre uno de los grandes asombros de su vida. El cariño le parecía excesivo en todos los casos. En el de los padres hacia sus hijos, particularmente. Necesidad aglutinante de la agrupación, como defensa contra la naturaleza, claro... «En el mundo se quiere demasiado». Si no fuese por esa temperatura un poco más fresca, por esas distancias que luego ponen entre hombre y hombre el interés plural de los egoísmos singulares, la humanidad sería el perfecto rebaño. Saldríamos del rebañito de la familia al rebaño innúmero de la especie. Porque se amaba demasiado, se odiaba también demasiado. El odio, forro del amor, está tejido con el mismo hilo.

«¿Qué significa Andrea para mí? -pensaba Xelfa-. Una voluntad. Una curiosidad. El conmutador sentimental -sentimental a mi manera- que ha conectado mis sensaciones e ideas en un acto vivo, real y próximo».

En Andrea se dan las diversas afluencias de los otros tipos y clases de mujer con tal riqueza que resulta altamente estimulante. En toda mujer existe la santa, la cortesana, la esposa, la niña, la vieja. Y por algunos de estos perfiles se nos muestra siempre la «extranjera». ¡Lo que tiene el sexo contrario de extranjero es lo que tiene de encantador! Pero ellas son siempre más extranjeras para nosotros que nosotros para ellas. Andrea salta de pronto a lo más lejano de su extranjero: desde el Senegal caliente de la mujer hogareña (la esposa de las Escrituras) al país de los Yakutes de la cortesana (Fricka, la tanguista de un cabaret de mala muerte). Niña y bruja sabática. Toda clase de confusionismos -peligrosos- en su alma. Ahora iba atrapando bien Xelfa la razón de la persistente figura de la écuyère y las tintas luminosas u oscuras, cinematográficas, que la rodeaban.

Si se la representaba en santa, tenía que cambiarla el color de los ojos, algunos cristales enigmáticos de la voz y la risa, y colocarla -a la moda de la santidad guerrera   —118→   de nuestros días- la cota de malla sobre el sayal, como santa Juana de Arco. Si se la representaba en cortesana -¡Dios mío!-, la transmutación no precisaba ser tan amplia: un cuerpo desnudo y dorado, erguido en puntillas sobre un noblote caballo blanco, y lanzando con la punta de los dedos besos gentiles a los espectadores. La peor transmutación de Andrea era la de prima Andrea en tía Gertrudis. Aquí la mujer quedaba absorta, nebulosamente restringida por las máximas prohibiciones de la burguesía. ¿Por cuál de estos caminos, de estas rutas aéreas de mujer, la perdería cualquier día, dentro de dos meses, de cinco años o de veinte, era igual?

Xelfa notaba, al hacer estas reflexiones, que dentro de su pecho había dado el corazón su primer respiro liberatorio. Se estaba haciendo el nudo de la corbata cuando le asaltó la idea: «¿Y si tenemos un hijo?». Suspendió la operación, dejando balanceándose al aire un cabo de la corbata. Parecía ya el nene este cabo inocente de la corbata. Se miró una vez más al espejo, observando otra vez más su carne cérea, violácea, fotogénica -no, ya lo hemos dicho, de Montecristo, sino de Archibald Barrymore de Hollywood- y mascaral. «Si tengo un hijo, se lo regalaré a mi mujer, entero, donándole mi parte en él, absolutamente, generosísimamente, para que lo preserve de mis certidumbres y también para que me preserve a mí de ese gran fuego amoroso que podría derretir mi delicada constitución cerúlea...».

Continuó haciéndose el nudo de la corbata, metiendo el cabo suelto y balanceante de ella por la angostura del lazo. Y quedó bien sujeto.




La boda. O el blanco y el negro

Ya bien entrado el mes de junio se celebró la boda. En la aristocrática iglesia bizantina de San Basilio.

Las gentes del pueblo, ésas que salen en las zarzuelas, se apiñaban a la puerta del templo, a derecha e izquierda. Los amigos esperaban en un grupo, y el auto que conducía al novio llegó sonriente y charolado repartiendo amistosos bocinazos. Poco después llegó la novia con vestido boreal. En el vestido boreal de la novia puede decirse que empezaba el sistema de los blancos. Seguía el sistema en el segundo blanco, el blanco nimbo del amor legal, sostenido por el juez y el sacerdote lo mismo que sostenían la cola del vestido de la novia dos lindos párvulos, también boreales.   —119→   Al final del sistema se ofrecen los dos blancos níveos trascendentales: el litúrgico del altar y el voluptuoso del lecho.

En el tradicionalismo del amor, suena también el grito de «el altar y el trono», con esta variante, «el altar y el tálamo». Los dos representan un mismo absolutismo. Sólo que el uno es más dulce que el otro. Es el grito de la novia desnuda, en el sacrificio de su misa.

A Xelfa le irritaba la ceremonia. Sobre todo cuando, arrodillado al lado de Andrea con el yugo puesto, escuchaba al sacerdote, un grueso sargento de las milicias de Dios, leer la epístola de san Pablo. Miró al plafón, por si veía, como en los teatros, temblar el telón antes de caer. Miraba hacia arriba. El sacerdote hubo de mirar hacia arriba aludiendo al Espíritu Santo, mientras elevaba sus dedos gordezuelos. También miró hacia arriba la novia, con una mirada preciosa de azul tiepolesco, dardeando satisfactoria. En su fantasía vio claramente descender a la sagrada paloma, invisible para el sacerdote, cuya vista exigua le impedía sin lentes sondear la altura, donde revolotean el Paracleto y la imaginación de las mujeres. En cambio Xelfa sí vio. Vio descender en forma despaciosa y regocijada a un aviador acrobático bajo un paracaídas de tafetán negro.

En tanto sonaba músicas el órgano.

Efluvios gangosos y potentes esparcían la salpicadora tempestad, de la catacumba primitiva; cuando morían idílicamente las vírgenes cristianas bajo la tierra y los cristianos barbudos en el circo, bajo los rugidos del león.

De improviso sonó la flauta del tenor.

El violín de Italia, el dolce surtidor claro del Renacimiento. La voz flautina atravesaba el vitral gótico del templo y se iba a fundir con un rayo de sol. Aquella voz, de divo celeste, tenía toda la gracia firme de una estocada napolitana , toda la elegancia del batir del florete en el aire, toda la juvenilia de un efebo... Su milagro transformó instantáneamente la iglesia en ópera. La feligresía en «el abono». ¿Qué se cantaba? ¿La Sonnambula, Roberto il Diavolo, Elisir d'amore? ¿Lohengrin, quizá? En este caso pronto se vería salir por la puerta de la sacristía al Caballero del Cisne. Xelfa miró al tabernáculo donde, sin duda, guardarían la Copa del Santo Grial. Cuando terminó en arcangélica filatura la voz flautina, el oído de los circunstantes esperó inconscientemente la salva de aplausos.

  —120→  

El mal humor de Xelfa le iba poco a poco emboscando en el negro. Le envolvía el cine. Los claroscuros del cine. Ahora él, en el fondo de una mina, realizaba el pequeño trabajo de orientarse. Una iglesia. Bien. La nave de una iglesia oscura donde él se estaba casando. (Su espíritu, el de Juan, fatigado, irritado, molesto...) Plena selva. Antojábasele una gran selva azotada por ligero viento esta iglesia, en la que la multitud componía una flora monstruosa y negra. Cada árbol, cada planta, tenía su ligero movimiento de cabeza. Exhalaba su fuerte aroma, y el conjunto forestal, sombrío y pendular, mareaba.

Al fin acabó la ceremonia eclesiástica y dio comienzo el desfile de los invitados hacia el lunch. Era necesario preparar el rostro, las actitudes, las palabras. Ponerse a tono con la situación y tolerar la cadena férrea de los minutos del día. Terminó el lunch. Cambiados los trajes que los protagonistas vestían durante el enorme suceso por los otros diarios y menos epilépticos, el «novio» (sic), que se encontró un instante solo -a solas- en el gabinete, frente al retrato de su suegro, quedósele mirando rectamente a los ojos y le dijo:

-Hola.

No pudo contener una gran carcajada. Este «hola» le acometió con una irresistible fuerza cómica, hasta el punto de que las repetidas contracciones musculares del diafragma produjeron la náusea. La contenida necesidad del vómito. En aquel momento entró doña Gertrudis, más hierática y ausente que nunca. Con un cuaderno de notas en una mano y un lápiz en la otra.

-Dime, Juanito -exclamó con voz insinuante y sepulcral-. ¿Cómo se llama ese señor de las patillas rubias que habla tanto? Es el único que me falta.

-¿Ése? Se llama D. Luis Camargo... ¿Para qué lo quiere usted saber?

-Para la lista. Es para la lista de invitados que vamos a dar a la prensa. Y si no me ocupo yo de esto...

-Es verdad. Bueno. Pues se llama D. Luis Camargo.




Nota de prensa. (Nota de prensa)

«La hija de María Estuardo, écuyère de circo, que vive en la calle de Velázquez, 54, se ha casado ayer con uno». ¡Con uno! Desgraciada cosa, si ese uno no fuese yo.   —121→   Pero la felicidad que llena mi vida desde que nací ha hecho -señoras y señores- que Andrea sea mía.

Y yo la amo, la amo con terror y alegría, y preparo aquí a solas, en el secreto de esta habitación, unas flores, un buen fuego y una taza de té. Como si fuese invierno. El invierno de los gabinetes de los amantes. El verdadero mes de junio, que es el que está dentro de la habitación y no fuera. ¡No hay que anunciárselo a todo el mundo, como si les importara la noticia! Esta mujer, esta doña Gertrudis, va apuntando los nombres de los invitados para que mañana figuren en los periódicos. Y en la niebla cenicienta de sus columnas figurarán severos nombres regleteados. Habrá un «marqués de Rialta», perfectamente «conseguido», y otros nombres razonables. Pero habrá entre los testigos un Nicasio Porro, desolador. Uno de esos nombres que hacen el efecto, en las listas nominales del gran mundo, de un pellizco en un brazo femenino terso y blanco. «Los novios, a los que deseamos eterna luna de miel, salieron para una finca que poseen los padres de la novia en el Real Patrimonio».

«Verdaderamente, esta nota de sociedad no podría ir así en los periódicos -pensaba Xelfa-. ¡Qué sueño tengo!...»

Pero ¿cómo dormir, cómo echar siquiera un pequeño sueño en aquella situación, cuando todos le estarían ya esperando y echando de menos?

Se levantó del sillón donde estaba sentado, se irguió y se volvió a sentar. Después se volvió a levantar, y salió.






Capítulo III

Xelfa se inhibe



Vida nueva

Andrea se sentía agradablemente sugestionada por el matrimonio. En realidad, su vida había cambiado poco. Veía a su alrededor las mismas habitaciones, los mismos rostros que la rodeaban de soltera, más otros objetos nuevos: los regalos de boda.

  —122→  

El matrimonio se había ido a vivir donde ya estaba antes viviendo la mitad de él, o más de la mitad (Velázquez, 54). Doña Gertrudis, apurando el problema de su espiritualización, desde que el psico-doméstico de su hija se había resuelto tan brillantemente, quedó en punto. Su cara, silenciosa y sagaz siempre, ahora dilaceraba su expresión en ambos atributos -sagacidad, silencio- ascéticamente. Era de ver e l modo de sostener el reto impasible que desde su retrato le arrojaba el esposo difunto. Ya no bajaba la vista, quizás arrepentida de antiguos sucesos, sino que la sostenía, clavándola como dos lanzadas de walkiria sobre las pupilas de don José.

Para Xelfa era una madre política admirable. No aconsejaba más que muy poco y con voz sonambúlica. Casi siempre al tiempo de marcharse, de salir de la habitación donde los esposos se encontrasen.

Andrea halló una enorme ventaja para sentirse dichosa en el matrimonio: sentirle en baño tibio; no en ducha, sino en baño tibio. Entraba en el matrimonio como se penetra en el baño: primero, un pie; luego, el otro; luego, lentamente, hasta la cintura, el medio cuerpo inferior, hasta sumergir, poco a poco, el cuerpo entero. La cabecita rubia quedaba guillotinada por la superficie líquida. Vista así, habíasele ocurrido pensar a Xelfa si aquella cabeza flotaba simplemente. Y, ya n pleno imaginismo, si flotaba igual sobre todas las cosas. El amor inclusive.

La parte fundamental de la nueva vida de Andrea la constituía el museo secreto, la parte de sombra de la esfera de esa nueva vida. El sistema de emociones eróticas. Tal sistema, diferente en cada caso, y con distinto aire musical llevado por cada matrimonio, tenía para Andrea un aire gracioso, sin llegar a ser conmovedor, ni mucho menos pasional. Muy divertido, ciertamente. No sé cómo decirlo... Resulta difícil adentrarse en ciertas cuestiones sin aditar el diseño naturalista.

Cuando Andrea se recluía con su esposo en la pequeña alcoba «tibio-rosa-pálida», experimentaba invariablemente un retroceso -en ocasiones inoportuno- a la infantilidad. La disposición alegre de espíritu con que los niños se lanzan a jugar a las cuatro esquinas o manipulan con los juguetes del bazar. A Xelfa, este cambio de plano, este traslado desde el plano real y humanísimo en que vivían ordinariamente al extraordinario de la cama conyugal, con la extraña subversión de valores que los niños imponen a la realidad en nombre de su fantasía, le desconcertaba.

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Se extraviaba en interpretaciones graves o leves. Quisiera, desearía mejor en ella una sabiduría o una perversión, incluso espantosa, a esta inclasificable inocencia cínica. Desde luego, no le acuciaban deseos muy profundos de apurar el análisis. Siempre fue partidario de las interpretaciones neblinosas. De gasa, sobre río verde en atardecer nácar. Y más ahora, en que, sobre la superficie del agua, mostraba Ofelia su cabeza rubia... Desde luego. Y él, a la orilla, inmóvil, viéndola alejarse. ¡Divina, sutil, moderante, discreta, terminal, rebañadora, disculpadora, sabia, bellísima, interpretación cerúlea de la vida! Y de las cosas. El alejamiento que con resplandeciente luz notaba en el río verde -verde negro- había de suceder. Evidente. Había de huírsele todo, vagorizándose, inconsistiéndose, eterizándose alrededor suyo. O no. Seguramente, el que partiría sería él. Al lograr la total ingravidez que ya empezaba a invadirle. Cuando la ingravidez extraña, que ya le invadía, llegase al límite y, según el principio de Arquímedes, perdiese de su peso una cantidad igual al peso del volumen del fluido que desalojaba. Todo el mundo conoce el principio de Arquímedes.




Diálogo

-Pues yo no quisiera tener un hijo.

-Yo tampoco.

-Por ahora, estamos muy bien así. Pero, ¿no te parece, Andrea, que ese afecto del hijo debe de ser algo «serio» cuando todo el mundo lo dice?

-Sí. La verdad es que debe de ser muy hermoso tener un hijo. Se nace del hijo. Yo no sé quién afirmó que los hombres nacen a la vida verdaderamente cuando tienen un hijo.

-Sí. Eso es una tontería. Pero está bien. Es una vulgaridad enorme eso que has dicho. ¿Sabes? Pero no importa.

»¿Tú no has pensado alguna vez que hay mucho de autosugestión, de vanidad descompuesta y fermentada y de efectismo psicológico en todos los grandes afectos, en todos esos irritantes afectos grandes, que todo el mundo proclama? Existen los grandes afectos. No cabe duda. Pero no son tanto.

-Es verdad. No son tanto.

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(Pausa, como la que hacen los actores en las comedias, dando una chupada al cigarrillo.)

-¿Tú eres inteligente? (Andrea ríe.)

-Hombre, no sé. Creo que sí. Me gusta que me expliquen las cosas para comprenderlas. ¿Todavía no te has enterado de si soy inteligente o no?

(Galante y apresurado.)

-¡Por Dios! No faltaba más. ¡No has de serlo!

»Verás. Yo he meditado bastante en esta cuestión de los hijos. Del hijo. He analizado, a lo filósofo, el amor al hijo en los animales, amor puro, sin romanticismo, amor de propiedad fisiológica, recto, sencillo y corto. ¿Comprendes? Y el amor fanático, exagerado, de las madres humanas, sobre todo en los tipos de gran romanticismo maternal. Y me ha parecido excesivo, complicado. Largo y triste. Con sus alegrías, pero triste. He aquí, me he dicho, una hipertrofia sentimental, que por fortuna la civilización va destruyendo, descristianando, gracias al egoísmo, a la evolución individualizante del hogar y a las crecientes necesidades de transeúncia callejera y viajera y a la disminución del hambre. El hambre influye mucho. Los ricos aman y odian menos.

-Yo no creo eso. Me parece que todo eso que has ensartado ahí no está claro. (Con sonrisilla de conejo.) Está cerúleo. Lo malo es que todavía la humanidad se halla viciada hasta la médula y, por eso, cuando tenemos un hijo lo queremos estúpidamente mucho. Sólo existiría una manera de descargar, en parte, el amor al hijo. Y es -pirandellianamente- tomando todo el cariño que pueda crear la convivencia diaria con un niño desde que nace, y restando de ese cariño el odio que se le pueda tener por saber que no es hijo de uno. Sino de otro. De esta manera se es padre y no se es padre. ¿Comprendes?

-Sí.

-Y el sentimiento resultante quedará perfectamente en su punto medio, razonable, justo, en cuanto a intensidad, tono y timbre.

(Pensativa.)

-¿Eso dices que es pirandelliano?

-Pirandelliano.

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-Pero esa fórmula sólo serviría para el hombre, para su amor de seudopadre, no para nosotras, las madres, que siempre sabríamos que nuestro hijo es nuestro hijo.

-Sí, realmente... Cabría un arreglo, pero dando un rodeo demasiado largo. «Para las mujeres el hijo es siempre su hijo».

»Una desventaja más que tenéis.

-En cambio vosotros... (Maliciosa.) Para todo tenéis más suerte que nosotras.

-Según como se considere, hija mía. Y ahora vamos a callarnos. ¿Quieres?

Un año, dos. Dos años habían transcurrido desde la fecha aquella de junio en que Xelfa se advirtió casado. Y no sólo casado, sino casado con Andrea. Aquélla fue una fecha que acababa -en este día turbio de enero- de tener lo peor que puede tener una fecha: contrafecha.

Hubo un hijo que falleció. Ahora también recibía ese contrahijo que los poetas vienen llamando «desengaño» desde tiempo inmemorial. Le vinieron a la mente todas las novelas que había leído con el asunto vulgar del adulterio. Novelas casi siempre francesas, del siglo XIX. Hacía una tarde también francesa, gris, lluviosa y maupassantiana. Maupassant le perseguía. ¡Qué destiempo! Casi le parecía el amante de su mujer. El que con ella acabaría de tomar un fiacre, yendo juntos en diálogo cortado y profundo (humanesco en París, 1890) hacia la garçonnière. Él, Xelfa, era el marido comerciante o empleado que empleaba Maupassant. Pero en Maupassant no abundaban los anónimos reveladores. Había que retroceder hasta Balzac, hasta Dumas.

En su caso particular había habido anónimo. Un anónimo especial, con la letra apenas desfigurada de su mujer. De su propia mujer. ¡Dostoievski y Andreiev! Los rusos, estos rusos terribles y minuciosos que son como la luz Drummond en el teatro. La luz que hace falta para iluminar, hasta el tuétano, la psicología sencilla, pero oscura de la mujer, de esta -por ejemplo- Andrea, tan fácil, tan de papel, tan cuadriculada y coherente. Ciertamente, las mujeres son claras, pero complejas.

Xelfa emprendió su retirada de Rusia menos penosamente que Bonaparte.

Salió de su domicilio acariciando por última vez la boa. La boa se estremeció regocijada. ¿Y luego? Un taxi. Un tren. Y un vapor.





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Epílogo

Xelfa ha llegado a Buenos Aires de un solo brinco. Otra vez se siente libre y relativamente satisfecho, en medio de la plaza pública, con su figura sin contorno de civilizado. Áspero y analítico. Cursi, delante de las piedras de Eubea y de la basílica de Roma. Con sombrero flexible claro y un bastoncito. Un junquito.

Una hora deliciosa de la mañana, nutrida de sol. Y le parece mejor que nunca el haber huido del jardín shakespeariano en que vivió cerca de dos años.

-¿No sabes -le ha dicho su amigo, un Poeta de Cabaret- que pisamos un terreno dificilísimo, desconocido?

ÉL (con voz pálida).- No. No pisamos ningún terreno.

P. DE C.- ¿No adviertes cómo vas fundiendo y confusionando tu vida en la frágil pantalla de la cinegrafía? Desvitalizándote... Perdiéndote, como un fantasma.

ÉL.- Veo que la cosa está muy bien. Que nada me liga demasiado, que no encuentro obstáculos en mi camino y que, si los encuentro, los salto aladamente sin esfuerzo, como un funambulista peliculero.

»Mira: Juan Martín Bofarull tenía un sombrero de copa puesto sobre la cabeza. Llegó Archibald Barrymore de Hollywood, le dio un papirotazo y lo tiró al suelo. Quedó hecho un acordeón. Entonces apareció el gran, el aéreo, el cerúleo Xelfa, y lo cogió, utilizándolo como clac.

P. DE C.- Sí, sí. Ya lo sé. Te mueves con libertad. Pero tú lo decías en otro tiempo. ¿Qué hacer con las desventuras? ¿Clac? ¿Como con la chistera? Si eso hubieras logrado, ¡oh, Xelfa!, serías el Primero sobre la tierra.

»También decías antes, no recuerdo si en tu época de puericia, de Juan Martín Bofarull, que el «trance gravísimo» -el que sea- no puede resolverse más que de dos maneras. Con la oración y la penitencia si se es hombre de fe; o con la ironía y el suicidio, si se es un concupiscente.

ÉL.- Eso decía. Pero entonces ignoraba el gran resorte de lo inhibitorio. El gran secreto es inhibirse. Y yo me inhibo, ¿comprendes?, cuando quiero. La inhibición es un truco, una técnica que Archibald enseña a quien quiera. Y en ella caben las dos soluciones que daba para el infortunio cuando era Juan Martín Bofarull. La oración y la penitencia, siempre que se haga al Dios y por el Dios gentil de nuestro Ego. Y el   —127→   suicidio, siempre que se realice tirándose por la ventana. La ventana nueva, precisamente. La ventana que en la cámara oscura se abre al otro mundo verdadero. La ventana del gran lienzo blanco.

»Éste ha sido mi último suicidio. Mi tercera o cuarta inhibición. Allá, en España, en Velázquez, 54, dejo -para siempre- un domicilio confortable con María Estuardo y un pimpollo dentro. Un fragmento de dicha y otro de neurastenia. Y otro de moral cívico-eclesiástica. Y una serpiente boa en la escalera. Y alguna sangre humana... quizá.

P. DE C.- Te entiendo poco.

ÉL.- Metafísico estoy.

P. DE C.- Siempre he creído que tú, por tu naturaleza cerúlea, no tenías sangre humana, y que el líquido de tus venas era como aquella sangre que pedía Homero para los dioses, semejante al rocío, especie de vapor divino que, no substanciada por las frutas de Ceres ni por el líquido de Baco, fluye inmortalidad. La inmortalidad de nuestro tiempo.

»Y hablando de otra cosa. ¿Cuándo has llegado?

ÉL.- Llegué ayer. En el Infanta Isabel de Borbón. La travesía no ha sido mala. Y me he instalado en el hotel Palermo. ¿Qué te parece?





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ArribaAbajo Manola

(Los tipos ejemplares)



- I -

Un hombre bonachón y tranquilo.

El gato se le sube al hombro. El can le hace zalemas. Un niño se abraza a sus piernas. Una mujer iracunda -la suya- parece increparle.

En jarras. Violenta.




- II -

Un hombre terrible

El gato le huye. El perro le esquiva. El chiquito le mira asustado desde la puerta. Una mujer -quizás la suya- se abraza a su cuello.

Dulce. Sumisa.




- III -

Haremos mal en generalizar.

Pero hay aquí, evidentemente, una postal popular.





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ArribaAbajoActor

(Hace que se va y vuelve)


Ha paseado con grave continente por el paseo de los cómicos. Un paseo de álamos. Botines. Guante amarillo.

Un rostro de hombre maduro. De hombre que teniendo treinta y cinco representase cincuenta. Pero que si se le notan los treinta y cinco, no nos da lástima. Lástima sólo de las almas de papel en la calle y en la escena.

(Bruma del norte y la luz de la batería -drama o vodevil-, ¡cuán romántica impresión en la impresión: ¡Teatro!)

Un actor, una vida. Un actor es, sin embargo, una vida.

Anécdotas de historia y de sufrimiento, aparte infantil, en el minuto del Proscenio.

Poco es para el reductor de la batería. El actor, siempre papel, no vive. Subvive.

A lo mejor da una gran risa. (Botines y guantes verdes.)

Se dijo que la pasión abrasa, mata. Es posible. Pero, ¿a quién? El actor da una gran voz. Simplemente.

Murmura el actor:

-Para que vean ustedes lo imbécil que es el público. Y lo inculto. Dicen por ahí que vamos a poner Hamlet, de Calderón. El Hamlet, ¿comprenden ustedes? El Hamlet de ese inglés. De... Séspir.

Bien.

El dolor acosa, rasga, sublimiza, hiere, extenúa, mata. No importa. Hay un caso en que hace que se va y vuelve.

«El Hostelero... N. N.».

(Guarismos.)

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Sobre un terremoto -Lisboa, 1750-, un incendio -el del Kremlin, 1812-, una guerra -1914-, una peste -Venecia, 1321-, un asesinato múltiple -Tropman-, un suceso divino -el natalicio de Jesús-, se arma el tinglado.

Furiosas candilejas. En ocasiones el verso y el violín.

Desfilan, descocados, fatales guarismos. (Hay guarismos con joroba y otros tiesos como el siete.)

Números, figurín y escándalo. Sombras y ecos. Casi entes de abstracción, afilados ya por la desgracia hasta casi no ser.

Pero son.

Mira con el ojo brillante.

Y cuando -Dios mío- todo se acaba, cansa, y la mujer vierte su lágrima y el destino oscuro se aparece al pensamiento:

Hace que se va y vuelve.

Aquella tarde enterramos a Talma. Era una tarde gris -impace gris-. Para el azar silenciosa.

Para el invierno: la violeta, el pájaro mojado.

Echaron tierra sobre el ataúd. (Sonó, porque sí, una campanilla.) Echaron tierra sobre el ataúd.

Y todos muy tristes. Todos inmutados. Todos muy solemnes. Todos enlutados.

Cumplimos. El sagrado deber. Con el espíritu opreso y el halo mortal. Yo pensé: hace que se va...

Y me enjugué una lágrima. Aunque no era preciso.



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ArribaAbajoBi o el edificio en humo


- I -


El paraje

Detrás del cristal estoy yo. Entre el cristal y la elegante casa, que tiene al lado un solar madrileño, con el árbol triste, en el ángulo, y el farol, ha terminado de llover. ¿Nada más que aquí? Nada más que aquí. Y no lo hará nunca más. En realidad, parece que no chispeará nunca más, para dejar redonda la sensación. Redonda, y luego con un pico. El pico de una voz que siempre suena, y dice:

-Ha acabado de llover.

Yo, que he dado un largo paseo urbano, estoy sentado en el bar, ante el vaso de cerveza y la ridiculez de la patata suflé. Historias del mundo.

El espíritu quiere perderse en toda clase de fantasías, tan profundamente aburrido, en definitiva. Porque el espíritu se pierde en historias. Y sólo para eso vive.

Es pueril, señores. Es sencillamente pueril. Pero resulta inevitable. ¡Humo!

Se dijo infinitas veces; pero hay que repetirlo siempre: Humo.

La casa elegante tenía tres pisos. En el tejado, un sobrepiso que llamaré guardilla. Y abajo, la tienda.






- II -


Muecas en la cristalería

Aquella tarde todo era cristal, vidriera y espejos. Tanto espejeaba la situación que la propia realidad iba tomando un carácter alarmante. El telón pasa de folletín a revista, a puerto, menos desenfocado -y extinto- que en la celeridad del cinematógrafo.

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Ya la casa era mancha vaporosa. Destacan los hierros puros del balconaje. Recordaba los claroscuros de Carrière y la ojeriza del gas sobre los rostros del período romántico.




El vizconde

La primera vida era la del vizconde del piso principal. (Sus padres, los duques, eran los propietarios de la finca.) Abrió el balcón tarareando un aire de dancing y abrochándose los guantes amarillos. Bajo el brazo, el bastoncillo, y sobre los ojos, el sombrero gris. La estampa completa.

Montresor.

Caballerete. Genuflexión. Don Juan. Este joven se ocupa de los deportes y cultiva la frivolidad. Derrocha el oro, derrocha el oro de sus antepasados, su padre, el duque; su abuelo, el general; su bisabuelo, el intendente; su tatarabuelo, el ganapán de labrantío, generador de la fortuna. Recio y seco, y punto en boca.

Por parte de madre, tres desviados: dos histeroides (heredosífilis) y una monja y santa, con equivalentes epilépticos y algún talento musical. Ascendencia capitalista invariable.

Totalizando y liquidando: una familia de primera clase en el momento cenital. El vizconde era el encargado, por fatalidad marxiana, de iniciar la decadencia. (El equívoco Marx.)

Un automóvil aguardaba a la puerta.

El vizconde cierra el balcón y se mete dentro.




La señorita del canario

Anochece algo.

En el piso segundo un canario, dormido en su jaula, inventa otra vez la electricidad con el color de su pluma. El pico, con su forma, acontece el triángulo.

No se lo explica el sueño.

Pero en su sueño, ¿qué hay sino vacío? Las trayectorias de vuelo de los pájaros se conservan intactas en el aire.

Se enciende la luz eléctrica detrás de los cristales.

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Una mano femenina descuelga la jaula y la mete dentro.

Es una solterona que vive con su padre anciano, jubilado de Fomento. Hay, desde luego, en ese cuarto, el gato con lazo y san Antonio con peana. Burguesa.

Visto así, buscando en el interior de los domicilios, los hombres y las mujeres aparecen en la exactitud de su vida con pleno detalle. Los cristales de estos balcones son lentes de gemelo de teatro, a los cuales nos asomamos para acercar o alejar las figuras, según miremos por la lente grande o por la lente pequeña.

Al vizconde le hemos visto muy lejos con la lente grande. El canario y la soltera, con la minuciosidad de la lente pequeña.




Se borda

Cierto empañe de melancolía desdibuja el piso segundo, cuando ya el tercero vacila en la lente grande.

Vemos el cuadro sencillo, puro, animador, inocente de una joven virtuosa -que viene a ser María o la hija de otro jornalero- bordando detrás de un balcón.

¡Qué mal borda! Pero qué bien que borda, qué bien que borda la también un poquito cómica, en la virtud y el trabajo.

Tiene su familia. Ya se morirán. Melibea.

Los ojos son verdes.

La vida es el crimen de Dios, afirma el dedito de la costurera agujereando el trapo.




El judío del bazar

A la puerta del bazar, que es la tienda, Shylok fuma su pipa apoyado en el quicio. Mira a través de espejuelos. Los espejuelos son verdes. Él es judío.

Ser judío es buscar la vuelta. Embridar la conciencia un breve espacio. Toda la raza judía ha vivido a expensas de sus observaciones particulares. Cada observación particular es una alhaja.

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¿Por qué -se pregunta Isaac Bi- se persigue a la raza judía, a través de la historia, como si a la razonable teoría de las batallas y de los reyes no pudiese interpolarse la tan razonable de los presupuestos?

Shylok, Isaac Bi, obraba en consecuencia. El semita espera a la puerta de su bazar. Tiene cuarenta años, barbita en punta y tipo enclenque. Pero no importa.

En el bazar van entrando: el ario prístino, el mongol ceremonioso, y hoy el árabe, europeo sajonado o latinoide zumbón.

La pesetita, el franquito. El vapor de Oriente que llega cargado -a Liorna- de telas preciosas.




El poeta y la tempestad

Comienza la tempestad. Rayos y relámpagos. Las fuerzas profundas de la tempestad se muestran entre su varillaje. Ris, ras. Abrir y cerrar de abanico. Se abre y se cierra. 1830.

Como si se encendiese y se apagase de repente el Tirol. O saliesen máscaras del baile de la ópera.

El pensamiento, igual que un mico, salta de árbol en árbol, en un bosque sombrío de grandes álamos, de puntillas sobre la piedra. Secos, descarnados, con nudos y anquilosis. ¡No es fácil ver la realidad del edificio!

La realidad ha salido a sus encargos. Flecha salida del arco, fue a clavarse en la frente de un cornudo. Una gota de realidad puede ser este detalle ligero del esposo desgraciado que la tempestad hizo.

Gota de broma. Veamos.

Por la tempestad salió un buen carpintero a componer un altar que derribó un rayo. En su ausencia, la carpintera se entregó -por nervios tempestuosos- a otro carpintero. (Siguen los carpinteros. La estirpe de José.)

¡Mil detalles! ¡Mil flechas del arco de cada cosa y de cada acaso, que parten del gran dictamen hacia lo minúsculo!

Quizá, un rayo frustrado, y.. no. (No hubiese sucedido nada.) Pero, el rayo triunfante, y... sí.

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Entre las nubes, al claro de la electricidad, surge en el marco de guardilla, como gárgola inclinada, el poeta. El clásico y folletinesco y eterno -en la gracia miserable de su luz inmoral- poeta de la guardilla. Figurón.

Remate sutil. Anécdota perdida para la lista de teléfonos de la ciudad.

Su silueta: Werther. ¡Oh, poeta! ¿Por qué hacer siempre de todo hombre firme un temblón?

Ahora, que vemos como una aparición al Figurón, a la luz de mecheros, reprochémosle su pertinacia. Hay demasiados fantasmas. Persevera el poema. Y es necesario que vayan poniéndose poco a poco en la sierra y sobre la línea del mar. Ocurrió que le buscaron tres pies al gato. Luego se le buscaron cuatro pies al gato, los que tiene. Por último, se le buscan cinco pies al gato. ¡Y el gato no tiene pies! Ni patas. Tiene miau. Maullido. La asíntota de la eurifonía.

No. Fuera el poeta, el gárgola, el Figurón.

Démosle su gloria -esa cuestión de quince días- y su gran nombre en el manual. Pero no mintamos. La verdad se halla en mejor país.

El país en que no se sonríe y la prostituta no baila y Dios no es más grande que su nombre.

(Sin tumulto, la armonía.)

El poeta se inclina, se inclina hacia la calle, sin caerse -malo-. Cuelga de él, gárgola, un anuncio eléctrico que se enciende y se apaga, alternando en el aire, entre el ris-ras del abanico:

FARMACIA DE GARCILASO,

PRECIOS DE MILITAR.

Se enciende y se apaga.

El poeta, hablando de su corazón, dice unos versos simpáticos con voz desaforada:

«Amapola sangrienta

Al cuidado de Dios».

Y se mete.





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- III -


El tiempo

En veinte años, la casa quieta dio como una vuelta de noria. El cangilón del principal se volcó en el tercero. El tercero pasó al principal. Sólo el segundo, en vez de volcarse, se hundió melancólicamente hacia el eje, como la punta del ángulo, que forman los radios de la rueda, hacia el eje.

Muerta o ida la solterona, pasó Bi -pérfido como la onda- a ocupar su piso. El israelita acabó haciéndose con la casa. La compró.

Metáfora enorme. Pérfido como la onda...

Se ha dicho, ignoro con qué fundamento, que el judío acaba absorbiendo el oro, la propiedad y la riqueza dondequiera que estén. Esto no lo dice un estadístico, ni un sociólogo, ni un pensador de diario, de diario de gran circulación , sino el cura Méndez. El cura Méndez, y un sujeto que hay en Berlín, y el alcalde de Sappeti, en la Calabria, y hasta el pobre judío que no tiene propiedades ni riquezas y vive cargando fardos en los muelles de un puerto.

Bi, cuando murieron los padres del vizconde, prestó dinero a éste, que ya se había gastado alegremente la herencia paterna y acabó perdiendo la propiedad de la finca. Arruinado por ende y por completo, se fue a vivir apenas al piso que an taño ocupara la bordadora. joven virtuosa.

Joven virtuosa.

Los padres de la bordadora murieron. Nueve días estuvo el portal a media puerta. La joven casó con un médico de fama, que curaba y no curaba como el más hábil, y se fueron a vivir al suntuoso principal.

El único que permanecía en su mansión de vigilancia era el gárgola. Manfredo.

El triste pirracas vive siempre inclinado sobre el tiempo y las rachas. Triste amor.

Amar lleno de inexistencia y de delicadeza. Por ende, también.



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El tiempo y las rachas

Veinte años pasados son veinte saltos sobre veinte vueltas de comba. Nuestros recuerdos, campanarios, doblan. Templos alegres. Se hurta el rato y luego se mata, quemándolo con una cerilla.

El hombre va de joven ladrón a viejo incendiario.

La vida se explica entonces por la delincuencia y la delincuencia por una especie de moral de la ensoñación. Y mecanismos de protesta.

El más tranquilo desesperar pasa al corazón, como la temperatura al termómetro. ¡Parece que todo fue entornar los párpados y dar un grito! Pero no todo es eso. Hay la burla y sus formas adictas de filosofía. En la juventud el mundo saca la lengua. La puntita de la lengua entre los dientes, con la coquetería de una mujer. En la vejez, el universo también nos saca la lengua colgante, floja, estropajosa. Y nosotros, a nuestra vez, se la enseñamos al médico.

-Usted se muere.

-¿De qué, doctor?

-De muerte. Adiós.

- Adiós, doctor. ¡Ahí va la ciencia!

DESDE AQUELLA TARDE YO NO VOLVÍ A CONTEMPLAR...

Desde aquella tarde yo no volví a contemplar la casa de Bi, del vizconde, de la solterona, de la joven virtuosa y del gárgola.

Volví a los veinte años -ahora- una mañana.




Mi existencia

Aquellos veinte años los he pasado componiéndome un estado y su cara periodística correspondiente, de hombre célebre. Las matemáticas, a las que me dediqué con afición desde mi infancia, me han producido el bienestar, la fama y el dinero. Ingeniero, he construido puentes sobre ríos y un ferrocarril oscuro.

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Jesucristo viajaba en él, la noche de cierta catástrofe, para auxiliar a los heridos. Entre mis fórmulas apareció de pronto la mujer. Era yanqui y pasó bajo un quitasol encarnado.

Nunca podré verla de otra manera.

Ni aun ahora que nuestros hijos corretean por el parque. Alegre y veloz el uno, como un ferrocarril blanco. Indómito el chiquitín, como un río encrespado.

La Academia me ha llamado a su seno. Yo he ido a su seno. ¿Por qué no acudir al seno de la Academia? Existe un pequeño equívoco que conviene desvanecer. Generalmente supone la gente joven que la Academia llama al regazo, no al seno, y e llo preocupa.

Regazo. Suena mal.

Nos imaginamos una patrona llena de tripa y grasa, que nos coge y, quieras que no, nos pone sobre su falda, como la hospedera al chucho.

Y no.

Es seno. Un seno que no está pocho, sino turgente, y -aunque dilatado- con su fértil mamilla, de donde chupamos los elegidos no sé qué delicioso calostro.






- IV -


El paraje se torna fresco y claro

Bajo el sol rutilante de una mañana primaveral, contemplo otra vez el edificio. Vuelven las muecas a la cristalería, con bien distinto estarse que en el otro tiempo. El vizconde me mira con rostro largo, de piedra. Advertí que o se decidía por el ejercicio de las manos o iba a tener que sumirse en la última habitación de la casa.

Una pieza fúnebre, estucada y silenciosa, a la luz de la vela.

En cambio, la cómica -esa mujer u hombre al que se reparte, sin más razón que las que sepa la fortuna, el papel triunfador- aparecía risueña. Virtud juvenil, virtud convaleciente del bordado, y elegancia.

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Un guante amarillo jugaba en su mano. El automóvil se puso a los pies del portal con su más cortés velocidad.

La suerte -es indudable- llega sin falta cuando se trata de cómicos. Y más cuando se pide sólo la felicidad barata. El amor y el dinero.

Podría hablar mucho de esto. Pero, ¿para qué?

Ninguna razón explicaría el éxito tranquilo, segurísimo, de las observaciones de Isaac Bi, que marcha, poco a poco, hacia la plenitud de su estrella israelita. Nacido rata, arriba a millonario. Millonario judío, que es casi un estilo religioso, sin mezcla alguna de las formas ateas y racionalistas que componen al millonario occidental.

Me mira, y hace bien, a través de sus espejuelos verdes. Sin duda mi alma no alcanza, a la simple vista, el grado de corrección que conviene ante su respeto sacramental.

Da la sensación este hombre, Bi, de que sabe mejor que nadie la entraña misma de los movimientos de los demás.

Por eso se quedará muy tranquilo, fumando su pipa inglesa, cuando, dentro de un momento, se queme su casa, su bazar y sus costumbres de veinticinco años.

Todo lo tiene asegurado.

Wordsworth decía que nuestro nacimiento es sueño y olvido. Que el alma, que en nosotros aparece, estrella de nuestra existencia, tuvo su crepúsculo en otros horizontes y viene de muy lejos.

Wordsworth había visto quemarse y desvanecerse en humo muchos edificios. Yo, ha sido éste, de la casa elegante de Madrid, que tiene al lado su solar típico, con el árbol en el ángulo y el farol, la primera vez que he visto arder.

El incendio se hizo de pronto y fue notable. Copio de un periódico:

«Ayer, a las doce y media de la mañana, se produjo un incendio, que rápidamente fue tomando extraordinarias proporciones, en la casa número 8 de la calle del General Vivar. Requerido inmediatamente el servicio de incendios, acudió, sin pérdida de tiempo, para sofocar el fuego. Pero no pudo conseguirlo. El siniestro, que desde su principio tomó gran incremento, acabó por destruir en su totalidad el edificio».





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- V -


El muerto

¡Por Dios -en su maravillosa escala-, cómo pintan el vitral de incendio los tinos de la primavera! El tino ascendente en volutas. (El color rosa atomizado no sabe qué hacer. Se moja. Intenta huir, tomando su linterna y su capa, pero no es de noche...) Se han salvado todos menos el poeta, que se ha tirado por la ventana.

Cae en medio del corro de vecinos que se han salvado, en camisa aun cuando es mediodía. El siniestro les cogió tan de improviso que apenas tuvieron tiempo para desnudarse.

La caída del escritor se distinguió por lo rápida. Hubo un momento en que por poco no se cae. Es decir, no llega al suelo, y entonces sabe Dios lo que hubiera pasado. Es lo cierto que quedó aplastado. Contra el suelo. Ensangrentado como aquella amapola sangrienta que se dejaba cuidar de Dios.

El poema, al apurar su término, necesitaba su punto de síntesis que dominase el triunfo material de todos. Todos habían subido o bajado en su fortuna, movilizado su destino. Parecía que sólo la gárgola mustia permanecería quieta siempre entre la electricidad del anuncio y la negrura de abril.

No.

Captó más que nadie. Y más veloz fue en menos camino, volteando en el espacio y sobrepasando terceros, segundos, principales y bazares. No hizo menos que aplastar un poco el suelo.

Rebotar. Salir de estampía, en espíritu, en camisa, cruzar, y al cielo para un fulgor.

Nuevo lucero. Claro precinto de la inmortalidad.

El poema -reconciliémonos con esos pobres poemas que no han hecho ningún mal a nadie- se complementaba así: absurdo, medio sensacional, medio humoso. Realizando lo que no pudieran ni Bi ni los demás inquilinos. Esa alegría que no puede ser.







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ArribaAbajo Un naufragio


- I -

La mirada de aquel hombre valdría unas cuarenta pesetas.

Me dijo:

-Pablo, lo único que exijo de usted es la puntualidad, ¿eh? La puntualidad.

El punto de la puntualidad empezó a revolotear entre nosotros como una moscarda.

Relópez, Negro y D. Enrique, hombres del Negociado, me miraron... así.

(Pero yo también estoy dispuesto a clavar el punto sobre la i -iba a decirles. Queridos compañeros. Pero dije:)

-¡Ah! Bien, bien. Sí señor.




- II -

Yo jugaba antes mi diábolo sentimental. Un día obtuve todo el tiempo preciso que necesitaba y andaba persiguiendo desde hacía tiempo, para no hacer nada. Era una estrella de cristal que se rompió en pedazos. Psiconeurosis.

Empezó el brote de las palabras y la psiconeurosis. Ésta, sobre todo. Sin ella se es siempre Relópez.

(No es tan fácil.)

Aquella mañana, mi primera de covachuelo, me transfiguré.

Fui al peluquero, me rapé, me cosmeticé, compré una novela de Mata, y me puse una corbatita Farman con los colores nacionales.

(... A la comba con el regocijo.)




- III -

En el cuarto de la fonda mi corazón bailaba dentro del pecho.

Cerré las maderas del balcón y encendí la lámpara. Me acerqué al espejo del armario. Cerré los ojos. Luego los abrí y di un grito de terror.

  —144→  

¡Aquel estanque me zambullía, me tragaba! Me absorbía horizontalmente con tiraje de cordón umbilical, por el vientre.

Grité.

¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

-¡Todo ha concluido! -concluí.




- IV -

Pero he aquí que no. He aquí que un ser generoso, con riesgo de su propia vida, me salvó. Valerosamente esgrimía unas tijeras y cortó el cordón umbilical.

No llevaba cédula, ni era militar. Es raro.

Se trataba de un hombre pelado, cosmetizado, con una de Mata novela en la mano, y en el cuello una corbatita Farman con los colores nacionales.




- V -

El jefe me miró iracundo.

Su mirada rebasaba ya las pesetas sesenta.

-¿Es decir, pollo, que después de lo que le he advertido esta mañana, viene usted con una hora de retraso?

-Aún no asamos y ya... -musitó Relópez maligno.

-Es que verá usted. He sufrido un accidente. Un pequeño accidente -argüí, tímido, buscando el punto musaraño, que se me había perdido.

-¿Cómo?

-Un naufragio...

-¿Un naufragio?

La voz del jefe sonaba el registro más autoritario de su flauta. Atraía ésta, siempre, a los gorriones astutos de las narices de los empleados.

-Y, ¿dónde ha naufragado usted? ¿En la palangana del lavabo?

-No.






 
 
FIN DE
PÁJARO PINTO