Al atardecer había cruzado el río: angosto
cayuco negro, aguas amarillentas, sol de pedernal mojado y el roto fulgor
blanco de una garza sobre su cabeza. Jacintos flotantes, lentos cerca de
las orillas y más rápidos en el centro, girando. Y el
zopilote arriba, en la cintura del cielo, ave horrenda de maravilloso vuelo al
que dio sus ojos, mientras el cayuco describía su arco en las aguas
y llegaba al lugar de los juncos erguidos.
¡Oh cuerdas del ocaso! Trenzados colores oscilaban en el
aire cuando saltó, ya sin sol, en la tierra blanda donde se
hincó la proa como el pico de un gran pájaro. Y olió
el primer humo de la noche, y en su espíritu las palabras se
juntaban como hormigas alborotadas, mientras redonda nacía la que es
tierna en el cielo...
Quetzalcoatl vio la blanca mujer agorera de levantados brazos
acostada sobre el tupido follaje de los pinos. «Ha venido del agua y
pronto se deslizará hacia la vereda. Niebla. Tendida
—98→
cara a las estrellas, escucha el rumor de su padre el río.
Niebla...». Andar con la cabeza dormida y el cuerpo despierto. Andar
los pensamientos como sueños, las imágenes como puentes, y
menos sombra y más sombra, dormir y no dormir, cada vez más
alejado y más cerca de sí mismo. Es hermosa la gigantesca
mujer niebla desnuda en el arbóreo lecho, y sus largos cabellos de
vilanos y espuma... Hermosa como Nanotzin cuando... Tuit, tuit... Nanotzin
cabe el sauce, en la otra orilla, abierta, brillando como una jícara
mojada. Chiut, chiut... Pájaros de mal agüero. La lechuza en la
hornacina del silencio, y el búho, el pájaro bellaco,
según las viejas, que agujerea el cabello con que se ha de beber en
el país sin horizonte... Tuit chiut... Y Nanotzin dormida, ayer, y
el río mirándola entre las ramas con ojos de sol
multiplicado, Nanotzin, la que es tierna en la tierra...
Silbo tu tú,
hipo tu yo,
busca tu búsqueda
del sí y el no.
Silbo tu tú,
tu Tú...
Y
Vuelo y sigilo
entre follajes
y profecías-
—99→
Chilam Balam,
murmullo y siglos...
¿Ya tiene tu alma
su chalchiuhuitl?
La agorera de cien brazos se desliza de su lecho de frondas al
tiempo que peina su blanca cabellera de susurros que huyen a horadar la
espalda de las montañas:
Pesada de leyendas,
ligera de sonrisas,
me sacrifica el
viento,
me recibe el abismo.
Soy anciana y
doncella,
velaré en
abedules,
me esconderé en las
ceibas
de presagios y
búhos.
Duerme en mi puro
vientre
un verde pez
tranquilo.
Tendré una lenta
muerte
de brazos amarillos.
Sacerdote
sangriento,
¡oh sol que me
desnudas,
horror de oro y de
piedra,
boca del Popol Vuh!
—100→
Quetzalcoatl se detiene a mitad de la cuesta, impedido de
avanzar por las dos frías manos transparentes que le cogen la
cabeza, y en el silencio de su alma oye los murmullos:
-¿Quién nació cuando
bajó?
-El mismo que nacerá cuando ascienda.
-¿Has llegado o estabas?
-¿Quién eres?
-¿Has llegado, tú que fuiste creado
en la noche?
-Estaba. ¿Quién eres?
-¿Has llegado?
-Sí. Y volveré...
La que camina durmiendo canta y cuenta, lo acompaña
ahora que él camina y duerme también entre la lechuza y el
búho silenciosos. Tu tú, tu Tú... Ha llegado, sí,
de lunas y soles y murmullos antiguos. Pero estaba. La niebla canta entre
sus piernas. Estaba como está el pensamiento del viento en las velas
deshinchadas de las almas. La niebla sombra florida cuenta y llora y susurra su
canción tejida con hilos de río:
Un cerro de calaveras hará una rueda
blanca sobre giras oles secos... El augur del este le dijo, junto al
humo negro: «Cuando hayas lapidado los recuerdos con piedras de
estiércol entrarás en los solares katunes lejanos y dirán
de ti: El que enciende fuego en los cuernos del venado, el que pinta su
imagen en el viento de la eternidad...».
La niebla solloza en su pecho y comienza a narrarle la
historia
—101→
de Ixquic, la doncella que partió en busca
del Árbol de la Vida y subió luego a la tierra sin
morir... La canción se deshace en el aire y sobre la hierba.
Él no es nadie por sí mismo y nadie oye sus pasos, su suave
huida de la rota canción. Y murmura dulcemente: «Me voy...
Sé el nombre del espíritu que va delante. Hendiré la
piedra, esconderé mi nombre, soplaré sobre el espejo
humeante que abrirá su hermosura...».
Esparcida, la cabellera canta en el pecho del viento:
... me he quedado sin
senos...
... huipil de
telarañas...
... tendrá ajorcas el
cielo...
... la danza de las
hachas...
... en volandas me
muero...
... tengo sed y soy
agua...
... ¡ay espinas de
estrellas!...
... soy un sueño
colgante...
Sale Quetzalcoatl de la canción de la niebla a la noche
del cielo estrellado. ¡Oh banderas y arcos y rutilantes flagelos!
¡Oh cereal cristalino y goteante bestiario y laberinto de
surtidores! ¡Oh árbol de números resplandecientes y el
titilante gentío inclinando sus lanzas ante girantes
cetros! ¡Oh colmenas de donde rebosa la miel negra de la eternidad y
detenido huracán de copos y bandadas! ¡Oh maizales de la
alegría de sus ojos y sello de felicidad en su rostro levantado!
—102→
¡Y siempre la promesa de los astros coronando la
sumisión de sombra de la tierra! Pero ¿quién
dirá la medida y los nombres del misterio de las
transformaciones sino la profunda compañía de la palabra que
posee, crea y redime? Te hablo, Noche:
-Hola, piedra:
Eres el estar sin el ser, dura madre a
la vez de tu propio nacimiento y de tu muerte en el tiempo donde permaneces
sin ser tiempo ni crearlo, porque no puedes mudar ni envejecer dentro de la
esterilidad que encierran tus perfectas corazas, inmutable puño y
ejemplo de peso, sílaba de espanto y ojo ciego en la hondura del
pozo...
-Adiós, luciérnaga:
Te llamo perla voladora y rectifico tu azaroso
vuelo para trazar con tu luz el nombre de Nanotzin...
-Te saludo, nopal:
¡Oh pordiosera de las plantas! Espinosa y
polvorienta, lacerada de soles y toda manos extendidas, sucia y sedienta,
sostienes al águila en tus hombros y sueñas en el corazón
de oro del agua que no llegará nunca hasta los monstruos de tu
sombra...
—103→
-No te muevas, hierba:
Sigue acostada, recibidora de la que da a luz
adornada con collares azulencos, cuerpo y lecho de ti misma, y sopla sobre
tus senos para que el aire esparza la canción de tus grillos hasta
los pies del que erguido no tiene nombre...
-Aquí estoy, Sombra:
He llegado. Sabía que me esperabas en esta
encrucijada de los cuatro vientos y del destino. Y aquí he venido a
dar contigo, Tezcatlipoca, estéril comedor de colibríes y
ladrón de panales, aquí, donde me aguardas desde el
día que te sangraste sobre el búho para hacer conjuro de mi
muerte. Tu espera ha creado mi llegada. Si de lo que eres huía, sin
saberlo avanzaba hacia lo que en ti odio y me confirma, hermano. Te me
acercas, y yo contra ti me dirijo. Aquí estamos. Y aquí
seguiremos hasta que me derrames o que yo te ahogue, hasta que en ti
acabe o que de ti nazca mi principio...
Saltó la sombra,
ligera como una ráfaga invisible, y
Quetzalcoatl se inclinó para recibir en su espalda la inevitable y
acometedora caída -bulto y peso de jaguar y aferrada ferocidad y
abrumadora dulzura: una ancha zarpa sobre su pecho, a la altura del
corazón, y la otra clavada en su hombro. Lentamente hincó una
rodilla en el suelo, mientras un hilo
—104→
de voz se enhebraba en su
oído: «No seré tu fin ni seré tu principio,
Quetzalcoatl. Silbo tu Tú. Habito en tu yo. Hagamos
división de poderes: sé tú la Estrella de la
Mañana y que yo sea la Estrella de la Tarde. Accede a mi sí e
hinca la otra rodilla. Nada puedes contra el eternamente joven, la fuerza que
domina a la conciencia, el sol de la noche. En mi espejo duerme y vela el
tiempo. Lo sé todo. Soy frío...».
Dolor de la sombra y peso del mundo sobre él. Doblado
pero no vencido. O será las dos Estrellas o no será ninguna.
La zarpa busca su más hondo latido. Tu tú... La tierra sube hacia
su boca sellada. Tu tú... «¿Has llegado o estabas? Algo
muere en todo nacimiento y algo nace en toda muerte...». Tu
tú. «Estoy naciendo, ¡oh desconocida madre oscura!
¿No oyes mi caída?». Tu tú... Seguirá
callando, como el tiempo cuando se desnuda de su invierno y como la
lágrima que, cargada de imágenes, resbala por la mejilla de
un ciego y horada la mano que la detiene. Tu tú... ¿Qué
murmullos corren por su espalda de acueducto?
Temblor y polen
de hondo pistilo...
Titilan sones:
hilo infinito
que une la boca
al
espíritu...
Curvas uñas de obsidiana se clavaban ahora en sus
cerrados ojos. ¡Oh canta, noche, hasta que el corazón, la
brisa y la Estrella
—105→
se unan en el mismo latido! ¡Sopla,
oh dulzura de mar y de cumbres, sobre el sudor que la angustia desova en el
cuerpo martirizado! «Abre los ojos, Quetzalcoatl...».
«¡No!». No los abrirá nunca para la tiniebla sin
rostro. Tu tú... No. Seguirá bajando hasta su nacimiento
entre los dos muslos rocosos de la que gime con los senos rodeados de cielo
y la pesada cabellera negra hundiéndose en la sima de los
sueños. Tú-yo... Yo-tú... «Abre los ojos,
Quetzalcoatl, antes que te rasgue los párpados. ¡Mira mi luna
negra!». ¡No! ¡Oh murmullos de paja barrida por siglos de
viento! Tu tú... Tu tú... «En mi piedra de hermosura he
sembrado las imágenes del mundo. Mi espejo confirmará tus
sueños y tus deseos...». ¡No! Seguía naciendo,
bajando por sus propias sombras, y escuchando la inefable música que
vagaba por la noche... Tu tú. Sonaba hollando suavemente la tierra
dormida, avanzando con el ritmo sereno y erguido de una doncella que
regresa del río con una cántara llena sobre la cabeza... Tu
tú... ¡Oh! ¿De qué lejana ladera descendía el
maravilloso son de flauta, el filo que se hundía y moría
dentro de sus ojos sangrantes...?
Caían
sangre
y mirada!
Oh luna y súbito rostro en el espejo
vidente-
vertiginosas caudas girantes, espirales de sones
incendiados, estelas de hielo donde se besan los colores del pedernal,
—106→
juncos de cuarzo en orillas de penumbra, oscilantes ubres de
mediodía, el torso del canto en los vados del alma, bosques que
andan con cayados de lluvia, espumas viriles solazándose en grietas
milenarias, cobres cantando sobre la rosa silvestre, mares, tierras y soles
en el aliento teogónico del tezontle, el tiempo de boca cavada
bebiendo el calostro del alba...!
Descendía
en pasado
y futuro.
Y la voz de las tentaciones hacíase
imagen
«... Por mí te amanece la tierra, y
se levantan los pájaros de tus sentidos, y caminan los
árboles de tus deseos...
Nombra y serás: saldrás del mito y
te hundirás encendido en la historia...
Un puño de humus sobre una corola, una
mujer desnuda con brazaletes de hiedra, un celo de pastor hirsuto detenido
en un vientre solar...
Pastos infinitos para los ojos, arrobos de
cambiantes formas que se abandonan, vinos de los secretos éxtasis,
frutos tatuados por el jadeo sobre pieles núbiles...
Penachos arrojados a los pies del poder, muros de
escudos
—107→
sosteniendo las postreras soledades, banderas de
besos y estandartes de uñas...
Sin mi múltiple eco que contesta:
Tú eres, sólo viento
enloquecido sería tu: Yo soy..., ¡oh
mísero bebedor de tu Estrella!...».
Dolor
del Ser,
¡oh Sombra aliada del tiempo!
-Nombro a Tezcatlipoca,
que desciende conmigo.
¡Ya soy, ya soy, ya soy
todo el mundo en mí mismo...!
La Estrella
germinaba
en el hoyo del ojo...
Quetzalcoatl levantó al cielo su paz de rostro mojado -
oyó los pesados y lentos pasos que se alejaban hacia el oeste y al
invisible niño de la tierra y de la noche que se acercaba con su
dulcísima música... ¡Oh piedra, luciérnaga, nopal y
hierba regresaban a sus nuevos ojos, y los sones de la flauta se
tendían en su sonrisa...! La tierra descansaba, cerrada, en su
espíritu. ¡Canta, profunda ocultadora que te desgarras para
que el mundo se ayunte con lo alto!
—108→
Sube tu tú,
baja tu yo,
viene el futuro,
beso de dos...
Flauta del mundo
de lábil son,
canta el yo-tú
de luz...
—109→
El libro pintado
—[110]→
—111→
1. Aquí escribiré para mis discípulos
más allegados algunas de las palabras que han morado en mi
corazón y en mi espíritu. Registraré las verdades de la
vida para recuerdo mío y para que después, ¡oh futuros
hermanos!, anden hasta vosotros y las escuchéis en la paz de vuestro
tiempo y en los soles que se levantarán en vuestra sangre.
2. Digo aquí las palabras como el grano se echa en la
sementera con mano que luego implorará la lluvia a los benignos
cielos. Con dedos toltecas pinto aquí las imágenes. Que todas
ellas se yergan como se yergue la serpiente y que brillen como los ojos de las
águilas. Y que los sones de las flautas de mis dulces vientos las
esparzan para los hombres y las mujeres que vinieron de los cuatro puntos
del horizonte (blanco, negro, rojo y amarillo) y habitan en las llanuras y
en las colinas.
3. Trazo el signo de Tonatiuh: el círculo. La boca del
profeta del eterno retorno.
—112→
4. Digo que tres son las cosas sagradas: la tierra, el
espíritu y el cuerpo. La tierra se toca con los labios, el
espíritu se escucha con la sangre y el cuerpo es un cielo que se
acaricia con la mano.
5. Digo la canción eterna del fuego entre el hacha y el
grillo.
6. Digo que ya me parezco a los siglos que me
cambiarán, ¡oh sauce que duermes tus mutaciones en el pecho
del viento!
7. Digo que como las aguas cambiaré de rostro. Pienso
en el prodigio y el horror del tiempo. El cielo tiembla de estrellas y la
tierra de germinaciones. Entro en la estancia donde las palabras me
esperaban de pie. Misterio y presencia de las cosas. Con un pensamiento de rama
he pintado sol en el lejano río. Cambiaré de rostro. Las
palabras callan, sonriendo y desnudas. Son el mundo. Canto las hierbas, los
pájaros y los árboles. Elijo la palabra Amor y la amarro al
tronco de la aurora. Y ahora me marcho hacia los tibios taludes, seguido
una vez más por la bienamada, muda y toda brazos abiertos. De sus
senos mana luz, la noche anida en su cabellera y guarda el arco iris en sus
axilas. La llamaré eternidad aunque su nombre es la tierra. Canto la
canción de sus ojos. Sólo en el espíritu el dios
fecunda. Cambiaré de rostro como las montañas.
8. Digo los meandros de los sueños sobre una tierra
virgen. ¡Imágenes! ¡Imágenes! ¡Oh
imágenes lentas como miel de trasiego!
—113→
9. Digo el misterio: niño invisible que dispara su
constelación con una cerbatana de sombra.
10. Digo que la palabra sin espíritu es como un sol de
cal sobre el vientre de un muerto. Ouaya. Algunos amantes andaban
preguntando, obedientes y respetuosos, acerca de lo que ocultaba el alba e
inquirían luego cómo debía ejecutarse la Palabra de
amor. Llegaron a mí con rostros semejantes, y hablé para que
sus espíritus y sus corazones pudieran ir al encuentro de los actos
y de la música, y para que sus pensamientos no llegaran a
enfurecerse como abejas encerradas dentro de una calabaza. Ouaya. Con el
tibio viento se dirigieron hacia las aguas lustrales del Umbroso Remanso y
a poco pudimos ver entre los peñascos sus resplandecientes
cuerpos, semejantes a dioses de semillas. Al regresar, cada uno
tenía un rostro único, y andaban, silenciosos y mirando al
cielo, hacia las moradas donde las vírgenes esperaban sin
vergüenza, erguidas y oliendo a troncos, junto a los umbrales. Ouaya.
Y hubo una noche de sangres exaltadas y de cantantes savias. Y volviose a
contar el alba, la aparición del sol, de la luna y de las
estrellas. Y el relato de las generaciones comenzó de nuevo con el
canto nocturno de los sembradores.
11. Digo que mi amor más profundo está
concentrado en el futuro. Congrego caminos en mis grandes manos, cuando se
esparce el alba, y no celebro consejo con los vasallos del pasado que
dormitan delante de las negras estatuas. Mis ritos provienen del viento, de
la lluvia y de las estrellas. Pero lo temporal
—114→
me modera y pone
temblores en mi canto. En mi boca hay un beso que pesa como una barca
dormida.
12. Digo que la Estrella de la Soledad ha de convertirse para
vosotros en la Estrella de la Alianza. Solamente así no se
reflejará en vuestros ojos la tristeza de los cielos, el éxodo de
las alondras.
13. Digo que sólo se llena lo que se hunde.
*
1. El nacimiento de las flores astrales es una herencia de los
ojos que pasa de padres a hijos. ¡Duerme, viento, en mi cítara
de tortuga: te levantarás convertido en ladrón de cantos!
2. Canto y espero.
3. Canto a Itzpapalotl. Esta noche, cuando regresaba solo de
las colinas, mis ojos se han detenido en ella. Yo el despierto, el que
había andado lejos de los caminos llevando a cuestas el pesado
espejo de los recuerdos, he visto a la que es tranquila y siempre espera en
su vigilancia, a la que tantas veces se me ha aparecido en los
páramos. He visto a Itzpapalotl sentada sobre una redonda biznaga,
cerca de los mezquites, y tras haber contemplado su ancha faz de ojos
cerrados, murmuré a sus pies la canción de la mariposa de
obsidiana. Y luego, en voz alta, para mí, canté a la diosa que
tiene los muslos de agua pintados con
—115→
celeste liquen,
mientras la luna brillaba en el cielo como una raja de jícama.
4. Del junco no imito su servidumbre al viento, sino su
resistencia a dejarse arrancar de la tierra. Soy ejemplo de rama que se
inclina para dar. No canto la tristeza que no es más que humo
lanceado.
5. En lo alto se celebra, en lo profundo se canta.
6. Mi mano se movía sobre las cuerdas del instrumento
como un cincel de espacio. Una mano lejana y extraña a mí,
casi asustada y extranjera. Pensé que la música no surge del
espíritu ni de la tierra, sino del más inexplicable misterio...
He ahuyentado el miedo de mi mano ahuecada llenándola con una gran
fruta amarilla. Y ahora el silencio pacifica la discordia de las sombras,
un silencio que cae como las negras y brillantes trenzas de Nanotzin.
7. ¡Qué claridad en aludes de relámpagos
cuando el espíritu desciende! Visión de los años.
Profecías. Los árboles. Las palabras, como hondas
pajarerías. Los brazos del solsticio convocan nuevas lluvias.
8. Como obra de alfarero nos quebramos cuando lo maravilloso
golpea con sus juncos de vértigo.
9. Canto la llama de mil rostros y una sola boca, yo que, de
adolescente, fui portador del fuego nuevo, en la noche del
—116→
pavor y de los ojos vueltos hacia el cerro donde la resurrección del
tiempo debía alzarse de un pecho abierto... Yo me hallaba en un
angosto sendero, desnudo e inmóvil, pero ya heredero en mi espera de la
llama que se acercaba con su alegría, una entre las millares que
brillaban y corrían por el valle... No vi el rostro de aquel a quien
me correspondía relevar. Salté en la sombra, y mi brazo
voló hacia la tea, y corrí con mi llama en alto y mi
corazón enriquecido por el júbilo... Cierro los ojos y
murmuro lentamente mi canto del fuego, porque la ceniza me ha
enseñado sabiduría.
10. Me quedé dormido cantando mi canción del
fuego en la oscuridad... Ouaya. Túnica de resplandor llevaba,
aquella noche, mientras corría con la antorcha. Y una máscara
ardiente me cubría el rostro. Recorrí mi distancia,
entregué la llama y caí agotado sobre la hierba, que me
recibió con su blandura y sombra... Ouaya. Allí
soñé en tinieblas cruzadas por aves de llama renacida y
ráfagas de florecientes gritos... El fuego canto, ala de mi futura
ascensión.
11. El dios es la patria invisible que hace de nuestras vidas
un continuo y vulnerable regreso. Pero Tonatiuh es morada y asombro de la
sangre.
12. He visto la hora incierta en los rostros de los hombres y
el sello de la soledad en los labios de las mujeres. Desde un recodo del
camino he contemplado el nacimiento de mi Estrella. He andado entre el
mudo, el ciego y el loco. He unido un objeto a una imagen del
espíritu. He manado amor sobre una inmóvil
—117→
sombra fragante. Y el alba ha encontrado a mi alma vestida de corteza y
rodeada de colmenas.
13. Me asemejo a todo el mundo. ¡Y nunca seré
repetido!
*
1. Creo.
2. Creo que sólo el corazón del espíritu
realiza el alba, ¡oh Xelhua, mi discípulo más amado!
3. Creo en la noche, pero odio la sombra que no tiene piedad
para los rostros y acaricia al murciélago de la muerte en la
garganta de la primavera. Acércate, amigo. Contaremos los
años desde el nacimiento de la hierba y por los nudos hechos en la
cuerda de nuestro Pensamiento del Mediodía... Del garfio de la luna
la sombra cuelga como una res cubierta de moscas de plata. Acércate,
Xelhua. Cantaremos nuestra canción junto al terror de las
biznagas...
4. Creo en la sabiduría que un viento de luminarias
murmura dentro de mi corazón.
5. Creo en las metamorfosis de lo terrestre alrededor de mi
más honda herida. No hay combates del fuego, sino de la luz. El
brazo no es nunca heroico, Xelhua. Deja el escudo. Tapa tus oídos a
la ira que vocea las indigentes idolatrías del tiempo.
—118→
Apártate de la ventana, para que el resplandor de las lejanas hogueras
desaparezca de tu frente. Háblame, Xelhua, de tu hora del sur
llamada el sol de los venados. Y llora sobre tu espada.
6. Creo en la hora que es partición de paz y de
semillas, cuando el crepúsculo se encarna en la figura de una mujer
hilando, las luciérnagas se encienden bajo las umbelas y tu
sonrisa, Xelhua, nace a la ternura de la brisa. Escúchame.
Tendré un destino de aguas y de ascensión.
7. Creo a veces que la muerte es grande porque sólo
existe para que el espíritu pueda enarbolar los estandartes del
sueño y de la resurrección. Ouaya. Mi silencio me escucha, con el
oído pegado a mi pecho. Mas ¿quién escuchará lo
que oye sino yo mismo? ¡Oh! En alguna parte, muy cerca, sangra la
eternidad, ¡vertical tumulto de árbol vivo que se eleva de las
duras canteras primordiales! ¡Oh Roca, inmóvil centinela de lo
absoluto, Idea-Astro y flor numérica cuyos pétalos se
levantarán poco a poco en pirámide! Ouaya. ¡Ay! ¡El
árbol ha cesado de moverse, Xelhua! El tiempo resuena en el pesado
andar de los innumerables tamemes cargados con las piedras de la
asunción. Un viento cae. Un dios se levanta. En cada cima brilla una
hoguera.
8. Creo que el Conocimiento se forma golpeando el
corazón de la roca negra que cayó de los hombros de
días dolorosos. En ella están los sellos del principio y del
fin.
—119→
9. Creo en ti, Xelhua, ¡oh guardador de la huella de
donde brotará el Árbol!
10. Creo en el advenimiento de las antorchas. Lenguaje de
alegorías. La rana en el vientre del cacique, sonaja de
abominación. Algo nace de la piedra de gracia horadada por la noche.
11. Sólo en el amanecer hay que prepararse para el
día que ha de ser vivido. No nos entreguemos a los simulacros cuya
herencia será un costal de lágrimas y una red de agujeros y
alaridos. Que no nos consuele el pensamiento de que siempre se salvan las
últimas semillas. ¡Hay que cegar los hoyos sembrados!
12. Creo en tu sabiduría del Sur, Xelhua. Sí,
toda luna, todo año, todo día, todo viento camina y pasa; y
también toda sangre llega al lugar de su quietud, como llega a su
poder y a su trono. Así dice un libro de las destrucciones. Pero yo
afirmo que más que llorar lo que las lunas sepultan hay que ser
canto y corola de lo que eternamente pasa. No hay dioses aprisionados en
las estrellas, sino espíritus vivientes en todo lo que pesa y tiene una
faz... ¡Ríete, Xelhua, de la danza de los cojos de la duda!
¡Suelta tu blanco gavilán de la tierra contra los castradores
de Tonatiuh! Ouaya. Ahora ve a buscarme la Flor de la Noche. Y luego
volveremos a estas escrituras de la vida y a la plumaria de los
sueños.
13. Creo que sólo asciende lo que pesa.
—120→
CANTO DE XELHUA
De fuego era mi boca
y mis flautas de hielo.
En mi terror vivía,
sellado por mi fuerza.
Mis sandalias hollaban diálogos de astro y brizna.
Bajo sombras de halcones mi corazón dormía.
Un día vi tu rostro,
donde la luz cantaba.
Mis ojos se prendieron
en tu ademán de rama.
Y supe que las piedras erguidas de los dioses
eran sueño de muerte sobre siglos de
tórtolas.
Mi odio se despeñaba
hacia tu voz de milpas.
La inocencia llevaba
máscaras de rocío.
En la noche lidiaban los augures y el viento.
¡En mi honda ya pesaban el ósculo y la
Estrella!
Recibí tu Palabra
con la luz de la aurora,
me alejé de las lanzas,
me arrodillé en mi sombra.
Acerqueme vestido de ternura y montaña,
y entonces Tú acogiste mi soledad llagada.
—121→
Profeta de Tonatiuh,
anunciador de cumbres,
por ti cantan los llanos
y el agua se desnuda.
Das un cuerpo al espíritu y un anhelo a la forma.
Contesta a tu silencio el coro de las frondas.
Cuando tu nombre invoco,
todos mis pensamientos
flotan como cayucos
en tranquila corriente.
Y, cerrados los ojos, se levantan en mi alma
luminosas verdades paridas junto al agua.
Hermano del misterio,
padre de la alegría,
labios solares rozan
el vuelo de tu fimbria.
Amando lo real, lo profundo coronas,
mientras que lo invisible vibra en tu caracola.
Por tu esperanza subo,
por tu llanto desciendo.
En tu árbol infinito
soy efímero muérdago.
Tiempo y eternidad son cabos de tu nudo,
y cantando la tierra en visión la transmutas.
—122→
No seré de tu espíritu
la más alta bandada,
sino puro discípulo,
semilla soterrada.
Y cuando en tus retornos inmensamente duermas,
humilde velaré tus encendidas huellas.
—123→
CORO DE LOS DISCÍPULOS
Tonatiuh nos asigna sus doradas comarcas.
Tonatiuh hincha para nuestras albas los senos de la noche.
Tonatiuh proclama la ley del Quinto Reino.
Tonatiuh es la paz de nuestros linajes.
Tonatiuh es la canción del cuerpo.
Tonatiuh nos sella la frente con polen.
Tonatiuh nos guía en nombre del Fuego Nuevo.
Tonatiuh dirige nuestra danza de cien colores en torno a una
fuente eterna.
Tonatiuh tañe los rayos de la Estrella.
Tonatiuh es el puente entre el Ojo y el Espíritu.
Tonatiuh es el Verbo de Oro.
Tonatiuh es la sangre inviolada.
Tonatiuh es la vida.
—[124]→
—125→
La ascensión
—[126]→
—127→
Al quiebro del alba fue el augurio -del seno de la Mujer
Blanca se alzó el ave de piedra negra
y, rauda, voló hacia el cielo de las gaviotas...
Entonces, Quetzalcoatl dijo a su corazón:
-¡Oh rumor de mi huida, ráfaga del
este que extiendes mi sombra al pie de la montaña!
Desnuda estaba mi alma a orillas del
silencio,
tendida sobre la hierba como una primavera
cubierta de presentidos frutos,
tendida en la noche sobre un petate de
luciérnagas y un colibrí invisible posado en la boca.
Mi alma sola, mi alma de fuego, soñaba
nieve alta, gritaba savias, cantaba espigas contra Tezcatlipoca,
mientras la noche del mar enroscábase a
sus pies y empezaba el desove de millones de lunas...
El ave, a lo lejos, era como una lágrima de obsidiana
en la mejilla de la aurora.
—128→
Quetzalcoatl tocó la tierra con la mano abierta, que se
llevó lentamente a los labios, y cantó:
-¡Oh Estrella de la Mañana, punta de
la lanza de mi soledad hincada en la tierra!
Alzándose está el humo y la niebla
se tiende como mi nueva tristeza.
Mi último canto es para ti, ¡oh alma
de mis llamas!, doncella de oro que caíste bajo el sordo redoble
de los atabales de Tula.
En numerosos brazos de árbol te he
llevado, viajera de mi dolor,
bajo el cielo de las águilas,
por la casa de la lluvia,
sobre la voz de la hierba,
entre la paz de las barcas,
y ahora soy de nuevo Nacxitl Topiltzin, despojado
de dioses y desnudo de retornos.
Dormida y palpitante te subiré a las
cumbres,
te dejaré para siempre, ligera de
lontananzas y calzada de hielo,
junto al ciego y gigantesco ojo de tezontle donde
tus sueños y tus cabellos
se despeñarán con la blancura talar
de las nieves hasta el canto del pájaro,
en el oscuro regazo de los bosques de abetos,
—129→
y con venados de miedo y caracolas azules
llegarás al maíz y a la espera redonda de los vacíos
cántaros.
Las manos de cuerzo de todas las auroras
prenderán en tu frente la luz de mi Estrella,
y cuando el sol toque tu cuerpo,
un nupcial temblor de agua arrodillada
trazará mi quincunce sobre la falda de culebras de la roja
Coatlicue...
¡Profecía del viento en las piedras
iluminadas! ¡Clamores de vírgenes entre gritos de aves y
susurros de anchas hojas!
¡Oh abeja de fulgor, astro del
espíritu caído en mi corazón! ¡El sol es como un
niño parido sobre un escudo!
Sólo hasta sus rodillas sube el agua del
río, vado de ancha dulzura entre orillas de juncos.
Ante él, los sauces sin temblor, el nopal de las
águilas y la loma color de colmena.
Sol en su rostro de ojos cerrados y en su pecho una fresca
mano de hierbas fragantes.
Huella blandos musgos húmedos, en la otra orilla, y lo
detienen el brusco silencio de los pájaros
y las inmóviles figuras de los ancianos de la
guerra...
-¿A dónde vas, Quetzalcoatl,
con tu alma en brazos dormida,
tu cara de duro tronco
y tu barba de humo y brisa?
¿A dónde vas, Quetzalcoatl,
a dónde vas, ¡oh
Topiltzin!,
—130→
lejos de pluma y canoa,
y de banderas y gritos?
-Por una luz de mazorcas
voy subiendo hacia las cimas.
Con mi carga luminosa
voy hacia los altos silos.
-No pasarás, Quetzalcoatl,
no pasarás, ¡oh Topiltzin!
Tu gente es una congoja
rodeada de cuchillos.
¡Cuántas rodelas de sombra
descienden de las colinas!
¡Qué temblor de mariposas
bajo pesados martillos!
-Tenéis una voz de hondones
y yo escucho el puro silbo.
-Regresa ya, Quetzalcoatl,
abre los ojos y síguenos,
no dejes que la derrota
lleve a cuestas sus caminos,
ni que la sangre se ponga
harapos de cobardía
y, arrodillada en el polvo,
llore como una mendiga.
—131→
-Zopilotes de la historia,
abuelos de negro frío,
no caeré en vuestros pozos
de osamentas amarillas.
-¡Quetzalcoatl, Quetzalcoatl,
la muerte avanza de prisa
como un alud de coyotes
que troncha las verdes milpas!
Funda ya en tus territorios
el reinado de un dios vivo,
cobra ya sangre con hondas
y da al sol nuevos latidos.
-No añadiré ni un sollozo
a vuestra guerra florida.
Quetzalcoatl está solo
con el alma de Topiltzin.
-Vuelve para la victoria
de todos y de ti mismo.
Te llaman tus dulces montes,
las hogueras y los ríos,
atabales y canciones,
madres de senos henchidos
y unos futuros rumores
de cereal esparcido.
-Ya he comenzado el retorno
—132→
a mis más altos orígenes:
del fuego subiré al orto
de mi estrella renacida,
y en el umbral de las sombras
seré el signo del espíritu.
-No pasarás, Quetzalcoatl,
no pasarás, ¡oh Topiltzin!
Con muros de tibias, soles,
aves, serpientes y tigres,
serás encerrado dios
en los altares sombríos,
y de tu figura de hombre
que reluce como espiga
quedará sólo el temblor
de un enano de ceniza.
-El viento de mis visiones
las laderas ilumina:
ya soy de mi corazón
la gigantesca sonrisa...
Erguido de rumor y transparente espuma,
Quetzalcoatl asciende como un río invisible-
raudo torso que gira en los brazos del aire,
trémula claridad que se fugó del cauce
que aprisionaba el vértigo de su sueño
tendido:
larga espalda de espejos bajo soles y cielos.
—133→
Detrás de su sonrisa Quetzalcoatl ya sube,
atravesado de aves, coronado de lampos,
con túnica de sol y pectoral de niebla;
y arcos iris hollando con sandalias de arcilla,
se demora a escuchar los lejanos flautines
de las tibias lloviznas...
Hacia abajo se alargan hilos y trenzas de agua,
se despeñan corolas y oscuras cornamentas,
huyen bosques de abetos y gestos de basalto,
bestias de ojos brillantes y pelambres hirsutas...
¡En las cumbres redobla una marcha de aludes,
la nieve epitalámica de un absoluto invierno!
Quetzalcoatl avanza, atlante de su mito,
más ligero a medida que va ganando altura
para su alma dormida, que ya sueña en voz alta,
murmurando las sílabas de inminentes prodigios.
Y él, absorto, se inclina como un gran viento azul
con un ave mojada...
-¡Oh los recuerdos
talan mi añosa soledad
con sus hachas de musgo!
¡Nidos de eternidad!
Me bordan todo el cuerpo
las agujas del frío,
—134→
pero en mis ojos guardo
las cunas del estío.
Materna vigilancia
en casa de glaciar,
y en capullo de hielo,
crisálide solar.
Cuando duela en mis senos
la leche cenital,
se abrirán a mis pies
ojos de manantial.
¡Oh anémona del cielo,
Estrella del amor,
negación de tiniebla
en rocas de dolor!
Ajeno a su sonrisa que vuela hacia las cumbres,
Topiltzin se detiene, como si bruscamente
su cuerpo se sintiera huérfano de distancia
y su espíritu hollara milagro y meteoro...
Y en una luz de ciervos y espadas de blancura
dulcemente preludian los músicos del sol.
¡Oh, no escucha! Ni el salto en el oído
atónito
ni el puro borbotón que sube las canciones
del sueño de la tierra al temblor de los labios.
Los sones ya no acuden -¡pastores de la
música!-
—135→
a tenderse en la choza de su hondo corazón
abierto a las estrellas.
Belleza de la fuerza convertida en espíritu,
¡oh sensibles peñascos del asombro del ser-
duros hombros de fuente que sostienen la música
del múltiple esplendor de las transmutaciones,
oh agua que pasa y pesa en fuga de existencia
cruzada por los puentes a donde todo acude!
¡Vientos de luz sangrante y de constelación,
portentos de rumor en las altas nostalgias:
pájaros que dibujan su grito en el espacio!
¡Oh mujer de semilla con rebozo de lluvia,
tierra que ya sonríes al estío que avanza
con sus cetros de abejas!
-El ocaso en mis flancos
afila sus cuchillos...
Cantan las aguas altas.
La llanura, dormida,
tiene lleno el regazo
de garzas mortecinas.
Quetzalcoatl ya baja
de la nieve al gemido.
-Isla en el cielo, nace
la boca de Topiltzin...
—[136]→
—137→
El árbol de piedra
—[138]→
—139→
-Viejo soy y lleno de zozobra, Nanotzin. En el espejo me he
mirado. Aquí, en el lugar que llaman Junto al Árbol, me he
mirado a través de mis lágrimas...
Abandoné mi ciudad, quemé todas mis casas,
enterré oro, arrojé al río piedras
preciosas, escondí en lugares secretos obras de belleza, como un
arco iris volaron hacia las costas del mar mis prodigiosas aves, y
comencé mi camino en cerrazón de alma, como ciego tameme de
mí mismo, abrumado por el peso de la última luna de mi
tristeza.
Me he mirado en el espejo, Nanotzin, y he visto mi barba como
una gran araña gris: viejo soy, un harapo de congoja. Cada piedra
del camino ha sido un azar para mis vacilantes piernas y mi cuerpo se ha
engurruñido de miedo. Ante la aurora me he sentido como un simio
cano sostenido por muletas de viento; y llegamos aquí, donde el
espejo y mi rostro se habían citado, aquí, no un lugar de
descanso sino de piedras amontonadas, donde por primera vez me he
asomado
—140→
a mi vejez, Nanotzin, frente al árbol... Y yo,
Quetzalcoatl, desde ahora comedor de ceniza y sonaja de sollozos, frente al
árbol vivo de brisa y sonoro de aves, he visto mi rostro...
Sí, he visto el espanto y la senectud en mi rostro,
Nanotzin. Y he gemido. He visto la devastación de mi cabeza en la
piedra bruñida. Y he gritado. Los pájaros callaron en el
árbol, asustados por mi voz. Ninguno huyó: callaron nada
más. Pero no había silencio. Y yo lloraba. Se oía,
lejos, el graznido de un cuervo: un ronco y continuo voznar... Y a poco
tomé de nuevo el espejo para mirar mi boca. Sólo la boca,
Nanotzin, porque los ojos no hubiera podido... Solamente la boca, digo,
mientras el cuervo seguía graznando y el sol se alzaba sobre la
cumbre de la loma... Y la vi, abierta diríase por dos garfios
invisibles, lastimosa, como para que le acercaran el trapo del
vómito: un negro agujero hecho en un costal de huesos y silencio, mi
boca antaño fuente de la palabra, mi boca que volvió a gritar
cuando los pájaros, todos a la vez, reanudaron su gorjeo en el
árbol...
Y caí sobre las piedras,
herido por la pajarera algarabía...
De bruces quedé allí, sobre las piedras, callado
ya, tapándome con las manos los oídos, en vano, porque
seguía oyendo sus trinos, y deseando morir allí mismo, sobre las
piedras...
Pero no había aún ninguna raíz en
mí para la más profunda noche.
—141→
Mi corazón no accedía, Nanotzin, y
morir es entrar después de haber asentido en el umbral.
Y estaba allí, Nanotzin, temblando, recién
nacido a mi vejez, acezante, yo, Quetzalcoatl, uno y tres al mismo tiempo:
árbol, dolor y piedra, tendido cara al cielo y ya ladeada la
cabeza, contemplando en mi alma lo que mis ojos verían en seguida y
hacia donde lanzaría lo que mi mano aferraba: el gran árbol
rojo.
Volaron mirada y piedra,
el arrobo y la ira, Nanotzin, alcanzando al
unísono el árbol luminoso: la piedra hundida en el centro del
tronco y la mirada ascendiendo por el espeso ramaje hasta la cima, de donde
bruscamente los pájaros surgieron como una erupción
multicolor.
Y ante el árbol de luz sigo. Ha callado el cuervo y
tiembla el cielo. ¡Ay tronco de la remembranza y ramas de la vida la
luz viene de abajo, luz de la tierra hecha savia que asciende hasta el
diálogo de las hojas! ¡Oh rumorosa luz interior del tronco de
corteza y cicatriz...!, con la piedra, ¿la ves, Nanotzin?..., con la
redonda piedra negra: ojo brutal y tranquilo sin ser y sin tiempo, la fija y
dura conciencia inmutablemente abierta entre el pánico de la mudanza
y la eternidad de los retornos.
Y he aquí, Nanotzin, que yo, hombre acabado,
Quetzalcoatl en el lugar llamado Junto al Árbol, aún espero,
farfullando palabras
—142→
indigentes, yo que era la palabra que
daba testimonio como el ave solitaria confirma en el mar la tierra, la palabra
que convertía en puro lo oculto y hacía habitable el
espíritu.
Sí, aún espero aquí con otra piedra en la
mano, frente al árbol de luz que me requiere, yo, hombre acostado en
su fin y, por la espera, erguido y desnudo en el comienzo de una nueva
duración, sólo con la piedra, la semilla y el recuerdo...
Con la piedra
que lanzo ahora cerrando los ojos y vuela dentro
de mi alma a través de una claridad de relámpago detenido
hacia el árbol enraizado en el sueño
y choca como un sollozo contra el tronco.
Suéltame las manos, Nanotzin, no preguntes ahora.
Espera... La luz herida duele, adentro... Me duele la luz. ¡Oh,
escucha! ¿No oyes? Ya canta el manadero de imágenes... No
temas; no caeré, criatura... Un viento de oro mece las ramas y me
acaricia el rostro, el tronco oscila al ritmo de mi cuerpo... No
caeré aún... Nanotzin, el árbol de belleza es
también árbol de dolor, en el que no anida ninguna ave de
tiniebla...
Ahora una rama cimera se extiende como un brazo, y
diríase que termina en una mano engarfiada en torno a un fruto que
brilla como un pequeño sol de piedra. Mira, la rama se levanta como
mi brazo y me lanza el fruto-sol contra la frente, y
—143→
yo a mi vez
lanzo una piedra, y otra, y otra... Me tambaleo, Nanotzin, pero no me
caeré mientras en el montón queden piedras, que vuelan como
pájaros y se hunden como armas...
Ya no duele la luz, y cada piedra que se hinca en el
árbol resuena en mi espíritu con un sonido diferente, ecos de
otros ecos que son imágenes, bandadas de recuerdos que se posan en
la colina de mi corazón: mi vida, Nanotzin, mi pasado, mi escudo de
sol y el espejo humeante del tentador; mis horas, mis días y mis
años, el rostro del fuego y el del agua lustral, el nacimiento de la
Estrella en mi boca profética... Y evoco hombres que bajaban de las
nieves y olían a madera, y otros que subían de los litorales con
panes de sal envueltos en anchas hojas; y todos se tendían sobre las
altas hierbas a esperar el rumor de mis pasos, el milagro de mi presencia y
la quietud de mi sombra... Y mujeres hubo, Nanotzin, antes y después
de ti; pero con ninguna de ellas compartí yacija ni di las siete vueltas
nupciales en torno a una hoguera... Sólo tú... Con voz de
río llegué hasta tu cuerpo de canoa nueva, tu cabellera de
sauce y tu sonrisa de hoja lloviznada...
Y ahora todo es ido, ¡oh alma asediada de hielos! Todo
se fue... ¿Qué queda, corazón, sino volver sobre las
propias huellas, entre imagen y bandada, eco y colina, racimo y
aguijón? ¿Para qué las preguntas cuando toda respuesta
señala hacia la comarca del girasol negro y de las sombras
embijadas
y ha zumbado la última piedra?
—144→
Quieto ha quedado el árbol, Nanotzin, y quieto estoy
yo. ¡Tengo frío! Viejo soy y lleno de palabras acurrucadas. El
viento se ha dejado caer sobre el árbol y duerme entre ramas de
piedra. ¡Cómo pesa el viento dormido! ¡Cómo pesa
el silencio del mundo en los brazos de mi alma! Mis rodillas se doblan, el
árbol oscila de un lado a otro, dulcemente, acunando al viento, como
yo acuno mi silencio... Yo, Quetzalcoatl en cuclillas sobre el polvo, llorando
muertas estrellas, la cabeza entre las rodillas, mientras el árbol
empieza a desmoronarse piedra tras piedra, estrecho con fuerza mi silencio,
niño de roca en mis brazos de musgo, hijo de mi noche que cae sobre
la tierra, y oigo el hondo golpe, Nanotzin, el eco remoto que torna de mi
bosque profundo, el sollozo de los cielos en el cuervo que vozna, y vozna, y
vozna...
-No.
—145→
El éxodo
—[146]→
—147→
Y empezaron las lunas
de la caña quebrada y los nómadas humos...
—[148]→
—149→
La fogata y la estrella
—[150]→
—151→
Dejando atrás el rostro teñido de la guerra,
buscaron la piedad en brazos de las sendas.
Sombra de zopilote sobre niños dormidos
fue la espalda del éxodo.
Huéspedes taciturnos de combatidos aires,
sin limosna de cielo ni ayuda de horizonte,
ahogaban sus rumores en el cubil del llanto
y en hoyos de sollozos.
Ley de noches aciagas y de esparcidas ascuas:
la muerte entre nopales y el parto entre magueyes.
Junto a secas cisternas sus ojos descifraban
estelares espermas...
Ovillados de miedo y blancos de rocío,
dormían esperanza a dolor abrazada,
y entraban en sus sueños unas bruscas auroras
de banderas hambrientas.
—152→
Resignados a lluvias y a bulto de nostalgia,
accediendo a distancias y a hirientes intemperies,
marchaban semejantes a un azaroso viento
de harapos de crepúsculo.
Raudas melancolías de pájaros azules
acechaban las tuzas de enterrados recuerdos,
y las nieblas de angustia sonaban caracolas
de retumbos solares.
Eran ojo y trofeo las más sangrantes llagas.
Tocadas por la Estrella, cantaban cicatrices.
Ser vencido era grande: duración de semilla,
nuevo escudo y ofrenda.
Marchaban en la pura tensión de lo lejano.
Sabían, en su espíritu, que no hay paz sin
raíces,
y oscuros en su fuerza y libertad vivían
solamente de imágenes.
Y tras ellos andaban, ¡oh fauna de sigilo!,
sus nahuales...
Y oíanse, como ratas corriendo
sobre espesa hojarasca, los rumores antiguos-
la boca de las crónicas...
(Los Murmullos:
... y aconteció que la tierra mostró su
grandioso cuerpo: un
—153→
monstruo que, completamente tachonado de
ojos y agujeros, iba y venía por los katunes de las aguas, hasta que
fue hendida por los grandes poderes silenciosos de los cielos... Y sus
cabellos se trocaron en hierbas, árboles y flores, su piel
convirtiose en vastas praderas fragantes y sus ojos en cuevas, pozos y
fuentes... Y ahora es la sombría diosa que a veces, desde las
cerradas tinieblas, pide palpitantes corazones de hombres...
... nada existía: sólo reinaban la inmovilidad,
el silencio. sin labios, la noche interminable... No existía un solo
hombre, un solo animal, ave, pez, coyote, madera, piedra, astro, flor, humo,
semilla... Sólo existía el cielo, sólo respiraba el
firmamento; nada había sido juntado, todo era invisible, todo estaba
inmóvil en lo alto...
... pero había símbolos envueltos en largas
plumas verdes, nombres pintados que significaban Serpientes Emplumadas... Y
así es el cielo, así son también los
espíritus que moran en el cielo; tales son, cuéntase, los
nombres de los dioses omnipotentes. Y entonces en la cerrazón del
mundo fue sembrada la palabra...
... en piedras y en maderos quedaste pintado allá en
Tula, donde nosotros hemos ido a clamar...)
Iban
de las cuevas sombrías a las barcas
doradas,
de la solar mazorca a las flores salinas,
—154→
del andrajo cantante al callado desnudo
y del hombre al hermano.
¡Oh secretos asaltos de la vida a la muerte:
lentitud de filón y de alto ventisquero,
profundas cetrerías y errantes ciudadelas
de transparente patria!
Huérfanos de ventana, hijos de la ceniza,
con sus manos buscaban la holgada vestidura
donde la paz bordaba torres de cereales
y venados de nieve.
Atrás, atrás, dejaban ceños de
cordillera,
los rayos que dormían a los pies de las
águilas,
la boca de alarido que violaba en la virgen
resplandor de panales.
Descendían de inviernos de acurrucados hielos
llevando en brazos aves de colores volcánicos-
¡oh linfa de los cielos, derramada dulzura
de los sueños mas altos!
Cambiaban las estrellas en los países llanos
donde dormían ríos y túnicas
agrarias.
Paz bajo las sandalias. Troncos de sombra nueva
en torno a los vivaques.
—155→
Salvado de la historia como brotan los árboles,
su tiempo maduraba cual fruto de Tonatiuh.
Su soledad alzábase como una clara choza
en la mano del día.
Quetzalcoatl, más alto entre las humaredas,
escuchaba el rumor de sus postrimerías.
Xelhua era acción y senda...
(Los Murmullos:
... y entonces, repito, vino la Palabra... Los
Espíritus del Cielo, los tres gigantes, los maestros del
Relámpago, se reunieron para fundar el alba, el nacimiento de la
vida... ¡Tierra!, dijeron, y ésta fue: salieron del agua las
cordilleras, los grandes montes, las maternales montañas...
... y fue en el terrible sol en que la pareja se
refugió en el interior de un corpulento tronco, y, una vez tapados
los agujeros, la voz del dios llegó de más allá de las
quietas aguas: «Sólo comerás una mazorca de
maíz, y una también tu mujer...». Y cerca de ellos se
desplomó el cielo...
... y caminaban, casi ausentes de sí mismos, por el
cuarto sendero de las estrellas augurales... Y envuelta en cobija de
tinieblas dormía la tierra: no había sol, no había noche,
no había luna... Y se despertaron al sentir en sus flancos los
fríos caracoles estelares, y al mismo tiempo despertó la
tierra y peinó los cabellos de sus aguas, y los infinitos escalones
—156→
de su tiempo se derrumbaron en su amanecer y para ellos se
enrojeció el primer árbol...
... las montañas se abren: yo lloro; donde se alzan
arenas corrosivas, yo estoy desolado... )
En su anhelo instauraban, en su amor conocían.
En árida angostura o en país de anchas
hojas,
sentían su pasado como una muerta nube
en los hombros del viento.
Como el pájaro ciego entre el astro y la tierra
agota con el trino el arco de su vuelo,
así el dolor del éxodo alargaba su cifra
de dulcísima flecha.
Presentíanse ya sílabas de cenote.
La distancia era umbral. Los ancianos sabían-
cuando el destino cede, el ojo se habitúa
y el corazón asiente.
Con inmóviles manos vertía el horizonte
sus medidas de gracia. ¡Primer sol en la Piedra
que horadaron las lágrimas! ¡Con el trueno
rodaba
un clamor de progenies!
Bajaban de los astros los nuevos vientos cósmicos
para anudar dos torsos en el tiempo profundo.
—157→
Con el fundador beso, en los labios nacía
la aurora de los nombres...
(Los Murmullos:
... y cuando, tras agonía y sudor, la gran Roca fue por
fin hendida, su indomable espíritu murmuró: Yaxionlacalpa...
Y su palabra de misterio era como rumor de mar y de hojas rodando entre los
temblorosos senos del alba...
... Otah-ho flota inmensamente en el cielo..., Heronix es el
nombre del espíritu que va delante, y Opilla se llama el gigante que
salió por la grieta roja de la Roca junto con su cielo y sus aves de
luz...
... callad, yo soy la voz más bella y la que cuenta la
historia más hermosa... Callad, gigantes, piedras, hormigas,
estrellas, soles y lunas, porque hablo de Ixquic, la doncella del sur y del
árbol de misterio que la llamaba desde dentro de sí misma
cuando, por la noche, el aroma de las flores subía con la lenta
niebla y la luz de las estrellas descendía... Y también la
llamaba al alba, cuando ella se bañaba en el lugar de las canoas de su
padre el jefe de hombres... Sí, hablo de Ixquic para poder acostarme
y dormir en los oídos de los que sonríen en silencio y me
conocen y reciben como la única que cuenta siempre lo mismo de manera
diferente, no como vosotras, ¡oh voces de todas partes y de
ningún lugar!, vosotras, siempre con vuestros espíritus y
pahuas de cuatro colores y batallas feroces y calendarios
—158→
de
generaciones y calaveras que ruedan como calabazas de piedra de los
ensangrentados altares... Hablo de Ixquic, la doncella germinal, y he
aquí que en mi voz ella se levanta del agua, como aquella
mañana en que finalmente oyó la llamada... Porque yo soy su
conjuro y soy ella misma para siempre; soy el agua que se quedaba dormida
sobre su vientre auroral, soy el collar de peces que rodeaba su cuello y
soy también la transparente túnica que cayó sobre su
cuerpo como un gran beso tibio cuando salió del río y, descalza,
echó a andar por la fría hierba...
... atravesado por una enorme espina, el negro dios del viento
llegó a la casa del sol para llevarse a la tierra al músico
que le respondiese...
... Ixquic, Ixquic, Ixquic huella la hierba, corre hacia las
ramas, los brazos, la cabeza de follaje, el brillante torso de carne
forestal, y con los ojos cerrados, jadeando, se detiene a poco dentro de la
trémula sombra de él, que se inclina y sacude su verde
testa para que vuelen todos sus pájaros...
«¡Ven!», dice la doncella tendiéndose sobre la
tierra, donde espera la pacificación del caos que brilla en su
sonrisa... «Ixquic, ¿quién eres?». Los
pájaros siembran de trinos su esparcida cabellera. «¡Ven!
Desata el nudo de greda y de musgo de mi cuerpo. Soy la llama que quiere
ser llovida... ¡Ven! Sé huésped de peso y de rumor en
mis venas... ¡Oh, ven! Amarra a tu tronco la balanceante canoa de mis
caderas... La primavera eligió mis dos pechos y el estío
morará en mi vientre... ¡Ven! Hueles a posteridad,
—159→
a sol y a lluvia. Tu temblor ya me abraza como se cierra un asedio...
Ven, cae, ven, estoy abierta... Se Ixquic, Ixquic, Ix...».
... la música se despeña, el canto desciende al
mundo con el viento sangrante...
... en piedras y en maderos quedaste pintado...)
Sordo al clamor del mar, ya ciego de su fuego,
Quetzalcoatl volvió el rostro hacia la tierra-
con el viento colgado de su cuello,
la tarde se extendía sobre azules montañas,
y, como hondo redoble de un gran tambor de lodo,
sonaba en la distancia el llanto de Nanotzin...
De hinojos en la arena, Quetzalcoatl ardía
en las primeras llamas de su último poniente,
tan presa de la brisa que en martirio lo alzaba
como caído en luz que en raíces se
hundía.
De las cumbres del cielo, en fulgurante círculo,
bajaban las gaviotas.
El mar era un unánime coro de olas y espumas:
oscilando, cantaba el asombro del cielo
que lentamente echaba sobre sus blancos hombros
el sudario de hormigas sangrientas del crepúsculo.
Como árbol incendiado, Quetzalcoatl vagaba
por las sombrías dunas de su agónica noche.
—160→
Coronada la frente de gaviotas y estrellas
y hollando ya su propia ceniza aborrascada,
quedamente mecía en su corazón de ascua
recuerdos de altas nieves y alondras de su infancia,
y ofrecía, en volandas, el nido de su cuerpo
al pájaro del viento.
Natal y abiertamente lo recibía el cielo...
Hálito de Tonatiuh, batiendo alas de hoguera,
ingrávido escalaba el anhelo de su órbita:
subía hacia la flor que negaba a la muerte
en las vastas laderas de los montes de sombra.
La verdad de la tierra se asía a sus cabellos.
Levantando su testa de rojo torbellino
dejaba que los astros prendiesen en su frente
las rodantes marañas de sus mitologías,
mientras a sus oídos llegaban los chillidos,
cada vez más lejanos, de la última bandada
que al tiempo regresaba...
¡En destrucción gozosa su eternidad
ardía,
vertiginosa espiga curvada de retornos!
¡Oh libertad hilada, oh roja lanzadera
en el telar inmóvil de las metamorfosis!
Las canciones del mundo se juntaban en lágrimas
que a sus pies relucían como chortal dormido.
¡Ya sólo su nostalgia no accedía al
espacio!
—161→
De orígenes a sueño, ¡conflagración
de imagen
y sangre que caía en álabe infinito!
Amante de centella y turbión de sus ecos,
el viento se abrazaba a formas que fingían
bodas de árbol y aurora.
Su vuelo era talud de apagada caída,
flotaba en el silencio de la nada sin rostro...
¡Oh isla de su frío, corazón que
cerrábase
en la pura dureza de su perfecto símbolo
de llegada y adiós donde, en luz renacida,
cesaba la discordia entre el alma y la tierra!
En sí mismo internado y a la vez esparcido,
era del doble Reino aguijón destellante,
¡oh saeta nupcial de temblor infinito,
Estrella que los hijos de la luz y la sombra
en su pecho hundirían para que el mundo abriese
origen, boca, fuente...!
noviembre 1957-febrero 1959
—[162]→
—163→
Notas
—[164]→
—165→
La figura de Quetzalcoatl, el gran rey y sacerdote tolteca,
indudablemente histórica, se entrelaza y funde míticamente con el
Quetzalcoatl primordial, dios de la vida cuya imagen era la serpiente
emplumada, cifra de una constelación religiosa y cultural que se
expandió por toda Mesoamérica durante muchos siglos. Creo que ha
de resultar útil, tanto para una mayor comprensión del personaje
como de mi interpretación en el poema, la transcripción de
algunos fragmentos capitales del relato sobre Quetzalcoatl, procedentes de
códices prehispánicos. La versión es de Ángel
María Garibay K., a cuya sabiduría y amor tanto debe el mundo
náhuatl. Cito:
«Ya va en seguida Mixcoatl a conquistar a Huiznahuac y en su
camino encontró a una mujer de nombre Chimalman. Al momento pone en
tierra su escudo y apresta sus flechas y su lanzadardos. Ella se yergue ante
él enteramente desnuda: sin faldellín, sin camisa. No bien la
miró Mixcoatl, se puso a lanzarle dardos. El primer dardo que le asesta,
sólo por sobre ella pasa: ella no hace más que encogerse,
inclinando la cabeza. El segundo que le asesta, fue a dar al costado de ella y
allí quedó doblado. El tercer dardo que le asesta ella lo toma
con la mano. El cuarto dardo que le asesta pasa saltando y va a caer entre los
agaves. Cuatro dardos lanzó Mixcoatl y se
—166→
alejó en
su camino. También la mujer huye y a un lugar va a esconderse que se
llama las Cuevas Rojas.
»Regresa otra vez Mixcoatl, se aderezó y vino a lanzar
dardos. Vino de nuevo a buscarla, y la busca y no la ve. Entonces comienza a
maltratar a las mujeres de Huiznahuac. Ellas entonces dijeron: "Vayamos en
busca de aquella a quien él ha venido a aprehender". Fueron y cuando la
hallaron, le dijeron: "Te anda buscando Mixcoatl, por tu causa a tus hermanas
maltrata". Y la toman y la obligan y viene a Huiznahuac. Y otra vez la ve
Mixcoatl y otra vez se enfrenta a ella. Ella es, es la misma, ahí
está en pie, desnuda, pero ahora tiene el cuerpo pintado de rojo y
amarillo; allí se yergue delante. Otra vez él pone el escudo en
tierra, apresta sus dardos y de nuevo lanza sus tiros contra ella. Una flecha
pasa arriba, otra se clava en su costado, otra su mano la coge y otra salta a
caer en medio de los agaves. Hecho esto, ya vencida, yace al fin con ella. De
lo cual queda encinta. Cuando iba a nacer el niño por cuatro días
se revolvió en el seno de su madre, con fuerza impetuosa y, al fin, vino
a nacer. Y al nacer él, la madre murió. Éste es el mismo
que se llama Ce Acatl (Uno Caña)...
»Luego ya va Quetzalcoatl (Uno Caña) a la
mansión de los muertos. Así que hubo llegado a donde están
el Rey y la Reina de los Muertos, al momento les dice: "La razón de
haber yo venido es para tomar huesos preciosos que tú tienes en
reserva". Responde el Rey de los Muertos: "¿Qué vas a hacer con
ellos, oh, Quetzalcoatl?". Y éste a su vez replica: "Los dioses
están tristes, pues se dicen: ¿Quién ha de poblar la
tierra?". El Rey de los Muertos dice: "Bien está, es necesario que ahora
tañas mi caracol y des cuatro vueltas en torno a mi disco de piedra
preciosa verde". Pero el caracol no tenía agujero de donde pudiera
asirse. Llama Quetzalcoatl a los gusanos y vienen y lo perforan: entran en el
caracol la abeja nocturna y el abejón y se ponen a tañerlo.
Entonces pudo oírlo el Rey de los Muertos. Habla entonces el Rey de los
Muertos y dice: "Bien está, toma los huesos". Pero en seguida dice a sus
servidores: "¡Oh, id y anunciad a los moradores
—167→
del reino
de la muerte que ha venido éste a tomar los huesos!". A lo cual
Quetzalcoatl dice: "Ten por seguro que tengo que llevármelos en todo
caso". Y a su acompañante le dice: "Anda y diles que los tengo que
tomar". Y va al momento y grita pregonando: "Me los tengo que tomar". Entonces
llega y toma los huesos preciosos: parte toma de varón, parte toma de
mujer y de ellos se llena el fardo. Los tomó, hizo un fardo y
comenzó a llevarlo a cuestas...
»Una vez más dijo el Rey de los Muertos a sus
servidores: "¡Oh dioses, verdad es! ¡Quetzalcoatl se lleva los
huesos preciosos! ¡Oh dioses, aprestaos a poner ante él un foso!".
Al momento lo dispusieron, y Quetzalcoatl cayó en el foso, cayó
tropezando al pasar, las Codornices le asustaron con su repentino vuelo,
quedó como muerto caído, y rodaron por el suelo los huesos
preciosos, caídos quedaron allí largo a largo. Las Codornices
entonces comenzaron a morderlos, los roen, los aferran con sus dientes. Pero
recobró el sentido Quetzalcoatl y se puso a llorar y decía a su
acompañante: "¡Oh, amigo mío! ¿Cómo
será esto?". El otro le respondió: "¡Cómo ha de ser!
Pues se arruinó el asunto, sea lo que haya de ser". Entonces
Quetzalcoatl se puso a juntar los huesos, los recogió parte por parte,
hizo con ellos un fardo y los llevó a Tamoanchan.
»Cuando llegó a Tamoanchan luego entre piedras moliolos
la que se llama Quilaztli Cihuacoatl (Mujer Serpiente), después los
lavó en un precioso lebrillo y sobre ellos Quetzalcoatl sangró su
miembro viril. Todos los dioses en seguida vinieron a sangrarse también:
el Ribereño, el Agitador de la Azada, el Portabandera, el Allanador de
la Tierra, el que Baja de Cabeza, y en el último lugar, que es el sexto,
el mismo Quetzalcoatl. Por esta razón fue dicho: "¡De los dioses
los hombres nacieron!". Como que por nosotros los dioses derramaron su
sangre.
»Una vez más los dioses dicen: "¡Oh dioses!
¿Qué comerán los hombres?". Y ya por todas partes van en
busca del maíz. Fue entonces cuando la Hormiga fue a tomar maíz
desgranado en el Monte de Nuestro Sustento, y al encontrar a la Hormiga,
Quetzalcoatl le dijo: "¿En
—168→
dónde fuiste a tomarlo?
Dime". Pero ella no quiso decirle dónde. Por mucho que él rogaba,
no quería. Hasta que al fin, por tantos ruegos movida, le fue a mostrar
por dónde. Oída la razón, Quetzalcoatl se mudó en
hormiga negra, y ya va a traer el maíz, entra en unión de la otra
Hormiga negra y prenden ambos a la Hormiga roja, que lleva a Quetzalcoatl hasta
el lindero para disponer del grano. Luego que ha encontrado el grano,
Quetzalcoatl lo lleva a Tamoanchan, luego los dioses lo comen y se pone esta
palabra en nuestros labios: "¡Con él nos hicimos fuertes!"...
»Quetzalcoatl reinaba en Tula... Todo era abundancia y dicha,
no se vendían por precio los víveres, todo cuanto es nuestro
sustento. Es fama que eran tan grandes y gruesas las calabazas y tenían
tan ancho su contorno que apenas podían ceñirlo los brazos de un
hombre abiertos... También se producía el algodón de mil
colores teñido: rojo, amarillo, rosado, morado, verde, verdeazulado,
azul marino, verde claro, amarillo rojizo, moreno y matizado de diferentes
colores y de color de león. Todos estos colores los tenía por su
naturaleza, así nacían de la tierra, nadie tenía que
pintarlos. También se criaban allí aves de rico plumaje: color de
turquesa, de verde reluciente, de amarillo, de pecho color de llama... Todos
los moradores de Tula eran ricos y felices, nunca sentían pobreza o
pena, nada en sus casas faltaba, nunca había hambre entre ellos, y las
mazorcas mal dadas sólo servían para calentar el baño.
»Pero fueron negligentes Quetzalcoatl y sus vasallos. Y fue
entonces cuando vinieron tres magos con sus prestigios... Un día vino a
él el mago Tezcatlipoca y envuelto en telas traía un espejo de
doble faz... Llegó el mago a su presencia y después de saludarlo
diciendo: "Señor, rey y sacerdote, vengo a mostrarte a Quetzalcoatl Uno
Caña: tu cuerpo, tu propia carne", respondió el rey: "¿De
dónde vienes? Cansado estás y rendido. ¿Cuál es mi
imagen? Muéstrala, déjame que yo la vea". Dijo el mago: "Vengo de
la montaña de los extranjeros, soy yo tu siervo y esclavo. Ésta
que ves es tu imagen... Mira bien tu imagen: cual ella del espejo sale,
así has de salir tú en tu
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propia figura corporal".
Vio Quetzalcoatl el conejo que en el espejo estaba y lleno de ira arrojó
de sí el espejo. Dio gritos lleno de enojo: "¿Es posible que me
vean, que me miren mis vasallos, que me vean sin alterarse, sin que se alejen
de mí? Feo es mi cuerpo: ya estoy viejo, ya tengo de arrugas surcado el
rostro, todo el cuerpo acancerado y mi figura espantosa. Aquí me
quedaré oculto para siempre, no volveré a salir, para que no me
vean mis vasallos. Aquí viviré para siempre".
»Una vez más llegan los magos. Llegan al palacio real,
piden ser introducidos. Y por una y por dos veces, hasta por tres son
rechazados. Al fin los pajes indagan de qué región vienen.
Responden que del Monte de los Sacerdotes y del Monte de los Artífices.
Cuando Quetzalcoatl lo sabe, deja que lleguen a él. Entraron, le
saludaron, le ofrecieron la comida que llevaban preparada. Cuando el rey hubo
comido, le rogaban que bebiera. No quería beber el rey. "Estoy enfermo
-les decía-. Esa bebida que traéis me hará acaso perder el
juicio, me hará acaso morir". Ellos insistían en que al menos con
el dedo la probara. Probó Quetzalcoatl con el dedo y quedó
incitado a beber. Bebió él y mandó a sus guardias que
también con él bebieran. Cuatro veces le dio el mago y le rogaba
la quinta. Se le sirvió la quinta en honor de su grandeza, y cuando la
hubo gustado, bebió en mayor cantidad. Entonces se desvanece y se pone
como muerto; se ensimisma y siente en su alma los más sabrosos deleites.
Lleno de gozo bebía y quería que todos bebieran. Así que
todos están ebrios, le dijeron: "Quetzalcoatl, canta. Oigamos
cuál es tu canto: alza el canto, Quetzalcoatl". Quetzalcoatl entonces
canta: "Mis casas de ricas plumas, mis casas de caracoles, dicen que yo he de
dejar". Lleno entonces de alegría, manda traer a la reina, a la Estera
Preciosa: "Id y traed con vosotros a la reina Quetzalpetalt, la que es deleite
en mi vida, para que juntos bebamos, bebamos hasta embriagarnos". Fueron
entonces los pajes hasta el palacio de Tlamachhuayan y de allí a la
reina trajeron. "Señora reina, hija mía, nos manda el rey
Quetzalcoatl que te llevemos a él, quiere que con él te goces". Y
ella les responde: "Iré".
—170→
Cuando Quetzalpetalt llega, va a
sentarse junto al rey y le dieron de beber cuatro veces, y la quinta en honor
de su grandeza. Y cuando estuvo embriagada, comenzaron a cantar los magos y se
levantó titubeante el mismo rey Quetzalcoatl y le dijo a la princesa en
medio de cantos: "Esposa, gocemos bebiendo de este licor". Como estaban
embriagados, nada hablaban ya en razón. Ya no hizo el rey penitencia, ya
no fue al baño ritual, tampoco fue a orar al templo. Al fin el
sueño les rinde. Y al despertar otro día, los dos se pusieron
tristes, se les oprimió el corazón. Dijo entonces Quetzalcoatl:
"Me he embriagado; he delinquido; nada podrá quitar la mancha que he
echado en mí...".
»Y así Huémac Quetzalcoatl estaba lleno de
zozobra y se sentía apesadumbrado, y luego pensó en irse, en
dejar la ciudad abandonada, su ciudad de Tula. Y así se dispuso a
hacerlo. Dicen que entonces quemó todos sus casas de oro y plata y
conchas rojas y todos los primores del arte tolteca. Obras de arte
maravillosas, obras de arte preciosas y bellas, todo lo enterró, todo lo
dejó escondido allá en lugares secretos, o dentro de las
montañas, o dentro de los barrancos. De igual manera los árboles
que producían el cacao, los mudó en acacias espinosas, y todas
las aves de ricas plumas, las de pecho de color de llama, todas las que consigo
había traído primero, delante de él se encaminaron y
tomaron la dirección de las costas del mar. Y hecho esto,
emprendió él su viaje y comenzó su camino. Llegó
luego a otra parte que llaman Junto al Árbol: muy corpulento es el
árbol y también muy alto es. Junto de él se paró y
entonces se vio a sí mismo y se miró en el espejo, y dijo:
"Sí, viejo soy". Desde entonces este sitio se llama Árbol de la
Vejez. Entonces hiere al árbol con piedras, abruma con piedras el
árbol y las piedras con que le apedreara se iban incrustando en
él y a él quedaban adheridas: es el Árbol de la Vejez.
Aún ahora puede verse cómo en él fijas están:
comenzaron desde el pie y suben hasta la copa. Siguió su marcha y en
tanto que él marchaba con las flautas le iban acompañando.
Llegó otra vez a otro sitio y se puso a descansar; se sentó sobre
una piedra y en ella apoyó las manos.
—171→
Se quedó
mirando a Tula y con esto se echó a llorar: lloraba con grandes
sollozos: doble hilo de gotas cual granizo escurrían, por su semblante
ruedan las gotas y con sus lágrimas la roca perforó, las gotas de
su llanto que caían la piedra misma taladraron. Las manos que en la roca
había apoyado, bien impresas quedaron en la roca, cual si la roca fuera
de lodo y en ella imprimiera sus manos. Igualmente sus posaderas: en la piedra
en que estaba sentado, bien marcadas e impresas quedaron. Aún se miran
los huecos de sus manos allí donde se llama Temacpalco.
»Llegó en su huida a un sitio que se llama Puente de
Piedra. Agua hay en ese lugar, agua que se alza brotando, agua que se extiende
y difunde. Él desgajó una roca e hizo un puente y por él
pasó. Reanudó su camino y llegó a un sitio que se llama
Agua de Serpientes. Estando allí, los magos se presentan y quieren que
desande su camino, quieren hacer que vuelva, que regrese. Le dijeron:
"¿A dónde te encaminas? ¿Por qué todo lo dejas
olvidado?". Él responde a los magos: "De ningún modo me es ahora
posible regresar. ¡Debo irme!". "¿Dónde irás,
Quetzalcoatl?". "Voy a la tierra del Color Rojo, voy a adquirir saber". Ellos
le dicen: "Y allí, ¿qué harás?". "Yo voy llamado:
el Sol me llama". Dicen ellos al fin: "Muy bien está: deja entonces toda
la cultura tolteca". (Por esto dejó allí todas las artes:
orfebrería, tallado de piedras, ebanistería, labrado de la
piedra, pintura tanto de muros como de códices, la obra de mosaico de
plumas.) De todo los magos se adueñaron. Y él entonces
allí arrojó al agua sus collares de gemas, que al momento en el
agua se hundieron. De aquel tiempo se llama aquel lugar Agua de Ricos Joyeles.
Avanza un punto más, llega a otro sitio que se llama Lugar en Donde
Duermen. Allí sale a su encuentro el mago y dice: "¿Dónde
vas?". Dijo él: "Voy a la tierra del Color Rojo, voy a adquirir saber".
Dijo el mago: "Muy bien; bebe este vino, yo he venido a traerlo para ti". Dijo
el rey: "No, no puedo, ni siquiera puedo un poco gustar". Pero el mago
respondió: "De fuerza habrás de beber; tampoco yo puedo dejar
pasar, ni permito que siga su camino sin que beba. Yo tengo que hacerlo
—172→
beber y aun embriagarlo. ¡Bebe, pues!". Entonces
Quetzalcoatl con una caña bebió vino. Y una vez que hubo bebido,
cayó rendido del camino, comenzó a roncar en su sueño y su
ronquido se oía resonar lejos. Cuando al fin despertó, miraba a
un lado y a otro, se miraba a sí mismo y se alisaba el cabello. De esta
razón el nombre de aquel sitio: Lugar en Donde Duermen.
»De nuevo emprendió el viaje; llegó a la cima
que está entre el Monte Humeante y la Mujer Blanca, y allí sobre
él y sobre sus acompañantes, que consigo llevaba, sus enanos, sus
bufones, sus tullidos, cayó la nieve y todos congelados se quedaron
allí muertos. Él, lleno de pesadumbre, ya cantaba, ya lloraba:
largamente lloró y de su pecho lanzaba hondos suspiros. Fijó la
vista en la Montaña Matizada y allá se encaminó. Por todas
partes iba haciendo prodigios y dejando señales maravillosas de su
paso.
»Al llegar a la playa hizo una armazón de serpientes y
una vez formada, se sentó sobre ella y se sirvió de ella como de
un barco. Se fue alejando, se deslizó en las aguas y nadie sabe
cómo llegó al lugar del Color Rojo. Cuando llegó a la
orilla del inmenso mar, se vio en las aguas como en un espejo. Su rostro era
hermoso otra vez. Se atavió con los más bellos ropajes y,
habiendo encendido una gran hoguera, en ella se arrojó. Mientras
ardía se alzaban sus cenizas y las aves de ricos plumajes vinieron a ver
cómo ardía: el pechirrojo, el ave color de turquesa, el ave
tornasol, el ave rojo y azul, la de amarillo dorado y muchas aves preciosas
más. Cuando la hoguera cesó de arder, se alzó su
corazón y hasta los cielos llegó. Allí se mudó en
estrella, y esa estrella es el lucero del alba y del crepúsculo. Antes
había bajado al reino de los muertos y, tras siete días de estar
allí, subió mudado en astro».
—173→
COSMOGONÍAS DEL ALBA (Canto I). El pájaro que vuela
por encima del bosque de los tiempos y que, llegado al final de su impulso
ascendente, comienza a caer, mudo y todo peso, puede interpretarse como el
símbolo de la cantante inocencia primordial de la naturaleza.
Propiamente, el pájaro no canta al principio: sólo modula una
misma nota de anhelo y de interrogación, mientras Quetzalcoatl, detenido
en la noche de sí mismo, presiente la revelación del ser...
Ésta surge cuando el pájaro cobra de nuevo impulso tras haberse
posado en el corazón de Quetzalcoatl, en cuyo espíritu, entonces,
las reminiscencias se iluminan, despierta en él la memoria universal sin
la que el yo no puede cobrar vigencia existencial ni erguirse en destino. De
esta manera, el pasado vive en Quetzalcoatl por virtud visionaria; entre los
orígenes y el futuro, su alma se libra de la angustia de la espera, y su
cuerpo, de la misma manera que el pájaro cayó sobre su
corazón, cae sobre la tierra. Su caída no es trágica, sino
de amor: conquista, don y regreso. Regreso, sobre todo -entrada en el eterno
retorno.
EL SEMBRADOR (Canto II). Al salir Quetzalcoatl a la luz de la
conciencia, a morar en su tiempo, se pregunta cuándo su espíritu,
hecho voz, roerá el rostro de piedra de los dioses, es decir,
empezará verdaderamente la afirmación de sí mismo en el
mundo. Su entrada en el agua, desnudo, no es ajena a la idea de un rito de
purificación, y al dejar caer las bayas rojas sobre su imagen reflejada
en la corriente -preanuncio de los soles teogónicos del canto
El sermón del lago- Quetzalcoatl afirma
que para llegar a ser la mies madura de sí mismo el hombre antes debe
haber sabido sembrarse.
Sembradas eran muchas estatuas de los dioses
del México antiguo. Una vez terminada la escultura, se introducía
en un hueco practicado en el pecho de la estatua una jadeíta o cualquier
otra piedra preciosa
(chalchiuhuitl). Por virtud de esta
piedra, la estatua cobraba su verdadera vigencia sagrada, se convertía
en el mismo dios que representaba.
—174→
LAS MANOS QUE CANTAN (Canto III). Si al final del primer canto, las
manos de Quetzalcoatl son como inmensas raíces que pulsan el
cósmico círculo musical de los retornos, aquí sus
luminosas manos humanas fíltranse hasta la hondura de su alma dolorosa y
solitaria, y él gime, y canta, suspendido sobre las aguas. Su ceguera
proviene de su propia visión, que ha hallado las palabras del
espíritu, «la eterna montaña». El final asevera que
sólo allende la realidad que ven los ojos puede el verbo celebrar los
orígenes.
LA RED (Canto IV). Es al lado de la mujer -Nanotzin- donde
Quetzalcoatl cobra definitiva conciencia de su misión trascendental
entre lo profundo y lo alto, entre la eternidad y el real mediodía. El
aparente antagonismo de los requerimientos del alma y del corazón, lo
resuelve Quetzalcoatl por medio del acto simbólico de lanzar la red
-aparejo de las profundidades- hacia arriba, hacia el cielo, para apresar al
sol, que es el Quinto Sol o «edad en que vivimos», la del Sol de
Movimiento
(nahui ollin), el cual, según
refieren los mitos, fue un resultado de la armonía de las fuerzas
cósmicas o de los dioses. Miguel León-Portilla, en su fundamental
Filosofía Náhuatl, dice acerca
del Sol de Movimiento: «Así, no sólo en cada uno de los
años, sino también en todos y cada uno de los días,
existía la influencia y predominio de alguno de los cuatro rumbos del
espacio. En esta forma, el espacio y el tiempo, uniéndose y
compenetrándose, hicieron posible la armonía de los dioses (las
cuatro fuerzas) y con esto, el movimiento del Sol y de la vida. Y como ya se ha
dicho anteriormente, uno mismo es el origen de las palabras nahuas movimiento,
corazón y alma. Lo cual prueba que para los antiguos mexicanos era
inconcebible la vida -simbolizada por el corazón
(y-óllo-tl)- sin lo que es su
explicación: el movimiento:
(y-olli)». A partir de ese
momento, Quetzalcoatl, ya poseedor espiritual del Sol, podrá levantarse
como hombre entre hombres, dirigirse a ellos como hermanos en Tonatiuh y hacer
que cada acto y palabra suya sea el resultado de la profunda concordia entre la
realidad y lo que trasciende al hombre.
—175→
EL SERMÓN DEL LAGO (Canto V). Cada dios es siempre más
grande que su misión, dice un verso de Hölderlin. En otros
términos, ello podría implicar que lo que permanece trasciende la
contingencia de todo acontecer, y en el orden humano significa que ninguna
expresión -acto o palabra- puede alcanzar la totalidad esencial del ser.
Para Quetzalcoatl, los dioses monologan o callan en un ámbito sin tiempo
ni mudanza, pero él sabe, en la inauguración de su palabra, que
la condición humana busca su destino e interroga a los astros en su
corazón. En la tierra sin dioses, pues, sólo el espíritu
será el guía que conducirá a un tiempo nuevo, entre la
nocturna espera y la gran esperanza. Así, Quetzalcoatl o la conciencia
hecha verbo de los próximos aconteceres, comienza su fundación
mesiánica porque posee la palabra que reúne; ha dejado
atrás a los dioses vacíos y convierte los signos divinos en
lenguaje para los hombres. Por la palabra que acontece, Quetzalcoatl instaura
la esencia de la verdad de la vida y establece el diálogo con el mundo.
Interpreta y canta, pero en su canto lo anterior se ha hecho interior, como
demuestra en su libre narración de los mitos de los soles
teogónicos. Cada sol o época, adquiere en las palabras de
Quetzalcoatl una significación y vigencia en que el símbolo
tiende a la creación de un mito nuevo.
EL QUINTO REINO (Canto VI). En palabras de afirmación y
anuncio, Quetzalcoatl se perfila aquí como representante profundo de su
pueblo, «raíz de la voz» que florece en él. Voz que
proviene de la totalidad y exalta la trascendencia del mundo real, donde la
vida es más importante que los sueños. Sólo teniendo
conciencia de la tierra puede el hombre enfrentarse con el destino -esto es
destino: estar siempre de frente, dice Rilke- y realizarse en el amor de la
mujer, más allá del deseo, hijo de su tiempo y padre del futuro
-un continuo llegar, es decir: desembocadura que canta, lo abierto ante la
eternidad. Entonces, el hombre, aunque more entre los dos reinos
antagónicos, simbolizados respectivamente por el águila y la
serpiente, podrá con su Canto celebrar la aurora y prepararse para el
pensamiento del
—176→
Mediodía y el Quinto Reino, que es el del
espíritu concebido como belleza traspasada por la realidad del mundo. En
su himno e incitación final, Quetzalcoatl exalta, con múltiple
riqueza metafórica y vivencial, las aguas totales del espíritu
como elemento dinámico de la creación. Los tres movimientos
estróficos desarrollan los temas de mar, río y amor. El mar se
identifica con el verbo y la eternidad, y culmina en una visión del
«Desollado azul», es decir, Xipe Totec, símbolo a la vez
trágico y de retorno, que ofrece su inmensa piel luminosa a la tierra
para que ésta pueda realizar sus metamorfosis. Los ríos son los
ancianos de la memoria y también urnas a donde se sumergen los
pensamientos para tañer los rayos del sol de la vida. De las vastas
aguas acostadas y grávidas de retornos, aguas del amor donde se refleja
la Estrella del espíritu, la surgencia del Canto proclama la
alegría de la tierra hacia la cual se lanza, con lo que quiero
significar que lo profundo de la existencia, proyectado fuera, se manifiesta
como lo que realmente es: signo y acto desbordante de in-surgencia.
EL DESCENSO (Canto VII). Quetzalcoatl desciende al país de
las sombras en busca de los huesos de los muertos para crear a los hombres que
han de habitar de nuevo la tierra. Su descenso no es órfico, aunque
acaso se haya prendido a mi figura cierta cualidad misteriosa del mito griego,
tal vez más en lo que ambos tienen de expresión total de la
existencia que en las coincidencias de sus descensos y rescates, de
motivaciones tan distintas. Orfeo baja a los abismos de la Estigia para pedir
que su esposa Eurídice sea devuelta a la vida de la tierra; Quetzalcoatl
se enfrenta con Mictlantecuhtli con el fin de evitar la extinción de la
humanidad. A la decisión redentora de Quetzalcoatl se oponen no
solamente al Rey de los Muertos, que afirma: «Porque de nadie será
el Reino» y desea que «prevalezca la sombra de Tezcatlipoca»,
sino los propios huesos de los muertos, que se resisten a dejar de ser materia
sin futuro y se solazan en sus pútridas yacijas. Pero Quetzalcoatl,
acompañado de la doncella Xilonen, diosa del maíz tierno, hace
vibrar en las sombras los sones terrestres
—177→
de su gran caracola y
arroja sobre los huesos su signo espiritual: la estrella. Sin embargo, esto no
basta para que el creador pueda realizar su misión y el haz de huesos se
convierta en fardo de resurrección. Ni el viento del mundo ni el
espíritu pueden solos devolver la vida al pasado muerto -para ello es
necesario la taumaturgia heroica que únicamente se logra por medio de la
sangre, del don del cuerpo. Simbólicamente, al sangrarse sobre los
huesos, Quetzalcoatl cumple la doble función del acto genésico y
del parto: engendra la vida en la oscuridad del pasado y sube nacimientos a la
tierra. Tanto para Orfeo como para Quetzalcoatl estaba en juego una
resurrección: Eurídice vuelve a caer en las profundas tinieblas
del Erebo y se desvanece cual leve humo impulsado por las auras ante los ojos
de su amante; Quetzalcoatl consigue regresar con su carga viva a la tierra.
Virgilio, al final del Libro IV de sus
Geórgicas, narra después del
fracaso de Orfeo el triunfo del industrioso Aristeo, antiguo amante de
Eurídice. Orfeo, tras haber perdido para siempre a su esposa, llora
solitario su pena, recorre las heladas regiones hiperbóreas y desprecia
a todas las mujeres tracias, algunas de las cuales, enfurecidas, terminan por
despedazarlo; sus miembros son esparcidos por los campos y su cabeza, arrojada
al río Hebro Eagrio, flota sobre la corriente, mientras
«todavía su voz, todavía su helada lengua iba clamando con
desfallecido aliento: ¡Eurídice!
¡Eurídice!».
Meses después de haber escrito este canto, descubrí
con profunda sorpresa la relación onírica que había
establecido entre
mi Quetzalcoatl y Orfeo, a pesar de ser tan
diferentes las figuras. Había las dos cabezas. Las veía -y las
veré ya siempre- como dos imágenes-símbolos de las que
trascendía una grandeza tremenda, cerradas en sí mismas como dos
mundos absolutos. La arrancada cabeza de Orfeo, roja y con los ojos cerrados,
reflejando la vasta desesperación de su alma, sellada por la desmesura
trágica del dolor que sólo se expresa a sí mismo;
más que una cabeza de martirio: un nudo de indescifrable soledad, un
rostro modelado desde dentro por la pasión y el anhelo. Pero los labios
se movían. ¡La cabeza de Orfeo cantaba!
—178→
Flotando en
el agua. Entre dos orillas que devolvían los ecos de una felicidad que
sólo tenía un nombre. Quien había ardido solo, quien
había detenido en el cielo el vuelo de las aves con su música y
había amansado a las fieras, cantaba la nostalgia de una sombra...
¡Eurídice! Ninguna respuesta se
agregaba al éxtasis del grito único que se desvanecía como
un hálito puro alrededor del silencio de la nada. ¡Y la cabeza se
hundía en las aguas, y rodaba por el fondo como un enorme fruto, y la
arena sepultaba el grito dentro de la boca abierta! Pero arriba, en la tierra,
el cántico del destrozado dios solitario taladraba oídos a los
peñascos, repercutía en las montañas, aplacaba el caos del
viento y se tendía a dormir en los firmamentos nocturnos, abrazado a una
lira de estrellas... La gigantesca cabeza de Quetzalcoatl, en cambio, surge a
flor de tierra, como el comienzo de un estatuario parto olmeca, y el
júbilo de la primavera borra las últimas sombras de su rostro,
donde se abren dos ojos de oro. No hay pasto de palabras aún en el
espíritu de quien ha vencido a la muerte y vivirá su victoria en
la luz del mundo1, pero ya la ancha mano del hacedor de hombres empuña
la caracola que pende de su cintura, y la levanta, esperando... De pronto, en
el mismo instante en que el sol apunta en el horizonte, resuena el profundo e
insistente son solidario, la gran llamada de la vida.
OJO DESNUDO, VESTIDA VOZ (Canto VIII). El tema de los amantes se
entrelaza, entre otros, con el del misterio y trascendencia del verbo, que es
el fundamental para Quetzalcoatl. El amor crea en lo temporal y se proyecta
hacia el futuro, pero el canto es la llama de la eternidad.
—179→
LA EMBRIAGUEZ DE QUETZALCOATL (Canto IX). La embriaguez de
Quetzalcoatl no es sólo de los sentidos, sino una especie de
exaltación total de cuerpo, espíritu y alma. En la angustia
cósmica que, al final, hace presa en Quetzalcoatl, suscitada por la
sombra del nopal que ha cobrado la forma de Coatlicue, Nanotzin se identifica
con la madre del hombre, con el árbol y también con la tierra en
su sentido protector, y de esta manera la ve Quetzalcoatl, que se queda dormido
con la cabeza apoyada en el regazo de Nanotzin. Quetzalcoatl, aquí -como
muchos hombres en ciertos momentos al lado de la mujer-, regresa a su infancia,
es de nuevo niño por virtud de su desvalidez ante el terror de lo
desconocido que puede aniquilarlo; pero cierta parte de su instinto viril
alerta se proyecta en su sueño, en el que se ve a sí mismo
convertido en llovizna y cayendo sobre la mujer-madre, poseyéndola bajo
la forma de elemento fecundante, su conciencia se disuelve, todo él se
hunde en la tierra, vuelve a los orígenes, al seno materno. En mi
concepción de Nanotzin, que asiente y acepta con amorosa pasividad, se
integra una idea universal de la mujer considerada como asilo telúrico
del hombre: protege y afirma, y así, en su absoluta disponibilidad
creadora, se opone a Coatlicue en su aspecto terrífico de diosa de la
tierra, de divinidad que pare y devora, destruye y crea con la misma
indiferencia omnipotente.
EL ESPEJO HUMEANTE (Canto X). Considero este canto como el
más denso y más complejo del poema. La lucha entre Tezcatlipoca y
Quetzalcoatl hay que entenderla principalmente en un sentido espiritual en que
lo agonal asume un valor simbólico de antagonismo que sólo se
resuelve por la derrota de Tezcatlipoca, pero una derrota que está
condicionada al eterno nacimiento de su contrincante. El dios del espejo que
humea significa en mi pensamiento el otro, el hermano que odiamos y nos
confirma en nuestra condición humana. Sartre ha definido al infierno
diciendo que son los demás. Y Rimbaud, antes, había dicho:
«Porque Yo es otro», en un impulso feroz que tanto puede ser de
identificación como de alienación. En cuanto a Quetzalcoatl,
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si su epopeya moral nos admira por su grandeza, sus caídas
nos conmueven porque nos lo humanizan, nos lo acercan. (Paul Westheim, en su
obra
La calavera, nos refiere que en los cantos de
los indios coras, recopilados por Karl Theodor Preuss
[Die Nayarit-Expedition], Quetzalcoatl es
vencido por Tezcatlipoca. La diosa de la luna, madre de ambos, les ordena que
den la vuelta al mundo, uno hacia occidente, el otro hacia oriente, pero les
advierte que no deben prestar atención a lo que encuentren por el
camino. El más joven de los hermanos, Tezcatlipoca, la estrella de la
tarde, obedece la orden. Pero Quetzalcoatl, el astro matutino, se topa con una
doncella que le pregunta si no quiere «coger flores», es decir,
tener ayuntamiento carnal con ella. Quetzalcoatl cae en el pecado y, como
consecuencia, queda bajo el poder de su hermano menor, el astro de la
noche.)
A lo largo de los cuatro movimientos temáticos en que se
estructura este canto, se oye a intervalos el canto del búho, el
tu-tú, tu-Tú simbólico y de distintos significados: lo
informulado de la naturaleza, la conciencia de la identidad personal, el latido
del corazón del hombre y, al final, los sones de la flauta del
niño de la noche y de la tierra... Según registra Sahagún,
Tezcatlipoca el tentador «era invisible y como oscuridad y aire, y cuando
aparecía y hablaba a algún hombre era como sombra, y sabía
los secretos de los hombres...», y en el calendario de su día
llevaba el signo de
Ce miquitztli (Uno Muerte), que era el
signo de la luna, la eternamente cambiante. Así, el dualismo luz y
sombra, vida y muerte, creación y destrucción queda bien
deslindado entre las dos figuras. En la lucha, Tezcatlipoca, más que
buscar el aniquilamiento de Quetzalcoatl, lo que quiere es vencerlo para
convertirlo en su aliado, a fin de lograr un acrecentamiento de poder maniqueo.
Pero Quetzalcoatl, doblado por el peso y sombra del mundo, no puede acceder,
porque si tal hiciera la derrota sería definitiva para él, y esto
en el comienzo de una lucha en que, encogido y descendiendo, como en el
claustro materno, se siente nacer de nuevo en el seno de la Madre, la tierra,
«la que gime con los senos rodeados de cielo», mientras una zarpa
de
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Tezcatlipoca se le va hundiendo en el corazón, cuyos
latidos remedan el canto del búho y al mismo tiempo son una
confirmación de vida. Metamorfoseada la lucha de Quetzalcoatl en
nacimiento, porque su espíritu no ha sido doblegado por un poder mayor
sino, momentáneamente, por la fuerza ciega, su nuevo comienzo ha de
nacer realmente de la victoria sobre Tezcatlipoca; pero hasta cierto punto una
parte de su ser se ha transformado en lo que ha vencido, por cuanto ninguna
victoria es total. Quetzalcoatl es el Hombre Luz, sí, pero en
algún lugar de su conciencia mora la Sombra, de la misma manera que
Tezcatlipoca acusará, huyendo finalmente, la presencia en él de
la Luz. Por eso el nuevo nacimiento de ambos es sincrónico.
Quetzalcoatl, en este descenso «por sus propias sombras»,
será realmente tentado y abrirá los ojos para ver su rostro en el
espejo mágico y luego contemplará las imágenes del poder y
de las maravillas del mundo, mientras Tezcatlipoca le ofrece otorgarle el
máximo don, el del creador que conquista el ser porque nombra, es decir,
puede fundar con el verbo y así abrirse a la posibilidad del
diálogo cósmico y humano. Pero Quetzalcoatl no resuelve la
dualidad por pacto, sino mediante el dolor, derramando la sangre de sus ojos,
donde la Estrella del espíritu germina. Al final, la canción de
la tierra, sonando en la flauta del niño de la noche, exalta el amor -el
beso, el yo-tú-, la única certeza de futuro.
EL LIBRO PINTADO (Canto XI). Quetzalcoatl se perfila en este canto
como un
tlamatini, palabra náhuatl que,
según León-Portilla, significa etimológicamente «el
que sabe cosas» o «el que sabe algo». De las veintiuna
definiciones del
tlamatini que dan los informantes de
Sahagún me interesa destacar las siguientes:«1. El sabio: una luz,
una gruesa tea que no ahúma. 3. Suya es la tinta negra y roja, de
él son los códices, de él son los códices. 4.
Él mismo es escritura y sabiduría. 5. Es camino, guía
veraz para los otros. 10. Hace sabios los rostros ajenos, hace a los otros
tomar una cara (una personalidad), los hace desarrollarla. 15. Se fija en las
cosas, regula su camino, dispone y ordena. 16. Aplica su luz sobre el mundo.
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17. Conoce lo (que está) sobre nosotros (y) la
región de los muertos».
Como
tlamatini, pues, Quetzalcoatl es
«escritura y sabiduría» a la vez, el que conoce y expresa, y
escribe, o mejor, pinta en su libro hecho con tiras de
amate(ficus petiolaris), dobladas como
biombos. En los treinta y nueve fragmentos pintados que componen su libro,
Quetzalcoatl se define por medio de una preceptiva aforística de
entraña filosófica, por sus visiones e imágenes y
también por la inmediatez de su circunstancia, que puede ser el temblor
de un árbol o la presencia de su discípulo más amado,
Xelhua. Es un Quetzalcoatl en estado de reposo que se ve y se escucha, recuerda
y susurra y canta, da testimonio de sí mismo y es, como maestro profundo
de la vida, «el que enriquece y comunica algo a los rostros de los
demás», para que se conozcan y puedan ser ellos mismos en su
verdad esencial. En su metafísica lírica, Quetzalcoatl
enseña que el lugar del hombre lleno de su ser en la creación no
puede ser enajenado por ninguna dialéctica que no comprenda el sentido
trascendental de la existencia, y que el alma, la conciencia solar, la realidad
maravillosa, el misterio de los cuerpos y las heredades del amor, significan la
muerte de los dioses. Tal es el credo de Tonatiuh.
LA ASCENSIÓN (Canto XII). Al ver Quetzalcoatl, ya maduro de
su tiempo, alzarse un zopilote de la cumbre de la montaña llamada Mujer
Blanca, considera el hecho como un signo augural de su destino, tanto
más cuanto que el ave dirige su vuelo hacia el este, hacia el mar.
Quetzalcoatl, el que descendió otrora al país de las sombras para
salvar a los hombres, debe ascender ahora hasta la cima de la montaña
para dejar en ella a su alma, que lleva dormida en sus brazos, y luego iniciar
su viaje final. Hay subyacente en este canto la noción de que el alma
del hombre, más que su espíritu, debe ser preservada para la
eternidad, ser ella misma eternidad. Si el espíritu, en su
dinámica creadora, se levanta en militancias que tienden a asegurar un
futuro que ha de ser hecho a su imagen y semejanza, el alma es la esencia
inmutable de la vida hecha invisible y prisionera de
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todas las
metamorfosis. El alma es la gran vivencia: tiene en sus manos el ovillo donde
se enrollan los hilos infinitos de todos los recuerdos; el espíritu, al
contrario, no quiere ser como el cordelero que estira su cáñamo
caminando para atrás, sino un lazo o red o flecha lanzado hacia
adelante. Aunque Quetzalcoatl es un hombre culminante, no es presa de la
«concupiscencia de altura» de que habla Nietzsche: sabe que su
quehacer humano se encuentra entre los abismos del espíritu y las puras
cimas del alma, entre las
flores y los cantos, símbolo de lo
único verdadero en el mundo náhuatl, a que se ha de acercar con
rostro y corazón. Y es por eso que
Quetzalcoatl, convertido en invisible e inmensa sonrisa de su propio
corazón, puede burlar a los ancianos de la guerra que lo requieren y
tratan de detenerlo en su camino, atravesar después el viento de sus
visiones y depositar en la nevada cima a su alma dormida y palpitante, la cual,
tras ser poseída por el sol, soltará sus sueños y su
cabellera -aguas y música de las alturas que descenderán a trazar
el signo de Quetzalcoatl, el quincunce, en la falda de culebras de
Coatlicue.
EL ÁRBOL DE PIEDRA (Canto XIII). El paso del tiempo, la
transitoriedad de la vida, es leído por Quetzalcoatl en la imagen de su
rostro que le devuelve el espejo. Su caída implica la conciencia de la
Nada frente al árbol rojo de la vida, que se convierte en el
árbol pétreo de los recuerdos. La tensión trágica
de Quetzalcoatl en este momento de derrumbe vital no proviene de un miedo
concreto a la muerte, sino de que está vaciado del sentido de la tierra,
y en vez de sentirse vivir
para el futuro, vive
de pasado, de un pasado que para él no
es más que fragmento, enigma y nostalgia. La última palabra del
canto es el
no de Nanotzin. Pero esta negación de la
mujer entraña en realidad un
sí que considero más afirmativo
que el que pronuncia al final del canto de la embriaguez. La mujer salva, y se
salva, protegiendo, lo cual puede hacer porque en ella no hay escisión
entre naturaleza y espíritu. La desesperación existencial no se
aloja tal vez en la mujer porque el sentido de la tierra está hincado en
ella en
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función de conciencia del cuerpo, que se opone
instintivamente al espíritu místico y heroico del hombre, quien
usa el mundo como escenario de sus sueños o como campo de batalla de su
voluntad de poder. El
no que lanza Nanotzin con la fuerza de su amor
y de su sencillez inefables es como una pedrada contra la sombra y el tiempo.
Ante la disposición aceptante de Quetzalcoatl de ser para la muerte,
Nanotzin diríase que va cargada con la suprema verdad de la tierra:
durar para la vida. El tiempo, para la mujer, es el tiempo interior del fruto,
que tanto madura la caída-muerte como la semilla-resurrección. La
mujer, compensando la claridad estéril de la conciencia del hombre que
anticipa, juega y combate, se encuentra más cerca del esplendor
misterioso de la vida total.
EL ÉXODO (Canto XIV). Dos imágenes nada más:
«caña quebrada» y «nómadas humos»,
asociadas a la idea de tiempo implícita en el primer verso. He aislado
estos dos versos porque he creído que su fuerza sintética y
sugeridora cobraba así mayor eficacia y daba entrada al tema que se
desarrolla al principio del canto siguiente y último del poema.
LA FOGATA Y LA ESTRELLA (Canto XV). El pueblo de Quetzalcoatl,
errante tras su derrota, vencido por la violencia guerrera, marcha «en la
pura tensión de lo lejano» y se siente cada vez más fuerte
en la dura hermandad de un pensamiento místico de paz y de
fundación. Quetzalcoatl va con los suyos. Por última vez. Mas por
poseído de anhelo de futuro que esté el pueblo solar, no puede
menos de oír la voz del pasado que lo acompaña, simbolizado por
Los Murmullos, raíz de mito y de
historia. Estos murmullos, en su carácter de ancestral conciencia
colectiva que se expresa por medio de imágenes oscuras y musitar
mágico, tienen una significación parecida a la de las visiones
que desfilan por el espíritu de Quetzalcoatl en el primer canto del
poema, y cierran el ciclo de mi concepción quetzalcoátlica como
un coral de fábula y crónica anónima, en el que se
individualiza
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únicamente la figura de la doncella Ixquic
del
Popol Vuh. Para
Los Murmullos he utilizado algunas
imágenes y nombres sacados de los
Anales de los Xahil, el
Popol Vuh y algunas poesías
náhuatl, a fin de que resonaran en el ámbito nuevo de mi poema
ecos directos de la voz antigua. En mi interpretación de Ixquic, que
surge también de los murmullos y precede inmediatamente al sacrificio y
ascensión de Quetzalcoatl, la figura de la doncella del sur personifica,
en mi pensamiento, lo eterno femenino ligado a la tierra: llamada de
génesis, el deseo del cuerpo como puente entre el no ser y el ser,
atracción ciega hacia abajo de lo irracional de la vida. Así, en
el final del poema coinciden -no en oposición, sino en yuxta
posición-
Los Murmullos, Ixquic y Quetzalcoatl, o sea: el
pasado como una inmensa boca que sume su alucinado balbucear en el tiempo;
Ixquic, sólo vida llamando a más vida, ausente de todo menos de
su fuego, maravilloso molde de posteridades; y el Fundador luminoso en trance
ya de ascender de su propio corazón convertido en el símbolo
espiritual del eterno retorno.