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ArribaLucio V. Mansilla y el Paraguay

Lucio Victorio Mansilla (1831-1913) cuenta treinta y tres años al comenzar la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay (1864-1870). El entonces capitán Mansilla recluta en San Juan, Mendoza y San Luis un batallón, el 12º. Batallón de Infantería de Línea, que él mismo va a comandar en Tuyutí y en Curupaity.

La guerra del Paraguay fue muy impopular en la Argentina. Dos ejércitos alistados por el General Urquiza se desbandaron dando vivas al Paraguay. El caudillo de los desertores, Ricardo López Jordán le dijo al vencedor de Caseros: «Usted nos llama para combatir al Paraguay. Nunca, General. Ese pueblo es nuestro amigo...»196. Cuando suenan los tambores en las ciudades del interior y se leen en las plazas los bandos de los gobernadores para convocar a la guardia nacional, los hombres huyen y se esconden en las selvas. No lo hacen por cobardía sino por horror de empuñar las armas contra un pueblo amigo, antiguo aliado y generoso pacificador de las provincias en guerra civil en San José de Flores, en virtud del Pacto de la Unión de todos los argentinos197. Hubo además sublevaciones de miles de enganchados que formaron montoneras.

Si la guerra era impopular y odiosa en las clases no letradas, lo fue también entre los intelectuales más distinguidos de la época. Basta citar a Juan Bautista Alberdi, a Juan María Gutiérrez, a José Mármol, a Carlos Guido y Spano, a Olegario Andrade. Y no olvidar a la figura cumbre de la poesía más argentina de aquel tiempo y de todos los tiempos: a José Hernández.

El futuro autor de Martín Fierro escribe en agosto de 1869: «...Se ha trabajado por dar a esta guerra un carácter extraño, que a vista de los hechos no puede menos de sublevar un sentimiento de repulsión...   —200→   Decir que hemos ido a regenerar el Paraguay es decir que nos hemos despojado de la justicia y del derecho para cometer un atentado sin nombre»198. Juan Bautista Alberdi, en Crisis permanente de las Repúblicas del Plata, denunció: «La guerra es hecha en nombre de la civilización, y tiene por mira la redención del Paraguay; pero el artículo 3o. (del Protocolo anexo al Tratado de la Triple Alianza)... admite que el Paraguay, por vía de redención sin duda, puede ser saqueado y devastado, a cuyo fin da la regla en que debe ser distribuido el botín, es decir, la propiedad privada pillada al enemigo»199.

Juan María Gutiérrez, el máximo crítico de la época, en 1870, ya vencido el Paraguay, comenta amargamente: «Hoy tiene lugar en la Plaza del Parque la distribución de premios de la Guardia Nacional que hizo la campaña. Los pobres han cumplido con el deber que les impuso el destino; pero han llenado, en mi concepto, una triste misión...»200.

Carlos Guido y Spano, el poeta de la famosísima Nenia, la canción fúnebre en la destrucción del Paraguay, escribía en su erudito ensayo El gobierno y la Alianza: «¿Y esa guerra se hace contra un hombre o contra un pueblo? En el primer caso es insensata, engrandeciéndose al mismo a quien se quiere anonadar; en el segundo, si se puede evitar con honra y no se evita, es soberanamente inicua. ¿O vamos como se dice en altas voces a libertar al Paraguay? ¿Y quién nos ha dado el derecho de intervenir en su régimen interno, de imponerle a balazos una civilización de que el hecho mismo sería su contradicción más flagrante?».

Y el cantor de San Martín, el grandilocuente Olegario Andrade, vocifera en iracundo apóstrofe condenando a los promotores de la guerra: «¿A dónde va el soldado de la independencia de América, que paseó su bandera redentora desde las barrancas del Paraná hasta los confines del Imperio de los Incas?... Va a contribuir a remachar las cadenas del Paraguay que disputando está con noble valentía la conservación de su vida a los verdugos que quieren atarle al cuello la áspera soga de la esclavitud extranjera»201.

Sarmiento, el gran Sarmiento no une su poderosa voz a los clamores de indignación y protesta contra la guerra fratricida. Es una excepción. Irónicamente, el célebre escritor que había lanzado crueles invectivas contra el pueblo hermano, iba a pasar sus últimos días en la Asunción y a su muerte en esta capital hospitalaria recibiría el más sentido homenaje del pueblo que él había anatematizado como a un enemigo bárbaro202.

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Gral. Mansilla

Gral. Mansilla

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¿Qué actitud asumiría Lucio Victorio Mansilla, el que tendió una mano amiga a los indios salvajes de la Pampa y luego escribió sobre los ranqueles uno de los libros clásicos de la literatura hispanoamericana?

El propósito de este artículo es estudiar sus opiniones sobre el Paraguay y los paraguayos. Ningún escritor de su generación tuvo oportunidades como él de conocer mejor al Paraguay. A este país fue varias veces, primero en cumplimiento de deberes militares y en pos de la gloria marcial; después de la paz, en busca de la fortuna. Como Mansilla no llegó a escribir nunca un libro sobre la guerra del Paraguay, por razones que se verán después, ni tampoco unas memorias de buscador de oro en el Alto Paraná, me atendré a lo que nos dice, casi exclusivamente, en los cinco tomos de Entre-nos, esto es, en sus Causeries del jueves.

*  *  *

Abramos el tomo primero de las Causeries. Leamos su muy fragmentaria evocación de la gran batalla de Curupayty, librada el 22 de setiembre de 1866. La causerie en que hallamos esta evocación se titula «Amespil». Antes del famoso asalto, nos cuenta Mansilla: «Cambiábamos de campamento, librábamos combates y batallas, la guerra no concluía. Nos habíamos acostumbrado tanto a aquel juego, que había momentos en los cuales nos habría dado rabia, si nos hubieran dicho: "Esto concluye mañana..."». Poco después añade: «Habíamos triunfado siempre. Ergo, alguna vez nos habrían de derrotar. Llegó, pues, el asalto de Curupayty... Yo estaba con mi batallón, oculto en un pliegue del terreno, oyendo a pie firme, los cañonazos, los fusilazos, sintiendo el ruido diabólico de aquel infierno de fuego... Los paraguayos no nos habían visto. Nos descubrieron y poco a poco, empezaron a acariciarnos algunas balas rasas de cañón... Mi tropa estaba en columna por mitades, con el arma en descanso. Como algunas balas pasaran casi rasando las bayonetas, -esto es eléctrico- la columna hizo un movimiento de vaivén, como el de las olas. Yo, más que dando una voz de mando, era el único que estaba a caballo, dije: "¡Firmes, muchachos!" Y esto diciendo, y para distraer un poco la atención de los que ya sentían quemar las papas, me puse a recorrer las mitades, dirigiéndoles dicharachos amenos a ciertos soldados de prestigio».

El apenas esbozado relato de la gran batalla se interrumpe y, de súbito, Mansilla, que ha sido herido; Mansilla en cuyo batallón ha caído su amigo entrañable, el capitán Dominguito Sarmiento, informa   —203→     —204→   escuetamente: «Yo estaba herido en una carpa del hospital de sangre... Reinaba en mi alrededor ese rumor solemne de las derrotas; oíanse los ayes de los heridos que amputaban...»203.

Retrato múltiple de Mansilla

Retrato múltiple de Mansilla

[Página 203]

No es el propósito de Comandante del 12o. de Línea describir la batalla sino de contar la historia del soldado bávaro Amespil. Hubiera, sí, podido decir, con respecto a su herida, que le había alcanzado un casco de metralla en un hombro. Y acaso no nos lo diga ahora porque en otra ocasión ya lo ha contado204.

No hay en esta causerie ningún juicio sobre si la guerra es justa o no es justa. Era la ocasión de señalar, aunque muy de pasada, quienes fueron los responsables del pavoroso desastre. Esta ocasión no la hubiera desaprovechado un Andrade, un Guido y Spano.

Siempre que Mansilla evoca la guerra del Paraguay se atiene a hablar de su propio bando, rara vez se ocupa del enemigo de entonces. Pudo haber comentado, por ejemplo, el arrojo de aquellos soldados paraguayos que según relata en «La emboscada», le robaron un centinela el catamarqueño Ahumada. Pero en el relato no hay ni alusión a la calidad heroica del «robo». Nos dice simplemente: «Los paraguayos habían venido por el estero, con el agua hasta las narices; se habían quedado quietos aguaitando frente a uno de mis hombres, y, saliendo de improviso... se lo habían materialmente robado, huyendo a la otra banda del estero, donde sin más que pasar, estaban salvos»205.

El episodio del robo del centinela catamarqueño suscita en Mansilla un plan de revancha. Decide entonces preparar una trampa y al pie de un árbol hace colocar una mina. A la noche, vienen los paraguayos y se acercan a la mina. Entre ellos avanza un perro que olfatea el contorno. Un cuarto de carne, que pendía de un hilo servía de cebo. Los paraguayos en aquellos días estaban «famélicos». El hilo, al ser tirado para hurtar la carne, había de hacer estallar la mina. Pero la mina no estalla por haberse mojado durante el tiempo en que estuvo cargada en espera del enemigo. Suena un disparo de fusil y luego suenan otros muchos. Los paraguayos huyen veloces, y la revancha fracasa.

«No hay más que un muerto -dice Mansilla-. El muerto es el perro»206.

Los grandes hechos de armas en que ha participado no inspiran descripciones o comentarios de conjunto, por muy memorables y luctuosas que aquellas jornadas hayan sido. Mansilla nos explica este raro silencio con estas palabras: «Yo no me ocupo sino de bagatelas y de quimeras y de monadas... porque es bueno que haya de todo en las conversaciones»207.

Pero si en las causeries sólo hay bagatelas, quimeras y monadas, faltan en ellas cosas muy importantes y, por consiguiente, mal puede   —205→   «haber de todo», como parece desear Mansilla, en sus conversaciones...

¡Cómo hubieran ganado en valor literario y documental las páginas de Entre-nos si su autor hubiese dosificado sabiamente las cosas serias y las bagatelas! Especialmente en lo que mira a esa guerra, «esa gran guerra» como él mismo dice, en que hubo «batallas más grandes que algunas de las que libró el mismo Napoleón», guerra en que sucumbió «más de medio millón de hombres». Negándose a hablar «más en serio», Mansilla se pregunta: «Yo, ¿a qué me voy a meter en semejantes honduras». Tomo III-258, 259.

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Este sobrino carnal del Dictador Rosas ofrece otra justificación de su silencio acerca de los aspectos más graves de la guerra fratricida en la causerie titulada «Letras»: «Yo, hay dos cosas que podría hacer y no mal, me parece: escribir la vida de Rozas... y la guerra de Paraguay. No hago, sin embargo, ni lo uno ni lo otro, porque lo primero, debiendo ser verídico, ofendería los afectos de mi madre, y, porque lo segundo, debiendo ser imparcial -y no pudiendo con mi genio- aumentaría la colección de personas respetabilísimas, que me tienen pésima voluntad»208.

Ahora bien, sobre Rosas publicó Mansilla en París, en 1896, un Ensayo histórico-psicológico; sobre la guerra del Paraguay prefirió que su amigo Garmendia escribiera lo que él no quería decir.

Curioso es, en verdad, que los indios ranqueles suscitaran en él un interés tan grande y le inspiraran páginas de minuciosas y brillantes observaciones, sin miedo a satirizar a los poderosos que ejercían el mando político, al paso que la epopeya de 1864-1870 sólo le inspirara páginas más o menos humorísticas.

No he podido tener acceso a artículos periodísticos de Mansilla escritos durante la guerra, en que parece no haber silenciado críticas acerbas hasta el punto de incurrir, en la opinión de un alto jefe, en delito de «traición». (Ser «traidor» durante la contienda era ser defensor del enemigo, tal como Alberdi, acusado tantas veces de traidor). Hay un testimonio muy elocuente de la actitud crítica de Mansilla. Se debe nada menos que a la pluma del Ministro de Guerra y Jefe de Estado Mayor de Mltre.

Me refiero al General Gelly y Obes, el cual escribió a su esposa: «Dan náuseas ver y leer las cosas que se escriben sobre el teatro de la guerra... en la primera línea las que escribe Mansilla a quien yo he dicho por varias veces y en presencia de varios que es un traidor y que si fuese general en jefe, no escribía o dejaba de mandar cuerpo en el   —206→   ejército. Todo lo echa a chacota y a la broma, siguiendo cada vez más insensato en su modo de apreciar los sucesos y nuestras cosas»209.

Enrique Popolizio afirma que «como corresponsal oficioso narró la guerra en que actuaba, criticó su conducción y hasta la discutió en su faz política»210.

¿Se atrevió como corresponsal a decir cosas semejantes a las que decían sus contemporáneos como un Guido y Spano y un Andrade o los miembros de una generación anterior? ¿Por qué no demostró igual sinceridad cuando terminó la guerra y redactó sus causeries?

El tema seguía siendo entonces y sigue siendo hoy, apasionante. La guerra -él lo dijo mientras prefería escribir «bagatelas» y «monadas» en sus causeries- fue una «epopeya homérica». Así lo afirma en el tomo 4 de Entre-nos, donde muy de pasada se refiere «al cuadro magno de la epopeya» en la cual «tornaron parte gloriosa orientales, brasileros y argentinos, pereciendo en la contienda homérica casi un pueblo y una raza»211.

Adviértase que no menciona a los vecinos entre «los que tomaron parte gloriosa». En Homero tanto griegos como troyanos combaten con pareja gloria y es la intervención divina, no precisamente el mayor heroísmo de los primeros lo que decide la derrota de los segundos.

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En la causerie «¿Es usted paraguayo?» menciona Mansilla «la guerra que devastó al Paraguay» y nos habla del Dictador Francia. En una nota marginal subraya, de pasada, un hecho relativo al grado de esa «civilización» del Paraguay negada por sus detractores.

Durante y después del gobierno de Francia, esto es, también durante el gobierno de los López, «es un hecho comprobado (que) era raro encontrar quien no supiera leer y escribir. En toda villa o aldea los tres edificios que primero se construían por el Estado eran y estaban siempre en la plaza: la iglesia, la Comandancia militar y la escuela. Con la guerra de la Triple Alianza, esto concluyó»212.

Durante la presidencia de Carlos Antonio López, en efecto, el Morning Post de Londres afirmó: «La educación elemental (en el Paraguay) está tan extensamente difundida que apenas hay hombre alguno en la república que no sepa leer, escribir y contar, un estado de cosas que con toda probabilidad no existe en otro país del mundo, y que es debido a la inteligente y liberal administración del presidente López»213.

Mansilla, que bien sabía estas cosas, blasonaba de saber otras, de carácter menos positivo. Escribe poco después de trazar las líneas citadas   —207→   más arriba que es el «paraguayo un tipo de hombre en extremo discreto y reservado»214. Se niega a filosofar en este texto acerca de las causas de esta discreción y reserva; pero en otro texto indica aquellas causas: estas son dos, el régimen de los jesuitas durante la colonia y, luego, «los tiranos»215.

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Terminada la guerra, Mansilla, que en 1877 ocupaba una banca en la Cámara de Diputados, obtuvo acciones en una empresa comercial anónima cuyo propósito era la explotación aurífera en el Paraguay, en la región del Alto Paraná. La prensa de Buenos Aires en aquel tiempo informaba acerca de la existencia de minas de oro en las sierras de Amambay y Mbaracayú. Entonces comenzaron los viajes de Mansilla al Paraguay. Lo obsesionaba «la conquista del vellocino de oro». Se hizo nombrar gobernador del territorio del Chaco para estar más cerca del Paraguay y de sus supuestas minas.

«Llegar al Paraguay y venirme la inspiración -léase las ganas de escribir- fue todo uno...». Así comienza la causerie titulada «Cazuela»216. Mansilla está ahora en Asunción. Y en esta ciudad escribe esa especie de crónica que lleva el título nombrado. ¿Nos va a hablar de la capital no mucho tiempo antes bombardeada y saqueada? El tema del saqueo de la antigua «capital de la conquista» ofrecía un gran interés dramático. Las tropas imperiales habían entrado en Asunción y el saco de la ciudad no habían respetado ni legaciones, ni consulados, ni iglesias ni sepulcros. Las tropas argentinas, al mando de un amigo y protector de Lucio, el general Emilio Mitre, habían acampado en los aledaños. Invitado este general por el Marqués de Caxias a entrar en la ciudad, el jefe argentino, horrorizado por los excesos del saqueo había contestado que no iba a autorizar, «con la presencia de la bandera argentina... los escándalos inauditos y vergonzosos» de que eran culpables los imperiales217.

Pero la causerie que Mansilla escribe en Asunción ni siquiera alude estos sucesos. Hablará, sí, de las naranjas paraguayas y de las mujeres que en la entonces aldea de Villeta, situada al sur de Asunción sobre el río Paraguay, cargan la fruta dorada en los barcos naranjeros. Se acordará del Brasil para decir que este país es gran productor de café así como el Paraguay es gran proveedor de naranjas. «Bien puede decirse, haciendo una metáfora macarrónica -bromea- que mientras el Brasil nos aprieta, el Paraguay nos alivia, o que mientras el uno nos calienta, el otro nos refresca»218.

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Lo curioso es que si Asunción, ciudad de dramática historia colonial y de no menos dramática historia reciente, no le inspira el comentario más ligero, la atención curiosa de Mansilla se concentra en el muelle de Villeta, un muelle primitivo y nada original cuya descripción ocupa toda una página219.

*  *  *

Cuando los vapores llegan a Villeta, ya los están esperando los cargadores de fruta, amontonándola en «pirámides relucientes». Los cargadores son mujeres. No hay hombres en el muelle. Tampoco hay disputas durante el arduo trabajo. «Todo se hace alegremente y cantado. El paraguayo no está triste cuando trabaja, sino por dentro. Agréguese que aquí nada tienen que hacer los hombres»220.

¡Curiosa observación la de este escritor que ha demostrado en sus andanzas dotes excepcionales de percepción de la realidad! ¿No sabía Mansilla que en la guerra había perecido la mayoría de la población masculina y que ahora las mujeres ocupaban el lugar de los hombres en los campos, aldeas y ciudades, y que sobre ellas caía la responsabilidad de la reconstrucción nacional? Había pueblos habitados por trescientas o más mujeres donde sólo sobrevivían algunos ancianos y tullidos. Los hombres jóvenes y fuertes habían perecido en las batallas de cinco años aciagos.

Mansilla se complace, sí, en contemplar a estas mujeres de Villeta, vestidas de tipoy «o camisa blanca corta ceñida a la cintura». Su curiosidad sexual se evidencia en el comentario a renglón seguido: «Hay mucho que sospechar y que ver al través de aquellos pliegues sin almidón...»221. No obstante el escritor transfiere toda esta curiosidad al empresario de las naranjas, a Cazuela, «que está allí acurrucado sobre la orilla de la barranca... siguiendo con ojos llenos de lubricidad el vaivén de aquella comparsa infatigable y voluptuosa, esclava de la pobreza, y cuyos trajes talares flotando al viento reflejan en las mansas aguas del puerto lo que por otra parte no se preocupan mucho de ocultar»222.

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En busca del «vellocino de oro», Mansilla va a tener ocasión de descubrir la cascada de Amambay. Un amigo, el Dr. Pablo Tarnassi le ha pedido «una descripción escrita» del salto de agua. Mansilla ahora explora la región de las serranías de Amambay y Mbaracayú sin poder hallar a los indios tembecuás, cazadores de osos hormigueros. Él, que   —209→   ha vivido a gusto entre los ranqueles, noteme a los tembecuás. Un día, «después de cruzar los rastros de López» -esto es, la ruta de la retirada del Mariscal hasta Cerro Corá- da de improviso con ellos. Son unos veinte salvajes que huyen al verlo. Sólo tres de los salvajes quedan inmóviles, arrojan luego sus arcos y flechas y alzan los brazos. Lucio los saluda con el sombrero, desmonta, corre hacia los indios y los abraza.

El buscador de oro no sólo busca oro; ansía contemplar el célebre salto de agua. Un mes antes se ha afanado en hallar un camino hacia la catarata, guiado por unos indios de mala fe, pero su intento no ha tenido éxito.

Ahora le será posible llegar hasta la cascada. Orientado por un «ruido sordo, sostenido, uniforme», llega en efecto al deseado destino. Antes de contarnos la emoción de su descubrimiento, transcribe una descripción del salto de Félix de Azara. Por esto, cuando llega a la cascada misma, exclama: «Si no acabara de transcribir unas páginas de Azara, aquí lo describiría. He querido recordar esa maravilla, ante la cual la famosa catarata del Niágara es un pigmeo». Sin embargo, poco más abajo, traza una breve aunque gráfica descripción del salto. En esta causerie Mansilla ejerce, más que en muchas otras, sus dotes de observador y hábil cronista, las mismas que nos admiran en su libro clásico sobre los ranqueles, y nos pinta con excelente pincel el paisaje, relata las emociones de su aventura y hasta transcribe lacónicos diálogos en guaraní entre su baqueano y un indio, traduciendo las palabras cuya fonética capta con suficiente rigor. En esta región salvaje se encuentra, en suma, como en su elemento, el famoso dandy de los salones de París.

La aventura en el Alto Paraná ha aguzado su ingenio de escritor. Esta región del Paraguay le hace recobrar un interés antes tan eficaz literariamente, en la pintura de realidades exóticas. Pero pese a haber cruzado, como él mismo dice, «los rastros de López», nada nos dice sobre el Paraguay como país recién vencido; nada sobre sus ciudades y pueblos desolados que él debió de contemplar con asombro y tristeza. ¿Por qué esta «indiferencia» en esta y en otras causeries?

En «La cascada de Amambay» hay una cita de Pope -cuatro versos en su lengua original- y un Post-scriptum en que describe la gruta de las Deux Goules en Francia223.

La digresión en este rambler es inevitable al parecer. Sin embargo, en pocas causeries se atiene él con atención tan sostenida al relato mismo de su aventura, de lo que ve y de lo que oye. Pero, repito, el silencio sobre el Paraguay recién derrotado, sobre aquel inmenso osario sembrado de ruinas, persiste.

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En «Historia de un pajarito», causerie dedicada a su hija María Luisa, nuestro autor señala los «errores» que comete Carlos Guido y Spano en su famosa Nenia:


Llora, llora Urutaú
En las ramas del yatay,
Ya no existe el Paraguay
donde nací como tú.



Se creía que el urutaú era un «ave de dulcísimo canto». (La Nenia se publica aún hoy con esta explicación). En cuanto a las ramas del Yatay...

Mansilla va a desengañar a quienes imaginen al urutaú como un pájaro de plumaje espléndido y de melodioso canto.


¿Es bello el urutaú?
¿Llora?
¿Lo hace en las ramas del yatay?
¿Existe o no el Paraguay?224



El urutaú, perteneciente «a la familia de los búhos», es un pájaro feo. El urutaú, por otra parte, no llora. Tiene sí un canto «monótono y fastidioso»225. El yatay, «especie de palma», no tiene ramas.

Tocante el Paraguay, ¿existe o no existe? Mansilla puede dar testimonio de su existencia y lo hace con un elogio entusiasta: «Este país es magnífico: cielo, luz, vegetación, clima, producciones, hombres, mujeres, todo convida a visitarlo»226.

Si en «Historia de un pajarito» hallamos este elogio del clima del Paraguay, en «El año de 730 días» leemos una opinión muy diferente. Dice Mansilla: «El extranjero que llega al Paraguay, en cualquiera de las cuatro estaciones del año, repite siempre lo mismo: qué lindo país, qué sano; pero ¡caramba! ¡qué caliente!227 (Esta causerie podría titularse «Meditación de la siesta» porque es una reflexión humorística sobre la vieja costumbre paraguaya). Ahora bien: hay que rectificar el aserto de Mansilla sobre el calor intolerable en el Paraguay en las cuatro estaciones del año. El frío, en julio, puede ser intensísimo. La primavera comienza en setiembre, y es deliciosa por la frescura del aire y la explosión cromática de los lapachos. En diciembre, enero y febrero, las cosas cambian. Entonces, sí, el calor es ingrato, pero no más que en agosto, en el sur de California o, en el mismo mes, en Nueva York.

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En «El año de 730 días» hay una observación sagaz sobre el carácter paraguayo. Los paraguayos, asevera Mansilla, sobrios y frugales, viven «alegres y contentos a pesar de sus desdichas pasadas»228. Además, observa nuestro autor, el paraguayo canta y baila mucho «pero mucho y con muchísima gracia».

La vocación de felicidad del pueblo paraguayo -su vivir alegre y contento- es una constante, si vale la expresión, del carácter nacional. Mansilla la verifica muy poco tiempo después del máximo infortunio de la historia paraguaya. Los mejores novelistas paraguayos, sin embargo, nunca dan testimonio de esta verdad evidente para quienes han sido testigos de la vida del pueblo paraguayo en sus horas más dramáticas como, por ejemplo, en los polvorientos cañadones del Chaco durante la guerra victoriosa de 1932 a 1935. Ni en Hijo de hombre de Roa Bastos ni en La babosa de Gabriel Casaccia, hay una sola página o una sola línea en que se revele el paraguayo como un hombre alegre y contento a despecho del infortunio o la pobreza. En ambas obras famosas el paraguayo aparece como un ser triste o amargado.

Mansilla, por el contrario, a pocos años de Cerro Corá, el terrible calvario del Paraguay, advierte esa alegría invencible del pueblo mártir. Y no sólo la advierte sino que elogia las manifestaciones artísticas de esa alegría -el baile y la música- en una página entusiasta: «No he visto en ninguna parte del mundo bailar con igual donaire, así las danzas nacionales, como la cuadrilla, la polka, el vals» (sic).

Y agrega: «Y téngase en cuenta que no me refiero a la gente fina únicamente. No. La mujer del pueblo baila quizá con mayor encanto para el extranjero. No hay ninguno que asista impasible a un baile de quiguaberás», esto es, «los bailes públicos a que sólo concurre la plebe»229.

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En la causerie llamada Tembecuá, nuestro viajero por el Paraguay hace suyo el elogio que acerca de sus habitantes trazó Azara, uno de sus autores admirados. «Yo encuentro, en lo general -dice Azaraque (los paraguayos) son muy astutos, sagaces, activos, de luces más claras, de mayor estatura, de formas más elegantes, y aún más blancos, no sólo que los criollos o hijos de español y española en América, sino también que los españoles de Europa, sin que se les note indicio alguno de que desciendan de india tanto como de español»230.

Al final de la causerie Mansilla se dirige a sus lectores y exclama: «Lectores y lectoras: un amigo, Emilio Quevedo, que ya no existe, decía: "París o el Paraguay" ¡Elegid!»231.

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A los «sabios» invita a visitar el Paraguay. El país -asevera- «está preñado de misterios»232.

«La lección del paraguayo Ibáñez» más que un cuento cuyo insinuado argumento se disuelve pronto en un laberinto de digresiones, consiste, en rigor, en un «estudio» sobre el carácter paraguayo. Ibáñez fue el baqueano que guió a Mansilla cuando el entonces coronel se lanzó «a la conquista del vellocino de oro». El baqueano resultó ser el arquetipo del paraguayo de antaño, allá por 1875. «Un paraguayo de antes era un hombre bueno, quizá mejor que un paraguayo de ahora». Pero jesuitas y tiranos hicieron de él el ser más «desconfiado del mundo»233.

Ibáñez tiene grandes cualidades y notables conocimientos: «... un día en que hablábamos del almanaque resultó que Ibáñez era capaz de confeccionarlo, y yo no; porque Ibáñez sabía lo que era la epacta al dedillo, y yo supongo que como ustedes, sólo sabía lo que decía el diccionario».

Lo curioso es que este arquetípico paraguayo de antaño que por serio debía encarnar la máxima desconfianza, no era nada desconfiado. La teoría de Mansilla incurre, por tanto, en flagrante contradicción. Veámoslo:

Hombre de unos cincuenta años, el baqueano «había hecho toda la guerra, que terminó con la trágica muerte de López». La expresión de su rostro lo revelaba a primera vista como «hombre caviloso o desconfiado, siendo así que era el tipo ambulante más acabado de la credulidad»234.

En su análisis caracterológico, sin embargo, Mansilla acierta en lo que mira a cualidades del paraguayo de antaño: la honradez, la buena fe, la gratitud y la «sabiduría» no aprendida en libros.

La frecuente imprecisión de la prosa de nuestro autor no permite esclarecer con rigurosa claridad su pensamiento. ¿Era laborioso el paraguayo de antes? En Mis memorias. (Infancia-adolescencia), Mansilla discurre sobre el argentino de antes y de hoy, y luego alude al Paraguay de antaño, o sea al del tiempo de los López.

«La tierra argentina fue y continúa siendo tierra de trabajadores. El que no trabaja, desaparece o perece de tedio. Hasta cuando las cosas valían poco menos que nada, se trabajaba por adquirir más. Es ley universal -agrega- aunque haya países donde sólo se vive, como sucedía en el Paraguay. Allí todo, casi puede afirmarse, era del estado, es decir, de una familia: la de López»235.

¿Qué significa esto? ¿El paraguayo de antaño solamente vivía y no trabajaba? Resulta extraño ese vivir del que está excluido el trabajo. Si sólo una familia era dueña del país, alguien debería trabajar en las estancias,   —213→   en los campos, en ciudades y pueblos. ¿O es que los amos hacían todo el trabajo y los esclavos se echaban a dormir? Porque próspero era el Paraguay de antaño, relativamente; infinitamente más que el Paraguay devastado por la reciente guerra. Acaso Mansilla quiere decir que no había incentivos para trabajar espontáneamente, más de la cuenta, en un país donde según él no podía adquirirse nada porque todo ya era «ajeno».

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Conclusión

Pasada esta revista a los recuerdos de Mansilla relativos a la guerra del Paraguay, resulta extraño en espíritu tan observador, el «no ver» a los paraguayos. Sus recuerdos de la guerra tales como se fijan en las causeries se refieren, casi siempre, exclusivamente, a lo acontecido en su bando.

Una sola vez Mansilla «ve» -aunque muy fugazmente- a los paraguayos. Es en el campamento de Tuyutí: «El cielo -dice- estaba encapotado. No había más luz que la de los fusilazos; sólo se oían tiros, la tierra temblaba. Una columna de caballería enemiga recorría el frente de nuestra línea a gran golpe -terrible, como un azote» (Ver «Juan Patiño», Tomo I, pág. 272).

Jamás Lucio V. Mansilla, militar valiente hasta la temeridad, comentó, aun de pasada, la cualidad más evidente del enemigo de ayer: el heroísmo. El General Gelly y Obes, y el mismo generalísimo de los Aliados, el Presidente Mitre, se mostraron estupefactos ante el valor paraguayo. «Lo que hacen los paraguayos no es fácil que lo haga nadie en el mundo, al menos con la frecuencia y facilidad que ellos», escribió Gelly y Obes. Y el General Mitre, cuando canoas paraguayas asaltan a los acorazados del Imperio del Brasil, exclama: «Es verdaderamente pasmoso el acto de López, pretender apoderarse de los acorazados, asaltándolos con canoas...»236.

Sin embargo, el valeroso guerrero de Curupayty, comandante de un batallón, actor y testigo de grandes hechos de armas, no dice una palabra sobre la asombrosa virtud militar del enemigo.

Tampoco critica Mansilla la conducción de la guerra. ¿Había aprendido una lección de discreción y reserva al evocar sus recuerdos militares?

Sabido es que el General Gelly, durante la campaña, quería librarse de las indiscreciones de Mansilla, cuyas crónicas del frente de operaciones lo exasperaban. Gelly optó por enviar al indiscreto a Cuyo, al   —214→   frente del 12o. Batallón de Infantería de Línea. En Cuyo se había verificado una rebelión, y había que sofocarla...237.

Las «indiscreciones» del corresponsal de guerra nunca tuvieron un eco en las causeries de la post-guerra. Acaso Mansilla no quisiera suscitar la irritación de quienes habiendo desempeñado un papel decisivo en la formación de la Triple Alianza y en la conducción del ejército en campaña, eran todavía poderosos años después de la paz. Mansilla tenía una carrera doble: la milicia y la política. En la milicia llegó al generalato, pero con mucha demora; en política, acariciaba grandes ilusiones, nunca logradas. Sin embargo, estas hipótesis no son más que hipótesis.

No fue Mansilla un defensor del Paraguay durante la guerra, como su entrañable amigo Guido y Spano, por ejemplo; pero después de la guerra viajó varias veces al Paraguay y en sus escritos dejó testimonios de simpatía por el país y sus gentes.

University of California, 1980







 
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