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Capítulo XXI

El saqueo



                                                                                            Todas las puertas de la clemencia serán cerradas,
Y el avezado soldado, áspero y duro de corazón,
Tendrá libertad de actuar sanguinariamente,
Con conciencia amplia como el infierno.
                                                           Enrique V.


     La guarnición sorprendida y asustada del castillo de Schonwaldt había, sin embargo, durante algún tiempo, defendido bien la fortaleza contra los asaltantes; pero las inmensas avalanchas que, saliendo de la ciudad de Lieja se apiñaban para el asalto como abejas, distraían su atención y abatían su valor.

     Hubo también al final deslealtad, ya que no traición, entre los defensores, pues algunos eran partidarios de rendirse, y otros, abandonando sus puestos, trataron de escapar del castillo. Muchos se arrojaron desde las murallas al foso, y los que escaparon de ahogarse arrojaron sus insignias y se salvaron mezclándose entre la muchedumbre de asaltantes. Unos pocos, adictos a la persona del obispo, se pusieron alrededor de él y continuaron defendiendo el gran torreón al que había huído; y otros, dudosos de recibir cuartel, o por un impulso de valor desesperado, defendían otros baluartes y torres destacadas del extenso edificio. Pero los asaltantes se habían apoderado de los patios y partes bajas del edificio, y estaban ocupados en perseguir a los vencidos y en buscar botín, mientras, cierto individuo, como si buscase esa muerte que todos los demás huían, intentaba abrirse paso en esta escena de tumulto y horror, bajo temores aun más horribles para su imaginación que lo eran para su vista y sentidos las realidades a su alrededor. Quien hubiera visto a Quintín Durward en aquella fatal noche, sin saber el móvil de su conducta, lo hubiera tomado por un hombre loco de atar; quien conociese sus motivos, le hubiera clasificado a la altura por lo menos de un héroe de romance.

     Aproximándose a Schonwaldt por el mismo lado por el que le había dejado, el joven encontró a varios fugitivos que buscaban el bosque, los que naturalmente le evitaban como a un enemigo, porque venía en dirección opuesta de la que habían escogido. Cuando llegó más cerca pudo oír, y en parte vió, a hombres que se arrojaban desde la muralla del jardín al foso del castillo, y otros que parecían ser precipitados desde las almenas por los asaltantes. Su valor no decayó ni un momento. No había tiempo para encontrar el bote, aunque hubiese estado en condiciones de ser usado, y era inútil aproximarse a la puerta trasera del jardín que estaba llena de fugitivos, que de vez en cuando, a medida que rebasaban la puerta por el empuje de atrás, caían en el foso, que no tenían medios de cruzar.

     Evitando ese paso, Quintín se arrojó al foso cerca de la que llamaban la pequeña puerta del castillo, y donde había un puente levadizo; que aun estaba levantado.

     Evitó con dificultad el abrazo fatal de más de un náufrago que se hundía, y, nadando hasta el puente levadizo, se aseguró a una de las cadenas que colgaba, y haciendo un gran esfuerzo logró salir del agua y alcanzar la plataforma de la que estaba suspendido el puente. Cuando con manos y rodillas luchaba para asentar el pie, un lanzknecht, con su espada sangrienta en la mano, avanzó hacia él y levantó su arma para asestar un golpe que hubiera sido fatal.

     -�Cómo, compañero? -dijo Quintín en tono de autoridad-. �Es esa la manera que tienes de ayudar a un camarada? Dame tu mano.

     El soldado, en silencio, y no sin dudar un poco, le alargó su brazo y le ayudó a remontar la plataforma, y sin dejarle tiempo para reflexionar, continuó el escocés en el mismo tono de mando:

     -�A la torre occidental si quieres hacerte rico; el tesoro del obispado está en la torre occidental!

     Y los rezagados, que escucharon estas palabras, como manada de lobos hambrientos tomaron dirección opuesta a la que Quintín estaba determinado a seguir a toda costa.

     Conduciéndose como si fuera no uno de los conquistados, sino uno de los vencedores, penetró en el jardín y lo atravesó con menos interrupciones de las que podía esperar, pues el grito �A la torre occidental! había desplazado un grupo de asaltantes y otro era convocado con gritos de guerra y toques de trompeta para ayudar a rechazar una salida desesperada intentada por los defensores del torreón, que abrigaban la esperanza de escapar del castillo, llevando consigo al obispo. Quintín cruzó el jardín con paso acelerado y corazón angustioso, encomendándose a aquellos poderes celestiales que le habían protegido en numerosos trances peligrosos de su vida y decidido a triunfar en su propósito o a dejar su vida en esta empresa desesperada. Antes de salir del jardín tres hombres se precipitaron sobre él, con lanzas dirigidas a su persona, gritando:

     -�Lieja! �Lieja!

     Poniéndose a la defensiva, pero sin herir, replicó:

     -�Francia, Francia, amigo de Lieja!

     -�Viva Francia! -gritaron los vecinos de Lieja, y pasaron.

     La misma frase resultó ser un talismán para evitar los ataques de cuatro o cinco de los secuaces de La Marck, a quienes encontró extraviados en el jardín, y que pretendían cargar sobre él, gritando:

     -�Sanglier!

     En una palabra, Quintín tenía la esperanza de que su carácter de emisario del rey Luis, el instigador bajo cuerda de los insurrectos de Lieja, y el mantenedor secreto de Guillermo de la Marck, podía guiarle a través de los horrores de la noche.

     Al llegar a la torrecilla se sobrecogió cuando encontró la pequeña puerta lateral, por la que Marthon y la condesa Hameline se habían, no hacía mucho, reunido con él, bloqueada por más de un cadáver.

     Apartó de prisa a dos de ellos, y estaba poniendo el pie sobre el tercer cuerpo para penetrar en el vestíbulo cuando el supuesto hombre muerto se asió a su capa y le rogó se quedara y le ayudara a levantarse. Quintín se disponía a emplear procedimientos más radicales para librarse de este obstáculo inesperado, cuando el hombre caído continuó diciendo:

     -�Estoy ahogándome en mi armadura! Soy el síndico Pavillon, de Lieja! �Si os ponéis de mi parte, le enriqueceré; si estáis de la parte contraria, le protegeré; pero no me deje morir como un cerdo, asfixiado!

     En medio de esta escena de sangre y confusión, la presencia de ánimo de Quintín le sugirió que este dignatario podía disponer de medios para proteger su retirada. Le levantó sobre sus pies y le preguntó si estaba herido.

     -No estoy herido; por lo menos no lo creo -contestó el ciudadano-; pero sí desfallecido.

     -Siéntese en esta piedra y recobre fuerzas dijo Quintín-; vuelvo en seguida.

     -�Por qué país lucha usted? -dijo el ciudadano deteniéndole aún.

     -Por Francia, por Francia -contestó Quintín intentando escaparse.

     -�Cómo, mi joven arquero? -dijo el digno síndico- Ya que ha sido mi sino encontrar un amigo en esta terrible noche, le prometo que no le abandonaré. Vaya donde vaya, yo le seguiré, y si pudiese reunir a algunos de los mozos de mi gremio, podría ayudarle a mi vez, pero están todos diseminados por ahí. �Oh, es una noche terrible!

     Durante este tiempo se arrastraba detrás de Quintín, que, conocedor de la importancia de asegurarse la ayuda de persona de tanta influencia, retardó su paso para ayudarle, aunque maldiciendo en el fondo de su corazón el impedimento que le retrasaba.

     En lo alto de la escalera había una antecámara con cajas y baúles, que tenían señales de haber sido saqueados, ya que algunos de sus contenidos yacían por el suelo. Una lámpara, que se extinguía sobre la chimenea, arrojaba un débil rayo de luz sobre un hombre muerto o sin sentido que estaba caído delante de la chimenea.

     Apartándose de un salto de Pavillon, como un galgo que huye del látigo de su amo, y con un esfuerzo que casi le derribó, Quintín recorrió una segunda y tercera habitación, la última de las cuales parecía ser el dormitorio de las damas de Croye. Ninguna persona se veía en ellas. Llamó a lady Isabel, primero en voz baja, y después más alto y con acento desesperado, pero no obtuvo contestación. Se retorció las manos, se tiró de los pelos y pateó el suelo con desesperación. Por fin, un débil rayo de luz, que lucía por una rendija a través del tabique, en un rincón de la alcoba, delató algún retiro o escondrijo detrás de la tapicería. Quintín no perdió tiempo para examinarla. Encontró que existía allí una puerta oculta, pero resistió a sus precipitados esfuerzos para abrirla. Sin preocuparse del daño personal que podía sufrir, se echó sobre la puerta con toda la fuerza y peso de su cuerpo; y fué tal el ímpetu de un esfuerzo incrementado por la esperanza y la desesperación, que hubiera derribado cierres mucho más fuertes.

     Forzó así el paso, casi de cabeza, a un pequeño oratorio, en donde una figura femenina, que había estado arrodillada, en angustiosa súplica ante la sagrada imagen, ahora yacía tendida en el suelo, llena del pánico que este tumulto que se aproximaba le producía. La levantó rápidamente del suelo, y, �alegría de las alegrías!, era la que soñaba en salvar -la condesa Isabel-. La estrechó contra su pecho, la exhortó a que despertase, la rogó que cobrase ánimo, pues ya se encontraba bajo la protección de uno con corazón y brazo suficientes para defenderla contra ejércitos enteros.

     -�Durward! -exclamó cuando hubo vuelto en sí- �Es usted? Entonces queda alguna esperanza. Creía que todos mis amigos me habían abandonado a mi suerte. �No me abandone de nuevo!

     -�Nunca, nunca! -dijo Durward-. �Ocurra lo que ocurra, cualquiera que sea el peligro, seré copartícipe de su suerte hasta que ésta sea feliz de nuevo!

     -Muy patético y conmovedor -dijo una voz cascada y asmática detrás de la suya-. Un asunto de amor, por lo que veo, y compadezco a la tierna criatura como si fuese mi propia hija.

     -Debe hacer algo más que compadecernos -dijo Quintín volviéndose hacia el que había hablado-; debe procurar ayudarnos, Meinheer Pavillon. Esté seguro que esta dama fué puesta bajo mi especial custodia por su aliado el rey de Francia; y si no me ayuda a protegerla contra toda ofensa y violencia, su ciudad perderá la protección de Luis de Valois. Sobre todo, debe ser preservada de las manos de Guillermo de la Marck.

     -Eso será difícil -dijo Pavillon-, pues estos desalmados lanzknechts son muy constantes para buscar las mozas; pero haré todo lo que pueda. Pasaremos a la otra habitación y allí reflexionaré. La escalera es estrecha, y usted puede defender la puerta con una pica mientras yo miro por la ventana para tratar de reunir algunos de mis activos muchachos del gremio de curtidores de Lieja, que son tan fieles como los cuchillos que llevan en sus cinturones. Pero primero quíteme estos broches, pues no he llevado este corselete desde la batalla de Saint Tron (39), y peso cuarenta y dos libras más que entonces si no mienten las básculas holandesas.

     El verse libre de la armadura de hierro fué un gran respiro para el buen hombre, que, al colocársela, había tenido más en cuenta su celo por la causa de Lieja que su capacidad para llevar armas. Después se averiguó que arrastrado hacia adelante involuntariamente y elevado sobre las murallas por sus compañeros cuando emprendieron el asalto, el magistrado había sido llevado de aquí para allá, según las fluctuaciones del ataque y la defensa, sin poder pronunciar una palabra hasta que, como trozo de madera a la deriva que el mar arroja en la primera ensenada que encuentra, había acabado por ser impulsado a la entrada de las habitaciones de las damas de Croye, donde el impedimento de su armadura, junto con el peso sobrepuesto de los dos hombres muertos en la entrada, y que cayeron encima de él, hubiera sido cansa suficiente para que permaneciese allí tendido largo tiempo de no haber sido libertado por Durward.

     El mismo ardor de temperamento que hacía de Hermann Pavillon un intransigente y exaltado en materia política, le hacían en la vida privada un hombre de buen carácter y corazón tierno, que aunque a veces era mal aconsejado por la vanidad, resultaba siempre benévolo y bien intencionado. Participó a Quintín que sentía especial interés por la pobre y linda yung frau; y después de esta innecesaria exhortación comenzó a gritar desde la ventana:

     -�Lieja, Lieja, por los bravos mozos del gremio de curtidores!

     Uno o dos de sus partidarios, que estaban más próximos, se reunieron al oír sus gritos y el silbido peculiar con que les acompañó (cada uno de los gremios disponía de una señal semejante); y cuando después se juntaron más, establecieron una guardia bajo la ventana desde la que su jefe estaba voceando, y ante la puerta trasera.

     Los asuntos parecía que comenzaban a tomar un sesgo más tranquilo. Toda resistencia había cesado, y los jefes de los diferentes grupos de asaltantes tomaban medidas para impedir un saqueo a capricho. La gran campana fué tocada como citando a consejo militar, y su lengua de hierro, que comunicaba a Lieja el asalto triunfal de Schonwaldt por los insurgentes, fué contestada por todas las campanas de la ciudad, cuyas voces distantes, y clamorosas, parecían gritar: �Salve a los vencedores! Parecía natural que Meinheer Pavillon saliese ya de aquel retiro;

pero bien por cuidar devotamente de los que había tomado bajo su protección o quizá para asegurar más su propia salvación, se contentó con despachar, mensaje tras mensaje, ordenando a su teniente, Peterkin Geislaer, que viniese a buscarle enseguida.

     Peterkin llegó al fin, con gran consuelo suyo, por ser la persona en quien, en todas las ocasiones apremiantes, bien de guerra, políticas o comerciales, estaba acostumbrado Pavillon a depositar su confianza. Era de cuerpo recio y rechoncho, con cara cuadrada y anchas cejas negras, que anunciaban un carácter terco y aficionado a discutir. Llevaba un corselete de ante, un cinturón ancho y machete a un costado, y en la mano una alabarda.

     -Peterkin, mi querido teniente -dijo su jefe-, éste ha sido un glorioso día -noche, quiero decir-; espero que estarás contento, desde luego.

     -Me alegra saber que usted lo está -dijo el valeroso teniente-; aunque no pensaba que usted hubiera celebrado la victoria, si puede llamársele así, solo consigo mismo en este desván cuando se le necesita en consejo.

     -�Pero hago falta allí? -dijo el síndico.

     -Se han reunido para defender los derechos de Lieja, que están en más peligro que nunca -contestó el teniente.

     -�Bah, Peterkin! -contestó su principal-, eres un gruñidor sempiterno.

     -�Gruñidor? Yo, no -dijo Peterkin-; lo que agrada a otros siempre me agradará. Sólo me gustaría no tener rey Cigüeña en vez de rey Palo, como dice la fábula que el dependiente de Saint Lambert acostumbraba a leernos, del libro de Meister Esopo.

     -No comprendo qué quieres decir, Peterkin -dijo el síndico.

     -Quiero decir, Master Pavillon, que este jabalí u oso es probable que haga de Schonwaldt su guarida, y es probable que se convierta en tan mal vecino para nuestra ciudad como siempre lo fué el viejo obispo, y aun peor. Se atribuye todo el mérito de la conquista y está pensando si se llamará príncipe u obispo, y es una vergüenza ver cómo tratan al anciano.

     -No lo permitiré, Peterkin -dijo Pavillon con viveza-; me disgusta la mitra, pero no la cabeza que la lleva. Somos diez para uno y no permitiremos ese trato, Peterkin.

     -Ay, somos diez contra uno en el campo, pero sólo uno contra uno en el castillo; además, ese Nikkel Blok el carnicero, y toda la gentuza de los suburbios, toman partido con Guillermo de la Marck, en parte por saus y braus (pues ha mandado abrir todos los barriles de cerveza y toneles de vino), y en parte por antigua envidia hacia nosotros, que somos los artesanos y gozamos de privilegios.

     -Peter -dijo Pavillon-, iremos ahora a la ciudad. No permaneceré más tiempo en Schonwaldt.

     -Pero los puentes del castillo están levantados, señor -dijo Geislaer-, las puertas cerradas y guardadas por esos lanceros, y si intentásemos forzar nuestro camino, estos individuos, cuyo oficio diario es la guerra, darían buena cuenta de nosotros, que sólo luchamos de higos a brevas.

     -�Pero por qué ha asegurado las puertas? -dijo el alarmado ciudadano-. �Qué interés puede tener en hacer prisioneros a hombres honrados?

     -No lo sé -contestó Pedro-. Algún rumor corre de unas damas de Croye que han escapado durante el asalto del castillo. Eso primero puso fuera de sí al Hombre de la Barba, y ahora continúa estándolo con la borrachera que ha cogido.

     El burgomaestre lanzó una mirada de desconsuelo a Quintín y parecía no saber qué partido tomar. Durward, que no había perdido una palabra de la conversación, que le alarmó mucho, se percató, no obstante, que la única salvación de ellos dependía de que él conservase su presencia de ánimo y sostuviese el valor de Pavillon. Intervino decididamente en la conversación como persona que tiene derecho a tener voz en las deliberaciones.

     -Estoy avergonzado -dijo-, Meinheer Pavillon, de ver que duda cómo obrar en esta ocasión. Diríjase, desde luego, a Guillermo de la Marck y pida permiso para salir del castillo para usted, su teniente, su escudero y su hija. No puede tener la pretensión de mantenerle prisionero.

     -Para mí y mi teniente, o sea, yo y Pedro, está bien; �pero quién es mi escudero?

     -Por ahora lo soy yo -replicó el impertérrito escocés.

     -�Usted! -dijo el sorprendido ciudadano-, �Pero no es usted el enviado del rey Luis de Francia?

     -Es cierto; pero mi mensaje es para los magistrados de Lieja y sólo en Lieja lo entregaré. Si participase a Guillermo de la Marck mi condición es probable que me detuviese. Debe usted procurar que salga en secreto del castillo como escudero suyo.

     -Bien, mi escudero, pero habló usted de mi hija; mi hija está, confío, salva en mi casa de Lieja, donde me gustaría que su padre estuviese con toda mi alma y corazón.

     -Esta dama -dijo Durward- le llamará padre mientras estemos en este sitio.

     -Y después, por toda mi vida -dijo la condesa arrojándose a los pies del ciudadano y abrazando sus rodillas- No habrá un solo día en que no le honre, ame y ruegue por usted como hija por su padre si me ayuda en este pavoroso paso. �Oh! �No sea cruel! �Piense en que su propia hija puede arrodillarse alguna vez ante un extranjero pidiendo amparo para su vida y honor; piense en esto y deme la protección que le gustaría que ella recibiese!

     -Pienso, Pedro -dijo el buen ciudadano muy conmovido con su patético ruego-, que esta linda doncella tiene algo de la dulce expresión de la mirada de nuestra Trudchen; lo pensé desde el primer momento; y que este animoso joven se asemeja algo al galán de Trudchen. Apostaría cualquier cosa a que éste es asunto amoroso de verdad y que no es pecado el protegerlo.

     -Aunque fuera ilegítimo y pecásemos debería protegerse -dijo Pedro, flamenco de buen fondo, no obstante toda su vanidad.

     -Ella será, pues, mi hija -dijo Pavillon-; bien cubierta con su negro velo de seda, y si no hay bastantes curtidores de corazón para protegerla, al ser la hija de su síndico, sería una lástima que hubiesen de seguir trabajando el cuero. Pero escuche, hay que contestar a las preguntas que hagan. �Qué hay que decir si me preguntan qué es lo que hacía mi hija aquí en semejante carnicería?

     -�Qué pensaban hacer la mitad de las mujeres de Lieja cuando nos siguieron al castillo? -dijo Peter-; no tenían otras razones sino que era justamente el único sitio del mundo donde no debían haber ido. Nuestra yung frau Trudchen ha venido un poco después de las demás; eso es todo.

     -Muy bien dicho -dijo Quintín-: sea únicamente atrevido y acepte el buen consejo de este caballero, noble, Meinheer Pavillon, y sin molestias para usted hará la más digna acción desde los días de Carlomagno. Amable señorita, envuélvase en este velo (pues muchos artículos de vestuario femenino aparecían esparcidos por la habitación); tenga confianza, y transcurridos unos pocos minutos se verá en libertad y a salvo. Noble señor -añadió dirigiéndose a Pavillon-, adelante.

     -Alto, alto, un momento -dijo Pavillon- �Mi ánimo se llena de duda! Este De la Marck es una furia, un perfecto jabalí de nombre y de manera de ser. �Qué sucedería si la joven dama fuese una de esas Croye? �Y qué si la descubriese y montase en cólera?

     -Y aunque yo fuese una de esas infelices mujeres -dijo Isabel intentando de nuevo arrojarse a sus pies-, �podría usted por eso rechazarme en este momento de desesperación? �Oh, si yo fuese vuestra hija o la hija del más pobre ciudadano!

     -Está usted obligado a protegerla, aunque fuera una duquesa -dijo Pedro-, una vez dada vuestra palabra.

     Tienes razón, Pedro; tienes razón -dijo el síndico-; es nuestra antigua costumbre del País Bajo, ein wort, ein man; y ahora a nuestro asunto. Debemos despedirnos de este Guillermo de la Marck, y mi ánimo decae cuando pienso en ello, y si fuese una ceremonia de la que se pudiese prescindir, me alegraría, pues no tengo estómago para pasar por ella.

     -�No sería mejor, ya que dispone de una fuerza, forzar la guardia y hacerse con la puerta? -dijo Quintín.

     Pero a una Pavillon y su consejero protestaron de la oportunidad de ataque semejante contra unos soldados aliados, mencionando su arrojo, lo que convenció a Quintín de que no era riesgo a que debían exponerse con tales asociados. Resolvieron, por tanto, presentarse en el gran hall del castillo, donde, según tenía entendido, el Jabalí Salvaje de las Ardenas celebraba su triunfo, y pedirle libre salida para el síndico de Lieja y sus acompañantes, petición demasiado razonable, al parecer, para ser negada. Aun el buen burgomaestre gruñó cuando miró a sus compañeros, y dijo a su fiel Pedro:

     -�Mira a lo que conduce el ser demasiado arriesgado y tierno de corazón! �Ay! Perkin, �cuánto me ha costado el ser valiente y bondadoso! �Y cuánto voy a tener aún que sufrir por mis virtudes antes de que el cielo nos libre de este condenado castillo de Schonwaldt!

     Mientras cruzaban los patios, aun llenos de cadáveres y moribundos, Quintín, que sostenía a Isabel a través de este escenario de horrores, le murmuró al oído frases de aliento y consuelo y le recordó que su salvación dependía exclusivamente de su firmeza y presencia de espíritu.

     -No del mío, no del mío -dijo-, sino del de usted, del de usted. �Oh! �Pero si escapo de esta noche espantosa, nunca olvidaré a quien me salvó! �Un sólo favor, déjeme implorar que me lo conceda, por el recuerdo de su madre y el honor de su padre!

     -�Qué es lo que puede pedirme que pueda yo negar? -dijo Quintín en voz baja.

     -Que hunda su daga en mi corazón -dijo ella- antes de dejarme cautiva en poder de estos monstruos.

     La única respuesta de Quintín fué apretar la mano de la joven condesa, que parecía como si influida por el terror quisiese devolver la caricia. E inclinada en su joven protector penetró en el temido hall, precedida de Pavillon y su teniente y seguida de los kurschenshaft o curtidores, que acompañaban, como guardia de honor, al síndico.

     A medida que se aproximaban al hall, las aclamaciones y explosiones de carcajadas salvajes, que procedían del mismo, parecían más bien anunciar una francachela de demonios alegres celebrando algún triunfo conseguido sobre la raza humana, que de seres mortales, que han logrado realizar un plan atrevido. El aparente valor de la condesa Isabel era sostenido sólo por la desesperación; el de Durward era el característico de los espíritus enérgicos que se crecen en los casos extremos, mientras Pavillon y su teniente hacían de la virtud una necesidad y hacían frente a su sino como animales acorralados que tienen que jugarse el todo por el todo para salvarse.

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Capítulo XXII

La francachela



                                                                                            Cade.- �Dónde está Dick, el carnicero de Ashford?
Dick.- Aquí, señor.
Cade.- Cayeron ante ti como ovejas y
          bueyes, y te comportaste como
          si hubieras estado en tu propio matadero.
                             El Rey Enrique VI (segunda parte).


     Apenas puede concebirse un cambio más extraño y horrible que el que había tenido lugar en el hall del castillo de Schonwaldt desde que Quintín había participado en el de la comida del medio día. Este cambio expresaba, con sus rasgos extremos, las miserias de la guerra -más especialmente cuando era sostenida por los agentes más implacables, los soldados mercenarios de una edad bárbara, hombres quienes por hábito y profesión se habían familiarizado con todo lo que era cruel y sanguinario en el arte de la guerra, a la vez que estaban desprovistos de patriotismo y del espíritu romántico de caballería.

     En vez de la comida ordenada y decente, en la que empleados civiles y eclesiásticos se habían sentado confundidos unas pocas horas antes, en el mismo local en donde una broma ligera sólo podía pronunciarse en voz baja, y en donde aun en medio de la efusión propia de la ocasión reinaba un decoro que casi rayaba en hipocresía, había ahora tal escena de salvajismo y alboroto que ni el propio Satán la podía haber mejorado, de sentarse en el sillón presidencial de la fiesta.

     A la cabecera de la mesa se sentaba, en el trono del obispo, que había sido traído allí desde su gran salón de consejos, el temible Jabalí de las Ardenas, que bien merecía ese nombre con el que parecía gozar, ya que hacía todo lo posible para merecerlo. Su cabeza estaba libre del casco, pero llevaba el resto de su pesada y brillante armadura, de la que rara vez se despojaba. Sobre sus hombros colgaba un recio abrigo hecho de la piel curtida de un gigantesco jabalí, con las pezuñas hechas de plata maciza y los colmillos del mismo metal. La piel de la cabeza estaba de tal modo dispuesta que echada sobre el casco cuando el barón estaba armado, o sobre su cabeza desnuda a la manera de una capucha, como hacía con frecuencia cuando no se colocaba el casco, y sucedía en esta ocasión, le comunicaban el aspecto de un monstruo terrible, no obstante no requerir el rostro que aquella piel encuadraba, dada su ordinaria expresión, nada para realzarla.

     La parte superior de la cara de De la Marck, tal como estaba constituída por la Naturaleza, casi hacía formarse una idea falsa de su carácter, pues, aunque su pelo, cuando estaba al aire, se asemejaba a las cerdas ásperas de la capucha, que se echaba sobre ellos, su frente desarrollada y varonil, sus carrillos encendidos y anchos, sus ojos grandes y de color claro, y una nariz como el pico de un águila, prometían algo valiente y generoso. Pero el efecto de estos rasgos más favorables resultaba del todo borrado por sus hábitos violentos e insolentes, lo que, unido a su libertinaje e intemperancia, habían estampado sobre sus facciones un carácter no en consonancia con la tosca gallardía que de otro modo hubiera reflejado. Aquellos hábitos, al ser practicados con frecuencia, habían hinchado los músculos de los carrillos y los que existen alrededor de los ojos, especialmente los últimos; habían empañado los ojos, enrojecido la parte de aquéllos, que debería ser blanca, y comunicado a toda la cara el aspecto odioso del monstruo, con el que el barón sentía el horrible placer de parecerse. Pero por una rara contradicción, De la Marck, mientras tenía en muchos aspectos la apariencia de un jabalí salvaje, y aun parecía contento con llevar este nombre, por otra parte intentaba, por la longitud y desarrollo de su barba, ocultar la circunstancia que desde un principio le había valido ese apodo. Esta era un espesor y un resalte desusado de la boca y mandíbula superior, lo que, unido a los colmillos que salían mucho por los costados de la boca, le daban esa apariencia con la bestia salvaje, que, unido al deleite que De la Marck sentía por cazar en el bosque de ese nombre, le había valido el sobrenombre de Jabalí de las Ardenas. La barba ancha, grisácea y desgreñada no ocultaba el natural horror de su rostro, ni dignificaba su brutal expresión.

     Los soldados y oficiales estaban sentados alrededor de la mesa, entremezclados con los hombres de Lieja, algunos de ellos de la más baja estofa, entre los cuales, Nikkel Blok el carnicero, colocado cerca del propio De la Marck, se distinguía por sus mangas alzadas que dejaban ver brazos manchados de sangre hasta los codos, como lo estaba la cuchilla de carnicero que tenía colocada en la mesa delante de él. La mayoría de los soldados usaban barbas largas y terribles, a imitación de la de su jefe; presentaban el polo hirsuto y despeinado de la manera más adecuada para realzar la natural ferocidad de su aspecto; y embriagados, en parte con la sensación de triunfo y en parte con las largas libaciones de vino efectuadas, constituían un espectáculo a la vez odioso y repugnante. El lenguaje que sostenían y las canciones que cantaban eran tan licenciosas y llenas de blasfemias que Quintín dió gracias a Dios porque el exceso de ruido impedían que fuesen oídas de su compañera.

     Sólo resta por decir de la otra clase mejor de ciudadanos que estaba asociada con los soldados de Guillermo de la Marck en esta francachela terrible, que los rostros pálidos y las miradas ansiosas de la mayoría de ellos indicaban o que no les gustaba el festín o que temían a sus compañeros, mientras que algunos de menos educación o de un natural más brutal veían sólo en los excesos de la soldadesca una conducta que debían imitar, y cuyo tono trataban de coger en lo posible, y se estimulaban a la tarea injiriendo inmensas cantidades de vino y de schwarz bier, practicando un vicio que en todo tiempo fué muy corriente en los Países Bajos.

     Los preparativos de la fiesta habían sido tan desordenados como la calidad de los comensales. Toda la vajilla del obispo, aun la perteneciente al servicio de la Iglesia -pues el Jabalí de las Ardenas despreciaba la imputación de sacrílego- alternaba con escudillas de metal o grandes recipientes de cuero y cuernos para beber de las formas más ordinarias.

     Queda por mencionar un detalle espeluznante, y dejamos el resto de la escena a la imaginación del lector. Entre las escenas de libertinaje realizadas por los soldados de De la Marck figuraba la ejecutada por uno que estaba excluído de la mesa (un lanzknecht, notable por su valor y su comportamiento atrevido durante el asalto de la noche); se había apoderado con todo descaro de una gran fuente de plata, declarando que su posesión le compensaría de no poder tomar parte en el festín. El caudillo rió a mandíbula batiente una broma tan en consonancia con el carácter de los presentes; pero cuando otro, menos renombrado, al parecer, por su audacia en la batalla, se aventuró a tomarse la misma libertad, De la Marck puso freno instantáneo a una práctica divertida, que pronto hubiera hecho desaparecer de la mesa todos sus ornamentos más valiosos.

     -�Rayos y centellas! -exclamó-. Aquellos que no se atreven a conducirse como hombres cuando hacen frente al enemigo, no pueden aspirar a ser ladrones entre sus amigos. �Cómo tú, vil cobarde, tú, tú que esperaste que estuviese abierta la puerta y bajado el puente, cuando Conrado Horst forzó su camino sobre foso y muralla, eres además desvergonzado? �Atarle a los pies derechos de la ventana del hall!

     Sentencia pronunciada, sentencia ejecutada, y en un momento el infeliz se debatía en su última agonía, suspendido de las barras de hierro. Su cuerpo aun colgaba allí cuando Quintín y los otros penetraron en el hall, e interceptando aquél un pálido rayo de luna, arrojaba sobre el piso del hall una sombra incierta que hacía sospechar la naturaleza del objeto que la producía.

     Cuando el síndico Pavillon fué anunciado de boca en boca en este tumultuoso meeting, intentó asumir, por derecho de su autoridad e influencia, un aire de importancia, que una mirada al fúnebre objeto que colgaba en la ventana, y a la escena de barbarie a su alrededor, hicieron muy difícil para él de sostener, no obstante las exhortaciones de Pedro que murmuró a su oído con algo de azoramiento:

     -�Arriba ese ánimo, señor, o somos hombres perdidos!

     El síndico conservó lo mejor que pudo su dignidad durante un breve discurso, en el que cumplimentó a los presentes por la gran victoria lograda por los soldados de De la Marck y los buenos ciudadanos de Lieja.

     -Ya -contestó De la Marck sarcásticamente- hemos cogido al fin la pieza. Pero, señor burgomaestre, viene usted como Marte con la Belleza a su lado. �Quién es esa mujer? Que se quite el velo; ninguna mujer tiene derecho a considerar esta noche su belleza como suya.

     -Es mi hija, noble caudillo -contestó Pavillon-, y le ruego la perdone por llevar puesto un velo, pues con ello cumple un voto a los Tres Santos Reyes.

     -La desligaré de él ahora -dijo De la Marck-, pues aquí con un golpe de cuchilla me consagraré obispo de Lieja, y espero que un obispo vivo valga por tres reyes muertos.

     Hubo un murmullo y un estremecimiento entre los comensales, pues la comunidad de Lieja y aun algunos de los rudos soldados reverenciaban a los reyes de Colonia, como ordinariamente se les llamaba, aunque no respetaban nada más.

     -No quiero traicionar a sus difuntas majestades -dijo De la Marck-; sólo estoy determinado a ser obispo. Un príncipe a la vez secular y eclesiástico, con poder para hacer y deshacer, convendrá mejor a una banda de réprobos como vosotros, a quien nadie daría la absolución. Pero venga aquí, noble burgomaestre, siéntese junto a mí. Que traigan a mi predecesor en el sagrado sitial y me verá producir una vacante para mi promoción.

     Se originó un murmullo en el hall, mientras Pavillon, excusándose del sitio de honor, se colocó cerca del fondo de la mesa, y junto a él sus acompañantes, parecidos a rebaños de ovejas que al ver un perro extraño se aglomeran a retaguardia del viejo carnero guión, que es, por su oficio y autoridad, juzgado por ellos como poseedor de mayor valor. Cerca de aquel sitio estaba sentado un joven guapo, hijo natural, según se decía, del feroz De la Marck, y a quien algunas veces demostraba afecto y aun ternura. La madre del muchacho, una preciosa concubina, había muerto de un golpe que le fué asestado por el feroz caudillo en un acceso de borrachera o de celos; y su fin había producido al tirano todo el remordimiento que era capaz de sentir. Su apego al huérfano superviviente podía ser en parte debido a esta circunstancia. Quintín, que se había enterado de este detalle de la vida de Guillermo por el viejo obispo, se colocó tan cerca como pudo del joven en cuestión, decidido, a hacer de él, de un modo o de otro, bien un rehén o un protector, de fracasarle los otros medios de salvación.

     Mientras todo permanecía en suspenso, esperando el resultado de las órdenes que el tirano había dictado, uno de los de la comitiva de Pavillon dijo en voz baja a Peters:

     -�Cómo es posible que nuestro amo llame hija suya a esta moza? No es posible que sea nuestra Trudchen. Esta mocetona es más de dos pulgadas más alta que ella y un rizo negro de pelo asoma por debajo de su velo. �Por San Miguel del Mercado, también se podía confundir con la misma razón a una piel de buey negro con la de una novilla blanca!

     -�Silencio! �Silencio! -dijo Pedro con presencia de ánimo.

     -�Y suponte que nuestro amo tiene intención de robar una cierva del parque del obispo y no quiere que se sepa? �Me compete a mí o a ti el espiarle?

     -De ningún modo, hermano -contestó el otro-, aunque no hubiese pensado que se hubiese hecho ladrón de ciervas al cabo de sus años. �Córcholis! �Qué moza más tímida! Mire cómo se agachapa en aquel sitial detrás de la gente para que no la vean los partidarios de De la Marck. Pero quieto, quieto; �qué piensan hacer con el pobre anciano obispo?

     Mientras hablaba, el obispo de Lieja, Luis de Borbón, fué introducido en el hall de su propio palacio por la brutal soldadesca. El estado desordenado de su cabello, barba y traje eran prueba del mal trato que ya había recibido, y algunos de sus hábitos sacerdotales, colocados de cualquier modo sobre él, parecían haberlo sido para hacer escarnio y burla de su ministerio. Afortunadamente, la condesa Isabel, cuyos sentimientos al ver a su protector en tal situación podían haber traicionado su secreto y comprometido su salvación, según se le ocurrió a Quintín, estaba situada de modo que ni podía oír no ver lo que iba a tener lugar, y Durward asiduamente interponía su persona delante de ella para evitar que la vieran y que ella viese.

     La escena que siguió fué corta y brutal. Cuando el infeliz obispo fué traído ante el banquillo del salvaje caudillo, aunque en su vida anterior se había distinguido por su temperamento bondadoso y asequible, mostró en este trance apurado un sentimiento de dignidad y de nobleza de sangre que concordaba bien con la alta estirpe de que descendía. Su mirada no denotaba abatimiento; su porte, cuando las manos brutales que le habían conducido le soltaron, era noble y, al mismo tiempo, resignado, algo entre el porte de un noble feudal y de un mártir cristiano; y tanto le impresionó al mismo De la Marck la firme presencia de su prisionero y el recuerdo de los antiguos beneficios que de él había recibido, que parecía irresoluto: bajó la mirada, y sólo fué después de vaciar una gran copa de vino cuando, adoptando su característica insolencia de modales y mirada, se dirigió así al infortunado cautivo.

     -Luis de Borbón -dijo el feroz soldado, respirando fuerte, cerrando los puños, apretando los dientes y empleando los demás recursos mecánicos para suscitar y sostener su ferocidad nativa de carácter-: busqué tu amistad y rechazaste la mía. �Qué no darías ahora por que así no hubiese sido? Nikkel, prepárate.

     El carnicero se puso de pie, cogió su herramienta y, deslizándose por detrás del sitial de De la Marck, lo mantuvo levantado con su brazo desnudo y musculoso.

     -Mira a ese hombre, Luis de Borbón -dijo De la Marck de nuevo- �Qué condiciones ofrecerás ahora para escapar a esta hora peligrosa?

     El obispo lanzó una mirada melancólica, pero tranquila, sobre el feroz satélite, que parecía preparado para ejecutar la voluntad del tirano, y después dijo con firmeza:

     -Escúchame, Guillermo de la Marck, y todos los hombres buenos, si hay aquí alguno que merezca ese nombre; escuchen las únicas condiciones que puedo ofrecer a este rufián: Guillermo de la Marck, has promovido una sedición en la ciudad imperial; has asaltado y tomado el palacio de un príncipe del Sacro Imperio Romano, matado a su gente, saqueado sus bienes, maltratado su persona; por esto te has hecho acreedor al destierro del Imperio; has merecido ser declarado fuera de la ley y fugitivo, sin bienes y sin derechos. Has hecho mucho más de todo esto. Has quebrantado algo más que meras leyes humanas; has merecido más que mera venganza humana. Has asaltado el santuario del Señor, acometido a un padre de la Iglesia, profanado la casa del Señor con sangre y rapiña como un ladrón sacrílego...

     -�Has terminado ya? -dijo De la Marck interrumpiéndole fieramente y golpeando el suelo con sus pies.

     -No -contestó el prelado-, pues aun no te he dicho las condiciones que querías oír de mí.

     -Prosigue -dijo De la Marck- y haz que las condiciones sean más de mi agrado que el prefacio, o �ay si no de tu cabeza canosa!

     Y echándose atrás en su asiento frotó sus dientes entre sí hasta que la espuma fluyó de sus labios, como de los colmillos del salvaje animal cuyo nombre y despojos llevaba.

     -Tales son tus crímenes -resumió el obispo, con calma-; ahora escucha las condiciones que, como príncipe misericordioso y prelado cristiano, desechando toda ofensa personal, perdonando toda injuria especial, condesciendo a ofrecer. Renuncia a tu deseo de mando; suelta a tus prisioneros; devuelve lo saqueado; distribuye todo lo que tengas de bienes para socorrer a aquellos que has hecho huérfanos y viudas; vístete de tela de saco y cúbrete de ceniza; coge en tu mano un báculo de peregrino y marcha descalzo a Roma, y seré intercesor tuyo cerca de la Cámara Imperial de Ratisbona, por tu vida; cerca de nuestro Santo Padre el Papa, por tu alma miserable.

     Mientras Luis de Borbón proponía estas condiciones en tono tan decidido como si aun ocupase su silla episcopal y como si el usurpador estuviese arrodillado, suplicante, a sus pies, el tirano se elevó lentamente de su asiento, y la sorpresa que al principio le invadió, fué cediendo el paso a la rabia, hasta que, al cesar de hablar el obispo, miró a Nikkel Blok y elevó su dedo sin decir palabra. El rufián golpeó como si hubiese estado ejerciendo su oficio en el matadero, y el asesinado obispo se desplomó, sin un gemido, al pie de su propio trono episcopal (40). Los vecinos de Lieja presentes, que no estaban preparados para catástrofe tan horrible, y que habían tenido esperanza de que la conferencia concluyese en algún acuerdo, se levantaron a una, con gritos de execración mezclados con voces de venganza.

     Pero Guillermo de la Marck, elevando su tremenda voz y agitando su puño cerrado y su brazo extendido, gritó:

     -�Cómo, cochinos de Lieja! �Que os revolcáis en el cieno del Maes! �Os atrevéis a competir con el Jabalí Salvaje de las Ardenas? �Arriba vosotros, raza del Jabalí! -expresión por la que él y otros designaban a menudo a sus soldados-. Que estos cerdos flamencos conozcan vuestros colmillos.

     Cada uno de sus secuaces se puso de pie a esta voz de mando, y, mezclados como estaban con sus aliados, cada cual se hizo cargo en un instante de su vecino más próximo, al que cogió por el cuello, mientras en su mano derecha blandía una ancha daga, que brillaba a la luz de la luna y de las lámparas. Cada brazo fué levantado, pero ninguno hirió, pues las víctimas resultaron muy sorprendidas para resistir, y era probable que el objeto de De la Marck fuese sólo imponer terror en sus confederados civiles.

     Mas el valor de Quintín Durward, alerta y resuelto siempre a manifestarse, estimulado en este momento por todo lo que podía añadir energía a su natural inclinación, dió un nuevo giro a la escena. Quitando la acción de los partidarios de De la Marck, saltó sobre Carlos Eberson, el hijo de éste, y, dominándole con facilidad, colocó su daga junto al cuello del muchacho, mientras exclamaba:

     -�Es ése su juego? Entonces juego también yo en él.

     -�Alto! �Alto!- exclamó De la Marck- Es una broma, una broma. �Creéis que iba a injuriar a mis buenos amigos y aliados de la ciudad de Lieja? Soldados, soltad vuestras presas; sentaos; que se lleven este cadáver -dando un puntapié al cuerpo del obispo- que ha producido esta contienda entre amigos y ahoguemos la disidencia bebiendo más vino.

     Todos soltaron su presa, y los ciudadanos y soldados se quedaron mirándose mutuamente, como si no estuviesen seguros de ser amigos o enemigos. Quintín Durward sacó ventaja del momento.

     -Escúcheme -dijo-, Guillermo de la Marck, y vosotros, ciudadanos de Lieja; y usted, joven señor, permanezca quieto -pues el joven Carlos intentaba escapar de su sujeción-; ningún daño le acontecerá, de no ser que vuelva a ocurrir otra de estas bromas pesadas.

     -�Quién eres tú, en nombre del diablo -dijo el atónito De la Marck-, que has venido a imponer condiciones y tomar rehenes en nuestro propio cubil; de nosotros, que exigimos rehenes de otros, pero no los concedemos a nadie?

     -Soy un servidor del rey Luis de Francia -dijo Quintín atrevidamente-, un arquero de la Guardia escocesa, como mi lenguaje y traje pueden, en parte, hacerle conocer. Estoy aquí para contemplar y referir vuestro proceder, y veo con asombro que es más bien el de gente pagana, que cristiana; de locos, y no de hombres de razón. Las huestes de Carlos de Borgoña se pondrán al instante en movimiento en contra vuestra, y si deseáis ayuda de Francia, debéis conduciros de modo diferente. A vosotros, hombres de Lieja, os recomiendo que retornéis en seguida a vuestra ciudad, y si hubiese algún impedimento para que podáis partir, denuncio a aquellos que lo pongan como enemigos de mi amo, el cristianísimo rey de Francia.

     -�Francia y Lieja! �Francia y Lieja! -gritaron los que habían seguido a Pavillon y varios otros ciudadanos, cuyo valor comenzó a despertarse con las palabras atrevidas de Quintín-. �Francia y Lieja, y que viva muchos años el valiente arquero! �Viviremos y moriremos con él!

     Los ojos de Guillermo de la Marck brillaron, y empuñó su daga como si fuese a hundirla en el corazón del audaz muchacho; pero mirando a su alrededor, leyó algo en las miradas de los soldados que aun él se vió obligado a respetar. Muchos de ellos eran franceses, y todos conocían el auxilio reservado que Guillermo había recibido, tanto en hombres como dinero, de aquel reino, y algunos estaban sorprendidos de la violenta y sacrílega acción que se acababa de cometer. El nombre de Carlos de Borgoña, persona que había de sentir muchísimo los acontecimientos de aquella noche, no podía caer bien, y la política inoportuna de pelear a la vez con los de Lieja y provocar al monarca de Francia, hizo una impresión deprimente en sus espíritus. De la Marck vió, en una palabra, que no sería ayudado, ni aun por los de su bando, en ningún nuevo acto de violencia inmediato, y, desechando la expresión terrorífica de su rostro, declaró �que no tenía la menor intención en contra de sus buenos amigos de Lieja, todos los cuales quedaban libres para abandonar Schonwaldt en cuanto quisiesen, aunque esperaba que pasasen, por lo menos, una noche con él de jarana para celebrar su victoria�. Añadió con más calma de la usual en él, que �estaba dispuesto a entrar en negociaciones respecto al reparto del botín y a la adopción de medidas para su mutua defensa, bien al día siguiente, o tan pronto como ellos quisiesen. Mientras tanto, confiaba en que el joven escocés honraría su fiesta permaneciendo toda la noche en Schonwaldt�.

     El joven escocés dió las gracias; pero dijo que sus movimientos se atemperarían a los de Pavillon, al que acompañaba en esta ocasión; pero que, sin duda, le visitaría la primera vez que volviese a la morada del valiente Guillermo de la Marck.

     -Si depende usted de mis movimientos -dijo Pavillon en voz alta-, es probable que abandone Schonwaldt sin perder momento, y si no vuelve a Schonwaldt más que en mi compañía, no es probable que lo vuelva a ver tan de prisa.

     Esta última parte de su sentencia la dijo el honrado ciudadano para su capote, temeroso de las consecuencias de expresar en voz alta sus pensamientos, que, sin embargo, era incapaz de suprimir del todo.

     -Manteneos junto a mí, mis decididos partidarios -dijo a los suyos-, y saldremos todo lo aprisa que podamos de esta cueva de ladrones.

     La mayoría de los habitantes acomodados de Lieja allí presentes parecían ser de la misma opinión que el síndico, y casi la misma alegría se originó entre ellos cuando se apoderaron de Schonwaldt, que ahora, ante la perspectiva de salir incólumes del edificio, se les permitió salir del castillo sin oposición de ninguna clase, y Quintín se puso contento cuando volvió su espalda a estas formidables murallas.

     Por primera vez desde que penetraron en este espantoso hall se aventuró Quintín a preguntar a la joven condesa cómo se encontraba.

     -Bien, bien -contestó con prisa febril-, muy bien. No se detenga a hacer preguntas; no perdamos un instante en hablar. �Huyamos, huyamos!

     Intentó acelerar su paso mientras hablaba; pero con tan poco éxito, que hubiera caído extenuada si Durward no la hubiera auxiliado. Con la ternura de una madre cuando libra a su hijo de un peligro, el joven escocés elevó en sus brazos su preciosa carga, y mientras ella rodeaba su cuello con un brazo, no pensando más que en su deseo de escapar, daba él por bien empleados los riesgos de la noche, ya que así concluía.

     El honrado burgomaestre fué a su vez auxiliado y sostenido en su marcha por su fiel consejero Pedro y otro de sus partidarios, y de este modo, a toda prisa, alcanzaron las orillas del río, tropezando con numerosos grupos de ciudadanos que deseaban conocer los incidentes del sitio y la verdad de ciertos rumores circulados respecto a que los conquistadores habían reñido entre sí.

     Evitando satisfacer su curiosidad como mejor pudieron, lograron Pedro y algunos de sus compañeros habilitar un bote para su uso, gozando así de algún reposo, tan favorable para Isabel, que continuaba sin movimiento en brazos de su salvador, como para el digno burgomaestre, quien, después de dar un sinfín de gracias a Durward, cuyo espíritu estaba ahora muy embargado para contestarle, comenzó una larga arenga, que dirigió a Pedro sobre su propio valor y benevolencia, y los peligros a que le exponían estas virtudes en esta y otras ocasiones.

     -Pedro, Pedro -dijo, resumiendo su queja de la tarde anterior-: si yo no hubiese tenido un corazón atrevido no me hubiera metido en el fregado de ayer, ni en esa otra batalla de Saint Tron, donde un guerrero de Hainault me arrojó con su lanza en una zanja llena de barro, sin que nadie me ayudase hasta que la batalla terminó. Peter, esta misma noche mi valor me engañó, y me coloqué un corselete demasiado estrecho, que hubiera sido mi muerte si no es por la ayuda de este valiente joven caballero, cuyo oficio es la lucha, en la que le deseo grandes triunfos. La ternura de mi corazón, Pedro, ha hecho de mí un pobre hombre, y sólo el cielo sabe qué sinsabores me reserva aún con damas, condesas, y por guardar secretos, que me temo me puedan costar la mitad de mi fortuna y aun mi cuello.

     Quintín no pudo permanecer silencioso por más tiempo; pero le aseguró que cualquier peligro o daño que corriese por motivo de la joven dama, ahora bajo su protección, sería motivo de reconocimiento y, en lo posible, pagado.

     -Se lo agradezco, joven escudero arquero, se lo agradezco -contestó el ciudadano de Lieja-; pero �quién le ha dicho que deseo ninguna clase de pago por cumplir con el deber de un hombre honrado? Sólo me lamento de que me pueda costar esto o lo otro, y espero poder tener permiso para decir lo que me parezca a mi teniente.

     Quintín dedujo de esto que su amigo pertenecía a esa clase numerosa de bienhechores de la Humanidad que se cobraban en gruñidos, sin guiarles otra cosa, al publicar sus molestias, que la de exaltar la idea del valioso servicio prestado, y por eso permaneció prudentemente en silencio, y consintió que el síndico continuase comentando con su teniente el riesgo y las pérdidas a que se había visto expuesto por su celo por el bien público y sus desinteresados servicios a las personas hasta que llegaron a su casa.

     La verdad era que el honrado ciudadano sentía que había perdido un poco de importancia al consentir que el joven extranjero llevase la dirección de los acontecimientos en el hall del castillo de Schonwaldt, y aunque satisfecho con el efecto de la intervención de Durward en el momento, le parecía, al reflexionar, que había sufrido una disminución de prestigio, por lo que trató de lograr una compensación exagerando los derechos que tenía para la gratitud de su país en general, de sus amigos en particular, y más especialmente de la condesa de Troye y su joven protector.

     Pero cuando el bote se detuvo en el fondo de su jardín y fué ayudado a desembarcar por Pedro, pareció como si al contacto con su casa se disipasen, desde luego, aquellos sentimientos heridos de opinión propia, y se convirtiese el obscuro y descontento demagogo en el patrón honrado, amable, hospitalario y amigo; llamó en alta voz a Trudchen, que apareció en seguida, pues el temor y la ansiedad habían sido causa de que muy pocos durmiesen aquella memorable noche en Lieja. Le recomendó que dedicase toda su atención al cuidado de la hermosa y medio desmayada forastera, y admirando sus encantos personales, mientras compadecía su desgracia, Gertrudis desempeñó su hospitalario deber con el celo y el afecto de una hermana.

     Aunque era tarde y el síndico estaba fatigado, Quintín, por su parte, no pudo rehusar el ofrecimiento de un frasco de vino escogido y costoso, tan viejo como la batalla de Azincour, y hubiera tenido que someterse a participar de él, aunque involuntariamente, de no haberse presentado la madre de la familia, a quien Pavillon llamó en alta voz para que trajese de su alcoba las llaves de la bodega. Era una mujercilla alegre, que había sido bonita en su tiempo, pero cuya principal característica, desde hacía años, había sido una nariz roja y afilada, una voz chillona, y su determinación de que el síndico, por lo mismo que ejercía en el exterior su autoridad, debía permanecer en casa bajo la debida disciplina.

     Tan pronto se percató de la naturaleza del debate entre su marido y su huésped, declaró ella rotundamente que el primero, en vez de buscar ocasión para más vino, había bebido ya demasiado; y lejos de utilizar, correspondiendo a su ruego, ninguno de los manojos grandes de llaves que colgaban de una cadena de plata de su cintura, le volvió la espalda sin más ceremonia y acompañó a Quintín al lindo y confortable aposento en donde debía pasar la noche, rodeado de tal confort como hasta ahora era probable que desconociese: en tanto exceden los poderosos flamencos no sólo a los pobres y rudos escoceses, sino a los mismos franceses, en todas las comodidades de la vida doméstica.

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Capítulo XXIII

La huída



                                                                                               Ahora pídeme que corra,
Y me esforzaré en cosas imposibles,
Para sacar el mejor partido de ellas.
   
   Ponte en pie,
Y con corazón enardecido te seguiré
Para hacer no sé qué.
                                   Julio Cesar.


     A pesar de la mezcla de temor y alegría, duda, ansiedad y otras pasiones, la fatiga agotadora del día anterior fué lo suficiente para sumir al joven escocés en un profundo sueño, que duró hasta avanzado el día siguiente, en que su digno anfitrión penetró en su aposento con señales de preocupación en su rostro.

     Se sentó junto a la cama de su huésped y comenzó un largo y complicado discurso sobre los deberes domésticos de la vida matrimonial, y especialmente sobre la autoridad y supremacía que los hombres casados deben sostener en todas las diferencias de criterio con sus esposas. Quintín escuchó con alguna ansiedad. Sabía que los maridos, como otros poderes beligerantes, estaban dispuestos a veces a cantar Tedéum y a ocultar más bien un defecto que a celebrar una victoria, y se precipitó a sondear el asunto más de cerca, �esperando que su llegada no habría sido acompañada de inconveniente para la buena señora de la casa�.

     -�Inconveniente! No -contestó el burgomaestre-. Ninguna mujer puede ser cogida menos desprevenida que madre Mabel, siempre feliz de ver a sus amigos, siempre con una limpia habitación y una buena comida dispuesta para ellos, gracias a Dios. No hay mujer en la tierra que sea más hospitalaria; sólo es una lástima que su carácter sea a veces algo raro.

     -�Nuestra estancia aquí le es desagradable, en suma? -dijo el escocés saltando de la cama y comenzando a vestirse de prisa. Si estuviese seguro que lady Isabel estaba en condiciones de viajar después de los horrores de la última noche, no aumentaríamos la ofensa permaneciendo aquí ni un instante más.

     -Eso es precisamente -dijo Pavillon- lo que la joven dama dijo a madre Mabel, y desearía que hubiera visto el color que se le subió a la cara mientras lo decía: una lechera que hubiese patinado durante varias millas, de cara al viento helado, para ir al mercado, es una azucena comparada con ella.

     -�Ha salido, pues, de su habitación lady Isabel? -dijo el joven, continuando su tarea de vestirse con más prontitud que antes.

     -Sí -replicó Pavillon-, y espera su presencia con mucha impaciencia para determinar qué camino seguirá usted, ya que ambos están decididos a marchar. Pero �confío en que se detendrán a almorzar?

     -�Por qué no me dijo usted eso antes? -dijo Durward impaciente.

     -Demasiado pronto se lo he dicho -dijo el síndico-, ya que le ha puesto en estado de aturdimiento. Ahora tengo algo más que decirle si tiene paciencia para escucharme.

     -Hable, digno señor, tan pronto como pueda; escucho atentamente.

     -Entonces le diré -prosiguió el burgomaestre- que sólo tengo una palabra que decir, y es que Trudchen, que siente tanto tener que separarse de la joven dama, como si hubiese sido su hermana, desearía de usted que adoptase algún disfraz, pues se dice por la ciudad que las damas de Croye viajan por el país en traje de peregrinas, acompañada por un guardia de los arqueros escoceses del rey Luis; y también se dice que una de ellas fué traída a Schonwaldt la última noche por un bohemio, después que nosotros salimos de allí, y se añade, además, que este mismo bohemio ha asegurado a Guillermo de la Marck que usted no tenía que entregar mensaje ninguno ni a él ni al buen pueblo de Lieja, y que usted ha robado a la joven condesa y viajado con ella en calidad de amante suyo. Todas estas noticias han llegado esta mañana de Schonwaldt, y se nos ha dicho a mí y a otros consejeros, que no saben bien qué aconsejar, pues aunque nuestra opinión es que Guillermo de la Marck se ha comportado muy bruscamente con el obispo y con nosotros, se cree por muchos que, en el fondo, tiene buen corazón, cuando no está borracho, y que es el único caudillo en el mundo capaz de mandarnos contra el duque de Borgoña; y en realidad, tal como están los asuntos, yo mismo opino que debemos estar en buena armonía con él, pues hemos avanzado mucho para retroceder.

     -Su hija aconseja bien -dijo Quintín Durward, absteniéndose de reproches que, a su juicio, no servirían para modificar una resolución que había sido adoptada por el digno magistrado para satisfacer a la vez los prejuicios de los de su clase y la inclinación de su esposa- Su hija aconseja bien. Debemos disfrazarnos, y en seguida. �Podemos confiar en usted para el secreto necesario y para los medios de huir?

     -Con todo mi corazón, con todo mi corazón -dijo el honrado ciudadano, que, no muy satisfecho con la dignidad de su conducta, estaba ansioso de encontrar algún medio de disculparse-. No puedo olvidar que le debo mi vida en la pasada noche: primero, por haberme desabrochado aquel maldito corselete de acero, y después, por ayudarme a salir del otro aprieto, que era peor, pues aquel Jabalí y su cría parecían más diablos que personas. Así, le seré tan fiel como una hoja a su vaina, según dicen nuestros cuchilleros, que son los mejores del mundo. Ahora que está listo, venga por aquí: verá la mucha confianza que usted me inspira.

     El síndico le condujo de la alcoba donde había dormido a su propio gabinete, en el que despachaba sus negocios, y después de cerrar la puerta con cerrojo y de arrojar una mirada penetrante a su alrededor, abrió un espacio abovedado, oculto tras la tapicería, en el que se veían más de un arca de hierro. Abrió una de ellas, que estaba llena de florines, que puso a la disposición de Quintín, diciéndole que cogiese la suma que juzgase necesaria para sus gastos y los de su compañera.

     Como el dinero que habían entregado a Quintín a la salida de Plessis estaba casi agotado, no dudó en aceptar la suma de doscientos florines, y con ello quitó a Pavillon un gran peso de encima, quien consideró esta transacción, en la que voluntariamente se hacía él acreedor, como una compensación por la falta de hospitalidad que le forzaban a cometer diverso género de consideraciones.

     Habiendo cerrado cuidadosamente su cámara-tesoro el opulento flamenco, condujo después a su huésped al recibimiento, en el que encontró a la condesa vestida a la usanza de una doncella flamenca de la clase media, ágil de espíritu y activa de cuerpo, aunque pálida por las escenas de la noche pasada. Sólo estaba con ella Trudchen, que estaba muy ocupada en completar el traje de la condesa y en darle instrucciones de cómo debía conducirse. Alargó Isabel la mano a Quintín, y una vez que éste se la besó con respeto, le dijo ella:

     -Señor Durward, tenemos que separarnos de nuestros amigos si no queremos atraer sobre ellos una parte de la desgracia que me ha perseguido desde la muerte de mi padre. Debe usted cambiar de traje y venir conmigo, a no ser que esté cansado de proteger a ser tan desdichado.

     -�Yo cansado de ser vuestro protector! �Hasta el fin de la tierra la acompañaría! Pero �usted podrá continuar por el camino emprendido? �Puede usted, después de los terrores de la última noche...?

     -No me los recuerde -contestó la condesa-; se me representan como un horrible sueño. �Ha escapado el excelente obispo?

     -Confío en que esté en libertad -contestó Quintín, haciendo señas a Pavillon, que parecía dispuesto a dar detalles de la terrible historia, para que se callase.

     -�Nos es posible unirnos a él? �Tiene fuerzas consigo? -dijo la dama.

     -Su única esperanza es el cielo -dijo el escocés-; pero donde quiera usted ir estaré junto a usted como guía y guardián decidido.

     -Lo pensaré -dijo Isabel; y después de un momento de silencio, añadió-: Un convento sería lo que prefiriese; pero temo que ofrezca poca defensa contra aquellos que me persiguen.

     -No puedo recomendar ningún convento en el distrito de Lieja, porque el Jabalí de las Ardenas, aunque sea un bravo jefe, un fiel aliado y un defensor de nuestra ciudad, tiene, sin embargo, sus ratos de mal humor, y entonces respeta poco los claustros, conventos, monjas y cosas análogas. La gente dice que hay muchas monjas, es decir, supuestas monjas, que marchan siempre con su compañía.

     -Esté usted preparado pronto, señor Durward -dijo Isabel interrumpiendo este detalle-, ya que necesariamente debo confiarme a usted.

     Tan pronto como el síndico y Quintín abandonaron la habitación, Isabel comenzó a preguntar a Gertrudis detalles del camino con tal presencia de espíritu, que esta última no pudo por menos de exclamar:

     -�Señora, la admiro! He oído hablar de firmeza masculina; pero la vuestra me parece que excede a todas.

     -La necesidad -contestó la condesa- es la madre del valor y la invención. No hace mucho tiempo me hubiera desmayado si hubiese visto derramarse una gota de sangre de una herida insignificante. Después he visto fluir la sangre a borbotones a mi alrededor, y, sin embargo, he conservado el dominio de mí misma. No crea que fué tarea fácil -añadió, poniendo su mano temblorosa sobre el brazo de Gertrudis, aunque seguía hablando con voz firme-: el pequeño mundo en mi interior es como una guarnición sitiada por miles de enemigos, que sólo la más tenaz voluntad impide ser atacada a cada momento. �Si mi situación fuese menos peligrosa de lo que es; si no estuviese convencida que mi única probabilidad para evitar un porvenir más horrible que la muerte es conservar mi dominio sobre mí, me arrojaría, Gertrudis, en este momento en sus brazos y aliviaría mi pecho acongojado con tantas lágrimas como nunca vertió corazón humano!

     -�No haga eso, dama! -dijo la simpática flamenca-; tenga valor; confíese al cuidado del cielo, y seguramente si el cielo quiere enviar un salvador a alguien próximo a perecer, ese caballero atrevido y emprendedor está reservado para vos. Hay también uno -añadió, ruborizándose intensamente- por quien siento interés. No diga nada a mi padre; pero he indicado a mi novio, Hans Glover, que la espere en la puerta de Levante, y que nunca me vuelva a mirar a la cara hasta que me asegure haberla guiado sana y salva fuera del territorio.

     El único medio que se le ocurrió a la condesa para expresar su agradecimiento a la bondadosa y franca doncella fué besarla cariñosamente, añadiendo con una sonrisa:

     -Si dos doncellas y sus solícitos galanes no consiguen un disfraz y organizar una huída, el mundo debe haber cambiado mucho.

     Un pasaje de esta frase atrajo de nuevo el color a las mejillas de la condesa, que no disminuyó al aparecer Quintín de repente. Penetró disfrazado de campesino holandés de clase acomodada, con un traje que le prestó Pedro, el cual demostraba su interés por el joven escocés, por la facilidad con que prescindía de su uso, y juró al mismo tiempo que, aunque hubiese de ser curtido como piel de buey, no sacarían palabra de él que pudiese traicionar a la joven pareja. Dos buenos caballos habían sido preparados por las gestiones de madre Mabel, quien realmente deseaba que la condesa y su acompañante no sufriesen daño alguno, una vez que hubiese librado a su casa y su familia de los peligros que podrían surgir de seguir hospedándose en ella. Los vió montar y partir con gran satisfacción, después de recomendarles que encontrarían el camino hacia la puerta de Levante, conservando su vista en Peter, que marcharía en esa dirección actuando de guía, pero sin mantener comunicación visible con ellos.

     En el instante en que partieron los huéspedes, madre Mabel aprovechó la oportunidad para soltar una reconvención a Trudchen sobre la locura de leer novelas, que habían sido causa de que las ostentosas damas de la corte se hubiesen vuelto tan atrevidas y aventureras, que en vez de dedicarse a aprender algún quehacer doméstico, montaban a caballo, recorriendo la comarca sin más compañía que la de un ocioso escudero, paje libertino o arquero alocado de país extranjero, con grave peligro de su vida e irreparable prejuicio para su reputación.

     Todo esto lo escuchó Gertrudis en silencio y sin hacer objeción alguna; pero teniendo en cuenta su carácter, cabía dudar si sacó de ello la consecuencia práctica que su madre pretendía.

     Mientras tanto, los viajeros habían alcanzado la puerta de Levante de la ciudad, atravesando grupos de personas que, afortunadamente, estaban muy entretenidas con los acontecimientos y rumores políticos del día para prestar atención a una pareja tan poco llamativa. Pasaron los puestos de centinelas en virtud de un permiso que les obtuvo Pavillon a nombre de su colega Ronslaer, y se despidieron de Pedro Geislaer con un breve, pero amistoso, saludo por ambas partes. Inmediatamente después se les unió un joven fornido, montando un buen caballo gris, que se presentó como Hans Glover, el novio de Trudchen Pavillon. Era un joven flamenco, de rostro agraciado, no de la clase más intelectual, que demostraba más buen humor que ingenio, y, a juicio de la condesa, apenas digno de ser pretendiente de la generosa Trudchen. Parecía, sin embargo, muy deseoso de serles útil, pues, al saludarles respetuosamente, preguntó a la condesa, en flamenco, por cuál camino quería que los acompañase.

     -Guíeme -dijo- a la población más cercana a la frontera de Brabante.

     -�Ha decidido, pues, la finalidad de su viaje? -dijo Quintín, aproximando su caballo al de Isabel y hablando en francés, que su guía no comprendía.

     -Ciertamente -replicó la joven dama-, pues en mi situación actual no puede conducir a nada el prolongar un viaje, aunque al final, encuentre una prisión rigurosa.

     -�Una prisión! -dijo Quintín.

     -Sí, mi amigo, una prisión; pero procuraré que usted no la comparta.

     -No hable, no piense en mí -dijo Quintín-. En viéndola salva, no hay para qué ocuparse de mí.

     -No hable tan alto -dijo lady Isabel-, para no llamar la atención del guía; ya ve cómo se ha puesto a cabalgar delante de nosotros -pues el bondadoso flamenco, adivinando el pensamiento de los jóvenes, había apartado de ellos la cohibición de una tercera persona en cuanto Quintín se acercó a la dama-. Sí -continuó ella cuando observó que el guía no se fijaba en ellos-, a usted, mi amigo, mi protector, �por qué había de avergonzarme de llamarle de este modo?, a usted tengo el deber de decirle que mi resolución es volver a mi país natal e implorar la clemencia del duque de Borgoña. Fué un consejo equivocado, aunque dado con buena intención, el que me indujo a rehuir su protección y a colocarme bajo la del artero y falso Luis de Francia.

     -�Y está usted entonces resuelta a ser la esposa del conde de Campo-Basso, el indigno favorito de Carlos?

     Pronunció estas palabras Quintín con voz en que su agonía interna luchaba con su deseo de adoptar un tono indiferente, como el de un pobre criminal condenado, cuando afectando una firmeza que está lejos de sentir, pregunta si ha llegado la sentencia de muerte.

     -No, Durward, no -dijo lady Isabel enderezándose en su silla-; todo el poder de Borgoña será incapaz de obligar a una hija de la casa de Croye a aceptar ese lazo fatal. Borgoña puede apoderarse de mis tierras y de mis feudos; puede encerrarme en un convento; pero eso es lo peor que puedo esperar, y más que eso sufriré antes de entregar mi mano a Campo-Basso.

     -�Más que eso? -dijo Quintín-. �Y qué más puede haber que el despojo y la prisión? Mientras se encuentre libre, como ahora, y uno junto a usted que se compromete a conducirla a Inglaterra, a Alemania, aun a Escocia, en cuyos sitios encontrará generosos protectores; mientras éste sea el caso, no se decida tan precipitadamente a abandonar los medios de libertad, �el mejor don que el cielo concede! �Oh!, bien canta un poeta de mi tierra:



                                               �Ah!, libertad es una noble cosa
Libertad hace al hombre tener inclinaciones
Libertad proporciona el incentivo para el placer
vive a su gusto el que libre vive.
Penas, enfermedades, pobreza, necesidades, todas
se condensan en la palabra esclavitud.


     Escuchó con sonrisa melancólica los versos recitados por su guía, y contestó después de un momento de silencio:

     -La libertad es sólo para el hombre; la mujer debe buscar un protector, ya que la Naturaleza la hizo incapaz de defenderse por sí misma. �Y dónde he de encontrar uno? En ese voluptuoso Eduardo de Inglaterra, en el borracho Wenceslao de Alemania. �En Escocia? �Ah, Durward, si fuese su hermana y me pudiese prometer albergue en algunos de esos valles de su país que tanto le gusta describir, donde, por caridad o por las pocas joyas que he conservado, pudiese llevar una vida tranquila y olvidar mi triste sino; si me pudiese prometer la protección de alguna honrosa matrona del país -de algún varón cuyo corazón fuese tan leal como su espada-, esa sería una perspectiva que merecería el riesgo de nuevas censuras por seguir errante por esos mundos!

     Hubo una sensación de ternura en su voz al hacer esta confesión la condesa Isabel, que llenó

de alegría a Quintín y le llegó al corazón. Dudó un momento antes de contestar, pasando rápida revista en su imaginación a las posibilidades de procurarle albergue en Escocia; pero la triste realidad le decía que sería a la vez mezquino y cruel aconsejarla el emprender un camino a país donde no tenía la menor probabilidad de que estuviese segura.

     -Traicionaría, señora -dijo al fin-, mi fe de caballero si la consintiese hacer plan alguno sobre la idea de que puedo proporcionarle protección distinta de la de mi pobre brazo, como ahora. Apenas sé si corre sangre mía por las venas de algún otro individuo en mi tierra nativa. El caballero de Inurquharity asaltó nuestro castillo a medianoche y arrasó todo lo que pertenecía a mi nombre. En Escocia tengo enemigos feudales numerosos y poderosos, y allí me encontraría solo y desamparado, y aunque el rey quisiese hacerme justicia, no se atrevería, para reparar las injusticias cometidas con un pobre hombre, provocar a un jefe que posee quinientos caballos a sus órdenes.

     -�Ay! -dijo la condesa-. Entonces no existe rincón en el mundo que se vea libre de opresión, ya que reina sin freno entre esas salvajes colinas, que tan pocos objetos presenta a la codicia, lo mismo que si se tratase de nuestro rico y abundante País Bajo!

     -Es una triste verdad y no me atrevo a negarla -dijo el escocés-, que sólo por el placer de la venganza y el ansia de derramamiento de sangre nuestros bandos enemigos se sacrifiquen mutuamente, y Ogilvies y otros de su calaña obran del mismo modo en Escocia como De la Marck y sus ladrones lo hacen en este país.

     -No hablemos más de Escocia, pues -dijo Isabel con tono de indiferencia, ya real o fingida- que sólo mencioné de broma para ver si usted realmente me recomendaba como sitio de reposo el reino más alborotado de Europa. Sólo fué para probar su sinceridad, y me regocija ver que puede uno confiar en ella. Así, no pensaré en cualquier protección que me pueda proporcionar el primer varón honrado que tropiece, súbdito del duque Carlos, pues estoy decidida a entregarme a éste.

     -�Y por qué no se guarece usted en sus posesiones propias y en su fuerte castillo, como lo pensaba cuando se encontraba en Tours? -dijo Quintín- �Por qué no llama a los vasallos de su padre y hace un tratado con Borgoña antes de intentar entregarse al duque? Con seguridad habrá muchos corazones valerosos que lucharían por su causa, y sé por lo menos de uno que entregaría su vida de buena gana para dar ejemplo.

     -�Ay! -dijo la condesa-. Ese proyecto, sugestión del astuto Luis, y que como todas las suyas, era más ventajosa para él que para mí, resulta impracticable desde que fué delatado a Borgoña por el doble traidor Zamet Maugrabin. Mi pariente fué entonces reducido a prisión y mis casas vigiladas. Cualquier intento mío expondría a mi dependencia a la venganza del duque Carlos, �y para qué iba a ser ocasión de más derramamiento de sangre del que ya ha tenido lugar por motivo tan fútil? �No, me someteré a mi soberano, como vasallo sumiso, en todo lo que no ataque a mi libertad personal para escoger marido, tanto más cuanto que confío en que mi parienta, la condesa Hameline, que fué la que primero me aconsejó y metió prisa para mi huída, habrá ya adoptado esta prudente y honrosa decisión!

     -�Su parienta! -repitió Quintín rememorando cosas desconocidas para la joven condesa y que la rápida sucesión de acontecimientos peligrosos y emocionantes había borrado de su memoria.

     -Mi tía, la condesa Hameline de Croye, �sabe algo de ella? -dijo la condesa Isabel-. Confío en que ahora estará bajo la protección de la bandera de Borgoña. �Se calla usted! �Sabe algo de ella?

     La última pregunta, hecha en tono que denotaba gran ansiedad, obligó a Quintín a decir algo de lo que sabía sobre la suerte corrida por la condesa. Le dijo cómo fué citado para acompañarla en su huída de Lieja, en la que él no dudó la acompañaría lady Isabel; mencionó el descubrimiento que había hecho después que llegaron al bosque, y, finalmente, contó su retorno al castillo y lo que en él encontró. Pero se reservó el fin que perseguía lady Hameline al abandonar el castillo de Schonwaldt y la opinión pública de que había caído en manos de Guillermo de la Marck. Un sentimiento de delicadeza le impidió hacer mención de lo primero, y el respeto a los sentimientos de su compañera en un momento en que era necesario en ella el máximo esfuerzo, le impidió aludir a lo último, que sólo había llegado a él, por lo demás, como mero rumor.

     Esta narración, aun con la supresión de detalles tan importantes, impresionó mucho a la condesa Isabel, la cual, después de cabalgar un rato en silencio, dijo al fin con tono de disgusto:

     -�De suerte que usted abandonó a mi infeliz parienta en un bosque, dejándola a la merced de un vil bohemio y de una traidora doncella? �Pobre parienta, que acostumbrabas a celebrar la buena fe de este joven!

     -Si no hubiese procedido así, señora -dijo Quintín un poco ofendido por el giro dado a su galantería-, �cuál hubiera sido la suerte de una persona a cuyo servicio estaba más de lleno dedicado? Si no hubiese dejado a la condesa Hameline de Croye al cuidado de aquellos que ella misma escogió por consejeros, la condesa Isabel sería ahora la esposa de Guillermo de la Marck, el Jabalí Salvaje de las Ardenas.

     -Tiene usted razón -dijo la condesa Isabel en su tono usual-, y yo, que gozo de la ventaja de su incondicional devoción, le he ofendido. Pero me acuerdo de mi infeliz parienta y de Marthon, que tanto gozaba de su confianza y tan poco la merecía; fué ella la que presentó a mi parienta a Zamet y Hayraddin Maugrabin, quienes con sus pretendidos conocimientos de Astrología obtuvieron gran ascendencia sobre ella; fué ella la que, fortaleciendo sus predicciones, la inculcó -no sé cómo llamarlas- ilusiones relativas a amantes y matrimonios que la edad de mi parienta hacían fruto casi prohibido. No dudo que desde un principio estuvimos rodeadas por esos malvados, puestos por Luis de Francia, para determinamos a tomar refugio en su corte, o más bien para entregarnos en poder suyo; después de esa acción irreflexiva por parte nuestra, usted, Quintín Durward, es testigo de lo poco caballerosamente y lo innoblemente que se condujo con nosotros. �Pero cuál puede ser la suerte de mi parienta? �Qué piensa usted de ello?

     Tratando de inspirar confianza que apenas sentía, Durward contestó que la avaricia de esa gente era mayor que cualquier otra pasión; que Marthon, cuando él se separó de ellas, parecía actuar más bien como protectora de lady Hameline; y, en suma, que era difícil concebir que estos malvados sacasen provecho del asesinato de la condesa, mientras resultarían gananciosos tratándola bien y poniéndola a rescate.

     Para apartar los pensamientos de la condesa Isabel de este asunto enojoso, Quintín le contó la traición de Maugrabin, que había descubierto una noche cerca de Namur y que parecía ser el resultado de un convenio entre el rey y Guillermo de la Marck. Isabel se estremeció horrorizada, y después dijo:

     -Estoy avergonzada y he pecado en permitirme dudar de la protección de los santos, así como por un instante el haber juzgado posible la realización de proyecto tan bajo, cruel y deshonroso, mientras haya ojos misericordiosos en el cielo que se preocupen de las miserias humanas. Pero ahora veo plenamente por qué esa hipócrita de Marthon parecía cultivar tan a menudo toda semilla de pequeña discordia o descontento entre mi pobre parienta y yo, mientras mezclaba con adulación, dirigida a la persona que estaba presente, todo lo que pudiera indisponerla con su parienta ausente. Sin embargo, nunca pude imaginarme hubiese llegado a conseguir el que, mi parienta, que antes tanto me quería, me abandonase en los peligros de Schonwaldt mientras ella escapaba.

     -�No le comunicó entonces lady Hameline -dijo Quintín- su proyectada fuga?

     -No -replicó la condesa-, aunque aludió a cierta noticia que Marthon tenía que decirme. En realidad, mi pobre parienta se volvió tan loca con el lenguaje misterioso del miserable Hayraddin, a quien aquel día concedió una larga y secreta conferencia e hizo insinuaciones tan extrañas que, en una palabra, no me preocupé de insistir con ella, al verla en aquel humor, para que me diese una explicación. Sin embargo, fué cruel que me dejase sola.

     -Quizá pueda excusarse ese proceder de lady Hameline -dijo Quintín-, pues era tal la agitación del momento y la obscuridad de la hora, que es fácil que lady Hameline se creyese acompañada de su sobrina, así como yo en la misma ocasión, engañado por el traje y porte de Marthon, me creí en la compañía de ambas damas de Croye, y de ella especialmente -añadió con voz baja, pero decidida-, sin la cual todas las riquezas del mundo no me hubiesen inducido a dejar Schonwaldt.

     Isabel inclinó su cabeza hacia adelante y apenas pareció darse cuenta del énfasis que puso Quintín en sus palabras. Pero volvió su cara a él de nuevo cuando comenzó a hablar de la política de Luis, y no fué difícil para ellos, cambiando impresiones, el asegurarse que los hermanos bohemios, con su cómplice Marthon, habían sido los agentes de aquel astuto monarca, aunque Zamet, el mayor de ellos, con una perfidia peculiar de su raza, había intentado hacer un doble juego y había sido castigado por ello. En el mismo ambiente de mutua confianza y olvidando la singularidad de su situación, así como los peligros del camino, prosiguieron los viajeros su viaje, deteniéndose sólo para cambiar de caballos en una aldea retirada, hasta donde fueron guiados por Hans Glover, que en todo, y particularmente en dejarles en libertad de hablar, se condujo como persona de reflexión y discreción.

     Por aquel entonces la separación artificial que parecía establecida entre los dos amantes (pues ya le podemos dar ese título) desapareció por las circunstancias en que estaban colocados, pues si la condesa se jactaba de ser de alto rango y, por nacimiento, dueña de una fortuna incalculablemente mayor que la del joven, cuya renta estaba en su espada, hay que tener presente que en la actualidad era tan pobre como él, y su seguridad, honra y vida dependían exclusivamente de la presencia de ánimo, valor y devoción de Quintín. No hablaron de amor, porque aunque la joven condesa con su corazón rebosante de gratitud y confianza podía haber perdonado una declaración de esa índole, Quintín, en cuya lengua habían puesto un freno su timidez natural y sus sentimientos caballerescos, hubiera juzgado un abuso de la situación en que ella se encontraba el haber dicho algo que pudiera tener la apariencia de sacar indebida ventaja de las oportunidades que aquélla le proporcionaba. No hablaron de amor, pero el pensamiento de éste fué inevitable en ambos, y de este modo se vieron colocados en esa situación, uno respecto del otro, en la que los sentimientos de consideración mutua se sobrentienden más que se proclaman, y la cual, con las libertades que permite y las incertidumbres que le acompañan, constituye a menudo las horas más deliciosas de la existencia humana.

     Serían las dos de la tarde cuando se alarmaron al oír al guía decirles, con palidez y temor reflejados en el rostro, que les perseguía una cuadrilla de los Schwarzreiters de De la Marck. Estos soldados, o más bien bandidos, eran bandas reclutadas en las bajas esferas de Alemania, y se asemejaban a los lansquenetes en todo, excepto en que los primeros actuaban con caballería ligera. Para justificar el título de Jinetes negros, y para aumentar el terror que producían en sus enemigos, cabalgaban de ordinario en corceles negros y untaban de ungüento negro sus armas y pertrechos, en cuya operación participaban con frecuencia sus manos y sus caras. En moral y ferocidad emulaban estos Schwarzreiters a sus hermanos a pie los lanzknechts (41).

     Al mirar hacia atrás y descubrir a lo largo de camino llano que habían recorrido una nube de polvo que avanzaba, producida por una o dos partidas de tropas que cabalgaban furiosamente, Quintín dijo a su compañera:

     -Mi amiga Isabel, no tengo más arma que mi espada; pero ya que no puedo luchar por usted, huiremos juntos. Si logramos alcanzar aquel bosque ante nosotros, encontraremos medios fáciles para huir.

     -Podemos intentarlo, mi único amigo -dijo Isabel poniendo su caballo al galope-; y tú buen compañero -añadió dirigiéndose a Hans Glover-, márchate por otro camino para que no participes de nuestra desgracia y peligro.

     El honrado flamenco movió su cabeza y contestó a la generosa exhortación de ella con:

     -�Nein, Nein!; das geht nicht! (42), y continuó acompañándoles, los tres cabalgando en busca de la protección del bosque todo lo de prisa que sus jadeantes caballos podían ir, perseguidos a mismo tiempo por los Schwarzreites, que aceleraron su marcha al verles huir. No obstante la fatiga de sus caballos, como los fugitivos se encontraban desarmados y podían cabalgar más de prisa, por consiguiente, que sus perseguidores, llevaban esta ventaja sobre éstos, pero cuando faltaba un cuarto de milla para llegar al bosque, vieron avanzar hacia ellos, procedente de éste, otra cuadrilla de jinetes, a cuyo frente iba un caballero con un pendón, con lo que su fuga quedaba interceptada.

     -Llevan armaduras brillantes -dijo Isabel-; deben de ser borgoñeses. Pero sea lo que fueren, debemos entregarnos a ellos antes que a esos malandrines fuera de la ley que nos persiguen.

     Un momento después exclamó ella fijándose en el pendón:

     -�Conozco el corazón partido que ostenta! �Es el estandarte del conde de Crèvecoeur, un noble borgoñés; a él me rendiré!

     Quintín Durward suspiró. �Pero qué otra alternativa le quedaba? �Y qué feliz hubiera sido un momento antes de tener sólo la seguridad del escape de Isabel, aun en peores condiciones? Pronto se encontraron con los de la partida de Crèvecoeur, y la condesa pidió hablar con el jefe de la misma, que había mandado detener su gente hasta cerciorarse de ser los Jinetes negros los que se veían en lontananza; como él la mirase con cierta duda, dijo ella:

     -Noble conde, Isabel de Croye, la hija de su antiguo compañero de armas, el conde Reinaldo de Croye, se entrega y pide protección para ella y los suyos.

     -La tendrás, querida parienta, aunque fuese contra una hueste, siempre exceptuando a mi soberano el señor de Borgoña. Pero disponemos de poco tiempo para hablar. Los enemigos se han detenido como en consulta del caso. �Por San Jorge de Borgoña, tienen la insolencia de avanzar contra la insignia de Crèvecoeur! Damián, mi lanza. �Adelante, pendón! Poned las lanzas en posición de ataque. �Crèvecoeur, a la carga!

     Lanzando su grito de guerra, y seguido por sus guerreros, galopó rápidamente para cargar a los Jinetes negros.

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Capítulo XXIV

La rendición



                                                                                            Rescatado o no, señor caballero, soy vuestro cautivo;
Tráteme como su nobleza le sugiera...
Piense que la suerte de la guerra puede colocarle un día
En mi situación actual, -en la lista
De melancólicos prisioneros.
                                                                         Anónimo.


     La escaramuza entre los Schwarzreiters y los soldados borgoñeses duró escasamente cinco minutos, pues bastó ese poco tiempo para que los primeros resultasen derrotados, tal era la superioridad de los segundos en armaduras, tamaño de caballos y espíritu militar. En menos tiempo del que se tarda en decirlo, el conde de Crèvecoeur, enjugando la sangre de su espada en las crines de su caballo antes de envainarla, volvió al lindero del bosque, en donde Isabel había permanecido como espectadora del combate. Parte de su gente le siguió, mientras el resto continuó persiguiendo durante algún tiempo al enemigo, que huía por un camino lateral.

     -Es una lástima -dijo el conde- que las armas de los nobles y caballeros se manchen con la sangre de esos cerdos brutales.

     Después de decir esto metió su arma en su vaina y añadió:

     -Esta es una llegada algo azarosa a tu país, querida prima, pero las princesas errantes deben esperar aventuras de ese género. A buen tiempo llegué, pues; te aseguro que los Jinetes negros respetan tan poco la corona de una condesa como la cofia de una moza campesina, y me parece que tu séquito no estaba en condiciones de resistir mucho.

     -Señor conde -dijo lady Isabel-, sin rodeos, dígame si soy su prisionera y adónde me va a conducir.

     -Ya sabes, chiquilla -contestó el conde-, cómo contestaría a esa pregunta si dependiese de mí. Pero tú y tu casamentera tía habéis hecho últimamente tan mal uso de vuestras alas que me temo os veáis obligadas a tenerlas plegadas durante algún tiempo en una jaula. Por mi parte, mi obligación, que es bien triste, habrá terminado cuando te haya llevado a la corte del duque, en Peronne, para cuyo fin juzgo necesario entregar el mando de esta partida de reconocimiento a mi sobrino el conde Esteban, mientras yo regreso contigo allá, ya que me parece necesitarás un mediador. Espero que el ligero de cascos de mi sobrino desempeñará bien su deber.

     -Querido tío -dijo el conde Esteban-, si duda de mi capacidad para mandar soldados, puede quedarse con ellos y yo me ofrezco a ser el servidor y guardián de la condesa Isabel de Croye.

     -Sin duda, querido sobrino -contestó su tío-, esto sería una buena modificación de mi plan; pero me parece mejor como te lo he dicho. Fíjate, pues, en que tu misión ahora no es perseguir y concluir con estos jabalíes negros, por los que ahora pareces sentir una vocación especial, sino la de reunir y traerme noticias auténticas de lo que sucede en la comarca de Lieja, respecto a la cual hemos oído rumores tan alarmantes. Que me acompañen hasta media docena de lanzas y el resto permanezca con el pendón bajo tus órdenes.

     -Aun un momento, primo Crèvecoeur -dijo la condesa Isabel-, y permítame al entregarme prisionera que pida la libertad de los que me han acompañado en mis desgracias. Permita que este buen individuo, mi fiel guía, regrese sin sufrir daño a Lieja, su ciudad nativa.

     -Mi sobrino -dijo Crèvecoeur después de mirar atentamente el rostro bonachón de Glover-protegerá a este buen individuo, que parece haber sufrido poco daño, hasta aquel sitio del territorio donde penetre y después le dejará en libertad.

     -No olvide de darle recuerdos de mi parte a la simpática Gertrudis -dijo la condesa a su guía, y añadió, tomando una sarta de perlas de debajo de su velo-: Dígale que acepte esto en recuerdo de su infeliz amiga.

     El buen Glover tomó la sarta de perlas y besó con gesto cómico, pero con amabilidad sincera, la blanca mano que había encontrado tan delicado modo de remunerar sus trabajos y peligros.

     -�Regalitos, eh? -dijo el conde-. �No tienes que hacer ningún encargo más, querida prima? Es tiempo de marcharnos.

     -Sólo -añadió la condesa haciendo un esfuerzo para hablar- que se sirva favorecer a este... a este joven caballero.

     -�Caramba! -dijo Crèvecoeur arrojando la misma penetrante mirada sobre Quintín que había otorgado a Glover, pero aparentemente con resultado mucho menos satisfactorio e imitando, aunque sin pretender ofender, el embarazo de la condesa-. �Caramba! Esta es harina de otro costal. Te ruego me digas, querida sobrina, �qué ha hecho este joven caballero para merecer que intercedas de ese modo por él?

     -Ha salvado mi vida y mi honra -dijo la condesa ruborizándose de vergüenza y resentimiento.

     Quintín también enrojeció indignado, pero pensó sabiamente que dar suelta a ésta empeoraría las cosas.

     -�Vida y honra? �Bah! -dijo de nuevo el conde de Crèvecoeur-; creo que hubiera sido mejor, prima, si no hubieras dado lugar a que aquéllas hubieran necesitado ser protegidas por este joven caballero. Pero pasemos por ello. El señor puede acompañarnos si su calidad se lo permite y me encargo de que no sufra daño alguno, si bien en lo futuro seré yo el que me encargue de proteger tu vida y honor, y quizá pueda encontrar para él, alguna misión más adecuada que la de ser escudero de damas trotamundos.

     -Señor conde -dijo Durward, incapaz de permanecer más tiempo callado-, por temor de que pueda hablar de un forastero en términos desconsiderados, que luego puede deplorar, me permito indicarle que soy Quintín Durward, arquero de la Guardia escocesa, en la que, como sabe usted muy bien, sólo se alistan los caballeros y hombres de honor.

     -Le agradezco su información y beso sus manos, señor arquero -dijo Crèvecoeur en el mismo tono zumbón-. Tenga la bondad de cabalgar junto a mí para ponernos al frente de la partida.

     Al avanzar Quintín obedeciendo al conde, que tenía ahora el poder, ya que no el derecho, de mandar en sus acciones, observó que lady Isabel siguió sus movimientos con una mirada ansiosa y tímida que casi rayaba en la ternura, la cual le produjo tal impresión, que sus ojos se humedecieron. Pero recordó que tenía que sostener su papel varonil ante Crèvecoeur, quien quizá, entre todos los caballeros de Francia y Borgoña, era el menos indicado para experimentar otra cosa que risa al enterarse de una verdadera pena amorosa. Determinó, por tanto, no esperar que el otro le hablara, sino abrir, desde luego, la conversación en un tono que trasluciese su derecho a ser bien tratado y a más respeto de lo que el conde, ofendido quizá de encontrar a una persona de categoría tan inferior merecer tan de cerca la confianza de su noble y rica sobrina, parecía dispuesto a guardarle.

     -Mi señor conde de Crèvecoeur -dijo en tono de voz moderado, pero firme-, �puedo rogarle me diga, antes de que prosigamos juntos, si me encuentro en libertad o me tengo que considerar prisionero suyo?

     -Cuestión peliaguda -replicó el conde-, que ahora sólo puedo contestar con otra pregunta: �Están Francia y Borgoña, a tu juicio, en paz o en guerra entre sí?

     -Eso -replicó el escocés- usted, señor mío, lo sabrá ciertamente mejor que yo. He estado ausente de la corte de Francia, y desde hace tiempo carezco de noticias.

     -Fíjate, pues -dijo el conde-, lo fácil que es hacer preguntas, pero lo difícil que es contestar a ellas. Yo mismo, que he estado en Peronne con el duque durante esta semana, no puedo resolver este acertijo mejor que tú, y, sin embargo, señor escudero, de la respuesta a esa pregunta depende el mencionado extremo de saber si eres hombre libre o estás prisionero, y por el momento debes considerarte en esta última condición. Sólo si has servido leal y honradamente a mi parienta y eres franco para responder a las preguntas que haga, las cosas mejorarán para ti.

     -La condesa de Croye -dijo Quintín- es el mejor juez de los servicios que haya yo podido prestarle, y a ella debe dirigirse para conocerlos. De mis respuestas juzgará usted cuando me haga preguntas.

     -Bastante orgulloso -murmuró el conde de Crèvecoeur-, como persona que goza del favor de una dama y cree que debe mostrarse altanero para honrarla. Bien, señor, espero no creo sea degradante para tu dignidad el que me respondas a esta pregunta: �Cuánto tiempo llevas cerca de lady Isabel de Croye?

     -Conde de Crèvecoeur -dijo Quintín Durward-, si contesto a preguntas hechas en tono próximo al insulto, es sólo ante el temor de que con mi silencio se saquen deducciones injuriosas respecto de persona a quien ambos estamos obligados a hacer justicia. He actuado de guardián de lady Isabel desde que dejó Francia para retirarse a Flandes.

     -�Ah! -dijo el conde- �Esto quiere decir desde que huyó de Plessis-les-Tours? �Tú, arquero de la Guardia escocesa, la acompañastes por orden expresa del rey Luis?

     Aunque Quintín no se considerase muy obligado al rey Luis que, al imaginar la sorpresa de la condesa Isabel por Guillermo de la Marck, había probablemente descontado que el joven escocés sería muerto al intentar defenderla, no se consideró en libertad para traicionar ninguna prueba de confianza que Luis hubiese puesto en él, y por eso replicó a la pregunta del conde de Crèvecoeur �que a él, le bastaba tener la autorización de su jefe para hacer lo que había hecho, y que no preguntó nada más.�

     -Es suficiente -dijo el conde-. Sabemos que el rey no permite a sus oficiales que envíen a los arqueros de su Guardia a actuar de paladines de damas errantes a no ser que le guíe algún fin político. Le será difícil al rey Luis continuar declarando tan descaradamente que ignoraba se hubiesen escapado de Francia las damas de Croye, desde el momento en que fueron escoltadas por un soldado de su propia Guardia. �Y hacia dónde, señor arquero, dirigisteis vuestros pasos?

     -A Lieja, señor -contestó el escocés-, donde las señoras esperaban acogerse a la protección del difunto obispo.

     -�Del difunto obispo? -exclamó el conde de Crèvecoeur-. �Ha muerto Luis de Borbón? Ni una sola palabra de su enfermedad ha llegado a noticias del duque. �De qué ha muerto?

     -Duerme en una fosa sangrienta, señor; esto es, si sus asesinos han concedido alguna a sus restos.

     -�Asesinado! -exclamó Crèvecoeur de nuevo-. �Santa Madre de Dios! �Joven, es imposible!

     -Presencié por mí mismo el hecho y otros muchos actos de horror.

     -�Lo presenciaste! �Y no hiciste nada para auxiliar al prelado?- exclamó el conde-. �O para animar a los servidores del castillo a que atacasen a los asesinos? �No sabes que el presenciar semejante hecho, sin oponerse a él, es un sacrilegio?

     -Antes de realizarse el hecho, señor -dijo Durward-, el castillo fué asaltado por el sangriento Guillermo de la Marck, ayudado por los insurgentes de Lieja.

     -�Estoy asombrado! -dijo Crèvecoeur-. �Lieja insurreccionada! �Schonwaldt tomado! �El obispo asesinado! �Mensajero de tristezas, nunca un hombre aportó noticias tan desconsoladoras! Habla; �sabías algo de ese asalto, de esa insurrección de ese asesinato? Habla; eres uno de los arqueros de confianza del rey Luis, y es él quien ha apuntado esta dolorosa flecha. �Habla o te mandaré descuartizar por caballos salvajes!

     -Aunque sea así descuartizado, señor, no puedo decir más de lo que sé como corresponde a un verdadero caballero escocés. No sé más de esas villanías que usted; he estado tan distante de ser copartícipe de ellas, que hubiera hecho frente a las mismas con toda mi energía. �Pero qué podía hacer? Eran cientos y yo estaba solo. Mi única preocupación fué rescatar a la condesa Isabel, y eso felizmente lo conseguí. Sin embargo, si hubiese estado lo bastante próximo cuando se cometió el hecho rufianesco, hubiera vengado al anciano; y de todos modos, mi protesta fué lo bastante ostensible para prevenir otros horrores.

     -Te creo, joven -dijo el conde-; no tienes ni edad ni carácter para confiarte esa misión sangrienta, aunque sirvas para ser escudero de damas. Mas �qué lástima! �Haber sido asesinado prelado tan amable y generoso en el mismo local donde tan a menudo agasajaba al extranjero con caridad cristiana y munificencia de príncipe! �Y por ese monstruo! �Prodigio de crueldad! �Criado en el mismo hall en que ha manchado sus manos en la sangre de su bienhechor! Pero no conocería a Carlos de Borgoña; hasta dudaría de la justicia del cielo si la venganza no es tan fulminante y severa como esta villanía se merece. Y si nadie persigue al asesino -aquí se detuvo, empuñó su espada y, soltando las riendas, golpeó con ambas manos, provistas de manoplas, su pecho hasta hacer crujir corselete, y, finalmente, las elevó hacia el cielo, mientras continuaba solemnemente-: �Yo, yo, Felipe de Crèvecoeur de Cordés, hago un voto a Dios, a San Lamberto y a los Tres Reyes de Colonia, que poco me interesaré por los asuntos terrenos hasta que tome venganza plena de los asesinos del buen Luis de Borbón, bien los encuentre en el bosque o en el campo, en la ciudad o en despoblado, en monte o llano, en corte de rey o en la iglesia de Dios! Y para ello comprometo tierras y rentas, amigos y partidarios, vida y honor. �Ayudadme, pues, Dios y San Lamberto de Lieja, y los Tres Reyes de Colonia!

     Cuando el conde de Crèvecoeur hubo hecho su promesa pareció algo aliviado su espíritu de la abrumadora pena y asombro que la noticia de la tragedia de Schonwaldt le había producido, y procedió a interrogar a Durward más minuciosamente sobre los detalles de ese asunto tan desgraciado, que el escocés, deseoso de aumentar el espíritu de venganza que el conde sentía contra Guillermo de la Marck, le dió con toda amplitud.

     -Pero esos vecinos de Lieja, ciegos, inconstantes, infieles, bestias, �parece mentira que se hayan podido combinar con este inexorable ladrón y asesino para asesinar a su príncipe legítimo!

     Durward informó al borgoñés que los de Lieja, o, por lo menos, los de superior categoría social, aunque habían secundado con rapidez la rebelión contra su obispo, no tenían intención, o por lo menos así le parecía a él, de ayudar a la execrable hazaña de De la Marck, sino que, al contrario, lo hubieran evitado de haber contado con medios para ello, y se aterrorizaron cuando lo presenciaron.

     -�No me hables de la plebe, infiel o inconstante! -dijo Crèvecoeur-. Cuando cogen las armas contra un príncipe, que no tiene más falta que la de ser demasiado amable y demasiado bueno con esos desagradecidos esclavos; cuando se arman contra él, e irrumpen en su casa pacífica, �qué intención podía animarles sino el asesinato?; cuando se alían con el Jabalí Salvaje de las Ardenas, el mayor homicida en los pantanos de Flandes, �qué otro fin podía guiarles sino el asesinato, que es el verdadero objeto de su vida? Me gustaría ver los pedazos de sus cuerpos chorreando sangre a la luz de sus casas incendiadas. �Oh! �El lord noble y generoso a quien han asesinado! Otros vasallos se han rebelado contra la presión de los impuestos y de la penuria; pero no se concibe en los hombres de Lieja, que nadan en la abundancia.

     De nuevo abandonó las riendas de su corcel y se retorció, las manos, enrabiado. Quintín se percató fácilmente que la pena que le manifestaba resultaba aumentada por el amargo recuerdo de su antiguo trato y amistad con la víctima, y permaneció callado, respetando sentimientos que no deseaba aumentar y, al mismo tiempo, comprendía no podía consolar.

     Pero el conde de Crèvecoeur volvía una y otra vez al tema: le preguntaba cada detalle de la sorpresa de Schonwaldt y de la muerte del obispo; y entonces, repentinamente, como si hubiese recordado algo que se le había olvidado, preguntó qué había sido de lady Hameline y por qué no estaba con su pariente.

     -No es -añadió despreciativamente- que considere su ausencia como una pérdida para la condesa Isabel, pues aunque sea su tía y en general una mujer de distinción, sin embargo, la corte de Cocagne no produjo nunca una tonta mayor, �y doy por seguro que su sobrina, a quien siempre consideré como joven modesta y ordenada, se metió en la absurda aventura de huir de Borgoña, a Francia por esa idiota romántica, vieja, casamentera y que desea casarse!

     �Qué discurso para ser escuchado por un amante romántico!, y más cuando hubiera sido en él ridículo intentar lo que era imposible lograr, a saber: el convencer al conde por la fuerza de las armas que injuriaba a la condesa, la sin igual en inteligencia y belleza, al llamarla joven, modesta y ordenada, cualidades que podían haberse aplicado con justicia a la hija de un labriego, tostada por el sol, que viniese cuidando el ganado mientras su padre manejaba el arado. �Y suponerla además bajo la dominación y guía suprema de una tía tonta y romántica! La calumnia debía tragársela el calumniador. Pero la fisonomía franca, aunque severa, del conde de Crèvecoeur, el desprecio total que parecía tener por esos sentimientos, que eran los dominantes en el pecho de Quintín, le intimidaron no por temor a la fama que el conde tenía en el manejo de las armas -ése era un riesgo que hubiera aumentado su deseo de lanzar un desafío-, sino por miedo al ridículo, arma la más temida por los entusiastas en general, y que, por su predominio sobre tales espíritus, a menudo refrena lo que es absurdo, y otras veces ahoga lo que es noble.

     Bajo la influencia de este temor de llegar a ser un objeto más de desprecio que de resentimiento, Durward, aunque con alguna pena, limitó su respuesta a un relato embrollado de la huída de lady Hameline del castillo de Schonwaldt antes del ataque del mismo. No podía aclarar mucho la historia sin proyectar el ridículo sobre la parienta de Isabel, y quizá incurriendo él mismo en alguno, por haber sido el blanco de sus esperanzas absurdas. Añadió que tenía noticia vaga de haber caído de nuevo lady Hameline en manos de Guillermo de la Marck.

     -Confío en San Lamberto que él se casará con ella -dijo Crèvecoeur-, ya que él es muy capaz de eso por sus talegas de monedas, así como es muy probable que le machaque la cabeza tan pronto como se haya apoderado de ellas.

     El conde procedió entonces a preguntar tantas cuestiones respecto a la conducta observada por ambas damas durante el viaje, el grado de intimidad en que se mostraron con Quintín y otros detalles exasperantes, que, vejado, avergonzado y disgustado, el joven apenas fué capaz de ocultar su embarazo al avispado cortesano y soldado, que pareció de pronto dispuesto a despedirse de él, diciéndole al mismo tiempo:

     -Veo que es cierto lo que me supuse, por lo menos de una parte; espero que la otra parte habrá tenido más juicio. Ven, señor escudero, y quédate en vanguardia, mientras yo me vuelvo para hablar con lady Isabel. Me parece que me he enterado por tu mediación de tantas cosas, que puedo hablarla de estas tristes cuestiones sin dañar su delicadeza, aunque he irritado un poco la tuya. Quédate aún, joven galante; una palabra antes de separarnos. Debes haber tenido, por lo que me imagino, un feliz viaje por tierras de quimeras; todas llenas de heroicas aventuras, muchas esperanzas y grandes ilusiones, como los jardines de Morgaine el Hada. Olvídalo todo, joven soldado -añadió, golpeándole en el hombro-; recuerda sólo aquella dama como a la honorable condesa de Croye; olvídala en su calidad de dama errante y aventurera. Y sus amigos -de uno de ellos respondo- recordarán, por su parte, sólo los servicios que le has prestado; y olvida la irrazonable recompensa que has tenido el atrevimiento de proponerte a ti mismo.

     Indignado por haber sido incapaz de ocultar al sagaz Crèvecoeur sentimientos que el conde tomaba a broma, Quintín replicó:

     -Señor conde, cuando quiera consejo de usted, lo pediré; cuando quiera ayuda de usted, será la ocasión de concederlo o rehusarlo; cuando aprecie de un modo particular su opinión sobre mí, será la ocasión de expresarla.

     -�Hola! -dijo el conde-. Me he interpuesto entre Amadís y Oriana, y debo esperar quizá un desafío.

     -Habla como si eso fuera imposible -dijo Quintín-. Cuando me opuse al duque de Orleáns, fué contra una persona por la que corre mejor sangre que la de Crèvecoeur. Cuando medí mi espada con Dunois, peleé con mejor guerrero.

     -�Joven gentil! -dijo Crèvecoeur, aun riéndose del enamorado-. Si hablas verdad, has tenido mucha suerte en este mando; y si la Providencia ha permitido que te veas en pruebas semejantes sin pelo de barba, te vas a volver muy vanidoso antes de que llegues a hombre formal. No puedes despertar mi cólera, aunque sí mi buen humor. Créeme: aunque hayas luchado con príncipes y actuado de campeón con condesas, por veleidades de la fortuna, no eres en modo alguno igual a ninguno de esos de los que has sido adversario casual o compañero del momento. Se comprende que como joven que ha leído romances, te imagines un paladín y te forjes sueños bonitos; pero no debes enfadarte con un amigo de buena intención porque a veces te sacuda por los hombros para despertarte.

     -Señor de Crèvecoeur -dijo Quintín-, mi familia...

     -No hablaba para nada de familia -dijo el conde-, sino de rango, fortuna, alta posición y demás cosas que establecen las distancias entre las personas. Por nacimiento, todos los hombres descendemos de Adán y Eva.

     -Señor conde -replicó Quintín-, mis antepasados los Durwards de Glen-Houlakin...

     -Bien -dijo el conde-; si pretendes mejor descender de ellos que de Adán, lo mismo me da. Buenas tardes.

     Volvió grupas a su caballo y se unió a la condesa, a quien sus insinuaciones y consejos, aunque bien intencionados, resultaron aun más desagradable que al propio Quintín, el cual, a medida que proseguía su marcha, se decía para su capote:

     ��Mequetrefe, insolente y presuntuoso! �Ojalá el primer arquero escocés que tenga su arcabuz apuntado hacia ti no te deje marchar con la facilidad con que yo lo hice.�

     Por la tarde llegaron a la población de Charleroi, sobre el Sambre, donde el conde de Crèvecoeur había determinado dejar a la condesa Isabel, a quien el terror y la fatiga del día anterior, y las diversas sensaciones deprimentes que experimentó en el transcurso del mismo, la imposibilitaban para seguir viajando sin riesgo para su salud. El conde la confió, en estado de gran agotamiento, al cuidado de la abadesa de un convento cisterciense, en Charleroi, noble dama con quien estaban emparentadas las familias de Crèvecoeur y Croye, y en cuya prudencia y amabilidad podía confiar.

     El propio Crèvecoeur sólo se detuvo para recomendar la máxima cautela al gobernador de una pequeña guarnición borgoñesa que estaba en el lugar, y le mandó también que montase una guardia de honor en el convento durante la residencia de la condesa Isabel de Croye: aparentemente, para protegerla; pero quizá, en el fondo, para impedir que intentase escapar. El conde sólo alegó como motivo para que la guarnición estuviese vigilante, ciertos rumores confusos que había oído sobre disturbios en el obispado de Lieja. Pero estaba decidido a ser él en persona el que llevase la impresionante noticia de la insurrección y asesinato del obispo, en toda su horrible realidad, al duque Carlos; y para ese fin, habiéndose procurado caballos de repuesto para él y su séquito, montó con el propósito de continuar su viaje a Peronne sin detenerse para descansar, e informando a Quintín Durward que debía acompañarle, expresó al mismo tiempo su sentimiento por separarle de compañera tan agradable, aunque esperaba que, para escudero tan devoto de damas, un viaje de noche, a la luz de la luna, sería más agradable que echarse boca arriba para dormir como cualquier mortal.

     Quintín, ya suficientemente afligido al ver que tenía que partir sin Isabel, deseó contestar a este vituperio con un desplante; pero conocedor de que el conde sólo se reiría de su cólera y despreciaría su desafío, resolvió esperar a tiempos mejores, en que podría encontrar oportunidad de resarcirse de las ofensas de este orgulloso señor, quien, aunque por razones diferentes, se le había hecho tan odioso como el propio Jabalí Salvaje de las Ardenas. Asintió, pues, a la proposición de Crèvecoeur, ya que no le quedaba opción para rehusar, y siguieron juntos, con toda la velocidad que pudieron, el camino entre Charleroi y Peronne.

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Capítulo XXV

El huésped no invitado



                                                                                            Ninguna cualidad humana está tan bien tejida
De trama y urdimbre, que no presente una marra:
He conocido a un hombre valiente huir ante un perro de ganado.
El hombre astuto y de mundo teje sus propias redes
Tan finas, que a menudo es cogido en ellas
                                                              Antigua Comedia.


     Quintín, durante la primera parte de su viaje nocturno, tuvo que luchar con ese amargo dolor de corazón que se siente cuando un joven se separa, y probablemente para siempre, de la amada. Mientras tanto, acuciados por la urgencia del momento y la impaciencia de Crèvecoeur, recorrían veloces las feraces tierras de Hainault, bajo la luz de una hermosa luna llena, que alumbraba ricos pastos, bosques y campos de trigo, en donde los campesinos se aprovechaban de aquélla para recoger el grano: tal era la laboriosidad de los flamencos aun en aquel período; brillaba la luna sobre anchos y fertilizantes ríos, por los que se deslizaban las blancas velas de los barcos comerciales, cuyo curso no interrumpían ni rocas ni torrentes, junto a tranquilas poblaciones, cuya limpieza aparente denotaba el confort de sus habitantes; lucía el astro de la noche sobre los castillos feudales de barones y caballeros, con sus profundos fosos, patios almenados y altos campanarios, pues tenían fama entre los nobles de Europa los caballeros de Hainault; y su luz permitía ver a distancia las torres gigantes de más de una altiva catedral.

     Por muy diferente que fuese este paisaje del agreste y árido de su país, no bastaba para distraer el ánimo de Quintín de sus pesares y tristezas. Había dejado tras de sí, en Charleroi, su corazón, y la única reflexión que el viaje le inspiraba era que cada paso le alejaba de Isabel. Su imaginación se consolaba recordando cada palabra hablada, cada mirada que ella le había dirigido; y como sucede frecuentemente en tales casos, la impresión que el recuerdo de esos detalles le producía era aun mayor que el de las mismas realidades.

     Por fin, después de medianoche, a pesar del amor y de la pena, la extrema fatiga que Quintín había sufrido los dos días precedentes comenzó a manifestarse en él, a quien sus hábitos de ejercicio de todo género y su singular viveza y actividad de carácter, junto con la naturaleza dolorosa de las reflexiones que ocupaban sus pensamientos, habían impedido hasta ahora experimentar. Las ideas de su espíritu comenzaron a ser tan poco corregidas por los esfuerzos de sus sentidos, amortiguados como estaban por la extrema fatiga, que las visiones que embargaban al primero reemplazaban o pervertían la información aportada por los embotados órganos de la vista y del oído, y Durward sólo se percataba que seguía despierto por los esfuerzos que, sensible del peligro de su situación, hacía de vez en cuando para resistir caer en profundo y mortal sueño. En ocasiones, percatándose del riesgo de caer del caballo o junto con él, volvía a momentos de lucidez; pero pronto sus ojos se cerraban con confusas visiones de todas clases: el paisaje, alumbrado por la luna, se esfumaba, y resultaba tan dominado por la fatiga, que el conde de Crèvecoeur, observando su estado, se decidió ordenar a dos de sus acompañantes que se hiciesen cargo cada uno de una de las riendas de Durward, con el fin de prevenir que se cayese de la montura.

     Cuando, por fin, llegaron a la población de Landrecy, el conde, compadeciéndose del joven, que no había dormido durante tres noches, dispuso un alto de cuatro horas para descansar y tomar alimentos.

     Profundo y saludable fué el sueño de Quintín hasta el momento de ser interrumpido por el sonido de la trompeta del conde y los gritos de sus fouriers y heraldos:

     -Debout!, debout! Messieres, en route, en route!

     Por poco agradable que resonasen en sus oídos estas exclamaciones, al despertar se encontró fortalecido de cuerpo y espíritu. La confianza en sí volvió con el sol naciente. No pensó en el amor por más tiempo, como en un sueño fantástico y desesperado, sino como en un principio, noble y vigorizador, que debía acariciar en el fondo de su corazón, aunque nunca se propusiese, dadas las dificultades que le rodeaban, lograr alcanzarlo.

     �El piloto -reflexionó- guía su embarcación por la estrella polar, aunque nunca espera llegar a poseerla, y el pensamiento de Isabel de Croye hará de mí un soldado digno, aunque no la vuelva a ver más. Cuando oiga que un soldado escocés, llamado Quintín Durward, se distinguió en un combate o dejó su cuerpo en la brecha de una fortaleza disputada, recordará al compañero de su viaje como a uno que hizo todo lo posible para frustrar las acechanzas y desgracias que le rodearon, y quizá honrará su memoria con una lágrima; su ataúd, con una corona.�

     En este humor varonil para sobrellevar su desgracia, Quintín se sintió más capaz de recibir y replicar a las bromas del conde de Crèvecoeur, que le gastó algunas a propósito de su supuesta incapacidad para resistir a la fatiga. El joven escocés se acomodó tan de buen talante a las chanzas del conde y le replicó tan oportuna y respetuosamente, que el cambio de su tono y conducta hizo impresión más favorable en el conde que la que había formado durante la tarde anterior con la conducta de su prisionero, cuando, irritado por su situación, alternaba sus ratos de silencio con otros de argumentos desabridos.

     El soldado veterano comenzó, por fin, a fijarse en su joven compañero y a considerarle como un individuo simpático, del que podía esperarse algo; y hasta llegó a insinuarle que si cesase como arquero de la Guardia escocesa, le recomendaría para que fuese colocado en la casa del duque de Borgoña, en empleo honroso, y que se interesaría por su porvenir. Y aunque Quintín, con expresiones adecuadas de gratitud, renunció a este favor por ahora, mientras averiguase hasta qué punto eran fundadas sus quejas contra su primer patrón, el rey Luis, quedó en términos amistosos con el conde de Crèvecoeur, y aun cuando su entusiasta manera de pensar y su modo de expresarse en idioma extranjero provocaban a menudo una sonrisa en el rostro serio del conde, esa sonrisa había perdido todo lo que tenía de sarcástica y amarga, y no rebasaba los límites del buen humor y buenos modales.

     Viajando así en mejor armonía que el día anterior, la pequeña partida llegó por fin hasta dos millas de la famosa plaza fuerte de Peronne, cerca de la cual estaba acampado el ejército del duque de Borgoña, dispuesto, según se decía, a invadir Francia; y para hacerle frente, Luis XI había reunido bastantes fuerzas cerca de Saint Maxence con el fin de reducir a la razón a su vasallo poderoso.

     Peronne, situada junto a profundo río, en país llano y rodeada por fuertes baluartes y profundos fosos, era tenida en Francia, en tiempos antiguos y modernos, como una de las más fuertes fortalezas (43). El conde de Crèvecoeur, su acompañamiento y su prisionero se aproximaban a la fortaleza cerca de las tres de la tarde, cuando, cabalgando bajo las agradables umbrías de un gran bosque, que en aquella época cubría la llegada a la ciudad por la parte de levante, encontraron dos hombres distinguidos, como se deducía por su numeroso séquito, vestidos con trajes de los usados en tiempos de paz, y quienes, a juzgar por los halcones que llevaban en sus muñecas y el número de lebreles y sabuesos que llevaban sus servidores, estaban dedicados al deporte de la cacería con halcones. Pero al ver a Crèvecoeur, al que parecían conocer bien, abandonaron la busca que hacían de una garza a lo largo de las orillas de un largo canal, y se dirigieron al galope hacia él.

     -�Noticias, noticias, conde de Crèvecoeur! -gritaron ambos a una-. �Nos dará noticias o las recibirá? �O cambiamos unas por otras?

     -Las cambiaré, caballeros -dijo Crèvecoeur después de saludarles cortésmente-, si puedo llegar a concebir que tengan noticias de suficiente importancia para rivalizar con las mías.

     Los dos sportmen se miraron y sonrieron, y el mayor de los dos, de figura varonil y elegante, de rostro moreno, en el que aparecía reflejada esa tristeza que algunos fisonomistas atribuyen a los temperamentos melancólicos, y otros, como el escultor italiano auguró del rostro de Carlos I, consideran cual anuncio de muerte desgraciada (44), volviéndose hacia su compañero, dijo:

     -Crèvecoeur ha estado en Brabante, el país del comercio, y ha aprendido todas sus artimañas; será muy duro con nosotros si nos metemos a negociar.

     -Messires -dijo Crèvecoeur-, el duque debe, en justicia, poseer los géneros el primero, así como el señor cobra su portazgo antes de comenzar el mercado. Pero díganme: �son sus noticias de carácter triste o alegre?

     La persona a quien particularmente se dirigía era un hombre animado, con mirada muy viva, que aparecía corregida por una expresión de gravedad y reflexión en su boca y labio superior; el conjunto de su fisonomía indicaba un hombre que veía y juzgaba rápidamente, pero que era lento y prudente en formar resoluciones o en expresar opiniones. Era el famoso caballero de Hainault, hijo de Collart, o Nicolás de l'Elite, conocido en la historia y entre los historiadores por el venerable nombre de Felipe des Comines, por entonces muy ligado con la persona del duque Carlos el Temerario (45), y uno de sus consejeros más estimados. Contestó a la pregunta de Crèvecoeur relativa a la naturaleza de las noticias de las que él y su compañero el barón D'Hymbercourt eran depositarios:

     �Que eran como los colores del arco iris, de matices diferentes, según se las contemplase desde distintos puntos de vista y se proyectasen sobre un cielo obscuro o de fondo claro. Semejante arco iris nunca fué visto en Francia o Flandes desde el arca de Noé.�

     -Mis nuevas -replicó Crèvecoeur- se asemejan a un cometa: espantosas, salvajes y terribles en sí, deben considerarse como anticipos de males aun mayores y más temibles que han de suceder.

     -Debemos destapar nuestro fardo -dijo Comines a su compañero-, o nuestra mercancía va a ser descubierta por algún nuevo recién llegado, pues nuestra noticia es de carácter público. En una palabra, Crèvecoeur, escuche y asómbrese: �el rey Luis está en Peronne!

     -�Cómo! -dijo el conde, atónito-. �Se ha retirado el duque sin pelear? �Y usted permanece aquí con su traje de tiempo de paz, después que la ciudad está sitiada por los franceses? Pues no puedo suponer que ha sido tomada.

     -No, seguramente -dijo D'Hymbercourt-; los estandartes de Borgoña no han retrocedido un solo paso, y, sin embargo, el rey Luis está aquí.

     -Entonces, Eduardo de Inglaterra debe de haber venido del otro lado de los mares con sus arqueros -dijo Crèvecoeur- y, como sus antepasados, ganado una segunda batalla de Poitiers.

     -Tampoco -dijo Comines-. Ni un solo estandarte francés ha sido abatido, ni una vela desplegada desde Inglaterra, en donde Eduardo se encuentra muy divertido entre las viudas de los ciudadanos de Londres para pensar en jugar al Príncipe Negro. Escuche la verdad extraordinaria. �Recuerda que cuando nos dejó, la conferencia entre los representantes de Francia y Borgoña fué interrumpida, sin que se vislumbrase reconciliación alguna?

     -Es cierto, y sólo veíamos la guerra en perspectiva.

     -Lo que ha sucedido se parece tanto a un sueño -dijo Comines-, que casi espero despertar y encontrar que es así. Hacía sólo un día que el duque había protestado en consejo tan furiosamente contra todo ulterior retraso, que se resolvió a enviar un desafío al rey y marchar en seguida contra Francia. Comisionado para ese fin Toison d'Or, se había puesto en traje oficial y tenía ya el pie en el estribo para montar su caballo, cuando el heraldo francés Mont-Jove entró a caballo en nuestro campamento. Sólo se nos ocurrió que Luis se había adelantado a nuestro desafío, y comenzamos a pensar lo mucho que el duque sentiría el consejo, que le había hecho desistir de ser el primero en declarar la guerra. Reunido aprisa un consejo, �cuál no fué nuestra sorpresa cuando el heraldo nos informó que el rey Luis de Francia se hallaba escasamente a una hora de marcha a caballo intentando visitar a Carlos, duque de Borgoña, con una pequeña escolta, con el objeto de que sus diferencias se allanasen en una entrevista personal!

     -Me sorprenden ustedes, caballeros -dijo Crèvecoeur-, y, sin embargo, me sorprenden menos de lo que esperaba, pues cuando estuve últimamente en Plessis-le-Tour, el fiel cardenal Balue, ofendido con su amo, y borgoñés de corazón, me insinuó que podía actuar de tal modo sobre el lado flaco de Luis hasta inducirle a colocarse en tal posición respecto a Borgoña, que el duque podría hacer que fuesen a su gusto las condiciones de paz. Pero nunca sospeché que zorro tan viejo como Luis hubiese podido ser inducido a caer en la trampa por su propio acuerdo. �Qué dijeron los consejeros borgoñeses?

     -Como puede adivinar -contestó D'Hymbercourt-, hablaron mucho de la lealtad con que había que obrar y poco de las ventajas que podían sacarse de dicha visita, aunque era visible que sólo se preocupaban de esta última y estaban ansiosos de encontrar algún medio de reconciliarla, con la necesaria fórmula para conservar las apariencias.

     -�Y qué dijo el duque? -continuó el conde de Crèvecoeur.

     -Habló breve y decidido, como tiene costumbre -replicó Comines-. �Quién de vosotros -preguntó- presenció el encuentro de mi primo Luis y yo después de la batalla de Montl'hery (46),cuando fuí tan incauto que lo acompañé hasta dentro de los atrincheramientos de París con media docena de acompañantes, poniendo así mi persona a la disposición del rey? Yo contesté que la mayoría de nosotros había estado presente, y ninguno podrá nunca olvidar la alarma que entonces experimentamos. Bien, dijo el duque; me censurasteis mi locura, y reconocí ante vosotros que había obrado como un niño atolondrado; y también sé que al vivir mi padre, de feliz memoria, como entonces vivía, mi pariente Luis hubiera sacado menos ventaja apoderándose de mi persona que la que podría yo sacar aprisionándole ahora. Pero, no obstante, si mi real pariente viene en esta ocasión con la misma nobleza de corazón bajo la cual entonces obré yo, será bien recibido. Si pretende, bajo esta apariencia de confianza, enredarme y ofuscarme para poder realizar alguno de sus planes políticos, �por San Jorge de Borgoña, que lo intente! Y atusándose los bigotes, nos ordenó a todos que montásemos nuestros caballos para recibir a huésped tan extraordinario.

     -�Y salieron todos ustedes al encuentro del rey? -preguntó el conde-. �Los milagros no han cesado! �De quién iba acompañado?

     -Por muy poca gente -contestó D'Hymbercourt-: sólo por veinte o cuarenta de sus guardias escoceses y unos pocos caballeros de su casa, entre los que el astrólogo Galeotti era la figura más divertida.

     -Ese individuo -dijo Crèvecoeur- tiene alguna confianza con el cardenal Balue. No me sorprendería que hubiese en parte influído para decidir al rey a dar este paso de política dudosa. �Y de nobleza de mayor rango?

     -Estaban monsieur de Orleáns y Dunois -replicó Comines-. Pero �habrá oído decir que ambos estaban en desgracia y reducidos a prisión?

     -Estuvieron ambos arrestados en el castillo de Loches, ese delicioso lugar de retiro de la nobleza francesa -dijo D'Hymbercourt-; pero Luis les ha puesto en libertad para que le acompañasen ahora, quizá porque no le convenía dejar atrás a Orleáns. De sus otros acompañantes, el capitán preboste, con dos o tres de su séquito, y Oliver, su barbero, quizá sean los más importantes; y todo el grupo tan mal vestido, que el rey se asemejaba a un viejo usurero que marchaba a cobrar deudas difíciles acompañado por una partida de alguaciles.

     -�Y dónde están alojados? -dijo Crèvecoeur.

     -Eso es lo más maravilloso de todo -replicó Comines-. Nuestro duque se prestaba a confiar a los arqueros de la guardia del rey una de las puertas de la ciudad y un puente de barcas sobre el Somme, y asignar a Luis la casa contigua, que pertenecía a un burgués opulento, Giles Orthen; pero al ir allí, el rey divisó los estandartes de De Lau y Pencil de Rivière, a quienes había desterrado de Francia, y, asustado, al parecer, con la idea de alojarse tan próximo a los refugiados y descontentos por culpa suya, deseó ser alojado en el castillo de Peronne, y allí se le ha proporcionado alojamiento.

     -�Dios bendito! -exclamó Crèvecoeur- �Esto no sólo es meterse en la jaula del león, sino poner su cabeza entre sus propias garras!

     -D'Hymbercourt no le ha dicho el discurso de Le Glorieux (47), que, a mi parecer, es la opinión más sagaz que se ha dado.

     -�Y qué dice su ilustrísima sabiduría? -preguntó el conde.

     -Como el duque -replicó Comines- dispusiese que a toda prisa se preparasen objetos artísticos para ser ofrecidos al rey y su séquito, para celebrar su llegada, dijo Le Glorieux: �No te calientes la cabeza, amigo Carlos: daré a tu primo Luis un regalo más noble y adecuado del que tú puedas hacerle, y es mi gorro y campanillas, pues es mayor tonto que yo al ponerse en tu poder.� �Pero �si no le doy motivo para arrepentirse de ello!�, dijo el duque. �Entonces, Carlos, el gorro debes ponértelo tú, por ser el mayor tonto de los tres.� Le aseguro que esta cuchufleta del bufón le llegó a lo hondo al duque: le vi cambiar de color y morder su labio. Y ahora que hemos dado nuestras noticias, noble Crèvecoeur, �a qué le parece se asemejan?

     -A una mina cargada con pólvora de cañón -contestó Crèvecoeur-, a la que, mucho me temo, es mi sino arrimar la mecha encendida. Las noticias de ustedes y la mía son como mecha y fuego que no pueden encontrarse sin producir llama, o como ciertas substancias químicas que no pueden mezclarse sin que se produzca una explosión. Amigos, caballeros, cabalgad junto a mí, y cuando sepan ustedes lo que ha sucedido en el obispado de Lieja, me parece que compartirán conmigo la opinión de que el rey Luis podía haber emprendido con mayor margen de seguridad una peregrinación a las regiones infernales, que esta visita inoportuna a Peronne.

     Los dos nobles se colocaron a ambos costados del conde, y escucharon, con exclamaciones medio contenidas y gestos del más profundo asombro e interés, su relato de lo ocurrido en Lieja y Schonwaldt. Fué luego llamado Quintín, y examinado y vuelto a examinar sobre los detalles de la muerte del obispo, hasta que al fin se negó a contestar a más interrogatorios, ignorando por qué se los hacían o qué empleo podía hacerse de sus respuestas.

     Llegaron por fin a las ricas orillas del Somme, y a las antiguas murallas de la pequeña población de Peronne la Pucelle, y las praderas contiguas, de un verde obscuro, aparecían blancas, con las numerosas tiendas del ejército del duque de Borgoña, que sumaba unos quince mil hombres.

FIN DEL SEGUNDO TOMO

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