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Tomo III y último





Capítulo XXVI

La entrevista



                                                                                            Cuando se reúnen los príncipes, los astrólogos deben señalar el hecho,
Cual fatídica conjunción, llena de presagios,
Como la de Marte con Saturno.
                                                                           Antigua comedia.


     No sabe uno a ciencia cierta si considerar como un privilegio o una condena inherente a la cualidad de príncipes el que, en su trato mutuo, deben, por el respeto debido a su rango y dignidad, regular sus sentimientos y expresiones mediante una severa etiqueta, que excluye toda violencia y demostración manifiesta de pasión, y la cual podía pasar por profundo disimulo de no saber todo el mundo que esta afectada complacencia es cuestión de ceremonia. Lo que sí es positivo es que el rebasar estos límites en las ceremonias, con el fin de dar rienda suelta a sus coléricas pasiones, tiene el efecto de comprometer su dignidad ante el mundo en general, como pudo observarse cuando aquellos distinguidos rivales Francisco I y el emperador Carlos desearon dirimir sus diferencias mano a mano, en singular combate.

     Carlos de Borgoña, el más ligero e impaciente, el príncipe más imprudente de su tiempo, se encontró, sin embargo, cohibido dentro del mágico círculo que le prescribía la más profunda deferencia con Luis, como su soberano y señor, que se había dignado conferirle, vasallo de su corona, el distinguido honor de una visita personal. Ataviado con su manto ducal, y acompañado de sus altos empleados y principales nobles y caballeros, salió en brillante cabalgata a recibir a Luis XI. Su comitiva lucía con el oro y la plata que ostentaba, pues exhausta la riqueza de la corte de Inglaterra por las guerras con York y Láncaster, y limitado el gasto de la de Francia por la economía que practicaba su soberano, quedaba la de Borgoña como la más magnífica de Europa en aquel tiempo. El cortège de Luis, por el contrario, era poco numeroso y comparativamente humilde de apariencia, y el aspecto del mismo rey, en casaca raída, con su acostumbrado sombrero viejo y alto lleno de imágenes, hacían más evidente el contraste, y cuando el duque, ricamente ataviado con la corona y el mando de corte, se apeó de su noble corcel y, arrodillándose sobre una rodilla, se ofreció a sostener el estribo mientras Luis desmontaba de su pequeño caballo, el efecto fué casi grotesco.

     El saludo entre los dos potentados estuvo, como era natural, lleno de afectada amabilidad, por lo mismo que estaba totalmente desprovisto de sinceridad. Pero el temperamento del duque hacían mucho más difícil para él el conservar las necesarias apariencias, en voz, modo de hablar y modales, mientras en el rey todo disimulo y fingimiento parecían formar parte tal de su naturaleza, que aquellos más familiarizados con él no hubieran podido distinguir lo fingido de lo real.

     Quizá la comparación más exacta, de no ser indigna de esos dos altos potentados, sería suponer al rey en la situación de un forastero, conocedor perfecto de las costumbres y disposiciones de la raza canina, el cual, para algún fin suyo, desea hacer amistad con un grande y fiero mastín, al que le es sospechoso y que está dispuesto a acometerle a los primeros síntomas, bien de desconfianza o de resentimiento. El mastín gruñe en su fuero interno, se la ponen los pelos de punta, enseña los dientes y, sin embargo, se avergüenza de precipitarse sobre el intruso, que resulta ser, a la vez, persona tan amable y de tanta confianza que el animal soporta avances que no le tranquilizan en modo alguno, vigilando al mismo tiempo la menor oportunidad que pueda justificar a sus propios ojos el coger a su amigo por el cuello.

     El rey se percató, sin duda, por la voz alterada, modales contenidos y gestos bruscos del duque, que el juego que tenía que jugar era delicado, y se arrepintió quizá más de una vez por haberlo emprendido. Pero era ya tarde para el arrepentimiento y sólo le restaba ejercitar esa inimitable destreza en el proceder que el rey entendía tan bien como el que más.

     La conducta que Luis empleó con el duque recordaba ese amable desbordamiento del corazón en momentos de sincera reconciliación con un amigo honorable y seguro, del que se ha visto distanciado por circunstancias temporales, ya pasadas y olvidadas tan pronto desaparecidas. El rey se censuró a sí mismo por no haber antes realizado el paso decisivo de convencer a su amable y buen pariente, con la muestra de confianza que ahora le otorgaba, de que se habían borrado de su recuerdo los disgustos pasados habidos entre ellos, que estaban contrapesados por la amabilidad con que le recibió cuando estuvo desterrado de Francia e indispuesto con su padre el rey. Habló del buen duque de Borgoña, como se solía llamar a Felipe, el padre del duque Carlos, y recordó mil ejemplos de su paternal amabilidad.

     -Creo, primo -dijo-, que tu padre nos venía a querer por igual a ambos, pues recuerdo que cuando por un accidente me extravió en una partida de caza, encontró al buen duque regañándote por haberme dejado en el bosque, como si hubieses descuidado la salvación de un hermano mayor.

     Las facciones del duque de Borgoña eran, naturalmente, duras y severas, y cuando intentaba sonreír, asintiendo cortésmente a la verdad de lo que el rey le decía, la mueca que hizo fué realmente diabólica.

     -�Príncipe de los hipócritas! -se dijo para sí-, quisiera poder recordarte cómo has correspondido a todos los beneficios de nuestra casa.

     Y si los lazos de consanguinidad y gratitud -continuó el rey- no son suficientes para ligarnos, querido primo, tenemos los de nuestro parentesco espiritual, pues soy padrino de tu hija María, que es tan querida para mí como mis propias hijas, y cuando los santos (�su sagrado nombre sea bendito!) me enviaron un pequeño fruto de bendición, que se marchitó en el período de tres meses, fué tu padre quien lo sostuvo en la pila y celebró la ceremonia del bautismo con mayor magnificencia que el propio París podía haber desplegado. �Nunca olvidaré la profunda e indeleble impresión que la generosidad del duque Felipe, y la tuya, mi queridísimo primo, hicieron en el corazón abatido del pobre desterrado!

     -Su majestad -dijo el duque, esforzándose para dar una respuesta-, agradeció con palabras adecuadas todo lo que hizo entonces Borgoña para corresponder al honor que hacía a su príncipe.

     -Recuerdo las palabras a que te refieres, querido primo -dijo el rey sonriendo-; me parece que fueron que para corresponder al beneficio recibido, yo, pobre caminante, no tenía nada que ofrecer, excepto mi persona, la de mi esposa y la de mi hijo. Bien, me parece que desde entonces he correspondido con creces a aquel beneficio.

     -No deseo contradecir lo que su majestad declara -dijo el duque-, pero...

     -�Pero preguntas cómo mis acciones han estado acordes con mis palabras? -dijo el rey interrumpiéndole-. Fíjate en esto: el cuerpo de mi hijo Joaquín yace en tierra de Borgoña; esta misma mañana he colocado a mi persona bajo tu poder y sin reservas; respecto a la de mi esposa, no insistirás en que mantenga mi palabra en ese particular considerando el período de tiempo que ha pasado. Nació el día de la bendita Anunciación (se santiguó al decir esto y murmuró un Ora pro nobis) hace cincuenta años; pero no está más allá de Reims, y si insistes en que mi promesa sea cumplida al pie de la letra, aguardará lo que te parezca bien.

     Irritado como el duque de Borgoña estaba con este insolente intento del rey para adoptar con él un tono de amistad e intimidad, no pudo por menos de reír ante esta respuesta fantástica de aquel singular monarca, y su risa fué tan disonante como los tonos abruptos de pasión con que a menudo hablaba. Habiendo reído más alto y por más tiempo de lo que en ese período se hubiera juzgado adecuado al lugar y ocasión, contestó en el mismo tono, renunciando lisa y llanamente el honor de la compañía de la reina, pero manifestando su deseo de aceptar la de la hija mayor del rey, cuya belleza era celebrada.

     -Soy feliz, querido primo -dijo el rey con una de esas sonrisas dudosas que frecuentemente usaba-, al ver que no te has fijado en mi hija menor Juana. De no haber sido así, hubieras tenido un lance con mi primo el de Orleáns, y de haber tenido consecuencias, hubiera perdido un amigo amable y un primo afectuoso.

     -En modo alguno, mi real soberano -dijo el duque Carlos-, el duque de Orleáns no se encontrará conmigo en la senda que ha escogido par amours. La causa por la que cruce mi lanza con la de Orleáns debe ser bella y recta.

     Luis no llevó a mal esta brutal alusión a la deformidad personal de la princesa Juana. Por el contrario, le agradaba ver que el duque se limitaba a divertirse con chistes groseros, en los que también sobresalía él, y los cuales (según la frase moderna) ahorraban mucha hipocresía sentimental. Conforme con ello, situó rápidamente su conversación en un plan tal que Carlos, aunque sentía que le era imposible desempeñar el papel de un amigo afectuoso y reconciliado con un monarca cuyas malas artes había frecuentemente comprobado y cuya sinceridad en la presente ocasión tan en duda ponía, no tuvo inconveniente en actuar de señor generoso con un huésped jocoso, y así, la falta de reciprocidad en ambos de sentimientos más amables fué reemplazada por el tono de buen compañerismo que existe entre dos festivos compañeros, teoría natural en el duque por la franqueza, y podía añadirse, la ordinariez de su carácter, y en Luis, porque, aunque susceptible de asumir cualquier humor en la conversación en sociedad, el que mejor le iba estaba mezclado con ideas ordinarias y conversaciones cáusticas.

     Ambos príncipes fueron, por fortuna, capaces de conservar, durante un banquete en el Ayuntamiento de Peronne, la misma clase de conversación en la que se encontraban como en terreno neutral, y la cual, como Luis fácilmente s e apercibió, era más adecuada que otra ninguna para conservar al duque de Borgoña en ese estado de tranquilidad que parecía necesario a su propia salvación.

     Sin embargo se alarmó al observar que el duque estaba rodeado de aquellos nobles franceses, del más alto rango, en situaciones de gran confianza y poder, a los que su severidad e injusticia había conducido al destierro, y fué con el fin de asegurarse de los posibles efectos de su resentimiento y venganza por lo que (como ya se dijo) pidió ser alojado en el castillo o ciudadela de Peronne con preferencia a la ciudad (48). Esto fué prontamente concedido por el duque Carlos, con una de esas equívocas sonrisas de las que era imposible decir si significaban bien o mal para la parte interesada.

     Pero cuando el rey, expresándose con tanta delicadeza como pudo, y del modo que juzgó mejor para no despertar sospecha, preguntó si los arqueros escoceses de su Guardia no podían custodiar el castillo de Peronne mientras permaneciese en él, en vez de la puerta de la ciudad que el duque había ofrecido a su vigilancia, Carlos replicó con su acostumbrado tono de voz y tosquedad de modales, que hacían más alarmantes su hábito al hablar, bien de retorcerse los bigotes o de llevarse la mano a su espada o daga, la última de las cuales acostumbraba a sacar un poco de la vaina y volver a meterla en la misma (49):

     -No, mi soberano. Se encuentra en el campamento y ciudad de su vasallo -así me llaman los hombres por respeto a su majestad-; mi castillo y ciudad son suyos; y mis hombres son suyos, de suerte que es indiferente el que mis soldados o los arqueros escoceses sean los que guarden bien la puerta exterior o las defensas del castillo. �No, por San Jorge! Peronne es una fortaleza virgen; no perderá su reputación por un descuido mío. Las doncellas deben ser cuidadosamente vigiladas, mi querido primo, si queremos que continúen conservando su buena fama.

     -Seguramente, querido primo, y estoy en todo conforme contigo -dijo el rey-, estando yo más interesado en la reputación de la buena y pequeña ciudad que tú, siendo Peronne, como sabes, una de esas poblaciones sobre el río Somme que, dadas en prenda a tu padre, de grato recuerdo, para amortización de una deuda, son susceptibles de ser redimidas por dinero. Y para hablar con sinceridad, viniendo como un honrado deudor, dispuesto a liquidar mis obligaciones de toda especie, he traído aquí varias acémilas cargadas de plata para la amortización; la suficiente para sostener el boato de tu lugar regio durante tres años.

     -No recibiré ni un céntimo de ese dinero -dijo el duque atusándose los bigotes-; ha pasado el día de la amortización ni hubo nunca propósito serio que el derecho se ejercitase, ya que la cesión de estas poblaciones es la única recompensa que mi padre recibió de Francia, cuando, en hora feliz para su familia, consintió en olvidar el asesinato de mi abuelo y trocar la alianza con Inglaterra por la de Francia. �San Jorge!, si no hubiese así obrado, vuestra majestad, en vez de tener poblaciones en el Somme, apenas hubiera podido conservar las situadas más allá del Loira. No, no devolveré una sola piedra de ellas, aunque recibiese por cada piedra devuelta su peso en oro. Doy gracias a Dios y a la sabiduría y valor de mis antecesores, de que las rentas de Borgoña, aunque se trate de un ducado, sirven para mantener mi Estado, aun cuando tenga un rey por huésped, sin obligarme a traficar con mi herencia.

     -Bien, querido primo -contestó el rey de la misma manera suave y plácida de antes, y sin alterarse por el tono altanero y los ademanes violentos del duque-, veo que eres tan buen amigo de Francia que no deseas separarte de lo que antaño perteneció a ésta. Pero necesitamos algún árbitro para estos asuntos cuando tengamos que tratarlos en consejo.�Qué dices de Saint Paul?

     -Ni Saint Paul, ni Saint Peter, ni ningún santo del calendario -dijo el duque de Borgoña- me convencerán para que ceda la posesión de Peronne.

     -Pero no me entiendes -dijo el rey Luis sonriendo-; me refiero a Luis de Luxemburgo, nuestro fiel condestable el conde de Saint Paul. �Ah! �Santa María de Embrun! �Falta su presencia en nuestra conferencia! �La mejor cabeza de Francia y la más útil para restablecer una armonía perfecta entre nosotros!

     -�Por San Jorge de Borgoña! -dijo el duque-, me maravilla oír hablar a su majestad de ese modo de un hombre falso y perjuro lo mismo con Francia que con Borgoña; uno que siempre ha intentado aventar en una llama nuestras frecuentes diferencias, y eso sólo con el propósito de atribuirse aires de mediador. �Juro por la orden que ostento que sus subterfugios no le han de valer de aquí en adelante!

     -No te acalores tanto, primo -replicó el rey sonriendo y hablando en voz baja- Cuando hablaba de la cabeza del condestable como medio de terminar nuestras diferencias sin importancia, no tenía deseo de que estuviese presente su cuerpo, que podía permanecer en San Quintín mucho más convenientemente.

     -�Ya!, �ya! Comprendo lo que quiere decir -dijo Carlos con la misma risa desentonada que le había promovido algunas de las otras bromas de sal gorda dichas por el rey, y añadió, golpeando el suelo con su tacón-: Concedo que desde ese punto de vista la cabeza del condestable podía ser útil en Peronne.

     Este y otros discursos, con los que el rey entremezclaba insinuaciones de asuntos serios con asuntos alegres y divertidos, no se sucedían consecutivamente, sino que eran diestramente introducidos durante la celebración del banquete en el Hotel de Ville, en una entrevista posterior en las habitaciones del duque y, en una palabra, en cuantas ocasiones parecían fácil y natural el tratar de asuntos tan delicados.

     Por muy temerariamente que Luis se hubiese expuesto a un riesgo, que el temperamento fogoso del duque y los mutuos motivos de enemistad exasperada que subsistían entre ambos, hacían de salida dudosa y peligrosa, nunca piloto de costa desconocida se condujo con más firmeza y prudencia. Parecía sondear, con la máxima destreza y precisión, las profundidades y bajos del espíritu y carácter de su rival, y no manifestaba ni duda ni temor cuando el resultado de sus experimentos descubrían más rocas sumergidas o bancos peligrosos que sitios convenientes para un anclaje seguro.

     Por fin transcurrió un día que debió haber resultado enojoso para Luis por el constante esfuerzo, vigilancia, precaución y atención que su situación requería, así como para el duque fué un día de coacción sobre sí por la necesidad de suprimir los violentos sentimientos que tenía por costumbre exponer a los cuatro vientos.

     Tan pronto se hubo retirado el último a su morada, después de haberse despedido del rey, dió suelta a una explosión de pasión tanto tiempo contenida, y muchos juramentos y epítetos abusivos, como su bufón Le Glorieux dijo, �cayeron aquella noche sobre cabezas para las que nunca se habían forjado�, cosechando sus domésticos los beneficios de ese acumulamiento de lenguaje injurioso, que no podía decentemente dedicar a su huésped real, ni aun en su ausencia, y que, sin embargo, era demasiado grande para ser del todo suprimido. Las chanzas del bufón ejercieron algún defecto para apaciguar el mal humor del duque; rió alto, echó al chistoso una pieza de oro, se dejó desnudar con tranquilidad, se sorbió una buena copa de vino y especias, se marchó a la cama y durmió profundamente.

     Fué más digna de fijar la atención la couchée del rey Luis que la de Carlos, pues la expresión violenta de pasión exasperada y temeraria, ya que pertenece más a la parte brutal que a la inteligente de nuestra naturaleza, nos interesa poco en comparación con los trabajos profundos de una inteligencia vigorosa y poderosa.

     Luis fué escoltado a las habitaciones que había escogido en el castillo o ciudadela de Peronne por los chambelanes y heraldos del duque de Borgoña y fué recibido a la entrada por un fuerte retén de arqueros y guerreros.

     Cuando descendió de su caballo para cruzar el puente levadizo sobre un foso de anchura y profundidad no corriente, miró a los centinelas y dijo a Comines, que le acompañaba en unión de otros caballeros nobles:

     -Llevan cruces de San Andrés, pero no las de mis arqueros escoceses.

     -Les encontrará dispuestos a morir en su defensa, señor -dijo el borgoñés, cuyo sagaz oído había descubierto en la manera de hablar del rey un sentimiento que sin duda Luis hubiese deseado ocultar-. Llevan la cruz de San Andrés como apéndice del collar del Toisón de Oro, la Orden del duque de Borgoña.

     -�Y eso no lo sé yo? -dijo Luis mostrando el collar que él mismo llevaba como atención a su anfitrión-. Es uno de los estimados lazos de fraternidad que existen entre mi amable hermano y yo. Somos hermanos en hidalguía, con parentesco espiritual, primos por nacimiento y amigos por los lazos de simpatía y vecindad que nos unen. �No más allá del patio del castillo, nobles lores y caballeros! No puedo permitir por más tiempo vuestro acompañamiento; bastante me habéis favorecido hasta aquí.

     -Nos encargó el duque -dijo D'Hymbercourt- que acompañásemos a su majestad a su alojamiento. Confiamos en que su majestad nos permitirá obedecer el mandato de nuestro amo.

     -En este asunto trivial -dijo el rey- confío me permitiréis que mi mandato tenga más autoridad que el suyo, aun tratándose de vosotros sus súbditos directos. Estoy algo indispuesto, señores míos, algo fatigado. El mucho placer tiene sus quebrantos lo mismo que una pena grande. Confío que mañana gozaré mejor de vuestra compañía. Y la de vos también, señor Felipe des Comines. Me han dicho que sois el cronista de la actualidad; los que como yo deseamos poseer un nombre en la Historia debemos hablarle con miramiento, pues dicen que su pluma tiene una punta afilada cuando queréis. Buenas noches, mis lores y gentiles señores, a todos y cada uno de vosotros.

     Los señores de Borgoña se retiraron muy satisfechos de la finura de Luis y de la acertada distribución de sus atenciones; y el rey quedó solo con uno o dos de los acompañantes habituales de su persona, bajo el arco de entrada al patio de armas del castillo de Peronne, mirando a la gran torre que ocupaba uno de los ángulos, que era, en realidad, el donjon o principal torreón del lugar. Esta construcción alta, obscura, maciza, se distinguía claramente a la misma luz de la luna que alumbraba a Quintín Durward entre Charleroi y Peronne, que, como el lector sabe, lucía con brillo notable. El gran torreón se asemejaba bastante en la forma a la Torre Blanca de la ciudadela de Londres, pero era aún de arquitectura más antigua, y su origen databa, según algunos, de la época de Carlomagno. Los muros eran de un espesor tremendo; las ventanas eran pequeñas y provistas de barras de hierro, y la gigantesca mole de la construcción arrojaba una sombra obscura y portentosa sobre todo el patio.

     -�No he de ser alojado allí! -dijo el rey con un estremecimiento que tenía algo de nefasto.

     -No -replicó el senescal de pelo gris que le acompañaba descubierto-. �Dios no lo quiera! Las habitaciones de su majestad están preparadas en aquellos edificios más bajos que están próximos y en los que el rey Juan durmió durante dos noches antes de la batalla de Poitiers.

     -�Ya! Tampoco es ésa señal de buena suerte -murmuró el rey-; �pero qué me dices de la torre, mi viejo amigo? �Y por qué implorabas a Dios para que no me alojase en ella?

     -No creo que la torre sea peligrosa en modo alguno -dijo el senescal-; sólo los centinelas dicen que se ven luces y se oyen ruidos extraños por las noches; y hay razones para que así sea, porque antiguamente se utilizaba como prisión de Estado y hay muchas leyendas de hechos allí realizados.

     Luis no hizo más preguntas, pues ningún hombre estaba más obligado que él a respetar los secretos de una prisión. A la puerta de las habitaciones destinadas para él, que, aunque de fecha más reciente que la torre, eran ambas antiguas y tenebrosas, había una pequeña partida de la Guardia escocesa, que el duque, aunque antes se había excusado de concederle a Luis, había posteriormente ordenado prestase allí servicio para que se encontrase cerca de su amo. Estaba mandada por el fiel lord Crawford.

     -Crawford, mi honrado y fiel Crawford -dijo el rey-, �dónde has estado hoy durante el día? Son tan inhospitalarios los señores de Borgoña que desprecian al caballero más noble y más bravo que jamás pisó corte alguna. �No te vi en el banquete?

     -Rehusé ir a él, señor -dijo Crawford-; los tiempos cambian para mí. Hubo época en que podía desafiar a correr una francachela al mejor hombre de Borgoña con el zumo de su propia uva; pero ahora me embriagan cuatro copas, y creo que los que estamos al servicio de su majestad debemos dar ejemplo en esto a nuestros subordinados.

     -Eres siempre muy prudente -dijo el rey-; pero tu ocupación es seguramente menor cuando tienes que mandar tan pocos hombres, y un tiempo de asueto no exige por parte tuya abnegación tan severa como un tiempo de peligros.

     -Aunque tengo que mandar pocos hombres -dijo Crawford-, tengo más necesidad de conservar a los muchachos en condiciones adecuadas, y respecto a que este negocio haya de concluir en fiestas o luchas, Dios y su majestad lo saben mejor que el viejo Juan de Crawford.

     �Seguramente no husmeas peligro alguno? -dijo el rey de prisa, aunque en voz baja.

     -Yo, no -contestó Crawford-; me gustaría saberlo, pues como el viejo conde Tineman (50) acostumbraba a decir: �los peligros conocidos son siempre peligros evitados�. �La contraseña para la noche, si su majestad desea darla?

     -Que sea Borgoña, en honor de nuestro anfitrión y de un líquido que tú amas, Crawford.

     -No pelearé ni con duque ni con bebida que lleve ese nombre -dijo Crawford-, siempre que ambos sean buenos. �Deseo buenas noches a su majestad!

     -Buenas noches, mi leal escocés -dijo el rey, que se retiró a sus habitaciones.

     A la puerta de su alcoba fué colocado Le Balafré de centinela.

     -Sígueme hasta allí -dijo el rey cuando pasó por delante de él y, obedeciéndole como una pieza de maquinaria puesta en movimiento por un artífice, marchó tras él en la habitación y permaneció allí fijo, silencioso y sin movimiento esperando la orden del rey.

     -�Tienes noticias de ese paladín andariego, sobrino tuyo? -dijo el rey-; pues está perdido para nosotros desde que, como un joven caballero que emprende sus primeras aventuras, nos envió a casa dos prisioneros como primer fruto de sus hazañas caballerescas.

     -Señor, oí hablar algo de eso -dijo Le Balafré-, y espero que su majestad creerá que si ha obrado equivocadamente no fué por mandato o ejemplo mío, ya que siempre fuí muy mirado en mis acciones y...

     -Cállate respecto a ese particular -dijo el rey-; tu sobrino no hizo más que cumplir su deber en esta ocasión.

     -En eso no hace más que seguir mis huellas. Quintín -le dije-, ocurra lo que ocurra, recuerda que perteneces a la Guardia de arqueros escoceses y cumple siempre con tu deber.

     -Adiviné que había tenido tan exquisito instructor -dijo Luis-, pero me interesa contestes a mi primera pregunta: �Tienes noticias recientes de tu sobrino? Apártense, señores -añadió dirigiéndose a los caballeros en su habitación-, pues esto sólo interesa a mí.

     -Puedo decir a su majestad -dijo Balafré- que esta misma tarde he visto al palafrenero Charlet, que mi pariente envió desde Lieja o desde algún castillo del obispo próximo a ésta, en donde ha alojado sanas y salvas a las damas de Croye.

     -�Gracias sean dadas a la Virgen! -dijo el rey-. �Estás seguro de ello? �Seguro de las buenas noticias?

     -Del todo seguro -dijo Le Balafré-; el individuo en cuestión trae cartas de las damas da Croye para su majestad.

     -Apresúrate a traerlas -dijo el rey-. Entrega tu arcabuz a uno de estos hombres, a Oliver, a cualquiera. �Que Nuestra Señora de Embrun sea alabada! �De plata pondré el frontal de su altar!

     Luis, en este acceso de gratitud y devoción, se quitó su sombrero, repasó de las imágenes que lo adornaban la que representaba su Virgen favorita, la colocó sobre la mesa y, arrodillándose, repitió devotamente el voto que había hecho.

     El palafrenero que Durward había enviado desde Schonwaldt apareció a poco con sus cartas. Estaban dirigidas al rey por las damas de Croye, y se limitaban a darle las gracias en términos de gran frialdad por las atenciones guardadas con ellas mientras estuvieron en la corte, y con algún más calor por haberlas permitido retirarse y mandarlas salvas a sus dominios; el rey se rió de muy buena gana con el contenido de estas cartas en vez de sentirse molesto. Después preguntó a Charlet con interés manifiesto si no habían sufrido ningún ataque o alarma durante el camino. Charlet, individuo medio imbécil y escogido precisamente por esa condición suya, dió informes muy confusos de la refriega en que resultó muerto su compañero, el gascón, pero no sabía nada más. De nuevo Luis le preguntó minuciosamente y en particular el camino que los viajeros habían tomado para llegar a Lieja, y pareció muy interesado al enterase que al aproximarse a Namur habían seguido el camino más directo para Lieja, por la orilla izquierda del Maes en vez de la orilla derecha. El rey dispuso entonces que hiciesen al hombre un pequeño regalo, y le despachó, disimulando la ansiedad que había manifestado como si sólo le interesase la seguridad de las damas de Croye.

     Aunque las noticias suponían el fracaso de uno de sus planes favoritos, parecieron implicar más satisfacción interna de parte del rey que la que hubiera exteriorizado en el caso de un éxito brillante. Suspiró como uno a quien se le quita un gran peso de encima, musitó sus oraciones de agradecimiento con aire de profunda santidad, elevó sus ojos y se precipitó a planear nuevos y más seguros planes de ambición.

     Con ese fin, Luis ordenó que compareciese su astrólogo, Martins Galeotti, que apareció con su aire acostumbrado de dignidad, aunque con cierta sombra de recelo reflejada en su rostro, como si temiese una recepción poco amable por parte del monarca. Fué, sin embargo, favorable, y aun excedió en cordialidad a todas las anteriores. Luis le llamó su amigo, su padre en ciencias, el espejo en el que un rey podía distinguir el futuro lejano, y concluyó poniéndole en la mano un anillo de valor considerable. Galeotti, ignorante de las circunstancias que de pronto le habían realzado a los ojos de Luis, entendía bastante de su profesión para dejar traslucir su ignorancia. Recibió con grave modestia las alabanzas de Luis, que él juzgó sólo debidas a la nobleza de las ciencia que practicaba, ciencia digna de admiración por los milagros que obraba por el intermedio de un agente tan insignificante como él; y él y el rey se despidieron, muy satisfechos el uno del otro.

     Después de la marcha del astrólogo, Luis se arrojó en un sillón, y, con muestras de gran cansancio, despidió al resto de sus acompañantes, excepto a Oliver, que, moviéndose en torno suyo con asiduidad manifiesta y pasos silenciosos, le ayudó en la labor preparatoria del descanso.

     Mientras recibía su ayuda, el rey, contra su costumbre, se mostró tan silencioso y pasivo, que a su servidor le llamó la atención el cambio no usual de modales. Las peores personas tienen a menudo un buen fondo; los bandidos muestran fidelidad a su capitán, y a veces un favorito protegido siente interés sincero por el monarca a quien debe su engrandecimiento. Oliver le Diable, le Mauvais (o por cualquier otro nombre que se le llamase, expresivo de sus malas cualidades), no estaba, sin embargo, tan completamente identificado con Satanás como para no sentir alguna muestra de gratitud hacia su amo en este caso particular, en el que parecía que su suerte estaba profundamente afectada, y sus fuerzas, agotadas. Después de breve intervalo prestando al rey en silencio los servicios usuales que un sirviente hace a su amo durante su toilette, el servidor se atrevió a decir con la libertad que la indulgencia de su soberano le permitía en tales circunstancias:

     -Tête-dieu, señor; parece como si hubiera perdido una batalla, y, sin embargo, yo, que estuve junto a su majestad todo el día, nunca le vi combatir con más valentía en campo abierto.

     -�En campo abierto! -dijo el rey Luis, alzando la vista y adoptando su acostumbrada causticidad de tono y estilo-. Pasques-dieu, amigo Oliver, di más bien que he lidiado en una corrida de toros, pues nunca existió un bruto más ciego, más obstinado, más indomable y menos gobernable que mi primo el de Borgoña, de no ser en forma de toro murciano, dedicado a los festivales taurinos. Bien, dejémosle pasar; le toreé bravamente. Pero Oliver, alégrate conmigo, porque mis planes en Flandes no se han realizado en lo que respecta a esas dos princesas ambulantes de Croye o a Lieja. �Me comprendes?

     A fe que no, señor -replicó Oliver-; es imposible que felicite a su majestad por el fracaso de sus planes favoritos a no ser que me dé alguna razón por el cambio de sus puntos de vista y sus deseos.

     -No hay cambio ni en unos ni en otros -contestó el rey-; pero, Pasques-dieu, mi amigo, en este día he aprendido a conocer mejor que nunca al duque Carlos. Cuando era conde de Charleroi, en tiempos del viejo duque Felipe y del desterrado delfín de Francia, bebíamos, cazábamos y correteábamos juntos, y más de una aventura escandalosa corrimos. Y en aquellos días tenía una decidida ventaja sobre él: la que un espíritu fuerte tiene, naturalmente, sobre uno débil. Pero desde entonces ha cambiado: se ha hecho un dogmático discutidor, atrevido, arrogante, terco, que alimenta un deseo visible de llevar las cosas a un límite cuando cree que domina el juego que se trae entre manos. Me vi obligado a escabullirme de todo asunto ofensivo, como si hubiese tocado un hierro al rojo. Sólo insinué la posibilidad de que esas errantes condesas de Croye, antes de llegar a Lieja (pues allí confesé francamente que creía habían ido), pudiesen caer en mano de algún bandolero en la frontera, y, �Pasques-dieu!, se hubiera dicho que había proferido un sacrilegio. No hay para qué contarte lo que dijo, y baste decir que hubiera corrido peligro mi cabeza si en ese momento hubiesen llegado informes del éxito de tu amigo Guillermo el de la Barba, en su honrado proyecto, también tuyo, de mejorar por matrimonio.

     -No, amigo mío -dijo Oliver-; ni amigo ni el plan es mío.

     -Verdad, Oliver -contestó el rey-; tu plan no era el de casar a ese novio, sino el de afeitarle. Bien; pero le deseaste un mal por el estilo cuando modestamente te referiste a ti mismo. Sin embargo, Oliver, feliz el hombre que no la posea, pues horca, arrastre y descuartizar son las palabras más amables que mi gentil primo dedicó a aquel que se casase con la joven condesa, su súbdita, sin su permiso ducal.

     -�Y, sin duda, se muestra tan interesado en cualquier disturbio que pueda promoverse en la buena ciudad de Lieja? -preguntó el favorito.

     -Tanto o más -replicó el rey-, como puedes fácilmente comprender; pero desde que resolví venir aquí, mis mensajeros han estado en Lieja para reprimir cualquier movimiento hacia la insurrección, y mis muy activos y bullidores amigos Rouslaer y Pavillon tienen órdenes de estar tan quietos como un ratón hasta que se termine este feliz encuentro entre mi primo y yo.

     -A juzgar, pues, por el relato de su majestad -dijo Oliver secamente-, lo mejor que puede resultar de esta entrevista es la de que vuestra condición no empeore. Esta situación puede compararse a la de la grulla que metió su cabeza dentro de la boca de la zorra y tuvo que agradecer la buena suerte de que no le diese una dentellada. Y, sin embargo, su majestad parece estar muy agradecido al sabio filósofo que le animó a jugar un juego con tanta esperanza de ganancia.

     -Ningún juego -dijo el rey rápidamente puede considerarse desesperado hasta que es perdido, y tengo razón para esperar que no será ése mi caso. Por el contrario, si no ocurre nada que excite la cólera de este vengativo loco, estoy seguro de la victoria, y seguramente no le debo poco a la habilidad con que fué escogido el acompañante de las damas de Croye: un joven cuyo horóscopo está tan en consonancia con el mío, que me ha salvado del peligro, aun desobedeciendo mis órdenes y tomando el camino que evitó la emboscada de De la Marck.

     -Su majestad -dijo Oliver- puede encontrar otros muchos agentes que le servirán siguiendo sus propias inclinaciones con preferencia a vuestros mandatos.

     -No, Oliver -dijo Luis impaciente-; el poeta pagano habla de Vota diis exaudita malignis, esto es, de deseos que los santos nos conceden en su cólera, y éste, en estas circunstancias, hubiera sido el éxito de la hazaña de Guillermo de la Marck si se hubiera llegado a efectuar ahora y mientras me encuentro en poder de este duque de Borgoña. Esto lo previó mi propio arte, robustecido por el de Galeotti; esto es, preví no el fracaso de la empresa de De la Marck, sino que la expedición del joven arquero escocés concluiría felizmente para mí, y ése ha sido el resultado, aunque de un modo distinto de lo que esperaba, pues las estrellas, aunque presagian resultados generales, permanecen silenciosas respecto a los medios como se han de realizar, siendo a menudo lo contrario de lo que esperamos o deseamos. Pero �por qué hablarte de estos misterios, Oliver, que en tantas cosas eres peor que el propio diablo, que es tu apodo, ya que él cree y tiembla, mientras que tú eres un descreído, tanto para la religión como para la ciencia, y seguirás siéndolo hasta que se cumpla tu destino, el cual, según tu fisonomía y horóscopo, me aseguran será por intermedio de la horca!

     -Y si así fuese -dijo Oliver con voz resignada-, será porque está así ordenado, porque soy un servidor demasiado agradecido para dudar en la ejecución de los mandatos de mi real amo.

     Luis soltó su habitual risa sardónica con esta salida de tono de su servidor. Después le dijo:

     -�Has visto algo en las medidas tomadas por estos hombres con nosotros que pueda hacer sospechar algún mal?

     -Señor -replicó Oliver-, vuestra majestad y el filósofo erudito miran a las estrellas y a los huéspedes celestiales para los augurios; yo soy un reptil terrestre y sólo considero las cosas ligadas con mi vocación. Pero creo que falta esa atención seria y minuciosa respecto a vuestra majestad que los hombres demuestran a un huésped bien recibido y que está tan por encima de ellos. El duque esta noche alegó cansancio, y sólo acompañó a vuestra majestad hasta la calle, dejando, a los empleados de su casa la tarea de llevarle a vuestro alojamiento. Las habitaciones han sido dispuestas precipitadamente y con descuido; la tapicería está colgada, torcida y en una de las piezas, como puede ver; las figuras están invertidas, y se mantienen de pie sobre sus cabezas, mientras los árboles crecen con las raíces hacia arriba.

     -�Bah!, casualidad y efecto de la prisa -dijo el rey-. �Cuándo me viste interesado en minucias como éstas?

     -No merecen tenerse en cuenta por sí mismas -dijo Oliver-, sino como indicadoras del grado de estimación que los empleados de la casa del duque observan que vuestra majestad merece por parte de su amo. Créame que si éste hubiese deseado sinceramente que vuestra recepción se hubiese distinguido, en todo momento por una atención escrupulosa, el celo de su gente se hubiera manifestado en esos detalles. �Y cuándo -añadió, señalando a la bacía y al jarro- fueron los objetos del tocador de vuestra majestad de substancia distinta a la plata?

     -Esa última observación -dijo el rey con sonrisa forzada- sobre los utensilios de afeitar, Oliver, es muy característica de tu peculiar oficio para ser discutida por nadie. Es verdad que cuando sólo era un refugiado era servido con vajilla de oro por orden del mismo Carlos, que juzgaba la plata demasiado modesta para el delfín, aunque parece creer que ese metal es demasiado rico para el rey de Francia. Bien, Oliver; marcharemos a la cama. Mi resolución ha sido tomada y ejecutada; no queda nada por hacer sino jugar varonilmente el juego en que me he metido. Sé que mi primo el de Borgoña, como otros toros salvajes, cierra los ojos cuando comienza su embestida. Sólo tengo que vigilar ese momento, como uno de los toreros que vimos en Burgos, y su impetuosidad le coloca a merced mía.

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Capítulo XXVII

La explosión



                                                                                            Fué mudo asombro y temor contenido,
Cuando lejos, en el Sur, apareció, ante el ojo sobrecogido,
El repentino resplandor procedente de la nube.
                                                   El Verano, de Thomson.


     El anterior capítulo, agradable por su título, fué ideado como un resumen retrospectivo que pudiese capacitar al lector para comprender en qué relaciones de amistad estaban el rey de Francia y el duque de Borgoña, cuando el primero, impulsado en parte por su creencia en la Astrología, que le representó como favorable el resultado de su determinación, y en gran parte, sin duda, por la superioridad consciente de su poder de imaginación sobre Carlos, adoptó la extraordinaria, y fuera de esas razones, inexplicable resolución de confiar su persona a un enemigo fiero y exasperado; resolución tanto más temeraria e inesperada cuando había varios ejemplos en aquellos azarosos tiempos que demostraban que los salvoconductos, por muy solemnemente que se concediesen, habían resultado ineficaces para aquellos en cuyo favor se habían concedido, y sin ir más lejos, el asesinato del abuelo del duque en el puente de Montereau, en presencia del padre de Luis, y en una entrevista solemnemente convenida para restablecer la paz y conceder una amnistía, era un precedente horrible si el duque estuviese dispuesto a hacer uso de él.

     Pero el temperamento de Carlos, aunque áspero, fiero, terco e inflexible, no era, por lo menos en momentos de extrema pasión, incrédulo o poco generoso, faltas que pertenecen usualmente a caracteres más fríos. No se esforzó para demostrar al rey más cortesía de la que las leyes de hospitalidad demandaban; pero, por otro lado, no evidenció propósito alguno de rehusar sus sagradas barreras.

     Al día siguiente de la llegada del rey hubo una parada general de las tropas del duque de Borgoña, que eran tan numerosas y estaban tan bien equipadas, que aquél no sintió tener ocasión de mostrarlas a su gran rival. Mientras hacía el cumplimiento obligado de un vasallo a su soberano, al declarar que estas tropas eran las del rey, y no suyas, el pliegue de su labio superior y su mirada orgullosa traslucían su convencimiento de que las palabras que decía eran de mero cumplido, y que su brillante ejército, del que disponía incondicionalmente, estaba tan dispuesto para marchar contra París como en cualquier otra dirección. Debe añadirse, para mortificación de Luis, que reconoció cómo formaban parte de esas huestes muchas banderas de la nobleza francesa, no sólo de Normandía y Bretaña, sino de provincias sujetas más de cerca a su autoridad; las que, por varias causas de descontento, se habían unido y hecho causa común con el duque de Borgoña.

     Leal a su carácter, sin embargo, Luis pareció fijarse poco en estos descontentos, mientras en el fondo de su imaginación pasaba revista a los medios posibles para apartarles de las banderas de Borgoña y traerlos de nuevo a la suya, y resolvió para ese fin que aquellos a los que concedía la mayor importancia serían secretamente, sondeados por Oliver y otros agentes.

     El mismo laboró diligentemente, pero al mismo tiempo con cautela, para atraerse la atención de los principales empleados y consejeros del duque, empleando para ese propósito los medios usuales de cortesía no regateada, halagos hábiles y regalos pródigos, no, como quiso hacer constar, para enajenar sus fieles servicios de su noble amo, sino para que pudiesen prestar su ayuda en mantener la paz entre Francia y Borgoña; fin tan excelente en sí mismo, y que de un modo tan obvio tendía al bienestar de ambos países y al de ambos príncipes reinantes.

     La noticia de un rey tan grande y tan sabio era por sí un poderoso soborno; las princesas hicieron mucho, y los regalos directos, que las costumbres de la época permitían que los cortesanos borgoñeses aceptasen sin escrúpulo, hicieron aun más. Durante una cacería de jabalíes en el bosque, mientras el duque, siempre ansioso del fin inmediato, bien fuese negocio o placer, se entregaba por completo al ardor de la caza, Luis buscó y encontró los medios de hablar secreta y aisladamente a muchos de aquellos que, según sus informes, tenían más interés con Carlos, entre los que incluyó a D'Hymbercourt y Comines; ni se olvidó de mezclar los avances que hizo hacia esas dos distinguidas personas con alabanzas del valor y habilidad militar del primero, y de la profunda sagacidad y talento literario del futuro historiador de aquel período.

     Semejante oportunidad de reconciliarse personalmente, o, si el lector lo prefiere, de sobornar a los ministros de Carlos, fué quizá lo que el rey se había propuesto como objeto principal de su visita, aun cuando su astucia hubiese fracasado para conquistarse al propio duque. La unión entre Francia y Borgoña era tan íntima, que la mayoría de los nobles que pertenecían al último país tenían esperanzas de poseer o poseían intereses reales en el primero, que la influencia de Luis podía adelantar o su desagrado personal, destruir. Gracias a esta y a las demás especies de intrigas, munífico hasta el derroche cuando era necesario adelantar sus planes, y hábil para presentar con los colores más vivos sus propuestas, se dió maña el rey para reconciliar el espíritu del orgulloso con el beneficio que recibía, y para convencer al pretendido o efectivo patriota que el bien, tanto de Francia como de Borgoña, era el motivo ostensible, mientras el interés particular del partícipe, como rueda oculta de algún mecanismo, trabajaba con tesón para que sus actuaciones se mantuviesen secretas. Para cada hombre tenía un aliciente adecuado, un sistema conveniente de presentar las cosas: dejaba la recompensa en la manga de aquellos que eran demasiado orgullosos para extender la mano, y confiaba en que sus mercedes, aunque descendían como el rocío, sin ruido e imperceptiblemente, no dejarían de producir en tiempo oportuno una gran cosecha de buena voluntad, al menos, y quizá de buenos servicios, al donante. En resumen, aunque había estado preparando el camino durante tiempo, por medio de sus ministros, para el establecimiento de aquellos intereses en la corte de Borgoña, que podrían ser convenientes a los de Francia, los esfuerzos personales de Luis, dirigidos sin duda por la información que previamente poseía, hicieron más para conseguir su objeto en pocas horas, que lo que sus agentes habían efectuado en años de negociaciones.

     Un solo hombre le falló al rey, a quien tenía especial interés en atraerse, y ése fué el conde de Crèvecoeur, cuya firmeza durante su conducta como enviado en Plessis, lejos de excitar el resentimiento de Luis, había servido para desear que se pasase a él a todo trance. No le agradó mucho el enterarse que el conde, al frente de cien lanzas, había marchado a la frontera de Brabante para ayudar al obispo, en caso de necesidad, contra Guillermo de la Marck y sus súbditos descontentos; pero se consoló con la idea de que la presencia de estas fuerza, junto con las instrucciones que había enviado con mensajeros leales, servirían para prevenir cualquier disturbio prematuro en ese país, cuyo estallido preveía podía hacer muy precaria su actual situación.

     La corte comió esta vez en el bosque cuando llegó el mediodía, cual era costumbre en estas grandes partidas de caza; circunstancia que le fué muy agradable al duque en esta ocasión, deseoso como estaba de abreviar aquella solemnidad ceremoniosa y respetuosa con la que de otro modo tendría necesidad de recibir al rey Luis. El conocimiento que el rey poseía de la naturaleza humana le había fracasado en un detalle en esta memorable ocasión. Pensó que el duque resultaría muy halagado por haber recibido tal prueba de condescendencia y confianza; pero olvidó que la dependencia de este ducado de la corona de Francia era privadamente objeto de mortificación para un príncipe tan poderoso, tan rico y tan orgulloso como Carlos, cuyo anhelo era, a no dudar, establecer un reino independiente. La presencia del rey en la corte del duque de Borgoña imponía a ese príncipe la necesidad de mostrarse con el carácter subordinado de un vasallo y de practicar muchos ritos de carácter feudal, que, para uno de su disposición altanera, parecían una derogación del carácter de príncipe soberano, que en todas las ocasiones se esforzaba por sostener.

     Pero aunque fué posible evitar mucha ceremonia al efectuar la comida sobre la hierba, con sonidos de cuernos, apertura de barriles y toda la libertad de un ágape campestre, era necesario que la comida de la noche se celebrase, por esa misma razón, con más solemnidad que de ordinario.

     Ordenes previas con este fin se habían dado, y al regresar a Peronne, el rey Luis se encontró con un banquete preparado con tal esplendor y magnificencia como convenía a la riqueza de este formidable vasallo, poseedor de la mayoría de los Países Bajos, entonces la comarca más rica de Europa. En la cabecera de la larga mesa, que resplandecía con la vajilla de oro y plata, y llena de los más exquisitos platos, se sentaba el duque, y a su mano derecha, en un sillón más elevado que el suyo, estaba colocado su huesped real. Detrás de él, estaba, de pie, a un lado, el hijo del duque de Gueldres, que actuaba como su gran trinchante (carver); al otro, Le Glorieux, su bufón, de quien rara vez prescindía, pues, como la mayoría de los hombres de carácter vivo y descortés, Carlos exageraba el gusto general de aquella época por los tontos de corte y los bufones; experimentando ese placer en la exhibición de excentricidad y pobreza mental que su rival más agudo, pero no más benévolo, prefería sacar, señalando las imperfecciones de la Humanidad en sus más nobles ejemplares, y encontrando motivo de alegría en los �temores de los bravos y locuras de los sabios�. Y si la anécdota referida por Brantome es verdadera, de que un bufón, habiendo escuchado que Luis, en uno de sus accesos de arrepentimiento durante sus devociones, confesó su consentimiento para envenenar a su hermano Enrique, conde de Guyena, divulgó la noticia al día siguiente en un banquete, ante la corte reunida, podía suponerse que ese monarca quedó harto para el resto de sus días de las chanzas de los bufones profesionales.

     Pero en la ocasión presente, Luis no desdeñó fijarse en el bufón favorito del duque y aplaudir sus salidas, lo que hizo de preferencia por parecerle que las tonterías de Le Glorieux, aunque a veces eran dichas toscamente, encerraban en sí más ingenio cáustico de lo corriente en los de su profesión.

     En realidad, Tiel Wetzweiler, conocido por Le Glorieux, no era en modo alguno un bufón de estilo corriente. Era un hombre alto, de buen aspecto, excelente en muchos ejercicios que apenas parecían reconciliables con la imbecilidad mental por que debían haber requerido paciencia y atención para lograrlos. Ordinariamente acompañaba al duque a la caza y a la guerra, y en Montl'hery, cuando Carlos pasó por un grave peligro personal, herido en el cuello y a punto de caer prisionero de un caballero francés que había cogido las riendas de su caballo, Tiel Wetzweiler arremetió contra el asaltante con tal brío, que lo tiró al suelo y pudo librar a su amo. Quizá temió haber sido éste un servicio demasiado serio para una persona de su condición, y que podía producirle enemigos entre aquellos caballeros y nobles que habían dejado la defensa de la persona del duque al bufón. En todo caso, prefirió que se riesen de él a verse alabado por su hazaña, e hizo jactancias tan exageradas de sus proezas en la batalla, que la mayoría de la gente creyó que el rescate de Carlos era tan fantástico como el resto de su cuento, y fué en esta ocasión cuando alcanzó el título de Le Glorieux (o el jactancioso), por el que se le conoció en lo sucesivo.

     Le Glorieux estaba ricamente vestido, pero con pocos de los distintivos usuales de su profesión, y ese poco, más bien de carácter simbólico que literal. Su cabeza no estaba rapada; por el contrario, llevaba mucho pelo largo y rizado, que le descendía por debajo de su gorro, lo que, unido a una barba bien cortada y muy cuidada, encuadraban unas facciones que, de no haber sido por el brillo salvaje de los ojos, merecía el calificativo de hermosa. Un adorno de terciopelo escarlata a través de lo alto de su gorro indicaba, más bien que representaba, a las claras el gorro de bufón que caracterizaba al tonto oficial. Su bastón, de ébano, remataba en un puño con una cabeza de tonto, como era costumbre, con orejas hechas de plata; pero tan pequeña y tan minuciosamente labradas, que hasta que se la examinaba muy de cerca podía tomarse por un bastón oficial de un personaje más solemne. Eran las únicas muestras del oficio que mostraban su traje. En otros aspectos era tal, que podía rivalizar con el de los nobles más encopetados. Su gorro ostentaba una medalla de oro; llevaba una cadena del mismo metal alrededor del cuello, y la moda de sus ricas prendas de vestir no era mucho más fantástica que la de los jóvenes petimetres a quienes les gusta exagerar los detalles de la última moda en el vestir.

     A este personaje, Carlos, y Luis imitando a su anfitrión, se dirigieron a menudo durante el banquete; y ambos parecían manifestar, por sus carcajadas espontáneas, lo que les divertían las respuestas de Le Glorieux.

     -�Qué asientos son los que están vacíos? -dijo Carlos al bufón.

     -Uno de ellos, por lo menos, es mío, por derecho de sucesión, Carlos -replicó Le Glorieux.

     -�Por qué así, pícaro? -dijo Carlos.

     -Porque pertenecen a los señores D'Hymbercourt y Des Comines, que se han marchado tan lejos para volar sus halcones, que se han olvidado de su comida. Aquellos que prefieren mirar a un milano volando más que a un faisán en la fuente, son parientes del tonto, y éste les heredará en la mesa como parte de su herencia mueble.

     -Ese es un chiste viejo, mi amigo Tiel -dijo el duque-; pero, tontos o sabios, aquí llegan los delincuentes.

     Mientras hablaba, entraron en la habitación Comines y D'Hymbercourt, y después de haber hecho sus reverencias a los dos príncipes tomaron en silencio los asientos reservados para ellos.

     -�Hola, señores! -exclamó el duque dirigiéndose a ellos-. Vuestro sport ha sido o muy bueno o muy malo, para conduciros tan lejos y tan tarde. Señor Felipe des Comines, �estás abatido?, �Te ha ganado D'Hymbercourt una apuesta tan importante? Eres filósofo y debes poner buena cara a la mala suerte. �Por San Jorge! D'Hymbercourt, está tan triste como tú. �Qué ocurre, señores? �No habéis encontrado caza? �Habéis perdido vuestros halcones, o habéis tropezado con una bruja o el Cazador Salvaje (51) se os ha aparecido en el bosque? Por mi honor que parece como si hubierais venido a un funeral y no a un festival.

     Mientras el duque hablaba, los ojos de los presentes estaban todos dirigidos hacia D'Hymbercourt y Des Comines, y el abatimiento y turbación de sus rostros, al no tratarse de personas en las que era natural semejante expresión de melancolía, se hizo tan visible, que la alegría de los reunidos, que la rápida circulación de copas de excelente vino habla elevado a un alto grado, fué disminuyendo poco a poco, y sin ser capaz de dar razón alguna por semejante cambio en su ánimo, los hombres se hablaban en voz baja unos con otros como en vísperas de esperar recibir extrañas e importantes noticias.

     -�Qué significa este silencio, señores? -dijo el duque elevando su voz, que, era por naturaleza áspera-. Si vais a traer estas miradas extrañas y este silencio extraño a la fiesta, vamos a echar de menos que no hayáis continuado por los pantanos buscando hurones o chochas.

     -Señor -dijo Des Comines-: cuando nos disponíamos a regresar del bosque nos encontramos al conde de Crèvecoeur.

     -�Cómo! -dijo el duque- �Ha regresado ya de Brabante? �Pero habrá encontrado todo bien por allá, sin duda?

     -El propio conde le dará cuenta a vuestra alteza de las noticias -dijo D'Hymbercourt-, que conocemos de un modo imperfecto.

     -Pero �dónde está el conde? -dijo el duque.

     -Cambia de traje para presentarse ante vuestra alteza -contestó D'Hymbercourt.

     -�Que cambia de traje? �Saint-bleu! -exclamó el impaciente príncipe-, �Qué me importa su traje? �Voy a creer que habéis conspirado con él para volverme loco!

     -O más bien, para ser sinceros -dijo Des Comines-, desea comunicar las noticias en una audiencia privada.

     -�Teste-dieu!, mi rey -dijo Carlos-; ésta es siempre la manera como nos sirven nuestros consejeros. Si saben algo que consideran importante para nosotros, adoptan un aire tan serio y están tan orgullosos con su carga, como borrico con albarda nueva. �Que alguien diga a Crèvecoeur que venga en seguida! Viene de las fronteras de Lieja, y yo, al menos -puso algún énfasis en el pronombre-, no tengo secretos en esa parte que trate de esquivar sean proclamados ante el mundo entero.

     Todos notaron que el duque había bebido tanto vino, que resultaba incrementada la natural obstinación de su carácter; y aunque muchos hubieran de buena fe hecho la observación que el momento no era el más oportuno para oír noticias o tomar consejo, todos también conocían la impetuosidad de su carácter, demasiado bien para aventurarse a intervenir, y aguardaban sentados, con ansiosa expectación, las nuevas que el conde podía comunicar.

     Siguió un breve intervalo, durante el cual el duque permaneció mirando ansiosamente a la puerta, lleno de impaciencia, mientras los huéspedes aguardaban con los ojos fijos sobre la mesa, como deseosos de ocultar su curiosidad y ansiedad. Sólo Luis, que conservaba perfecta tranquilidad, continuaba su conversación alternativamente con el gran trinchante y con el bufón.

     Por fin penetró Crèvecoeur, que fué en seguida saludado por el duque con esta pregunta:

     -�Qué noticias traes de Lieja y de Brabante, señor conde? La noticia de tu llegada ha desterrado la alegría de nuestra mesa; esperamos que tu presencia nos la devolverá.

     -Mi amo y señor -contestó el conde con tono firme, pero melancólico-, las noticias que le aporto son más propias para ser expuestas en un consejo que en la mesa de un festín.

     -Afuera con ellas, hombre; �ni que fueran noticias del Anticristo! -dijo el duque-; pero creo, adivinarlas: los de Lieja se han amotinado de nuevo.

     -Efectivamente, señor -dijo Crèvecoeur con mucha gravedad.

     -He acertado de primera intención, hombre, -dijo el duque-, lo que tanto miedo tenías de decirme: los ciudadanos sin seso han cogido las armas de nuevo. No pudo haber ocurrido en ocasión más oportuna, pues ahora podemos tener el consejo de nuestro soberano -inclinando la cabeza al rey Luis con ojos que delataban el más amargo, aunque contenido, resentimiento- para saber cómo debe tratarse a esos amotinados. �Tienes más noticias reservadas? Dilas, desde luego, y después dinos por qué no fuiste a auxiliar al obispo.

     -Señor mío, las noticias que quedan son difíciles de decir, y afligirán su corazón. Ni mi ayuda ni la de nadie podían haber salvado al excelente prelado: Guillermo de la Marck, unido a los rebeldes habitantes de Lieja, han tomado el castillo de Schonwaldt y le han asesinado en su propio hall.

     -�Que lo han asesinado! -repitió el duque en tono bajo y profundo, pero que fué, sin embargo, oído de un extremo al otro del hall, en el que estaban reunidos-. �Eso tiene que ser, Crèvecoeur, alguna noticia falsa; es imposible!

     -�Ay!, señor -dijo el conde-; me la ha dado un testigo de vista, un arquero de la Guardia escocesa del rey de Francia, que estaba en el hall cuando se cometió el asesinato, de orden de Guillermo de la Marck.

     -�Y que sin duda estaba ayudando y excitando al horrible sacrilegio! -exclamó el duque, poniéndose de pie y dando una patada con tanta furia, que rompió en pedazos el taburete que tenía delante de él-. �Echad el cerrojo a las puertas de este hall, caballeros; asegurad las ventanas; que ningún forastero se mueva de su asiento, bajo pena de muerte instantánea! Caballeros de mi cámara, desenvainad vuestras espadas.

     Y volviéndose a Luis, movió su mano lenta y deliberadamente hacia el puño de su espada, mientras el rey, sin mostrar miedo o adoptar postura defensiva, sólo dijo:

     -Estas noticias, querido primo, te han trastornado la razón.

     -�No! -replicó el duque en un tono terrible-. Pero han despertado un justo resentimiento que he sufrido demasiado tiempo para ser ocultado por triviales consideraciones de circunstancia y lugar. �Asesino de tu hermano!, �rebelde contra tu padre!, �tirano con tus súbditos!, �aliado traidor!, �rey perjuro!, �caballero deshonrado!, estás en mi poder, y doy gracias a Dios de ello.

     -Más bien da gracias por mi insensatez -dijo el rey-; pues cuando nos encontramos en iguales condiciones en Montl'hery me parece que deseabas estar más lejos de mí que lo estás ahora.

     El duque aun conservaba su mano en la empuñadura de la espada; pero se contuvo para sacarla y para atacar a un enemigo que no ofrecía resistencia alguna que pudiese provocar violencia.

     Mientras tanto, se propagaba por el hall gran conmoción. Las puertas fueron cerradas y guardadas de orden del duque; pero varios de los nobles franceses, aunque eran pocos, se levantaron de sus asientos y se prepararon para la defensa de su soberano. Luis no había hablado una sola palabra ni a Orleáns ni a Dunois desde que fueron libertados del castillo de Loches, si puede llamarse libertad el ser incorporados al séquito del rey Luis, objetos de sospecha evidente más que de respeto y consideración; pero, sin embargo, la voz de Dunois fué la primera que dominó el tumulto, dirigiéndose al duque de Borgoña.

     -Señor duque, habéis olvidado que sois un vasallo de Francia, y que somos sus huéspedes, como franceses. Si osáis levantar una mano contra vuestro monarca, preparaos a sufrir los máximos efectos de nuestra desesperación, pues, créame, nos festejaremos tanto con la sangre de Borgoña como hemos festejado su vino. Valor, señor de Orleáns, �y vosotros, caballeros de Francia, formad alrededor de Dunois y haced lo que él haga!

     Fué en este momento cuando un rey pudo ver en qué personas podía realmente confiar. Los pocos nobles y caballeros independientes que acompañaban a Luis, la mayoría de los cuales sólo habían recibido de él mohínes de desagrado, sin atemorizarse por el despliegue de fuerza infinitamente superior y la certeza de ser aniquilados, en caso de llegar a las armas, se precipitaron a colocarse alrededor de Dunois y, guiados por él, se dirigieron a la cabecera de la mesa en donde estaban sentados los príncipes contendientes.

     Por el contrario, los agentes que Luis había sacado de sus puestos naturales y adecuados para darles otros de importancia inmerecida para ellos, demostraron cobardía y poco corazón, y, permaneciendo quietos en sus asientos, parecían resueltos a no provocar su suerte entremetiéndose, sea lo que fuere lo que le ocurriese a su bienhechor.

     El primero del bando más generoso fué el venerable lord Crawford, quien, con agilidad que nadie hubiera esperado a sus años, se abrió camino, a través de los contrarios, los que se opusieron menos de lo que podía esperarse; pues muchos de los borgoñeses, bien por puntillo de honor o por una secreta inclinación para impedir la suerte fatal que amenazaba a Luis, le abrieron camino, y se interpuso entre el rey y el duque. Después se colocó su gorro, del que se le escapaban sus cabellos blancos, en desorden, por un lado de su cabeza; su pálido semblante estaba coloreado, y su mirada cansada, brillante, con el fuego de un joven que se arriesga en una acción desesperada. Su capa colgaba de un hombro, y sus movimientos denotaban su intención de envolvérsela en el brazo izquierdo, mientras desenvainaba su espada con el derecho.

     -He luchado por su padre y su abuelo -fué todo lo que dijo-, y, �por San Andrés!, concluya la cuestión como sea, no le abandonaré en este trance.

     Lo que ha necesitado algún tiempo para ser contado, sucedió en realidad con la velocidad de un relámpago, pues tan pronto como el duque adoptó su postura amenazadora, Crawford se interpuso entre él y el objeto de su venganza, y los caballeros franceses, apresurándose todo lo que pudieron, convergían hacia el mismo sitio.

     El duque de Borgoña aun permanecía con su mano en la espada, y parecía que iba a dar la señal para un ataque general, que necesariamente debía concluir en el sacrificio de la parte más débil, cuando Crèvecoeur se adelantó rápidamente y exclamó con voz estentórea:

     -�Mi soberano señor de Borgoña, fíjese en lo que hace! Esta es vuestra casa; sois el vasallo del rey; no derramad la sangre de vuestro huésped en vuestro hogar, la sangre de vuestro soberano en el trono que le habéis erigido, y al que vino bajo su salvaguardia. �Por el honor de vuestra causa, no intente vengar un horrible asesinato por otro aun peor!

     -�Fuera de mi camino, Crèvecoeur -contestó el duque-, y deja paso a mi venganza. �Apártate de mi camino! La cólera de los reyes debe temerse como la del cielo.

     -Sólo cuando, como la del cielo, es justa -contestó Crèvecoeur con firmeza-. Permítame, señor que ruegue modere la violencia de su carácter, por muy ofendido que se encuentre. Y a vosotros, señores de Francia, para los que la resistencia sería infructuosa, permitidme que os recomiende el abstenerse de todo lo que pueda conducir al derramamiento de sangre.

     -Tiene razón -dijo Luis, cuya sangre fría no le abandonó en ese momento terrible, y quien fácilmente previó que si comenzaba una contienda, sería de temer más violencia realizada en el ardor de los ánimos excitados, que en el caso de conservar la paz-. Mi primo Orleáns, amable Dunois y tú, mi fiel Crawford, no aportéis la ruina y el derramamiento de sangre tomando venganza precipitadamente. Mi primo el duque se ha excitado con la noticia de la muerte de un amigo querido, el venerable obispo de Lieja, cuyo asesinato lamentamos lo mismo que él. Antiguos y, desgraciadamente, recientes motivos de resentimiento le condujeron a sospechar de mí como instigador de un crimen que soy el primero en detestar. En el caso de que nuestro anfitrión me asesine aquí, a mí, su rey y pariente, bajo una falsa impresión de tener que ver con este desgraciado accidente, mi suerte no sólo será poco mejorada, sino muy empeorada con vuestra excitación. Por consiguiente, retrocede, Crawford. Aunque fuese mi última palabra, hablo como un rey a su subordinado, y exijo obediencia. Retrocede, y si te la piden, entrega tu espada. Te lo mando, y tu juramento te obliga a obedecer.

     -Tenéis razón, señor -dijo Crawford dando unos pasos hacia atrás y volviendo a la vaina la hoja que había medio sacado-. Todo es verdad; pero, por mi honor, si estuviese a la cabeza de setenta de mis bravos muchachos, en vez de estar cargado con más de ese mismo número de años, probaría a decir las verdades a esos caballeros con sus cadenas doradas y gorros adornados.

     El duque permaneció con los ojos fijos en el suelo durante mucho tiempo, y después dijo con amarga ironía:

     -Crèvecoeur, dices bien; y es cuestión de honor que mis obligaciones hacia este gran rey, mi querido huésped, no sean tan rápidamente ajustadas como en mi precipitada cólera me había propuesto al principio. Obraré de modo que toda Europa reconozca la justicia de mi actuación. �Caballeros de Francia, rendid las armas a mis oficiales! Vuestro señor ha quebrantado la tregua y no tiene derecho a beneficiarse más de ella. En consideración, sin embargo, a vuestros sentimientos de honor y por respeto al rango que ha rebajado y a la raza de que proviene, no pido la espada de mi primo Luis.

     -Ninguno de nosotros -dijo Dunois- entregará sus armas o abandonará este hall si no se nos asegura la salvación de nuestro rey.

     -Ni hombre alguno de la Guardia escocesa -exclamó Crawford- entrega sus armas de no mandarlo el rey de Francia o su gran condestable.

     -Bravo Dunois -dijo Luis-, y tú, mi fiel Crawford, vuestro celo sólo me hará daño en vez de beneficio. Confío -añadió con dignidad- en la rectitud de mi causa más que en una resistencia vana, que costaría la vida de mis hombres mejores y más bravos. Entregad vuestras espadas; los nobles borgoñeses que aceptan prendas tan honrosas serán más capaces que tú para protegeros a vosotros y a mí. Entregad vuestras espadas. Soy yo quien lo manda.

     De este modo, en este apuro terrible, demostró Luis la rapidez de decisión y la claridad de juicio, únicas que pudieron salvar su vida. Sabía que hasta ahora podía contar con la mayoría de los nobles presentes para moderar la furia de su príncipe; pero que en el caso de comenzar una mêlée, él mismo y los suyos serían asesinados en el acto. Al mismo tiempo sus peores enemigos confesaron que su conducta no tenía en sí nada de bajeza o cobardía. Evitó que se transformase en frenesí la cólera del duque, pero ni imploró ni aparentó tenerla, y continuó mirándole con la atención tranquila con que un hombre bravo contempla los gestos amenazadores de un loco, y que está al mismo tiempo consciente de que su propia entereza y serenidad actúan de freno sensible y poderoso sobre la rabia de aquél.

     Crawford, ante el mandato del rey, arrojó su espada a Crèvecoeur, diciendo:

     -�Tomadla!, y que el diablo le haga gozar de ella. No es deshonra para el legítimo propietario que la entrega, pues el juego ha sido desigual.

     -Alto, caballeros -dijo el duque con voz entrecortada como persona a quien la pasión casi ha privado de la facultad de hablar-; conservad vuestras espadas; hasta que prometáis no hacer uso de ellas. Y vos, Luis de Valois, debéis consideraros como mi prisionero hasta que se aclare si habéis sido instigador de sacrilegio y asesinato. Que lo lleven al castillo; que lo conduzcan a la torre del conde Herbert. Que seis caballeros de su séquito, escogidos a gusto suyo, le acompañen. Lord de Crawford, vuestra guardia debe abandonar el castillo y ser honrosamente acuartelada en otro sitio. Que suban todos los puentes levadizos y bajen los rastrillos. Que las puertas de la ciudad sean reforzadas con triple guardia. Que el puente flotante sea arrastrado a la orilla derecha del río. �Colocad alrededor del castillo mi partida de Valones Negros y triplicar los centinelas en todos los puestos! Tú, D'Hymbercourt, cuida que patrullas a pie y a caballo hagan la ronda de la ciudad cada media hora durante la noche y cada hora al día siguiente, si en realidad semejante vigilancia fuese necesaria después de amanecer, pues es probable que se actúe de prisa en este asunto. �Cuida de la persona de Luis si aprecias tu vida!

     Se levantó de la mesa precipitadamente, y con modales bruscos lanzó una mirada de odio al rey y salió rápido del hall.

     -Señores -dijo el rey mirando con dignidad a su alrededor-, la pena por la muerte de su aliado ha vuelto frenético a vuestro príncipe. Confío en que conoceréis mejor vuestro deber, como nobles y caballeros, para no secundarle en su traicionera violencia contra la persona de su señor soberano.

     En este momento se escucharon en las calles el sonido de tambores batiendo y de cuernos llamando a los soldados por todas partes.

     -Somos -dijo Crèvecoeur, que actuaba de mariscal de la casa del duque- súbditos de Borgoña, y como tales debemos cumplir con nuestro deber. Nuestras esperanzas y ruegos y nuestros esfuerzos no han de faltar para lograr la paz y unión entre vuestra majestad y nuestro señor soberano. Mientras tanto, debemos obedecer sus mandatos. Estos otros señores se sentirán orgullosos de ser útiles al ilustre duque de Orleáns, al bravo Dunois y al resuelto lord Crawford. Yo seré el chamberlán de vuestra majestad y le conduciré a sus habitaciones de modo distinto a como hubiera sido mi deseo, recordando la hospitalidad de Plessis. Sólo os queda elegir vuestros acompañantes, que el mandato del duque limita a seis.

     -En ese caso -dijo el rey mirando a su alrededor y pensando un momento-, deseo la compañía de Oliver le Dain, de un soldado de mi guardia personal llamado Balafré, que puede ser desarmado si es preciso; de Tristán l'Hermite, con dos de los suyos, y de mi leal y fiel filósofo Martins Galeotti.

     -Vuestra majestad será obedecido en sus deseos -dijo el conde de Crèvecoeur-; Galeotti -añadió después de una breve indagación- está en estos momentos cenando con alguna mocetona, pero se enviará por él en seguida; los otros obedecerán al instante el mandato de vuestra majestad.

     -Adelante, pues, a la nueva morada que la hospitalidad de mi primo me proporciona -dijo el rey-. Sabemos que es sólida, y sólo nos queda la esperanza de que debe ser segura en grado correspondiente.

     -�Os habéis fijado en la elección que el rey Luis ha hecho de sus servidores? -dijo Le Glorieux aparte al conde de Crèvecoeur mientras seguían a Luis, que salía del hall.

     -Seguramente, mi alegre compadre -replicó el conde- �Qué objeción tienes que hacer a ella?

     -�Ninguna, ninguna; sólo que es una elección bien rara! Un barbero alcahuete, un escocés cortacabezas alquilado, un jefe de verdugos y dos de sus ayudantes y un charlatán rapaz. Le acompañaré, Crèvecoeur y tomaré una lección en los grados de bellaquería, observando vuestra habilidad para dirigirlos. El mismo diablo apenas podía haber soñado semejante sínodo o haber actuado de mejor presidente entre ellos.

     Conforme a lo dicho, el bufón, que gozaba de todas las libertades, cogió familiarmente el brazo del conde, marchando con él, mientras, bajo una fuerte guardia, que no olvidaba, sin embargo, guardar apariencias de respeto, condujo al rey a su nuevo alojamiento (52).

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Capítulo XXVIII

Incertidumbre



                                                                                            Entonces yace intranquila la cabeza que lleva una corona.
                                                    Enrique IV (parte segunda.)


     Cuarenta soldados, llevando alternativamente espadas y antorchas encendidas, iban de escolta, o más bien de guardia del rey Luis, desde el hall del Ayuntamiento en Peronne al castillo, y cuando penetró en esta fortaleza, obscura y tétrica, parecía como si una voz gritase en su oído aquella advertencia que el Florentino ha escrito sobre el pórtico de las regiones infernales: �Abandonad toda esperanza!

     En ese momento, quizá, pudo haber cruzado por la cabeza del rey algún sentimiento de remordimiento si hubiese pensado en los cientos y aun miles a quienes, sin causa o sólo por ligeras sospechas, había enviado a los abismos de sus calabozos, privado de toda esperanza de libertad y sintiendo hastío por la vida, a la que se agarraban por instinto animal.

     El vivo resplandor de las antorchas humillando a la pálida luna, que estaba más obscura en esta noche que en la anterior, y la luz rojiza que esparcían envuelta en humo, daban un tono más sombrío a la gigantesca torre que llevaba el nombre del conde Herbert. Era la misma que Luis había visto con presentimiento temeroso la noche anterior, y de la que ahora estaba llamado a ser huésped, bajo el terror de cuantas violencias el temperamento colérico de su vasallo, demasiado crecido, podía intentar ejercer en aquel recinto secreto del despotismo.

     Para agravar los sentimientos dolorosos del rey vió, cuando cruzó el patio, varios cuerpos, sobre los cuales se había echado a la ligera un capote militar. No tardó mucho en descubrir que eran los cadáveres de arqueros de la Guardia escocesa que, habiendo discutido, como el conde de Crèvecoeur le informó, el mandato que se les dió de abandonar el puesto cerca de las habitaciones del rey, dieron lugar a una disputa entre ellos y la guardia valona del duque, y antes de que pudieran intervenir oficiales de ambas fuerzas, resultaron varias vidas perdidas.

     -�Mis fieles escoceses! -dijo el rey al mirar este melancólico espectáculo-; si se hubiera tratado de un combate individual, ni Flandes ni Borgoña hubieran encontrado campeones para rivalizar con vosotros.

     -Es verdad -dijo Balafré, que iba detrás del rey-; pocos hombres pueden combatir con más de dos a una vez. Yo mismo procuré no encontrar más de tres, de no ser en un caso especial, en el que no se debe reparar en el número de adversarios.

     -�Estás ahí, viejo conocido? -dijo el rey mirando hacia atrás-. Entonces puedo contar aún con un verdadero súbdito.

     -Y un fiel ministro, bien para vuestros consejos o en sus oficios cerca de vuestra real persona -murmuró Oliver le Dain.

     -Todos somos leales -dijo Tristán l'Hermite ásperamente-; pues si se atreviesen condenar a muerte a vuestra majestad no consentirían que ninguno de nosotros le sobreviviese, aunque quisiésemos.

     -Estos son servidores verdaderamente leales -dijo Le Glorieux, quien, como ya dijimos, con el desasosiego propio de un cerebro enfermo, se había unido al cortejo del rey.

     Mientras tanto, el senescal, citado con premura, daba vueltas con laborioso esfuerzo a la pesada llave que abría la puerta de gigantesca torre gótica, y tuvo que llamar por fin en su auxilio a uno de los acompañantes de Crèvecoeur. Cuando entre ambos lo lograron, entraron seis hombres con antorchas y mostraron el camino a través de un pasadizo estrecho y que daba vueltas, dominado en diferentes puntos por troneras abiertas en el espesor de las macizas paredes. Al final del pasillo comenzaba una escalera formada por bloques gigantes de piedra a medio desbastar y de altura desigual. Subida la escalera, una puerta con fuertes remaches de hierro les dió acceso a lo que había sido el gran zaguán de la torre, alumbrado muy débilmente aun de día (pues las aberturas resultaban disminuidas por el excesivo espesor de los muros y más se asemejaban a tragaluces que a ventanas), y ahora, de no ser por el resplandor de las antorchas, casi en la obscuridad más perfecta. Dos o tres murciélagos y otros pájaros de mal agüero, asustados por el resplandor no corriente, volaron contra las luces y amenazaron apagarlas, mientras el senescal se excusó ante el rey por no haber sido todo dispuesto en el zaguán de la torre dada la prisa con que se le participó la noticia de su llegada, añadiendo que la torre no se había utilizado desde hacía veinte años, y pocas veces antes de ese período, por lo que había oído, desde el tiempo del rey Carlos el Simple.

     -�El rey Carlos el Simple! -murmuró Luis-; entonces conozco la historia de la torre. Aquí fué asesinado por su traidor vasallo, Heriberto, conde de Vermandois, según dicen las crónicas. Sabía que había algo relativo al castillo de Peronne que rondaba en mi magín, aunque no daba con ello. Aquí, pues, fué asesinado mi antepasado.

     -No aquí, no precisamente aquí -dijo el viejo senescal andando con el aire de un cicerone que muestra las curiosidades de aquel sitio-; no aquí, sino en la cámara lateral, un poco más allá, que da al dormitorio de vuestra majestad.

     Abrió de prisa una portezuela en el extremo superior del zaguán que conducía a un dormitorio, pequeño, como es corriente en esos viejos edificios, pero quizá por ese motivo un poco más confortables que el desolado zaguán que acababan de atravesar. Algunos rápidos preparativos para el alojamiento del rey se habían hecho allí. Se habían clavado en las paredes tapices de Arras; un fuego lucía en la mohosa parrilla del hogar, largo tiempo sin usar, y se habían tendido jergones para aquellos caballeros que habían de pasar la noche en su cámara, como entonces era costumbre.

     -Colocaremos camas en el hall para el resto de vuestros acompañantes -dijo el locuaz viejo-, pues no hemos tenido tiempo para más. Si vuestra majestad se digna mirar esta portezuela detrás de los tapices sabrá que da al viejo gabinete, en el espesor del muro en donde fué Carlos asesinado, y allí hay un pasaje secreto que viene de abajo que dió paso a los hombres que se entendieron con él. Y vuestra majestad, cuya vista, espero, es mejor que la mía, puede distinguir aún la sangre en el suelo de roble, aunque el hecho ocurrió hace quinientos años.

     Mientras así hablaba intentaba abrir la portezuela a la que se había referido, hasta que el rey le dijo:

     -Absténte, anciano, absténte por un poco de tiempo, hasta que tengas que contar un nuevo cuento y sangre fresca que mostrar. Señor de Crèvecoeur, �qué tenéis que decir?

     -Sólo puedo decir, señor, que estos dos aposentos interiores están a la disposición de vuestra majestad como los de vuestro castillo de Plessis, y que Crèvecoeur, cuyo nombre nunca fué envilecido por la traición o el asesinato, tiene la custodia de las defensas exteriores del edificio.

     -�Pero ese pasaje privado a ese gabinete del cual habla ese buen hombre?

     Esto fué dicho por el rey Luis en voz baja y ansiosa, teniendo sujeto el brazo de Crèvecoeur con una mano y señalando a la puerta excusada con la otra.

     -Debe de ser alguna fantasía de Mornay -dijo Crèvecoeur- o alguna absurda y vieja tradición del lugar, pero lo veremos.

     Iba a abrir la portezuela cuando Luis contestó.

     -No, Crèvecoeur, no. Me basta con tu palabra. �Pero qué hará conmigo vuestro duque, Crèvecoeur? No puede esperar tenerme prisionero largo tiempo; y en una palabra, dime tu opinión, Crèvecoeur.

     -Mi señor y soberano -dijo el conde-, vuestra majestad juzgará lo que el duque de Borgoña debe de sentir esta horrible crueldad cometida en la persona de su pariente cercano y aliado, y sólo vos sabréis con qué derecho puede creer que ha sido instigada por los emisarios de vuestra majestad. Pero mi señor es de temperamento noble e incapaz, aun en el ardor de sus pasiones, de ninguna acción indigna. Cualquier cosa que haga lo hará a la luz del día, y de cara a las dos naciones, y puedo añadir que será el deseo de todo consejero en torno suyo -exceptuando quizá uno- que se comporte, en este asunto con indulgencia y generosidad, así como con justicia.

     -�Ah! Crèvecoeur -dijo Luis cogiendo su mano como si le afectasen algunos recuerdos dolorosos-. �Qué feliz es el príncipe que tiene consejeros junto a él que pueden preservarle de los efectos de sus pasiones coléricas! Sus nombres deberán figurar en letras de oro cuando se repase la historia de su reinado. Noble Crèvecoeur, �por qué no habrá tenido la suerte de tener a individuos como tú junto a mi persona?

     -La preocupación de vuestra majestad hubiera sido en ese caso el libraros de ellos lo antes posible -dijo Le Glorieux.

     -�Ah, señor sabio! �Estás ahí? -dijo Luis, volviéndose y cambiando en el acto el tono patético en que se había dirigido a Crèvecoeur y adoptando con facilidad otro más alegre-. �Nos has seguido hasta aquí?

     -Ay, señor -contestó Le Glorieux-. El sabio debe seguir con traje de bufón a la Locura, que enseña el camino con traje de púrpura.

     -�Cómo he de interpretar eso, señor Salomón? -contestó Luis-. �Te cambiarías por mí?

     -Yo, no -contestó Le Glorieux-, aunque me diesen cincuenta coronas de beneficio.

     -�Y por qué eso? Creo que me daría por bien satisfecho tenerte por rey mío.

     -Ay, señor -replicó Le Glorieux-, pero la cuestión es si, juzgando del talento de vuestra majestad por haberle elevado a alojarse aquí, no tendría motivos para avergonzarme de tener un tonto tan torpe.

     -�Alto, pícaro! -dijo el conde de Crèvecoeur-. Tu lengua va demasiado de prisa.

     -Déjale que se desahogue -dijo el rey-; no conozco asunto más propio de burla como las locuras de aquellos que debían conocerlas mejor que nadie. Mi sagaz amigo, toma esta bolsa de oro, y con ella mi consejo de no ser nunca un tonto tan grande que te juzgues más sabio que los demás. Hazme el favor de preguntar por mi astrólogo Martins Galeotti y de enviármelo aquí en seguida.

     -Lo haré, desde luego, señor -contestó el bufón-, y juraría que lo encontraré en casa de Juan Dopplethur, pues los filósofos, como los tontos, son los que saben donde se vende el mejor vino.

     -Permíteme que te pida libre entrada para esa erudita persona a través de tus centinelas, señor de Crèvecoeur -dijo Luis.

     -Para su entrada no hay duda -contestó el conde-; pero siento tener que decir que mis instrucciones no me autorizan para permitir que nadie abandone los aposentos de vuestra majestad. Le deseo a vuestra majestad una buena noche -añadió-, y mandaré hacer aquellos arreglos en el zaguán exterior que permitan mayores comodidades a los caballeros que lo van a habitar.

     -No te molestes por ellos, señor conde -replicó el rey-; están acostumbrados a desafiar las adversidades, y, a decir verdad, exceptuando que tengo interés en ver a Galeotti, desearía no tener más trato con nadie del exterior durante esta noche, si eso es compatible con tus instrucciones.

     -Estas son, dejar a vuestra majestad -replicó Crèvecoeur- dueño absoluto de vuestras habitaciones. Tales son las órdenes de mi amo.

     -Tu amo, conde Crèvecoeur -contestó Luis-, a quien también puedo llamar mío, es un amo muy gracioso. Mis dominios -añadió- son algo reducidos de dimensiones, pues están limitados a un viejo zaguán y a un dormitorio, pero son lo batante amplios para todos los súbditos de que ahora puedo vanagloriarme.

     El conde de Crèvecoeur se despidió, y poco después pudieron oír el ruido de los centinelas dirigiéndose a sus puestos, acompañados de las voces de mando de los oficiales y los pasos apresurados de los soldados relevados. Por fin, todo quedó en silencio, y el único sonido que se percibía era el murmullo perezoso del río Somme, que se deslizaba profundo y enturbiado bajo los muros del castillo.

     -Id al zaguán, compañeros míos -dijo Luis a su séquito-, pero no echaros a dormir. Estad preparados, pues hay algo que hacer esta noche, y es urgente.

     Oliver y Tristán se retiraron al zaguán conforme a estas palabras, en el cual Le Balafré y los dos empleados del capitán preboste habían permanecido cuando los otros penetraron en la habitación. Se encontraron con que los de fuera habían arrojado bastante leña al fuego con el doble fin de tener luz y calor a un tiempo, y arropados en sus capas, estaban sentados en el suelo en posturas que expresaban la agitación y abatimiento de sus espíritus. Oliver y Tristán no vieron nada mejor que hacer que seguir su ejemplo, y como nunca hicieron buenas migas en los días de su prosperidad en la Corte, ambos sentían igual repugnancia para depositar confianza en el otro, en este revés extraño y repentino de fortuna. De suerte que toda la partida reposaba silenciosa con ánimos decaídos.

     En el ínterin, su jefe sufría en el retiro de su cámara secreta agonías que podían servir de expiación a las muchas que habían sido provocadas por órdenes suyas. Recorría la habitación con pasos cortos y desiguales, a menudo permanecía silencioso y cruzaba juntas las manos, y exteriorizaba, en suma, una agitación que en público había sido capaz de contener con tanto éxito. Por fin, deteniéndose y torciéndose las manos, se colocó enfrente de la portezuela que había sido señalada por el viejo Mornay como paso al escenario del asesinato de uno de sus antepasados y gradualmente expresó sus sentimientos en soliloquio entrecortado.

     -�Carlos el Simple! �Carlos el Simple! �Cómo llamará la posteridad al onceno Luis, cuya sangre probablemente refrescará pronto las manchas de la tuya? �Luis el tonto; Luis el fatuo; Luis el bobo, todos son términos demasiado ligeros para señalar el colmo de mi idiotez! �Pensar que estos tercos vecinos de Lieja, para quienes la rebelión es tan natural como el alimento, habrían de permanecer quietos; soñar que la Bestia Salvaje de las Ardenas habría de interrumpir por un momento su carrera de brutalidad ávida de sangre; suponer que podía yo emplear los argumentos y la razón para buen fin con Carlos de Borgoña, mientras no hubiera probado la fuerza de semejantes exhortaciones con éxito en un toro salvaje! �Qué tonto e idiota fuí! Pero el villano Martins no se escapará. Ha estado en el fondo de todo esto, él y el vil sacerdote, el detestable Balue (53). Si alguna vez escapo de este peligro, arrancaré de la cabeza del cardenal su capelo, aunque arranque con él simultáneamente su cuero cabelludo. �Pero el otro traidor está en mis manos! �Soy aún lo bastante rey, tengo aún un imperio lo bastante dilatado para el castigo de ese impostor charlatán, traficante de palabras, observador de estrellas, forjador de mentiras! La conjunción de las constelaciones; ay, la conjunción. �Puede hablar tonterías, que soy lo bastante idiota para creer que entiende! Pero ahora veremos lo que la conjunción ha presagiado realmente. Mas primero haré mis devociones.

     Encima de la portezuela, en memoria quizá de la hazaña que se había cometido dentro, había un tosco nicho que contenía un crucifijo tallado en piedra. En este emblema fijó el rey los ojos, como si se preparase a arrodillarse, pero se detuvo cual si aplicase a la sagrada imagen las reglas de la política terrenal y juzgase temerario aproximarse a su presencia sin haberse asegurado, la intercesión privada de algún santo favorito. Se apartó, pues, del crucifijo como indigno de mirarle, y escogiendo de entre las imágenes, que como a menudo hemos mencionado estaba su sombrero completamente guarnecido, una de la Virgen de Clery, se arrodilló ante ella e hizo la siguiente extraordinaria plegaria, en la que llama la atención que su grado de superstición le indujese en cierto modo a considerar a la Virgen de Clery como persona distinta de la Madona de Embrun, ídolo favorito suyo y a quien frecuentemente hacía ofrendas.

     -�Bondadosa Virgen de Clery! -exclamó cruzando sus manos y golpeándose el pecho mientras hablaba-. �Bendita Madre de misericordia! �Tú que eres omnipotente con la omnipotencia, ten compasión de mí, pecador! Es cierto que te he olvidado algo por tu bendita hermana de Embrun; pero soy rey, mi poder es grande, mi riqueza inmensa, y si no fuese así, doblaría la gabela a mis súbditos antes de no pagarte mis deudas. �Abre estas puertas de hierro; rellena estos tremendos fosos; condúceme como una madre guía a un niño, fuera de este peligro apremiante de ahora! Si he dado a tu hermana el condado de Bolonia, en propiedad perpetua, �no tengo medios de demostrarte también a ti mi devoción? Tendrás la amplia y rica provincia de Champaña, y sus viñedos verterán su abundancia en tu convento. Había prometido la provincia a mi hermano Carlos; pero éste, como sabes, está muerto, �envenenado por ese perverso abad de San Juan d'Angely, a quien, si vivo, castigaré! Te prometí esto antes de ahora; pero esta vez mantendré mi palabra. Si tuve algún conocimiento del crimen, créeme, mi queridísima patrona, fué porque no supe de ningún otro método mejor para pacificar a los rebeldes de mi reino. �Oh, no tengas presente esa antigua deuda para mi cuenta de hoy; pero sé, como siempre has sido, amable, benigna y amable a los ruegos! Dulce señora, intercede con tu hijo para que perdone todos los pecados pasados, y uno, una pequeña acción que debo hacer esta noche, no es pecado, mi queridísima Señora de Clery, no es pecado, sino un acto de justicia ejercido privadamente, pues el villano es el mayor impostor que ha vertido falsedades en oídos de príncipe y se inclina, además, a la asquerosa herejía de los griegos. No merece tu protección; déjalo a mi cuidado y considera como un buen servicio el que libre al mundo de él, pues el hombre es un nigromántico y un hechicero, que no es digno que pienses ni cuides de él, un perro, cuya muerte debe ser de tan poca importancia a tus ojos como la chispa que salta del fuego. �No pienses en esta cuestión, gentil y amable señora, y considera sólo cómo mejor me puedes ayudar en mis pesares! Y ahora uno mi sello real a tu efigie en señal de que mantendré mi palabra respecto al condado de Champaña, y de que será la última vez que te molestaré en estas cuestiones de sangre, sabiendo que eres tan amable, gentil y compasiva.

     Después de este extraordinario contrato con el objeto de su adoración, Luis recitó, aparentemente con profunda devoción, los siete salmos penitenciales en latín y varias avemarías y rezos de los dedicados a la Virgen. Después se levantó satisfecho de haberse asegurado la intercesión de la Virgen a quien había rezado, tanto más cuanto reflexionó ladinamente que la mayoría de los pecados para los que en anteriores ocasiones había impetrado su mediación habían sido de clase distinta, y que, por consiguiente, la Señora de Clery era menos probable que considerase como persona acostumbrada a hacer derramar sangre que los otros santos a quienes había con más frecuencia hecho confidentes de sus crímenes (54).

     Cuando de este modo hubo descargado su conciencia, o más bien, la hubo blanqueado de nuevo como un sepulcro, el rey asomó la cabeza a la puerta que daba al zaguán y llamó a Le Balafré para que viniese a su habitación.

     -Mi buen soldado -dijo-, me has servido durante largo tiempo y has ascendido poco. Aquí estamos en un caso en el que o salgo con vida o muero, pero no me gustaría morir como hombre desagradecido, o dejar, en cuanto los santos me lo permitan, ni a amigo ni a enemigo sin recompensa. Ahora tengo un amigo que debe ser recompensado, que eres tú; un enemigo para castigarlo según sus merecimientos, que es el villano vil y traidor Martins Galeotti, que con sus imposturas y falsedades me ha conducido en brazos de mi mortal enemigo con tan firme propósito de mi destrucción como el carnicero la tiene de matar la bestia que conduce al matadero.

     -Le desafiaré por este motivo, ya que dicen que es batallador, aunque algo corpulento -dijo Le Balafré-. No dudo que ya que el duque de Borgoña es tan amigo de los hombres que manejan la espada nos permitirá que luchemos en campo abierto con espacio razonable, y si vuestra majestad vive lo bastante y goza de libertad, me verá luchar por su derecho y tomar venganza tan adecuada en este filósofo como vuestro corazón lo pueda desear.

     -Reconozco tu bravura y tu adhesión a servirme -dijo el rey. Pero este traidor villano es un hombre vigoroso y no quiero voluntariamente que arriesgues tu vida, mi bravo soldado.

     -No sería soldado bravo -dijo Balafré- si no me atreviese a hacer frente a un hombre como él. �Estaría bonito que a mí, que no sé leer ni escribir, me diese miedo de un gordo que apenas ha hecho otra cosa en su vida!

     -Sin embargo -dijo el rey-, no me agrada que te metas por mí en esta aventura, Balafré. Este traidor viene aquí citado de orden mía. Consentiré, tan pronto encuentres ocasión, que te encierres con él y le hieras bajo la quinta costilla. �Me entiendes?

     -Desde luego -contestó Le Balafré-; pero si me lo permite vuestra majestad, éste es un asunto que se sale por completo de mi práctica. No puedo matar un perro, de no ser en el ardor de una acometida, o persecución, o por desafío previo, o cosa parecida.

     -�Cómo! �Vas a alabarte de ternura de corazón -dijo el rey-, tú, que has sido el primero en el asalto y el más ansioso, según me han contado, de los placeres y ventajas que se logran en esos casos, con corazón empedernido y mano sanguinaria?

     -Señor -contestó Le Balafré-, no tuve miedo, ni me importaron vuestros enemigos con la espada en la mano. Y un asalto es asunto desesperado, con riesgos que calientan tanto la sangre de un hombre, que, por San Andrés, tarda uno mucho después en tranquilizarse. Dios se compadece de nosotros, pobres soldados, que primero nos volvemos locos con el peligro, y después más locos con la victoria. He oído hablar de una legión compuesta enteramente de santos, y me parece que todos ellos se ocuparán en rezar e interceder por el resto del ejército y por todos aquellos que llevan plumas y corseletes, coletos de ante y espadones. Pero lo que vuestra majestad propone se sale de mi práctica corriente, aunque no puedo negar que es bastante amplia. En cuanto al astrólogo, si es un traidor, que sufra la muerte de un traidor; no quiero mezclarme en ello. Vuestra majestad dispone de su capitán preboste y de dos de sus ayudantes, que están ahí fuera, y son más adecuados para tratar con él que un caballero escocés como yo que está en el servicio.

     -Dices bien -dijo el rey-; pero, por lo menos, incumbe a tu deber el prevenir ninguna interrupción y el guardar la ejecución de mi justa sentencia.

     -Eso lo haré en contra de todo Peronne -dijo Le Balafré-. Vuestra majestad no debe dudar de mi fidelidad en lo que pueda reconciliarla con mi conciencia, la cual, por conveniencia mía y del servicio de vuestra majestad, debo confesar que es muy ancha; por lo menos, sé que he hecho algunas hazañas por vuestra majestad, que antes hubiera preferido verme inválido que hacerlas por cualquier otro.

     -Déjate de eso -dijo el rey-, y escucha: cuando entre Galeotti y se cierre la puerta detrás de él, ponte sobre las armas y guarda la entrada al interior de la habitación. Que nadie penetre; esto es todo lo que se te pide. Ve y envíame al capitán preboste.

     Balafré salió de la habitación, y un minuto después entraba en ella Tristán l'Hermite procedente del zaguán.

     -Bien venido, compadre -dijo el rey-; �qué piensas de nuestra situación?

     -Que somos hombres sentenciados a muerte -dijo el capitán preboste-, de no ser que el duque suspenda la ejecución de la sentencia.

     -La suspenda o no, aquel que nos ha atraído con añagaza a este garlito será nuestro fourrier en el otro mundo para tomarnos habitaciones -dijo el rey con sonrisa feroz y terrible-. Tristán, tú has hecho muchos actos de justicia valerosa, finis; hubiera dicho funis coronat opus. Debes estar junto a mí hasta el final.

     -Estaré -dijo Tristán-; soy un individuo tosco, pero agradecido. Haré mi deber dentro de estos muros o en cualquier otro sitio, y mientras yo esté vivo, bastará la menor indicación de vuestra majestad condenando a alguien para que vuestra sentencia sea ejecutada literalmente, lo mismo que cuando ocupabais vuestro trono. Luego podrán hacer conmigo lo que quieran; no me importa.

     -Eso es lo que esperaba de ti, mi querido compadre -dijo Luis-; pero �cuentas con buena ayuda?; el traidor es fuerte y no dejará de implorar auxilio. El escocés sólo guardará la puerta, y ya es bastante haberlo conseguido con halagos y bromas. Oliver no sirve para nada si se le saca de sus mentiras, halagos y de sus consejos peligrosos, y, �ventre Saint-dieu!, creo que merece más la soga del ahorcado que cualquier otro. �Dispones de hombres y medios para actuar rápida y eficazmente?

     -Tengo conmigo a Trois-Eschelles y a Petit-André -dijo-: hombres tan expertos en su oficio, que de cada tres hombres, colgarían a uno antes de que sus dos compañeros se enterasen. Y todos hemos resuelto vivir o morir con vuestra majestad, sabiendo que nos quedará tan poco tiempo para respirar cuando desaparezcáis, como a cualquier lote de nuestros pacientes. Pero �cuál va a ser nuestro asunto de ahora? Quiero asegurarme de su hombre, pues, como vuestra majestad a veces gusta de recordarme, de vez en cuando he equivocado al criminal y ahorcado en su lugar a un honrado artesano que no había ofendido a vuestra majestad.

     -Tienes mucha razón -dijo el otro-. Entérate, pues, Tristán que la persona condenada es Martins Galeotti. Te asombras, pero ésa es la verdad. El villano nos ha arrastrado a todos aquí con argumentos falsos y traicioneros para ponernos indefensos en manos del duque de Borgoña...

     -�Pero no sin venganza! -dijo Tristán-. �Aunque estuviera en el último trance, le picaría como avispa que muere, sin importarme que me hiciesen pedazos en seguida!

     -Conozco tu espíritu leal -dijo el rey- y el placer que, como otros buenos hombres, encuentras en el cumplimiento de tu deber, ya que la virtud, como dice el proverbio, es tu recompensa. Pero márchate y prepara los oficiantes, porque la víctima se aproxima.

     -�Quiere que se realice en vuestra presencia, mi soberano? -dijo Tristán.

     Luis rehusó este ofrecimiento; pero encargó al capitán preboste que lo tuviese todo dispuesto, para la puntual ejecución de sus mandatos, en el momento en que el astrólogo dejase su habitación; pues -dijo el rey- quiero ver una vez más al villano para observar cómo se conduce con el amo, a quien ha metido en estos afanes. Me gustará ver la sensación de la muerte que se aproxima, cambiando el color de esos carrillos encendidos y apagando el brillo de esos ojos que sonreían al mentir. �Oh, que no hubiese en este momento otro con él, cuyos consejos ayudaron a sus presagios! Pero si sobrevivo a esto, despídete de tu púrpura, �señor cardenal!, pues la protección de Roma no te servirá de nada. �Por qué te detienes? Ve y prepara a tus servidores. Espero de un momento a otro al villano. �Ruego a Dios que no le dé miedo y no quiera venir! Eso sería una contrariedad. Márchate. Tristán, no deberías ser tan calmoso cuando hay asuntos pendientes.

     -Por el contrario, vuestra majestad acostumbraba a decirme que iba demasiado de prisa y equivocaba sus órdenes, pagando justos por pecadores. Le ruego que me dé una señal cuando despida a Galeotti, para saber si se prosigue el negocio o no. He conocido a vuestra majestad cambiando de criterio una o dos veces y regañarme después por obrar demasiado aprisa (55).

     -Criatura indecisa -contestó el rey Luis-, te anuncio que no cambiaré de modo de pensar; pero, para acallar tus remordimientos, fíjate en que si digo al bribón, al tiempo de despedirle: ��Hay un cielo sobre nosotros!�, entonces el asunto marcha; pero si digo: �Vete en paz�, debes interpretarlo como que mi propósito ha sido modificado.

     -Mi cabeza está hoy muy torpe -dijo Tristán l'Hermite-. Permítame que lo repita. Si le dice que se marche en paz, �tengo que ocuparme de él?

     -�No, no; idiota, no! -dijo el rey-; en ese caso le dejas el paso libre. Pero si digo. ��Hay un cielo sobre nosotros�, entonces álzale hasta una yarda o dos de los planetas, de los que tanto le gusta ocuparse.

     -Me gustaría tener aquí los medios para ello -dijo el preboste.

     -Entonces, lo mismo me da arriba que abajo con él, -contestó el rey sonriendo siniestramente.

     -�Y qué haremos con el cuerpo? -dijo el preboste.

     -Déjame un momento de reflexión -dijo el rey-; las ventanas del zaguán son demasiado estrechas; pero ese mirador saliente es bastante ancho. Lo arrojaremos al Somme y le pondremos un papel en su pecho, con la leyenda: �Dejad paso libre a la justicia del rey�.

     El capitán preboste salió del aposento de Luis y llamó a consejo a sus dos ayudantes en un rincón del gran zaguán, donde Trois-Eschelles colocó una antorcha en el muro para alumbrarlos. Hablaron en voz baja, sin ser notado por Oliver le Dain, que parecía muy abatido, ni Le Balafré, que estaba dormido.

     -Camaradas -dijo el preboste a sus servidores-, quizá hayáis pensado que había terminado nuestra misión, o que, por lo menos, era más probable que fuésemos materia para ejercitar el deber de otros, que no nosotros los encargados de realizar un deber. Pero ánimo, camaradas; nuestro noble amo nos ha reservado una misión, y debe ser bien ejecutada, como hombres que han de pasar a la historia.

     -Adivino de lo que se trata -dijo Trois-Eschelles-: nuestro patrón es como los antiguos emperadores de Roma, quienes, cuando las cosas llegaban a un límite, acostumbraban a elegir de entre sus ministros de justicia alguna persona experimentada que pudiera evitar a sus sagradas personas los temibles intentos de un novicio en nuestro ministerio. Era una bonita costumbre para los paganos; pero, como buen católico, sentiría cierto escrúpulo en poner las manos sobre el cristianísimo rey.

     -Hermano, siempre has sido demasiado escrupuloso -dijo Petit-André-. Si exigiere de palabra o por escrito que se le ejecutase, no sé cómo legalmente podríamos impedirlo. El que habita en Roma debe obedecer al Papa; los hombres del capitán preboste deben cumplir las órdenes de su amo, y éste las del rey.

     -�Silencio, pícaros! -dijo el capitán preboste-. Aquí no hay asunto alguno que se refiera a la persona del rey, sino a la de ese pagano, herético, griego y hechicero mahometano Martins Galeotti.

     -�Galeotti! -contestó Petit-André-. Eso es bien natural. Nunca conocí a prestidigitador alguno que pasase su vida, por decirlo así, bailando sobre una cuerda tirante sin que al final diera el batacazo.

     -Mi único interés sería -dijo Trois-Eschelles mirando hacia arriba- el que la pobre criatura no muera sin confesión.

     -�Bah!, �bah! -dijo el capitán preboste-; es un hereje insigne y un nigromántico; todo un conclave de sacerdotes no podría absolverle de la sentencia a muerte que ha merecido. Además, si se le antoja tirar por ese camino, tienes tú el don, Trois-Eschelles, de servirle de padre espiritual. Pero lo que me temo es que tendréis que usar vuestros puñales, compañeros, pues no disponéis aquí de los instrumentos adecuados para el ejercicio de vuestra profesión.

     -�Nuestra Señora de París prohíba -dijo Trois-Eschelles- que el mandato del rey me coja desprovisto de mis utensilios! Siempre llevo alrededor de mi cuerpo el cordón de San Francisco, doblado cuatro veces, con un hermoso lazo al final del mismo, pues soy de la orden de San Francisco y puedo llevar su cogulla cuando me halle in extremis, gracias a Dios y a los buenos padres de Saumur.

     -Y en cuanto a mí -dijo Petit-André-, siempre llevo en mi bolsa una polea con un fuerte tomillo para fijarla donde me parezca en caso que viajemos por donde haya escasez de árboles o sus ramas queden muy altas del suelo. Lo he encontrado cosa muy conveniente.

     -En ese caso -dijo el capitán preboste sólo tienes que atornillar tu polea en aquella viga, encima de la puerta, y pasar por ella la soga. Daré conversación al individuo cerca del sitio hasta que ajustes el lazo corredizo bajo su barbilla, y entonces...

     -Y entonces tiramos de la cuerda -dijo Petit-André, y nuestro astrólogo subirá a las cercanías del cielo.

     -Pero �estos caballeros -dijo Trois-Eschelles mirando hacia la chimenea- no ayudan, y debutan así en nuestra profesión?

     -No -contestó el preboste-; el barbero sólo idea maldades que deja a otros hombres el realizar; y en cuanto al escocés, guarda la puerta mientras se realiza el hecho, ya que no tiene corazón suficiente para tomar más parte activa en él; cada cual a lo suyo.

     Con gran destreza, y aun con una especie de deleite profesional que endulzaba la idea de la precaria situación en que se encontraban los dignos ejecutantes de los mandatos del capitán preboste, prepararon la cuerda y polea para llevar a cabo la sentencia que había sido promulgada contra Galeotti por el cautivo monarca, pareciendo gozar con que esta última acción estuviese tan en consonancia con su vida pasada. Tristán l'Hermite miraba sus preparativos con una especie de satisfacción, mientras Oliver no se fijaba en ellos ni poco ni mucho, y Ludovico Lesly, aunque se despertó con el ruido y los miró, consideró que estaban ocupados en asuntos que no tenían nada que ver con su deber, y por los cuales no podía él tener responsabilidad ninguna (56).

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Capítulo XXIX

Recriminación



                                                                                            Tu tiempo no ha concluído aún -el diablo a quien sirves
Aún no te ha abandonado. Ayuda a los amigos
Que se afanan por él, como el hombre ciego
Fué ayudado por el guía, que prestó su hombro
Sobre caminos buenos y malos hasta que llegó al borde
Del precipicio,- y entonces le arrojó al vacío.
                                                             Antigua Comedia.


     Obedeciendo el mandato, o más bien la súplica, de Luis -pues estaba éste en circunstancias en que, aunque monarca, sólo podía rogar a Le Glorieux que fuese en busca de Martins Galeotti-, el bufón no encontró dificultad alguna para realizar su comisión, dirigiéndose, desde luego, a la mejor taberna de Peronne, de la que él mismo era casi parroquiano, ya que era un gran admirador de esa especie de licor que reducía los cerebros de los demás hombres al nivel del suyo.

     Encontró, o más bien vió, al astrólogo en un rincón del salón público de beber -estufa, como es llamado en Alemania y Flandes, del principal mueble que tiene-, sentado, en coloquio íntimo con una hembra en traje singular, de estilo morisco o asiático, la que, cuando Le Glorieux se acercó a Martins, se levantó como disponiéndose a partir.

     -Estas -dijo la forastera- son noticias en las que puede tener confianza absoluta -y, al decir esto, desapareció entre la multitud de comensales que estaban sentados por grupos en las diversas mesas del local.

     -Primo filósofo -dijo el bufón presentándose-, el cielo, tan pronto libra a un centinela, envía otro para ocupar su sitio. Marchado un tonto, aquí viene otro para guiarle a las habitaciones de Luis de Francia.

     -�Y eres tú el mensajero? -dijo Martins mirándole con repentina aprensión y descubriendo, desde luego, su condición de bufón, aunque menos insinuada que de costumbre, como antes hicimos observar, por su apariencia externa.

     -Sin duda -contestó Le Glorieux-; y cuando el Poder envía a la Locura a rogar que se acerque la Sabiduría, hay una indicación segura para saber de qué pie cojea el paciente.

     -�Y si yo rehuso el ir al ser citado a hora tan tardía por semejante mensajero? -dijo Galeotti.

     -En ese caso le llevaríamos -dijo Le Glorieux-. En la puerta hay media docena de vigorosos alabarderos, que para ese efecto me ha proporcionado Crèvecoeur, pues ha de saber que mi amigo Carlos de Borgoña y yo no hemos arrebatado la corona a nuestro pariente Luis, que ha sido lo bastante asno de poner en nuestro poder, sino que nos hemos limitado a limarla y recortarla un poco, y, aunque reducida al tamaño de una lentejuela, aun es de oro puro. En otros términos: aun ejerce dominio sobre su gente, usted incluído, y el cristianísimo rey se encuentra en el antiguo zaguán comedor del castillo de Peronne, al que usted, como su súbdito, está ahora obligado a comparecer.

     -Le acompaño, señor -dijo Martins Galeotti, y acompañó a Le Glorieux viendo quizá que no había escape posible.

     -Ay, señor -dijo el tonto a medida que iban hacia el castillo-; hace bien, porque tratamos a nuestro pariente como se suele tratar a un viejo león famélico en su jaula, arrojándole de vez en cuando una ternera para que sus viejas mandíbulas hagan ejercicio.

     -�Quiere decir -dijo Martins- que el rey trata de infligirme un castigo corporal?

     -Eso lo puede adivinar usted mejor que yo -dijo el bufón-; pues aunque la noche está nublada, apostaría a que puede ver las estrellas a través de las nubes. No sé de qué se trata, si bien mi madre me solía decir que me acercase con cautela a una rata vieja en una ratonera, pues nunca como entonces estaba dispuesta a morder con ganas.

     El astrólogo no hizo más preguntas, y Le Glorieux, conforme a la costumbre de los de su clase, continuó charlando, mezclando el sarcasmo con las tonterías, hasta que entregó al filósofo a la guardia montada en la puerta del castillo de Peronne, donde pasó de centinela en centinela hasta ser admitido en la torre de Heriberto.

     Las insinuaciones del bufón no fueron perdidas para Martins Galeotti, y vió algo que pareció confirmarlas en la mirada y modales de Tristán, cuya manera de dirigirse a él, mientras le acompañaba a la cámara del rey, era humillante, hosca y siniestra. Observador atento de lo que pasaba en la tierra, así como entre los cuerpos celestes, no se le escapó la polea y la cuerda, y como ésta se movía, dedujo que alguien que había estado ocupado en prepararla había sido interrumpido en su trabajo por su repentina llegada. Todo esto lo vió, y recurrió a toda su sutileza para evitar el inminente peligro, resuelto, si encontraba imposible el soslayarlo, a defenderse hasta el final contra quien le asaltase.

    Esto resolvió, y con un paso y mirada que correspondían a la determinación que había tomado, Martirs se presentó ante Luis, a un tiempo imperturbable por el fracaso de sus predicciones, y no acobardado por la cólera del monarca y sus consecuencias probables.

     -�Que todo buen planeta sea favorable a vuestra majestad! -dijo Galeotti con una inclinación de estilo casi oriental-. �Que toda constelación maligna aparte sus influencias de mi real amo!

     -Creía -replicó el rey- que cuando mirases esta habitación, cuando pensases dónde está situada y de qué modo guardada, tu sabiduría consideraría que mis estrellas propicias han resultado falsas, y que toda conjunción maligna ha dado de sí lo peor. �No estás avergonzado, Martins Galeotti, de verme en este lugar y prisionero cuando recuerdes por consejo de quién fuí inducido a venir aquí?

     -�Y no estás tú avergonzado, mi real señor? -replicó el filósofo- Tú, cuyo adelanto en ciencia era tan notable, tu recelo tan rápido, tu perseverancia tan incesante �No estás avergonzado de amilanarte al primer revés de la fortuna, como un pusilánime al primer chasquido de armas? �No te propusiste participar de esos misterios que elevan a los hombres sobre las pasiones, las penas, las adversidades, las tristezas de la vida, estado sólo posible de lograr con la firmeza del antiguo estoico, y te encoges ante la primera presión de la adversidad y pierdes el premio glorioso para el que partiste, desviándote asustado de tu camino, como caballo de carrera espantado por peligros irreales y vagos?

     -�Irreales y vagos! �No tienes dos dedos de frente! -exclamó el rey-. �Es irreal este calabozo? Las armas de los guardias de mi detestado enemigo borgoñés, cuyo crujido puedes oír en la puerta, �son cosas vagas? �Cuáles, traidor, son los peligros reales, si no lo son la prisión, el destronamiento y el peligro de la vida?

     -La ignorancia, la ignorancia, hermano, y el prejuicio -contestó el sabio con gran firmeza- son los únicos peligros reales. Créeme; los reyes, en la plenitud de su poder, cuando se encuentran sumergidos en la ignorancia y el prejuicio, son menos libres que los sabios en un calabozo cargados de cadenas. Hacia esta verdadera felicidad me compete el guiarte; a ti corresponde escuchar mis instrucciones.

     -�Y es a semejante libertad filosófica a la que tus lecciones tienden a guiarme? -dijo el rey amargamente-. �Me gustaría que en Plessis me hubieras aclarado que el dominio tan pródigamente prometido era un imperio sobre mis pasiones; que el éxito del que debía estar seguro se refería a mi progreso en filosofía, y que podía llegar a ser tan sabio y erudito como un vagabundo charlatán de Italia! �Podía seguramente haber logrado este dominio mental a un precio más moderado que el de la pérdida de la más bella corona de la Cristiandad y el de llegar a ser un ocupante de un calabozo en Peronne! Márchate, y no pienses en escapar a un justo castigo. �Hay un cielo sobre nosotros!

     -No te abandono a tu suerte -replicó Martins- hasta que haya justificado ante tus ojos, aunque estén obscurecidos, aquella mi reputación, piedra más brillante que la más brillante en tu corona, que será el asombro del mundo siglos después que todo el linaje de los Capetos yazca olvidado en el osario de Saint Denis.

     -Habla -dijo Luis-; tu descaro no puede hacerme cambiar mi opinión respecto a ti. Sin embargo, como nunca más juzgaré como rey, no quiero censurarte sin oírte. Habla, pues, aunque lo mejor que puedes hacer es decir la verdad. Confiesa que soy un incauto; tú, un impostor; tu pretendida ciencia, un sueño, y que los planetas que brillan sobre nosotros tienen tan poca influencia sobre nuestro destino como sus imágenes, al ser reflejadas por el río, tienen poder para modificar su curso.

     -�Y cómo conoces tú -contestó el astrólogo atrevidamente- la influencia secreta de aquellas luminarias benditas? Hablas de la ineficacia de éstas para influir en las aguas, cuando sabes que aun la más débil, porque está más próxima a este desgraciado mundo nuestro, tiene bajo su dominio no a cursos de agua tan modestos como el Somme, sino a las mareas del poderoso Océano, que menguan y crecen a medida que su disco aumenta y disminuye, y están bajo su influencia, como esclavo que aguarda la orden de una sultana. Y ahora, Luis de Valois, contesta a tu vez a mi parábola. Confiesa que eres como el pasajero tonto que se encoleriza con su piloto porque no puede llevar al barco a puerto sin experimentar alguna vez la fuerza adversa de los vientos y de las corrientes. Pude indicarte el probable resultado de tu empresa como próspero, pero el cielo tiene poder para conducirte hasta el final; y si el camino es áspero y peligroso, �depende de mí el suavizarlo o hacerlo más seguro? �Dónde has dejado aquella sabiduría que nos enseña que los caminos del destino están a menudo dispuestos en favor nuestro, aunque en oposición a nuestros deseos?

     -Me recuerdas una falsedad palmaria -dijo el rey rápidamente-. Me pronosticaste que aquel escocés realizaría su empresa con fortuna para mi interés y honor, y ya sabes que ha terminado de tal modo que ha llevado al paroxismo al Toro Loco de Borgoña, que quiere vengarse en mí. Esta es una falsedad evidente; no tienes en esto escape; no puedes sacar a relucir ningún remoto cambio favorable de la marea, para que, como un idiota, permanezca sentado en la orilla del agua esperando el resultado final de los acontecimientos. Aquí te ha engañado tu ciencia. Intentaste hacer una predicción que ha resultado completamente falsa.

     -Que ha resultado verdad -contestó el astrólogo con valentía-. No deseo mayor triunfo de la ciencia sobre la ignorancia que el que esa predicción y su resultado proporcionan, Te dije que sería leal en el desempeño de una honrosa comisión. �No lo ha sido? Te dijo que sería escrupuloso antes de ayudar a una empresa mala. �No ha resultado ser así? Si lo dudas, pregunta al bohemio Hayraddin Maugrabin.

     El rey se puso rojo de vergüenza y cólera al oír esto.

     -Te pronostiqué -continuó el astrólogo- que la conjunción de los planetas, bajo la que emprendió su comisión, auguraba peligros para su persona. �Y no ha encontrado peligros en su camino? Te dije que auguraba beneficio para el que le enviaba, y de esto pronto tendrás la prueba.

     -�Pronto tendré la prueba! -exclamó el rey- �No toco ya el resultado con la prisión y la desgracia?

     -No -contestó el astrólogo-, aun no es el final: tu propia boca confesará antes de mucho el beneficio que has recibido dada la manera como el mensajero se portó en el desempeño de su comisión.

     -Esto es demasiada, demasiada insolencia -dijo el rey-: querer a la vez engañarme e insultarme. Pero no creas que mis pesares quedarán sin venganza. �Hay un cielo sobre nosotros!

     Galeotti se volvió para partir.

     -Detente aún -dijo Luis-: defiendes bien tu impostura. Contéstame a una pregunta, y piensa bien antes de contestar: �puede tu pretendida habilidad asegurar la hora de tu muerte?

     -Sólo refiriéndome al sino de otro -dijo Galeotti.

     -No comprendo tu respuesta -contestó Luis.

     -Has, pues, de saber, rey -dijo Martins-, que sólo esto puedo decir con certeza referente a mi muerte: que tendrá lugar precisamente veinticuatro horas antes de la de vuestra majestad (57).

     -�Cómo! �Qué dices? -dijo Luis alterándose de nuevo su rostro-. Espera, espera, no te vayas; aguarda un momento. �Dices que mi muerte seguirá de cerca a la tuya?

     -En el espacio de veinticuatro horas -repitió Galeotti con firmeza-, si es que hay una chispa de verdad en esas brillantes y misteriosas inteligencias, que hablan cada una según su recorrido, aunque sin lengua. Deseo a vuestra majestad una noche tranquila.

     -Detente, detente; no te vayas -dijo el rey cogiéndole del brazo y apartándole de la puerta-. Martins Galeotti, he sido un buen amo para ti; te he enriquecido; he hecho de ti mi amigo, mi compañero, el instructor de mis estudios. Sé franco conmigo, te lo ruego: �Me será propicia esta misión del escocés? �Y está la medida de nuestras vidas tan estrechamente ligada? Confiesa, mi buen Martins, que hablas según la superchería de tu oficio. Confiesa, te lo ruego, y no sufrirás mal alguno por parte mía. Me encuentro prisionero, privado probablemente de un reino; para uno en mi caso, la verdad vale tanto como reinos, y es a ti, mi querido Martins, a quien debo mirar en busca de esta inestimable joya.

     -Y se la he presentado ya a vuestra majestad -dijo Galeotti-, a riesgo de que, llevado de pasión brutal, la emprenda conmigo y me haga pedazos.

     -�Quién, yo, Galeotti? -replicó Luis con suavidad-. �Ay! �Qué poco me conoces! �No estoy cautivo, y en esta condición, de qué me serviría mi cólera sino para demostrar mi impotencia? Dime, pues, sinceramente: �Me has embaucado? �O es tu ciencia verdad y me hablas con sinceridad?

     -Vuestra majestad me dispensará si le contesto -dijo Martins Galeotti- que sólo el tiempo, el tiempo y los acontecimientos, convencerán a la incredulidad. No olvide el puesto de confianza que he tenido en la mesa de consejos del renombrado conquistador Matías Corvinus de Hungría, aun en el propio gabinete del emperador, cuando le reitero la verdad de lo que le pronostiqué. Si no me quiere creer, sólo tengo que mencionar la marcha de los acontecimientos. Un día o dos de paciencia probarán o desaprobarán lo que he asegurado referente al joven escocés, y no me importará morir en la rueda y que me quebranten uno a uno mis miembros, si vuestra majestad no resulta beneficioso, y en alto grado, por la conducta intrépida de Quintín Durward. Pero si hubiese de morir con semejantes torturas, sería conveniente que vuestra majestad buscase un sacerdote, pues desde el momento en que exhale mi último suspiro sólo le quedarán veinticuatro horas para su confesión y penitencia.

     Luis continuó sujetando el brazo de Galeotti, mientras le conducía a la puerta, y pronunció, al tiempo de abrirla, en alta voz:

     -Mañana hablaremos más de esto. Vete en paz, mi erudito padre. �Vete en paz! �Vete en paz!

     Repitió estas palabras tres veces, y, temeroso aún de que el capitán preboste pudiese equivocar su propósito, condujo al astrólogo al zaguán, agarrándole fuertemente por su traje, como si temiese que le separasen de él y le matasen ante su vista. No le soltó hasta que hubo repetido una y otra vez: �Vete en paz�, y hecho una señal particular al capitán preboste para que suspendiese todo procedimiento contra la persona del astrólogo.

     De este modo, la posesión de algún informe secreto, unido al valor audaz y rapidez de pensar, salvó a Galeotti del peligro más inminente, y de este modo resultó Luis el más sagaz, así como el más vengativo de los monarcas de la época, defraudado en su venganza por la influencia de la superstición sobre un temperamento egoísta y un espíritu para el cual la conciencia de sus muchos crímenes hacía que el temor de la muerte fuese peculiarmente terrible.

     Experimentó, sin embargo, mucha mortificación al verse obligado a renunciar a su proyectada venganza, y la desilusión parecía ser compartida por sus satélites, que habían de haber realizado la ejecución. Sólo Le Balafré, perfectamente indiferente a la cuestión, tan pronto como fué hecha la señal de contraorden, dejó la puerta en la que había estado apostado, y en pocos minutos quedó dormido.

     El capitán preboste, mientras el grupo se disponía a echarse para reposar en el zaguán, después que el rey se retiró a su alcoba, continuó mirando al astrólogo con la mirada de un mastín que vigila un pedazo de carne que el cocinero ha apartado de sus mandíbulas, mientras sus ayudantes se comunicaban entre sí, en breves sentencias, sus sentimientos peculiares.

     -�El pobre nigromántico -murmuró Trois-Eschelles, con aire de espiritual unción y conmiseración, a su camarada Petit-André- ha perdido la mejor ocasión de expiar algunas de sus viles brujerías al no morir por medio del cordón del bendito San Francisco! Y era mi intención dejar el cómodo lazo alrededor de su cuello para ahuyentar al enemigo malo de su infeliz cuerpo.

     -�Y yo -dijo Petit-André- he perdido la más rara oportunidad de saber cómo un peso de doscientas treinta y ocho libras estiraría un cordel triple! �Hubiera sido un glorioso experimento para mi cordón, y el simpático muchacho hubiera muerto tan fácilmente!

     Mientras proseguía este diálogo en voz baja, Martins, que se había situado en el lado opuesto de la gigantesca piedra del hogar, alrededor de la cual estaban todos reunidos, les miró de través con una mirada de recelo. Primero puso su mano en su coleto, y quedó satisfecho al comprobar que el puño de un puñal muy afilado, de doble corte, que siempre llevaba consigo, estaba a conveniente alcance de su mano, pues, como hemos ya dicho, era, aunque algo abultado, un hombre poderoso y atlético, y expedito y activo en el empleo de su arma. Satisfecho con que este fiel instrumento estuviese listo, sacó después de su pecho un rollo de pergamino, escrito en caracteres griegos y lleno de signos cabalísticos, reunió leña en el hogar e hizo una hoguera, con la que pudo distinguir la cara y actitud de todos los que estaban sentados o echados: el sueño profundo y pesado del soldado escocés, que yacía sin movimiento, con su rostro basto, tan inmóvil como si lo hubieran fundido en bronce; la cara pálida y ansiosa de Oliver, que unas veces parecía dormido y otras abría sus ojos y levantaba de prisa su cabeza, como si le pinchase alguna interna angustia o le despertase algún sonido lejano; el aspecto descontento, salvaje, de perro de presa, del preboste, que parecía



                                                   Frustrado en su deseo
Poco satisfecho y deseoso aun de matar...


mientras en el fondo destacaban las facciones hipócritas de Trois-Eschelles, cuyos ojos miraban a lo alto, como si estuviese rezando sus oraciones, y los gestos descarados de Petit-André, que se divertía imitando los gestos y muecas de su camarada antes de entregarse al sueño.

     Entre estos rostros vulgares e innobles se destacaba, con gran ventaja, la majestuosa figura, hermoso rostro y facciones dominantes del astrólogo, que podía haberse tomado por uno de esos antiguos magos, aprisionado en una cueva de ladrones, y dispuesto a invocar un espíritu para conseguir su liberación. Y aunque no se hubiese distinguido más que por la belleza de su barba flotante, que descendía sobre el misterioso rollo que mantenía en su mano, podía perdonársele a uno el sentir que un apéndice tan noble hubiese sido otorgado al que había puesto su talento, erudición y las ventajas de la elocuencia al servicio vil de un petardista y un impostor.

     Así pasó la noche en la torre del conde Heriberto, del castillo de Peronne. Cuando la primera luz de la aurora penetró en la antigua cámara gótica, el rey citó a Oliver a su presencia, y éste, que encontró al monarca sentado con su bata de noche, quedó asombrado de la alteración que una noche de mortal ansiedad había puesto en su mirada. Hubiera intentado manifestar su ansiedad por ello; pero el rey le hizo callar, manifestando los diversos procedimientos por los que anteriormente había intentado lograr amigos en la corte de Borgoña, y los cuales fué encargado Oliver de proseguir tan pronto le fuese permitido reanudar sus andanzas en el exterior. Y nunca resultó ese astuto ministro más sorprendido con la claridad de la inteligencia del rey y su íntimo conocimiento de todos los resortes que mueven las acciones humanas, como en esta memorable consulta.

     Unas dos horas después, Oliver logró permiso del conde de Crèvecoeur para salir y realizar las comisiones que su amo le había confiado; y Luis, mandando llamar al astrólogo, en quien parecía haber renovado su fe, celebró con él, análogamente, una larga consulta, cuya consecuencia pareció ser el darle más ánimo y confianza de la que en un principio mostró, de tal suerte, que se vistió y recibió los cumplidos de Crèvecoeur con una calma que no pudo por menos de sorprender al noble borgoñés, tanto más cuanto había oído decir que el duque había pasado varias horas en un estado de ánimo que parecía hacer muy difícil la salvación del rey.ArribaAbajo

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Capítulo XXX

Incertidumbre



                                                                                            Nuestros consejeros vacilan como la frágil barca
Que da vueltas al encontrarse con corrientes opuestas.
                                                      Vieja Comedia.


     Si la noche pasada por Luis fué bastante ansiosa y agitada, la que correspondió al duque de Borgoña, que nunca tuvo dominio sobre sus pasiones, y les permitía, por el contrario, un dominio sin trabas e ilimitado sobre sus acciones, fué aún más movida.

     Según la costumbre de la época, dos de sus consejeros principales y más favoritos, D'Hymbercourt y Des Comines compartieron con él su alcoba, habiéndose preparado lechos para ellos junto a la cama del príncipe. Nunca mejor que en esta noche fué necesaria su ayuda, ya que, enloquecido por la pena, por la pasión, por el deseo de venganza y por el sentimiento del honor que le impedía ejercitarla sobre Luis en la presente ocasión, se asemejaba el espíritu de Carlos a un volcán en erupción, que despide fuera todo los diversos contenidos de la montaña mezclados y fundidos en una masa ígnea.

     Rehusó quitarse su traje ni hacer preparación alguna para dormir y pasó la noche en una serie de accesos violentos de pasión. En algunos de sus paroxismos hablaba sin cesar con sus acompañantes de un modo tan rápido e incoherente que éstos temían realmente se hubiera vuelto loco, tomando como tema el mérito y bondad de corazón del asesinado obispo de Lieja; y recordando todos los casos de mutua amabilidad, afecto y confianza que había habido entre ambos, sufrió tal ataque de pena que se echó sobre la cama con la cara hacia ella y parecía que iba a ahogarse con las lágrimas y lamentos que trataba de contener. Levantándose después de la cama, dió rienda suelta a otro ataque más furioso y atravesó la habitación de prisa, profiriendo amenazas incoherentes y juramentos de venganza aun más incoherentes, a la vez que golpeando el suelo con el pie, según su costumbre, invocaba a San Gregorio, San Andrés y a los demás santos de su devoción para ponerles de testigos que tomaría venganza sangrienta en De la Marck, en el pueblo de Lieja y en él, que era el autor de todo. Esta última amenaza, pronunciada más encubiertamente que las otras, se refería, sin duda, a la persona del rey; y una de las veces el duque expresó su determinación de enviar por el duque de Normandía, hermano del rey, y con quien Luis estaba de malas, con el fin de que el monarca cautivo cediese, bien la corona misma o algunas de sus prerrogativas y pertenencias más valiosas.

     Transcurrieron otro día y noche en el mismo estado de cosas, o más bien con las mismas rápidas transiciones de pasión, pues el duque apenas comía o bebía, ni se cambiaba de traje, y, en general, se conducía como uno a quien la cólera podía llevarle a la locura. Poco a poco se fué apaciguando y comenzó a tener, de vez en cuando, consultas con sus ministros, en las que se proponía mucho y no se resolvía nada. Comines nos asegura que una de las veces estuvo preparado un correo con el fin de avisar al duque de Normandía, y, en ese caso, la prisión del monarca francés hubiera venido a ser, como en casos similares, un breve tránsito para su tumba.

     Otras veces, cuando Carlos había agotado su furia, se quedaba sentado adoptando sus facciones una seria y rígida inmovilidad, como uno que medita alguna hazaña desesperada y se encuentra aún incapaz de tomar una resolución. E indudablemente hubiera bastado poco más que una insidiosa insinuación por parte de cualquiera de los consejeros que le acompañaban para haber impulsado al duque a alguna acción desesperada. Pero los nobles de Borgoña, dado el carácter sagrado inherente a la persona de un rey, y a un lord Paramount, y teniendo en cuenta la palabra empeñada cuando Luis se entregó a ellos, estaban casi unánimemente inclinados a recomendar medidas moderadas; y los argumentos que D'Hymbercourt y Des Comines se habían aventurado alguna que otra vez a insinuar durante la noche eran, en las horas de más reflexión de la mañana siguiente, repetidos y expuestos por Crèvecoeur y otros. Era posible que su celo a favor del rey no fuese del todo desinteresado. Muchos, como hemos dicho, habían ya experimentado la liberalidad del rey; otros poseían, bien fincas o tenían intereses en Francia, que le colocaban un poco bajo su influencia; y es cierto que el tesoro, que había sido transportado en cuatro mulos cuando el rey penetró en Peronne, se hizo mucho más ligero en el curso de estas negociaciones.

     Al tercer día, el conde de Campobasso recurrió a su ingenio italiano para venir en ayuda de Carlos, y de mucho le sirvió a Luis que no lo hubiese manifestado durante el primer acceso de furia del duque. Apenas llegó, se convino una reunión de los consejeros del duque para considerar las medidas que debían adoptarse en esta crisis singular.

     En esta ocasión, Campobasso expuso su opinión, apoyada en la fábula del viajero, la víbora y la zorra; y recordó al duque el consejo que la zorra dió al hombre, de que debía aplastar a su enemigo mortal, ahora que la suerte le había puesto a su disposición. Des Comines, que vió brillar los ojos del duque al escuchar una proposición que su propio temperamento violento le había sugerido ya más de una vez, se precipitó a afirmar la posibilidad de que Luis no hubiese tenido participación muy directa en la sanguinaria acción que se había cometido en Schonwaldt; que tenía medios para rechazar los cargos que se le imputaban y quizá hacer expiar a otro los alborotos que sus intrigas habían ocasionado en los dominios del duque y en los de sus aliados; y que un acto de violencia perpetrado en la persona del rey era seguro que acarrearía, tanto sobre Francia como sobre Borgoña, una serie de desgraciadas consecuencias, entre las que no era la menos de temer la de que Inglaterra podía aprovecharse de las conmociones y discordias civiles, que necesariamente tendrían que producirse, para volverse a posesionar de Normandía y Guyena y renovar esas temibles guerras que sólo, y con dificultad, se habían terminado por la unión de Francia y Borgoña contra su común enemigo. Finalmente, confesé que no recomendaba la liberación sin condiciones de Luis, y que el duque debía sacar partido de su condición actual para establecer un tratado honroso y equitativo entre los dos países, con tales seguridades de parte del rey que resultase difícil quebrantar su palabra o perturbar en el porvenir la paz interior de Borgoña. D'Hymbercourt, Crèvecoeur y otros significaron su reprobación de las medidas violentas propuestas por Campobasso y su opinión, que en materia de tratados podían lograrse ventajas más permanentes y de un modo más honroso para Borgoña que con una acción que la deshonraría con un quebrantamiento de palabra y una falta de hospitalidad.

     El duque escuchó estas razones con la mirada fija en el suelo y el entrecejo tan fruncido que las cejas casi formaban un solo arco continuo. Pero cuando Crèvecoeur dijo que no creía que Luis supiese o fuese cómplice del terrible acto de violencia cometido en Schonwaldt, Carlos levantó la cabeza y, lanzando una mirada fiera a su consejero, exclamó:

     -�También tú, Crèvecoeur, has oído el tintineo del oro francés? Me parece que suena tan alegre en mis consejos como las campanas de Saint Dennis. �Se atreve nadie a decir que Luis no es el instigador de estos feudos en Flandes?

     -Señor -dijo Crèvecoeur-, mi mano ha estado siempre más acostumbrada al acero que al oro; y tan alejado estoy de pensar que Luis está libre de la acusación de haber promovido los disturbios en Flandes, que no hace mucho, en presencia de toda su corte, le eché en cara su incumplimiento de palabra y le desafié en nombre vuestro. Pero aunque sus intrigas han sido, sin duda, la causa original de estas conmociones, estoy tan distante de creer que autorizase la muerte del arzobispo, que tengo entendido que uno de sus emisarios protestó en público de ello, y puedo enseñarle al hombre si su alteza tiene gusto de verle.

     -Ese es mi gusto -dijo el duque-. �San Jorge! �Puede nadie dudar que deseo obrar en justicia? Aun en el mayor acceso de mi cólera se me tiene por juez justo y recto. Yo mismo veré al de Francia; yo mismo le diré mis quejas y yo mismo le señalaré la reparación que exigimos y pedimos. Si resultase inocente de este asesinato, la expiación por otros crímenes será más leve. Si ha sido culpable, �quién se atrevería a negar que una vida de penitencia en algún monasterio retirado no sería una condena merecida y de las más misericordiosas? �Quién -añadió, enardeciéndose a medida que hablaba-, quién se atreverá a censurar un desquite tan rápido y expedito? Que acuda su testigo. Estaremos en el castillo una hora antes del mediodía. Anotaremos algunas cláusulas que tendrá que cumplir, �o infeliz de él! Concluid el consejo y marcharos. Me cambiaré de traje, ya que éste no es el más indicado para visitar a mi más afable soberano.

     Haciendo hincapié marcado en la última frase, se levantó el duque y salió de la habitación.

     -La salvación de Luis, y lo que es peor, el honor de Borgoña, dependen de la manera de arrojar los dados -dijo D'Hymbercourt a Crèvecoeur y a Des Comines-. Apresúrate a ir al castillo, Des Comines; tú posees una lengua más expedita que Crèvecoeur o yo. Explícale a Luis la tormenta que se aproxima; él sabrá mejor cómo conducirse y confío que ese soldado de la Guardia no dirá nada que pueda empeorar las cosas; �pues quién sabe cuál puede haber sido la secreta comisión que le estaba encomendada?

     -El joven -dijo Crèvecoeur- es atrevido, aunque más prudente y cauto de lo que sus años parecen indicar. En todo lo que me dijo demostró solicitud por los sentimientos del rey como a un príncipe a quien se sirve. Confío que se comportará igual en la presencia del duque. Iré a buscarle, y también a la joven condesa de Croye.

     -�La condesa! Nos dijiste que la habías dejado en el monasterio de Santa Brígida.

     -Ay, pero me vi obligado -dijo el conde- a enviar por ella siguiendo las órdenes del duque, y ha sido traída hasta aquí en una litera, siendo incapaz de viajar de otro modo.

     Estaba en un estado de gran zozobra, tanto por la incertidumbre de la suerte reservada a su parienta lady Hameline, como por la melancolía que envolvía la suya, culpable como había sido de una delincuencia feudal al apartarse de la protección de su señor, el duque Carlos, que no es la persona más indicada para ver con indiferencia lo referente al incumplimiento de sus derechos señoriales.

     La noticia de que la joven condesa estaba en poder de Carlos añadió nuevas y puntiagudas espinas a las reflexiones de Luis. Sabía que explicando las intrigas por las que él había inducido a lady Hameline y a ella a ir a Peronne, ésta podía aportar aquella prueba que él había suprimido con la ejecución de Zamet Maugrabin, y sabía bien cómo semejante prueba de su injerencia en los derechos del duque de Borgoña proporcionaría a la vez motivo y pretexto para que Carlos se aprovechase lo más posible de su presente trance.

     Luis hablaba de estos asuntos con gran ansiedad con el señor Des Comines, cuyo talento agudo y político se acomodaba mejor al temperamento del rey que el carácter marcial y brusco de Crèvecoeur o la altivez feudal de D'Hymbercourt.

     -Estos soldados de mano de hierro, mi buen amigo Comines -dijo a su futuro historiador-, no deberían nunca penetrar en el gabinete del rey, sino ser dejados con las alabardas en la antecámara. Sus manos están en realidad hechas para nuestro servicio; pero el monarca, que los emplea en algo mejor que para actuar de yunques de las espadas y mazas de sus enemigos, se pone a la altura del tonto que regaló a su querida un látigo de perro en vez de una gargantilla. Es con personas como tú, Felipe, cuyos ojos están dotados de esa aguda y rápida visión que penetra más allá de la superficie externa de los asuntos, con los que un príncipe debe compartir su mesa de consulta, su gabinete -�qué más?-, los secretos más ocultos de su alma.

     Des Comines, espíritu tan despierto, se vió naturalmente satisfecho al contar con la aprobación del príncipe más sagaz de Europa, y no supo disimular lo suficiente su satisfacción interior para que Luis dejase de percatarse de haberle hecho alguna impresión.

     -�Quisiera -continuó- tener tal servidor o más bien ser digno de tener uno de esa clase! No me hubiera entonces visto en esta infortunada situación, la que, sin embargo, apenas tendría motivo para deplorar si pudiese descubrir el medio de asegurarme los servicios de un estadista de tanta experiencia.

     Des Comines dijo que todas sus facultades, tales como eran, estaban al servicio de su cristianísima majestad, respetando siempre su alianza con su legítimo señor el duque Carlos de Borgoña.

     -�Y soy yo capaz de seducirle a incumplir esa alianza? -dijo Luis patéticamente-. �Ay! �No estoy ahora en peligro por haber puesto demasiada confianza en mi vasallo? No, Felipe Des Comines, continúa al servicio de Carlos de Borgoña, y le servirás mejor haciendo un arreglo con Luis de Francia. Al obrar así nos servirás a ambos, y uno, al menos, quedará agradecido. Me consta que sus haberes en esta corte apenas exceden de los del Grand Falconer, �y con ello, los servicios del más sabio consejero de Europa están puestos al nivel, o más bien por debajo, de los de un individuo que alimenta y cura halcones! Francia tiene amplias tierras; su rey dispone, de mucho oro. Permíteme, mi amigo, que rectifique esta escandalosa desigualdad. Los medios no están lejanos; permíteme que los emplee.

     El rey sacó un pesado saco de dinero; pero Des Comines, más delicado de sentimientos que la mayoría de los cortesanos de su época, rehusó la oferta, declarándose perfectamente satisfecho con la liberalidad de su príncipe nativo y asegurando a Luis que su deseo de servirle no podía ser aumentado con la aceptación del regalo que había propuesto.

     -�Hombre singular! -exclamó el rey- Permítame que abrace al único cortesano de este tiempo, a la vez capaz e incorruptible. La sabiduría debe apreciarse más que el oro de ley, y créeme, confío en tu amabilidad, Felipe, en este apuro más que en la ayuda comprada de muchos que han recibido mis donativos. Me consta que no aconsejarás a tu amo a que abuse de la oportunidad que la fortuna y, para hablar claro, Des Comines, mi propia locura le han proporcionado.

     -Abusar, de ningún modo -contestó el historiador-, pero sí con toda certeza usar de ella.

     -�Cómo y en qué grado? -dijo Luis-. No soy tan burro que espere librar sin algún rescate, pero que sea éste razonable, a razones que siempre esté dispuesto a escuchar en París o en Plessis, así como en Peronne.

     -Ah, pero si me lo permite su majestad -replicó Des Comines-, la razón en París o Plessis acostumbraba a hablar en un tono de voz tan bajo y humilde, que no siempre lograba alcanzar una audiencia de su majestad; en Peronne se apropia la trompeta de la Necesidad y su voz se hace dominante o imperativa.

     -Hablas en sentido muy metafórico -dijo Luis, incapaz de refrenar una emoción de displicencias-; soy hombre obtuso, torpe, señor Des Comines. Te ruego abandones tus metáforas y hables claro. �Qué espera el duque de mí?

     -No soy portador de ninguna proposición, señor -dijo Des Comines-; el duque explicará pronto su intención; pero se me ocurren algunas cosas como proposiciones posibles, para las que debe estar preparado su majestad. Como, por ejemplo, la cesión final de estas poblaciones del Somme.

     -Esperaba tanto como eso -dijo Luis.

     -Que renuncie a los de Lieja y a Guillermo de la Marck.

     -De tan buen grado como rechazo al infierno y a Satanás -dijo Luis.

     -Se exigirá una amplia seguridad, en rehenes o con ocupación de fortalezas, o de otro modo, para que Francia se abstenga en lo futuro de promover rebelión entre los flamencos.

     -Es algo nuevo -contestó el rey- que un vasallo exija fianzas a su soberano, pero pasemos también por ello.

     -Un infantazgo adecuado e independiente para vuestro ilustre hermano, el aliado y amigo de mi amo -Normandía o Champaña-. El duque ama la casa de vuestro padre, mi soberano.

     -Está bien -contestó Luis-; acabará, mort Dieu, por hacer a todos reyes. �No está aún vacía su cartera de sugestiones?

     -No enteramente -contestó el consejero-; se exigirá de seguro que su majestad se abstenga de hostigar, como lo ha hecho últimamente, al duque de Bretaña, y que no discuta por más tiempo el derecho que él y otros grandes feudatarios tienen de acuñar moneda, de nombrarse a sí mismos duques y príncipes por la gracia de Dios...

     -En una palabra: hacer otros tantos reyes de mis vasallos. Señor Des Comines, �quieres hacer de mí un fratricida? Recuerdas bien a mi hermano Carlos; tan pronto fué duque de Guyena cuando murió. �Y qué le quedará al descendiente y representante de Carlomagno después de ceder estas ricas provincias, excepto el ser ungido con aceite en Reims y tomar su comida bajo un gran dosel?

     -Disminuiremos la preocupación de su majestad en ese particular dándole un compañero en esa solitaria exaltación -dijo Felipe Des Comines-. El duque de Borgoña, aunque no reclama ahora el título de rey independiente, desea, sin embargo, verse libre en el porvenir de las abyectas señales de sujeción a la corona de Francia que se le exigen; es su propósito cerrar su corona ducal con un arco imperial y rematarla con un globo, emblema de que sus dominios son independientes.

     -�Y cómo se atreve el duque de Borgoña, el vasallo jurado de Francia? -exclamó Luis levantándose de pronto y mostrando un grado no corriente de emoción-. �Cómo se atreve a proponer esas condiciones a su soberano cuando por todas las leyes europeas suponen un secuestro de su feudo?

     -Esa opinión de secuestro sería difícil en este caso demostrarla -contestó Des Comines con calma-. Su majestad sabe que la estricta interpretación de la ley feudal se está haciendo anticuada aun en el Imperio, y que el superior y el vasallo intentan mejorar su situación uno respecto al otro en cuanto tienen poder y oportunidad. La injerencia de su majestad con los vasallos del duque en Flandes resultará una disculpa de la conducta de mi amo, suponiéndole que insista en que al aumentar Flandes su independencia, Francia resultará en lo futuro desprovista de ningún pretexto para obrar como hasta ahora.

     -�Comines, Comines! -dijo Luis levantándose de nuevo y recorriendo la habitación con aire pensativo-. Esta es una terrible lección sobre el tema Vae victis! �No quieres dar a entender que el duque insistirá en estas duras condiciones?

     -Por lo menos, desearía que su majestad esté en condiciones de discutirlas todas.

     -Sin embargo, la moderación, Des Comines, la moderación en el éxito es -nadie lo sabe mejor que yo- necesaria para sacar la máxima ventaja.

     -He observado que el mérito de la moderación es más apto para ser alabado por la parte que pierde. El ganador tiene en más estima la prudencia que le avisa que no deje oportunidad sin cultivar.

     -Bien, reflexionaremos sobre ello -replicó el rey-; pero por lo menos, �has llegado al final de la irrazonable exacción del duque? No puede quedar nada, o si queda, pues así lo parece indicar la expresión de tu rostro, �qué es ello? �Qué puede ser en verdad? A no ser que sea mi corona, �que estas demandas previas, si son concedidas, la privarán de todo su lustre!

     -Señor -dijo Des Comines-, lo que queda por mencionar es una cosa en parte -en realidad, en gran medida- dentro del poder del duque, aunque tiene intención de invitar a su majestad a dar su asentimiento, pues le toca muy de cerca a su persona.

     - �Pasques-dieu! -exclamó el rey impaciente-. �Qué es ello? Habla, señor Des Comines. �He de enviarle a mi hija en calidad de concubina, o qué otra deshonra quiere atraer sobre mí?

     -Ninguna deshonra, mi soberano; pero el primo de su majestad, el ilustre duque de Orleáns...

     -�Ah! -exclamó el rey-. Pero Des Comines prosiguió sin hacer caso de la interrupción.

     ... habiendo puesto su afecto en la joven condesa Isabel de Croye, espera el duque que su majestad accederá por su parte, así como él por la suya, en dar su consentimiento a este matrimonio, y junto con ello dotar a la noble pareja con tales dominios que, unidos a los de la condesa, puedan constituir un patrimonio adecuado para un hijo de Francia.

     -�Jamás, jamás! -dijo el rey, manifestando esa emoción que últimamente había llegado a dominar con mucha dificultad y paseando con una prisa alborotada que formaba el mayor contraste con el dominio de sí mismo que generalmente mostraba-. �Jamás, jamás! �Que traigan tijeras y corten mi pelo como el del tonto de la parroquia, a quien tanto me parezco! �Que pidan me recluya a un monasterio o que abran mi sepultura! �Que traigan hierros candentes para chamuscar mis ojos, hacha o acónito, lo que quieran; pero Orleáns no quebrantará la palabra ofrecida a mi hija ni se casará con otra mientras viva!

     -Su majestad -dijo Des Comines-, antes de oponerse tan abiertamente a lo propuesto, debe considerar su falta de poder para impedirlo. Todo hombre sabio, cuando ve que una roca cede, se aparta del vano intento de impedir su caída.

     -Pero un hombre bravo -dijo Luis- encontrará, al fin, su tumba bajo ella. Des Comines, considera la gran pérdida, la funesta destrucción que tal matrimonio aportaría a mi reino. Recuerda que sólo tengo un hijo varón, débil, y este Orleáns es el siguiente heredero; considera que la Iglesia ha consentido esta unión de Orleáns con mi hija Juana, lo que uniría tan felizmente los intereses de ambas ramas de la familia; piensa en todo esto, y piensa también que este enlace ha sido la idea favorita de toda mi vida; que la he planeado, he luchado por ella, la he vigilado, he rogado por ella y he pecado por ella. �Felipe Des Comines, no podré soportarlo! �Piensa hombre, piensa!, compadéceme en esta cuestión; el cerebro rápido puede fácilmente encontrar algún substituto a este sacrificio; algo que ofrecer en vez del sacrificio de ese proyecto que me es querido como el único hijo del Patriarca le fué a él. �Felipe, apiádate de mí! Tú, al menos, sabrás que para hombres de discernimiento y previsión, la destrucción de un plan largo tiempo acariciado, y por el que han sufrido mucho, es mucho más doloroso que la pena pasajera de los demás hombres, cuyos afanes son la satisfacción de alguna pasión temporal; tú, que sabes cómo simpatizar con la pena legítima y más profunda, producto de la prudencia frustrada y de la sagacidad defraudada �no te harás cargo de mi sentimiento?

     -�Mi señor y rey! -replicó Des Comines-. Simpatizo con su desgracia siempre que el deber a mi amo...

     -�No le menciones! -dijo Luis, obrando, o apareciendo por lo menos obrar, bajo un irresistible y obstinado impulso que hizo desaparecer el dominio usual que mantenía sobre sus palabras-. Carlos de Borgoña es indigno de que le seas adicto. El que puede insultar y pegar a sus consejeros, el que puede distinguir al más sabio y fiel de ellos con el oprobioso nombre de Tête-botté.

     La prudencia de Felipe Des Comines no le impedía poseer un alto concepto de su importancia personal, y se quedó tan sorprendido con las palabras pronunciadas por el rey, que sólo pudo replicar repitiendo las palabras Tête-botté

     -�Es imposible que mi señor el duque pueda haber así calificado al servidor que ha estado junto a él desde que podía montar un caballo noble! �Y además delante de un monarca forastero? �Eso es imposible!

     Luis se percató en seguida de la impresión que había hecho, y evitando tanto un tono de condolencia, que hubiera parecido insultante, como uno de simpatía, que podía haber tenido sabor de afectación, dijo con sencillez y al mismo tiempo con dignidad:

     -Mis desgracias me han hecho olvidar mi cortesía; de lo contrario no te hubiera hablado de lo que podía ser desagradable de oír. Pero me has acusado de haber dicho una cosa imposible; esto afecta a mi honor y parecería que aceptaba el reproche si no contase las circunstancias en que el duque, riendo a mandíbula batiente, pronunció ese nombre ofensivo, que no repetiré para no ofender a tus oídos. Fueron así: �Estabas tú, Felipe Des Comines, en una cacería con el duque de Borgoña, tu amo, y cuando éste se apeó del caballo, concluída la caza, pidió tu ayuda para sacarse las botas de montar. Leyendo en tus miradas, quizá, algún resentimiento natural por este trato menospreciable, te ordenó que te sentases a tu vez y te hizo el mismo servicio que acababa de recibir de ti. Mas ofendido por haberle interpretado al pie de la letra, tan pronto sacó una de tus botas te golpeó brutalmente con ella en la cabeza hasta que fluyó la sangre, protestando de la insolencia de un súbdito que había tenido la presunción de aceptar semejante servicio de manos de su soberano; y desde entonces él, o su privilegiado bufón Le Glorieux, tienen la costumbre de distinguirte con el absurdo y ridículo nombre de Tête-botté, que es uno de los motivos de diversión más corrientes en el duque (58).

     Mientras hablaba Luis de este modo, experimentó el doble placer de atormentar en lo más vivo a la persona con quien hablaba, costumbre que le producía goce, aunque no existiese, como en el caso presente, la excusa de que obraba en puro desquite- y de observar que, por fin, había sido capaz de encontrar un punto vulnerable en el carácter de Des Comines que podía desplazarle gradualmente de los intereses de Borgoña a los de Francia. Pero aunque el profundo resentimiento que el ofendido cortesano sintió por su amo le indujo en el porvenir a cambiar el servicio de Carlos por el de Luis, sin embargo, en el momento actual, se contentó con hacer algunas indicaciones generales de su amistosa inclinación por Francia, que él bien sabía podían ser interpretadas por el rey. Y en verdad que hubiera sido injusto el ofender la memoria del excelente historiador con la deserción de su amo en esta ocasión, aunque ahora estaba seguramente invadido de sentimientos más favorables a Luis que cuando penetró en la habitación.

     Se contuvo para no reír al escuchar la anécdota que Luis había referido, y luego dijo:

     -No creía que una broma sin importancia pudiese haberla retenido el duque en su magín hasta el punto de juzgarla digna de repetirla. Algo hubo de eso de sacar botas, ya que su majestad sabe que el duque es aficionado a bromas pesadas; pero ha sido muy exagerado en su recuerdo. Dejémoslo pasar.

     -Conformes -dijo el rey-, no merece la pena de haber distraído nuestra atención ni por un minuto. Y ahora, señor Des Comines, espero serás lo bastante francés para darme tu mejor consejo en estos asuntos difíciles. Tienes, me consta bien, la clave del laberinto, y sólo falta que quieras darla a conocer.

     -Su majestad puede pedir mi mejor consejo y servicio -replicó Des Comines-, con la condición de cumplir siempre mi deber con mi amo.

     -Esto era casi lo mismo que el cortesano había dicho antes; pero ahora lo repitió en un tono tan diferente, que mientras Luis interpretó la primera declaración en el sentido de que el deber reservado a Borgoña era lo primero que había que considerar, ahora vió claro que el énfasis estaba invertido y que su interlocutor daba más peso a su promesa de aconsejar que a una restricción que sólo parecía impuesta para cubrir las apariencias. El rey volvió a sentarse, y sentó a Des Comines a su lado, escuchando al mismo tiempo al estadista, como si hablase un oráculo. Des Comines habló en ese tono bajo y solemne que indica a la vez gran sinceridad y alguna prevención, y con tanta lentitud al mismo tiempo, que parecía deseoso que el rey pesase y considerase cada palabra pronunciada como teniendo una significación peculiar y determinada.

     -Las cosas -dijo- que he sometido a la consideración de su majestad, aunque suenen ásperas a sus oídos, son para reemplazar proposiciones más violentas que se han dicho en los consejos del duque; desde luego mucho más hostiles para su majestad. Y apenas necesito recordar a su majestad que las sugestiones más directas y más violentas encuentran la más fácil acogida en nuestro amo, que prefiere las medidas breves y peligrosas, a las que son seguras; pero al mismo tiempo exigen un rodeo.

     -Recuerdo -dijo el rey- haberle visto atravesar un río, corriendo el riesgo de ahogarse, aunque había un puente distante sólo unas doscientas yardas.

     -Así es, señor; y el que arriesga su vida por dar gusto a un momento de impetuosa pasión, preferirá, bajo un impulso análogo, la satisfacción de su voluntad al aumento de su poder verdadero.

     -Exacto -replicó el rey-; un tonto se agarra antes a la apariencia que a la realidad de la autoridad. Sé que todo esto se aplica a Carlos de Borgoña. Pero, mi querido amigo Des Comines, �qué deduces de estos antecedentes?

     -Sencillamente esto, señor -contestó el borgoñés-: que así como su majestad había visto a un experto pescador de caña dominar a un pez, grande y de peso, y sacarle a la postre a tierra por un hilo delgado, el cual pez hubiera roto un aparejo diez veces más fuerte, de haber el pescador tirado de él con el hilo, en vez de soltarle lo bastante para dar juego a sus bruscos escarceos, del mismo modo su majestad, haciendo al duque estas concesiones, en las que cifra sus ideas del honor y la satisfacción de su venganza, puede impedir que se realicen muchas de las otras proposiciones desagradables que le he insinuado, y las que -incluso, debo decírselo con franqueza a su majestad, algunas con las cuales Francia resultaría especialmente debilitada- se borrarían de su memoria y su atención; y dejadas para conferencias posteriores y futura discusión, pueden fácilmente ser eludidas.

     -Te comprendo, mi buen señor Des Comines; pero al asunto -dijo el rey-. �A cuáles de esas felices proposiciones está tan aferrado el duque que la contradicción le haría ser poco razonable e intratable?

     -A cualquiera, o a todas ellas, si me lo permite decir su majestad, en las que pudiera contradecírsele. Esto es precisamente lo que su majestad debe evitar; y volviendo a mi anterior ejemplo, debe estar vigilante, dispuesto a soltar al duque la bastante cuerda cuando se debata bajo el impulso de la rabia. Su furia, ya bastante abatida, se gastará por sí sola si no se le lleva la contraria, y entonces le encontrará más amigo y tratable.

     -Sin embargo -dijo el rey reflexionando- debe de haber algunas demandas especiales que sean preferidas por mi primo. Si las conociese yo, señor Des Comines...

     -Su majestad haría de la más banal de sus demandas la más importante, con sólo oponerse a ella -dijo Des Comines-; sin embargo, señor, lo más que puedo decir, es que toda esperanza de convenio desaparecerá, si su majestad no renuncia a Guillermo de la Marck y a los de Lieja.

     -Ya he dicho que no los reconoceré -dijo el rey-, y bien que lo merecen por mi parte: los villanos han comenzado su revuelta en un momento que me podía haber costado la vida.

     -El que da fuego a un reguero de pólvora -replicó el historiador-, no puede menos de esperar una rápida explosión de la mina. Pero el duque Carlos debe esperar de su majestad algo más que una mera desautorización de su causa, pues ha de saber que pedirá a su majestad su ayuda para sofocar una insurrección, y su real presencia para ser testigo del castigo que infligirá a los rebeldes.

     -Eso apenas es compatible con mi honor, Des Comines -dijo el rey.

     -El rehusar a ello apenas será compatible con la salvación de su majestad -replicó Des Comines-. Carlos está decidido a mostrar al pueblo de Flandes que ninguna esperanza ni promesa de ayuda por parte de Francia les librará, en sus motines, de la rabia y venganza de Borgoña.

     -Pero, señor Des Comines, hablaré con franqueza -contestó el rey, �No podíamos diferir la cuestión si estos bribones de Lieja saben sostenerse contra el duque Carlos? Los mozos son numerosos y decididos. �No podrían sostener la población contra él?

     -Con la ayuda de los mil arqueros de Francia que su majestad les prometió, podían haber hecho algo; pero...

     -�Que yo se los prometí? -dijo el rey-. �Ah, mi buen Des Comines! Te equivocas al decir eso.

     -...Pero sin ellos -continuó Des Comines sin parar mientes en la interrupción-, y ya que su majestad no juzgará ahora quizá conveniente el proporcionarlos, �qué esperanza les queda a los vecinos, aunque se mantengan firmes en su ciudad, cuando en sus murallas están aún sin reparar las grandes brechas hechas por Carlos después de la batalla de Saint Tron, de tal modo que las lanzas de Hamault, Brabante y Borgoña pueden avanzar en un frente de veinte hombres?

     -�Los idiotas imprevisores! -dijo el rey-. Al haber descuidado de este modo su salvación no merecen mi protección. Pasaré por ello. No discutiré por culpa de ellos.

     -El otro extremo me temo que llegue más al fondo del corazón de su majestad -dijo Des Comines.

     -�Ah! -replicó el rey-. �Te refieres a esa boda infernal? No consentiré en el quebrantamiento del contrato entre mi hija Juana y mi primo el de Orleáns; sería arrebatar para mí y la posteridad el cetro de Francia, pues ese joven enfermizo, el delfín, es un vástago marchito que se agostará sin dar fruto. Esta boda entre Juana y Orleáns ha sido mi pensar de día, mi ensueño de noche. �Te digo, Des Comines, que no puedo renunciar a ella! Además, es inhumano el exigirme que con mi propia mano destruya a la vez mi plan político y la felicidad de una pareja nacida el uno para el otro.

     -�Están, pues, tan enamorados? -preguntó Des Comines.

     -Uno de ellos, al menos -dijo el rey-, y precisamente por el que debo estar más interesado. Pero sonríes, Des Comines; no crees en la fuerza del amor.

     -Al contrario -dijo Des Comines-; soy tan poco incrédulo en ese particular, que le iba a preguntar si no le decidiría en cierto modo a dar su asentimiento al matrimonio propuesto entre el duque de Orleáns e Isabel de Croye el saber que la condesa gusta tanto de otro, que es probable que nunca haya boda.

     El rey Luis suspiró.

     -�Ay! -dijo-. �De dónde has sacado, mi bueno y querido amigo, ese consuelo? �Que ella gusta de otro! Aun suponiendo que Orleáns detestase a mi hija Juana, y de no haber sido por esta malhadada fatalidad, él necesitaba haberse casado con ella; así es que puedes conjeturar que pocas probabilidades existen de que esta otra damisela sea capaz de rehusarle aun con una presión similar, y siendo él, además, un hijo de Francia. �Ah, no, Felipe! No hay temor de que ella se obstine en no admitir los galanteos de ese pretendiente. Varium et mutabile, Felipe.

     -Su majestad puede, en este caso, tasar en poco el valor obstinado de esta señorita. Proviene de una raza muy voluntariosa, y le he oído decir a Crèvecoeur que se ha enamorado románticamente de un joven escudero que le ha prestado muchos servicios en el camino.

     -�Ah! -dijo el rey- �Un arquero de mi Guardia que se llama Quintín Durward?

     -El mismo, según tengo entendido -dijo Des Comines-. Fué hecho prisionero junto con la condesa cuando viajaban casi solos los dos.

     -�Que sean alabados, Nuestro Señor y Nuestra Señora, y monseñor San Martín y monseñor San Julián -dijo el rey-, y gloria y prez para el erudito Galeotti, que supo leer en las estrellas que el porvenir de este joven estaba ligado con el mío! Si la doncella le es tan afecta que resulta refractaria al deseo de Borgoña, este Quintín me será de utilidad realmente extraordinaria.

     -Creo, señor -contestó el borgoñés-, que, según el informe de Crèvecoeur, hay alguna probabilidad de que se muestre obstinada; además, sin duda, el noble duque, no obstante lo que su majestad dijo por vía de insinuación, no renunciará voluntariamente a su hermosa prima, con la que hace tiempo se encuentra comprometido.

     -�Bah! -contestó el rey-. Pero tú nunca has visto a mi hija Juana. �Una lechuza, hombre! �Un completo mochuelo, de quien estoy avergonzado! Pero que sea un hombre sabio y se case con ella, y le daré permiso para que se vuelva loco de amor con la dama más bella de Francia. Y ahora, Felipe, �me has revelado todo lo que piensa tu amo?

     -Lo he participado, señor, todos los detalles en los que, al presente, piensa hacer más hincapié. Pero su majestad sabe bien que el carácter del duque es como un torrente arrollador, que sólo pasa sin hacer daño cuando no encuentra obstáculo a su marcha; y lo que puede inducirle a volverse furioso es imposible adivinarlo. Si se encontraran de pronto pruebas más serias de los manejos de su majestad (perdone la frase, cuando de tan poco tiempo dispongo para escogerla) con los de Lieja y Guillermo de la Marck, el resultado podría ser terrible. Hay extrañas noticias de esta parte: dicen que La Marck se ha casado con Hameline, la condesa de Croye de más edad.

     -Esa vieja tonta estaba tan deseosa de casarse, que hubiera aceptado la mano de Satanás -dijo el rey-; pero que ese La Marck, aunque bestia, se haya casado con ella, me sorprende algo.

     -También se dice -continuó Des Comines que un enviado o heraldo de La Marck se aproxima a Peronne; esto es probable que ponga frenético al duque. Confío en que no tendrá cartas, o algo parecido, entregadas por su majestad.

     -�Cartas a un Jabalí Salvaje? -contestó el rey-. No, no, señor Des Comines; no soy tan tonto como para echar margaritas al puerco. El poco trato que tuve con el bruto animal fué por intermedio de un mensaje, en los que siempre utilicé esclavos y vagabundos de tan baja estofa, que su declaración no sería creída en un juicio de robo de gallinas.

     -Entonces sólo puedo recomendar -dijo Des Comines despidiéndose- que su majestad permanezca en guardia, se guíe por los acontecimientos y, sobre todo, evite emplear ningún lenguaje o argumento con el duque que convenga más a su dignidad que a su situación actual.

     -Si mi dignidad -dijo el rey- se encontrase molesta, lo que rara vez ocurre mientras hay intereses más profundos en qué pensar, tengo un remedio especial para ese caso. Basta con mirar cierto gabinete en ruinas y pensar en la muerte de Carlos el Simple, y esto me curará con tanta eficacia como un baño frío cura una fiebre. �Y ahora, mi amigo y consejero, debes marcharte? Bien, señor Felipe Des Comines; el tiempo llegará en que te cansarás de leer lecciones de política de Estado al Toro de Borgoña, que es incapaz de comprender tu menor argumento. Si para entonces vive Luis de Valois, tienes un amigo en la corte de Francia. Te confieso, mi Felipe, que sería una bendición para mi reino si alguna vez te logro, ya que a una profunda visión de los asuntos del Estado unes una conciencia capaz de sentir y discernir entre el bien y el mal. Ayudadme, pues, Nuestro Señor y Señora, y monseñor San Martín; Oliver y Balue tienen corazones tan duros como piedra de molino, y mi vida está embargada por el remordimiento y la penitencia a causa de los crímenes que me hacen cometer. Tú, señor De Comines, poseedor de la sabiduría de los tiempos presentes y pasados, puedes enseñar cómo se llega a ser grande sin dejar de ser virtuoso.

     -Dura tarea que pocos han resuelto -dijo el historiador-, pero que está al alcance de príncipes que se esfuercen por ella. Mientras tanto, señor, esté preparado, pues el duque conferenciará ahora con vos.

     Luis siguió a Felipe con la vista cuando abandonó la habitación, y por fin soltó una carcajada.

     -Habló de pescar. �Le he enviado a casa hecho una trucha convenientemente halagada! �Y se considera virtuoso porque no aceptó dinero alguno, y se contentó con halagos y promesas, y el placer de vengar una afrenta de su vanidad! Bien; se encuentra más pobre por haber rehusado el dinero, y no por eso tiene más honra. Debe ser mío, porque es el que más vale de todos ellos. �Ahora a entretenerme con cacería más noble! Tengo que hacer frente a este leviatán de Carlos, que se dirige nadando hacia acá, hendiendo el piélago ante él. Como marinero acobardado, debo arrojar un tonel al agua para divertirlo. �Pero quizá algún día encuentre la oportunidad de clavarle un arpón en las entrañas! (59).

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