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Rafael Altamira como crítico literario

José María Martínez Cachero





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Tratar de Rafael Altamira como crítico literario inmediato no es referirse a uno de los aspectos más notorios de su abundante actividad intelectual2, pero tampoco supone dedicar el tiempo a cosa sin mayor importancia. En diarios madrileños como La justicia y El Liberal, en semanarios como La Ilustración Ibérica (Barcelona), o en publicaciones más especializadas como la Revista Crítica de Historia y Literatura Españolas, Portuguesas e Hispanoamericanas o La Lectura, Altamira cumplió   —548→   durante años una misión de espectador y juez, al mismo tiempo, de la actualidad literaria3; parte de esa tarea -los artículos «más doctrinales», «los de mayor homogeneidad»- fue recogida después en volumen, así: Mi primera campaña, que prologó en 1893 colega tan prestigioso y temido como era «Clarín», o Cosas del día4. El crítico Altamira hubo de alternar su cometido con los de jurista, historiador, sociólogo y, a partir de 1897, con la cátedra universitaria y pese a su bien despierta curiosidad y a su excelente aprovechamiento del tiempo -(Altamira le decía a su amigo Figueras Pacheco: «Todo es cuestión de método. Se reparte el tiempo: tantas horas para estudiar, tantas para escribir, tantas para el descanso. Se sigue fielmente el plan trazado, y el milagro está hecho»)-, esos otros cometidos fueron imponiéndose, quitando tiempo a la lectura y comentario de las creaciones ajenas. Acaso por ello -alternancia y sensible atenuación-, y no porque sea débil la calidad de esa crítica, se explique el   —549→   olvido del nombre de Rafael Altamira que advertimos en libros panorámicos como la Historia de la crítica española contemporánea, debida a la profesora argentina Emilia de Zuleta5; olvido que no se dio en sus días de activa militancia, cuando Leopoldo Alas6 o el agustino Blanco García, Martínez Ruiz7 o Andrés González Blanco8 le tenían presente -elogiándole o discrepando- en sus recuentos.

Pienso que un procedimiento útil para la definición a posteriori de un crítico dedicado a la literatura inmediata puede ser el de considerar la actitud adoptada por el mismo ante cuestiones -tendencias, obras, autores- palpitantes o polémicas, deparadas por el momento histórico que le ha tocado en suerte vivir, máxime si tales cuestiones se producen coincidiendo cronológicamente con la madurez intelectual del crítico. (Aludo a esas cuestiones que vienen a remover la tranquilidad de las aguas y prohíben a sus contemporáneos la inhibición). ¿Cuáles ofrecía para un crítico español el momento histórico de Rafael Altamira?

Antes de responder a tal pregunta debe precisarse con alguna información indicativa ese concreto momento en su vertiente literaria. Se trata del último tercio del siglo XIX (para ser más exactos: de los veinte años finales del siglo) y de, poco más o menos, la primera década del actual. Sabido es que para entonces no quedan ya vestigios del romanticismo de   —550→   la primera hora, pero con el dramaturgo Echegaray se instaura en nuestra escena un desquiciamiento en situaciones y personajes que resulta señal obvia de otro romanticismo, neo-romanticismo, como algunos historiadores gustan de escribir. Galdós -cuyas piezas suponen, según Altamira, «una renovación ideal» y aportan «bastantes novedades en los procedimientos»-, Enrique Gaspar y Leopoldo Alas -éste, con su Teresa, 1895, y con algunos trabajos teóricos- postulan un teatro más atenido a la realidad, el cual empezaría a servirse de la prosa para dar verosimilitud a la conversación de los personajes; Benavente, que estrena en 1894 El nido ajeno, parece estar en esa línea. También existía a la sazón, y muy celebrado por cierto, el «Género chico», con o sin acompañamiento musical; mas a Rafael Altamira, fundamentalmente serio y afecto al llamado patriotismo crítico, le parece «boga desdichada, pero muy sintomática» ésta, y rotundo, concluye que «aunque el talento de algunos autores (atraídos por el éxito económico) ha sabido aprovechar esta corriente en bien para el arte, sacando algún oro entre las escorias [...], el episodio es más bien para olvidado»9.

Gustavo Adolfo Bécquer muere en 1870, pero han de pasar años hasta que su nombre se imponga. Campoamor y Núñez de Arce son, a la altura cronológica en que nos encontramos situados, los dos poetas enteros que dijo «Clarín», gustados por el público, aplaudidos por la crítica y con discípulos y remedadores. Ciertamente hacen falta caminos nuevos para la poesía española, aunque casi nadie adivine las salidas posibles del atasco que se ha producido: el movimiento modernista, efectiva posibilidad salvadora, será una de aquellas cuestiones palpitantes y polémicas antes aludidas; pero he aquí que nuestro crítico apenas ha dejado constancia escrita de su actitud al respecto. Vaya, como raro ejemplo, este prudentísimo párrafo10, en el que nada se aventura, si bien se reconoce lo necesario de ciertas innovaciones jóvenes: «Ha sido preciso que venga la juventud modernista para que se plantee nuevamente ["la reforma del   —551→   metro se paralizó después de Zorrilla"; "la reforma del lenguaje, en que Campoamor tuvo tanto empeño, sólo prosperó en parte"] la cuestión métrica y se dé un nuevo giro a la del lenguaje, en que el simbolismo y el afán neologista tienen exigencias irreductibles. ¿Prosperarán estas innovaciones, defendidas (como todo lo nuevo) por algunos jóvenes de verdadero talento y por muchos vulgarísimos rapsodas? Como el historiador no puede ni debe ser profeta, me abstengo de contestar».

La novela era el género de mayor auge por la relativa abundancia de cultivadores de calidad: desde el primogénito Valera (nacido en 1824) hasta el benjamín Blasco Ibáñez (Valencia, 1867), pasando por Galdós -cuya estatura singular reconoce gozosamente, y más de una vez, el crítico Altamira- y por Leopoldo Alas11. El realismo ha privado como orientación técnica o metodológica para uso de nuestros narradores, un realismo tradicional español que en algunos títulos de ciertos novelistas se vence un tanto hacia el naturalismo, harto distinto éste, por lo común, del que en Francia implantara Emilio Zola. He aquí al naturalismo, cuestión sí que palpitante, escandalosa incluso, mano sucia de la literatura, como se dejó decir Pedro Antonio de Alarcón.

Altamira estuvo a bien con el naturalismo, pero sin descomponer nunca su aplauso; dando, por el contrario, prueba de mesura y ponderación, de ese equilibrio que será uno de los rasgos distintivos de su labor en cuanto crítico. La dilección por Zola, verbi gratia, de la que hay abundantes testimonios escritos, no le impidió otras veces admitir limitaciones -los personajes de Zola, dirá incidentalmente al ocuparse de las novelas de Tolstoi, «por lo general, no se preocupan sino de la lucha externa   —552→   de la vida, de los cuidados que la gente llama materiales, y a lo sumo, de los ideales de cuantía menor. Para ellos no hay problema religioso, ni social, ni de educación, ni político: sólo les preocupa el económico, en el más vulgar concepto, y el amoroso»-; ni le cegó para dejar de ver en otros narradores méritos distintos a los del autor de Germinal.

Precisamente su primer trabajo de alguna envergadura, el que llamó la atención de «Clarín» hacia Rafael Altamira, fue la serie titulada El realismo y la literatura contemporánea, inserta a lo largo del año 1886 en veinte números de La Ilustración Ibérica12; eran aún días de polémica, si bien remitido ya su apasionamiento, cuando Altamira se decide a considerar la cuestión, tan enturbiada por unos y otros, del naturalismo13. Ha procurado informarse, leyendo tanto lo dicho por críticos y comentadores como las obras a propósito de las cuales se discute; se niega al dogmatismo, al sistema cerrado y persigue para sí la más limpia y abierta comprensión contempladora; pesa y mide minuciosa y escrupulosamente; repasa la historia literaria, examina la situación presente, inquiere sobre lo por venir. Con orden y claridad van saliendo a plaza aspectos y matices varios: tradición y vigencia del realismo, que Altamira identifica con el naturalismo14; sus principios estéticos y sus procedimientos técnicos -caso, por ejemplo, de la impersonalidad que el naturalista ha de guardar celosamente en sus creaciones, asunto poco claro en manos de algunos escoliastas y que nuestro crítico precisa con acierto al afirmar   —553→   (núm. 191, 28-VIII) que «lo que desaparece no es la personalidad, sino la acción activa (permítaseme la redundancia) del autor, su permanencia constante como sujeto de la novela y predicador de sus intenciones, que rompe en mucho la realidad de lo que se narra [...] sin anunciar a sus lectores que va a llevarles a casa de doña Fulana y después a tal otro punto, como hacen los autores de poco más o menos y aun algunos que pasan como celebridades, transparenta su personalidad en la obra y sabe uno cómo piensa un personaje, sin necesidad de un aparte moral en que habla el autor»-; la refutación de algunos reparos que se han formulado a la tendencia -niega Altamira que, como piensan y dicen determinados autores y críticos, con el realismo como sistema narrativo se ofrece una visión limitada o deformada de la realidad tanto externa como personal, dado que «no se limita a lo deforme, ni a lo enfermo, ni permanece constante en los abismos del vicio (como v.g., el romántico Sue). Pinta costumbres y caracteres, y ¿qué de extraño, si en esa pintura hay toques negros, cuando tanto malo existe en la sociedad y en el hombre?», y así ocurre que sus personajes «no son figuras de cartón, que siempre ríen o siempre están llorando; son hombres, y como hombres, a las veces ridículos, a las veces sublimes, exactamente como en la vida» (núm. 184, 10-VII)-. A la vista de todo ello, concluye que ya es hora de «dejar a un lado suposiciones gratuitas, apasionamientos y calumnias, y saber ver y agradecerle a la nueva escuela todo lo bueno y nuevo que allega al arte, que no es poco, y en muchos puntos de gran alcance».

Tres años más tarde, en 1889, cuando nuestro crítico compone su artículo La conquista moderna, parece se ha operado una como reacción de menosprecio contra el naturalismo, la cual entraña el «grave riesgo» de que se pierda «aquella serenidad histórica y crítica» necesaria para tratar debidamente la cuestión, a la que vuelve Altamira para de nuevo explanarla. Piensa que el realismo «va más allá de la simple observación de la realidad: no se basa y establece en tan mezquino fundamento como el de la nuda exactitud de la imitación, entendida al modo clásico; sino en el principio del estudio objetivo, de que sólo las cosas reales de la vida interesan y deben interesar, muy por cima de los oropeles de la ficción; y a ese título, sólo ellas son el fondo del arte y el campo de trabajo del artista».   —554→   Es mucho lo que ha hecho el realismo y de sus conquistas se vale, incorporándolas, la literatura posterior; una conquista suya es, por ejemplo, la de mayor libertad, siguiendo, insistiendo en el camino emprendido por los románticos. Además, he aquí que con el realismo, «la burguesía y el pueblo han subido a la escena; el reinado de los humildes y de los tristes ha empezado, la mujer y el niño se convierten en protagonistas. Corre por todas las páginas de esta literatura un sentimiento de piedad y de humanismo que la hace juntamente simpática y triste». Y más todavía, porque «el naturalismo tiene una primera tendencia hacia la composición de los dos términos cuerpo y alma que el romanticismo escindía: y, por lo menos, reivindica en buena parte (no de modo muy exquisito a veces, sin duda) los derechos del cuerpo y de la salud corporal»; y semejante tendencia es digna de reconocimiento.

A fuer de crítico honesto y enterado, Altamira no vacila en señalar al lector algunos defectos de la escuela que le ocupa son ellos los siguientes: la vulgaridad llevada a la exageración extremosa, la cual se advierte a veces en algún maestro y se acentúa peligrosamente en autores de segunda fila; «los pormenores del mal gusto15; el amontonamiento sin discriminación valoradora previa, ya que «se toma indistintamente, sin intención ni idea, lo bueno y lo malo, lo vulgar y lo que de algún modo se distingue: de donde resultan esos cuadros tan abundantes en cosas que a nadie pueden interesar, sin alma, que no dicen nada, que no engranan con el mundo de sentimientos, de ideas, que forman (a pesar de todos los indiferentismos) la atmósfera psíquica de nuestra sociedad».

El señalamiento de tales conquistas y defectos nos acerca al concepto de novela que profesaba Rafael Altamira, quien no podía complacerse, ni   —555→   como lector ni como crítico, en un relato que fuera solamente peripecia aventurera y traslado fotográfico de apariencias; por eso se manifiesta en desacuerdo con «la novela que pudiéramos llamar dramática o de enredo, en que lo movido e interesante de la acción exterior, que halaga la curiosidad del gran público, lo llena todo, con perjuicio de otras condiciones más fundamentales, que son las que han inmortalizado a los mejores novelistas de nuestro siglo» y, asimismo, disiente de los narradores que se quedan «con la cáscara seca y fofa que nada dice ni representa nada». Esto se aviene con su idea de que el novelista trabaja no para entretener con fantasías o con realidades periféricas sino, ante todo, para mejorar al lector, aleccionándole por vía deleitosa: «si la novela ha de servir para algo, es preciso que ahonde un poco hasta herir la cuerda más humana y rica en sones del espíritu».

Los textos hasta aquí aducidos permiten señalar algunos de los rasgos distintivos de la crítica realizada por Rafael Altamira, el cual es persona bien informada porque lee mucho, mayor y menor -libros y revistas y diarios-, español y de fuera; sin que pretenda lucir pedantescamente ese cúmulo noticioso, se le advierte muy al tanto de los asuntos. Altamira es crítico ecuánime, según nos han revelado sus trabajos a propósito del naturalismo y como puede comprobar, además, quien lea los artículos titulados «La crítica literaria» y «La erudición» (recogidos en el volumen Cosas del día), donde se pesan pros y contras, se desmenuzan con algún pormenor pareceres contrapuestos para, una vez que el lector tiene la información del caso, salir el articulista con su propia voz que nunca resulta extremosa. Por idiosincrasia, que su condición de profesor universitario ha corroborado, Altamira no sólo se documenta para decir mesuradamente, sino que muestra al decir empeño decidido por la claridad expositiva -«mi afán por dar claridad a la idea, tal vez me ha llevado a consignar ilustraciones que requieren desenvolvimiento especial. Pero yo creo que todo eso, y algo más, es preciso para decir lo que hay que decir en este punto», declaraba en 1888 (página 91 del volumen Mi primera campaña)-. Maestro siempre, preocupado por la suerte de su país, impregnado de la propensión pedagógica de don Francisco Giner de   —556→   los Ríos16, Altamira desea enseñar a los lectores de sus críticas, aprovechando para hacerlo cualquier posibilidad, aunque sea mínima, brindada por la obra objeto de comentario; así cuando se ocupa de la Casandra, de Galdós, dedica tiempo y espacio a censurar la falta de valor cívico y de sinceridad y la sobra de cuquería de bastantes españoles.

Añádese a este señalamiento de rasgos que el crítico Rafael Altamira atiende más al fondo que a la forma (séame permitido nombrar así). De ordinario no desciende a pormenores de estilo y expresión, si bien le ocupa algunas líneas la referencia global a cómo escribe tal o cual autor, a cómo está escrita una u otra obra; donde invierte tiempo y se detiene morosa y gustosamente es en aspectos del contenido. Una muestra y, también, una explicación de ese no descenso del crítico al pormenor formal la encontramos en el artículo A propósito de un libro nuevo de Vicente Medina, en su remate: «Yo no quiero deshacer el encanto de la impresión personal, el rastro de recuerdos e ilusiones que en mí ha dejado, reduciendo analíticamente los elementos de su triunfadora belleza». Y es que, además, nuestro crítico mantiene una concepción amplia y ancha del estilo, superadora de cualquier estricto formulismo retórico: «El verdadero estilo -dirá- no se refiere a la pureza léxica y gramatical, sino a la vida, la fuerza, los matices y el punto de vista en la expresión de lo pensado, dependiendo del pensamiento mismo bastante más de lo que algunos aspirantes a académico suponen [...]. Cien años de machaqueo sobre la frase, no la conseguirán en quien no la lleve dentro de sí».

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¿Qué piensa Rafael Altamira del menester que ejerce y de las condiciones que debe reunir la persona que lo ejerza? Veamos.

En una ocasión, al paso, llama a la crítica «construcción secundaria», pero sin precisar los grados de valor de una tal secundariedad; y al crítico lo reputa como «un lector más culto o más sutil que la mayoría». Sorprende el hecho de que si, por una parte, Altamira denuncia como grave peligro el personalismo en la crítica -que «en figura de simpatías o antipatías, afinidades o diferencias de ideas, afición mayor o menor al asunto, se entra calladamente por las páginas»- y, consiguientemente, insiste en la necesidad de una crítica más objetiva, más científica en suma, dé, por otra parte, tan gran importancia a la impresión que la lectura de un libro produce en el ánimo del encargado de juzgarlo -«lo que más importa en la crítica no es el juicio de la obra, sino lo que acerca de ella se le ocurre a un hombre de talento, de ingenio, que hace arte con motivo de una obra ajena»17-. Pero esta manera de impresionismo es posibilidad valorativa beneficiable sólo respecto de ciertos autores y determinadas obras; su práctica no puede ni debe ser aconsejada de manera latitudinaria, máxime entre nosotros, en España, donde, según Altamira, «se suele escribir de instinto». Y ya que hemos venido a parar a España ha de consignarse su repudio a una especie de crítica, la satírica, muy frecuente entre nosotros, viejo achaque de críticos españoles, la cual desfigura o deforma la realidad propuesta, al tiempo que ofende al satirizado y no enseña al lector cosa aprovechable. «Hora es ya de que empecemos a ver en los autores lo aprovechable, lo útil que contienen para la historia y el adelantamiento de la estética. Pero esto no se hace fijándose preferentemente y encarnizándose con los defectos, sino estudiando a conciencia la significación literaria de los autores, su estilo, sus modos de ser, sus maneras, aficiones, bellezas, filiación filosófica y circunstancias de su vida, que a tanto fuerzan casi siempre»18.

Mas la crítica no es sólo el relato de la aventura seguida a través de las páginas de un libro por el espíritu de un lector de excepción sino que,   —558→   asimismo, cumple una función didáctica por cuanto quien la ejerce, persona culta y de gusto, «puede educar el de los otros y guiarles en sus lecturas». Todo ello debe hacerse con conocimiento de causa y sin caer el crítico en ninguno de estos dos frecuentes abusos: el de la alabanza y el de la censura, ambos de efectos nocivos. En 1898, ya con alguna práctica a sus espaldas, trazaba Rafael Altamira (artículo recogido en el volumen De historia y arte) una imagen ideal de crítico literario, equivalente a alguien que tiene corazón, y «tener corazón es sentir la belleza, hállese donde se halle; es ser justo; es anteponer la razón de estética a todas las razones humanas; es tener la valentía y la lealtad de declarar en público, siempre, lo que en el fuero interno se aprueba, aunque sea de un enemigo; es no pensar en sombras ni en competencias; es no hacerse cómplice de la conspiración del silencio, ni de las vanidades de los endiosados; es no poner nunca la luz debajo del celemín, ni consentir que la pongan otros...». Quien tiene corazón y siente de veras la belleza anda bien lejos de convertirse en un dómine experto en varapalos y atento sólo a denunciar equivocaciones, ya que es capaz de «notar y recoger, aunque sea entre ortigas, las flores fragantes, esplendorosas de color o atractivas de forma del alma del artista», practicando así una clase de benevolencia harto distinta a la de los críticos que «todo lo encuentran bien». Espíritu de amplias miras, a Rafael Altamira le duele ver críticos rígidamente dogmáticos, sectariamente incomprensivos, y por eso denuncia tanta triste limitación -«hay, bien lo sé, gentes fanáticas que se esfuerzan por hacer creer que no les emocionan las producciones cuyo fondo no se ajusta completamente a su credo: cosmopolitas para quienes los versos patrióticos no tienen poesía alguna; socialistas para quienes la literatura burguesa no ofrece ninguna condición de arte y no debe leerse; librepensadores que rechazan, por aburridas, las leyendas cristianas [...]»-, al tiempo que propugna la más cumplida y armoniosa integración -«contra esa limitación hay que reaccionar, buscando cada vez más amplios horizontes al espíritu en ese mundo de la belleza que parece existir como ejemplo de las esferas superiores de la vida, en que pueden juntarse todos los hombres en una comunidad de sentimientos que acalla las diferencias y los odios»-19.

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Piden mención ahora algunos como principios de estética literaria formulados explícitamente por Rafael Altamira y que no dejaron de pesar en su obra de crítico. El primero de ellos, cronológicamente, data de 1888 y alude al acuerdo que debe existir entre la creación literaria y el tiempo histórico en que vive el escritor que la compone; el grave fallo de bastantes dramas de Echegaray es debido a lo que su teatro tiene «de extraño, de inoportuno, de falso, de falta de ecuación con la vida de hoy, con los sentimientos que nos mueven, con las ideas que nos preocupan, con la conducta que seguimos, con lo nuestro, en fin, que pide cada tiempo ver reflejado en su literatura». Otro principio, éste más para el crítico que para el creador, lo establece Altamira tomando pie en lo que viene ocurriendo con el Quijote, víctima paciente de tantos comentos extraliterarios; se corre así el peligro de olvidar que son los valores estéticos quienes muy en primera instancia deben estar presentes a la hora de emitir un juicio: «con parecerme todo esto [lo extraliterario] muy bien, ni olvido ni quisiera que nadie olvidase la suprema condición de obras artísticas que tienen las de aquellos genios de la literatura», lo cual puede hacerse extensivo a otros libros menos gloriosamente relevantes. Por último, Altamira, que admite la existencia de géneros literarios siquiera sea como procedimiento ordenador, no los entiende al modo estrecho de anticuados preceptistas; atento a cuanto depara la práctica de cada día, advierte la interpenetración, el trasvase de rasgos que entre unos y otros se establece sin que resulte deformación, antes bien, enriquecimiento: «Si nos fijamos en la novela, por ser el género característico de nuestros días, hallaremos continuamente penetrada su cualidad épica por el más genuino lirismo». Tres son los medios utilizados para ello, a saber: primero, la autobiografía declarada; segundo, una forma autobiográfica menos declarada y extensa; tercero, la penetración de «las ideas del autor, que forzosamente han de reflejarse en todo lo que escribe, porque la pluma no será jamás tan indiferente como la placa fotográfica».

¿Tomó Rafael Altamira por modelo de su tarea como crítico literario a alguno de sus colegas contemporáneos, extranjeros o españoles? Acabamos de verle hostil a cualquier dogmatismo de escuela, secta o sistema cerrado y afecto a un tipo de crítica-glosa donde la obra enjuiciada resulta a menudo pretexto para las ocurrencias del enjuiciador; una crítica así   —560→   concebida y realizada linda con el modo impresionista y por eso no sorprende el aplauso a Jules Lemaître contenido en un párrafo de la primera entrega de la serie El realismo y la literatura contemporánea. Otros nombres extranjeros aparecen acá y allá en sus trabajos, pero estimo que sólo a título informativo, como ilustración de noticias y de aseveraciones, sin que nunca se advierta en tales referencias la adhesión a un maestro reconocido. Ya dentro de casa, «Clarín» es el colega más recordado y celebrado, acaso también, de cierta manera, imitado.

Vaya en primer lugar una significativa coincidencia entre los críticos Alas y Altamira: su respetuosa veneración por los mejores, reducida élite cuya existencia se levanta -y nos levanta a nosotros, sus contempladores- por encima de la vulgaridad igualadora y asfixiante; ante ellos ha de tener el crítico atención vigilante, entusiasmo para celebrar los aciertos tanto como benevolencia con los posibles yerros que no es preciso destacar ni menos, claro está, encarnizarse en su señalamiento reprensivo. Una deuda casi impagable nos liga estrechamente a esos aristócratas de las letras, y de ahí la actitud rendida y, asimismo, generosa de Altamira cuando afirma20: «Debemos tanto agradecimiento a los pocos que sin contaminarse con la general indiferencia y holgazanería, luchan por elevar nuestro espíritu con el espectáculo de la verdad y de la belleza arrancadas a la realidad, que bien podemos temer no se salde nuestra cuenta con el riguroso aprecio de todos sus merecimientos. Para evitar este peligro, evoquemos ardientemente en nuestra memoria todos los goces ideales, todos los momentos de profunda emoción que su obra nos ha producido; y esto, aun cuando hoy día caminen ya nuestros gustos o nuestras convicciones por otros senderos». Por su parte, «Clarín» estimaba como insoslayable deber de quienes ejercían el sacerdocio de la crítica mostrar los méritos de esas cimas literarias, enfrentarse con la conspiración del silencio de la que a veces eran sufridas víctimas, prepararles una acogida más amplia y cálida entre los presuntos lectores; «soy -concluía Leopoldo Alas21- de los que creen en las jerarquías invisibles y a respetarlas me consagro...».

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Dicho queda cómo a Rafael Altamira le parecía modalidad perniciosa la crítica llamada satírica, tan en boga a la sazón entre nosotros, empequeñecedora, irritada e irritante; incluso «Clarín» la practicó, con buen ingenio y mala intención no pocas veces, en sus leidísimos «paliques», pero Altamira no siguió aquí sus pasos. Por eso, cuando recién fallecido Alas se enfrenta con el conjunto de su obra, al llegar a la zona satírico-festiva de la crítica «clariniana», distingue en los «paliques» entre aquellos «de polémica personalísima y los de pura y efímera actualidad», los cuales por su tono y contenido «pueden sin inconveniente y aun deben ser excluidos de una colección seleccionada», y los que han de salvarse por contener valiosa doctrina o sabrosa confidencia: «Son notas sueltas, apuntes, ocurrencias de momento, que nada dicen al lector distraído; pero que llevan en sí el jugo todo de un espíritu pensador, la condición sugestiva de lo que tiene fuerza intelectual»22.

El crítico Altamira, que se niega a la chabacanería del agravio burlón en virtud de innata elegancia espiritual robustecida por el influjo de alguno de sus educadores, se niega también a la fácil improvisación irresponsable de quien no ha tomado en serio el menester que cumple y rehúye documentarse y estudiar. Nuestro crítico, contrariamente, es ejemplo de probidad y queda más cercano a lo científico (reflexivo y serio) que al brillante fuego de artificio. Prologando Mi primera campaña, volumen con el cual Rafael Altamira hace su aparición en 1893, Leopoldo Alas lo adscribía a un grupo de críticos españoles que por entonces alboreaba, críticos científicos que «siempre enseñan algo al lector, porque jamás escriben sin estudiar concienzudamente su asunto, y además están preparados con lecturas largas y serias»; Altamira, proseguía «Clarín», lleva a la crítica literaria «la misma escrupulosa conciencia que emplea en sus trabajos de pedagogía y de sociología; toma muy en serio el arte».

He aquí, finalmente, una curiosa ocasión de cotejo deparada por la casualidad. Ha muerto en 1899 el escritor asturiano Juan Ochoa y la editorial barcelonesa Juan Gili desea sacar en la colección Elzevir Ilustrada   —562→   un tomito con narraciones suyas; encarga a Rafael Altamira que cuide del contenido del mismo, y a él y a «Clarín» que escriban sendos trabajos de homenaje crítico, pues ambos fueron buenos, entrables amigos de Ochoa. Sucede que entre lo escrito por Alas y lo escrito por Altamira encuentra el lector una significativa diferencia. ¿Por qué? El primero, urgido por el tiempo, abrumado de ocupaciones y preocupaciones, mal de salud, escribe de prisa y corriendo, desordenadamente, dando rienda suelta a su corazón enternecido; dice alguna cosa, sí, pero no cuanto hubiera querido decir ni como quisiera haberlo dicho. En tanto que el trabajo de Altamira, elaborado en condiciones harto distintas, resulta con menos corazón, diríamos, pero con mayor sistema y consigue lo que ha pretendido: hacer biografía, bibliografía y valoración. ¿Tenemos enfrentadas de este modo la crítica nerviosa de Leopoldo Alas y la crítica científica de Rafael Altamira? ¿Se trata de dos generaciones de críticos que coexisten y destinada la una, con su manera peculiar, a sustituir a la otra, que tuvo también la suya propia?

A la altura de 1910 el catedrático Altamira goza de un extenso prestigio y consume su bien distribuido tiempo en la cátedra, en viajes y congresos, en conferencias y publicaciones especializadas. Ya no parece viable aquella alternancia de tiempo atrás y ha de renunciar, suponemos que con dolor no pequeño, a ese deleite -¡y algo más!- que era para él la literatura; se despedía entonces (en el prólogo de Fantasías y recuerdos, libro de relatos) de «la literatura amena, de la literatura creadora que constituyó mi ilusión intelectual más grata...», pero nunca dejó de hacer Rafael Altamira obra de crítica literaria, «sustitutivo de la producción en que cesaba, válvula por donde puede escapar, de vez en cuando, en la contemplación de la poesía que otros expresan, algo de lo que sigue cantando en el fondo de mi alma»23.





 
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