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Rafael Altamira y los obreros

Francisco Moreno Sáez





A finales del siglo XIX, Altamira, forjada ya su personalidad como miembro de una élite de sólida formación intelectual y moral, va a tener ocasión de poner sus conocimientos al servicio de la regeneración de España, en diversas empresas ligadas a la Universidad de Oviedo, cuya cátedra de Historia General del Derecho Español había ganado en 1897. Hasta su llegada a Oviedo, Rafael Altamira no se había interesado por la clase trabajadora ni en su actividad ni en sus escritos -más allá de algún artículo esporádico1-, aunque teóricamente, diría, ya desde muy joven había aprendido que «el obrero tenía igual derecho que los demás a ser hombre y a la educación». En efecto, en un discurso dirigido a la Juventud Socialista de La Arboleda2, en el cuarto aniversario de su fundación, recuerda cómo le impresionó el libro Derecho Natural o Filosofía del Derecho, de Ahrens, en especial un párrafo sobre la jornada de trabajo, que cita de memoria: «El obrero tiene el mismo derecho que los demás hombres a ser hombre, es decir, a educarse totalmente, desenvolviendo todas las cualidades de su espíritu y de su cuerpo, y dándoles satisfacción lo más ampliamente posible, pero para esto necesita tiempo y hay que dárselo. Tal es una de las razones fundamentales para que la jornada de labor no absorba toda las horas útiles del obrero, impidiéndole hacer las demás cosas que como hombre le solicitan».

Muy influido, sin duda, por otros compañeros del Claustro de Oviedo, en especial por Álvarez Buylla3, que ya había tenido contactos con las Sociedades Obreras asturianas, se incorporará Altamira con entusiasmo a la obra de la Extensión Universitaria y de las Universidades Populares, que en gran medida se dirigían a los obreros los cuales, como decía el propio Altamira, eran «los más necesitados, los que menos podían, con medios propios, colmar las lagunas de la instrucción y la educación recibidas en los primeros años, si es que habían recibido alguna».

David Ruiz ha escrito que los años pasados por Altamira en Asturias y sus contactos con los trabajadores en cursos, excursiones y conferencias influyeron mucho en su actitud social como historiador y «permitieron a Altamira evolucionar de la tutela educativa inicial impregnada de paternalismo, a una defensa diríase incondicional del sistema de valores de las clases populares»4. Aunque en algunos artículos, como veremos, parecen apuntarse pasos en esa dirección que señala David Ruiz, creemos que esos pasos se detienen pronto y Altamira vuelve a sus posiciones iniciales, según las cuales la educación de la clase obrera era el instrumento fundamental del progreso social. Creemos que, a partir de su marcha a Madrid y, sobre todo, desde su incorporación en 1921 al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, Altamira perdió todo contacto -más allá de alguna esporádica colaboración en la prensa- con el mundo obrero que, además, iba evolucionando de manera muy diferente a la que esperaban y deseaban los componentes del grupo de Oviedo y otros intelectuales progresistas de finales del siglo XIX. Ello se pondrá también de manifiesto, como intentaremos demostrar, en sus libros de historia, donde la clase obrera desaparecerá -aunque tampoco antes hubiese aparecido mucho, es cierto- subsumida en una masa ante la cual Altamira mostrará bastantes reticencias. A ello se unirá también el hecho de que su etapa intelectual más creadora en lo que a los temas históricos y sociales se refiere se sitúa en torno al cambio de siglo, de modo que muchas publicaciones posteriores son recopilación de artículos anteriores y precipitadas puestas al día de ediciones sin el necesario trabajo previo, dificultado además por su alejamiento de España y de sus archivos a partir de 19365.

En los primeros años del siglo XX, la clase trabajadora española, a diferencia de lo que había ocurrido ya en otros países europeos, como Alemania o Francia, no era todavía considerada como capaz de participar en la vida política del país, de forma que a través del predominio de la política caciquil y de la falsificación de elecciones, las organizaciones obreras eran fraudulenta y sistemáticamente excluidas de Ayuntamientos y del propio Parlamento. La evidente simpatía de Altamira por esa clase obrera que trataba, de forma todavía poco conflictiva, de conseguir unos derechos mínimos se puso de manifiesto no solo en la Extensión Universitaria, sino también mediante su colaboración en numerosos periódicos y revistas obreras socialistas, como La Lucha de Clases de Bilbao, La Aurora Social, de Oviedo, Solidaridad, de Vigo, La Nueva Era, El Socialista y La Revista Socialista, de Madrid, así como su participación en una encuesta sobre Pablo Iglesias6 en Acción Socialista (1915). En esos artículos, y como hacían también entonces otros hombres de su generación -Unamuno, Buylla- insistía Altamira en los problemas morales y jurídicos que concernían a la clase trabajadora y, en especial, en su relación con la cultura y la educación, más que en las cuestiones económicas y sociales.

Hay que recordar que también entre los obreros, fuese cual fuese su tendencia, había una gran preocupación por la enseñanza y la cultura, en cuanto que «para ser fuertes hemos de ser instruidos», como se decía en una de las convocatorias del Centro Obrero de Oviedo a un acto de la Extensión Universitaria. Además de la creación de escuelas, bibliotecas, grupos teatrales y coros en las Casas del Pueblo y Centros Obreros, era frecuente también la organización de charlas más o menos regulares con la colaboración de diversos profesionales. Además, en algunas ocasiones señaladas los Centros Obreros solicitaban la colaboración de destacados intelectuales, cuyas cuartillas se leían en las veladas artístico-literarias que cerraban los actos del Primero de Mayo y se publicaban después en periódicos afines. Por citar un ejemplo, nos referiremos a la conmemoración del Primero de Mayo de 1908 en Alicante. Era entonces mentor del socialismo local José Verdes Montenegro, catedrático en su Instituto y destacado intelectual socialista, traductor de Engels y de Ferri, y muy bien relacionado desde sus primeras colaboraciones en el Ateneo madrileño con los intelectuales progresistas de la época. Verdes era, lógicamente, decidido partidario de la extensión de la educación y la cultura entre la clase obrera y colaboró con escritos, conferencias y otras actividades a la expansión del socialismo por la provincia de Alicante a principios del siglo XX. En 1908, en la velada del Primero de Mayo que se celebró en el Centro de Sociedades Obreras de Alicante se leyeron un artículo de Rafael Altamira, titulado «El derecho a la escuela»7, otro de Gabriel Miró titulado «Cordialismo» -en que se incitaba a los trabajadores a mejorar su actitud con la propia familia- y unas cuartillas de Miguel de Unamuno en que aconsejaba a los socialistas ingresar en las sociedades que estaba montando la Iglesia como vacuna contra los propios socialistas para, una vez dentro, apoderarse de ellas8.

Muchos de esos artículos que Altamira enviaba a actos y revistas socialistas fueron recogidos por él en su libro Cuestiones Obreras, al que aludiremos más adelante. Otros continúan dispersos en revistas diversas9: entre ellos citaremos los que publicó en La Revista Socialista en la primera década del siglo sobre el teatro obrero en España, muy limitado al análisis de alguna obra10, sobre un proyecto de Ley del Trabajo presentado en Argentina como ejemplo de una legislación social también necesaria en España11 y sobre la situación de los trabajadores del mar, cuyo estado económico era miserable, aunque no tanto como su estado cultural: ante ello, propone Altamira llevar a sus aldeas «misiones de cultura», que les salven de la amenaza -para su vida y «su nobleza de hombres»- de las olas en el mar y «en la tierra, del alcohol, la ignorancia, la ociosidad forzosa en que no sabe en qué emplear sus energías»12.

Cuestiones obreras se publicó en Valencia, en enero de 1914, en la editorial Prometeo -que creara Vicente Blasco Ibáñez, compañero de estudios y amigo de Altamira- y que disponía de un catálogo de obras de autores tan prestigiosos como Renan, Proudhon, Bernstein, Schopenhauer, Spencer y Ruskin. La obra está dedicada «A los obreros de Asturias y Santander, colaboradores y compañeros de la Extensión Universitaria durante catorce años» y en su prólogo advierte Altamira que en el libro se recogen una serie de artículos escritos desde 1901 «para los obreros españoles», dispersos en periódicos y revistas, «escritos de buena fe y con verdadero entusiasmo», que se publican «con la esperanza de que sean de alguna utilidad». Advierte también Altamira a quienes no conozcan sus ideas que «no piensen encontrar en las páginas que siguen estudios o pareceres sobre las cuestiones antonomásicamente llamadas obreras, es decir, sobre las cuestiones económicas que integran en su mayor parte la gran cuestión llamada social». Pese a ello, considera que ha bautizado con exactitud el libro porque al obrero, como tal y como hombre, le importan también otras cosas que las relativas al capital y al trabajo y, por tanto, se plantea muchas cuestiones de trascendencia que no son las estrictamente económicas. «A esas otras cuestiones -que se ligan de modo fundamental con las económicas y que no son menos sociales que ellas- se refiere el libro». Como vemos, no hay la menor revisión de los planteamientos iniciales de la Extensión Universitaria, sobre la que tratan bastantes páginas del libro13.

Cuestiones Obreras se divide en dos partes: «Cuestiones de Cultura» y «Cuestiones de Moral y Derecho». Junto a artículos de menor interés para el tema que nos ocupa14 o muy circunstanciales15 reproduce Altamira otros que revelan a la perfección su modo de pensar en torno a la cuestión social: desde el titulado «La educación del obrero»16 hasta «El descanso dominical»17, pasando por «Lecturas y Bibliotecas para obreros»18, «Democracia intelectual», «El derecho a la escuela»19 o «La cuestión de la cultura popular».

En ellos insiste Altamira en que la formación técnica no es suficiente para los obreros, que tienen derecho, como cualquier otro hombre, a la cultural20, pues sin ella no pueden ejercer como ciudadanos21; en que el obrero tiene que dedicar tiempo a la lectura, que acabará compensándole su esfuerzo y abriéndole nuevos y extraordinarios horizontes; en que los intelectuales liberales tienen una gran responsabilidad en la redención intelectual de la masa proletaria para «elevarla a la personalidad que proporciona el saber de nosotros mismos, del mundo que nos rodea y de la posición que en él nos corresponde»22; en la necesidad que tienen los obreros del conocimiento y de la conciencia de la propia dignidad y de sus derechos para evitar ser explotados y manipulados23; en la conveniencia de combinar la reivindicación de mejoras sociales con el empeño por mejorar también individualmente24; etc. Para Altamira, por alejado que se estuviera del credo socialista, era forzoso sentirse atraído «por la lucha animosa, infatigable, llena de ideal de la masa obrera, que busca condiciones de vida más compatibles que las presentes con su felicidad y con su derecho»25.

Sin embargo, los textos más interesantes de Cuestiones Obreras y que muestran una cierta evolución en el pensamiento de Altamira sobre la cuestión social son «Para los obreros», «La organización obrera» y «Los obreros y la libertad». En ellos Altamira contrapone el sentido de la solidaridad de los trabajadores con el individualismo y egoísmo de la burguesía26, señala el enorme papel que la clase obrera desempeña en la modernización de España y en su conversión en un estado laico, gracias a la coherencia entre sus ideas y su conducta, que en cambio no se daba en la burguesía27, de modo que los auténticos liberales sabían perfectamente que podían contar siempre con los trabajadores en su lucha contra el absolutismo, el clericalismo, el autoritarismo y la arbitrariedad, porque aunque no hablasen tanto de ello como algunos burgueses, en la práctica eran más coherentes:

«Al obrero le importa la libertad en todos sus órdenes, tanto como las ventajas puramente económicas, y se preocupa por conseguirla. Al obrero le interesa mucho que se le pague justamente su trabajo, que no se le explote; le interesa satisfacer cumplidamente sus necesidades corporales, comer bien, vivir en casas humanas, no en pocilgas, aplicar las reglas de higiene; pero le interesa tanto como eso la libertad de asociarse, sin la que no podría concertar sus grandes medios de defensa; la libertad de pensamiento, sin la que no podría hacer propaganda de sus doctrinas; la libertad personal, sin la que estaría a merced del último funcionario del Estado, que podría meterlo en la cárcel o perseguirlo arbitrariamente; la libertad religiosa, para profesar las ideas que crea verdaderas y prescindir en absoluto de las que considere erróneas; la libertad de enseñanza, para sustraerse a la confesional e instruirse como entienda que debe hacerlo. Y la prueba de que todas esas libertades le interesan, es que pelea por ellas y las practica, mucho más que los burgueses liberales. Díganme si no, quiénes son los que en España acuden a la enseñanza laica y fundan escuelas de esa clase; quiénes se casan o se entierran civilmente; quiénes pierden el pan o emigran por mantener su derecho a la asociación; quiénes van a la cárcel por combatir las preocupaciones pseudorreligiosas; quiénes practican con pureza el sufragio; quiénes sufren en primer término las suspensiones de garantías constitucionales o las leyes de excepción y protestan enérgicamente contra ellas; quiénes procuran ser ciudadanos más libres: y si hecha la estadística no resulta que en el 95% de los casos son los obreros quienes hacen todo eso, digo que soy ciego y sordo y no veo más allá de mis narices»28.



También en Ideario Pedagógico recoge Altamira varios artículos sobre la clase trabajadora, que componen el capítulo «Para los obreros»29. En el primero de ellos, titulado «El programa obrero en materia de primera enseñanza» y escrito en mayo de 191430, tras afirmar que los trabajadores conocen el valor de la enseñanza como un derecho del ciudadano y «un arma de valor inapreciable en la lucha por la vida y el bienestar», les recomienda que incluyan en su programa electoral la exigencia a los Ayuntamientos de que construyan los suficientes y necesarios edificios escolares, al menos hasta que se consiga «la gran victoria» que constituiría el hecho de que el Estado, con un gran aumento en su presupuesto, abordase esa obligación. El segundo se denomina «Escuela nacional y democracia» y en él defiende «la necesidad inexcusable de la escuela nacional, como expresión de igualdad y democracia», como «campo común» donde se eduquen «todos nuestros hijos, los ricos y los pobres, los burgueses y los obreros, de un modo igual y con igual estimación», como «refugio, troquel y hogar agradable, donde se siembra la tolerancia entre quienes han de ser luego compañeros en la vida»31. El tercero, llamado «Justicia y Escuela», insiste en que fomentar la educación de las masas, a través de la escuela pública, es uno de los medios de establecer la justicia entre los hombres y por ello la gratuidad y calidad de la escuela pública «debe ser una de las reclamaciones persistentes en todo programa de reformas sociales». Finalmente, en el titulado «El esfuerzo por la educación técnica», trata de la necesidad de personal técnico capacitado, agravada por las consecuencias de la guerra mundial, por lo que los obreros y los políticos que con ellos simpatizan «ven en la educación técnica el derecho fundamental que en materia de enseñanza, corresponde a los trabajadores manuales, después de la instrucción general primaria».

A partir de algunos de estos artículos y del discurso de Altamira en contestación al ingreso de Álvarez Buylla en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, donde aquel declaraba que «los obreros no aguardan, y hacen bien, a que la acción remisa de los elementos políticos les procuren cosas que pueden obtener por sí mismos (y así está ocurriendo con algunas jornadas de trabajo)», David Ruiz aventura la conclusión de Altamira había revisado algunos conceptos sobre la clase obrera: «Al expresarse en estos términos, obviamente Altamira no descubría en 1915 al Marx de 1864: proseguía compartiendo con Posada y Buylla su confianza en el derecho como una herramienta necesaria para el avance social, pero en esa fecha tampoco ofrecía resistencia a la revisión crítica de algunos supuestos filosóficos que influyeron en su etapa de formación, de aquellos que esgrimían la educación de la clase obrera como factor determinante del progreso social»32.

Ciertamente, Altamira había evolucionado bastante, en los años previos a la primera guerra mundial, en relación con el proyecto de «asimilación cultural nacionalista de las clases populares y trabajadoras por los valores y formas de vida pequeño burguesa», en ese «programa interclasista de homogeneización nacional a través de la educación democrática» que, según el profesor Ortí, proponían, a finales del siglo XIX, los impulsores de la Extensión Universitaria, la propia Institución Libre de Enseñanza y otros intelectuales progresistas33. Porque ese programa se hacía a partir del convencimiento de que, con las debidas correcciones, era válido el sistema liberal y la clase obrera debía, por tanto, renunciar a crear sus propias organizaciones políticas, en lo que mostraban un claro y lógico paralelismo con los partidos republicanos, mientras que los socialistas insistirán -sobre todo, hasta la llegada de la Conjunción Republicano Socialista- en la necesidad de que los obreros constituyan sus propios partidos porque no podían esperar nada de los partidos burgueses, fuesen monárquicos o republicanos. Altamira, en efecto, aunque sigue considerando que el problema social es, básicamente, un problema de cultura, admite, y elogia incluso, la organización de partidos y sindicatos obreros para conseguir sus reivindicaciones, reconociendo cierta autonomía y «mayoría de edad» del movimiento obrero.

Dicho esto, llama la atención, y parece algo contradictorio con ese interés, el modo en que aparece la clase obrera en las obras históricas de Altamira. La excepcional importancia de Altamira como historiador ha sido objeto de numerosos y excelentes estudios34 que, en general, coinciden en situar la madurez de su obra en este terreno también en los años que van desde 1897 a 191035, aunque volviese constantemente sobre los temas de la historia y de la metodología histórica. Al respecto, se podrá observar una cierta evolución, aún dentro de la escasa importancia que Altamira concede al papel de la clase obrera en la historia, que le llevará a adoptar una postura reticente ante el papel de «las masas».

En la Historia de la civilización española (1902), que se detiene, lógicamente -dada la fecha de su publicación- en los últimos años del siglo XIX, Altamira apenas hace alusión alguna a la situación de los obreros. Únicamente dice: «En 1882 se constituyó un partido socialista obrero, que aspira a hacer efectivas desde el poder todas las peticiones de los trabajadores manuales, parte de cuyo programa han defendido también diferentes grupos del partido republicano. Últimamente, y de la misma masa obrera, ha surgido un movimiento divergente del socialismo, el anarquismo, que cuenta también con algunos prosélitos entre los hombres intelectuales»36. Advirtamos que incluso tan somera descripción contiene alguna inexactitud como señalar al sector anarquista del movimiento obrero español como una disidencia del socialismo, cuando como es sabido, gracias a la actividad propagandística de Giuseppe Fanelli, las primeras organizaciones españolas de la AIT estaban más influidas por el bakuninismo que por el marxismo. Asegura Rafael Asín que Altamira, en la última edición de esta obra37, le dedicó mucha importancia, en el capítulo dedicado al siglo XIX, a «las masas obreras y sus organizaciones», dentro de su «interés por lo social». Sin embargo Altamira añade poco a lo anteriormente citado: únicamente hace referencia a las leyes sociales, «iniciadas en tiempo de la República, patrocinadas luego por Cánovas del Castillo» (sic) para proteger al obrero, mejorar su situación y «resolver pacíficamente los conflictos entre ellos y los patronos»38. Una vez más, su formación como hombre de derecho le hacía olvidar que esa legislación social, que empezó a tener cierta entidad a principio del siglo XX, solo se cumplía, al menos hasta 1931, cuando los sindicatos obreros conseguían imponer su fuerza: en muchas publicaciones del Instituto de Reformas Sociales, precisamente, se hace referencia a la resistencia patronal a cualquier tipo de legislación social.

En cuanto a los primeros años del siglo XX, Altamira consideraba que, en la crisis del sistema de la Restauración, los dos problemas principales fueron la intervención de algunos jefes del ejército en la política y el regionalismo catalán, y no dice ni una palabra sobre la situación y organización de la clase trabajadora ni sobre la conflictiva situación social reinante que llevaría a las huelgas generales de diciembre de 1916 y agosto de 1917, y a las sangrientas jornadas del llamado trienio bolchevique. Reproduce así la percepción que del momento histórico que vivía España en los años de la primera guerra mundial, tenía en esa misma época. En su Ideario Político39, recogió Altamira varios artículos sobre la crisis de 1917 -publicados originariamente en algunos periódicos hispanoamericanos- y en ellos analiza la actitud de las Juntas de Defensa y la convocatoria de la Asamblea de Parlamentarios, cuya variopinta constitución impedía, en su opinión, el más mínimo programa común revolucionario, por lo que critica incluso la propuesta de convocatoria de Cortes Constituyentes: en realidad, Altamira no reconoce la profunda crisis que había agotado el modelo de la Restauración, sobre todo porque dejaba fuera del sistema a fuerzas muy importantes de la sociedad española. De ahí que ignore todo lo relativo a la huelga de 1917, sobre la que se limita a adjuntar una nota en que asegura que «este artículo se escribió antes de estallar la huelga general revolucionaria. No creo que este hecho le quite valor a mis consideraciones»40.

Negándose a tener en cuenta otras consideraciones que las morales -el egoísmo, la codicia, las ambiciones personales, etc.- Altamira acaba dejando fuera de la historia, exactamente como la Restauración había dejado fuera del sistema político, a la clase obrera que en 1917 había hecho, como dice Lacomba, su «primera irrupción en la historia de España, con clara conciencia de su acción». En un momento tan convulso como el que vivía España en los últimos meses de ese año, Altamira asegura que hay total tranquilidad, que el pueblo viviría feliz si no fuese por la codicia de algunos acaparadores y que no había sido el hambre la causa de la huelga de agosto de 1917, porque en nuestro país se «puede seguir comiendo sin tasa»41: semanas después, en enero de 1918, en Málaga y Alicante, la represión por la Guardia Civil de sendas protestas contra el hambre provocará varios muertos y heridos42. Y en una época socialmente más tensa incluso, cuando patronos y obreros tratan de reconducir a su favor la crisis que el final de la guerra había producido en una obsoleta economía española, en 1919, Altamira solo ve dos problemas graves en España: la disgregación de los partidos políticos y el poder militar en la sombra. No cumplía en estos momentos Altamira la función que él mismo atribuía a los historiadores de «decir lo que ven»43, o no veía más allá...

La integración de Altamira en el sistema de la Restauración era muy fuerte y no podía siquiera concebir otra forma de organización de la sociedad que, al menos, diese cabida con el protagonismo político que merecían a esas masas que él quería tutelar: no en vano, mientras sostenía brillantemente en uno de esos artículos de Ideario Político que el Partido Liberal estaba ya falto de «sustancia», desempeñaba el cargo de Senador por la Universidad de Valencia44 y estaba inscrito en ese Partido, en la facción que seguía los dictados de aquel político espejo de las pocas virtudes y los muchos defectos de la «vieja política» que era el conde de Romanones. Sin embargo, esa contradicción la resolvía Altamira describiéndose, como se evidencia en varios artículos del Ideario Político, más como un técnico que como un político, porque creía que era posible un programa común de patriotismo, más allá de derechas e izquierdas45: «Nadie puede afirmar seriamente que la construcción de edificios escolares, la buena formación pedagógica de los maestros, la exigencia en el cumplimiento del deber de todo el personal docente, la condición técnica del material escolar, la construcción de ferrocarriles y carreteras, el cuidado y protección de los emigrantes, la facilitación de riegos, la corrección de los procedimientos judiciales imperfectos o tardíos, la regularidad de los transportes, el castigo de los explotadores del consumidor y tantas otras cosas, sean monárquicas o republicanas, liberales o conservadoras»46.

Al hablar de la Segunda República, dice Altamira en su Historia de la civilización española que en esos años «la parte propiamente republicana era mucho menor que la constituida por los partidos sociales, principalmente obreros (socialistas, sindicalistas, anarquistas, comunistas) que nunca se habían definido como partidarios de una república, que ponían sus anhelos en regímenes de estructura y programa muy distintos, y que sólo consideraban la situación política conseguida en abril como una palanca que les permitía llegar a la revolución particular -mejor dicho, a las diferentes revoluciones- que cada partido ansiaba». Esta fue la causa, según Altamira, de que la República no se consolidara. Además de una evidente injusticia con el PSOE, que sí que apoyó de modo compacto a la II República, al menos durante el bienio reformador y progresista, Altamira comete otros errores debidos a su perspectiva estrictamente jurídica y a la precipitación con que, sin duda, estaban redactadas esas líneas, que no hablaban en absoluto del problema de la reforma agraria, de los conflictos sociales, de la influencia de la crisis económica mundial, de la resistencia de muchos sectores a las reformas propiciadas por los republicanos y socialistas entre 1931 y 1933, etc. En definitiva, Altamira no comprendió que había sido precisamente la alianza entre los sectores progresistas y reformistas de la pequeña burguesía -que podría simbolizar la figura de Azaña- y el movimiento obrero organizado -en especial, el PSOE- el instrumento que había permitido la llegada de la II República, con todo lo que esta tuvo de esperanzador proyecto de modernizar a España47.

Al margen de su escaso conocimiento del marxismo48 y de los problemas que plantea el uso del concepto de «masa» o «masas» en sus últimos textos49, temas sobre los que habría que reflexionar con detalle, creemos que en esa desatención a los problemas sociales, en esa ignorancia del papel de la clase obrera en la historia de España influyeron también una serie de circunstancias personales y la propia formación de Altamira. El optimismo de Altamira, su fe en el derecho y en el progreso, en las vías evolutivas y en la cultura del pacto y del compromiso se derrumbará, con todo su mundo, en 1936 y, todavía más, desde 1939. Sin embargo, esclavo de su propia formación y tradición, ese terrible impacto personal que causó en él la guerra civil española y que tan bien reflejan esas notas tituladas «Inventario de mis pérdidas económicas, intelectuales y morales, por causa de la guerra civil de España»50, no le llevará a modificar un ápice sus ideas sobre la historia ni sobre la clase obrera, de modo que seguirá atendiendo más a las causas morales que a las estructurales. Así, mientras en la segunda edición de su Manual de Historia de España le dedica un largo párrafo a las conversaciones entre Martínez Banzo y algunos militares sublevados, como «dato psicológico de gran importancia», apenas dice que el levantamiento militar «fue dominado por las masas populares y algunos elementos militares fieles al gobierno»51.

Sin embargo, creo que para explicar esta evolución, sería también útil tener en cuenta las condiciones en que Altamira trabajaba: su vida ajetreada y dispersa se hizo aún menos estable a partir del estallido de la segunda guerra mundial; nuevos campos de trabajo intelectual -en especial, los relacionados con América-, le atrajeron más en sus últimos años; su capacidad intelectual iba, lógicamente, disminuyendo; estaba alejado de sus bibliotecas y de los archivos. Pese a ello, y esto resulta admirable, no se rindió jamás Altamira ante las adversidades y siguió haciendo planes y acariciando proyectos hasta su muerte. Pero esa pretensión de abarcar tantos campos, como hiciera en otras etapas de su vida, redundaba en perjuicio del rigor.

Además, el mundo de Rafael Altamira había pasado, como él mismo diagnostica en el citado Manual de Historia de España, el mundo del hombre del siglo XIX fue «un mundo de vida y de esperanza en una posible armonía social, histórica y humana», con una creencia firme en el progreso intelectual y moral de la humanidad que, a través de una trayectoria sin variación ni retroceso, había de alcanzar la creación de una sociedad más perfecta. A mediados del siglo XX, en cambio, era constatable «el fracaso de aquella ingenua fe ochocentista». En un borrador para «Confesión de un vencido», confiesa Altamira el derrumbe de sus ideales como «liberal clásico», que creía «en la libertad, en la justicia, en la tolerancia, en el respeto a la vida, en la bondad para con el prójimo, en la existencia de un campo de acción humana común a todos los hombres, por encima de las divergencias de opinión que en otros campos les separan, y en la paz como aspiración que es necesario realizar en la mayor medida a que alcancen las posibilidades humanas». Los terribles acontecimientos vividos por España y por la Humanidad entre 1936 y 1945 habían destruido «toda mi vida espiritual y la anulación de más de cincuenta años de trabajo entusiasta por mi patria y por la humanidad»52.





 
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