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Reflexiones sobre «Simetrías»

Margo Glantz





Con los siguientes comentarios no pretendo analizar el último libro de Luisa Valenzuela, Simetrías, sino más bien dialogar con el texto y con su autora. Por ello plantearé solamente algunas cuestiones que dejo abiertas.

1. La compilación de cuentos publicada por la editorial Sudamericana se cierra con el cuento que le da título al libro, «Simetrías», y a su vez evoca otro texto anterior, «Cambio de armas», en donde se plantea el mismo tema y hasta en parte el mismo argumento, el de la tortura. Tratado ahora en forma paralela, «Simetrías» recrea el viejo tema, tan frecuentado por los románticos y los simbolistas, el del bestialismo, el del amor correspondido de un mono y una mujer -recordemos a autores como Poe, Quiroga, Ciro Cevallos, y a personajes como King Kong- manejado en este caso literal y metafóricamente, el orangután y el guarura.

2. Aunque volveré a ese cuento, quisiera primero anotar una constante de este libro, la insistencia de Luisa Valenzuela en ciertos temas, revisitados y manejados como variantes de textos anteriores. El libro se divide en varios apartados cuyos títulos reiteran las obsesiones de la autora: «Cortes», «Tormentas», «Mesianismos», «Cuentos de Hades» y, finalmente, como ya lo he dicho, «Simetrías», que consta de ese solo cuento.

3. Esta persistencia y reverbalización de un material narrativo apunta hacia algo que me gustaría precisar mejor, pero por lo pronto pienso que se organiza como un ajuste de cuentas consigo misma y con la propia escritura, esa escritura en la que ciertos estereotipos femeninos son revisados una y otra vez, la relación madre-hija, los mitos, las máscaras, las figuras femeninas negativas -sobre todo las brujas y las niñas buenas.

4. La relación Caperucita y el Lobo se subvierte en «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja». El tema de la guerra de los sexos o el de los peligros de la sexualidad son tan viejos como la misma literatura. En esta revisión del cuento de hadas, la polarización cambia e ilumina otra dicotomía, la que opone la madre a la hija, como en el cuento «Cuchillo y madre». Pero me doy cuenta que he caído en un lugar común, pues ¿no es bien conocida esa oposición? Mi pregunta sería más bien, ¿en qué consiste este nuevo enfoque, esta vuelta de tuerca sobre lo trillado, o mejor sobre esa herencia cultural, ese conocimiento ancestral, concebido como inamovible y natural?

¿No decía el poeta alemán Schiller que «el sentido más profundo reside en los cuentos de hadas que me contaron en mi infancia, más que en la realidad que la vida me ha enseñado»? Y añado una cita de Bruno Bettelheim, «En mis esfuerzos por comprender por qué dichas historias tienen tanto éxito y enriquecen la vida interna del niño, me di cuenta de que éstas, en un sentido mucho más profundo que cualquier otro material de lectura, empiezan precisamente allí donde se encuentra el niño, en su ser psicológico y emocional. Hablan de los fuertes impulsos internos de un modo que el niño puede comprender inconscientemente, y -sin quitar importancia a las graves luchas internas que comporta el crecimiento- ofrecen ejemplos de soluciones, temporales y permanentes, a las dificultades apremiantes» (Psicoanálisis del cuento de hadas, Barcelona: Grijalbo, 1977, 13).

Si aceptamos la aseveración de Bettelheim, entonces la preocupación de Valenzuela se vuelve más coherente. Y no porque necesariamente una escritura tenga que subvertir mitos, sino porque una de las constantes de la obra de Valenzuela es su perpetuo cuestionamiento, mediante la ironía, la estilización y la parodia (como afirma Nelly Martínez en El silencio que habla, Buenos Aires, Corregidor, 1994) y yo añadiría, sobre todo en este libro, la alegoría de aquello que se da por descontado y de lo que pasa por «natural» e «inmutable» en la relación de los sexos. Y ¿cómo no preocuparse del cuento de hadas, donde, como asegura Bettelheim, los contenidos se alojan definitivamente en el inconsciente infantil como inconsciente colectivo? Y sobre todo porque ese conocimiento fija de entrada las funciones sociales y psicológicas de los sexos.

5. Es en este contexto donde se inserta la bruja, una bruja que puede ser la mala hada madrina de «La bella durmiente», las madrastras de la Cenicienta o de Blancanieves (Blancacienta y Ceninieves, las llama Valenzuela), la madre de Caperucita Roja, o la joven doncella envidiosa, la que odia a la hermana buena, suave, virginal y sumisa, la que en vez de palabras habla joyas frente a la que, al hablar, produce sapos y serpientes.

Por eso dice Luisa Valenzuela en «La densidad de las palabras»: «No me arrepiento del todo: ahora soy escritora... las palabras son mías, soy su dueña, las digo sin tapujos, emito todas las que me estaban vedadas; las grito, las esparzo por el bosque porque se alejan de mí saltando o reptando como deben, todas con vida propia. Me gustan, me gusta poder decirlas aunque a veces algunas me causen una cierta repugnancia... Los hombres se me alejan para siempre... ¿Será esta la verdadera maldición del hada? Hasta la cuenta el cuento, fábula o parábola del que tengo una vaga memoria...» (146).

6. La bruja o la «brhada», en este caso, la escritora, la infernal, la que proviene del Hades ¿Las brujas de Macbeth? Y unido a este tema, el otro, el del mesianismo y los sortilegios. Sectas secretas, ceremonias, rituales perversos, amuletos. Estos elementos constituyen la materia narrativa de los cuentos agrupados bajo el título de «Mesianismos» y los de «Tormentas». Los sexos en trabazón y la imposibilidad de la relación amorosa que constituye el tema fundamental de la primera parte del libro, «Cortes», cuyo hilo conductor vuelve a ser, en gran parte, el cordón umbilical, la imposible ruptura, la fijación a esa madre-bruja verdadera (amada y odiada), la que oculta bajo la caperuza del lobo feroz su propia ferocidad: «Tengo que cortar el maldito hilo dorado, se dijo, la hija que seguía siendo hija a pesar de la lejana (en el tiempo) desaparición de la madre (en el espacio). Tengo que cortar el hilo, se dijo, pero no hizo nada y dejó transcurrir su vida saboreando el triunfo de haber tomado por fin conciencia de tamaña atadura... Hasta que cierta vez bajo los árboles, cuando lo creía totalmente olvidado, el cuchillo se le apareció de nuevo y sintió que ya no se trataba de cortar o no cortar sino de agarrar finalmente el cuchillo por el mango, asumir lo que había sido cortado en el comienzo de los tiempos y no tratar de explicarse nada de nada porque ya otros habían explicado todo hasta el cansancio... Se sintió liberada, y... (algunos dicen que a esta altura el cuchillo está mellado...)» (20).

7. Si es así, ¿en dónde queda la bruja? ¿Es cierto que, como asegura Nelly Martínez, en Luisa Valenzuela se va de la ley del padre a la subversión de la bruja? ¿La ley del padre -ese patriarcado analizado en Cola de lagartija y en Cambio de armas y ahora de nuevo en algunos cuentos de «Mesianismos» y sobre todo en «Simetrías»-, permite que en esta obra se efectúe la transición de la bruja a la escritura liberadora? «En efecto, señala Nelly Martínez, las escrituras liberadoras que reivindican a la mujer/lo femenino en la obra de Valenzuela y que la autora pone en boca de la bruja contemporánea, parecieran simbólicamente intentar la revisión del proceso enajenante que fundó el orden patriarcal e instituyó el yo soberano, pivotal en ese orden. Aquí la bruja, presentada generalmente como escritora, se apropia del lenguaje para intentar volver nombrar el mundo y volver a auto-nombrarse y para reclamar, con esa apropiación, no sólo su textualidad sino también su sexualidad y su cuerpo, así como el juego de la diferencia a todo nivel» (31). Y yo me pregunto, y sobre todo le pregunto a Luisa, ¿no esconde esta textualidad la idea de un fracaso? ¿No es evidente, casi siempre, que el problema esencial no es exclusivamente esa pelea con lo patriarcal, sino en muchas de las instancias, con lo matriarcal? ¿No se trata de un deslinde entre el tipo de brujas? Y ese deslinde o esa batalla ¿no se libra tanto entre brujas y príncipes azules (aunque también se libre), sino más bien entre dos tipos de brujas? ¿No tratan las hijas de matar a la bruja que llevan adentro, aunque para ello tengan que utilizar al lobo? ¿Y aunque con ello corran el riesgo no de cortar el cordón sino de reforzar el otro, el que liga a la nueva bruja con la doncella desvalida, la hija, y esto aunque se advierta que el cuchillo se ha mellado en el intento?

8. Curiosamente, en ese universo manejado de manera aparentemente muy diversa o diversificada, el tema del amor alcanza una dimensión patética y repetitiva, con algunas excepciones. Los encuentros apenas se producen, o si se producen hay más bien el desencuentro, por ejemplo «Estrambote», donde la protagonista tiene por compañero a un cobarde, o en «El café quieto» donde la mirada al bies desvía cualquier posibilidad de acercamiento y donde los sexos están perpetuamente separados, o, para terminar esta digresión, «Viaje», en que la protagonista intenta darle una lección a un novio que no se entera de ese intento, aunque se acceda a otro tipo de viaje, éste interior. Este desencuentro se anula en los cuentos en donde la relación entre los sexos se establece con base en el dominio del macho, y donde este macho es un torturador, un personaje que cuenta para seducir con la fuerza bruta, así sea un mono o un coronel del proceso, o, hasta un negro violador que en Nueva York apuñala a su víctima en el cuento «El zurcidor invisible»: «Pero cuando mi alumna por fin logra escribir, produce un breve texto sobre el retorno de los ojos del ladrón, fijos en los de ella, en el suelo, cara a cara. Y son ojos amantes» (33).

Y en esta alquimia perversa, la fuerza del macho -su capacidad de violar, infligir dolor, marcar el cuerpo, vulnerar, dejar su sello- provoca el encuentro, un encuentro en donde el macho pierde, pero también la hembra: «Y cuando los dos enamorados vuelven al sitio de su deseo, la mujer al zoológico, el coronel de Europa, encuentran sendas celdas vacías y los dos encuentran un terror filiforme trepándoles por la espalda y encuentran un odio que habrá de crecerles con los días... En cuanto al otro par -el mono y la mujer sobre la consabida mesa (de tortura)- como fruto del haber sido tan amados, lo único que encontraron fue la muerte» (187).

Como sugerí al comienzo, este diálogo que entablo con el texto de Luisa Valenzuela es un diálogo abierto, cuya intención es provocar discusión y comentario. También abierto es el texto de Simetrías, donde Valenzuela acierta en formular preguntas fundamentales acerca de la escritura, el poder, las relaciones interpersonales y los mitos que invaden nuestra existencia.





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