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Regreso de tres mundos1

Germán Arciniegas





El libro de Mariano Picón-Salas, Regreso de tres mundos, podría señalarse como documento humano ejemplar de la generación de 1920. Los nuevos de ahora, si quieren saber las circunstancias formadoras de sus inmediatos antecesores, tendrán por fuerza que detenerse en la lectura de estas páginas, que se leen con el interés del más apasionante relato. Ha podido Picón-Salas escribir una novela y dar el nombre de Juan Pérez al personaje Picón-Salas. Prefirió, más bien, decir: Yo soy el tal Mariano Picón-Salas, sujeto de esta historia, Mariano pasó la infancia en la provincia agreste de Venezuela, ¡vivió sus mocedades al amor que le salía al paso en las tierras de sus padre, se lanzó a Caracas -Caracas era hace cuarenta años deslumbrante para el provinciano- mordido por la curiosidad de quien quería ser escritor, asistió al derrumbamiento de la fortuna familiar, vio hundirse a su Venezuela en el despotismo primitivo de Juan Vicente Gómez, salió como emigrante en busca de fortuna al Valparaíso chileno, trabajó de maestro en Santiago, y cuando regresó a Caracas para compartir las esperanzas idealistas de la generación del año 20 era ya en cierne el intelectual incómodo o el utopista que chocaba con los vivos que saben hacer política. Visto así el personaje, parece no ser otra cosa sino el hombre común de nuestro tiempo. Pero el hombre común que piensa, es en nuestro tiempo una figura que tiene en sí mismo sus vorágines y abismos, y que ha visto lo que no vieron ni los más juliovernescos abuelos. En buena parte, nuestra generación ha sido una generación como hebrea, de desterrados. Antes, al díscolo, lo fusilaban, y ahí terminaba el proceso. O lo echaban a la cárcel, y hacía el viaje de la cárcel al olvido. En nuestro tiempo comenzó lo de perder la tierra firme de la patria, y echar a rodar por el mundo, a recordar. A ver a Venezuela desde Santiago de Chile, o desde el otro lado del Atlántico. Una Venezuela en un mundo sacudido por las diabólicas invenciones del mágico siglo XX, al cual le quedó estrecho el molde de la razón, y lo reventó.

Cuenta Picón-Salas su propia historia -y contándola está contando la de mil estudiantes de su tiempo- porque «contar historias es un entretenimiento liberador para el cansancio del hombre». No puede esquivar la ironía. Se ha movido tantas veces por las cornisas de los abismos, ha visto tanto monstruo vestido con tan diferentes libreas, que no puede menos de sostener el hilo de un melancólico callado humorismo... que devana con dedos de maestro irremediablemente iluso. En la rima, surgen nombres simbólicos de la lucha eterna: Bolívar, Miranda, Bello, Martí, Darío: cada uno, una epopeya, un romance, un poema. En la noche, los fantasmas: Juan Vicente del Cuaternario, o la expresión típica del general Alcántara cuando dice a su ministro que le enseña la nueva constitución: «¡Qué brutos son los hombres de talento!». Luego llegan de ultramar las diabólicas invenciones a lo Hitler cuyo aliento de azufre penetra en los pulmones de ciertos americanos hechos para respirarlo. Todo esto es más drama del que imaginan quienes se han convertido en censores de la generación que aún piensa en la libertad como cosa buena. Con el libro de Mariano Picón-Salas por delante, me decía Fernando Díez de Medina: «Entre Camus y Picón-Salas, me conmueve más Picón-Salas». Y así es, Picón relata nuestro drama, lo profundiza, lo desmenuza, lo enseña. Picón explica las soledades de quienes piensan veinticuatro horas al día en su tierra y en sus gentes, y les queda faltando día para pensar. Las cosas que no pueden abandonarse ni dormidos, ni despiertos.

Y explica la situación del intelectual, que por fuerza ha de ser siempre heterodoxo: «Pagué siempre caro mi menosprecio a la rutina». «El intelectual frecuentemente pretende lo que pocas veces aceptan las religiones dramáticas y los dogmáticos partidos políticos, el derecho inalienable a la herejía...». Lo patético está en que el intelectual de nuestra América y de nuestro tiempo, no insurgió para hacer paradojas y deslumbrar con su ingenio. Llegó con ánimo de constructor. Con la experiencia de que había repúblicas en derrumbe que enderezar con el deseo de ayudar a hacer los capítulos que se le quedaron truncos a los Mirandas, a los Bolívares, a los Martíes. Y esto, delante de pueblos que esperaban, necesitaban, deseaban, estaban dispuestos.

Picón-Salas es irónico, pero no todo ironía. Es melancólico, pero no todo melancolía. Es heterodoxo, pero no todo heterodoxia. Su caso es singularísimo, pero no todo singularidad. Es el testimonio humano, que ojalá escribieran otros de los del año 20. Para novelas, tenemos nuestras vidas, y nos sobra. No para desnudarlas, como con exceso de precipitación hacen los deslumbrados por el psicoanálisis, cuando apenas comienzan a vivir. Vivimos, piensa Picón-Salas, con la doble herencia del romanticismo y el psicoanálisis: dos furores de desnudamiento de las pasiones que atropella las leyes de la perspectiva en un afán juvenil de salir a la escena. Y hay que detenerse un momento a hacer el balance, a mirar en torno. América nos parece una de esas lindas estrellas de circo que se meten a la jaula a defenderse entre seis leones... que en nuestro caso no están del todo domados. Al pobre americano no le queda otro remedio sino meterse a la jaula y hacer compañía a la domadora.

Con suma elegancia, Picón-Salas mete su mensaje en una botella, y lo echa a las aguas del mar. Vengo, dice, de tres mundos: «Los tres eran mundo, demonio y carne. O en el viaje al alma: infierno, purgatorio y paraíso». Un libro así es más humano que el Ariel de Rodó. Y hay que leerlo si se quiere saber qué pasó con los americanos del año 20.





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