Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoNo transige la conciencia

Relación



   ¿Por qué, pues, el mortal ciego se lanza
tras mentida ilusión que poco dura?
Sólo asegurará su bienandanza
la paz del alma y la conciencia pura.


Francisco Javier de Burgos.                



   Un seul printemps suffit a la nature,
a reproduire ses fleurs et sa verdure;
hélas! jamais la vie ne reproduit
la paix de cour qu'un seul instant détruit.




Bástale a la naturaleza una primavera para recobrar sus flores y su lozanía; pero ¡ay! que no alcanza la vida del hombre para devolver al corazón la paz que puede destruir un solo instante.





Capítulo I

Así como en las desiertas costas del mar se ve blanquear un nido de gaviotas en la concavidad de una peña, así aparece Cádiz en la concavidad de sus murallas. Hanla labrado tan denodadamente entre las olas, que la tierra alarga un brazo para asirla. Lleva este angosto brazo de piedra y arena, como un brazalete, la Cortadura, esto es, una fortaleza construida en tiempo de la gloriosa guerra de la Independencia; separa las violentas olas del Océano de las tranquilas aguas de la bahía, y conduce a la ciudad de San Fernando, que en el fondo de la ensenada abre sus arsenales de la Carraca, como hospitales, a los barcos que, heridos y maltratados en sus azarosas carreras, regresan a sus lares. ¡Pobres barcos, a los que los huracanes dicen: ¡Marcha! ¡marcha!, como los acontecimientos se lo gritan a los hombres, y que al llegar a su patria se asen a ella con sus áncoras, como niños con sus manos al cuello de su madre!

Pasada la ciudad de San Fernando, gallarda y digna vecina de Cádiz, que ostenta su Calle Larga parecida a un estrado, y sus casas brillantes y sólidas corno si fuesen de plata maciza, y atravesando el puente Zuazo, tan antiguo que se atribuye su construcción primitiva a los fenicios, el camino se divide en dos: el de la izquierda sigue costeando la bahía, y el de la derecha se dirige a Chiclana. Se entra en este precioso pueblo por una arboleda de álamos blancos, que toman asiento entre verdes huertas, a la manera de nobles ancianos encanecidos, estimulando con su susurro a las plantas pequeñas y tiernas a crecer y fortalecerse, para resistir como ellos a los vendavales. El pueblo es grande, y el río Liro lo divide en dos mitades como un cuchillo de plata.

Dominábanlo otras veces sobre dos alturas, una torre morisca ruinosa, como imagen de lo pasado, en la una, y una lindísima capilla, como imagen de lo presente, en la otra. De pocos años a esta parte la torre ha desaparecido, y la capilla es una ruina.


    Era un templo, era un altar
donde llora el desvalido:
yo lloré; volví a pasar...
¡Y era polvo consumido,
que también me hizo llorar!4



Era esta capilla (dedicada a Santa Ana) de construcción redonda, y estaba ceñida de una columnata, que formaba en su alrededor una galería, desde la cual se admiraba un hermoso panorama, esto es, una bella vista circular.

La aislada y abandonada torre tenia a sus pies el cementerio, como si los hombres muertos buscasen simpáticamente la sombra de la muerta torre! Esta torre, que parecía un sello de piedra que ostentase los archivos del pueblo, que era una herencia de generaciones guardada por la comarca, como la momia de un vencido caudillo, embalsamado por los aromas de las flores del campo; esta torre austera, que no tenía conexiones ya sino con los muertos, que a su alrededor se volvían esqueletos; con las aves noturnas, que en sus oscuros antros huían del bullicio y de la luz del día, y con los vientos, que venían a gemir tristemente en las brechas, que podían considerarse como heridas causadas por el tiempo;¡esta torre inofensiva no pudo escapar al moderno vandalismo! ¡Ni el respeto a los recuerdos que evocaba, ni el respeto al cementerio que tan expresivamente presidía, ni lo romántico de su aspecto, ni lo histórico de su origen, pudieron valerle! ¡Fue demolida bajo el sabio pretexto de que... estaba ruinosa!!! ¡Ruinosa una ruina!! ¡Ruinosa aquella torre, que llevaba los siglos como vosotros los días! ¡Ruinosa aquella mole petrificada, que hubiera vivido más que todas vuestras construcciones de yeso y de madera!

También la capilla, cerrada y abandonada, ha sido presa de la destrucción. Ya ha desaparecido la columnata que tan noblemente la ceñía. Arbolado, edificios, conventos, santuarios, castillos, palacios feudales, hasta las ruinas van desapareciendo! sin que ni siquiera se levanten fábricas, ni se planten huertas para reemplazarlos, para vestir con cocos5 y flores a la noble matrona España, en lugar de los tisús y joyas de que la despojan! -¿Qué nos quedará, pues?- Dehesas para criar la fiera salvaje y feroz, cuyas lides forman el ameno y culto placer que goza con preferencia del favor del público!!! ¡Dios mío! ¿Será que la ferocidad y la crueldad del hombre necesitan un desahogo, como lo necesita y lo halla la atmósfera alguna vez en sus tormentas, relámpagos y truenos, para descargarse de su electricidad?

En los tiempos en que Cádiz era el Rothschild de las ciudades; en aquellos tiempos en que, según decían los farasteros de fuste, hacían los comerciantes de dicho pueblo la vida de rumbo, y con la grandeza propia de embajadores, la mayor parte de ellos tenían casas de campo en Chiclana, que se labraban y amueblaban con extraordinaria riqueza y buen gusto. Aunque deslustrado, aún quedan grandes vestigios de aquel elegante lujo, a que la venida de los franceses de Napoleón dio el golpe de muerte.

En la época presente, en la que se cumple en muchos casos aquel conocido adagio: se abajan adarves y se levantan muladares; cuando los ancianos cuentan las grandezas y fausto de aquella época, la gente, no diremos joven, sino nueva, cree oír cuentos de Las mil y una noches, y alternan en sus labios el asombro y la crítica. Garbo, generosidad, esplendidez, son, al parecer de nuestra época, materia para un apéndice al Don Quijote, es decir, virtudes fantásticas, que sólo pueden existir en un cerebro sobrexcitado6.

Cuando empiezan los sucesos que vamos a referir, que es a fines del siglo pasado, Chiclana estaba en todo su auge, brillaba el oro por Cádiz y esparcía sus rayos en sus alrededores, como el sol en el cielo. Sólo en la Habana se sabe hoy, cual allí se sabía entonces, echar por ahí las onzas con la misma sencilla indiferencia con que arrojan los niños globulillos de espuma de jabón en el espacio, y con el señorío de príncipes, que ni miran ni ponen precio a lo que dan o gastan en obsequio de otros. Cuéntase que fue en esta época cuando la famosa duquesa de Alba dijo a un joven, que al ver en su mesa veinte mil duros opinaba que esta suma, que era para ella tan poca cosa, haría la fortuna de un hombre: «¿Los quieres?». El joven admitió. La duquesa le mandó el dinero, y... le cerró su casa. Hoy día sucedería lo contrario: no se daría el dinero; pero en cambio no se cierran las puertas al que lo adquiere, sea cual sea el medio de que para ello se haya valido.

En una de las anchas y alegres calles del mencionado pueblo descollaba entre todas una hermosa casa, aunque sólo tenía un piso algo elevado del suelo. Subíase a ella por una escalinata de mármol, y era su puerta de caoba, tachonada de grandes clavos de brillante metal. Coronaban el frontispicio las armas de su dueño esculpidas en mármol. La nobleza y la riqueza se buscan, porque primitivamente fueron hermanas. Hoy día ni aun primas son! La casa-puerta, así como el patio y todas las habitaciones, hasta las oficinas interiores, estaban soladas con magníficas losas de mármol azules y blancas. Sostenían las cuatro galerías que rodeaban el patio

columnas de jaspe; en el centro de éste, rodeada de macetas y estatuas de alabastro, corría una fuente sin cesar, celebrando con su pura e infantil voz, lo mismo al pimpollo entreabierto como una esperanza, que a la flor que caía deshojada como el desconsuelo. Entre columna y columna pendían, cubiertas de verdes y floridas colgaduras de jazmines y mosquetas, doradas jaulas con vistosos pájaros; un toldo de lona con puntas ribeteadas de color cubría el patio y conservaba la frescura, esparciendo una sombra suave como un duerme-vela en una siesta de verano. Las paredes de la sala eran de estuco blanco sobre un fondo celeste; la sillería y sofá, de ébano con adornos de plata maciza, y forros de gro de Tours celeste. Era su hechura sencilla y mezquina, a la griega; moda que había entronizado la revolución de Francia, poniéndola a la orden del día con el gorro frigio los nombres de Antenor, Anacarsis, Temístocles, Arístides, y otras cosas menos inofensivas. Sobre la mesa, que ostentaba cuatro pies derechos e istriados, había un magnifico reloj de mármol blanco y bronce negro y dorado. Pasado a la sazón en las artes también el gusto por lo pastoril e idílico, privaban entonces las graves y clásicas alegorías, a las que en breve debían seguir los cañones, banderas y coronas de laurel bélicos con que Bonaparte había de hacer evaporarse en ancha atmósfera el ardor de la calentura revolucionaria francesa. A su vez la época de la Restauración, en la que acabó la legitimidad con el despotismo de la democracia7, trajo las ideas monárquicas y los sentimientos religiosos, con el caballerismo, la lealtad, la fidelidad y la religiosidad antiguos, que habían de introducir el romanticismo en la literatura, y el gusto gótico en las artes y modas, siguiendo luego el gusto a lo Luis XIV y Luis XVI, llamado rococó. Cual niños, los hombres son entusiastas de lo nuevo, y pisan en seguida con desprecio lo que era su ídolo un momento antes. Shakespeare ha dicho: «¡Fragilidad, tu nombre es mujer!». Bien pudiera haber añadido: «¡Cambio, tu nombre es hombre!»

Formaba el reloj un grupo, compuesto de un anciano que representaba al Tiempo, de dos bellas jóvenes desnudas y enlazadas que se apoyaban en el anciano y personificaban la Inocencia y la Verdad, y de otras dos figuras envueltas en negros velos que figuraban la Maldad y el Misterio huyendo del anciano, que con el dedo levantado parecía amenazarlas. La efigie del viejo estaba bien y característicamente esculpida, y cuando a su expresivo gesto se unía la clara y vibrante voz de la hora que contaba a sus muertas hermanas, parecía la amenazante voz del austero anciano, y no podía menos de conmover al que, meditando sobre el sentido de aquella alegoría, oía resonar sus compasados ecos.

A cada lado del reloj había un candelero, formado de un negro de bronce, posado sobre una basa redonda de mármol adornada de cadenitas del mismo metal; llevaba el negro sobre la cabeza, y en cada mano, unos cestos de flores doradas, en cuyos centros se colocaban las velas. El techo de la sala estaba pintado figurando leves nubes blancas y grises, entre las que asomaba una ninfa o hija del aire, que en sus manos parecía sostener los cordones y borlas celestes, de que pendía una lámpara de alabastro destinada a filtrar una luz suave como la luna; luz que favorecía en extremo la belleza de las mujeres, y era adoptada para tertulias de confianza. En medio del cuarto, sobre un velador de mosaico, había un gran globo de cristal en que nadaban pececitos de colores, que ostenta el agua en competencia con el aire, que muestra sus encantadores pájaros, y con el jardín, que ostenta sus deliciosas flores. Allí vivían suaves y callados, sin que les intimidase la trasparencia de su círculo de acción, mirándolo todo con sus grandes ojos sin comprender nada, cual pequeños idiotas. Coronaba este globo otro más chico que estaba lleno de flores, y había profusión de ellas colocadas en jardineras en los huecos de las ventanas. Pendían de éstas, cortinas de muselina guarnecidas de encajes, poco más o menos como se ven hoy día, con la diferencia de que la muselina de aquéllas no era inglesa, sino de la India, y que los encajes no eran de algodón y de telar, sino de hilo y de bolillos. Como era verano, las persianas no dejaban penetrar en la sala sino una débil claridad: la atmósfera estaba embalsamada por las flores y por las pastillas de Lima.

Sobre el sofá estaba recostada una mujer de extraordinaria belleza: una profusión de rizos rubios cubrían una de sus manos de alabastro, en la que se apoyaba su cabeza, reclinada sobre uno de los cojines del sofá. Un peinador de holán, guarnecido de encajes de Flandes, cubría sus perfectas y juveniles formas, y sólo asomaba por entre el encaje la punta de su pie, calzado a la moda de entonces, con media de seda y zapato de raso blanco. Las damas de importancia no gastaban otro a ninguna hora del día, y llegó el lujo hasta gastar zapato de encaje forrado de raso de color. Los apóstoles de la última moda, sobre todo si viene de allende, grandes admiradores de los brodequins, echan una mirada de soberano desprecio sobre ese rico y elegantísimo uso, que tiene dos pecados mortales: el ser antiguo, y el ser español.

Brillaba en la mano izquierda de la joven acostada en el sofá un magnífico brillante, y con un pañuelo de holán, bordado en Méjico, que en ella tenía, enjugaba de cuándo en cuándo una lágrima que se deslizaba lentamente por sus anacaradas mejillas. Sin duda piensa el lector haber adivinado que esa lágrima solitaria que vierte una mujer joven y hermosa, rodeada de aquel lujo, indicio de una posición envidiable, es y no puede ser sino una lágrima de amor. Sentimos decirlo: el lector ha adivinado mal. Y en obsequio a la verdad, y aun a costa de desprestigiar a la heroína de nuestra relación, tenemos que decir que esa lágrima no era de amor, sino de coraje. Sí, esa lágrima tan brillante que caía de aquellos ojos, azules como el cielo de la tarde, y que pasando por entre sus largas y oscuras pestañas resbalaba por aquellas mejillas de tan suave y fresco sonrosado, era de coraje.

Pero antes de proseguir, es preciso referir lo que la originaba.




Capítulo II

La joven que hemos descrito se llamaba Ismena, y era hija única de D. Patricio O-Carty, cuya familia había emigrado de Irlanda, como otras muchas, huyendo del usurpador Cromwell, que perseguía dos cosas que suelen unirle: la religión y su constancia; el principio monárquico y su lealtad. La mayor parte de estos fieles que abandonaron sus empleos, casas y tierras, siguieron a Carlos Eduardo Stuart el Pretendiente a Francia, y le acompañaron cuando en 1690, auxiliado por Luis XIV, hizo este desgraciado rey un desembarco en Irlanda, y después de muchas vicisitudes, mandó en persona la desgraciada batalla de la Boyne. Después de esta derrota entraron aquellas tropas, que se componían de la primera nobleza de Irlanda, al servicio de Francia y España. Acogiolas, como de suponer era, Felipe V favorablemente, y formaron en 1709 los regimientos de Ibernia y Ultonia, y más adelante otro tercero, que se llamó Irlanda. Mandaba estas tropas Jacobo Stuart, duque de Berwick, hijo natural que tuvo Jacobo II de Arabela Churchill, hermana del famoso Marlborough. Ganó el duque de Berwick la batalla de Almansa, y tomó a Barcelona por asalto; y el rey premió sus grandes servicios a la corona con los ducados de Liria y Jérica y con la grandeza de España. Tuvo este bizarro general dos hijos: el primero se naturalizó en España y llevó los títulos de Berwick, Liria y Jérica, uniéndose después por enlace a la noble casa de Alba, que había recaído en hembra; el hijo segundo se estableció en Francia, donde existen sus descendientes, que llevan el título de duques de Fitz-James. Los arriba mencionados regimientos han llegado hasta nuestros días con los hijos de aquellos fieles; pues, según se nos dice, existen aún noventa apellidos irlandeses en el ejército español, que honran a los que los llevan, por su lealtad, bizarría y nobleza hereditaria8.

Casó D. Patricio con una española, y su hija Ismena reunió la belleza de ambos tipos. Cubría sus delicadas y graciosas formas de andaluza la alba y rosada tez de las hijas de la nebulosa Erin, a la que daba la impasible frialdad de su dueña esa limpieza y tersura trasparente de la esperma, que nada enturbia. Sus rasgados ojos azul turquí tenían entre sus oscuras pestañas la altiva y entendida mirada de las hijas del Sur; su porte, un poco estirado, era, no obstante, gracioso y natural. La naturalidad es el mayor encanto de la gracia española, tan justamente célebre y decantada. El irresistible atractivo que de ella nace, y que en otro tiempo esparcían las mujeres alrededor de sí, como la llama su brillo y las flores su perfume, se lo debían a los hombres, que aborrecían cuanto era afectado y supuesto, amanerado y estudiado, anatematizándolo bien y varonilmente con la despreciativa voz de monada. Hoy día parece que se tiende a lo opuesto; lo que es lo mismo que si los florentinos vistiesen a sus Venus de Médicis por un figurín de modas. En la naturalidad está la verdad, y fuera de la verdad no hay perfección; en la naturalidad está la gracia, y sin la gracia no hay elegancia genuina.

En cuanto a lo moral, peor dotada Ismena que en su persona, unía al alma fría y serena de su padre el genio altivo y dominador que había heredado de su madre, exaltado todo por el orgullo de la niña mimada, rica, hermosa y adulada. No se ocupaba la celebrada Ismena, la rica heredera, sino de sí y de un porvenir que se forjaba en su imaginación, lucido y brillante cual los que pronostican las hadas. Así fue que despreció con impertinencia el amor de cuantos jóvenes se le ofrecieron sinceramente, no pareciéndole ninguno digno de realizar su soñado porvenir. Pero los cambios de la suerte son repentinos e inesperados como las trasformaciones de las comedias de magia. En pocos meses perdió el padre de Ismena todo su caudal, merced a la traición de los ingleses, que tantos barcos y caudales apresaron antes de haber declarado la guerra a España; ¡infausta guerra que nos atrajo el infausto Pacto de familia! D. Patricio, que por entonces también perdió a su mujer, se retiró arruinado a la bella casa de campo que en Chiclana tenía; pero en breve ni aun ese recurso le quedó, y la casa fue puesta en venta por los acreedores.

El primer comprador que se presentó fue el general conde de Alcira. Volvia este general de América, donde había pasado largos años. Aunque no tenía sino cincuenta y cinco, parecía mucho mayor, gracias a la acción corrosiva del clima de América, que con su ardiente humedad destruye al europeo, como corroe el hierro. A pesar de su edad, había heredado a un joven sobrino suyo, cuyo título y mayorazgo excluían hembra.

El general, a su regreso, se trasladó a Sevilla, su pueblo natal. Allí, su cuñada, que por él veía a sí y a sus hijas privadas del caudal que antes poseían, y del título que llevaban, le recibió de una manera tan agria, y tan hostil, que el general, a pesar de ser el hombre mejor, más honrado, noble y generoso del mundo, se indignó, y se resolvió a dejar a Sevilla y a establecerse en Cádiz.

Hacía bien. En aquella época, Sevilla, la grave matrona, con su rosario en la mano, vestía aún la tiesa cotilla, el alto promontorio empolvado, que más que peinado parecía una carga, y los tontillos, con los que sólo por una puerta muy ancha podía pasar de frente una señora. Jugaba exclusivamente en sus austeros saraos a la báciga o al tresillo con sus canónigos y oidores, con sus veinticuatros y sus maestrantes; no tenía teatro: un voto religioso se lo impedía; no tenía más alumbrado que las piadosas luces que ardían ante sus numerosos retablos; no tenía baldosas, ni Delicias, ni paseo de Cristina; y tenía actualidad, como se diría ahora, aquella regla de:


    En dando las diez,
dejar la calle para quien es,
los rincones para los gatos,
y las esquinas para los guapos.



No había, es claro, vapores, esos correvediles que han estrechado los vínculos de amistad entre ambas ciudades, joyas de Andalucía. Cádiz, tan bella o más que lo es hoy, vestía en esta época descotadísimamente a la griega, como vemos en sus retratos a Josefina, a Mad, Recamier y Mad. Tallien, nuestra paisana, que murió no hace mucho princesa de Chimay, y otras beldades de entonces. Cádiz, la seductora sirena de desnudo pecho y escamas de plata, nadaba en un mar de saladas aguas, en un mar de placeres y en un mar de riquezas. Sabía hermanar admirablemente la cultura y el arte de la elegancia extranjera con el señorío, la gracia y la espontaneidad de la elegancia española; y así, aunque tomaba ciertas cosas y formas extranjeras que le agradaban, no por eso dejaba la graciosa y entendida andaluza de ser esencialmente española; con lo que probaba su buen gusto, su delicado tino y apego a su nacionalidad.

¡Cosa extraña! En aquellos tiempos no se conocía el pomposo y campanudo españolismo que hoy día llena las sábanas no santas de los papeles públicos, y que resuena por todos los discursos como esos truenos huecos y prolongados que se deslizan por entre oscuras y pesadas nubes. Ni brillaba en composiciones líricas, ni mucho menos se hacía con él un arma de partido, aplicándolo a tales o cuales opiniones, ni se le buscaba con entusiasmo al toro Señorito9 por símbolo; nada de eso. Se tenía amor y apego a lo español sencilla y naturalmente, como tiene el valiente su denuedo, sin pregonarlo; como las estatuas griegas tienen su belleza, sin adornarla; como tiene el campo sus flores, sin ostentarlas. No estaba el españolismo en los labios, pero estaba en la sangre, en la índole, en los gustos, y se hacía tan fino, tan amable, tan donoso, tan caballero, se le conservaba tanto su gracioso tipo meridional, que era la admiración y encanto de los extranjeros. Hoy día es al contrario: se reniega de él, se le desconoce, se le desprecia; y al revés del asno que cubrió su piel gris y pobre con la rica y dorada piel del león, nosotros, más asnos que aquél, en lugar de peinar y alisar la nuestra, la cubrimos de una piel inferior y extraña. Entonces no reinaba el spleen, sino la más franca alegría, identificada con la más exquisita finura. No había clubs, ni casinos; no había sino tertulias, en las que la galantería tenía por código estos versos antiguos10:


    Vosotras sois las temidas,
nosotros somos temientes;
vosotras sois las servidas,
vosotras obedecidas,
nosotros los obedientes;
vosotras sojuzgadoras,
nosotros los sometidos;
vosotras libres señoras,
vosotras las vencedoras,
nosotros siervos vencidos;
vosotras las adoradas,
nosotros los denegados;
vosotras las muy loadas,
vosotras las estimadas,
nosotros los desechados.



Entonces no se conocía la voz de darse tono; pero sí se practicaba la de darse decoro. Los oficiales de marina, principal galardón de la sociedad gaditana, finos y caballeros como ahora, pero ricos y galantes más que ahora, habían formado una alegre hermandad, a cuya cabeza estaba la oficialidad del navío San Francisco de Paula11, que se titulaba, con alusión al monte del Santo, Charitas bonitas, la devota hermandad de las caritas bonitas. Dábanse en el teatro las piezas nacionales de nuestros poetas, y entusiasmaban los sainetes de D. Ramón de la Cruz. A las ferias de Chiclana y del Puerto, brillantes como fuegos artificiales, acudía toda la sociedad de Cádiz como una bandada de pájaros de vistoso y dorado plumaje. En fin, muy posteriormente, guardaba Cádiz bastantes hechizos para ser cantada por lord Byron, grande e inteligente apreciador de la belleza.

El general conde de Alcira, a su regreso a Cádiz, deseó comprar una casa de campo; le propusieron la de D. Patricio O-Carty, y fue a verla. El desgraciado dueño de la casa se la franqueó tan luego como se presentó. Quedó admirado el conde de cuanto vio en aquella rica morada que hemos descrito; pero de nada tanto como de la hija del dueño, a la que, enlutada y cubierto el albo cuello de rubios rizos, hallaron escribiendo y llorando en un apartado gabinete, que tomaba del jardín luz y fragancia. Ismena lloraba al contestar a dos amigas suyas que le habían participado el casamiento que hacían, la una con un lord inglés, la otra con un marqués madrileño. ¡Cuán amargamente hacían contrastar estas cartas la suerte de sus amigas con la de Ismena, que, sola y pobre, tenía que abandonar hasta esta casa, último resto de su brillante posición pasada!

Interesaron y conmovieron tanto aquellas lágrimas al bondadoso general, que suplicó a su dueño, después, de comprar la casa, que se quedase viviéndola, y le admitiese en ella como uno de la familia, uniéndole a su hija. Excusado es decir que D. Patricio recibió esta oferta como una embajada de felicidad, y su hija como un medio que la impedía rodar hasta el fondo del abismo en que la precipitaba la suerte.

Difícil sería pintar la furia que se apoderó de la cuñada del conde cuando supo el proyectado enlace. Desfogola esparciendo calumnias sobre Ismena y cubriendo de ridículo este enlace, escupiendo su veneno en amargos sarcasmos, vaticinando, por último, que la ambiciosa arruinada, que por interés se casaba con un anciano gastado y valetudinario, no tendría sucesión, burlando así una justa prevención de Dios sus ambiciosos cálculos, y haciendo volver, por falta de su actual poseedor, el mayorazgo a su familia.

¡Cuánto no se resentirían el excesivo orgullo y el altivo amor propio de Ismena, tan exageradamente susceptibles desde sus desgracias, con estos escarnios y vilipendios! -Exasperábase más, viendo los de su contraria verificarse, puesto que ha dos años que estaba casada sin haber tenido sucesión. No parecía sino que Dios, en su alta justicia, negaba la bendición de los hijos a un matrimonio en que la consorte no los deseaba por el santo instinto del amor de madre, sino por vil orgullo y despreciable codicia; no por la bendita gloria de rodearse de su descendencia, sino por la soberbia y despreciable ansia de humillar y triunfar de una contraria!

En esta época, y llena de estos pensamientos, es cuando hemos presentado a Ismena, condesa de Alcira, vertiendo lágrimas. -Y por eso dijimos que aquellas lágrimas frías y amargas no eran de amor, sino de despecho y de coraje.




Capítulo III

La persona que había indicado la posesión que hemos descrito al general, había sido su secretario Lázaro, que la conocía porque era hijo de la casera deo dicha casa. Explicaremos esto en breves palabras.

El general, cuando joven, tuvo por largos años a un asistente a quien quería mucho. El asistente español es el criado modelo, es el ideal del sirviente. Es todo corazón, todo lealtad: nada exige, todo le sobra: cuanto se le pide, hace a ojos cerrados, y con gusto; y si se le diesen con este objeto, sembraría las cebollas podridas, como Santa Teresa, por ciego espíritu de obediencia. El asistente tiene el corazón de niño, la paciencia de santo, la fidelidad y apego del perro, ese tipo del amor consagrado. Cual éste, ama y cuida de la propiedad de su amo, y sobre todo, de sus hijos si los tiene, y esto a tal punto, que ha dicho uno de nuestros más célebres y distinguidos generales que los asistentes son las mejores amas secas. No tiene voluntad propia; no conoce la pereza; es humilde y valiente, amigo de complacer y agradecido; y siempre en el alojamiento, en el que se le vio llegar con la natural e irritada repulsa que causa todo lo que a la fuerza invade el hogar doméstico, se le ve marchar con sincero sentimiento. El general, que era entonces capitán, vivió mucho tiempo con su asistente en la mayor intimidad, sin que ésta hiciese perder al último ni un ápice del respeto que a su jefe tenía. El respeto es propio y anejo al asistente, como lo es al sauce la inclinación de sus ramas.

Cuando el general fue a América, su asistente se separó de él con gran sentimiento de ambos, para venir a Chiclana, su pueblo, a casarse con su novia, que hacía quince años le aguardaba con una constancia muy común en España. A los pocos años murió de un tabardillo o insolación, dejando a su desconsolada mujer un niño. La desamparada viuda entró de casera en casa del señor O-Carty con una sobrina suya pequeña. En cuanto al niño, que era ahijado del general, éste mandó por él, le educó a su lado con mucho esmero, y le hizo su secretario. En esta calidad le trajo con él a España a los veinticuatro años de su edad. Lázaro, así se llamaba, era uno de aquellos seres que la nobleza marca con su sello, y que, ayudados por las circunstancias, llegan al heroísmo sin ostentación ni premeditación, y sólo por instinto y espontaneidad.

Enterado Lázaro por su madre de que la casa en que hacía de casera iba a ser vendida, se la había indicado al general, y éste la había adquirido, y con ella una joven y bella consorte.

¡Hermosa estaba aquella mujer, blanca y delicada como una ninfa de alabastro! ¡Fría también e inmóvil, cual ésta, aquella mujer, que nunca había amado sino a sí misma! ¡Desabrida y sin fragancia, como un jazmín que nunca hubiese vivificado los rayos del sol!

A la caída de la tarde entró en la sala para abrir las vidrieras otra mujer llamada Nora, que era el ama que había criado a Ismena, y nunca se había separado de ella. Mujer astuta y soberbia, que mucho había contribuido a desarrollar en la niña las perversas propensiones que ya hemos indicado.

-¡Siempre llorando! -dijo con un movimiento de impaciencia al ver las lágrimas de la condesa. Todo lo habrás perdido cuando falte tu marido: caudal, consideración, juventud y belleza! No te quedará más que meterte a beata, y vestir santos.

-Ya sé que todo lo habré perdido; ¡y por eso lloro! -contestó Ismena.

-¿Y quién te dice que tu suerte no puede ser otra? -repuso Nora. -No es tu cuñada la que dispone de tu porvenir. Más puedes tú misma contribuir a hacerlo bueno, que no ella a hacerlo malo. La esperanza es lo último que se pierde. Pero no hay que cruzarse de brazos mientras éstos puedan servirnos.

-¡Palabras vanas! -interrumpió con áspera tristeza Ismena-. Sabes que son estériles mis esperanzas, como lo es mi matrimonio.

-Lo mismo es parir un hijo que prohijarlo -dijo Nora.

La condesa fijó en Nora la profunda mirada de sus rasgados ojos azules, y exclamó:

-No querría el conde.

-No es necesario que lo sepa -repuso Nora.

-¡Un fraude, un delito, un expolio, un engaño! ¿Deliras?

-Déjate de palabras altisonantes -repuso Nora-. No es sino una obra de caridad, que harás con algún infeliz desvalido. Tus sobrinas, que están bien casadas, y tu cuñada, que disfruta de una pingüe viudedad, no necesitan del caudal del conde, y si por él ansían, es sólo por ambición y por el mal deseo de que no lo disfrutes tú.

-¡Nunca! nunca! -dijo Ismena-. Hay más orgullo en no exponerse a ser esclava de un secreto que nos pueda deshonrar, que no en sostener una su rango y su posición. ¡Nunca! ¡Nunca! -repitió sacudiendo su cabeza, como si de su mente quisiese sacudir tan funesto pensamiento.

-El secreto sólo lo sabré yo, y yo soy la responsable. Así, más seguro estará en mi pecho que en el tuyo.

-Tendrías que valerte de otra persona.

-Sin confiarme a ella, sí. Pero esa persona ya la tengo hallada. Tu marido se embarca para la Habana; a su vuelta hallará un hijo.

-¡Nora, Nora, no hay maldad que no inventes!

-Lo que invento es cuanto puede combinarse en provecho tuyo.

-Engañar a un hombre como el conde sería la más imperdonable de las infamias.

-Te he oído cantar esta estrofa, Ismena:


    Es el engaño leal
y el desengaño traidor;
el uno, mal sin dolor;
el otro, dolor sin mal.



Pero por lo visto estás hoy más remontada que los mismos poetas.

-Esa letra alude a querellas de amor.

-Esa sentencia, que es muy entendida, se puede aplicar a todo. ¿Acaso no se ha visto mil veces poner en práctica el caso que te propongo? ¿No es aún mil veces peor combinarlo con la infidelidad?

En este momento entró el conde.

-Ismena, hija mía -dijo acercándose cariñosamente a su mujer-, vengo para sacarte a dar un paseo: ya tus amigas te estarán aguardando en la Cañada. ¿Cómo es que no te animan estas hermosas tardes de primavera a ir a disfrutarla en su reino, esto es, al aire libre que embalsama, en el campo que atavía?

-Me incomoda el andar, y me fastidian las gentes -contestó Ismena, que al ver entrar a su marido había palidecido.

-Te encuentro descolorida, hija mía -repuso lleno de interés el conde-; y sobre todo, te hallo desde algún tiempo a esta parte abatida. ¿Acaso te hallas enferma?

-No me aqueja mal alguno -contestó Ismena.

-A lo menos los que sufres no son de aquellos para cuya curación se llama a un facultativo -dijo Nora, mirando al conde, con una maliciosa y significativa sonrisa.

El rostro de Ismena se puso encendido como la sangre que a él hicieron afluir unidas la irritación y la vergüenza.

-¡Nora! -gritó-. ¿Estás demente? ¡Calla!

-Callaré. Señor conde, dícese que mientras más se calla la venida, más hermoso es lo que viene.

En el bondadoso rostro del general brilló una santa esperanza paternal.

-¿Será cierto? -murmuró, fijando una enternecida mirada sobre su hermosa mujer.

-Señor -dijo Nora-, ¿acaso de tres meses a esta parte no notáis su desgana, su languidez, su malestar, sin que otra causa las motive? No está convencida ni se quiere convencer; pero yo, que tengo más experiencia que ella, lo estoy.

-¡Mientes, Nora! -gritó demudada Ismena.

-¡El tiempo!... -repuso ésta con el mayor aplomo.

-¡El tiempo! -repitió Ismena indignada.

En este momento el reloj que figuraba a Saturno dio seis campanadas con su claro y metálico son.

-Ya acudió el tiempo a la cita, señor conde -dijo Nora con afectada risa-; de aquí a seis meses contestará.




Capítulo IV

Seis meses después de estas escenas, el general, que había ido a la Habana a asuntos propios, anunciaba en una cariñosa carta a su mujer su vuelta, y ésta pasaba a Cádiz para recibir a su marido, acompañándola en la berlina un ama, que llevaba en brazos a su supuesto hijo.

Este niño había sido traído de la Inclusa12, y el secreto de esta iniquidad no era conocido sino de Ismena, de Nora y de Lázaro, que era el que por disposición de Nora le había sacado del hospicio de los expósitos. Cómo esta mujer perversa pudo persuadir al noble joven a prestarse a esta infamia, sólo se comprende considerando que ésta, según ella afirmaba a Lázaro, se hacía no sólo con autorización, sino por disposición del general. Lázaro dudó: pero Nora, que había previsto su oposición, había prudentemente conservado en su poder la última esquela que antes de partir había escrito el general a su mujer, y que decía así:

«Ya se despliegan las velas que me van a alejar de ti, y contigo, de todas las dulzuras de mi vida! ¡Adiós, pues! Espero a mi vuelta hallar en tus brazos un niño, que consolide aún nuestra felicidad.

»Ya te dije que para el consabido asunto, así como para todos, te valgas de Lázaro, en el que tengo yo, y puedes tener tú, la más ilimitada confianza».

El general añadía aún algunas frases cariñosas, y firmaba.

Nora desde luego comprendió todo el partido que podía sacar de esta carta, haciendo ver a Lázaro que el consabido asunto -que era uno de dinero- era el que ella traía entre manos, y la guardó.

Lázaro, pues, con el mayor dolor, pero todo consagrado a su bienhechor, trajo a la inocente criatura abandonada por el vicio y recogida por la iniquidad; como la suave flor, que del seno de una prostituta pasa a las manos de un envenenador.

Poco antes de la época en que volvemos a reanudar este relato, había acontecido que el administrador de la Inclusa había reclamado a Lázaro la criatura. Nora no halló otro medio de salir de este espantoso conflicto sino el que Lázaro pasase a los Estados Unidos. Ismena apoyó con calor este pensamiento, y la consagrada víctima se convino, sabiendo que su ausencia, esa ausencia inmotivada y mal explicada por él, iba a partir el corazón de su madre y el de su prima, con la que estaba tratado su casamiento.

Embarcose ocultamente en un místico que partía para Gibraltar, el cual, sorprendido frente de la peligrosa costa de Conil por un espantoso temporal, zozobró, sin que salvase uno solo de los que iban embarcados en él.

Esta catástrofe de que se creyó causa, asombró a Ismena, y su espanto se aumentó por un amenazante presentimiento, que le hizo no poder fijar su vista ni en lo pasado ni en lo porvenir sin estremecerse. En el primero veía una reconvención; en el segundo, una amenaza.

¡Infeliz de aquel que entre estas dos fantasmas arrastra una angustiosa vida! ¡Feliz aquel que entre desgracias y penas conserva con una buena conciencia la paz del alma, supremo bien que en este destierro prometió Dios al hombre!




Capítulo V

Durante muchos años quedó deshabitada la hermosa casa de Chiclana. La condesa rehusaba con obstinación el ir a gozar allí de la Primavera; porque para esta mujer no había ya ni primavera ni goces. La justicia divina hacía pesar sobre ella de una manera espantosa los resultados de una culpa fría y voluntaria, que ni una sola disculpa tenía para aminorar su horror. Quiso esta alta y poderosa justicia imprimir en un corazón duro e impávido, por la fuerza de los hechos, lo que los sentimientos no habían podido comunicarle. ¡Y estos hechos eran terribles! Pues había dado sucesivamente dos hijos al conde, cuyo nacimiento inesperado aterró a la madre. Había más aún: veía al mayor de los tres niños, hermoso muchacho, franco, valiente y sincero, pero que no podía sufrir, ocupar en el cariño del general el lugar preferente. Porque no sólo simpatizaba Ramón -así se llamaba este niño- con el general, sino que en el equitativo anciano, el desvío y hostilidad que le mostraba la condesa eran motivo para que compensase esta injusticia, redoblando su amor e interés hacia el que de ella era víctima. ¡Así había traído la Providencia, por la fuerza terrible de los hechos, a aquel corazón frío e inerte al remordimiento, y éste había ahuyentado a aquella mujer culpable de la casa en que todo le recordaba su culpa!

¡Remordimiento! Tú, que ciñes la cabeza de una corona de espinas y el corazón de un cilicio; tú, que tan ligero haces el sueño y tan pesada la vigilia; tú, que te interpones entre la clara mirada que viene del alma y los ojos para empañarla, y entre la sonrisa pura que viene del corazón y los labios para amargarla; tú, que callas cuando aparece la culpa seductora de frente, y que tan alta y espantosamente lanzas tus saetas cuando, pasada ya, no se puede retroceder, ¡cruel e inexorable remordimiento! ¿quién te envía? ¿Es el espíritu del mal, para gozarse en su obra y desesperar al hombre, o es Dios, para avisarle, a fin de que expíe sus faltas?

La clemencia divina abrió con el remordimiento dos sendas al hombre: la desesperación y la penitencia. Las almas tibias, las voluntades flojas, fluctúan entre ambas, agonizando así entre la hoguera, que las ha de purificar, y el mar sin fondo, en cuyo amargo abismo se corromperán para siempre.

Estos tormentos de que era víctima Ismena, este remordimiento, -¡gusano eterno! -habían roído su corazón y su vida, como un cáncer incurable. Iban sus torturas en aumento, a medida que sentía acercarse su fin. En sostenida lucha con su conciencia, que no transigía con razones ni con miras mundanas, cada día más incierta sobre entrar por la senda que ésta le trazaba, y que su orgullo rechazaba, Ismena, igualmente horrorizada de la terrible hoguera y del espantable abismo, caminaba a su fin, como el reo al patíbulo, deseando a un tiempo alargar y acortar la distancia. Casi postrada ya, los facultativos insistieron, como por último recurso, en que respirase su abrasado pecho las frescas brisas del campo.

Habiéndose anunciado en Chiclana la venida de los señores, la casa estaba preparada para recibirlos. El toldo cubría el patio como un movible techo; la limpieza más exquisita brillaba en ella como un barniz; los pájaros cantaban, y las flores mostrábanse lozanas, aunque María ya no cantaba al regarlas!

El sonido de los cascabeles anunció la berlina, que llegó pausadamente, y se paró a la puerta. ¡Ya no era la hermosa y brillante Ismena, sino su sombra, la que apoyada sobre el brazo del general, y sostenida por un facultativo, se arrastró bajo el soberbio portal de mármol, como un cadáver en su suntuoso mausoleo! A los veintiocho años, Ismena había perdido todo el brillo de la juventud: sus claros y brillantes ojos estaban empañados y abatidos; sus dorados cabellos habían encanecido, y su tez blanca y mate parecía una mortaja que cubriera un esqueleto! Pocos años habían bastado para producir este cambio, puesto que no era el tiempo el que con su pausada y suave mano le había traído, sino el sufrimiento con su destructora garra.

La condesa fue llevada al sofá, en el que quedó por mucho rato tan postrada, que parecía insensible a cuanto la rodeaba. Mas cuando la dejaron sola, dijo con febril agitación a Nora que llamase a María. Nora, previendo la fuerte sacudida que había de producir la vista de la desgraciada anciana, víctima de su infortunio, quiso replicar; pero la condesa reiteró la orden con tal exasperación, que fue preciso obedecer. Cuando entró la anciana, Ismena extendió sus convulsos brazos hacia ella, la estrechó en ellos, y reclinó su cabeza ardiente y su ruborizada sien sobre el pecho de la anciana que la había visto nacer. Pero María estaba serena: en aquel pecho latía tranquilo su puro corazón. Sus ojos habían perdido la expresión de contento que antes tenían, pero no la de la paz del alma.

-María -exclamó al fin Ismena-, ¿cómo habéis podido soportar vuestra desgracia?

-Con la resignación que Dios da cuando se le pide, señora -contestó la anciana.

-¡Oh! ¡Bienaventuradas las penas con que ésta no es incompatible! -exclamó mentalmente Ismena.

-Un día os dije, señora -prosiguió María-, que me inspiraba orgullo mi hijo; y Dios ha permitido que ese hijo, mi galardón y mi gloria, fuese difamado por todas las apariencias de un delito!

-¡Apariencias! -dijo Nora-. ¿Quién dice eso?

-Todos -contestó María con suave firmeza.

Y después de algunos instantes, continuó con la misma serenidad:

-Un profundo misterio cubre a mis ojos, como a los de todos, las circunstancias de su huida. Pero si alguna persona está complicada en ella, ¡perdónela el Divino Juez, como la perdono yo! Dios y yo sabemos que mi hijo no fue ni pudo ser criminal: esto me basta; ¡callo y me conformo!

-¡Y no os engañaron vuestro corazón y vuestra convicción de madre! -exclamó Ismena, cayendo exánime sobre los cojines del sofá.

Ismena fue acostada en su lecho, y se atribuyó su peor estado a la agitación y fatiga del viaje.

Un narcótico fue calmando gradualmente su agitación, y la sumió más tarde en un sueño facticio, por lo que todos, menos su ama, se fueron a descansar de las fatigas y emociones del día.

El general, por delicada previsión, había mandado cerrar la llave de la fuente, para que su murmurio no turbase el débil reposo de su mujer. Sonaron las doce en el reloj de la sala, y doce veces sonó la voz del Tiempo como una aterradora profecía. ¡Doce contó el austero anciano con su inflexible memoria, y doce años cumplían ahora que sobrevivía Ismena culpable en la molicie del lujo, y con la aureola de la consideración y del respeto público! ¡Doce años hacía que después de sacrificar su conciencia a su soberbia, había sacrificado una noble existencia a su orgullo!

Ismena despertó sobresaltada, y se incorporó en su lecho: sus ojos desatentados vagaban por todas partes; su sangre hervía precipitada por la fiebre.

Su devoradura inquietud la ahogaba; el peso que oprimía su pecho la sofocaba! Se arrojó del lecho, y corrió a la ventana, pues anhelaba, cual la Margarita en el Fausto de Goethe, aire para respirar.

La suave luna y el dulce silencio se unían en aquella templada noche como hermanos. Eran tan profundos el sosiego y la calma, que pesaron sobre el alma agitada de Ismena como el ambiente sereno, pero sofocador, que precede a la tormenta.

Apoyó su ardorosa frente en la reja de la ventana que daba al patio, negra y dorada como su existencia! Oyó entonces a lo lejos dos voces que se unían para rezar, tan hermanadas como la Fe y la Esperanza! Eran las voces de María y de Piedad, que rezaban el Rosario. Había algo de solemne en aquel sonido dulce y monótono, con el que la palabra sin pasión, sin movilidad, sin modulaciones terrestres, se alza al cielo, como lo hace el humo del incienso sobre el altar suave, sin color y sin ímpetu, como impulsado por la atracción del cielo. Algo que conmovía hondamente había en esas palabras mil veces repetidas porque mil veces son sentidas; en esos rezos, en que se unen millares de corazones al pie del trono de Dios; en esos rezos, que son tradición verbal no interrumpida de Jesucristo y de sus apóstoles, que han santificado las almas de miles de generaciones; en esos rezos tan perfectos y cumplidos, que en vano querrían perfeccionarlos todos los adelantos y todas las ilustraciones del espíritu humano.

¡Qué doloroso contraste formaban aquellas graves y apacibles voces con el estado del alma de Ismena, en la que rugía el remordimiento! ¡Quiso unirse a ellas, y no pudo!

-¡Oh, Dios mío! -exclamó, apartándose de la ventana-. ¡No puedo rezar!

Pero pronto volvió, atraída por el santo e irresistible imán de la oración. Entonces oyó a María pronunciar estas palabras: «¡Por la paz del alma de mi hijo Lázaro!»

Y la oración de las dos católicas continuó, sin que sus voces se inmutasen.

-¡Ah! -exclamó Ismena, retorciendo desesperadamente sus manos-. No soy digna, Dios Santo, de unir mi voz maldita a esas voces puras que no empañó la culpa, ni sofoca el remordimiento!

Postrose en el suelo con el rostro sobre la tierra, hasta que el último amén subió al cielo. Entonces se levantó, causándose a sí misma horror como un espectro, y vio a Nora, que se había quedado dormida en un sillón; acercose a ella, y asiola fuertemente por un brazo con su mano, antes tan hermosa, y que ahora parecía la garra de un águila de mármol.

-¡Duermes! -exclamó-. ¡Duerme la iniquidad, en tanto que la inocencia vela y ora! ¡Despierta! Que tu reposo es más horrible aún que tu culpa. Ves a la que sacaste con esmero de su dulce cuna entrar por tus infames sugestiones en su féretro, ¡y duermes... mientras ella agoniza! -¿Qué ves en lo pasado? El delito impune. ¡Y duermes! -¿Qué ves en lo presente? Una usurpación, un despojo, una traición, un crimen frío de todos los días. ¡Y duermes! -¿Qué ves en lo futuro? La divina y universal justicia de Dios, tan dulce para el justo, tan tremenda para el criminal. ¡Y duermes! -¡Pero esta justicia hará que recaiga sobre tu cabeza la maldición que pesa y oprime ya la mía! ¡Lleva, pues, unida al anatema de Dios, la maldición de la que sedujiste! Pues culpable soy cual ninguna; pero ¡Nora, Nora, sin ti no lo hubiera sido!

A los gritos que dio Nora acudieron todos los habitantes de la casa, y hallaron a la condesa en un espantoso y convulso estado, que se asemejaba a la demencia. Nora estaba aterrada y desvariaba; pero esto se atribuyó al dolor que le causaba el cercano fin de su señora.




Capítulo VI

Al día siguiente fue espantosa la agitación de la enferma. A la noche se vieron los médicos precisados a suministrarle un fuerte narcótico, que la hizo caer en un profundo sueño.

El general se ocupó en arreglar los papeles que yacían dispersos en un lindísimo escritorio antiguo de ébano, ornado de riquísimo trabajo de talla y pinturas de Rubens en sus varios compartimientos, en el que guardaba Ismena sus papeles. El escritorio había sido abierto por orden de su dueña aquella tarde, para sacar de él papel y pluma que necesitaba.

Ismena había aprendido de su padre el inglés, que poseía como su propia lengua. El general fijó con dolor su atención sobre una traducción empezada por su mujer, considerando que ya no la concluiría! Era la traducción del Hamlet de Shakespeare. El general se puso a leer lo último que su mujer había escrito. Era el monólogo del rey Claudio, en el tercer acto; la letra era temblorosa, como si la hubiera trazado una mano trémula. La traducción, en la que un inteligente hubiera notado algunas supresiones voluntarias, era ésta:

«¡Maduró ya la culpa, y clama al cielo! ¡Sobre ella pesa la primera maldición que entró en el mundo: la del fratricidio! -No puedo rezar, aunque a ello me impelen el deseo y la voluntad; pero la postración de la culpa es más que la fuerza del propósito; y así como el hombre en quien dos poderes luchan, vacilo entre sucumbir al peso de mi delito, o entregarme al esfuerzo del buen propósito. ¿De qué sirve la misericordia, sino para bajar sobre la frente del pecador? ¿Y no tiene la oración la doble virtud de precaver la caída, y de levantar al caído, obteniendo el perdón? Quiero, pues, levantar al cielo mis miradas. Pero ¿cuál es la forma de oración que se apropia a mi delito? ¿Puedo pedir y esperar perdón? ¿Hay acaso bastante agua en las suaves nubes del cielo para lavar la mancha de sangre en la mano del fratricida? ¿Hay, por ventura, remisión para aquel que sigue disfrutando los beneficios de su delito, su reina, su corona, su vanagloria? No puede ser.

»Puede la dorada mano de la iniquidad sumergir la equidad en las corrompidas corrientes del mundo, y le es dado a un vil soborno falsear a veces la ley humana. ¡Pero no así allá arriba! ¡Allá no vale el artificio, ni nada puede la mentira! Allá aparece el hecho en su desnudez, y el delincuente habrá de acusarse a sí mismo en el reino de la verdad. ¿Qué nos queda, pues? -Probar hasta dónde alcanza la virtud del arrepentimiento. ¡Ah, sí! Todo lo puede... Pero ¡ay! ¡Si quisiese el pecador y no pudiese arrepentirse! -¡Oh, infausto estado! -¡Oh, pecho negro como la muerte! -¡Oh, alma, que al esforzarte por libertarte de la red del pecado, te envuelves en ella! -¡Ángeles, acudid a su socorro! Ablándate, corazón de acero, hasta ser cual las fibras del niño recién nacido. -¡Inflexibles rodillas, doblaos! (Se arrodilla, y después de un momento de silencio prosigue.) ¡Ah! ¡Las palabras han volado, pero faltan alas al corazón, y las palabras que sin el corazón llegan al cielo no hallan en él entrada!».

Esta traducción literal y mala, aunque apenas daba una idea de la magnífica, profunda y elevada poesía del poeta que fue y es gloria de su patria, llenó, no obstante, de admiración al general, cuya alma era accesible a todo lo bello y a todo lo bueno. Pero al echar una mirada sobre su mujer, que yacía blanca sobre su blanco lecho, como una marchita azucena sobre nieve, hizo esta sencilla reflexión:

-¿Por qué busca estos cuadros de delitos y pasiones? ¿Por qué imita la paloma el grito fúnebre del búho? ¿A qué remeda la oveja sencilla el rugido del herido y sangriento león?

Después de haber guardado los papeles, el general se sentó en un sillón a los pies de la cama de su mujer, y levantó a Dios su corazón en una ferviente plegaria por la vida de la que amaba.

El reloj de la sala contigua a la alcoba dio las once, con la tenacidad de un recuerdo que se rechaza y que constantemente vuelve: sus ecos y metálicos sonidos vibraron en el silencio, como si llamase a una cerrada puerta la justicia, para la que no hay puerta que pueda permanecer cerrada. Estos claros sonidos estremecieron a Ismena en su sueño, y despertó dando un sordo gemido.

El general, que vio a su mujer con los ojos desatentados, y que la oyó pronunciar palabras incoherentes, se acercó a ella, y rodeándola con sus brazos, le dijo:

-Serénate, Ismena; has tenido alivio. Dios oye nuestros ruegos: hace algunas horas un sueño benéfico restaura tus fuerzas.

-¿He dormido? -murmuró Ismena-. ¡He dormido en el borde de mi sepultura, como si ésta me prometiese descanso! ¡He dormido, cuando tan poco tiempo me queda para arreglar mis cuentas sobre la tierra! ¡Sentaos, señor!... que como a tal quiero hablaros, y no como a mi marido; porque digna no soy como a de ser vuestra mujer. Hablaros quiero, no como a mi compañero, sino como a mi juez, cuya clemencia imploro.

El general atribuyó estas extrañas palabras al delirio, y sin hacer alto en ellas, quiso tranquilizar a su mujer, proponiéndole diferir las explicaciones que quería hacer para más adelante. Pero Ismena insistió con energía en que la escuchase, y prosiguió:

-Voy a morir... y dejo sin sentimiento todos los bienes de la tierra. Sólo uno es el que ambiciono, y quisiera llevar conmigo a la tumba. Vos, que fuisteis para mí padre, marido y bienhechor, no me lo negareis, puesto que sólo vos podéis dármele; porque este bien que imploro es, señor, vuestro perdón.

Al oír a su mujer, el general se confirmó en que deliraba, y volvió a suplicarla que no se agitase como lo estaba haciendo. Pero Ismena insistió de nuevo y con ahinco en que la prestase atención sin interrumpirla.

-Si una mujer -dijo- que ha expiado una culpa con todo lo que el remordimiento tiene de terrible y dedestrozador, arrebatándole éste su sosiego, su salud y su vida; si esta desgraciada, en el momento de morir desesperada, puede inspirar alguna compasión... ¡oh, vos, que habéis sido el más generoso de los hombres; vos, que sembrásteis mi vida de flores, tened para mi muerte una rama de oliva! Recibid sin rechazarme, sin huir de mí en mis últimos instantes, sin hacer horrible mi agonía con maldecirme, una confesión que os probará que mi corazón no está del todo pervertido, cuando tiene valor para hacerla.

Un sudor frío bañaba la frente de la moribunda: sus yertas manos temblaban convulsivamente; sus palabras salían débiles, pálidas de sus labios, como las últimas gotas de sangre que vierte una herida de muerte! Sin embargo, haciendo un postrer y heroico esfuerzo, prosiguió así:

-Sé que voy a traspasar vuestro corazón con un agudo puñal; empero sólo ese medio puede impedir el que yo muera desesperada. Aquí tenéis -prosiguió, sacando un pliego cerrado que tenía debajo de su almohada- una declaración firmada por mi y atestiguada por dos testigos venerables, con el fin de impedir una infame usurpación, un criminal expolio y un horrible abuso de vuestra noble buena fe. Por ella veréis, señor, que... ¡Ramón no es nuestro hijo!

El general, al oír estas tremendas palabras, por un movimiento involuntario se alzó de su asiento con ímpetu; pero al punto recayó en él anonadado, y cubriendo su rostro con ambas manos, exclamó con asombro y dolor:

-¡Ramón, Ramón no es hijo mío!!!

-¡Tened piedad de mi agonía! -gimió Ismena torciéndose las manos.

-¡Eres una infame! - exclamó el general con toda la indignación de la probidad contra la traición, y con toda la repulsa de la virtud hacia el crimen.

Jamás había oído Ismena la bondadosa y paternal voz de su marido tomar el terrible y viril acento con que le arrojó el oprobio a la faz, y se sobrecogió cual herida de un rayo. El profundo dolor y la severa condena de su marido le parecieron abrir un abismo entre ambos, y hacer imposible que los labios que articulaban aquel acerbo fallo pronunciasen la dulce palabra que anhelaba en su agonía, y que deseaba más que la vida. Esa palabra, que sólo podía dulcificar su muerte, era el perdón, que es el más bello y perfecto fruto de la caridad; el perdón, cuyo valor es tan grande, que con toda su sangre lo compró el Hijo de Dios, y que concede su Padre por una lágrima; ¡tal es su misericordia! El perdón, don divino que ni pide ni otorga el orgullo, y que implora y concede la mansedumbre; ese perdón, que llevaría la culpable al cielo como una eficaz intercesión. ¿Acaso había tardado demasiado en pedirlo? ¿Iría a morir quizás en el momento en que las olas de la sangre sumergían en el corazón del ofendido la santa misericordia, la generosa clemencia? La infeliz, en su desaliento, se arrojó fuera del lecho, cayó postrada, y levantando sus cruzadas manos, que apoyó sobre el noble pecho del hombre a quien había engañado, gritó con voz gutural y moribunda:

-¡Perdón!

Su último pensamiento, su último sentir, su último aliento se disolvieron en esta última palabra. El general se estremeció al oír aquel grito destrozador lanzado en el estertor de la muerte; se inclinó hacia su mujer, y la cogió en sus brazos: ¡no levantó sino un cadáver!

En aquel instante se oyeron las doce lentas y graves campanadas del reloj, como si hubiese aguardado el Tiempo ese momento para lanzar su metálico sonido cual un espontáneo y piadoso doble!




Capítulo VII

Una culpa secreta, arrastrando sus terribles consecuencias, enlazadas unas a otras cual un grupo de serpientes, había ya costado la felicidad y la vida a la que la cometió, y la razón a la que la concibió; pues el anatema y la muerte de Ismena condujeron a Nora a la casa de locos. Y sin embargo, su horrenda rastra y sus amargas influencias no habían parado aquí, y emponzoñaban los últimos años de la existencia, hasta entonces tan serena y apacible, del general conde de Alcira. Se reconvenía el excelente anciano, sin cesar, por la palabra dura y acerba que la indignación arrancara a sus labios, y que era la sola con la que en su vida toda había herido a un corazón destrozado y marchito, que imploraba una suave y santa palabra para dejar de latir tranquilo, y que sólo halló un cruel baldón, con el cual murió desesperado. -Lloraba ardientes lágrimas por no haber concedido aquel perdón, que sólo pudo faltar un instante a su corazón generoso; ¡y este instante había sido el último de la infeliz que lo imploraba! Aquel perdón que quizás hubiese prolongado su vida, calmado sus sufrimientos, dulcificado su muerte, ¡se lo había negado!!!

Este recuerdo, que era a su vez un remordimiento, envenenaba su vida!

La reacción que experimentaba, llegaba, en su bondad natural, hasta hacerle casi disculpar un delito compensado por tan sobresalientes cualidades, borrado por un remordimiento sin igual, y por sufrimientos mortales, puesto que la muerte tiene la dulce prerogativa, al asir su presa, de llevar consigo a la tierra lo malo que tuvo, y dejarle lo bueno por epitafio.

El general compensó aquel momento, en que se había olvidado de ser cristiano, con multiplicadas obras de caridad, ofrecidas a Dios en holocausto, para lograr del cielo el perdón, que negó la tierra, a la arrepentida pecadora, y con incesantes sufragios para obtener el descanso de su alma; preces que el Eterno escucharía, porque Él oye al hombre a quien crió, cosa que no puede negar el más aferrado incrédulo: que no hizo el Criador del hombre un expósito, sino que, le reconoció por hijo, le dio preceptos y le prometió una gloriosa herencia desde la cruz.

Todas las mañanas un sacerdote ofrecía el santo sacrificio de la Misa por el descanso de un alma que eternamente vivía en el corazón del anciano, el cual, arrodillado al pie del altar, unía sus oraciones a las del sacrificante.

Amargaba, además, la vida del general el horrible secreto que le ahogaba, y envolvía con él a todos sus hijos, así como el soberbio grupo del Laocoonte la fiera sierpe hace su presa del padre y de sus hijos. No podía romper el arcano, sin sacrificar al que su bondadoso corazón amaba siempre con tierno cariño, sin difamar las cenizas de la madre de sus hijos. El general guardó, pues, este infausto secreto: respetaba la infancia y la inocencia de sus hijos, y no se hallaba con valor para descubrirlo. ¡Siempre será tiempo -pensaba- de descorrer el velo a tan triste y cruel realidad! Algunas veces había pensado enterrarlo consigo. Pero ¿con qué derecho podía él, hombre de tan estricta y firme probidad, privar a sus hijos de sus bienes en favor de un extraño? ¿Cómo hacer cabeza de su noble casa a un individuo extraño, a un expósito, usurpando sus derechos a sus legítimos propietarios?

Hay padres mundanos que quieren hacer sonar más alto que la voz de la conciencia el parecer del mundo, y pesar más que el fallo de aquélla las consideraciones sociales, pretendiendo amoldarlas a las circunstancias. Pero ¡no transige la conciencia! Pues si lo hiciese, no sería lo que es. Sería entonces una encubridora, y no una centinela: sería una veleta, y no un cimiento; perdería la confianza que inspira, y el respeto que merece. La conciencia da sus fallos como el sol difunde sus luces, sin que nada las empañe ni tuerza su dirección.

Háblase, para turbar a los que ciegamente por la conciencia se guían, de las lágrimas que su inflexibilidad hace derramar, de los males que a veces origina, y de los trastornos que suele causar en un estado de calma exterior y de tranquila superficie; y para tildarla, se exponen razones bellas y brillantes, pero falsas, y que pecan por la base. Si la conciencia exige una dolorosa operación en una parte gangrenada del cuerpo social, que no vengan la ciega bondad, o a veces la hipocresía con nombre de humanidad, a clamar contra una decisión que llamarán cruel, y que puede que lo sea, pero que es necesaria, si la gangrena no ha de propagarse, y si ha de quedar sano el cuerpo y sin males solapados. La conciencia es el sentimiento del deber que puso Dios en el corazon del hombre, como puso su invariable dirección en el imán, para que, cual éste, nos sirva de norte. Este sentimiento del deber admirémosle con el gran Schlegel, que ha dicho que «las dos cosas más bellas que conocía, eran el cielo estrellado sobre nuestras cabezas, y el sentimiento del deber en nuestro corazón».

Corrieron, entre tanto, los años: el conde había envejecido, y veía acercarse su fin. Queriendo pasar sus últimos días rodeado de sus hijos, y viéndose precisado antes de morir a descubrir el secreto que no podía llevarse consigo a la tierra, los mandó venir a reunirse con él en Chiclana. Allí quería morir, para ser enterrado al lado de su mujer, y darle, aun después de muerto, ese público testimonio de amor y de aprecio.

Hallábase recostado el general en su cama-sillón del que ya no podía levantarse: sus hijos le rodeaban.

Aunque entonces no estaba puesta en uso la palabra ilustración, ni los colegios estaban modernizados, no obstaba eso para que los tres hermanos fuesen tres jóvenes tan cumplidos como caballeros, que llenaban de placer y vanagloria al general. Ramón, el mayor, había salido del colegio de artillería, colegio del que salieron por entonces Daoiz y Velarde. El segundo salía de las Academias de guardias marinas, adonde también habían pertenecido los héroes de Trafalgar, titanes que a un tiempo lucharon con las grandes fuerzas de un poderoso adversario, con la cobarde traición de un aliado, y con la desencadenada furia de los elementos, y que fueron, no vencidos, sino destrozados por los tres enemigos conjurados. El tercero llegaba de la Universidad de Sevilla, en la que estudiaban poco antes o por entonces los Listas, Reinosos, Blancos, Carvajales, Arjonas, Roldanes, Calatravas y González, y el digno, sabio y ejemplar maestre, gobernador que fue del arzobispado; porque bien pueden faltar a España caminos de hierro, buenas posadas, refinados y sensuales goces, pero en ninguna época le han faltado sabios ni héroes. El general miraba a los tres por turno con una indefinible expresion de ternura, y cuando sus ojos se fijaban en Ramón, los bajaba para ocultar las lágrimas que a ellos se asomaban.

El vivo placer que tuvo de ver a sus hijos, unido a la angustia que sentía mirando la espada de Damocles suspendida, sin apercibirse el amenazado, sobre la cabeza de Ramón, agitaron tanto al anciano, que pasó aquella noche mala y calenturienta.

A la mañana siguiente anunciaron los facultativos la conveniencia de que hiciese el enfermo sus últimas disposiciones. La aflicción de sus hijos, que le adoraban, fue desgarradora.

El general estaba tan preparado a dejar el mundo y a comparecer ante el juicio de Dios, que fueron sus disposiciones solemnes, pero cortas y serenas.

Hacia el anochecer, sintiéndose debilitar por momentos, dispuso que le dejasen solo con sus hijos. Entonces éstos se acercaron al lecho del anciano, reprimiendo sus lágrimas para no afligirle.

Después de haberlos mirado por largo rato, les dijo:

-Hijos míos, un cruel secreto, que ha de hacer la desgracia de uno de vosotros, existe hace muchos años oculto en el fondo de mi alma! Pero... pues voy a morir... no me queda más tiempo para ser su depositario. ¡Oh, Dios mío! Mi corazón lo desmiente! Y sin embargo, ¡uno de vosotros, no es hijo mío!

El doloroso asombro que se manifestó en el rostro de los tres hermanos los dejó mudos, pálidos y sobrecogidos.

-Bien conocéis -continuó el general después de una pausa, en la que tomó aliento- que mi interés y cariño hacia vosotros son los mismos para todos, y que nadie ha conocido, ni aun vosotros mismos, cuál era el que no me pertenecía. Y vosotros, hijos míos -añadió enternecido-, ¿cuál de los tres es el que no siente por mí la ternura de hijo?

La simultánea y elocuente respuesta de los tres hermanos fue arrojarse en los brazos del anciano, sofocados por sus sollozos.

-Pues si vuestro corazón no os lo dice -prosiguió el general profundamente conmovido-, mi cruel deber es declararlo.

Los tres hermanos se miraron un instante, y arrojándose por un movimiento instantáneo y unánime en los brazos unos de otros,

-¡Padre! -exclamaron a una voz-. ¡No queremos saberlo!

El general levantó los ojos y las manos al cielo.

-¡Dios mío -exclamó, -os doy gracias! Muero tranquilo y contento. ¡Hijos míos! ¡Hijos míos! Que la satisfacción de haber ocultado para siempre un funesto secreto; que el recuerdo de haber cubierto con un santo velo de amor fraterno el infortunio de uno de los tres, haga vuestra vida feliz y tranquila, así como vosotros habéis hecho mi muerte!

Y poniendo sus manos sobre las cabezas de los tres hermanos, que se habían arrodillado al lado de su lecho,

-Que sean mis últimas palabras -dijo en vez solemne y suave- vuestra recompensa. ¡Hijos míos, yo os bendigo!!!

FIN






ArribaAbajoLa flor de las ruinas

Relación de un sucedido



Capítulo I

A principios de este siglo, y antes de la invasión de los franceses en la Península Ibérica, se había reunido una numerosa sociedad en una de las casas de campo que circundan a Lisboa como macetas de flores.

Entonces la política estaba circunscrita al Gobierno. ¡Ojalá sucediese hoy lo mismo! Así podríamos decirle con el descanso que exclamaba un marido al contemplar el panteón de su mujer:


   Ci gît ma femme... ¡Ah! qu'elle est bien
pour son repos, et pour le mien!




   (Aquí yace mi mujer...
Ella descansa, y yo también.)



De esto resultaba que en las sociedades no disputaban, sino que se divertían, los concurrentes. No tomaban los hombres, para darse importancia y talante de hombres públicos, esos afectados aires de madurez, harto desmentidos en la vida privada; ni se anticipaba una agria y criticadora vejez. Por el contrario, se prolongaba, alguna vez con exceso, una alegre y móvil juventud; lo que, a lo menos, no hacía a los hombres antipáticos, hipócritas y arrogantes, ni peor al Gobierno.

Las mujeres, sin tener pretensiones algunas al espíritu de independencia que les quieren inocular las ideas avanzadas, no aspiraban a ser libres; pero eran de hecho soberanas; lo que engendraba el buen gusto y finura de aquella sociedad. La influencia de la mujer es la más selecta cultura que recibe el hombre.

La señora de la casa en que se hallaba reunida la sociedad que hemos mencionado, estaba sentada a la mesa, cubierta ésta de un opíparo refresco. A pesar de que había pasado su primera juventud, era aún muy bella; y aunque con su acostumbrado buen trato se ocupaba sin cesar de las personas que tenía a su lado, sus negros y hermosos ojos no se apartaban de un joven elegante y bien parecido que estaba sentado a los pies de la mesa. Uno de sus vecinos, que era íntimo amigo de la casa, lo notó y se sonrió. Entonces ella le dijo en queda y conmovida voz:

-¿No es cierto que es muy hermoso?

-Como que es vuestro vivo retrato -contestó su amigo.

-No, no -repuso la señora-; yo soy pequeña, él tiene la persona de su padre.

-Verdad es -contestó su vecino -que tiene la aventajada estatura de su padre; lo que no obsta a que tenga las perfectas facciones de su madre.

Este hijo acababa de llegar de Inglaterra, en donde su padre, que era cónsul extranjero, había dispuesto que se educase; y en regocijo de su regreso se daba la presente fiesta.

Habíase la concurrencia levantado de la mesa, y formaba ahora diferentes grupos, unos cerca del piano, otros al lado de las mesas de juego, y otros en el terrado ante la casa, para gozar del fresco y de la hermosa vista que desde allí se extendía en prolongada lontananza, más bella aún a la mágica luz de la luna, que reflejada en el mar, le daba un brillante horizonte de plata.

La dueña de la casa se sentó al lado de la abierta puerta del jardín, y a poco el recién llegado vino a sentarse a su lado.

-¡Qué hermoso es esto, madre mía! -exclamó con entusiasmo.

-¿Con que... no has olvidado del todo a tu patria en los diez años que has estado ausente, hijo mío?

-¡Oh, no! -contestó el joven-. Pero las imágenes que conservaba mi memoria eran las que vi en mi niñez con mis ojos de niño, y que son por consiguiente completamente distintas de las que percibo ahora.

-¿Y cuáles te agradan más?

-Me sería difícil decirlo, señora. Lo que sí puedo aseguraros es que lo que ahora veo tiene la ventaja de una sorpresa admirativa, sin haber perdido el indefinible encanto que el recuerdo le presta. Así es que gozan a un tiempo mis ojos y mi corazón.

¿Te parece, pues, bella, aun viniendo de Londres, nuestra Lisboa? -preguntó con patrio orgullo la hermosa portuguesa.

-Bellísima, madre. ¿Cómo no me lo había de parecer la hermosa ciudad, cuyos pies besan el Tajo con sus dulces labios y el Océano con sus saladas olas, y que retirándose de ambos, como altiva doncella, se refugia a las faldas de su madre, que la corona de mirtos, azahares y jazmines corno a una ninfa?

-¿La amas, pues, más que a la soberbia Inglaterra? -preguntó con gozo su madre.

-Sí por cierto. Inglaterra es grande y bella; pero lo es como una estatua de mármol. Tiene el porte digno y frío de una princesa, y no inspira amor y simpatía. Así es que todo inglés que puede hacerlo, vive la mitad de su vida ausente de su patria; y nosotros no nos hallamos sino en ella. Y es que ellos aman a su país por reflexión, y nosotros al nuestro por sentimiento. Que hayan los ingleses formado a su país, o que su país los forme a ellos, de ambas maneras preside a esta obra de cabeza la frialdad. Así es que en aquel país se piensa más, y en el nuestro se siente más: el inglés admira a su país; nosotros amamos al nuestro.

-¡Muy cierto! -exclamó la madre-. Tu padre me llevó recién casada a Inglaterra. Todo lo hallé muy hermoso en aquel país de las perfecciones materiales. Pero, hijo mío -añadió poniendo su mano sobre su corazón-, este rinconcito que tenemos aquí no lo hay allí!13




Capítulo II

Tenía Pedro, que así se llamaba el recién llegado, una naturaleza esencial y profundamente poética. No porque tuviese una imaginación vasta y creadora, sino porque tenía un manantial perenne de poesía en su corazón. Por lo cual, si bien no expresaba un pensamiento bello engarzado en buenos versos, lo impregnaba todo de ese maná poético bajado del cielo sobre esta árida vida, sin que por eso prestase una disposición o viso romanesco a las cosas; pues para él era lo poético lo sencillo y lo cuotidiano, pero no lo extravagante. Su ideal era restricto, y alumbraba con su divina luz interna cada objeto, aunque pequeño, siempre que fuese por naturaleza bueno, inocente y sincero. Apartábase instintivamente de los volcanes y sus ardientes lavas las pasiones; de los fuegos fatuos, de las falsas brillantes ideas, del ruido y de la pompa de la retumbante palabrería, teniendo, cual los Reyes de Oriente, una estrella en el cielo, a la que con fe ciega seguía.

De esto resultaba que era Pedro un joven modesto y reconcentrado, porque sólo en su madre hallaba aquella paridad de ideas y de sentimientos, que inspiran y engendran una entera confianza. Divorciado por inclinación y por deber de todos los vicios, no había intimado con los jóvenes de su edad, que los suelen ostentar, no sabemos si como prerrogativas, si como despreocupaciones, si como gracias, o como trofeos de rebeldía.

Así sucedía que solía pasear solo, sin dejar por eso de gozar entre aquellos mirtos y laureles, que hacen del de Lisboa tino de los más bellos paseos de Europa.

Muchas veces había notado Pedro con extrañeza a una joven de condición humilde, pero de hermosura notable, que se sentaba solitaria en uno de los bancos del paseo, y que puesta la mano en la mejilla, no levantaba sus ojos del suelo sino para fijarlos en él. Había en aquellas miradas una mezcla de tristeza, de inocencia o ignorancia de los usos establecidos, unida a un interés tan sentido, sin ser provocado por el que lo inspiraba, que no pudo menos de sorprenderle. Empero en el sentir delicado de Pedro, lo chocante de la provocación superó todo el atractivo que la hermosura y todo el interés que la tristeza debían naturalmente inspirarle. Cada tarde hallaba Pedro a la muchacha en el mismo sitio; cada tarde veía a algunos jóvenes calaveras, a quienes aquella linda aparición atraía, rudamente rechazados, y cada tarde era más marcado el dolor que se iba grabando profundamente en aquel rostro joven y hermoso.

Dice Kératry que Dios ha dado la compasión por abogada a la desgracia. Así sucedió que algunos días después, al llegar la entrada de la noche, y al notar que la muchacha se levantaba para retirarse, y que por despedida fijaba en él sus grandes ojos, de los que corrían abundantes lágrimas, Pedro, a pesar de la timidez de su carácter y de la rigidez de su conducta, fue arrastrado a seguirla, más por la compasión que las lágrimas inspiran, que no por la seducción que la belleza ejerce.

Después que en su seguimiento se hubo internado por algunas calles solitarias, Pedro se acercó a ella, y le preguntó con timidez sí le aquejaba algún pesar, y si era de naturaleza que pudiese él remediarlo o aliviarlo.

-¡Soy muy desgraciada! -contestó ella, prorrumpiendo en un amargo llanto.

-¿Cuál es vuestra desgracia?

-No puedo decirla.

-Así no hallareis consuelo. ¿Por qué venís todas las tardes al paseo?

-Antes venía porque me obligaban; ahora vengo por mi propia voluntad.

-¿Quién era, y cuál el motivo que os obligaba, a vos, tan linda y tan niña, a venir sola a un paseo público?

-No puedo decirlo.

-¿Y por qué venís ahora de motu proprio?

La muchacha calló. Pedro repitió su pregunta.

-¿Qué os importa? -respondió ella con una mezcla de despecho, de aflicción y de brusquería, que aunque unidos, se hacían cada cual palpables en sus palabras duras, en su acento amargo y en sus dolorosas lágrimas.

-Me importa, puesto que lo pregunto -dijo Pedro.

-¿Y por qué os importa?

-Porque me interesáis.

-¿De veras? -exclamó ella.

-Muy de veras -respondió Pedro-. Decidme, pues, el motivo de vuestra aflicción.

-¡No puede ser! Si os intereso, demostrádmelo de otra suerte que no con preguntas.

Pedro sacó del bolsillo una moneda de oro, que presentó a su interlocutora.

-¡Eso no! -exclamó ésta con vehemencia-. No me lo demostréis ni con preguntas ni con monedas. Las unas demuestran curiosidad; las otras, caridad; pero ninguna demuestra...

Se detuvo y añadió con tristeza:

-¡Interés!

-Dejad que os acompañe a vuestra casa -dijo Pedro, cada vez más empeñado, y cada vez más interesado por aquella extraña mujer.

Esta no pudo disimular un estremecimiento, y exclamó:

-¡No, no! ¡Ni pensarlo! ¡Eso no puede ser!

-¿Sois casada? -preguntó Pedro.

-Ni soy casada, ni me casaré nunca, ¡nunca!

-Entonces, ¿en qué puedo servíros? -tornó a preguntar Pedro, absorto de encontrar tantas anomalías, tan extrañas reticencias en aquella criatura singular.

-¿Servirme? En nada podéis servirme -repuso ella.

-¿Pues en qué puedo al menos complaceros y mostraros mi interés?

-Con dejarme que os mire, que os hable y que os ame, sin rechazarme, como hasta aquí habéis hecho.

El morigerado carácter de Pedro, la delicadeza de sus ideas y sentimientos en cuanto a la reserva y modestia de la mujer, tan instintivas en ella que no necesita la educación ingerírselas, llevaron un rudo choque al oír aquellas palabras.

Viendo que callaba, la joven volvió a prorrumpir en un amargo llanto, exclamando:

-¡Madre, madre! ¿Por qué me pariste? ¡Qué crueles son los hombres todos!

-Pero... ¿y si yo os amase a mi vez, como de cierto sucedería? -preguntó Pedro.

-¿Y qué mal habría en eso? -repuso ella.

-Es -dijo Pedro- que yo no puedo ni debo amar sin saber a quién amo: a un ente misterioso que se oculta de mí; a una mujer que, cual una nube, aparece sin saber de dónde viene, y cual aquélla, puede desaparecer sin que se sepa dónde irá.

-Yo creía -repuso ella- que el amor no hacía más pregunta, ni necesitaba saber más, sino si era correspondido; pero ya veo que hasta para amarse se pide pasaporte. ¡Adiós! Olvidad a una infeliz, que creyó por un momento hallar un corazón que le diese sólo un poco de amor, en cambio de todo el suyo.

Diciendo esto, se alejó. Pedro corrió tras ella. Entonces la muchacha se paró, y le dijo, cruzando sus manos:

-¡Por Dios! ¡por Dios! ¡No me sigáis! Os juro que mañana me hallareis en la alameda!

Y rápida como esas exhalaciones que se ven sin dar tiempo a fijarlas, desapareció cual ellas en la oscuridad.




Capítulo III

Al día siguiente Pedro, sin premeditada intención, y aun sin notarlo, salió más temprano que otras tardes para ir a su acostumbrado paseo. Mas a pesar de eso, cuando llegó, ya estaba aquella extraña muchacha en su misma actitud triste, en su acostumbrado asiento.

Al poco rato se levantó y salió del paseo. Pedro la siguió a distancia, hasta que internados por calles solitarias, y debilitada la luz del día por la total ausencia del sol, pudo alcanzarla y dirigirle la palabra sin que fuese notado.

Cuanto por ambas partes se dijeron fue con poca variación lo que se habían dicho la tarde antes, acabando la entrevista, por parte de ella, con la vehemente y angustiosa prohibición de que la siguiese, y la promesa de volver a la tarde siguiente. Cada tarde volvía Pedro más empeñado, más interesado y más seducido por aquella hermosa joven, que era a un tiempo tan delicada y tan inculta, tan sentida y tan áspera, tan franca y tan misteriosa, llegando esta última peculiaridad al extremo de no poder averiguar Pedro lo más mínimo sobre su persona, su familia y su condición.

Por más que la reciente confianza que se establece entre dos personas que sienten ambas, como por mitad, un mismo sentimiento, autorizase a Pedro a ser exigente en sus preguntas, y obligase a ella a ser franca en sus respuestas, nada supo Pedro, porque la tierna y feliz joven que sonreía con dulzura, se tornaba al oír sus preguntas en taciturna y áspera; y si él persistía, ella le amenazaba con alejarse para siempre de su lado. Sobre lo que más insistía Pedro, que era en saber su domicilio, no pudo arrancarle otra respuesta que la singular y afirmativa repetición de que vivía entre ruinas, sirviéndole esta declaración a un tiempo de respuesta a las indagaciones de su amante, y de pretexto para no introducirle en su casa. Así era que Pedro, a falta de otro nombre, le había puesto el de Flor de las ruinas; pues mientras existan el amor y la poesía, siempre será la flor el emblema de una hermosa, o de una querida joven.

El amor y la poética mente de Pedro, unas veces le llevaban a pensar que fuese la que amaba alguna huérfana encerrada desde niña en algún convento o instituto de enseñanza, que hallaba medio de disfrazarse y escapar por algunas horas de su encierro. Otras conjeturaba que podría ser un miembro de alguna familia arruinada, que vivía aislada y oscuramente en algún ángulo de su derruida casa solariega. Otras, en fin, se estremecía con la idea de que pudiese ser alguna mal casada que huyese sigilosamente del techo conyugal. Sobre esto le tranquilizaba la seguridad que le había dado ella de que no era casada; pero al mismo tiempo le había dado otra, y era que no se casaría nunca.´¿Ligábala quizás algún voto? Si había vivido reclusa, ¿cómo era tan atrevida y tan llena de decisión? Si había vivido en el mundo, ¿cómo era tan completamente ignorante de sus usos, de sus miramientos, y casi de su lenguaje? Pedro se perdía en sus conjeturas, se desesperaba en medio del caos de confusiones en que vivía, gracias al capricho de una niña, que le dominaba y seducía, a pesar de su temprana razón y de la severa delicadeza de su sentir.

Pedro había exigido, para que sus relaciones no fuesen notadas -cosa de que por una de sus muchas anomalías no parecía cuidarse su querida-, que ésta no volviese a la alameda, y que fuesen sus entrevistas en un lugar más apartado y solitario. Siempre en estas citas ella se adelantaba a Pedro; y la señal para encontrarla era la que en el Mediodía prefiere el amor, porque es el idioma del corazón, esto es, el canto, en que a la vez expresa su pensamiento con la letra y su sentir con la armonía. Pedro apresuraba sus pasos cuando llegaba a sus oídos una voz clara y sonora que cantaba éstas y otras parecidas estrofas:


    He de amar; amar en quero,
pro mas que murmure a gente;
q'esa gente que murmura,
tal vez nao seja inocente.
   Se o amar fôra pecado,
era en gran pecador;
mas o cen facil perdoa
culpa que nasce d'amor.




   (He de amar; amar yo quiero,
aunque murmure la gente;
que esa gente que murmura,
tal vez no sea inocente.
   Si el amar fuese pecado,
yo fuera gran pecador;
mas perdona el cielo fácil
culpa que nace de amor.)



Cuando ella lo divisaba, salíale alegre y ligera al encuentro, se asía a su brazo como el pámpano a la rama del olmo, y paseaban en el crepúsculo, abstraídos de todo, sin pensar en el ayer ni en el mañana, que amargan el hoy con recuerdos, y con cuidados lo agitan, desapareciendo de un todo el sol sin que lo notasen, y acudiendo en el cielo las estrellas sin que las percibiesen. Porque el sol y las estrellas de su existencia eran aquellos momentos en que reunidos paseaban, y en los que se embelesaban repitiendo las eternas variaciones de aquellas palabras te amo, que según dice un autor, nunca envejecen.

De esta suerte pasó la primavera, la que con otras flores había visto brotar y amparado este amor al aire libre, entre el cielo y la tierra, en medio de las flores, como el amor de los pájaros, como el de las mariposas; cantando cual aquéllos, jugando cual éstas, sin pensar en el mañana cual unas y otros! Pero pasó la primavera y su hermano el verano, siguiendo el otoño, que acorta las tardes y enturbia su cielo, y las entrevistas de los amantes se hicieron más cortas y menos frecuentes. Entonces Pedro resolvió salir de la situación singular y subyugada en que se hallaba.

Tenía él una gran ventaja para poder imponer su voluntad, aun en el corto reinado de la mujer, esto es, en el tiempo que es amada; y era la que tiene aquél de los dos amantes que es querido con más pasión que la que él mismo siente. Así fue que, confiado en el ascendiente que ejercía sobre su querida, le intimó la terminante resolución que tenía de hacerla optar entre la alternativa de terminar unas relaciones envueltas en un misterio que desunía sus almas, y que no podían satisfacer de esta suerte ni a su corazón ni a su razón, o de introducirle con franqueza y lealtad en su domicilio y en su vida interior.

-¿Para qué quieres -le dijo ella, apurada y cariñosa- conocer las ruinas? ¿No te basta la flor?

-Bástame la flor -respondió Pedro-; pero la quiero con raíces, la quiero sacar de sus ruinas, y traerla a un suelo que sea mío, y en que pueda cultivarla, sin temor de que me sea arrebatada.

-la flor de las ruinas tiene espinas, y sabe guardarse -repuso ella-; y no puede -añadió con tristeza- trasportarse! Además... ¡las ruinas van a desprestigiar a la flor!

-Más la desprestigiará esta prolongada y singular ocultación -dijo Pedro.

La pobre y apurada niña rehusó, suplicó, lloró; pero fue inútilmente. Pedro, exasperado por su obstinada negativa, insistió inflexible en su determinación, y la pobre flor de las ruinas cedió al fin con violenta repugnancia y profundo dolor, fijando para complacer a su amante un determinado día.




Capítulo IV

Por aquel tiempo había en la parte alta de Lisboa un barrio que destruyó el terremoto de 1755, y que no había sido reedificado. Formaba anchas calles de ruinas sin belleza ni prestigio, decrépitas sin recuerdos, viejas sin nobleza, restos sin antecedentes y sin la solemne calma de la muerte, como los tienen las ruinas que hace el tiempo, teniendo aquéllas el repulsivo sello de la destrucción, como las que hace el hombre, o produce un cataclismo.

Alzábanse aún trozos de paredes con los huecos que tuvieron; pero los unos, despojados de sus vidrieras y celosías, parecían ojos sin párpados, y los otros, privados de sus puertas, parecían entradas de cuevas. Los patios y las habitaciones, en alberca y rellenos de escombros, mostraban por sola gala alguna díscola ortiga o algún silencioso lagarto, que vestía del color de las piedras para no ser apercibido. Un débil eco respondía desde algún lóbrego pasadizo con exhausta e indistinta voz a las melancólicas reflexiones que infundían y hacían formular al que las pisaba aquella aglomeración de cosas finadas. ¡Nada quedaba de lo que les diera vida! Con sus moradores habían desaparecido las bellezas, los adornos y las comodidades con que aun la más modesta existencia suaviza su domicilio, como los pájaros sus nidos con plumas y musgo. Nada podía verse que fuese más antipático a la vista y al sentir que aquellas filas de aglomeradas y desnudas ruinas, que parecían la residencia del misterio absoluto, la mansión del crimen impune, y el refugio de la desolación solitaria.

Verdad es que al pie de la altura en que se hallaban estaba el magnífico paseo, en el que, entre mirtos y laureles, paseaba la elegante muchedumbre. Verdad es que algo más lejos, y a orillas del Tajo, corrían presurosos por las soberbias plazas el comercio y la vida. Pero estaban separados de los tristes vestigios de la gran catástrofe por lo que desune y aparta más que la distancia, que es el abandono; por lo que anonada y destruye más que la muerte, que es el olvido!

-No obstante, ¿dónde habrá lugar en que no se encuentre la vida, cuando hasta en la caja en que se encierra un cadáver y es sepultado en las entrañas de la tierra renace?

Así era que, aun entre aquellos desamparados y lóbregos esqueletos de los que fueron edificios, se había instalado alguno que otro de esos parias voluntarios que viven aislados, porque ese aislamiento que se compadece, a ellos les simpatiza o les conviene.

Una techumbre de aneas, un pedazo de estera colgado ante los huecos de las ventanas, algunas malas tablas unidas unas a otras por la parte alta, y por la parte baja por barrotes, y cerradas por el interior con una tranca formando puerta, eran los reparos hechos para hacer habitables parte de aquellas ruinas. En lo que habían sido habitaciones interiores y en los patios y corrales, se veían algunos cerdos arrellanarse como sibaritas sobre camas de inamovibles inmundicias, y algún gallo flaco subido en lo más elevado de los amontonados escombros, cacareando con la arrogancia que gastar pudiera aquel guerreador que hubiese tenido la infausta gloria de haberlas hecho.

¡Cuál no sería, pues, el espanto de Pedro, cuando, precedido de su guía, llegó a este lugar de desolación, que fue al que lo condujo, y cuando, empujando una de las descritas puertas, le introdujo en uno de aquellos antros lóbregos y miserables!

-¿Adónde me conduces? -exclamó Pedro con horror, deteniéndose a la entrada.

-¿No te lo decía yo? -respondió ella con abatimiento-. ¿No te lo decía? ¡Que las ruinas despojarían a la flor de su prestigio!

-Pero -exclamó Pedro- ¿por qué no me has confiado la manera miserable en que vivías? ¿Por qué con inconcebible extrañamiento y orgullo has rehusado los socorros del hombre que te amaba?

-No podía admitirlos, en vista de que no puedo variar en un ápice mi existencia.

-¿Por qué?

-Porque soy esclava.

-¡Esclava! ¿De quién?

-De mis perversos hermanos. He intentado libertarme y huir de su cruel tiranía, ¡y siempre estos ensayos me han salido fallidos y me han costado caro! Mira esta cicatriz en mi cuello, este brazo aún sin movimiento por una dislocación que ha sufrido, y comprenderás, no sólo el yugo que sobre mí pesa, sino también el peligro en que estaría mi vida si me escapase de ellos, pues en todo lugar que me escondiese sabría encontrarme su puñal.

-¿Y a qué te obligan, infeliz?

-Me obligan a cuidar de su casa y a preparar sus alimentos. Me obligan ¡gran Dios! a traerles aquí a aquellos hombres ricos que, imprudentes, se obstinan en seguir mis pasos cuando me fuerzan a ir para ser vista a los sitios públicos.

-¿Qué dices? -exclamó Pedro aterrado:

-¡Sí, sí! -prosiguió ella con vehemencia desesperada-. ¡Sí, sí! Para eso aprovechan la hermosura que dicen que Dios me ha dado! Y una vez que han entrado entre estas ruinas que encubren y callan cual cómplices, los despojan; y para que este delito no se sepa ni se trasluzca...

La voz se anudó en la garganta de la que hablaba, que miró en torno suyo con pavor, como si temiese apercibir entre las grietas de las carcomidas y hendidas paredes, oídos que la escuchasen, y ojos que la espiasen.

-Acaba -dijo Pedro con ansiosa suspensión-; ¿qué hacen?

La interpelada se acercó a su amante, y le dijo en queda y profunda voz:

-¡Los... asesinan!

-¡Qué espanto! -exclamó Pedro, desviándose de ella-. ¡Y yo he amado a esta funesta mujer, a este reclamo del crimen, a esta sirena de cementerio!

-¡Por eso -prosiguió ella- nunca he querido traerte a mi casa! ¡Por eso me he resistido a ello con tanta obstinación! Y cuando obligada por ti te he complacido, aprovechando la ausencia de mis hermanos; cuando con obedecerte he querido probarte mi cariño, ¡infeliz de mí! ¡sólo he conseguido perder el tuyo!

El tedio, el horror y el asombro sellaban los labios de Pedro.

-Y no obstante -prosiguió ella-, tú eres el solo hombre, el solo ser que he querido! Por el amor que te tenía, que me hacía imposible traerles más víctimas, he recibido la herida cuya cicatriz conservo! ¿Y qué te ha pedido en cambio esta pobre flor de las ruinas sino lo que la más humilde pide al sol, florecer al calor y brillo de su luz? ¿Qué te espanta en la que poco ha amabas, que de ella apartas tu vista? ¡Oh! ¡Infelices mujeres! ¡Siempre empujadas al mal por los hombres, y nunca sostenidas por ellos cuando quieren hacer el bien! ¡Míseras desheredadas de perdón, del que son sus corazones inagotables fuentes! ¡Existencias de cristal, de las que con despotismo se apodera el hombre, y que empaña con su amor, quiebra con su crueldad, su abandono o su desdén!

Cuanto esa mujer decía era tan cierto, aplicado a ella, que Pedro, compadecido, iba por fin a contestarle, cuando sonaron fuertes golpes dados en la puerta.




Capítulo V

-¡Cristo crucificado! ¡Ellos son! -exclamó la joven, aterrada al oír los golpes.

-¿Quiénes?... -preguntó Pedro.

-¡Mis hermanos, los asesinos sin piedad, los verdugos sin misericordia! -respondió ella, alzando las manos con espanto.

Los golpes redoblaron.

-¿Qué hacer, Madre de piedad, qué hacer? -murmuró la infeliz, volviendo en torno suyo sus desatentados ojos como para buscar un medio de salvación, que era imposible.

La mal pergeñada puerta cedió en este instante a un vigoroso empuje, y tres foragidos entraron en aquella estancia, mal alumbrada por un candil colgado en una de las salientes asperidades del descarnado muro. Después de hacer a su hermana algunas cortas y brutales reconvenciones por su tardanza en abrirles, se dirigieron hacia Pedro, sin demostrar extrañeza por hallarle allí. Mas su hermana, precipitándose a su encuentro, escudó a su amante con su cuerpo, exclamando con vehemencia:

-¡No, no le matareis sin atravesar antes mi pecho!

Por única respuesta, el mayor de los tres la cogió por un brazo, y la tiró al suelo a distancia, apartándola así del lugar en que pasaba esta escena.

Pedro estaba desarmado; pero aun en el caso de que hubiese tenido armas, toda resistencia contra tres foragidos era tan inútil como insensata, y sólo habría servido para precipitar la inevitable catástrofe; por lo cual los foragidos le despojaron de cuanto llevaba, sin que opusiese resistencia.

-¡Por Dios, hermanos! -gimió su pobre hermana, que se había arrastrado sobre sus rodillas hasta sus pies-. ¡Os pido que no le matéis! ¡Es el solo hombre que he amado! ¡Con su vida me arrancáis la mía! ¡Tened piedad... una vez siquiera! ¡Tened piedad de él y de mí!

Los foragidos no hicieron caso alguno de estos angustiosos ruegos, y se apoderaron de Pedro.

-¡No, no le matareis! -exclamó su hermana, levantándose erguida-. Si no le soltáis por compasión, lo haréis por temor de mi venganza. Y eso que vosotros no sabéis hasta dónde puede llevar la venganza una mujer, que si no tiene vuestra mala alma, tiene en sus venas la misma sangre quo corre por las vuestras!

-¡Atadla! -mandó el hermano mayor.

-¡No, no! ¡Matadme de una vez, si no queréis que vengue la muerte de aquél a quien amo, y que vosotros, tigres sanguinarios, fieras malditas de Dios, queréis matar ante mis ojos! Pero yo lo impediré; que la desesperación da fuerza y valor; y si no lo logro, me vengaré, -¡tan cierto como hay en el cielo Dios que nos juzga, y sol que nos alumbra!- delatándoos a la justicia.

El hermano mayor dió un paso hacia ella; el menor le detuvo, diciéndole:

-No exasperarla más, está fuera de tino, y es capaz de todo.

-Pero no se puede dejar ir a este hombre -repuso el mayor.

-Saquémosle de aquí -propuso el menor.

-¡Cómo! ¡Si hace una luna que deslumbra!

-¿Y quién pasa por este sitio a esta hora? Para más seguridad lo disfrazaremos -repuso el menor, que en seguida sacó de un arca un hábito de fraile.

-Saca también la mordaza -advirtió el que hasta entonces había callado, el que en seguida se puso con el mayor a atar de pies y manos a su infeliz hermana, que se repercutía con violencia y rechazaba con desesperados, pero inútiles esfuerzos, a sus hermanos, que la dejaron atada y presa de una espantosa convulsión, tendida en el suelo.

Habiéndole igualmente atado las manos a Pedro, puéstole la mordaza, revestido el hábito de fraile y caládole la capucha, salieron a la ancha calle que tenían que atravesar para internarse, como lo intentaban, en las ruinas del lado opuesto.

Estaba la calle tan bañada de la luz de la luna, que caía perpendicularmente sobre la tierra, que apenas hacían sombra los objetos. A cada lado de Pedro se colocó uno de los hermanos mayores, siguiéndole el tercero; y así se puso en marcha la fúnebre caravana en absoluto silencio, pues hasta sus pasos cautelosos pisaban mudos la tierra.

Apenas habían llegado a la mediación de la calle, cuando de repente oyeron una voz recia y de mando que les gritó:

-¡Alto ahí!

Cual una centella reanimó y encendió esta voz las apagadas esperanzas de Pedro.

-¡Es una ronda, y somos perdidos! ¡Huyamos! -dijo el menor de los hermanos.

-¡Quietos! -mandó el mayor.

Y sacando un puñal, cuya hoja brilló a la luz de la luna como un relámpago, dijo a Pedro:

-¡Si hacéis un solo movimiento, sois muerto!

El otro hermano le imitó, y Pedro se halló preso entre las afiladas puntas de dos puñales ocultos en las mantas de sus dueños.

En este momento llegaba la ronda.

-¿Quién va? -preguntó el que hacía de cabeza.

-Un Padre que llevarnos para auxiliar a nuestra madre moribunda -respondió con serena voz el hermano mayor.

El jefe de la ronda se cercioró de que lo que decían era cierto viendo al callado religioso, y Pedro, sin poder exhalar el más leve sonido, ni hacer el más mínimo movimiento, oyó con desesperación alejarse a la ronda, y debilitarse gradualmente el mesurado compás de sus pisadas.

-Aligerar el paso -dijo el mayor de los foragidos, volviéndose los tres a encaminar hacia la ruinas.

Mas antes de llegar a ellas, volvió a oirse al jefe de la ronda, que gritó con voz enérgica:

-¡Alto ahí!

Los ladrones se pararon, murmurando imprecaciones. La ronda se acercaba con pasos apresurados, precedida por una mujer que, con el cabello suelto, el rostro desencajado y con las muñecas ensangrentadas, corría y gritaba con desgarrador acento:

-¡Salvadle! ¡salvadle!

Y precipitándose en el grupo de los detenidos, arrancó la capucha que cubría la cabeza y el rostro de Pedro, exclamando con delirio:

-¡Está salvo! ¡Bendita sea la Providencia y la justicia de Dios! ¡Líbrese la sangre inocente, aunque sea a costa de la culpable!

-¿Qué has hecho, infeliz? -exclamó Pedro.

-Lo que sólo me quedaba que hacer -contestó ella-: procurar tu salvación y buscar mi muerte.

-¡Oh! ¡No morirás, que yo te salvaré! -exclamó Pedro.

-No de mi puñal -dijo en voz ahogada por la ira el mayor de los foragidos, el cual, antes que nadie hubiese previsto ni podido impedir su acción, había cumplido su amenaza.

-¡Oh! ¡Qué frío es este acero! -dijo la herida, poniendo la mano sobre su traspasado pecho-. ¡Adiós, Pedro!... -añadió, dirigiéndose a éste, que se había precipitado a ella y la sostenía en sus brazos-. Muero por haberte salvado; y así es mi muerte más feliz que lo ha sido mi vida!

-¡No mueras, no! -exclamó desesperado Pedro-. Mi salvadora será mi compañera a la faz del cielo y del mundo.

-¡No no! -repuso en balbuciente voz la moribunda-. La flor de las ruinas debe morir entre ellas... ¡sola y abandonada como ha vivido! ¡Juez de los corazones -añadió, alzando sus ya quebrantados ojos-, ten conmigo la compasion que los hombres no han tenido!


Algún tiempo después se ajusticiaban en Lisboa tres bandidos, entre los cuales uno atraía con particularidad la atención de la muchedumbre por llevar la señal de Caín en la frente; mientras en una de las casas más ricas y conocidas se celebraba una junta de facultativos por hallarse en inminente peligro, de resultas de unas calenturas cerebrales, el hijo de los dueños.

FIN