Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoLos dos amigos

Relación


Lanzaba el sol sus ardientes rayos sobre una llanura de Andalucía, árida y estéril. No corrían por ella ríos ni arroyos, secas yacían las flores y tiernas plantas de la primavera; sólo verdegueaban allí algunos espinos, lentiscos y aloes, cuya dureza resiste el rigor de las estaciones. Un furioso levante formaba nubes de polvo, ardiente como lava de volcán. -El cielo puro y el día claro parecían sonreírse al dar tormentos a la tierra. -Sólo los ganados del país, con su dura piel, y el animoso e impasible español, que desprecia todo padecimiento físico, podían tolerar aquella encendida atmósfera; ellos, durmiendo, y él, cantando!

Veíanse sobre esta llanura el 20 de Agosto de 1782 las muestras de un reciente combate; caballos muertos, armas rotas, plantas pisadas y teñidas de sangre. -A lo lejos desfilaba en buen orden un destacamento inglés. - A otro lado, el comandante de un escuadrón español ocupábase en formar sus impacientes soldados y sus caballos fogosos, para perseguir a los ingleses, que, inferiores en número, se retiraban con la calma de vencedores.

En el que había sido campo de batalla, un joven, sentado en una piedra al pie de un acebuche, apoyaba en el tronco su pálido rostro; mientras que otro joven, en cuya fisonomía se manifestaba la más violenta desesperación, arrodillado a sus pies, procuraba detener con un pañuelo la sangre que le corría del pecho por una ancha herida.

-¡Ah, Félix, Félix! -exclamaba con la mayor angustia-. ¡Vas a morir, y por mi causa! Has recibido en tu fiel pecho el golpe que me estaba destinado. ¿Por qué, generoso amigo, me libraste de una gloriosa muerte, para entregarme a una vida de desesperación y de dolor?

-No te desesperes, Ramiro -le decía su amigo con apagada voz-. Estoy debilitado porque he perdido mucha sangre; pero mi herida no es mortal. Entre tanto, Ramiro, ¿tú no reparas que tu mano, que supo vengarme, está herida también?

-¡Socorros -decía Ramiro sin escucharle-, prontos socorros podrían sólo salvarte! Pero aislados, abandonados como estamos, ¿cómo te los podré procurar? No me encuentro capaz de separarme de ti; pero, Félix, moriremos juntos!!!

En este momento oyeron el galope de un caballo. Ramiro, lleno de ansiedad, dirigió su vista al lado por donde el ruido se sentía, y descubrió a su fiel criado, que habiéndolos perdido en el combate, los buscaba lleno de inquietud.


Félix del Arabal y Ramiro de Lérida pertenecían a dos familias, unidas mucho tiempo hacía por la amistad más sincera. Educados juntos, servían en un mismo regimiento, adonde muy jóvenes pasaron de capitanes, habiendo sido pajes del rey.

Félix, de alguna más edad que Ramiro, con un carácter más firme, con un temperamento más tranquilo, y con razón más madura, tenía sobre su amigo un ascendiente, que, en vez de disminuir la ternura de su amistad, añadía a este sentimiento, en el uno, la consideración y reconocimiento que inspira la protección que se recibe; en el otro, el interés y apego que engendra la protección que se concede. Después de tan evidente prueba de afecto como la que Félix acababa de dar a Ramiro exponiéndose a morir por salvar la vida de éste, arriesgada con imprudencia, el vehemente cariño de Ramiro para con su amigo ya no tuvo límites. Le miraba como a su ángel tutelar; y extremoso como era, habría destruido sus fuerzas y su salud asistiendo a su amigo en la larga enfermedad ocasionada por su herida, si el mismo Félix no lo hubiese impedido, valiéndose de la autoridad que le prestaban su amistad y su estado doliente.


Por las calles de San Roque, donde estaba destacado para el sitio de Gibraltar, desfilaba el regimiento de la Princesa, precedido de su música militar, irreflexiva y animada como una bacante. Lindas mujeres se asomaban a los balcones para ver a los oficiales, que las saludaban con su música alegre y con sus miradas lisonjeras.

-Mira allí, y verás ¡por vida mía! una hermosa mujer-, dijo Ramiro a Félix, que marchaba a su lado.

Alzó Félix la cabeza, pálida aún, y vio en el balcón de una de las mejores casas de la ciudad a una joven de maravillosa belleza, medio oculta detrás de las macetas de flores que cubrían su balcón, como una hora de felicidad precedida por las de la esperanza.

-Eres buen hurón para descubrir muchachas lindas -respondió Félix sonriéndose.

Pasaron; pero Ramiro volvía de cuándo en cuándo la cabeza a ver de nuevo a aquella que había llamado tanto su atención, mientras que ella seguía también con sus miradas a los dos oficiales: el uno, alto, pálido, de porte interesante y noble; el otro, más pequeño, pero ágil, bien formado, arrogante y vivo.

-Harías muy bien en retirarte, Laura -dijo el corregidor, tirando del brazo a su mujer y quitándola del balcón-. Esos pisaverdes te miran como si tuvieses una danza de monos en la cara.


-Al menos, si no muy brillante, podemos decir que estuvo bien alegre el baile de anoche -decía Ramiro a un grupo de oficiales reunidos en la plaza de la ciudad.

-Debió parecerte así -contestó un teniente de cazadores, cazador tan infatigable en el baile como en el campo de batalla-; porque a fe mía, que te divertiste en él muy bien. Yo me divertí observando al corregidor, que quería tragarte con los ojos.

-¿Tragarme? ¿Y por qué? -preguntó Ramiro.

-¡Me gusta la pregunta! ¿Quieres que un marido celoso vea con buenos ojos al que los pone en su mujer?

-Y más si el tal es buen mozo -añadió un oficial de granaderos, apartando de su frente las mechas de pelo de oso de su gorra.

-Y elocuente como un San Agustín -dijo otro oficial.

-Y emprendedor como Colón -continuó otro.

-Y que sabe insinuarse como la serpiente de Eva -dijo un tercero.

-Si así fuese -contestó Ramiro con aire serio- el corregidor se inquietaría por cosa muy corta, y debería gastar más flema.

-Eso estaría más de acuerdo con su gran barriga -replicó el de cazadores-; pero, amigo, es que el guarda un tesoro que no merece poseer. Lérida -prosiguió el mismo-, más gloria y placer hay en esta conquista que en la de la plaza de Gibraltar.

-Basta ya de chanzas, señores -repuso Ramiro-. Desgraciadamente, el sitio de la plaza, que marcha con tanta lentitud, nos tiene ociosos, y he aquí lo que ocasiona estas vaciedades y habladurías.

-Ya te veo en cuerpo y alma metido en una intriga -dijo Félix a su amigo al separarse de los demás-, pues te has formalizado. No olvides, Ramiro, la copla:


    Yendo y viniendo
fuime enamorando;
empecé riendo,
¡y acabé llorando!



-¡Reflexiones! ¡Raciocinios! -respondió Ramiro-. Mira, Félix, esas fortificaciones que nos vomitan muertes. ¡Sabe Dios cuántas horas viviremos! Además, pregunta a los viejos cuánto duraron sus veinticinco años. ¡Gocemos, Félix, gocemos de la vida!

Nada gozaba, no obstante, el pobre Ramiro, cuando, al abandonar su lecho sin haber conciliado el sueño, y apoyándose en la barandilla de su balcón, miraba y apenas veía el sol, que, elevándose sobre el horizonte, despertaba al universo como una campana de luz. Vehemente como era, su amor había llegado al último grado, por los insuperables obstáculos que se le oponían. En vano su ternura correspondida con igual ardor: un marido celoso levantaba impenetrables barreras entre los dos amantes. Laura no salía de su casa desde que su marido había principiado a sospechar. Mudas y temerosas entrevistas en la iglesia; algunas palabras por la noche en la reja, cuando Ramiro podía pasar disfrazado; pobres billetes, que más que palabras contenían lágrimas, eran el único alimento de su exaltada pasión; pasión en todo joven, en todo lozana y en todo andaluza; sedienta de lo futuro, y sin pasado para vivir de recuerdos. Maldecía Ramiro tantos obstáculos, y se entregaba a una verdadera desesperación.

Estaba tan embebido en sus tristes pensamientos, que por dos veces fue necesario le advirtiera una disimulada tosecilla que la buena vieja María, nodriza y confidenta de Laura, pasaba por debajo de su ventana, para que él lo notase. Apresurose Ramiro a bajar, y siguió a lo lejos a la buena mujer, no atreviéndose a mirar a nadie por miedo de ser visto.

Después de muchos rodeos, María llegó a una callejuela solitaria, pues de un lado se levantaban las altas y severas paredes de un convento, y del otro las del jardín del corregidor. Parose entonces María, llegó Ramiro, y ella le entregó un billete, que él abrió precipitadamente, y que contenía estas pocas palabras: «Mi marido se va al campo. Estoy libre esta noche, y podré verte. Es la primera, y será la última!».

¡Quién podrá dar su justo valor al arrebatamiento de Ramiro, careciendo de su ardiente alma, y no estando apasionado como él!! Besó con el mayor ardor el billete, que por esta vez no estaba empapado en lágrimas, pero cuyas letras temblorosas y mal trazadas probaban la agitación con que se había escrito. Con el mismo enajenamiento besaba las descarnadas manos de la anciana María. Sacó después una bolsa bien llena, y se la entregó, llamándola su genio tutelar, su madre y su amiga benéfica! Mas la fisonomía de María cambió de repente de expresión, enderezó su encorvado cuerpo, sus apagados ojos se vivificaron, y miró a Ramiro de pies a cabeza con arrogancia e indignación.

-Señor, ¿quién ha creído usted que soy yo? -le dijo-. Lo que acabo de hacer por amor de mi niña puede ser una debilidad; pero si lo hiciese por interés, sería una infamia.

Y desapareció, entrándose por el postigo del jardín.

Félix, al entrar en el cuarto de su amigo para desayunarse, quedose espantado al encontrarle entregado a la desesperación más violenta.

Arrancábase los cabellos de sus hermosos y negros rizos, tiraba con rabia cuanto encontraba a la mano... rompía los muebles!

-¿Qué tienes, Ramiro? -le preguntó.

Pero él sólo repetía:

-¡Maldito sea el estado militar! ¡Maldita esta dorada esclavitud! ¡Maldito el coronel, tirano absosuto! ¡Maldita la hora en que con estas charreteras recibí una cadena que no me es posible romper!

-Pero, hijo mio -le dijo Félix-, nada comprendo de tus arrebatos. ¿Has tenido algún disgusto con el coronel?

-¡Ah! -respondió Ramiro-. ¡No se trata de disgustos, sino de la felicidad de mi vida! ¡Nada tengo oculto para ti! ¡Toma y lee!

Diole el billete de Laura, y Félix, después que lo leyó,

-¿Y bien? -dijo.

-¡Y bien! -replicó Ramiro-. ¿No soy yo el más desgraciado de los hombres?

-Estos renglones -contestó Félix- me hacían suponer lo contrario.

-¿No sabes, pues -exclamó Ramiro-, que estoy nombrado de guardia para la avanzada?

Félix se echó a reír.

-¿Y es ésa la causa de tu desesperación? -le dijo-. Eso sí que es propiamente lo que se llama ahogarse en una gota de agua. Yo haré el servicio por ti; tú lo harás por mí cuando me toque.

Ramiro estrechó entre sus brazos a su amigo, diciéndole:

-Félix... Félix mío... naciste para mi felicidad; eres mi Providencia; un ser benéfico que siembra de flores mi vida. ¿Cómo podré yo jamás pagar tu ternura y tu amistad generosa?

-Pero ¿he hecho yo alguna cosa -contestaba Félix- que no hubieras tú hecho en mi lugar, mi querido Ramiro?

Este no dio otra respuesta que estrechar a su amigo contra su corazón, tan lleno de amor y de amistad como de esperanza y de gratitud.


Elevábase el sol sobre el horizonte con su majestuosa monotonía.

-Mucho te apresuras hoy, rubio mío -decía Ramiro, echándole una colérica mirada y deslizándose por la puerta del jardín, que María cerró coa prontitud luego que aquél salió.

¡Qué dichoso se encontraba Ramiro! Estaba lleno de orgullo, de reconocimiento y enternecido. Todo su ser parecía haberse triplicado. Saboreaba en el profundo santuario de su corazón cuantas emociones produce una verdadera pasión correspondida. Embriagado de felicidad, bendecía su suerte. En su éxtasis, no reparó en el teniente de cazadores que salía a su encuentro. Al verle, quiso, haciendo el distraído, echar por otro lado. Mas el teniente se apresuró a unírsele, diciéndole:

-¡Cuánto me alegro de verte, Lérida! Te creía de servicio en la avanzada.

-Bien, ¿y qué? -contestó Ramiro.

-¡Es una friolera! -respondió el de cazadores-. Los ingleses han hecho una salida, y el comandante del puesto ha sido muerto.


Ved la antigua Sevilla sentada sobre una llanura, como una viuda en su poltrona. Vedla envuelta en sus viejas murallas, como en un manto real desechado. Mirad al viejo Betis besando sus pies, con la respetuosa galantería española. Oíd cuál le pregunta dónde están sus flotas que daban la vela, llevando a los Colones, los Corteses y Pizarros al descubrimiento y conquista de un nuevo mundo, y volvían cargadas de plata, y oro. -Sevilla suspirando le enseña sus barcos de vapor! ¡Oh, progresos del tiempo! Aproximaos. -Hablad con ella. Como vieja, le gusta hablar de las épocas de su juventud y grandeza. -Ella, pues, os llevará desde luego a su catedral. Os enseñará el cuerpo de San Fernando! Pero... arrodillaos... adorad... venerad con ella!... Si no, estad seguros de que la vieja Sevilla no volverá a hablaros: no podríais comprenderla.

Después la seguiréis al Alcázar, palacio de reyes, viejo y romántico como ella. En los baños de las Reinas moras, de Doña María de Padilla, es donde os contará en romances su historia, sus vicisitudes, sus triunfos, sus glorias y sus creencias; y los ecos del palacio, habitado sólo de recuerdos, repetirán sus palabras con sus aéreas bocas. En seguida os sentareis con ella a la fresca sombra de floridos naranjos en las orillas del Betis, y os hablará de sus hijos queridos; os recitará con magia y encanto los versos tan bellos de Herrera, Rioja y Góngora; las hazañas de los Ponces de León y los Guzmanes, y os llevará de la mano a admirar las portentosas obras de su Murillo, su Velázquez y su Montañés. -La veréis joven, ardiente, poética, exaltada; mas luego, volviendo a su verdadero estado de mujer anciana, acabará por deciros suspirando: «¡Cómo han mudado los tiempos!»

Saliendo por la puerta llamada de Triana, seguiréis dos calles de árboles que conducen a los Malecones, que son unas gradas elevadas para precaver la ciudad de las inundaciones del río, cuando éste sale de madre. Pasados aquéllos, encontrareis una llanura llamada el Arenal, de donde sale el puente que conduce a Triana. Veréis en esta llanura una concurrencia elegante dirigiéndose hacia la izquierda, donde principian los hermosos paseos, que adornan a Sevilla cual una guirnalda de flores. La vecindad del río es quien sostiene ese lujo de vegetación, esa multitud tan variada de flores que los embellecen; pues no pudiendo ya enriquecer a su amada con tesoros, la adorna con flores.

A la derecha de la puerta de Triana, veréis la Plaza de Armas, que hizo construir el general marqués de las Amarillas. Los pilares que sostienen sus cuatro puertas están adornados de un león de bronce destrozando un águila, y hacen alusión a los nombres que llevan aquéllas, que son Bailén, Vitoria, San Marcial y Albuera. ¡Honor al noble español, que eleva un monumento a la gloria de su patria!... que procura libertarla del injusto olvido donde la sepulta el culpable descuido nacional!... que conservó en su corazón, verdaderamente patriótico, el recuerdo de esta gloria potente, elevada, sublime, que existirá en los venideros siglos, cuando yazcan en el olvido las disensiones domésticas que la hacen descuidar hoy!


Un domingo del año 1833, muchas damas adornadas con mantillas blancas, flores y cintas; muchos elegantes jóvenes a pie y a caballo, se apresuraban a llegar al paseo. Dirigíase la alegre multitud a la izquierda, en tanto que a la derecha se observaba un contraste notable. Un misionero capuchino, subido sobre el malecón, predicaba a un gran número de gente del pueblo, que en pie y con la cabeza descubierta, formaba en derredor suyo un círculo a manera de abanico. A cierta distancia, un inglés apoyado en un árbol dibujaba en su álbum el venerable rostro del capuchino. Un paisano, mirando el dibujo por encima del hombro del inglés, se sonrió y dijo con la franca cordialidad española, a quien basta una mirada para hacer conocimiento:

-¡Por vida mía, que se parece, como un ojo de la cara, a su compañero! Usted es un gran pintor, señor; y si usted es inglés, como pienso, muy ajeno estará, al mirar a ese pacífico y santo varón, de que haya echado quizás debajo de tierra a algunos de los abuelos de usted.

El inglés miró al español con admiración, y éste le volvió a decir:

-Sí señor. ¡Valiente espada era la suya el año 1782! En el sitio de Gibraltar se distinguió mucho, hasta que... Pero es historia larga.

Suplicole el inglés se la contara, y el buen hombre, que no deseaba otra cosa, le hizo la relación que se ha leído.

Viendo -añadió por último el español- con tanta claridad el dedo de Dios, que le castigaba con tan espantosa catástrofe, fuera de sí de dolor por haber causado con su criminal pasión la muerte de su amigo D. Ramiro de Lérida, sólo vio dos alternativas: morir o hacer penitencia. ¡Gracias a Dios, era cristiano, y tuvo valor suficiente para escoger la última!

El inglés miró ya con un nuevo interés al misionero. Tenía, por decirlo así, el microscopio que podía penetrar aquella cubierta humilde y silenciosa.

Mas en vano buscó en aquel semblante envejecidos surcos de lágrimas, un tinte de dolor o una mirada que denotase un recuerdo. ¡Todo había desaparecido en aquella tranquila y venerable fisonomía! No era obra del tiempo esta total variación: una elevada virtud había desprendido de este mundo su corazón y conducídole a aquella altura, en que, según el elocuente poeta Lamartine,


    «¡Hasta el recuerdo huyó, sin dejar huella!».



FIN




ArribaAbajoLa hija del sol

Relación



   ¿Est-ce vrai? -Oui: mais qu'importe?


Balzac.                


Tocaban a ánimas las campanas de la ciudad de Sevilla, y muchos corazones religiosos se alzaban al cielo en aquella hora dedicada por la Iglesia a recordar a los muertos. Todo yacía frío, silencioso y triste en la invadiente oscuridad de una noche de Diciembre; una espesa cortina de nubes cubría las estrellas, que son, según dice un poeta, los ojos con que mira el cielo a la tierra.

En la sala de una de las hermosas casas de Sevilla, que los extranjeros llaman palacios, frente a una chimenea en que ardía y daba luz como una antorcha la alegre leña del olivo, estaba sentada una señora, sumida en los pensamientos graves y tristes que infundían la hora y lo lóbrego de la noche. No se oía sino el gemido del viento, que daba tormento a los naranjos del jardín, y que penetrando por el cañón de la chimenea, caía sobre la llama a la cual abatía temblorosa, esparciendo ráfagas de vacilante luz por la estancia. Parecía que la soledad la abrumase, y cual si un genio benéfico se ocupase en prevenir sus deseos, abriose la puerta, apareciendo en el umbral una persona cuya vista debió serle grata, puesto que al verla, hizo la señora un ademán y exclamación de alegría, y se levantó para ir a su encuentro.

La recién entrada era una señora de edad, bajita, trigueña, cuyos ademanes animados y cuyos ojos vivos y alegres denotaban que los años habían pasado por aquella naturaleza juvenil y activa sin doblegarla y sin que su dueña los notase.

-Vaya, marquesa -dijo la recién llegada-, que para venir desde donde yo vivo hasta tu casa se necesitan amor y coche.

-Te ha bastado el amor. ¡Y cuánto te lo agradezco! Ahora conozco la verdad que encierra este refrán: «Amor con amor se paga». ¡Salir en una noche como ésta!

-Hija mía, no había otra -repuso la amiga-. ¿Sabes -añadió- que te he estado mirando por los cristales, y he visto que tienes un aire de languidez, según dicen los poetas del día, que maldito si te sienta bien? Si te hubiese visto tu amigo el barón de Saint-Preux, diría que, echada como estás en tu sillón ante la chimenea, parecías la estatua de la Lealtad llorando ante la hoguera de un trono.

-Por fortuna -repuso riendo la marquesa-, el trono que arde aquí lo fue siempre de un jilguero.

-Si te viese Joaquín Becker14, le servirías de modelo para algún cuadro de la Viuda de Padilla -prosiguió la que había entrado.

-Desahoga ese buen humor que rebosa en ti como la alegría en los niños -respondió con resignación la marquesa.

-Tu recomendado sir Robert Bruce diría al verte, que lo que verdaderamente progresa en el mundo es el spleen.

-Pero, amiga mía -replicó la marquesa-, cuando se tienen penas...

-Si me hablas de penas, tomo el portante -interrumpió la señora-: tengo una cáfila de ellas a tu disposición, que me dejo en casa cuando salgo. Vengo a que nos distraigamos un rato en sabrosa plática, como dicen los buenos hablistas, exóticos ya entre nosotros. Dejemos las lamentaciones para Semana Santa.

-De ningún modo me entretendrías mejor y más a mi gusto -repuso la marquesa- que contándome la historia de aquella hermosa dama que debió a su extraordinaria belleza el nombre por el que fue conocida.

-¿La hija del sol?... Verdad es que prometí referirtela; y cierto es también que nadie te la podrá contar con mejores datos que yo, habiéndolos adquirido en la Isla de León, teatro del suceso, donde pasé mi primera juventud, siendo mi padre capitán general del Departamento.

Sentáronse ambas amigas frente a la chimenea, avivaron el fuego, y la marquesa se puso a escuchar con ansiosa curiosidad el siguiente relato:

«Quedó viuda la señora de *** con sólo una hija, de tan maravillosa belleza, que mereció el dictado de la hija del sol, por el cual era conocida. Criola su madre lejos del mundo, en silencio y soledad, velando incesantemente sobre su tesoro, hasta ponerla en manos del hombre digno y honrado que, uniéndose a la hermosa joven, le dio su nombre y hacienda. Don A. F. era un hombre de mérito, y la hija del sol se unió a él, sin desear y sin oponérsele la boda: siguió en esta ocasión el dictamen de su madre, que nunca había hallado oposición en la dócil niña.

»Gozaban hacía algún tiempo los esposos de una felicidad sin nubes, cuando un acaecimiento, inútil de referir, obligó a Don A. F. a hacer un viaje a la Habana. -Entonces rogó a su suegra que se encargase de su hija, y la llevase fuera de Cádiz durante su ausencia. Hacíalo, porque en aquella época -por los años de 1764- era Cádiz rica y poderosa, y el oro arrastraba en pos de sí ese lujo, esos placeres, esas vanidades, esa embriaguez y esas pasiones que son su séquito ordinario. Para alejarse de este foco de seducciones y peligros, Don A. F. les suplicó que se trasladasen a la Isla, ciudad de arsenales y de marina, vasta y solitaria, porque Cádiz lo absorbía todo en sus cercanías.

»Mientras un barco salía lentamente de la bahía de Cádiz, entonces animada como una feria, una berlina con cuatro caballos, cuyos cascabeles sonaban alegremente, corría por el arrecife que conduce de Cádiz a la Isla, y que se alza entre dos mares, que se unen tanto en las altas mareas, que entonces, más que camino, parece el arrecife puente.

»En la berlina se hallaban dos señoras: la una anciana, cuyo semblante expresaba cuidados y zozobras; la otra joven y hermosa, cuyo rostro estaba bañado de lágrimas. Frente de ambas iba sentada una negra aún joven, doncella y compañera desde su infancia de la que lloraba; la que por sus visajes, gracias y niñerías logró que a una legua de Cádiz las lágrimas de su ama llegaran a secarse, y que una sonrisa reemplazase los suspiros que antes salían de sus labios.

»La Isla de León es una ciudad larga y angosta, que se levanta blanca y brillante entre los montones de sal, como un cisne rodeado de sus polluelos. Tres cosas descuellan en ella: las palmeras de su arenisco suelo, el Observatorio de su sabia marina, y la cúpula de sus católicos templos. La Isla es triste como una bella mujer arrinconada por una feliz competidora; o más bien la Isla, con sus arsenales, sus diques, sus cordelerías, sus astilleros y machinas, parece la mujer del marino en su soledad, sentada en la playa y mirando al mar.

»La berlina se paró delante de una hermosa casa, que, como la mayor parte, era de piedra y estaba solada de mármol, y cuyas puertas eran de caoba. Frente de la puerta de la calle se abría la del jardín. Precedíale una galería que formaban columnas de mármol, entre las cuales habían confeccionado los jazmines, las madreselvas y los rosales guirnalderos, columpios para mecer sus flores. Caminitos de ladrillos dividían el jardín en cuatro partes. Las paredes desaparecían bajo un espeso velo de enredaderas. En el centro del jardín había un cenador o merendero tan espesamente cubierto por rosales de Pasión, que en lo oscuro y fresco, más que cenador, parecía gruta. En medio, sobre un pedestal, se hallaba un amorcito de mármol, que con una mano escondía sus flechas, y con un dedo de la otra, que llevaba a sus labios, imponía silencio.

»En este merendero era en el que pasaba la hija del sol largas y solitarias horas. Algunas veces le decía Francisca, su negra, después de prolongados ratos de silencio:

-»Ese niño, mi señora, nos hace señas que callemos. Más valiera que nos mandase hablar, pues lo vamos a olvidar. Mi amo tiene en el barco la mar, los vientos y los peligros; pero acá nosotras no tenemos nada sino las flores.

»La hija del sol bostezaba y respondía:

-»Mi marido piensa


    «que entre dos que bien se quieren,
con uno que goce basta».


»¡Así pasaba su vida aquella mujer, que, por desgracia, no había sido enseñada a llenar su tiempo y a ocupar su mente, y a la que pesaba la ociosidad como al desvelado las tinieblas! Necesitaba la vida activa, para revolotear ligeramente y sin objeto, de flor en flor, como la mariposa.

»Un día estaba la hermosa solitaria sentada, abanicándose, en su ventana o cierro de cristales. Francisca, echada en el suelo, se entretenía en teñir de azul con agua de añil el blanco perrito habanero de su señora.

-»¿Sabe usted, mi ama -dijo de repente-, que ese oficial, ese brigadier de guardias marinas que nos sigue cuando vamos a misa, se ha mudado aquí enfrente?

»La hija del sol, al oír a su negra, volvió la cabeza por un irreflexivo e involuntario impulso, y vio en el balcón de la casa a que Paca aludía, a un joven, el cual, aprovechando el instante en que ella fijó su vista en él, la saludó con la finura y gracia que ha distinguido siempre a los oficiales de la Marina Real.

»La reconvención que iba a hacer la hija del sol a su negra, espiró en sus labios al ver al jóvenes en el que de sobra había reparado anteriormente. Así que Francisca prosiguió:

-»Se llama D. Carlos de las Navas, tiene veinticuatro años, y es el mejor mozo de la brigada. Es tan bueno y tan llano, que todo el mundo le quiere...

-»Parece que estás muy impuesta en todo lo concerniente a ese caballero -dijo su ama interrumpiendo a la negra-. Pero como todo eso ni me atañe ni me importa, guárdalo para ti y otros curiosos.

-»Aquí tiene mi ama a su perrito, más azul que una pervinca -dijo la humilde muchacha para distraer a su ama.

»Pero la hija del sol no pensaba ni en el perrito azul, ni en su doncella negra. Días había que un gallardo joven la segura por todas partes: le veía en todas partes, en la calle, en la iglesia, en sus pensamientos, en sus sueños! Ahora se le encuentra alojado frente a su ventana; se le han nombrado; se halla casi en relaciones con él, por medio de un saludo que no ha podido excusar!

»De más está el que se añada que las Navas, que fue uno de los más cumplidos caballeros de su época, al ver a la hija del sol, había concebido por ella una de aquellas pasiones que en tiempos en que no absorbía la política completamente a los hombres, henchían y exaltaban sus almas a punto de intentar lo imposible, movidos por ellas.

»Mucho tiempo fueron inútiles todas sus gestiones; porque a la hija del sol habían sido infundidos principios religiosos, que si no siempre alcanzan, en vista de la fragilidad humana, a evitar una culpa, siempre llegan a enmendarla o a corregirla. Las Navas estaba desesperado; la hija del sol, por su parte, había trocado su anterior tranquilo fastidio por un constante dolor que la consumía. Francisca, la negra, llena de compasión por los sufrimientos de ambos, y cediendo a sus instintos de raza incivilizada, sin reflexionar en la culpable causa de estos voluntarios sufrimientos, ni en las trascendentales consecuencias de su necia complacencia, cedió a los ruegos de las Navas, y una noche en que estaba su ama tristemente sentada en el cenador del jardín, le abrió una puertecita que éste tenía, y que daba a la Albina, sitio solitario y pantanoso que se extiende entre la Isla y el mar.

»Es una verdad muy conocida la de que el primer paso es el que cuesta. La puerta que tan imprudentemente abrió la negra, lo fue ya cada noche. En aquella galería, poco ha tan sola y vacía; entre aquellas flores, poco ha tan desdeñadas; a la claridad de aquella luna, poco ha tan desatendida, pasaban los amantes noches de encanto, y cuya felicidad adormecía hasta la conciencia. De esta suerte pasó un año.

»Entonces acaeció que el capitán general del Departamento, que había ido a Jerez, murió allí repentinamente: toda la brigada de guardias marinas tuvo que trasladarse a aquel pueblo para acompañar el entierro. Esta ausencia, por corta que fuese, causó un vivo dolor en dos seres que había un año que no podían vivir sino en la misma atmósfera, y para los cuales era la ausencia un compuesto de dolor, de inquietud, de ansiedad, de temor y de celos.

»En la noche del segundo día estaba sentada la hija del sol en la galería de su jardín: Francisca lo estaba a sus pies. La luna se levantaba pura y tranquila, como un corazón exento de pasiones y de inquietudes.

-»Mi ama -dijo Francisca, poniéndose de un salto en pie-, ahí está el señorito de las Navas. ¿No ha oído su mercé la señal?

-»No es posible, Francisca -respondió azorada y con corazón palpitante la hija del sol.

-»Escuche, mi ama, escuche -repuso la negra. La hija del sol aplicó el oído, y oyó distintamente el silbido particular que usaba las Navas para darse a conocer.

»Francisca corrió a buscar la llave del postigo, corrió hacia él, lo abrió, y las Navas, envuelto en su capa, entró con paso acelerado.

»Pero Francisca no pudo volver a cerrar el postigo, porque le empujaron dos hombres que entraron y siguieron a las Navas.

»Sobrecogida de un asombro que la paralizó, la negra no pudo ni moverse, ni gritar. Los que habían entrado alcanzaron a las Navas, y antes que pudiese defenderse ni parar el golpe, le clavaron sus puñales en el pecho. Las Navas cayó sin dar un gemido; cuando le vieron tendido en el suelo, los asesinos huyeron.

»Por algún tiempo el más profundo silencio siguió reinando en aquel lugar, mudo testigo de la catástrofe. Francisca permanecía paralizada bajo la doble impresión del espanto y del horror. La hija del sol yacía desmayada sobre las gradas de mármol de la galería; las Navas no daba señal de vida! La luna plateaba tranquilamente este cuadro, y las flores lo embalsamaban.

»Al cabo de un rato, vuelta Francisca en sí por la activa angustia que sucedió a su pánico espanto, vuela hacía su ama, a quien ya mira deshonrada y perdida, la coge en sus brazos, la despierta, la anima.

-»¡Ama mía! ¡ama mía! -exclama-. Sois perdida si aquí hallan ese cadáver! Ama mía, vuestra honra y vuestra suerte dependen de lo que podamos hacer en estos momentos; ¡y son contados! Es preciso sacar de aquí ese cadáver que os compromete. ¡Valor, mi señora, valor! Si no lo hacéis por vos, hacedlo por el amo! Saquemos de aquí ese cadáver para evitar el escándalo y la afrenta. Ayudadme a arrastrarlo a la Albina, que yo no puedo hacerlo sola.

»Y la valerosa negra arrastra a su infeliz ama, y la obliga a ayudarle a arrastrar el cadáver a la Albina.

-»¡Basta! ¡Que no puedo más! -gemía su ama.

-»¡Más todavía, mi señora! -replicaba con angustia la negra-. ¿Queréis aparecer ante los tribunales?

»Y las dos, dominando su dolor, su asombro y su flaqueza, volvían a coger el yerto cadáver para alejarlo más de allí.

»Después Francisca, sosteniendo a su señora, la arrastra a su cuarto, la acuesta, vuelve al jardín, echa agua sobre las manchas de sangre, y hace desaparecer todo rastro, todo vestigio de aquel lúgubre crimen, con esa energía, hija del cariño, que es la más perseverante. Regresa al lado de su señora, y al verla tendida, tan blanca y tan inmóvil como si fuese aquel lecho su féretro, cae de rodillas, y elevando hacia su señora sus temblorosas manos, prorrumpe en sollozos exclamando:

-»¡Ama mía, yo os perdí!

-»No, Francisca, no -murmuró su señora-; me has salvado!

»Y echando uno de sus brazos de marfil al cuello de ébano de la esclava, la atrajo a sí prorrumpiendo en sollozos.

-»Ya viene el alba -dijo poco después Francisca, que fue a abrir las ventanas, como para poner cuanto antes fin a aquella espantosa noche.

»Por más que digan los poetas, que por lo regular no conocen al alba sino de oídas, el alba es triste. Cuando el día cae, todo se prepara al reposo; al alba todo se prepara al trabajo y al sufrimiento! La luz del día alumbra a una ciudad muerta; tanto brillo en el cielo y tanto silencio en la tierra contrastan penosamente! -la hija del sol, bella y silenciosa, se parecía a esa madrugada sin vida.

»Francisca la obligó a levantarse y a sentarse en su cierro de cristales, como tenía de costumbre, para evitar toda sospecha. Francisca entraba y salía en el gabinete.

-»¿Qué se dice? -le preguntaba su señora a media voz.

-»Todavía nada -respondía Francisca en el mismo tono.

-»¡Dios Santo! ¡Ese cadáver abandonado! -gemía la infeliz.

»Francisca cruzaba las manos y le hacía seña de que callase, señalándole a su madre, que rezaba tranquilamente sentada en el canapé.

»De repente se oyeron los brillantes y animados sonidos de la música militar. Era la brigada de marina, que regresaba de Jerez.

»Cada nota de la música, que tantas veces había oído cuando precedía a la brigada, y a su cabeza venía el hombre a quien amaba, y que ahora yace muerto y abandonado cadáver en la Albina; cada una de estas notas es un puñal que se clava y destroza el corazón de la infeliz mujer, en la que hasta su dolor es un delito!

»De repente, aquella mujer que gemía quédase muda, sus ojos se abren espantados y fijos, un temblor convulsivo se apodera de ella, y sólo tiene acción para extender el brazo con un ademán lleno de espanto hacia la calle. Francisca se arrojó al cierro, y sigue con la vista la dirección que indican el brazo y las miradas de su ama, y ve... ve a las Navas a la cabeza de su brigada, que en aquel instante alza la cabeza, sonríe y saluda alegremente a su amada! Francisca da un grito, y cae sin sentido: la hija del sol, fuera de sí, clama al cielo pidiendo misericordia. Refiere a voces lo acaecido aquella noche; la creen loca, y su madre manda llamar a un facultativo; pero Francisca, vuelta en sí, confirma la relación de su ama. Van a la Albina; pero allí no se halla cadáver alguno. Preguntan a las Navas; éste no ha faltado, no ha podido faltar de Jerez; lo que confirman unánimes sus compañeros.

»La hija del sol, después de restablecida de una larga enfermedad, escribe a su marido, se confiesa culpable, le ruega que la perdone y le dé licencia para entrar en un convento a hacer penitencia. El marido le da esta licencia, la bula es otorgada, y LA hija del sol entró y profesó en las Descalzas de Cádiz, en el que, después de una vida ejemplar, murió como una santa. Francisca la siguió al convento».

-¿Y cómo se explicó eso? -preguntó con profundo interés la marquesa a su amiga cuando ésta hubo concluido.

-Esto no se explicó nunca para los incrédulos; pero sí muy luego a las almas creyentes -respondió su amiga.

Nota. Esta Relación es verídica. La hija del sol nació en 1742, y murió monja Descalza en Cádiz en 1801, a los cincuenta y ocho años de edad. El señor D. Francisco Micón, marqués del Mérito, compuso a La hija del sol, cuando profesó, el siguiente soneto, que si bien no tiene mucho del título de su autor, puede servir de comprobante a lo referido:




A la hija del sol


Soneto


    Ya en sacro velo esconde la hermosura
en sayal tosco garbo y gentileza
la hija del sol, a quien por su belleza
así llamó del mundo la locura.

   Entra humilde y contenta en la clausura;
huye la mundanal falaz grandeza:
triunfadora de sí, sube a la alteza
de la santa mansión segura.

   Nada pueden con ella el triste encanto
del siglo, la ilusión y la malicia;
antes los mira con horror y espanto.

   Recibe el parabién, feliz novicia,
y recibe también el nombre santo
de hija amada del que es sol de justicia.


FIN